IV. La obediencia


1. INTRODUCCION

La obediencia tiene su pasado. Desde que Eichmann y Miss apelaron a ella para justificar sus crímenes («Una orden es una orden», «Manda, Führer, nosotros te seguimos...»), se hace difícil hablar de ella con naturalidad. Por su parte, la ascesis y la pedagogía cristiana han contribuido a desacreditarla. En el ámbito eclesial no sólo aparece gravada con la idea de la «obediencia ciega», sino también con la tendencia a considerar acontecimientos banales de la diaria convivencia de una comunidad (horarios, campana) como voz de Dios.


La situación hoy día

No es extraño que, con ese fondo histórico, hoy día la obediencia se asocie, por lo regular, a ideas como falta de libertad, dependencia, intrusión por parte de otros, presión, ahogo e irracionalidad, y que dé la impresión de obstaculizar la libertad, la mudurez, la responsabilidad, la creatividad y la fantasía de una persona. Muchos hay que no la consideran una virtud, sino un mal necesario (para regular la convivencia humana) que hay que reducir al máximo. En tales condiciones resulta «problemático saber si todavía se puede expresar con el término 'obediencia' lo que Jesús quería decir»1

No olvidemos que la evolución social y eclesial de nuestro siglo tiene en cuenta de modo fundamental el problema de la obediencia. Basta recordar algunos puntos:

—En el curso de la historia moderna de la libertad, el sujeto ha adquirido importancia de forma creciente (responsabilidad del ciudadano, libertad de conciencia).

—El paso de una organización social feudal a otra democrática ha sometido a discusión las ideas y los motivos tradicionales de la obediencia.

—La obediencia ya no es meta de la pedagogía, sino que lo es la emancipación, la autorrealización, la autoformación, la espontaneidad, la creatividad, la fantasía.

—La concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios y el acento puesto por el Concilio Vaticano II en la libertad de conciencia han establecido nuevas coordenadas para la interpretación de la obediencia.


Hacia una teología de la obediencia 2

Para impedir que ese término de que se ha abusado, «obediencia» en general y «obediencia cristiana» en particular, se rechacen alérgicamente o se

1 D. SOLLE, Phantasie und Gehorsain, Stuttgart 1968, p. 35 (trad. cast.: Imaginación y Obediencia, Ed Sígueme, Salamanca 19802).

2 En este párrafo le soy deudor a G. Fuchs, Bamberg, en quien se basan las consideraciones que concretan el principio fenomenológico por lo que hace a la tradición ascética (vid. infra, pp. 172 ss.) y al oficio o profesión (vid. infra, pp. 177 ss.); también son suyas diversas sugerencias acerca de la teología paulina (vid. infra, pp. 161 ss.).

recomienden acríticamente, será oportuno partir de una fenomenología del oír y del decir.3

3 Las siguientes reflexiones recogen observaciones y pensamientos que han sido desarrollados, desde distintos puntos de vista, por K. RAHNER, Hdrer des Wortes. Zur Grundtegung einer Religionsphilosophie (reelaborado por J. B. Metz), München 1963 (trad. cast.: Oyente de la Palabra. Para una filosofía de la religión, Ed. Herder, Barcelona 1967); E. JONGEL, Gott als Geheimnis der Welt, Tübingen 1977, espec. pp. 12 s., 383 ss.; P. KNAUER, Der Glaube kommt vom Hóren. Okumenische Fundamentaltheologie, Graz/Wien/Kóln 1978, espec. pp. 57 ss., 76-105; cf. también H. U. von BALTHASAR, «El camino de acceso a la realidad de Dios», en Mysterium Salutis II/1, pp. 31-72, Ed. Cristiandad, Madrid 1969.

Hay un hecho realmente sorprendente y que rara vez es objeto de la debida reflexión: nosotros llegamos a vivir una vida de personas humanas sólo si alguien nos mira y nos dirige la palabra. Necesitamos ser mirados y llamados por otros desde el principio. Israel pide: ««Ilumine Yahvé su rostro sobre ti» (Num 6, 25). Este antiguo deseo reproduce la experiencia elemental del niño, sobre el cual «se ilumina» el rostro de la madre y del padre. Por eso el pueblo y cada individuo ruegan ser mirados por Dios. Y mientras son así mirados, adquieren el sentido de devolver la mirada que les es propio (por ejemplo, en la alianza, en su calidad de pueblo de Dios). Eso mismo expresa la oración: que Dios quiera escuchar la invocación de su pueblo o de cada individuo. Esa oración presupone la experiencia de que Dios ha hablado y de que el pueblo sabe que le ha sido dirigida la palabra (y se le han fijado unas exigencias). También se evoca aquí una experiencia básica para todo hombre. Nosotros llegamos a hablar y a abrirnos al mundo en la medida en que permitimos que los demás nos dirijan la palabra; dicho más claramente: en la medida en que se encuentran con nosotros personas que «nos dirigen la palabra» y «nos prometen algo».

Esta fundamentación de nuestra existencia en la relación dialógica y social es determinante para nuestra vida. Nunca podré, por ejemplo, decirme yo solo la palabra que me da la certeza de ser amado; y si lo hiciera, quedaría, en el mejor de los casos, como una palabra fruto de la sugestión y siempre ilusoria. Es preciso que esa palabra me sea dicha —y yo debo (y puedo) dejármela decir—. Con otras palabras: Yo debo (y puedo) creer a quien me la dice. Si esa palabra de amor es creíble y fiable, tendrá consecuencias en mi vida. «La fe viene del oír» (Rm 10, 17).

Para una fenomenología cristiana de la fe (y de la obediencia), esto es decisivo: yo dejo que otro me diga que soy amado y deseado incondicionalmente, y precisamente con mis limitaciones, mi culpa, mi pecado y mi muerte. Me dejo decir esa palabra que habla de un reconocimiento absoluto. Y consecuentemente unido a ello, con una reciprocidad indisoluble: «Yo te digo que eres amado y deseado incondicionalmente, y precisamente con tus limitaciones, tu culpa, tu pecado y tu muerte». Puedo transmitir de forma creíble esa misma frase de reconocimiento sólo si antes me la dejo decir yo .4 Acerca de esto, una cosa está clara desde hace tiempo: dejarme decir una cosa así y, a mi vez, comunicarla yo, es una historia liberadora de forma ra-

4 Cf. H. PEUKERT, Wissenschaftstheorie - Handlungstheorie - Fundamnetal Theologie, Düsseldorf 1976, espec. pp. 216 s., 296 ss.; G. FUCHS habla de «indicativo categórico de la fe» en «Glaubenserfahrung - Theologie - Religionsunterricht. Ein Versuch ihrer Zuordnung», en Katechetische Bltitter 103 (1978), pp. 190-216, espec. 197 ss.

dical, una historia que no se puede reducir a un decir puramente verbal. Es preciso, pues, que los otros sean tan elocuentes para mí, con toda su existencia, que hagan que yo oiga y me deje decir algo; y es preciso que, a mi vez, yo sea creíble y francamente prometedor, incluso exigible en todo mi comportamiento para con los otros.

Este mutuo proceso de la comunicación, en el que se verifica el oír-decir de la fe, alcanza naturalmente su plenitud (más allá de cuanto hemos dicho hasta ahora) sólo cuando hablamos de Dios en Jesucristo y en la comunión del Espíritu Santo. Los evangelios nos muestran cómo Jesús dirigió a otros la palabra del reconocimiento absoluto; cómo en virtud del amor al Padre fue capaz de hacerlo. La unidad con el Padre le hace francamente prometedor y elocuente en su persona.

Importante es asimismo el hecho —ya desde la historia de la tradición de los relatos bíblicos— de que el Jesús predicante se haya convertido en el Jesucristo predicado, la palabra de Dios. Dejarse decir esta palabra, escucharla, es algo que lleva a la fe. Esa fe tiene, por tanto —escuchando extasiada algo de lo que «jamás oído ninguno oyó» (cfr. 1 Cor 2, 9)—, la estructura de la obediencia (cfr. Rm 1, 5). Oír y obedecer se condicionan recíprocamente: oír con fe esa palabra significa dejarse obligar y, al dar respuesta, ligarse espontáneamente a ella. La libertad no es, de hecho, arbitrio y libertad según plazca, sino autovinculación, y ello, en la medida más alta posible, «delante de Dios» y «en el nombre de Jesús»: autovinculación como autoliberación en orden a Dios y al prójimo. El hecho de que todo esto sea realmente libre y liberador depende, desde el punto de vista cristiano, únicamente del hecho de que proviene, deriva, de la escucha de la palabra de Dios que es Jesucristo en persona. El nos «libera».

La doctrina trinitaria es desde siempre la necesaria tentativa de definir la unicidad de tal palabra de Dios. Esa doctrina manifiesta, en efecto, el amor absoluto —frente a nuestras limitaciones, a nuestra culpa, a nuestro pecado y a nuestra muerte—, el amor sin comparación e ilimitado, el amor del Padre que, en el Hijo, se refiere creadoramente a sí mismo y es la vida del Espíritu Santo, y que, por tanto, no encuentra su medida en cosa alguna terrena. La palabra de Dios significa, pues, dejarnos decir que somos amados con el mismo amor con que el padre ama al Hijo, y participar así en la relación de Jesucristo con Dios. Allí donde esta palabra es oída, dicha y vivida así, allí se da la acción del Espíritu Santo; la comunidad de los que creen es su presencia real.

Sólo sobre la base de esta concepción trinitario-cristológica es posible trazar una fenomenología teológica de la obediencia cristiana. Si es ya fundamentalmente verdad que yo no puedo decirme ni inventar por mí solo la palabra del amor, cuánto más verdad lo será en relación a esta palabra de Dios y a la palabra de este Dios... Tal amor, del todo inverosímil, revela su desmesura (como muestran los relatos bíblicos) allí donde se dirige —reconociendo, alabando («bienaventuranzas») y perdonando— a cuantos se hallan en la oscuridad, en el pecado, sin futuro y sin esperanza. «No hemos sido nosotros los primeros en amarle, sino él...» (1 In 4, 10).

En la medida en que esta estructura indicativa, prometedora, de la palabra de Dios —del Evangelio— permanece clara, se hace eficaz también su contenido salvador. Forma y contenido del único suceso oír-decir se condicionan y se abren recíprocamente: la palabra viene a mi encuentro y me previene siempre; «sólo» necesito escucharla, dejármela decir; mientras viene así a mi encuentro y hace de mí aquel que escucha y obedece, pone eficazmente en acción su contenido, es decir, el amor incomparable de Dios .5

Pertenece a la lógica intrínsecamente de este oír-decir —profundamente elocuente y dinámico—proponer preguntas y sacar consecuencias de naturaleza imperativa. Aparece así a la luz la otra cara de la misma medalla, asociada habitualmente al término «obediencia». En efecto, es importante que quien ha oído la palabra de Dios, la palabra de un amor infinito, quiera ahora y deba, además, comunicarla y actuarla. Si no actuase así, banalizaría la fe (cfr. la expresión de Bonhoe f f er «gracia barata»).6 Sólo que esta voluntad de dejarse situar oyendo-obedeciendo al servicio de la palabra no es otra cosa que gracia, la consecuencia de la conmoción que sigue al haber oído, conmoción por medio de la cual yo experimento el Evangelio y el juicio acerca de mí (con el paso del hombre «viejo» al «nuevo»). Dicho una vez más con otras palabras: el hecho de que haya individuos que lleguen a ser capaces de negarse a sí mismos en nombre del Evangelio, que quieran vivir desinteresadamente, que sepan inclinar la cabeza con obediencia frente a la palabra de Dios, es algo posible sólo en virtud de la experiencia religiosa (experiencia vital) de que uno es personalmente deseado de manera absoluta. Sólo quien ha tenido la dicha de hacer propia la palabra del Evangelio como su beneficio por antonomasia, puede escuchar y obedecer cristianamente. Dicho en términos trinitarios: la obediencia hasta la muerte, hasta la muerte de la autonegación (por ejemplo, en un apostolado consumidor como el de Pablo), se concede en el Espíritu Santo, en virtud de la capacidad de autodeterminarse con amor, sobre la base de la libertad dada; libertad que hace capaz de darlo todo a aquel que lo ha encontrado todo. El misterio de las manos vacías y encadenadas tiene su fundamento en el misterio del corazón rebosante hasta el borde.

5 Sobre la correspondencia entre contenido y forma de la Revelación y la realización de la fe, cf. especialmente Th. PROPPER, Der Jesus der Philosophen und der Jesus des Glaubens, Mainz 1976, pp. 110-125.

6 Cf. D. BONHOEFFER, Nachfolge, München 1964, pp. 13 ss.

La estructura fundamental indicativa del escuchar-obedecer de la fe emerge en los evangelios. Es una estructura que nos sale al encuentro en la palabra de Dios que se hizo carne (Jn 1, 14) en Jesucristo. Por eso «la obediencia cristiana... puede, en último análisis, hacerse creíble sólo como pasión, en unión con Jesús, por el Reino de Dios que viene... Hay, pues, que hablar primero de la realidad cristológica, que es normativa, y sólo después, de la eclesiológica, que sigue siendo la norma normada, aun con todos sus problemas urgentes y actuales».7

7 H. U. von BALTHASAR, «Christologie und kirchlicher Gehorsam», en Geist und Leben 42 (1969), pp. 185 s.

 

2. LA OBEDIENCIA DE JESUS

Sólo en tres pasajes del Nuevo Testamento (dos veces en Pablo y una en la carta a los Hebreos), aun cuando son pasajes centrales, se le llama a Jesús «obediente», siempre en relación con su pasión y muerte. Algo que salta a la vista es que esa «obediencia» no caracteriza sólo determinadas formas suyas de comportarse, sino su mismo ser. ¿Cómo interpretar una cosa así?

Nos lo dicen los evangelios. Estos no hablan expresamente de la «obediencia» de Jesús, pero sí tratan de su sustancia, y lo hacen sobre todo en textos que —al principio y al final del camino— resumen el conjunto de su persona y de su vida definiéndolos como obediencia.

Antes ya de que Jesús inicie su actividad pública se ve quién es El y dónde encuentra su propia identidad. Durante el bautismo, el Espíritu de Dios desciende sobre El, y una voz del cielo proclama: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3, 17). El diálogo trinitario (Padre-Hijo-Espíritu Santo) constituye el principio del camino de Jesús.

«Mi Hijo amado», dice la voz del cielo; y ahora se trata de ver la forma que va a asumir en la tierra. Jesús es desafiado en la vestidura bajo la que se ha manifestado. «Hijo de Dios»: ¿Qué significa ésto? ¿Cómo es posible reconocerle? ¿Cuál es la índole de aquel que es asido y guiado por el Espíritu? A estas preguntas responde el relato de la tentación (Mt 4, 1-11).


Sólo Dios

La historia de la tentación ( ¡también relato trinitario!) concentra como en un punto focal la verdad sobre Jesús. Impulsado por el Espíritu de Dios hacia el desierto, ha de enfrentarse a Satanás: «Si eres Hijo de Dios...», ésa es su repetida provocación (Mt 4, 3-6). Satanás no le pide información sobre ninguna otra cosa más que sobre El mismo. Jesús, al responder, se remite, con libre decisión personal, al sello divino en El impreso en el bautismo («Hijo amado»). Antes de dirigirse a los hombres se llega a sí mismo. ¿De qué forma?

El recorre el camino que le ha indicado el Padre; es el Mesías en el abajamiento, no en la gloria. Tras la provocación del tentador, se manifiesta de qué y para qué vive Jesús: vive del Padre y para el Padre, y así es como su vida resulta ser una vida «para nosotros».

Jesús no vive «de solo pan». No vive rigiéndose por su propia cabeza, «sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (4, 4).

Está totalmente orientado al Padre, se sabe sostenido por El y no necesita ninguna otra seguridad suplementaria. Resiste a la tentación de manifestarse en una espectacular caída desde el templo (4, 5-7), recorre paso a paso el camino hacia abajo, el camino que le ha trazado el Padre.

No se trata de un camino envuelto en esplendor y gloria, sino de impotencia y sufrimiento. Pretender llevar arbitrariamente la causa de Dios a la victoria con la ayuda de «todos los reinos del mundo» (4, 8) es una tentación diabólica (¡un pacto con el diablo!). El Reino de Dios es de otro tipo. Jesús sabe muy bien a quién se debe y a qué reino se siente obligado. Sólo Dios es el Señor, sólo a El corresponde la adoración (4, 10). Y en ese abandonarse tan totalmente a Dios, se encuentra libremente también a sí mismo. La adoración a Dios es el fundamento de esa libertad.

La triple tentación es un triple ataque a la obediencia de Jesús: si tendiera su mano hacia el pan (poseer), hacia la seguridad y el poder, faltaría al Padre. Escoge, por el contrario, la pobreza y, en consecuencia, la obediencia; o, mejor, la obediencia induce a escoger la pobreza. Frente a tan violentos ataques, Jesús se manifiesta como lo que es: el «Hijo amado» del Padre. En el desafío que le lanza el tentador, responde a la pregunta sobre su persona no de forma arbitraria y autónoma, sino remitiéndose a Dios. En el abandonarse obediente a las manos del Padre llega a sí mismo.

Hay dos situaciones, sobre todo, que demuestran cómo Jesús sigue fiel a esa decisión y, por lo tanto, a su propio ser:

—Pedro le confiesa como el «Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), y nuevamente se plantea la pregunta: ¿qué significa «Hijo de Dios»? Jesús, en el primer anuncio de la pasión, no deja dudas al respecto: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas...» (16, 21). Su vida va hacia el Gólgota, hacia el monte, lo cual contrasta con «todos los reinos del mundo y su gloria». Pedro se opone, no quiere que recorra ese camino, y se ve alcanzado por la maldición, como si fuera Satanás: « ¡Quítate de mi vista, Satanás! ... porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (16, 23). ¡Jesús vive de Dios y no se deja desviar del camino de Dios por hombre alguno, ni siquiera por Pedro!

—Y al final, la misma tentación en el momento de la crucifixión: «Si eres Hijo de Dios, sálvate a ti mismo y baja de la cruz... ¡Es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él! Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: 'soy Hijo de Dios'» (27, 40-43). Aquí ( ¡con El crucificado!) se plantea de forma extremadamente aguda la pregunta: ¿qué significa la expresión «Hijo de Dios» en quien el Padre «se complace»? (cfr. 3, 17). ¿Acaso no tiene el «rey» a su disposición «todos los reinos del mundo con su gloria» (4, 8)? ¿No debería hacer que le enviasen algunas «legiones de ángeles»? (cfr. 26,52-54). Jesús no elige ayudarse autónomamente por sí solo, no baja de la cruz..., no porque no sea Hijo de Dios, sino porque lo es.

En su calidad de Hijo, se abandonó completamente a la voluntad del Padre: « ¡Abbá, Padre; todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36).

Nadie como Juan ha intuido la intimidad de la obediencia de Jesús para con el Padre. Jesús no vive ni enseña ni actúa por propia iniciativa (Jn s, 18). La voluntad del Padre es su comida (4, 34); de ella vive, es la que le llena por completo. Como el Hijo no persigue otra cosa que el honor del Padre (8, 49 s.), así el Padre no tiene otras miras que el honor del Hijo (14, 13; 12, 23.28). El Padre ha puesto todo en sus manos (3, 35). Padre e Hijo son una sola cosa (10, 30). El Hijo es totalmente el Padre. Su obediencia tiene la forma del amor. Amando, «pertenece» totalmente al Padre. Nada queda a reserva de ese amor que vive su momento crucial en la cruz.

Esta movida historia de amor entre Padre e Hijo crea el espacio en el que los hombres llegan a la vida, a la «vida eterna» (6, 37-40).


«Haciéndose semejante a los hombres...»
(F1p 2, 7)

En el himno cristológico de la carta a los Filipenses (2, 7), Pablo recoge cuanto narran los evangelios: se trata del mismo camino a través del cual Jesús encuentra su propia identidad y redime al mundo. No un vuelo pindárico, sino un camino de bajada hacia el fondo de la existencia humana: «Obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (2, 8).

Jesús es obediente en cuanto que abraza la situación humana (la «conditio humana») no en apariencia («pro forma»), sino realmente. El no se hace hombre para seguir en el cielo y sustraerse en último análisis a la indigencia y a la miseria de la tierra. Su obediencia con respecto al Padre da prueba de sí en la obediencia a una existencia humana efectiva, situada bajo la sombra de la muerte. Esa obediencia opera el cambio, hace de El el Cristo, el Señor del mundo («Por lo cual...»: 2, 9).

Dios se hace hombre para disuadir a los hombres de querer ser iguales a Dios; «sale al encuentro del hombre, que quiere ser como Dios, en Aquel que no quiere ser más que un hombre. El reino de ellos es la libertad. Lo cual, sin embargo, significa, a la vez, que la humildad y la obediencia son de ahora en adelante el camino regio de la fe, el sello de los liberados, la prenda de la redención futura».8

8 G. BORNKAMM, «Zum Verstándnis des Christus-Hymnus Phil 2,6-U», en Studien zu Antike und Christentum, München 1959, p. 187.

Hay una cadena de factores que tienen prisionera a la humanidad: pecado —ley—muerte--tiranía de la muerte. Al principio de esta cadena de perdición está Adán: el hombre que tiende arbitrariamente las manos hacia la vida y acaba en la muerte. Su «desobediencia» no es una chiquillada, sino la actitud fundamental de quien se basta y se pertenece a sí mismo.

En esa condición fundamental del hombre se ha dado un cambio que tiene un nombre: Jesucristo. El no se pertenece, pertenece a Dios. Su obediencia rompió la tiranía de la muerte y ha creado un espacio libre, en donde «la gracia y el don de la justicia» (Rm 5, 17) hacen posible una nueva vida. «Así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (5, 19). El problema de la desobediencia-obediencia no es, pues, a partir de Adán-Cristo, un problema de detalle, sino el problema fundamental y decisivo: ¿A quién pertenezco yo: a mí mismo o a Jesucristo; a la muerte o a la vida?

Nada le fue ahorrado al Jesús obediente: «El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente y, aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (Heb 5, 7 s.).

El está por entero en sus ruegos y súplicas. Toda su existencia terrena está implicada en esta pasión, no sólo durante la noche de Getsemaní. Jesús experimenta la existencia terrena mientras la va padeciendo. Y padeciendo aprende la obediencia, «aun siendo Hijo». Esta es su obediencia —que ha tenido que aprender—; sin embargo, no se vio sometido a un destino oscuro contra su voluntad.

Jesús permaneció fiel toda su vida a la libre decisión de ser hombre con todas las consecuencias; una decisión que selló con su existencia. Su muerte es el sí dado con extremada voluntad y compromiso a la realidad de la existencia humana finita. Por eso, en los tres textos mencionados (Flp 2, 8; Rm 5, 19; Heb 5, 7) su obediencia aparece relacionada con su pasión y muerte.

Jesús es obediente al Padre en el permanecer obediente a su existencia terrena. En esa obediencia buscó y encontró la salvación; en ella «se convirtió en causa de salvación eterna» (Heb 5, 9). En esa obediencia es donde se busca y se halla la salvación (o la «justicia»: Rm 5, 18 s.).


«...aprendió la obediencia»
(Heb 5, 8)

La obediencia de Jesús no es un principio abstracto y acósmico, sino que tiene carne y sangre. La apasionada opción fundamental que sostiene su ser se deja sentir y se manifiesta en el comportamiento, en la forma y modo en que El vive y se encuentra con los demás. Así como su obediencia al Padre toma forma en cada una de las situaciones de su vida, desde la tentación hasta la cruz, así también sealiza la obediencia con que El —hombre entre los hombres— permanece fiel a la propia existencia terrena y, por ello, a sí mismo, dando, precisamente de ese modo, prueba de su obediencia al Padre.

La obediencia a la propia existencia e historia humana no se verifica en el espacio interior y privado, a puertas cerradas, porque no le incumbe sólo a El, sino también a nosotros. Es lo que nos dicen expresamente las palabras ya mencionadas de la carta a los Romanos (5, 19): Jesús da la vuelta al camino de Adán. El es el nuevo Adán; El opera el vuelco de la desobediencia a la obediencia. Y no sólo se ve envuelto totalmente en tal obediencia, sino también los hombres, por los que El la vive y la padece. Por eso su obediencia está enteramente abierta al encuentro con los hombres, como nos cuentan los evangelios.

Nos sentiremos tentados a pensar: si Jesús, en último análisis, se sabe obligado para con «solo Dios» y vive de la voluntad de Dios (cfr. Jn 4, 34), su vida está claramente definida; está de tal modo unido al Padre por su íntimo escuchar y decir que sabe ya previamente lo que debe hacer; su obediencia está fijada, establecida de antemano.

Los evangelios, en cambio, nos pintan otro cuadro: Jesús se encuentra con hombres concretos en situaciones concretas (sobre todo en situaciones de la vida cotidiana, rara vez en situaciones cultuales o didácticas institucionalizadas); tales circunstancias le inducen a decir una palabra precisa o a asumir una actitud dada (sólo entendemos bien sus palabras, referidas en los evangelios, si en cada ocasión nos preguntamos en qué «Sitz im Leben» se pronunciaron).

Jesús es huésped de Simón (Lc 7, 36-50). Se le acerca una pecadora con lágrimas en los ojos: «Comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y se los ungía con perfume». El fariseo Simón se indigna: «Si éste fuera profeta, sabría quién es ésta...» Jesús le dirige la palabra: «Simón, tengo algo que decirte...», y le cuenta la parábola de los dos deudores. La situación cambia, da la vuelta.

Jesús no llega con un sermón ya preparado. Es un huésped que se ve mezclado en un conflicto inesperado. Descubre la voluntad de Dios en la situación concreta y la expresa con una parábola. Sus palabras vienen provocadas por la situación misma, sin por ello agotarse en ella. La vida humana, con sus desilusiones y sus esperanzas, es como un texto, a partir del cual habla y se descifra la voluntad de Dios. La obediencia de Jesús no permanece pasiva ante ella, mano sobre mano, sino que aplica el oído, agudiza la mirada y así percibe dónde se manifiesta la voluntad de Dios. La suya es una obediencia de «ojos abiertos», previsora.

La voluntad de Dios puede manifestarse allí donde uno, en principio, no lo imaginaba. Jesús —así lo cuenta Mateo (15, 2128)— deja Galilea y se retira a la región de Tiro y Sidón traspasando los límites que introducen ya en tierra pagana, en la tierra sin Dios. ¡Una transgresión de fronteras!

Una mujer de la tierra se le acerca gritando: « ¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está malamente endemoniada... »(15, 22). Ninguna respuesta. Una situación embarazosa. No conocemos a este Jesús: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (15, 24). ¿Es tal vez incompetente para los paganos?

Jesús no niega la patria de donde viene: es un israelita. Se coloca en el terreno del Antiguo Testamento. Pero entretanto ha sobrepasado ya los límites y está pisando tierra pagana. Con todo, «no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros» (15, 26). ¿Está el sitio de los paganos debajo de la mesa?

¡Si no fuera por la fe! «Mujer, grande es tu fe...»: Jesús se deja llevar por la fe de aquella mujer a traspasar los límites entre la antigua y la nueva alianza. La tradición no queda cancelada, sino transcendida con un paso que supera las fronteras e introduce en el Nuevo Testamento. Se trata de una nueva experiencia (como en el caso del centurión pagano, del samaritano agradecido y misericordioso) : quien tiene fe no se perderá.

Una obediencia que ve y escucha dónde se manifiesta la voluntad de Dios, más allá incluso de las fronteras. Una obediencia que aprende también y precisamente en medio del dolor (Heb 5, 8). Una obediencia que descubre la fe donde uno no se la imaginaba en absoluto. No dispondríamos de relato alguno de milagros si Jesús no hubiera percibido la fe de personas probadas por el dolor: «Tu fe te ha salvado...».


«Hay que obedecer a Dios antes que...»
(Hech 5, 29)

Jesús toma nota de la situación; lo cual no significa que se adapte a ella y que se someta a las circunstancias de hecho. Sabe que lo que piensa Dios y lo que piensan los hombres son dos cosas distintas (cfr. Mt 16, 23). Pone en práctica lo que Pedro y los apóstoles sostendrán más tarde: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hech 5, 29). Por eso está en condiciones de situarse por encima de tradiciones y de autoridades religiosas. El criterio de su «desobediencia» frente a tales autoridades es la autoridad de Dios. Donde se hallan en juego Dios y el hombre por amor de Dios, allí deberán desaparecer las demás autoridades.

En las primeras palabras que (según Lucas, 2, 49) pronuncia, Jesús llama a Dios «Padre» suyo. Desde el principio está en una relación única con El. Por eso supera los lazos humanos y la comprensión humana. Su madre no tiene, en el fondo, derecho alguno sobre El y no puede disponer de El. El no pertenece a ella, sino a Dios. El lazo familiar ha de ceder el paso a otro lazo. Sólo la voluntad de Dios es normativa.

Ni siquiera la ley es para El una última instancia. En las antítesis del corazón de la montaña (Mt 5, 21-48) contrapone a la ley su palabra, y aventura la pretensión de anunciar la voluntad divina de manera nueva. Y a ese nuevo conocimiento de la voluntad divina corresponde una nueva obediencia (no orientada ya, en el fondo, según la ley).

Jesús desenmascara a las autoridades religiosas de su pueblo, los escribas y fariseos (Mt 23). No teme el conflicto abierto con ellos a propósito de la ley. Pasa por «amigo de los publicanos y de los pecadores» (Mt 11, 19), come con ellos y descuida, también de otro modo, las prescripciones relativas a la pureza ritual (Mc 7, 1-23): «Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo impuro, sino lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre» (7, 15). En concreto, no se atiene a la casuística del sábado: cura a enfermos en sábado; pone en el centro al hombre, no la ley (cfr. 3, 1-6); permite a los discípulos recoger espigas: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (2, 27). «Desobedeciendo» a autoridades problemáticas, salvaguarda su obediencia con repecto al Padre y a su camino hacia los hombres. «Conoce» al Padre y se sabe obligado a su voluntad.

Jesús se acercó todo lo posible a los hombres. Superando toda clase de barreras y obstáculos, se dirigió indistintamente a todos, particularmente a los que sufrían, a los perdidos, a los marginados, a los olvidados. Buscó a los publicanos y a los pecadores y les dijo: «Dios está aquí también para vosotros». Quitó de las espaldas de los hombres el peso de tener que justificarse por sí mismos e hizo que lanzasen un suspiro de alivio en la misericordia de Dios. Ese tipo de predicación y de comportamiento le llevó a la cruz.

Procediendo así, se encontró de hecho en muchos sitios, y en línea de principios, con actitudes distintas, con hombres cerrados en sí mismos y que querían garantizarse, justificarse, gracias a su propia actividad y a las obras de la ley. Jesús los puso en tela de juicio, y ellos a El. Concretamente, fueron las curaciones en día de sábado la piedra de escándalo. Su «desobediencia» al precepto del sábado indujo a sus adversarios a decidir eliminarlo (3, 6).

El conflicto que conduce a la pasión no es una confrontación cualquiera que acaba desgraciadamente con la muerte. Es el conflicto entre la «vieja» y la «nueva» creación, entre la vida replegada sobre sí misma y el «ser para los otros». La cruz es expresión de ese conflicto y, al mismo tiempo, símbolo de la obediencia de Jesús.

Jesús no se sustrajo a la confrontación; la provocó y la buscó intencionadamente: «Se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9, 51).

Lo cual no está en contradicción con el hecho de que los evangelios subrayen continuamente que «debió» recorrer este camino. Es completamente evidente que tal «deber» no es un «fatum», un oscuro destino que pendiera sobre su cabeza. Indica más bien el conflicto inevitable, a cuyo encuentro Jesús va «necesariamente» si quiere permanecer fiel al camino que el Padre le ha indicado para ir hasta los hombres. Jesús no se ve aplastado por la fuerza del destino, sino que va con espontánea voluntad a la muerte; da su propia vida (Mc 10, 45; Jn 10, 18). Es precisamente lo que intentan expresar los repetidos anuncios de la pasión: Jesús no se entrega ciega o resignadamente; sabía lo que le esperaba; vio y cargó con las consecuencias de su camino.


«Jesucristo es el Señor...» (Flp 2,
11)

Al comienzo del camino de Jesús está la tentación diabólica en «un monte muy alto», con la oferta de «todos los reinos del mundo y su gloria» (Mt 4, 8). Al final, también esta vez sobre un «monte», le viene «dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18).

¿Se trata del mismo poder rechazado por El al principio? ¿Se trata de los mismos «reinos del mundo» en cuya posesión entra de todas formas, al fin (con una pequeña dilación)? ¿Ha esperado el Padre únicamente la prueba de obediencia del Hijo, el pago de un tributo, para instalarlo después en la soberana posición por El diseñada inicialmente?

Entre el monte de la tentación y el monte de la elevación está el Gólgota. Es largo el camino que lleva al «Jesucristo es el Señor»; cubre la enorme distancia que hay entre la forma de Dios y la forma de siervo, entre Dios y la muerte en cruz. Ese camino hacia la humillación es el camino de Dios hacia la soberanía (cfr. Flp 2, 5-11). El Crucificado es el Señor. Aquel que no quiere la glorificación por sí misma, la recibe como don. Aquel que vive, sufre y muere la existencia humana, anónima y reducida a esclavitud, recibe el nombre que está sobre todo nombre. Aquel que renuncia a la forma de la divinidad y vive como un hombre entre los hombres, es glorificado y deja avergonzados a cuantos se divinizan a sí mismos.

El Reino de Cristo tiene su prehistoria, que lo plasma y le confiere su autoridad. Es un reino distinto de los reinos que pueden obtenerse del diablo. No es sólo que se presente en forma nueva el modo habitual y antiguo de reinar, sino que ese modo ha terminado desde el momento en que el Humillado es el Glorificado. Los viejos reyes no sólo se ven sustituidos por otro nuevo, incomparablemente mejor. No se lleva a cabo sólo un cambio limitado de este tipo, sino que es la misma estructura de gobierno en cuanto tal la que es sometida a revisión. Sólo en nombre de la cruz es posible hablar de la autoridad de Cristo.

La cruz no queda abolida por la glorificación, sino confirmada. Las llagas son la señal distintiva por la que se reconoce al Glorificado ahora reinante. El corazón traspasado por la lanza conquista el mundo. En él se funda la autoridad de Cristo.

No es casual que Jesús afirme su realeza en el momento en que le incoan proceso. Allí está, ante Pilato, sin poder alguno en sus manos, expuesto inerme a la mofa y a los golpes. La cruz proyecta su sombra anticipadamente. Y entonces Pilato le pregunta: «¿Eres tú el rey de los judíos?». A lo que Jesús responde: «Tú lo dices, yo soy rey». Los cuatro evangelios refieren esta escena. Juan la interpreta y saca a la luz su dimensión profunda (con el estilo del discurso apocalíptico) (Jn 18, 33-38).

«Rey», ¿qué significa esto? ¿Cómo se manifiesta su soberanía, su realeza? «Mi reino no es de este mundo» (18, 36). No lo debe a la política humana de fuerza. No radica en este mundo, sino que le es dado «de lo alto».

La diversidad de su realeza es significativa: no es posible imponerla con los medios normales de poder. «Si mi reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que yo fuese entregado a los judíos» (18, 36). Los reyes del mundo hacen combatir a los ejércitos en su favor y caminan sobre cadáveres. Jesús muere por los hombres. No es posible servir y apoyar su reino con la fuerza de las armas (cfr. Mt 5, 38-42; 26, 52 s.).

Aunque el reino de Jesús no radica en este mundo, sino que vive recurriendo a otras fuentes, no por ello es simplemente apolítico. Con Jesús, su reino ha venido a este mundo. Precisamente por su diversidad es políticamente relevante en grado sumo 9. Irrita a los detentadores del poder porque queda sustraído a su jurisdicción. Proviene de la soberanía de Dios, «de lo alto». Las autoridades políticas no son ya la última instancia y quedan, por tanto, radicalmente puestas en tela de juicio.

El reino de Jesús no es de este mundo, viene de Dios. Esta es su verdad; verdad que El, revestido de revelador de Dios, testimonia en este mundo con su vida (18, 37). El mundo procesa al testigo de esa verdad. Jesús es rey «en cuanto que, bajo el vestido del Cordero sacrificado, representa la crisis del mundo, cuya historia se halla, por tanto, en sus manos (Apoc 5)» 10

9. Cf. H. SCHLIER, «Jesus und Pilatus. - Nach dem Johannesevangelium», en Die Zeit der Kirche, Freiburg i.B. 1956, pp. 63 s.
10. Ibid., p. 64.

 

3. SEGUIR AL OBEDIENTE

Habrá quien piense que hemos hablado demasiado prolija y exclusivamente de la obediencia de Jesús. Los «consejos», ¿no se refieren a nuestra obediencia? ¿Lo hemos hecho, tal vez, para evitar así afrontar nuestros problemas?

La difundida tendencia a orientarse a Jesús sólo para hablar sustancialmente de nosotros mismos conduce, en última instancia, a la muerte de la fe. Con prioridad a toda decisión del hombre en favor de Jesús, está la decisión de Jesús en favor del hombre. Antes de nuestra obediencia está la suya, que nos ha abierto la salvación. Todo depende de este «don preventivo» (de «el indicativo de la fe»). Si lo rehusamos, entonces, en lugar de la gracia, se abre paso la prestación; en lugar del Evangelio, la ley, la ley de la obligación permanente. En ese caso, la vida cristiana cae en el vórtice de un nuevo moralismo, que con su pretensión totalitaria excede con mucho al moralismo de viejo estilo, que precisamente parecía superado. Sus consecuencias son conocidas de siempre y reaparecen de nuevo claramente: un zelotismo que camina sobre cadáveres; y (como reverso de la medalla) la resignación, que, frente a determinadas exigencias incumplibles, se desespera ante la propia impotencia. Hay que estar muy en guardia sobre esto.

¿Qué relación tiene nuestra obediencia con la obediencia de Jesús? ¿Es él nuestro ideal? Resulta muy elocuente a este respecto la introducción al himno cristológico de la carta a los Filipenses (Flp 2, 5). Se ha pensado que Pablo presenta ante los Filipenses a Cristo como modelo de virtud y los exhorta a orientarse a El. Tal interpretación se refleja en la traducción: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo...». El himno sirve, en ese caso, para ilustrar los sentimientos ejemplares de Jesús y convoca a su imitación.

Pero esa interpretación no responde a la intención de Pablo. El Apóstol recuerda constantemente a sus comunidades que son «en Cristo», que son bautizados en su muerte y resurrección, que sólo el Espíritu Santo les hace confesar: «Jesús es el Señor» (1 Cor 12, 3). Esa acción salvífica preventiva exige de los cristianos una determinada vida: pensad y obrad como hombres que están «en Cristo». Cristo no es sólo un modelo, sino el fundamento de la posibilidad, el espacio de la realización de la existencia cristiana. No se exhorta a los cristianos a vivir como Cristo, sino a sacar las consecuencias de su «ser en Cristo»: «Tened entre vosotros los sentimientos que corresponden a una vida en Cristo Jesús» (Flp 2, 5).

¿Modelo? Los modelos son originales, pero existen copias de ellos. Jesús es un original no copiable. Para los creyentes, El no es el modelo, sino su Señor. El no llama a la imitación, sino al seguimiento. Busca hombres que se pongan en camino con El, que se comprometan en su obediencia.


«Uno solo es vuestro Maestro...»
(Mt 23, 8)

Sólo Jesús es la autoridad de su comunidad. Lo que esto significa queda muy claro en la parábola del siervo bueno y el siervo malo. Lucas la aplica al tiempo de la Iglesia y la orienta expresamente a cuantos en ella tienen algún cargo (a Pedro en primer lugar, cfr. 12, 41). ¿Saben que son «siervos» y que deben responder al Señor?

Les puede ocurrir fácilmente que piensen: «Mi señor tarda en venir...» (12, 45). Si no viene, nos toca a nosotros establecer, decir, hacer, ordenar... Olvidan lo que son. Se comportan como si fueran los dueños de la casa. Adquieren aires de semidioses, estallan en cólera a diestro y siniestro, se dan atracones, aun cuando no son más que «siervos como los demás» (Mt 24, 49).

Precisamente los que tienen cargos han corrido, desde siempre, el serio peligro de olvidar quién es el Señor de la casa en la Iglesia; el peligro de pensar que pueden sustituirle, siendo así que tienen el deber de testimoniarle. A la hora del juicio —dice la parábola— les espera una fea sorpresa. Ellos están a las órdenes de otro, y por sí mismos no tienen autoridad alguna. Cristo Señor es su única gloria.

El problema de la autoridad es tan viejo como la Iglesia. Los evangelios dejan ver cómo se plantea en las primeras comunidades. ¿Es posible adoptar tranquilamente modelos extraños de autoridad? ¿Qué pensar del hecho de que los discípulos se adecúen a la estructura de la sinagoga judía en lo tocante a la autoridad? La respuesta del primer evangelio es clara: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar 'Rabbí', porque uno sólo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie 'Padre' vuestro en la tierra, porque uno sólo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar 'Preceptores', porque uno sólo es vuestro Preceptor: Cristo» (Mt 23, 8-10).

En la comunidad existe una sola autoridad absoluta. No hay necesidad de crearla, puesto que ya está presente («uno sólo es vuestro Maestro...»). Tal autoridad suprema del único maestro, padre y doctor no es creable; está dada incondicionalmente de antemano e invita a la obediencia, a la obediencia de la fe. Con respecto a esta última autoridad, cualquier otra autoridad de la comunidad es relativa y vive de esa relación. En cuanto se autonomiza, es del demonio y ya no de Dios.

Jesús no se limitó a sustituir los viejos amos por otros nuevos. A propósito de los viejos dice: «Se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del manto; van buscando los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame 'Rabbí'» (23, 5-7). En el puesto de éstos no han de entrar autoridades nuevas, ni siquiera con filacterias más estrechas y orlas más cortas, que pretenden igualmente hacerse ver y reanuden la caza de los primeros puestos y de honores. Jesús no piensa así: «Vosotros, en cambio, no... ».

La crítica más fundamental de la praxis eclesial de la autoridad no es la que se hace en nombre de la crítica marxista o de cualquier otro tipo a la religión (aun cuando no se niegue su acción purificadora), sino la que se hace en nombre de la obediencia que la fe otorga al único Padre, Maestro y Doctor. La crítica de autoridades problemáticas sólo resulta convincente si se hace en nombre de la autoridad suprema.

Cuantos invocan a Cristo como su Maestro son hermanos entre sí: «Vosotros sois todos hermanos...» (23, 8). La fraternidad cristiana no es tanto un programa cuanto una exigencia de la fe; es una consecuencia de la profesión de fe en el único Señor. Allí donde se afirma la autoridad de Cristo, allí cesa el dominio del hombre sobre el hombre. Lucas ilustra las consecuencias que de esto pueden seguirse en una comunidad que se remite a Jesucristo (Hech 2, 44 s.; 4, 32-37).

La abolición de estructuras sociales autoritarias no basta para que se realice el Reino que Jesús anuncia y ve venir. ¿Qué es lo que puede dar de sí una crítica de la autoridad que se limite a sustituir un amo por otro («la derecha» por «la izquierda» o viceversa)? Cambios de ese signo son el sueño de la apocalíptica, que espera sólo un vuelco de las relaciones existentes. La tradición rabínica cuenta, por ejemplo, que el hijo del rabino Jehoshua ben Levi deliraba por la fiebre. Vuelto en sí, el padre le pregunta: « ¿Qué has visto?». Y el hijo le responde: «He visto un mundo trastocado, los superiores abajo y los inferiores en lo alto». A lo que asintió el padre: «Hijo mío, has visto un mundo verdadero» (Billerbeck I 250). Jesús no se contenta con un cambio de dueños y de gobernantes. No se limita a romper las estructuras existentes de poder. Lo que a él le urge es vivir para los demás hasta el don de sí. El mundo nuevo y diverso está en el signo de la cruz.

Eso nos dice Mc 10, 42-45. Jesús anuncia la pasión y la muerte que le esperan, y a los discípulos no se les ocurre nada mejor que pensar en su posición personal. Como lo confirman los otros dos anuncios de la pasión, ellos no lo entienden. Los espíritus se dividen frente a la cruz, aun dentro del restringido círculo de los discípulos. Jesús dice entonces: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros; sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchas» (Mc 10, 42-45).

Estas palabras —según parece— las suscribe todo el mundo. Todos están, obviamente, de acuerdo con ellas. De acuerdo, ¿en qué sentido? Aquí no se trata sólo de una crítica a estructuras formales de poder. Si así fuera, el bisturí no habría ahondado lo suficiente. El elemento distinto y nuevo no es sólo una estructura, sino una persona: el Hijo del hombre. Su vida es obediencia al Padre y a los hombres. El concibe su misión y autoridad como servicio. No busca su propia grandeza, plenos poderes, sino que se da por los demás. Esta es su alternativa, una alternativa que consiste en el signo de la cruz y que crea una nueva situación. Se puede partir de esa nueva realidad; se puede vivir de ella. Lo cual hace posibles y exige relaciones nuevas. La habitual autoridad egoísta a la caza de honores, que constituye la ilusión de los discípulos mismos (Mc 10, 35-41), ve cortado su camino por la autoridad del servicio.

¿Qué consecuencias tiene el «pero no ha de ser así entre vosotros...»? ¿Qué es lo que ha de cambiar: la actitud interior? A menudo leemos y oímos palabras de este tenor: «la autoridad está, sí, ligada a formas habituales, pero se ejercita con un espíritu de servicio». Eso significa que no se ha entendido la afirmación del Evangelio. Jesús no nos redimió con la disposición interior, sino que dio «su vida como rescate por muchos». El seguimiento no termina en un proceso interior. Es necesario ponerse en camino hacia un nuevo comportamiento, hacia una nueva praxis.


«Si alguno quiere venir en pos de mí...»
(Mt 16, 24)

¿Cómo se llega a ser discípulo de Jesús? ¡Mediante la vocación! El Evangelio es claro en esto: el Maestro llama a sus discípulos. Los llama a recorrer Su camino. La llamada tiene sus consecuencias («consequi», en latín significa «seguir»), que son parte de la vocación, no como un apéndice al que podría lo mismo renunciarse, sino como parte constitutiva suya. El seguimiento de Jesús «indica el precio de nuestra unión con él, el precio de nuestra ortodoxia... ».11 Sólo en el curso del proceso de ese seguimiento alcanza el discípulo su propia identidad. Ser discípulo significa servir, porque el propio Jesús concibió así su misión, como servicio que se completa con el don de la propia vida «por muchos». El ministerio sólo es justificable cristológicamente: se funda en el seguimiento de Cristo, en la cruz. Cuando uno ya no mira a Jesús, ve cómo su autoridad se vuelve problemática, porque, efectivamente, dimana de él y sirve sólo a su causa. Quien intenta utilizarla con otros fines, la transforma según su propio juicio. El ministerio demuestra la propia credibilidad correspondiendo de forma objetiva al modo en que Jesús ejerció la autoridad.

11 Synodenbeschluss «Unsere Hoffnung» (cit. en nota 2 cap. III), p. 103.

Esto se ve claramente en el caso de Pedro (Mt 16, 13-26). Jesús reconoce a Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...» (Mt 16, 18). Pedro, la roca, está en la base de la Iglesia, base que no se puede derruir.

Pero con eso todavía no se ha dicho todo. Por lo general, leemos el evangelio relativo al ministerio petrino sólo hasta las palabras que hablan de la piedra, y ahí nos detenemos. Pero el fragmento sigue y deja ver las consecuencias. La pregunta es ésta: ¿Qué significa todo esto, cuál es el sentido de «Pedro»? ¿Qué forma asume?

Jesús no permite que quede oscuridad alguna en este punto, responde en seguida y lo hace en el curso mismo de la llamada. Responde mencionando su camino hacia Jerusalén.

Pedro se le opone, no quiere que recorra ese camino: « ¡Lejos de ti, Señor! ¡De ninguún modo te sucederá eso! » (16, 22). Abandona por propia iniciativa el puesto para el que ha sido llamado.

Y Jesús: « ¡Quítate de mi vista, Satanás! Tropiezo eres para Mí...». Pedro, al igual que Satanás, quiere disuadir a Jesús de recorrer el camino del Gólgota; «no piensa según Dios, sino según los hombres» (16, 23). La roca de la Iglesia se convierte en «piedra de escándalo», un estorbo en el camino de la cruz. Eso procede del diablo: « ¡Quítate de mi vista, Satanás...! ».

No son éstas las últimas palabras dichas por Jesús a Pedro. (Mt 16, 23) contiene además una brevísima expresión que la mayor parte de las traducciones bíblicas dejan caer: «Detrás de mí» (opiso mou). Se trata de las primeras palabras dirigidas por Jesús a Pedro en el momento de la vocación a orillas del lago (Mt 4, 19). A ellas le remite esa frase, a la posición que entonces le fue indicada: «Detrás de mí» —en el seguimiento. Ahí tiene Pedro su sitio, ahí es donde debe colocarse el discípulo, no en otro lugar. Y para que nadie pase por alto este hecho, el relato termina con esta invitación: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (16, 24). Ser discípulo significa seguir en obediencia al Obediente.

Nadie lo ha experimentado ni expresado con tanta claridad como Pablo. Seguimiento, tomar sobre las espaldas la cruz, no es para él un juego de palabras. Eso se lleva a cabo en su existencia corporal, en su servicio cotidiano. No es fácil hacer sitio a lo «nuevo» donde aún domina lo «viejo». Pablo tiene que vérselas con la incomprensión y el egoísmo de cuantos le atacan y persiguen. El no simula que la situación sea fácil cuando, por el contrario, es difícil, según se ve por estas palabras suyas: «Estamos atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 8-11).

¿Cómo interpretar estas palabras? ¿En el sentido de que Dios, a pesar de todas las adversidades, no permite que toquemos fondo?; ¿en el sentido de que siempre hay una puerta de salida y de que se nos ahorra lo peor?

El presupuesto del «pero no...» es el hecho de que llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús. Es preciso afrontar el sufrimiento, no apartarlo; aceptarlo no sólo en la contemplación, sino en las cosas diarias y vulgares; en lo que Dios nos pide en nuestra vida; en las grandes y en las pequeñas «fricciones»; en nuestras tentativas de cambiar nosotros y, con nosotros, las condiciones; en todo el «proceso de deterioro» (cfr. 4, 16) que lleva consigo nuestra vida. Mientras vamos así desmoronándonos, se afirma lentamente y no sin dolor la nueva vida: la epifanía de Jesús en nuestra carne mortal (4, 11).

Paradójicamente, la propia «debilidad» del servicio, el «morir», esconde en sí la fuerza del Crucificado: «Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (12, 10). La cruz es el fundamento del ministerio apostólico. Precisamente en la pobre existencia del apóstol resplandece algo de lo que constituye el hombre nuevo, colmado y movido por el Espíritu. Nadie debe creer que la vida nueva sea obra del hombre (4, 7).

El hombre no llega a ser nuevo a base de trampear con la realidad de la vida y con sus propias limitaciones; no, el hombre nuevo debe y quiere nacer del antiguo. La vida nueva emerge a la luz en medio de la vida cotidiana de nuestro mundo. No hay creación del hombre nuevo sin crucifixión del antiguo. Esa transformación pascual, que dejamos actúe en nosotros y que vivimos en compañía de los demás, no es ni sencilla ni indolora. Allí donde uno le abre las puertas y le permite se lleve a cabo, allí está actuando el Espíritu Santo, allí asistimos a una liberación y a una resurrección: «Como quienes están a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (6, 9 s.).


«El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos»
(Mt 7, 21)

De la voluntad del Padre hablan el «Padre nuestro» (Mt 6, 10) y la oración de Jesús en Getsemaní (26, 42). Al final del sermón del monte leemos: «No todo el que me diga: ' ¡Señor, Señor! ' entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (7, 21). La condición para la admisión queda formulada con claridad: obediencia a la voluntad del Padre. ¿Qué significa esto?

Ante todo, una cosa: que no basta invocar el nombre del Señor; puede invocársele y al mismo tiempo desinteresarse uno de su causa. Evidentemente, no es un fenómeno raro: «Muchos me dirán aquel día: ' ¡Señor, Señor! , ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?'» (7, 22). Son personas que tienen siempre el nombre de Cristo en la boca y, sin embargo, escuchan de El: «Jamás os conocí» (7, 23).

No basta invocar el nombre del Señor. «Cristo» quiere ser traducido en la vida y, a este fin, las palabras por sí solas son insuficientes. El criterio decisivo en esa traducción es la obediencia a la voluntad del Padre, manifestada en el sermón del monte. Esto nos indica la alternativa de la voluntad de Dios a la praxis corriente; nos introduce en un camino nuevo y liberador: no hay que devolver mal por mal, es posible poner la otra mejilla, posible vencer el mal con el bien (5, 38-42); el enemigo no sigue siendo necesariamente enemigo, es posible descubrir en él al hombre sobre el que Dios hace salir su sol (5, 43-48).

La voluntad de Dios se sintetiza en el mandamiento del amor como en un punto focal. El amor es el criterio de la interpretación de la ley. De él dependen toda la ley y los profetas como pende la puerta de los quicios.

La ley es como una red. Siempre se la puede ampliar o restringir. Pero en toda malla, por nueva que sea, se hace un nuevo agujero y, con un poco de ingenio, siempre se puede llegar a pasar exactamente por él. Jesús no ha ampliado la red ni ha estrechado las mallas. A través y más allá de las mallas de la red, El mira al corazón. Eso es lo que significa la nueva «justicia», que es mucho mayor que la de los escribas y los fariseos (5, 20). Su criterio es el mandamiento del amor. No se trata ya de esto o de aquello, sino de la totalidad, del corazón.

La justicia de la que aquí se trata es «desbordante». La imagen que está en la base del término «perisseuo» es ésta: una copa que está tan llena que el líquido supera el borde y rebosa. Es la imagen que sirve para expresar la plenitud del tiempo de la salvación. Su sentido se hace visible en Jesús. Lo que El hizo por nosotros no es mensurable, no está exigido por ley alguna. No hay en El cálculo alguno de este tipo: qué puedo o qué debo hacer todavía y qué no. El va infinitamente más allá de lo debido; es la «justicia» de Dios, que no se pierde en cálculos y es verdaderamente desbordante. Supera las exigencias de la ley y pone fin al legalismo. Proviene de la superabundancia del amor, en el que Dios se prodiga al mundo y al hombre. Proviene de ese amor que no es capaz de dar nada que no sea uno mismo. Obedecer a la voluntad de Dios significa insertarse en ese movimiento.

La escena del juicio universal pone con extrema claridad ante los ojos de todo el mundo en qué se cumple la voluntad de Dios. «Cada vez que hicisteis estas cosas a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis... Cada vez que dejasteis de hacer estas cosas a uno de estos hermanos míos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo».

Aquí no se nos pide una obediencia «ciega», sino una obediencia «clarividente», una obediencia que percibe al prójimo que cayó en manos de los ladrones, que oye en ello la llamada de Dios, en cualquier punto en que ésta nos alcance a lo largo del camino que va de Jerusalén a Jericó (cfr. Lc 10, 25,-37).

 

4. CONCRECIONES

¡Obediencia en concreto! La de Jesús lo es, adquiere forma en su modo de hablar y de actuar y resulta tan concreta para la vida de los discípulos, de la Iglesia, como lo es el movimiento corpóreo del «seguir».

A la luz de las líneas sistemáticas y de la orientación bíblica se ve en seguida lo insensato que es hablar de la obediencia como de una «virtud pasiva». Pero ¿cómo es posible constreñir el ardor de la vida de Jesús hasta la cruz al esquema de una virtud pasiva? Una idea tan poco luminosa es, en el fondo, una tosca copia de aquella triste praxis que hizo de la obediencia «ciega» lo que no era y la cambió por la falta de libertad y el servilismo; una idea que es fruto de evidentes degeneraciones y que no deriva del Evangelio. Quien despacha la obediencia como una «virtud pasiva» se deja llamar a engaño por una praxis degenerada de la obediencia y desconoce que lo que ella indica es el movimiento apasionado fundamental de la vida de Jesús, que demuestra la propia fantasía y creatividad en el hecho de hacer posible la «nueva creación», nueva creación que no es fruto de coacción, sino de libertad.

Queda por preguntarse de qué forma se hace hoy concreta en la vida de cada cristiano y de la Iglesia tal obediencia.


Llegar a ser uno mismo mediante la obediencia

Podría parecer que obediencia y autorrealización se excluyen mutuamente. El autodesarrollo, se dice, es alcanzable sólo en la medida en que se hace superflua la obediencia. Si vivo y actúo según las decisiones de otro, de un «extraño», ¿no quedo bajo el influjo de él, alienado de mí mismo, convertido en instrumento de la voluntad de otros? ¿No es deber mío caminar precisamente en sentido opuesto para encontrarme a mí mismo? Puedo, en efecto, encontrarme con otros que querrían llegarse a mí sólo si se van a hallar conmigo mismo. Pero ¿cómo llego a mí mismo? ¿Cómo encontrar mi identidad?

A esta pregunta —así lo dice una afirmación fundamental de la fe— no puedo responder sólo conmigo. No puedo encontrarme solo. Una autorrealización narcisista o incluso autista-egoísta es impensable. El centro de mi vida no está en mí mismo. Así pues, el que permanece cerrado en sí no va muy lejos: «Conmigo habrías llegado muy pronto al final, si yo no fuera una sola cosa con aquel que no conoce confines» (P. Claudel, «El zapato de raso»). Por otra parte, el propio Dios sólo podrá encontrarme si yo estoy en mí.

En una oración de Nicolás Cusano («De visione Dei», 7) Dios le dice al orante: «Sis tu tuus, et ego ero tuus» (Sé tuyo, y yo seré tuyo). A lo que responde el orante: «Señor, tú has puesto en mi libertad la posibilidad de que yo sea mío, con tal de que lo quiera. Si, pues, no me pertenezco a mí mismo, tampoco me perteneces tú. Tú haces necesaria la libertad necesaria, porque no puedes ser mío si yo no soy mío. Y puesto que has dejado esto a mi libre decisión, no me obligues, sino espera que yo elija mi propio ser...». El maestro Eckhart aconseja: «Descúbrete a ti mismo y, para encontrarte, piérdete». Perderse, dejarse uno mismo, equivale a encontrarse. Hay, evidentemente, una tensión dialéctica entre la fuerza del Yo y el dejarse uno mismo, entre la autorrealización y el don de sí.

Si tal tensión es constitutiva para la vida del cristiano (cfr. Mt 16, 25), cae por tierra la «tentación» de absolutizar uno de los dos polos.

1. La autorrealización centrada en el Yo conduce a una completa alienación. Es precisamente lo que se expresa con el término de «pecado» y de «muerte» (sobre todo en Pablo). La tentativa de encontrar la propia identidad y de bastarse uno por sí sólo desconoce la propia realidad, es un despilfarro de la vida y acaba en la muerte. Lo que, refiriéndonos a la pobreza, dijimos a propósito del poseer y de las riquezas, vale también para la obediencia a propósito del poder: el hombre se siente tentado de construirse la vida él solo, de forma autónoma y arbitraria. Ante el temor de no logarlo, la persona humana exige de sí misma, de forma absolutamente «injustificada», el absoluto: se somete a la obligación de tener que ser el más fuerte. Se arma interior y exteriormente. La voluntad de poder le angustia, le arrastra cada vez más y le hace, a la vez, aplastar a los demás 12 Las neurosis ( ¡aun las eclesiales!) son expresión de una falta de capacidad para darse uno mismo, y ello por miedo, por angustia. El hombre se queda enroscado, cerrado en sí mismo. Así han descrito los Padres la trágica monstruosidad del pecado («cor curvatum in se ipsum»).

12 Cf. al respecto E. DREWERMANN, «Sünde und Neurose. Versuch einer Synthese von Dogmatik und Psychoanalyse», en Miinchner Theologische Zeitschrift 31 (1980), pp. 24-28.

Para disipar la angustia en el encuentro consigo mismo se requiere, en último análisis, la fe en el hecho de que el verdadero soberano del hombre no es el hombre, sino Dios. Quien, fascinado por los «reinos del mundo y su gloria» (Mt 4, 8), pierde de vista la soberanía de Dios, automáticamente se ve inducido a adorar al diablo. Existe una libertad fundada únicamente en la fe de que sólo Dios es el Señor: «Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto» (4,10). La adoración a Dios es la libertad del hombre. En términos cristológicos: la adoración de la impotencia de Dios en el Crucificado es la «potencia» liberadora del hombre.

2. Pero también queda iluminada la segunda verdad: Dios espera que yo «elija mi propio ser»: «Si, pues, no me pertenezco a mí mismo, tampoco me perteneces tú» (Nicolás Cusano). La obediencia no dispensa —ni siquiera en el encuentro con Dios— de la propia responsabilidad. «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión (Ec10 15, 14) para que, así, busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa» (Gaudium et spes, 17).

No es posible sustraerse al riesgo de la propia existencia y responsabilidad. Inteligencia y voluntad no son un mal que habría que extirpar con la obediencia. Tienen su valor insustituible precisamente en la actuación misma de la obediencia. En este sentido, la obediencia cristiana no es «ciega» («Una orden es una orden»), sino clarividente y previsora. La obediencia ciega puede, evidentemente, parecer la vía más cómoda (para quien manda y también para quien obedece), pero en realidad es insostenible, porque renuncia a la propia responsabilidad y es, por lo mismo, irresponsable en el sentido más verdadero del término. Para el Concilio Vaticano II merecen el máximo reconocimiento cuantos se oponen abiertamente a órdenes criminales: «ni la obediencia ciega puede excusar a quienes las ejecutan» (Gaudium et spes, 79).

Este principio es de particular importancia para quien se pone al servicio de la Iglesia. La formación espiritual se concibe sustancialmente como maduración humana, una perspectiva que caracteriza el «curriculum» de la formación sacerdotal. La educación para una sana autorresponsabilidad y para tener el valor de tomar autónomamente decisiones es tanto más importante cuanto que la creciente diferenciación de la vida pone hoy día al pastor de almas, cada vez más, frente a decisiones discrecionales.

Si, pues, las dos expresiones «descúbrete a ti mismo» y «piérdete a ti mismo» caracterizan el arco tenso bajo el que madura la vida humana y cristiana, entonces lo importante en el desarrollo del hombre es que afronte esa tensión. Y ése es el elemento «fascinante» de la vida cristiana. Evidentemente, este proceso dinámico de maduración tiene sus grados.13 El «descúbrete a ti mismo» tiene mayor peso en la primera mitad de la vida que después. El «piérdete» adquiere importancia con el paso del tiempo, incluso como ejercicio al morir.

Usando categorías de la psicología moderna, podríamos hablar de renuncia al «Yo» en favor del «sí mismo». Sólo la capacidad «de darse totalmente al otro y a su ser posibilita, en el fondo, encontrarse a la vez uno a sí mismo» 14 Nos vemos aquí frente a un dato antropológico fundamental, confirmado de forma específica por la fe cristiana. En ella, en efecto, el cristiano vive de la certeza de ser querido y deseado de forma absoluta y de llegar, a través de la cruz y del sufrimiento, a través del juicio y del autodiscernimiento doloroso, al verdadero y personal ser «en» Dios y «en» el prójimo. En palabras de una mujer apasionante conquistada por Cristo, como Catalina de Siena: no amar nada, ni siquiera a sí mismo y a la propia voluntad, prescindiendo de Dios, sino amar todo —y a sí mismo— «en Dios» y «por amor de Dios»; negarse a sí mismo (el propio Yo), mortificarse y ganarse a sí mismo (el propio

13 Cf. K. RAHNER, Sendung und Gnade, Innsbruck 1961, pp. 162-166; J. BOURS, art. cit. en nota 3 (cap. III), p. 91.
14 T. BROCHER, Das Ich und die Anderen in Familie und Gesellschaft, Stuttgart 1967, p. 80.

«sí mismo») «en Dios» y «gracias a él» 15 Lo mismo afirma Matilde de Magdeburgo cuando dice: «Padre de toda bondad, yo, criatura indigna, te doy gracias por la fidelidad con que tan prodigiosamente me has sacado de mí misma».16

Renunciar a la voluntad propia y adherirse en la obediencia a la voluntad de Dios no es un proceso solipsista con final en uno mismo, en el sentido de una aspiración a la propia perfección, sino que es algo que nace del servicio prestado al prójimo, en el cual quiere manifestarse la gloria de Dios. «La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la experiencia (la visión) de Dios» (Ireneo).

15 Cf. Catarina von Siena (trad. y edit. por L. Gnádiger), Olten/Freiburg i.B. 1980, pp. 78 y passim.
16 MECHTILD von MAGDEBURG, Das fliessende Licht der Gottheit, Einsiedeln 1955, p. 139.

Esa vida, naturalmente, sólo se puede adquirir en el seguimiento del Crucificado-Resucitado. Por eso la mística y la ascética cristiana han hablado siempre —en plena consonancia con la Biblia— de un estrecho vínculo entre obediencia y cruz (aun cuando no raramente se ha separado la cruz de la resurrección). Este proceso de la conquista del «sí mismo» a través de la pérdida del Yo, este nacer del hombre «nuevo» en el «viejo», resuena en las palabras de Pablo: «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Esto no es resultado de una «virtud pasiva», sino de una obediencia dinámica, y es algo totalmente distinto de una expresión de debilidad. Una cosa así sólo la puede decir alguien que se ha encontrado o, mejor, que se ha dejado encontrar. Finalmente, es algo totalmente distinto de una «determinación venida de otro». Nos hallamos aquí frente a una apasionada historia de amor, hecha de liberación y de libertad (Gal 5). La raíz del amor es la capacidad de dejarse uno a sí mismo.


Obediencia a Dios

Sólo hay una obediencia absoluta: a Dios, porque sólo Uno se ha dirigido de manera absoluta a nosotros: Dios en su Hijo Jesucristo. Somos amados con el mismo amor con que el Padre ama al Hijo (In 15, 9), somos injertados en la relación de Jesús con Dios. Dios nos ama de manera incondicional, y por eso nos pone exigencias absolutas. Pero no lo hace como una autoridad extraña que nos aturde desde fuera, ya que su voluntad es una sola cosa con su amor. El no quiere que perezcamos, sino que vivamos (6, 38-40), quiere que lleguemos a nosotros mismos. Obedecer a Dios significa abandonarse a su amor.

Sólo esta obediencia vincula de manera absoluta; frente a ella no hay dispensas. Aun siendo incondicional, no hay que ejecutarla de forma «ciega». Dios espera que yo «elija mi propio ser» (Nicolás de Cusa). Puedo negarme a él y, de ese modo, frustrarme yo también.

La obediencia a Dios es demasiado grande como para poder canalizarse sin reservas en la obediencia eclesial. Por importante que ésta sea (especialmente para quien está al servicio de la Iglesia) y por mucho que debamos hablar aún de ella, una cosa hay que decir ante todo: Sólo Dios puede pretender una obediencia incondicional y absoluta: «Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto». (Mt 4, 10).

Por eso la oración es la expresión más profunda de nuestra obediencia a El. «En la oración tenemos la audacia de esta pobreza (de la obediencia de Jesús), confiamos sin cálculo alguno nuestra vida al Padre».17 No nos quedamos en nosotros mismos, salimos de nosotros y nos abandonamos a Dios: «Al Señor tu Dios adorarás...». Esa es la dimensión profunda de la obediencia: la adoración. Se acerca un joven a un rabino y le dice: «Antiguamente hubo hombres que vieron a Dios cara a cara. ¿Por qué hoy ya no los hay?» Respondió el rabino: «Porque ya nadie se inclina tan profundamente». ¿Perdemos acaso la espina dorsal cuando nos inclinamos? Sólo quien la tiene puede hacerlo.

17 Synodenbeschluss «Unsere Hoffnung» (cit. en nota 2 cap. III), p. 104. Acerca de la relación entre obediencia y oración, cf. THEUNISSEN, «ho aiton lambanei. Der Gebetsglaube Jesu und die Zeitlichkeit des Christseins», en (B. Casper et al.) Jesus. Ort der Erfahrung Gottes, Freiburg i.B. 1976, pp. 13-68.

Si la vida de la fe es, en primera y en última instancia, obediencia incondicional a Dios, enseguida nos preguntaremos: ¿cómo experimentamos nosotros la voluntad divina? ¿a dónde debemos dirigir el oído para escucharle obedientes? La voluntad de Dios puede alcanzarnos por muchos caminos: en el grito de los que han caído en manos de los ladrones, en la voz de nuestro corazón (conciencia), en la palabra de la Escritura, a través de la autoridad eclesial, en las sugerencias y en las críticas que nos vienen de la comunidad, en los «signos de los tiempos»...

1. «Lo que ante todo 'dice' Dios somos nosotros mismos, con nuestra libertad limitada, con la imposibilidad de establecer nuestro futuro, con la facticidad nunca totalmente resoluble y nunca funcionalmente racionalizable de nuestro pasado y de nuestro presente... La palabra más originaria dirigida por Dios a nosotros en nuestra libre unicidad no es una palabra que se verifique por añadidura o una palabra singular junto a otros objetos de experiencia..., sino nosotros mismos en la unidad, totalidad y orientación al misterio incomprensible que llamamos Dios; esa es la palabra de Dios que somos nosotros mismos y que nos viene dicha en cuanto tal» 18

Es preciso, pues, captar la voluntad de Dios, en primer lugar, en nuestra propia vida e historia personal, en las situaciones y relaciones, que nos vienen impuestas, en el fondo, para que podamos ser «dichos» por Dios, con nuestras capacidades y limitaciones. La llamada al seguimiento es siempre nominal, nunca colectiva, y mucho menos en masa. Sólo el llamado puede, en última instancia, oírla y obedecerla; no puede delegar su responsabilidad ni siquiera en lo que respecta a la fidelidad a la decisión tomada. El Nuevo Testamento subraya muy fuertemente la relación directa de la fe y la misión con Dios y con Cristo; por ello, a pesar de la importancia que concede a la comunidad, asegura continuamente que compareceremos singularmente ante el juicio de Dios y de Cristo, y que allí deberemos responder de nosotros mismos 19 (cfr., por ejemplo, 1 Cor 4, 4: «Mi juez es el Señor»). Ninguna autoridad eclesiástica puede desgravamos de esta última responsabilidad.

18 K. RAHNER, «Zwiegesprách mit Goa», en Schrif ten zur Theologie XIII, Zürich 1978, pp. 154 s.
19 H. U. von BALTHASAR (op. cit. en nota 7) p. 194.

2. Dios se ha hecho entender en el Hijo: «Dios, que había hablado ya muchas veces y de muchas maneras a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo...» (Heb 1,14). Quien se pregunta cuál pueda ser la voluntad de Dios, debe mirar a la vida y a la palabra de Jesús, tal como se testifican en el documento de nuestra fe.

3. La llamada al seguimiento es nominativa, se dirige a la persona individual, pero es una llamada a la fraternidad, que se desarrolla en la obediencia al Padre: «Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12, 50). El espacio de la obediencia cristiana es la comunidad de los creyentes, que consiste en la escucha y actuación comunitarias de la voluntad divina en la situación concreta. Todos los miembros de la Iglesia están obligados a practicar juntos esa obediencia. Todos ellos están, con respecto a Dios, en una relación comunitaria de obediencia que relativiza la perspectiva de los individuos.

4. Pablo nos dice que tal comunidad es un organismo del Espíritu dotado de dones diversos que, todos juntos y cada uno a su modo, sostienen y plasman el todo (1 Cor 12). Nadie posee el Espíritu para sí, sino al servicio del todo. Por eso, «obedecer» significa también «escuchar» lo que el Espíritu dice al otro y, a través de él, quiere decir a la comunidad (cfr. Apoc 2, 7). La pastoral debe descubrir dónde hace oír su voz el Espíritu: en el hombre, en las situaciones diversas («signos de los tiempos»), en las sugerencias y en las críticas, en las llamadas y en las admoniciones (proféticas).


Autoridad en la Iglesia

Existe una sola autoridad absoluta en la Iglesia, no reemplazable por nadie ni por nada: Jesucristo.

Toda otra autoridad es relativa a aquélla y vive sólo de esa relación.

La Iglesia no tiene autoridad alguna por sí misma. La misma autoridad del papa y de los obispos está sujeta a la autoridad de Dios, como profesa claramente el Vaticano I en la definición de la infalibilidad. El autor de la autoridad eclesial es el Señor.

a) Autoridad carismática

En la medida en que alguien sigue obediente a Jesús y le permite manifestarse en su vida, adquiere autoridad, una autoridad que se mide por la cercanía al Señor. Estas autoridades carismáticas viven totalmente de la obediencia a Jesús. En cuanto tales, no poseen en un primer momento legitimación alguna oficial; no son una autoridad oficial; tienen sólo una autoridad espiritual; son, por toda su existencia, un reclamo vivo del Señor. Precisamente ahí reside su importancia. La Iglesia las necesita más que nunca, necesita santos, porque «vive siempre de la llamada del Espíritu, en la 'crisis' del paso de lo viejo a lo nuevo. ¿Es casual el que los grandes santos se hayan visto en tensión no sólo con el mundo, sino también con la Iglesia, con la tentación de la Iglesia de hacerse mundo, y que hayan sufrido por obra de la Iglesia y en la Iglesia?... La verdadera obediencia no es la de los aduladores (llamados «falsos profetas» por la profecía genuina del Antiguo Testamento), de aquellos que evitan cualquier obstáculo o choque, que ponen por encima de todo la garantía de su propia comodidad; la obediencia que sigue siéndolo aun con el testimonio hecho de sufrimiento, la obediencia que es veracidad, la obediencia animada por la fuerza entusiasta del amor, ésa es la verdadera obediencia que ha fecundado a la Iglesia a través de los siglos, liberándola de la tentación babilónica y volviendo a llevarla al costado de su Señor crucificado» 20

Sobre todo la autoridad carismática demuestra que en la Iglesia la autoridad se basa, en última instancia, sólo en la «lógica de la fe». No es posible motivarla con argumentos pertenecientes a los límites de la pura razón, sino sólo demostrar que no es irrazonable. Lo cual es indicio de su carácter específico y no se interpreta como una deficiencia: «El corazón tiene razones que la razón no conoce» (Pascal). «Una autoridad que vale sólo lo que valen sus argumentos es eventualmente una autoridad del conocimiento, pero no una autoridad religiosa, y es tendencialmente resoluble en el conocimiento» 21

20 J. RATZINGER, en su ensayo, por desgracia casi olvidado, «Freimut und Gehorsam», en Das neue Volk Gottes, Düsseldorf 19702, pp. 262 s. (trad. cast.: El nuevo Pueblo de Dios, Ed. Herder, Barcelona 1972).
21 J. B. METZ (op. cit. en nota 5) cap. II, p. 75.

b) La autoridad del ministerio

La mención de la autoridad carismática no dice aún todo a propósito de la autoridad en la Iglesia. Pablo puede decir de sí que Cristo vive en él, que la muerte y la vida de Cristo se manifiestan en su existir corpóreo. Pero al mismo tiempo pregunta airado a los Corintios: «¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?» (1 Cor 1, 13). El bautismo no depende, en el fondo, de la conformidad con Cristo (autoridad carismática) del ministro.

La autoridad del ministerio tiene una base distinta de la del «guru», que queda legitimado por su espiritualidad. Agustín lo dejó bien claro en la controversia con los donatistas. El individuo es capaz de responder a la llamada al seguimiento sólo y siempre de forma frágil, finita y pecaminosa. Queda siempre una diferencia no colmable entre los poderes autoritativos del ministerio y el testimonio personal del ministro. Esa diferencia queda indicada por el «sello indeleble»: la promesa salvífica hecha por Dios en Cristo al ministro y a la comunidad no puede derrumbarse. Antes de nuestra decisión por El está la suya por nosotros, y El se manifiesta fiel a nosotros a pesar de nuestras deficiencias.

Ello no excusa esas deficiencias ni minimiza la seriedad de la llamada al seguimiento. Precisamente el indicativo de la fe nos pide «adecuar» nuestra existencia al desempeño del ministerio (para que no sea el ministerio el que se acomode a nuestra existencia). La máxima correspondencia posible entre testimonio personal y desempeño de función (en el ministro santo) es una exigencia implícitamente contenida en la llamada al seguimiento, exigencia, sin embargo, que no es institucionalizable y que no puede ser un presupuesto para sentirse uno obligado a servir a la Iglesia.

El don sacramental hecho en un principio y perteneciente al ministerio confiere a la Iglesia una autoridad irrenunciable. Siguiendo la breve descripción fenomenológica del oír-decir hecha al principio de este capítulo, la Iglesia es la comunidad de quienes se dejan decir la palabra de Dios y, oyéndola, la dicen. Para que esto pueda darse, en el interior de esa única comunidad de fe de los oyentes-dicentes ha de existir una contraposición entre ministerio y comunidad 22 ¿Cómo podría traducirse concretamente en la práctica el hecho que la fe comporta de dejarse decir la palabra, si la comunidad fuese un parlamento? ¿Cómo podría decirse con plena autoridad y de manera vinculante la palabra de Dios —la cual afirma que eres amado de forma absoluta— si cada creyente pudiese decírsela y oírla en cualquier momento por sí sólo de forma absolutamente igual? Todo creyente tiene, naturalmente, la posibilidad y la obligación de transmitir la palabra que oye y vive. Pero debe escucharla. En consecuencia, a causa de la estructura del oír-decir, se necesita la contraposición concreta entre ministerio y comunidad, entre los que dicen y los que oyen.

22 Cf. P. KNAUER (op. cit., en nota 3) pp. 209-216; sobre la eclesiología, M. KEHL, Kirche als Institution, Frankfurt a.M. 1976, espec. pp. 315-321; Id., «Kirche - Sakrament des Geistes», en (W. Kasper, ed.) Gegenwart des Geistes, Freiburg i.B. 1979, pp. 155-180.

Hay el peligro de que este dato sea fácilmente mal entendido y objeto de abuso si, a la vez, no se tiene presente lo siguiente:

1. Los que dicen y los que oyen están igualmente bajo la palabra de Dios. Desde este punto de vista, también los que ostentan oficialmente el decir no son sino oyentes. Su quehacer es, en efecto, hablar de forma vinculante mientras escuchan. Sólo así es posible salvaguardar el carácter específicamente cristiano de la obediencia. Esto se dice claramente en la doctrina de que el ministro actúa «in persona Christi» y que quien le obedece, en el fondo obedece a Cristo.

2. Todo depende del hecho de que se perciba el indicativo de la fe. El carácter liberador del Evangelio debería ser experimentable también en la actuación concreta de la obediencia eclesial —a través de la cruz de la entrega del «Yo». Esta estructura indicativa exige que la obediencia se encuadre en el marco de una escucha comunitaria a la única palabra de Dios.

3. Los ministros son hombres y siguen siéndolo; el peso del pecado también es imputable en parte a ellos; al igual que Pedro, también ellos pueden ser un escándalo, una piedra de tropiezo en el camino de Jesús. No es posible separar de forma pura y simple a la Iglesia de los hombres en que se concreta, «aun cuando los trascienda por el misterio de la divina benevolencia que ella les comunica. En este sentido, la Iglesia santa sigue siendo siempre, también en este tiempo, Iglesia pecadora que ora continuamente como Iglesia: 'perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores'» 23 Esto pone en guardia con respecto a una glorificación del ministerio e indica el lado humano de la exigencia de obediencia, ya que ésta puede caer víctima del arbitrio humano y, por lo tanto, del pecado, así como puede volverse pecado la «obediencia» correspondiente a tal exigencia.

4. La separación entre sacramento / consagración / orden y jurisdicción / derecho / institución tiene sus problemas (que reaparecen con el desarrollo de los servicios pastorales). El Concilio Vaticano II ha superado tal separación (obra, sobre todo, de la teología medieval) y ha dicho claramente que «la jurisdicción no se añade al ministerio episcopal simplemente desde el exterior, sino que está inserta en la estructura del sacramento mismo»24 Esta raíz sacramental de la jurisdicción es una afirmación irrenunciable del último Concilio y no se pone en tela de juicio. No obstante, la distinción (¡no la separación!) entre orden y jurisdicción indica siempre una diferencia que ha de tenerse presente aun en el caso de la obediencia y que pone por lo menos en guardia ante la divinización de la obediencia eclesial.

23 J. RATZINGER (op. cit. en nota 20) p. 256, remitiéndose a San Agustín. Cf. H. U. von BALTHASAR, «Casta meretrix», en Sponsa Verbi, Einsiedeln 1961, pp. 203-305.

24 J. RATZINGER, «Die bischbfliche Kollegialitdt nach der Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils», en Das neue Volk Gottes, cit., p. 192.


Obediencia eclesial

a) La promesa de obediencia

En el rito de la consagración diaconal y sacerdotal, el obispo, tras haber preguntado a los candidatos si están dispuestos a asumir el ministerio, pregunta individualmente a cada uno: «¿Prometes respeto y obediencia a mí y a mis sucesores?». El candidato responde: «Prometo», y en señal de esta promesa pone sus manos juntas entre las del obispo. Ritos parecidos figuran en la profesión religiosa (a partir del siglo XII). En los Ejercicios ignacianos, la idea del seguimiento, que está en su base, ocupa un lugar de primer plano.

Hoy día, este rito de la obediencia ya no se entiende tan fácilmente. Proviene de la jurisdicción germánica. ¿Implica un acto de sumisión? «El seguimiento medieval es sinónimo de libertad, no de constreñimiento; sinónimo de fidelidad y de compromiso, no de obediencia forzadamente inculcada; el hombre del séquito es colaborador... de su señor, no un trabajador asalariado; es su confidente y amigo, no un siervo sumiso» 25 Es una persona que se decide libremente y sigue siendo hombre libre aun en medio de una relación personal recíproca fundada en la fidelidad. El hecho de que tal relación degenerara en dependencia y subordinación unilateral (señor-siervo) es consecuencia del absolutismo de la época moderna, que ha dejado huellas también en la Iglesia.

25 I. ZEIGER, «Gefolgschaft des Herrn», en Zeitschrift für Aszese und Mystik 17 (1942), p. 15; cf. también J. A. JUNGMANN, Liturgisches Erbe und pastorale Gegenwart, Innsbruck 1960, pp. 393-395; B. KLEINHEYER, Die Priesterweihe im Romischen Ritus, Trier 1962, pp. 212-215.

El rito de la promesa de obediencia (las conferencias episcopales tienen facultad para modificar el gesto de las manos) no hay que interpretarlo erróneamente como humillación, como expresión de servilismo devoto, sino que puede recordar que la obediencia tiene que ver con el seguimiento. El obispo acepta, de hecho, la promesa «in persona Christi», y lo hace consciente de que también él, lo mismo que el que promete obediencia, está en seguimiento de Cristo y se halla en camino.

b) ¿Cosificación?

La promesa puede recordar que la obediencia es, en el fondo, una relación personal. Hoy día es importante subrayar este aspecto, porque se está difundiendo la tendencia a derivar la obediencia, en primer lugar y esencialmente, de la situación preexistente al hombre, y ello enarbolando el lema de la «cosificación». «No es Dios... quien exige obediencia, sino que es la situación la que pide mi respuesta, y sólo en ella me pide Dios...; lo que Dios quiere —y quizá lo que Dios es— sólo puede ser decidido en la situación», y las decisiones están sometidas «al juicio de las situaciones» 26

Indudablemente, es necesario ligar la obediencia a la situación concreta y, en este sentido, cosificarla, ya que concebir la obediencia de forma puramente personalista oculta el peligro de hacerla «no objetiva», de hacerla degenerar fácilmente en arbitrio, en busca del propio interés y en comportamientos autoritarios (según el lema de que ¡En todo caso, es siempre mejor obedecer!). Pero en la actualidad es mucho mayor el peligro de una pura cosificación, a saber: la obediencia cae bajo el imperio de las circunstancias. Los hombres obedecen y se deben, en el fondo, a la situación y a las cosas; han prestado juramento a la dictadura de la realidad de hecho. Esto se ha visto con demasiada claridad (en el plano teórico-científico de la llamada controversia positiva de la sociología alemana) para que pueda minimizarse este mortal peligro que, bajo la moderna etiqueta de cosificación» u «objetivación», fascina a muchos.

26 D. SOLLE (op. cit. en nota 1) p. 32.

La praxis de la obediencia no debe caracterizarse ni por reducción personalista (Yo-Tú) ni por una pura cosificación. Más bien debe seguir siendo determinante el modelo fundamental de la comunicación humana: Yo-Tú-objeto/situación (contexto social) 27

En última instancia, la obediencia sólo se realiza de forma personal, dejando, naturalmente, que la situación diga su importante palabra (hasta las piedras pueden «gritar»: Lc 19, 40). La estructura personal es fundamental para la obediencia de la fe: nosotros no seguimos la «causa de Jesús», sino a El mismo. La Iglesia (y en ella no el último el obispo) debe traer a la memoria esta base personal de la obediencia.

27 Cf. F. KERSTIENS, Wie wir christlich leben kdnnen, Mainz 1973, p. 43. También D. SOLLE (op. cit.), p. 26 conoce esta estructura fundamental de la comunicación, pero no la explota suficientemente.

Pero ¿cómo puede uno obedecer a su obispo si casi nunca lo ve? Por otro lado, ¿cómo puede un obispo tener en cuenta la situación concreta de un individuo si casi no lo conoce? Esto plantea hoy día un gran problema. La obediencia se promete y es debida al obispo, pero normalmente no será él quien la exija, ni podrá hacerlo. Lo hace a través de sus encargados, los cuales forman parte de un complejo que trabaja (y así ha de hacerlo necesariamente) según los principios de una administración ordenada. Por respeto a la justicia en las relaciones con todos, dicha administración ha de pasar por encima de puntos de vista personales. Y así, entre el obispo y sus colaboradores (al menos en nuestras latitudes) se interpone la administración, que se percibe como anónima. La obediencia corre el peligro de perder su rostro; 28 se exige y se presta anónimamente, de forma administrativa.

La obediencia va ligada al oír-decir. El cara a cara en el momento de la promesa de la obediencia no es un acto unilateral, sino una obligación recíproca, como indicaba el beso de paz que, hasta la reforma litúrgica del rito de la consagración, acompañaba a la promesa de obediencia. Por eso, también la exigencia de la obediencia eclesial por parte del obispo está indisolublemente ligada a su deber de asumir la responsabilidad fundamental de sus propias directrices y de defender eventualmente al que obedece.

28 A este respecto, véanse las notables reflexiones de F. X. KAUFMANN, Kirche begreifen, Freiburg i.B. 1979, espec. pp. 138-143.

La tradición ascética ha tenido su propia (y amarga) experiencia en cuanto a la «cosificación» de la obediencia de forma distinta a la arriba mencionada. La obediencia se ha hecho independiente como actuación (de la «mortificatio»), como un medio con el que expiar los pecados cometidos después del bautismo (cfr. ya las antiguas reglas del monacato, incluida la benedictina) 29 Queda así desligada de la comunicación personal, de la relación con la comunidad, y pierde, por tanto, su espacio vital para degenerar en prestación. Es superfluo preguntarse por el sentido del comportamiento obediente, ya que tiene en cualquier caso (aun en los más insensatos) sentido en sí mismo. Sólo cuenta y se computa la obra realizada —una «carga» de la que incluso podemos llegar a «descargarnos». De una u otra forma, una pura cosificación conduce, al fin, a que la obediencia degenere en prestación. Por el contrario, la obediencia se halla en relación con la comunidad y puede vivir únicamente si se realiza de forma personal en la situación concreta.

29 A este respecto es muy instructivo A. de VOGGE, La régle de saint Benoit, París 1977, pp. 135-164.

c) Obediencia al obispo, en concreto

Dos indicaciones, a modo de ejemplo, por lo que a la obediencia al obispo respecta:

1. Atendiendo a la estructura del ministerio, caracterizada por el oír-decir, tal como arriba hemos explicado, el obispo tiene algo que decir a las comunidades de la diócesis y algo que decir en las comunidades. Esto se concreta en el problema de la «palabra del pastor». El obispo tiene la obligación de predicar; tiene el derecho de hacer oír su palabra en las comunidades. ¿Y si el párroco se siente obligado en conciencia a no leer una carta pastoral? ¿Es lícito obligarle por obediencia a llevar a cabo una acción cuya responsabilidad le parece que no se puede asumir teológicamente, o que considera nociva desde el punto de vista pastoral? Por otra parte, es deber suyo dar a conocer a la comunidad, de un modo u otro, la palabra del pastor.

Naturalmente, habría que comprobar, atendiendo tanto a una como a otra parte, si resulta precisamente necesario que hoy día se den tantos casos de conflicto de este tipo. Los obispos harían bien en tener presente que en el curso de los diez últimos años el número de cartas pastorales ha crecido de forma inflacionista (en alguna diócesis, doce en un año). No es preciso decir (y escribir) todo lo que se puede decir (y escribir). Por el lado opuesto, parece que la conciencia, en cuanto a las cartas pastorales, se ha «sutilizado» y reacciona de forma sensible, a veces incluso de forma alérgica y morbosa.

2. En virtud de su ministerio, el obispo está al servicio de la diócesis, la representa y debe atender a su defensa. Debe tutelar el derecho de cada uno y proveer al bien del conjunto. ¿De qué forma?

Debe obligar a los pastores de almas a desempeñar el servicio que deben a la diócesis, cosa que hace en concreto asignando puestos. Hay puestos y tareas a los que nadie aspira. El obispo podrá hacer frente a su propia responsabilidad para con la diócesis sólo si puede presuponer en los pastores de almas la disponibilidad «a ponerse a disposición y a comprometerse en las distintas situaciones» 30 Tal disponibilidad es obediencia concreta al obispo. La cual obediencia dice que, en la Iglesia, el servicio tiene precedencia sobre las inclinaciones personales. El obispo tendrá, obviamente, en cuenta las dotes y las limitaciones de cada sacerdote, diácono o colaborador para encontrarle el puesto acomodado ( ¡por el bien de la pastoral!). Y viceversa, éste deberá sentirse obligado al «bonum commune». La obediencia degenera cuando llega sólo adonde llegan los propios intereses y argumentos, mientras que se hace muy concreta cuando se trata de afrontar situaciones y tareas no deseadas u hostiles.

30 Synodenbeschluss «Die pastoralen Dienste in der Gemeinde», en Gemeinsame Synode der Bistümer in der Bundesrepublik Deutschland (cit.) p. 630.

d) Obediencia servicial

La obediencia eclesial no se extiende sólo a las peticiones que el obispo hace personalmente o a través de algún encargado. Es también una obediencia servicial general; en otras palabras: la obediencia exige lealtad al ordenamiento eclesial y, en consecuencia, también al derecho canónico. ¿Será siempre, por eso mismo y en último término, una obediencia practicada de forma mecánica (como un cadáver)? ¡De ningún modo! Ha de tratarse de una obediencia responsable. ¿Qué significa esto en concreto?

Un ejemplo: Es derecho de los fieles decidir cómo desean recibir la comunión, si en la mano o en la boca. El ministro que distribuye la comunión está obligado a satisfacer el deseo del comulgante. No está bien que de un modo u otro, invocando «escrúpulos de conciencia», se dispense de este deber según propia discreción. Frente a su deber existen, por la otra parte, unos derechos.

Las normas del derecho canónico universal y diocesano se observan como principio. Seguir sólo las prescripciones que me parecen justas y útiles significa infringir la lealtad debida a la Iglesia (al obispo). No me es lícito establecer mis ideas acerca de su utilidad, en lugar de las consideraciones que han guiado al legislador. Sería algo arbitrario que destruiría el ordenamiento eclesial y, por ello, la comunidad eclesial. En cambio, tengo el derecho (y en ciertos casos el deber) de exponer con franqueza al superior la perplejidad que experimento a propósito de alguna norma o de alguna orden.

Es distinto el caso si juzgo que la obediencia que me es pedida viola un derecho «superior», si estoy convencido en conciencia de tener en tal caso que obedecer antes a Dios que a los hombres (a la Iglesia), ya que obedecer sería pecado. Se dan casos de este tipo. Pero no son la regla. La lealtad exige que nos preguntemos autocríticamente si bajo tales problemas de conciencia no se esconden tal vez intereses privados. Para quien, frente a un problema objetivo, no encuentra razones válidas, la solución es fácil invocando sencillamente conflicto de conciencia, diciendo, por ejemplo, que es distinta la voluntad de Dios. Pero el apelar a la conciencia no dispensa del deber de motivar de manera racional la propia conciencia. Y el peso de la prueba recae sobre quien afirma la existencia de tal contradicción.

La obediencia eclesial se denomina también «obediencia canónica», lo cual significa que es una obediencia prestada en el marco del derecho canónico. Esto vale lo mismo para el que la solicita como para el que la otorga. El derecho canónico pone límites al ejercicio de la autoridad eclesial. Dada nuestra sensibilidad en cuestiones de derecho, sería de desear que tales límites resultasen a menudo más claros y eficaces, con lo que se excluiría en la mayor medida posible la arbitrariedad. En cualquier caso, quien está sometido a obediencia no queda privado de derechos en la Iglesia.

e) El «clima»

Los problemas de la obediencia concreta tienen un fondo propio sobre el que se plantean y se resuelven. No hay que infravalorar la importancia de la «atmósfera» en este campo. Expresiones como (capacidad de mando», «unidad de dirección» y «necesidad de orden en el gobierno jerárquico de la Iglesia» 31 hacen pensar en un organismo militar que funcionara de forma impecable («acies bene ordinata»), más que en un organismo del Espíritu (1 Cor 12). El espacio en que se sitúa la obediencia a la luz del Evangelio es la fraternidad, para la que un estilo autoritario está tan fuera de lugar como el paternalismo («Uno sólo es vuestro Padre...»: Mt 23, 9).

31 K. MORSDORF, Lehrbuch des Kirchenrechts I, Paderborn 19641, p. 258.

«Entre hermanos», no puede tratarse sólo de seguir las decisiones tomadas. Aquí la obediencia puede tomar la forma de la escucha comunitaria a lo largo del camino que lleva a la decisión, sopesando los diversos argumentos. Ello no significa dejarlo todo abierto. Hay que llegar a tomar decisiones, pero (por lo general) no «decisiones solitarias».

Y para que estas sugerencias no se queden en llamamientos genéricos, es preciso imaginar e institucionalizar formas de escucha recíproca (por ejemplo, cuando se trata de decisiones sobre el personal, ¡aunque no sólo en estos casos!).

La obediencia eclesial se pide y se presta en el seno de la Iglesia. Al igual que ésta última, también la obediencia ha de guardarse de un doble peligro:

— el de una divinización que equiparase la norma o el mandato con la voluntad divina (la regla, con el orden de Dios; las directrices del obispo, con la palabra autoritativa del Señor resucitado), deduciendo de aquí el deber de una obediencia absoluta;

— y el de una «profanidad» que desligase el deber de la obediencia de la raíz de la autoridad eclesial y que, invocando la madurez y la autorrealización, lo disolviera en una elección discrecional.

Si partimos de una fenomenología del oír-decir de la palabra de Dios, es fácil objetar que de esa forma se volatiliza la obediencia cristiana. El «test» más significativo de esa teología de la obediencia es, ante todo, la adoración a Dios, pero a continuación lo es también la actuación concreta de la obediencia en la Iglesia. De hecho, el análisis acerca de la palabra de Dios y acerca del Espíritu Santo quedaría indeterminado y cómodo si no se viera con claridad cómo, dónde y cuándo se pronuncia dicha palabra. Si «el que dice: 'yo amo a Dios' y odia a su hermano, es un mentiroso» (1 Jn 4, 20), lo es también, y con mayor razón, el que dice: «Yo escucho y obedezco a la palabra de Dios», pero no se preocupa de la Iglesia y de sus ministros.

¿Cómo se vive y se habla «entre hermanos»? ¡Escuchando al único Maestro y con un corazón lleno de amor a los hermanos! Esta es la obediencia a la que llama la fe.


Señales de libertad

Nos limitamos a concretar la importancia social de la obediencia con algunas sugerencias. Habría que analizarla más detalladamente de lo que aquí es posible, pero, en cualquier caso, no faltan algunos fenómenos que permiten reconocer la urgencia de este tema en la situación social de hoy día.

Lutero, sobre todo (en su disputa con Erasmo), y Kierkegaard han dejado claro que el problema de la libre voluntad queda en abstracto si no se reflexiona en que el hombre en concreto es ya y desde siempre «obediente». Sólo se trata de saber a quién obedece, si a los propios instintos, a la situación social, a la producción, al consumo, a los reclamos o a las posibilidades de su existencia y ambiente que le «liberan». De una u otra forma, ese «estar subyugado» de hecho el hombre se manifiesta en el aspecto existencial, social y cultural. ¿Se trata de una obediencia arrancada por fuerza o liberada/liberante? En este punto debería la obediencia cristiana dar pruebas de sí misma estableciendo señales de la libertad, en pugna y contraste con las innumerables dependencias y manías que nuestra sociedad produce como en una cadena de montaje.

— En nuestros días y en nuestra sociedad, en que la emancipación y la autodeterminación son más afirmadas que realizadas, la obediencia cristiana está llamada a declararse como la posibilidad de dejarse uno liberar por Dios en el nombre de Jesucristo, la posibilidad de pertenecer —libremente— de manera total a él y a su Reino, y de servir libremente también y precisamente a la Iglesia concreta, sin cerrar los ojos a las dificultades.

— En nuestros días y en nuestra sociedad, con su tendencia a la masificación y a cada vez más numerosos sometimientos, la obediencia cristiana está llamada a testimoniar la libertad y la redención que se otorgan a aquel que obedece antes a Dios que a los hombres o incluso a las circunstancias; una libertad que desenmascara la tiranía de los «otros dioses» y el terror a los «principados y potestades».

— En nuestros días, caracterizados por el narcisismo y la autorrealización autista-egoísta (= ¡búsqueda de sí, egoísmo!), la obediencia cristiana está llamada a testimoniar que la raíz de la libertad está en la capacidad que el hombre tiene de abandonarse a sí mismo; a testimoniar que gana su vida el que la pierde (cfr. Mt 16, 25).

— En nuestra sociedad y en nuestros días, en que no queremos dejarnos decir nada y en que ya tampoco hay, por tanto, nada que decirnos a nosotros mismos, en que se nos moviliza a base de eslóganes como con otras tantas armas contundentes y se amplía con ellos el «diccionario de la deshumanidad», en que el lenguaje se reduce, en el fondo, a información técnica, la obediencia cristiana está llamada a hacer posible la comunicación mediante el oír-decir... hasta ese olvido de sí que permite descubrir la verdad de Dios en el otro.

— En nuestra sociedad y en nuestros días, en que la obsesión por ser el más fuerte impulsa a hombres y a pueblos a armarse (interior y exteriormente) de formas cada vez más dementes y espantosas, la obediencia cristiana está llamada a testimoniar que la adoración a Dios puede salvar al hombre de caer de rodillas ante el poder.

— En nuestra sociedad, que vive en gran medida a expensas de otros (¡aun de la naturaleza!) y vuelve la espalda a la miseria de pueblos enteros, la obediencia cristiana está llamada a percibir el suspiro de la creación (cfr. Rm 8, 22) y a oír el grito de cuantos han caído en manos de los ladrones (y no serán los últimos esos ladrones que promueven la carrera de armamentos a expensas de gentes que padecen hambre).

— En nuestros días y en nuestra sociedad, que no se enfrenta con la muerte (a menudo por ella misma procurada), sino que la rehúye y la esquiva, la obediencia cristiana está llamada a manifestarse como la posibilidad de ejercitarse en el sufrimiento y en el morir y de ganar la vida (el «sí mismo») mientras se la pierde (el «Yo») en nombre del Crucificado.

La obediencia cristiana es la posibilidad que el hombre tiene de aceptar la pobreza de la propia existencia como criatura, de sacar las consecuencias de ese hecho y de confiarse a Dios. El hombre llega a ser libre sólo si se une a su raíz, así como la hoja podrá respirar libremente sólo si permanece adherida al árbol y no es arrancada de éste por el viento.

 

5. NOTAS

Parábola del buen y el mal cochero:

Había una vez un hombre rico que hizo comprar a alto precio en el extranjero una soberbia pareja de caballos sin defecto alguno, para su disfrute, es decir, para llevarlos de recreo uncidos a su carroza. Y así lo hizo durante uno o dos años. Quien hubiera conocido antes a aquellos dos caballos y viera ahora cómo los conducía, no los habría reconocido: sus ojos cansados, apagados; su andadura ya no era gallarda y vigorosa; no aguantaban nada; carecían de resistencia; hacían, cuando mucho, dos o tres kilómetros y luego tenían que pararse y ya no se movían, aun cuando él se lo pedía sentado cómodamente en el coche; además se habían vuelto coléricos y desconfiados y, por más que les dieran de comer hasta hartarse, enflaquecían de día en día. Entonces el hombre rico hizo llamar al cochero del rey y los puso por un mes bajo su guía: y jamás se había visto en el país una pareja de caballos de tan altivo porte en sus cabezas, de mirada tan fogosa y tan armoniosa andadura, capaces de cubrir al galope diez kilómetros sin detenerse. ¿A qué se debía el cambio? La explicación es fácil: el propietario, que, sin ser un cochero, había jugado a serlo, los había guiado según lo que los caballos creían era una guía; el cochero del rey los guiaba según lo que él creía tenía que ser una guía.

Eso mismo sucede con nosotros, los hombres. Cuando pienso en mí mismo y en las personas que he conocido, me digo no rara vez con melancolía: ¡cuántos dones, cuántas energías, cuántas posibilidades..., pero falta el cochero! Durante mucho tiempo, generación tras generación, los hombres hemos sido guiados (por seguir con la imagen) según lo que los caballos piensan es una guía; hemos sido dirigidos, formados, educados, conforme a lo que el hombre piensa que es el hombre. Eso nos ha hecho comprender cuánto nos falta: la elevación; y nos ha hecho ver, en consecuencia, por qué tenemos tan poca resistencia, por qué en seguida echamos mano, impacientes, de los medios del momento y queremos ver al instante la recompensa de nuestro trabajo, que, precisamente por eso, es un trabajo efímero.

Antes las cosas no eran así. Hubo un tiempo en que plugo a la divinidad, si así puede decirse, hacer personalmente de cochero; y guió a los caballos según lo que él mismo pensaba ser una guía. ¡Oh, qué no pudo entonces el hombre...! (S. Kierkegaard).32

32 Tomado de S. KIERKEGAARD, Zur Selbstprüfung der Gegenwart anbefohlen, Düsseldorf 1953, pp. 118 s.

«Porque para venir del todo al todo,
has de negarte del todo en todo.
Y cuando lo vengas todo a tener,
has de tenerlo sin nada querer.
Porque, si quieres tener algo en todo,
no tienes puro en Dios tu tesoro».

(S. Juan de la Cruz 33).

«Señor mío y Dios mío,
elimina en mí todo lo que me impide
venir a ti.
Señor mío y Dios mío,
dame todo lo que me hace avanzar hacia ti.
Señor mío y Dios mío,
quítame a mí mismo y hazme todo tuyo».

(Nicolás de Flüe)

33 S. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo.

Dice la leyenda que Cristóbal se llamaba anteriormente Réprobo, «condenado». Era como si una gran culpa pesara sobre sus espaldas. Un día se le ocurrió ir en busca del soberano más poderoso del mundo y servirle. Sus primeras tentativas fracasaron, hasta que, tras haber recorrido muchos caminos equivocados, encontró el nombre de Jesucristo.

«¿Qué debo hacer para ver a Jesucristo?», preguntó a un eremita. Y éste respondió: «¿Ves, allá abajo, aquel río peligroso? La gente que lo atraviesa pierde en él la vida muchas veces. Avecíndate en sus orillas. Con tu corpulencia y tus fuerzas ayudarás a los viandantes a alcanzar salvos la otra orilla. Sé el siervo de todos y verás al rey de reyes».

Y sucedió que después de muchos años, en los que sirvió a mucha gente, tuvo el privilegio de llevar a través del río al Niño Jesús. Al llegar a la otra orilla, se sentó y le dijo: «Creí que me moría. Era como si tuviera en mis espaldas el mundo entero». «Cristóbal», le respondió el Niño, «has llevado algo más que el mundo, has llevado al creador del mundo: yo soy el rey Jesucristo».

El libro primero de Samuel cuenta cómo el pueblo pidió un rey al profeta, ya anciano. El quedó consternado, pero el Señor le dijo: «No te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos» (1 Sam 8, 7). El pueblo insistió tercamente: « ¡No! Tendremos un rey y nosotros seremos también como los demás pueblos» (8, 19 s.).

Jesús dijo a sus discípulos, que discutían por el primado: «Los reyes de las naciones las gobiernan... pero no así vosotros» (Lo 22, 25 s.).

¿Es sólo una menudencia el que digamos «señor párroco» o «pastor supremo» (mientras Cristo es simplemente «pastor»)? ¿es cosa de nada el que (por ejemplo), al principio de la cuarta plegaria eucarística) nos dirijamos a Dios con el título de «Padre Santo» y nos refiramos a la vez al «Santo Padre de Roma»? ¿Se trata sólo de palabras o son palabras que dicen algo verdadero y más profundo? En cualquier caso, dan que pensar si las tomamos a la letra.

El papa no es el sucesor o el representante de Cristo, sino de Pedro (H. U. von Balthasar 34). El hecho de actuar «in persona Christi» no indica que la «persona Christi» sea sustituida o representada por un sucesor o vicario. Cristo no es sustituible ni representable. ¿De qué se trata? «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).

34 H. U. von BALTHASAR, «Gehorsam im Licht des Evangeliums», en Zur Pastoral der geistlichen Berufe, Heft 16 (1978), p. 22.

El rey Jesús fue coronado con una corona de espinas (In 19, 1-3.5). Esa corona es el símbolo de su realeza, de su soberanía. La impresionante escena, situada en el centro de la Pasión, tiene una segunda parte. En el siglo IV, la corona de espinas sale nuevamente a la luz como reliquia, y llega en el siglo VI a manos del emperador de Bizancio. Desde aquí será cedida en el siglo XIII, como prenda de garantía, a mercaderes venecianos, y finalmente la adquiere Luis IX por 135.000 libras. ¡Todo un símbolo del cambio de poder! Como relicario, se construye en París la «Sainte Chapelle», mientras los emperadores romanos de la nación alemana hacen en contrapartida algo semejante en el coro de la catedral de Aquisgrán, donde son coronados. «La corona de espinas como símbolo del poder real —un hecho que ilustra elocuentemente un problema fundamental de la historia cristiana» 35

El gran Inquisidor,36 dirigiéndose a Jesús (sobre el trasfondo del relato de las tentaciones), dice: «¿Por qué has venido ahora a molestarnos?... Y ahora escúchame: nosotros no estamos contigo, sino con él, he ahí nuestro secreto... Nosotros hemos aceptado de él lo que tú has rechazado con indignación, a saber, el último don que te ofreció al mostrarte todos los reinos de la tierra. Nosotros hemos tomado Roma y la espada del César y nos hemos proclamado reyes únicos de la tierra... Tú, en cambio, hubieras podido ya desde entonces tomar la espada del César. ¿Por qué rechazaste también aquel último don? Si hubieses obrado según el consejo del espíritu poderoso, habrías realizado cumplidamente cuanto el hombre busca sobre la tierra, porque habría tenido ante quién inclinarse, la persona a quien confiar su propia conciencia. Vete y no vuelvas... ¡No vuelvas nunca..., jamás, jamás! ».

35 A. SMITMANS, Der Narr Jesus, Stuttgart 1974, p. 17.
36 F. M. DOSTOYEWSKI, Die Brüder Karamasow, München 19813, pp. 347, 354.

«Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apoc 3, 20).

Agustín conjura al joven diácono («De catechizandis rudibus» XII, 17) a conservar a los bautizados en su propio corazón: «El amor apasionado es capaz de realizar una cosa así: si ellos se sienten alcanzados por nosotros que hablamos, y nosotros por su escucharnos, entonces vivimos unos en los otros. Entonces es como si ellos pronunciasen en nosotros lo que oyen y nosotros, en cierto modo, aprendiésemos en ellos lo que enseñamos».

Algo digno de señalarse es, según el Nuevo Testamento, el modo de resonar la palabra de Dios en la exhortación apostólica («paraclesis») no en forma de mandato, sino de invitación, sin elevar la voz. En su base está la misericordia proveniente de Dios en Jesucristo. Es «un llamamiento solícito y urgente a los hermanos, que reúne en sí a la vez oración, consolación y exhortación».37

37 H. SCHLIER, «Vom Wesen der apostolischen Ermahnung» (en op. cit. en nota 9) p. 89.

La presunta necesidad de deber tomar siempre posiciones, en lugar de detenemos a escuchar y esperar a ver lo que el otro nos da o toma de nosotros, es las más de las veces la muerte de la comprensión, el fin de la capacidad genuina de preguntar, la oportunidad frustrada de crecer aprendiendo. «¿Cuántos... saben aún que el comprender es siempre un proceso, un crecimiento propio, y que, por lo tanto, requiere tiempo y serenidad hasta el punto del olvido de uno mismo...? El principio de toda hermenéutica razonable es para mí el ejercicio de escuchar, que deja, ante todo, subsistir cuanto me es históricamente extraño y no ve en la violencia la forma fundamental del compromiso» 38

«El que responde antes de escuchar demuestra necedad y confusión» (Prov 18, 13).

La palabra «autoridad» suena hoy a muchos (en especial a los jóvenes) como una señal de alarma. Querrían suprimirla y, a su vez, no ostentar por razón alguna del mundo una autoridad. Quienquiera que tenga algo que decir a otro o desee evocar en él alguna cosa, habrá de asumir esa «paternidad» y ser, en este sentido, autoridad. Si rechaza serlo, las relaciones ya no son vinculantes y se dejan a merced de la propia discreción. Renunciar a la autoridad por miedo al comportamiento autoritario es una ingenuidad que nadie puede seriamente permitirse cuando está convencido de tener algo que comunicar al otro.

Hoy día, ¿hay demasiada autoridad en la Iglesia o demasiado poca? Probablemente demasiado poca; en todo caso, demasiado poco de esa autoridad que permite reconocer y experimentar como autor suyo a Jesucristo.

38 E. KASEMANN, «Zum Thema der urchristlichen Apokalyptik», en Exegetische Versuche und Besinnungen II, G fitting 1964, p. 107, nota 1.