III. La pobreza

 

Recuerda Orígenes en un sermón cómo a los sacerdotes egipcios el Faraón les asignaba tierras. En cambio, «el Señor a sus sacerdotes no les entrega una porción de tierra, sino que les dice: 'Yo soy tu porción' (Núm. 18, 20)... Oigamos lo que Cristo Nuestro Señor manda a sus sacerdotes: 'Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío' (Lc 14, 33). Tiemblo al decirlo: De mí antes que nada, de mí, digo, soy yo el acusador: pronuncio mi condena... ¿Cómo podemos leer o explicarle al pueblo estas cosas?... ¿Y podríamos esconder, no comunicar, lo que está escrito, sólo porque la conciencia nos reprende? No quiero ser culpable de un doble crimen. Confieso, abiertamente confieso ante el pueblo que oye, que estas cosas están escritas, aunque sé que yo todavía no las he puesto en práctica».1

Hablo de algo de lo que no tengo experiencia. No tengo problema. La Iglesia en nuestro país es rica, y yo desempeño una actividad respetada e influyente. No experimento la miseria. Si doy algo, incluso mucho, no por ello sufro. El próximo sueldo llega, lo más tarde, a primeros del mes siguiente. Soy un profano en cuanto a pobreza se refiere.

1 ORIGENES, Gen h 16,5 (GCS VI 142).

Es un tema en el que ni siquiera debería abrir la boca.

Y, sin embargo, intuyo que con la pobreza se toca un punto sensibilísimo del Evangelio y de la renovación de la Iglesia. El camino del seguimiento lleva a la pobreza; no es posible esquivarla. No es posible hablar de Jesús y no hablar de la pobreza. Por eso hablo, «aunque sé que yo todavía no la he puesto en práctica».

¿Por dónde empezar? ¡Por Jesús! ¿Por dónde, si no? «La crisis de la vida eclesial no depende, en el fondo, de dificultades de adaptación a la mentalidad moderna, sino de la dificultad de adaptarse a Aquel en quien se enraíza nuestra esperanza y de quien ésta recibe su altura y su profundidad, su camino y su futuro: Jesucristo, con su mensaje del Reino de Dios. ¿No le hemos adaptado excesivamente a nosotros en nuestra praxis?; ¿no hemos custodiado su Espíritu como un fuego bien tapado para que no despidiera sus llamas demasiado alto? ¿No hemos adormecido el entusiasmo del corazón con nuestra excesiva pusilanimidad y nuestra rutina, y no le hemos inducido a establecer alternativas peligrosas: Cristo sí — la Iglesia no? ¿Por qué él obra de modo «más moderno» y «más actual» que nosotros, su Iglesia? Por eso la ley de nuestra renovación eclesial es ésta: debemos superar, ante todo, las dificultades de adaptación a Aquel a quien apelamos y de quien vivimos, y entrar de forma más consecuente en su seguimiento...» .2

2 Synodenbeschluss «Unsere Hoffnung», en Gemeinsame Synode der Bistümer in der Bundesrepublik Deutschland (Offizielle Gesamtausgabe I), Freiburg i.B. 1976, pp. 101 s.

El seguimiento (en concreto, la pobreza en el seguimiento de Jesús) no es sólo cuestión de perfección ascética o de aplicaciones morales prácticas, sino que se sitúa en el centro de la cristología. No es posible confesar interiormente a Jesucristo por separado y luego preguntarse, a modo de apéndice, en qué consiste su pobreza. La pobreza no queda a discreción del cristiano, sino que tiene su sitio en los fundamentos de la fe. Sólo si seguimos —y en la medida en que lo hagamos— a Jesús en su pobreza, adelantamos y experimentamos quién es él.

 

1. LA POBREZA DE JESUS

«Siendo rico, por vosotros se hizo hombre...» (2 Cor 8, 9).

Es éste el único pasaje del Nuevo Testamento que habla expresamente de la pobreza de Jesús. Jesús era rico y, por amor a nosotros, se hizo pobre. ¿Qué significa esto?

El himno cristológico de la carta a los Filipenses es como una explicación de esta afirmación: «El cual, siendo de condición divina, no tuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo... haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2, 6-7). El himno canta la historia de Jesucristo, la historia de su despojo, que empieza en Dios. No es posible hablar de Jesús sin mencionar a Dios. El viene de Dios. Su vida es cien por cien divina.

Dios era toda su riqueza. Con eso lo tenía todo; ¿qué más podía ambicionar? Habría podido seguir en aquella situación, nadie podía impedírselo. Con criterios humanos, todo debería haber seguido tal como estaba. «Uno guarda lo que tiene. Nadie sabe lo que puede suceder. En cualquier caso, hay que salvaguardar el patrimonio». Jesús no lo vio así. No se aferró a su patrimonio, como si lo único sagrado fuera para él su propiedad privada. Entregó lo que tenía, y no se trataba de poco, sino de todo. No preguntó: « ¿Qué saco con ello? ¿Qué logro?, sino que dijo: «Por vosotros y por todos...».

Al final, nada tenía que el verdugo y la muerte pudieran arrebatarle; lo había entregado todo. «Se despojó a sí mismo»: está escrito literalmente, se despojó a sí mismo de todo lo que le llenaba, hasta lo último, hasta la muerte en cruz.

Jesús recorre en sentido contrario el camino de Adán: el hombre quiere ser como Dios; Jesús es como Dios y se hace un hombre real, un hombre pobre, redimiendo así a cuantos se dan arbitrariamente aires de dioses. El hombre sigue siendo hombre, y Dios es su riqueza.

Jesús recorre el camino de Dios, el camino que va hacia abajo. Desde los comienzos de su actividad pública se pone en fila con los pecadores para ser bautizado por Juan (Mt 3, 13-17). Su sitio está cerca de los pecadores; sólo así puede llevar a término la «justicia» deseada por Dios (3, 15). Su camino mesiánico le lleva al último puesto, y él carga con las consecuencias de ese camino de pobreza hasta la cruz. Precisamente en eso se sabe una sola cosa con Dios. El Padre así se lo confirma: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3, 17).

Jesús permanece fiel a su camino, superando cualquier obstáculo. Es lo que nos dice la narración de las tentaciones (Mt 4, 1-11). La triple tentación es como un triple ataque a su pobreza, a su camino hacia abajo. Satanás quiere un Mesías fuerte y poderoso, no alcanzado por la pobreza y la miseria humana; un Mesías que abandone la arena del desierto, que se quede en el cielo y rehúya la espantosa indigencia humana: «Tu lugar no está en lo bajo, sino en lo alto. No puedes sufrir el hambre y vivir sin la protección garantizada de los ángeles, sin el poder del mundo». El no de Jesús al pacto diabólico con el poder es un sí a la pobreza de la condición humana. Se hizo perfectamente uno de nosotros, sólo un poco distinto. Nosotros, en efecto, nos sustraemos demasiado fácilmente a las consecuencias de nuestra existencia. Intentamos evadirlas, ser más de lo que somos —pobres hijos de Adán que desconocen su pobreza. Jesús recorre nuestro camino hasta el final, hasta su amargo final. No se evade. No introduce elemento extraño alguno en el juego. Sigue fiel a la pobreza.

«Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20). Jesús estuvo más cerca del establo que del palacio. En los primeros momentos fue puesto en un pesebre que pertenecía a otros. Al final fue depositado en un sepulcro que pertenecía a otros. Esa es su vida. No tiene «dónde reclinar la cabeza».

No es posible hablar de pobreza en sentido evangélico sin hablar de Jesús; y no es posible hablar de Jesús sin hablar de su pobreza. Jesús no hizo el papel de pobre, sino que fue pobre. No tuvo necesidad de solidarizarse artificialmente con los pobres, sino que fue uno de ellos.

Fue pobre no porque despreciara las riquezas de la creación (¡al contrario, las apreció enormemente!), sino porque toda su riqueza era Dios. Su camino está, todo él, bajo la promesa divina: «Este es mi Hijo amado...» (Mt 3, 17). Sólo partiendo de aquí se entiende su pobreza: Jesús puede abandonarse totalmente a Dios y, en consecuencia, dejar tranquilamente todo lo demás. Nada hay que se interponga entre el Padre y él; se sabe tan a seguro en él y tan una sola cosa con él que ya no teme por sí. Precisamente por eso se dedica por entero a los hombres. Su pobreza hace sitio a Dios entre los hombres.

Su pobreza no es fin en sí misma, sino expresión de su entrega al Padre, que sostiene su camino hacia los hombres. En este sentido, la pobreza es la forma de su obediencia, incomprensible sin ésta. Pero de esto hablaremos más adelante.


Bienaventurados los pobres

Jesús no fue neutral con respecto al pobre y al rico. Ciertamente, su misión va dirigida a todos los hombres. A nadie excluyó de su amor. Pero los pobres le fueron particularmente cercanos. Les habló de forma distinta que a los ricos. Su lenguaje es claro: en un caso, prometedor («Bienaventurados...»), en otro, amonestador, amenazante (« ¡Ay de vosotros...!»). Jesús nunca señala la riqueza como signo de la elección divina. Habla de primeros y últimos puestos y anuncia que los primeros serán los últimos y los últimos («los últimos hombres») los primeros (Mc 10, 31).

¿Quiénes son los pobres a los que él llama bienaventurados? Los reconocemos por su modo de actuar. Palabra y acción van en él estrechamente unidos. Cura enfermos, libera a posesos del demonio, come con publicanos y pecadores, dirige la palabra a mujeres y niños. Pone en práctica cuanto anunciaran los profetas: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11, 4). Son términos que no se interpretan en sentido metafórico: como los ciegos por él curados eran realmente ciegos y los leprosos leprosos, así los pobres son personas a las que les falta lo necesario. Ahora ven por fin afirmados sus derechos. Tienen un futuro en Dios, son ciudadanos de su Reino. Jesús no les consuela con el pensamiento de tiempos futuros, más allá del tiempo y de la historia, sino que empieza con lo que ya llega. El Reino de Dios ya no está lejos, sino que llega en lo que él —Jesús— dice y hace: ya desde ahora se puede percibir: es posible verlo y ponerlo en práctica.

Como se sabe, el primer evangelista reformuló así la bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu...» (Mt 5, 3). La ampliación tenía un motivo. Mateo tiene ante sus ojos a su iglesia. ¿Cómo tener fe en las palabras de Jesús (que peregrinaba de sitio en sitio con su vestimenta de predicador profético ambulante) cuando la comunidad se da a sí misma unas estructuras precisas y se establece como Iglesia local..., cuando los hombres no se suman a Jesús movidos simplemente por un entusiasmo carismático, sino que han de seguir fieles a la decisión tomada en su favor durante toda una vida, hombres que tienen una familia, una profesión y un domicilio fijo?

En tal situación, Mateo un puede repetir simplemente la proclama de Jesús («Bienaventurados los pobres...»). La comunidad podría referir a sí misma demasiado superficialmente tales palabras y pensar que el Reino de Dios le está garantizado. Para evitar ese malentendido, el evangelista predica, junto con la promesa del Reino de Dios, también sus exigencias; no anula la proclamación del nuevo orden de Dios, en el cual los pobres (los hambrientos, los que lloran) ven afirmado su derecho, pero deja bien en claro los requisitos, es decir, las actitudes fundamentales (virtudes) que caracterizan al discípulo y le cualifican para el Reino de Dios. La acción exterior cuenta poco por sí sola; es el ser interior el elemento decisivo. La exigencia debe plasmar al discípulo desde lo profundo de su corazón. La pobreza viene a ser una actitud espiritual fundamental, y es la que indica quiénes son receptivos con respecto a Dios desde las fibras más íntimas de su corazón. «Bienaventurados los pobres de espíritu...» son como las palabras de un título que preside las bienaventuranzas de Mateo. Aluden a personas que han llegado al límite de sus posibilidades, que no se detienen ahí, resignadas, y tienen el valor de abandonarse en manos de Dios. Personas tan pobres que Dios puede ser su riqueza.

La primera bienaventuranza refleja la experiencia de Jesús y de la comunidad primitiva, según la cual los pobres están más abiertos que los ricos al Evangelio, puesto que los ricos están satisfechos de sí mismos y de sus posesiones, se sienten seguros en su propia situación, ahogando la palabra —como subraya sobre todo Lucas— «con las riquezas y los placeres de la vida» (Lc 8, 14).

 

2. EN SEGUIMIENTO DE JESUS

«No andéis preocupados por vuestra vida...» (Mt 6, 25).

El problema fundamental del hombre es éste: cómo superar la angustia. La garantía mejor de la vida —así parece, al menos— es la que ofrece el poseer (en todas sus variantes). ¿Resuelve eso la angustia? Temporalmente, quizá sí; pero al final pierde la apuesta contra la herrumbre y la polilla.

La angustia nos incita a preguntarnos por el fundamento de nuestra vida: ¿a quién debemos nuestra existencia? ¿A nosotros mismos? Se cumple aquí una ley muy peligrosa: el que quiere pensar por sí solo en su propia vida, quien quiere tomarla por entero en sus solas manos, ha de hacer frente luego también por sí solo a tal empeño. ¿Y no es verdad que a la larga eso representa para él un esfuerzo inhumano?

En este punto, tratándose del fundamento en que se apoya nuestra vida, nos salen al paso las palabras de Jesús: «No andéis preocupados por vuestra vida...». No se trata tanto de un mandato cuanto de una invitación, de la invitación de nuestra vida: no tenéis necesidad de preocuparos por ella. En el fondo, nada podéis hacer. Lo que os preocupa —pan, vestido, dinero, etc.— no es más que un medio, lejano por cierto, de lo que de verdad deberíais procuraros. En realidad, ni siquiera podéis aproximaron al meollo de la cuestión. Lo que es verdaderamente importante, la vida, no podéis procurárosla. No es posible conseguirla con trabajo, ni pagarla, ni disponer de ella: «¿Quién de vosotros, por más que se preocupe, puede añadir un codo a la medida de su vida?» (Mt 6, 27).

No está en vuestra mano procuraros la vida, ni siquiera necesitáis hacerlo. Ved a los pájaros gorjeando por los tejados. No se preocupan; y, sin embargo, hay quien piensa en ellos. Dios cuida de ellos y los sustenta. Si piensa en los pájaros, mucho más pensará en vosotros: «¿No valéis vosotros mucho más que ellos?» (Mt 6, 26).

Dios conoce la superior valía de vuestra vida. Podéis fiaros de El, confiar en sus manos vuestras vidas. No tenéis razón para preocuparos por vosotros. El reino de la angustia es destruido por el Reino de Dios: «Buscad primero su Reino y su justicia...» (Mt 6, 33).

La pobreza no es, en primer término, un principio ascético, sino expresión de fe: la confianza en Dios me dispensa de tener que pensar en garantizarme la vida. Puedo fiarme de El y dejar, por tanto, tranquilamente lo demás.

La fe también implica unas consecuencias con respecto al poseer. Impone decisiones. Quedarse a medio camino no conduce a ninguna parte. Es preciso orientarse decididamente a Dios: «Nadie puede servir a dos señores... No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6, 24). No es posible bailar a la vez en más de una sala. El servicio es indivisible. ¿Cuál asumimos: el de Dios o el del dinero? ¿Quién gobierna el mundo, Dios o el dinero? «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón». (Mt 6, 21).

El Reino de Dios es como un tesoro. Está oculto en el campo. Alguien lo descubre y, lleno de alegría, va y vende todo lo que tiene a cambio de él (cfr. Mt 13, 44).


Ganar la vida
(Mc 10, 17).

No todos reaccionan como el hombre que halló el tesoro en el campo. La historia del joven rico (Mc 10, 1727) toma un cariz distinto, perturbador e incitante. Los propios discípulos quedaron por ello «sorprendidos» (Mc 10, 24.25).

¿Adónde apunta esa historia? ¿Es una acusación contra los ricos? ¿Subraya la responsabilidad social de los propietarios? ¿Es una exaltación de la pobreza?

Es muy peligroso atenuar sus afilados términos, explicarlos de forma que queden limados los ángulos y las esquinas y hacer que incluso el camello mejor cebado pase por el ojo de la aguja: « ¡Y, efectivamente, el animal pasó, aunque contrayéndose como un anfibio! » (Christian Morgenstern).

Hay que evitar ese peligro haciendo ver la radicalidad del relato en el punto exacto en que se presenta como radical.

Jesús llama al hombre rico a su seguimiento: «Ven y sígueme» (Mc 10, 21). Ese es el motivo para vender todos sus bienes. Jesús no le pone ante los ojos la miseria del mundo para inducirle a que deje cuanto tiene. En un primer momento, no habla ni de riqueza ni de pobreza. Desde el principio hasta el fin aparecen en primer plano Dios y su Reino: «Nadie es bueno, sino sólo Dios» (Mc 10, 18), «Todo es posible para Dios» (Mc 10, 27). Tal posibilidad se le hace presente al rico en Jesús: «Jesús, fijando en él su mirada, le amó...» (Mc 10, 21). Pero aquel hombre tiene las manos llenas de las bienaventuranzas de sus bienes. No consigue desasirse de ellos. Sus brazos (y su corazón) están ocupados. No puede devolver el beso de Jesús. La llamada a seguirle no penetra en su corazón.

El pregunta: «¿Qué debo hacer?...» (Mc 10, 17). Quiere ganarse él mismo la vida. No ha descubierto aún la pregunta que va más al fondo: ¿qué debo dejar? Teme confiar en cualquier cosa que no sea su propia acción. Teme dejar sus riquezas. El miedo y la angustia se oponen a la fe. Impiden dejarse caer en los brazos abiertos de Jesús, fiarse de su llamada. La radicalidad del relato está en ese pedirle fe. Lo único que al rico le falta (Mc 10, 21) no es una cosa entre otras muchas, sino la decisiva, la que está como un signo delante del paréntesis de su vida y que afecta a todo: la fe, que le deja las manos libres para abrazar a Jesús y seguir su llamada. En lugar de dejarlo todo con alegría (cfr. Mt 13, 44), se aleja afligido con sus bienes (Mc 10, 22) y enfila el camino de la muerte, en vez del de la vida.

¿Y qué decir del ojo de la aguja, ante el que el rico está como un camello, impedido para acceder al Reino de Dios? ¿No acabamos, tal vez, por atenuar el rigor de esta imagen y declarar inocua la riqueza cuando lo reducimos todo a la fe? Precisamente ésa es la mayor hipoteca que pesa sobre la riqueza: que obstaculiza la fe. Y el relato confía en que el que se abandona con fe en los brazos de Jesús obtiene la libertad de dejar sus bienes en beneficio de los pobres. El problema de la libertad es, ante todo, un problema de fe y de la libertad que la fe proporciona. La palanca que moviliza las riquezas no es, en el fondo, una exhortación (p. ej.: « ¡apretaos los cinturones! »), sino la fe.


«No toméis alforja...»
(Mt 10, 10).

Esta norma dada a los mensajeros del Evangelio se resiste a entrar en nuestros oídos, y más aún en nuestra praxis: «No toméis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón» (Mt 10, 9 s.). En nuestro país, la Iglesia recibe financiación del Estado, el clero tiene un sueldo. Nadie se pone en viaje sin cartera. Ninguno va descalzo, casi todos tienen coche. ¿Queda por ello comprometido el Evangelio?

La comunidad de Jesús, según se ve claramente si confrontamos los «Sinópticos», tuvo dificultades, ya desde un principio, en traducir a la práctica las normas dadas a los mensajeros. ¿Valían sólo para aquel período? ¿Se formularon de manera hiperbólica intencionadamente, para expresar con claridad lo que quieren decir? ¿Y qué es lo que dicen propiamente? ¿La predicación del Evangelio depende de las sandalias de los mensajeros?

Mateo introduce las instrucciones con una frase que es como una clave para su comprensión: «Gratuitamente lo recibisteis: dadlo gratuitamente» (Mt 10, 8). Los discípulos han experimentado en Jesús la cercanía de Dios, y la han experimentado gratis. La salvación no se merece ni se compra por cifra alguna en el mundo. No es posible pagarla, se concede gratuitamente, simplemente como gracia. La «gratuidad» es como un sello indeleble impreso sobre ella; por eso es importantísimo que tal gratuidad siga siendo experimentable y que el Evangelio no caiga en descrédito si los mensajeros obtuvieran de ello por cualquier forma provecho y ganancia. Lo que dan lo transmiten de hecho con simplicidad. No es mérito suyo. No es de ellos de quienes hay que esperar la salvación.

No necesitan ayudar al Evangelio con este o aquel medio, porque el Evangelio se abre camino por sí sólo. Cualquier ostentación o dispendio lo obstaculiza, porque distrae la atención de quien únicamente cuenta: Jesús, que recorrió su camino a Jerusalén en la humildad, sin signo alguno de fuerza. Sólo en El se busca y se encuentra la salvación. Nada debe distraer de El. Los mensajeros deben retirarse lo más posible a un segundo plano, para que se afirme El; el estilo de vida, toda la existencia, ha de hacer ver claramente que sólo El importa.

Lo que en un primer momento parece una exigencia severa, orientada a provocar actos de gran ascetismo, es en realidad una promesa, un signo de que sólo Dios obra la salvación. Quien en El confía ya no necesita preveerse de oro y de plata. Lo que necesita para vivir lo recibirá de todos modos: «El obrero merece su sustento» (Mt 10, 10).

En la última cena Jesús pregunta a sus discípulos: «Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin sandalias, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: nada» (Lc 22, 35)


«Llama a los pobres...»
(Lc 14, 13)

Dentro del Nuevo Testamento, son sobre todo Lucas y Santiago los que más se ocupan del problema pobres-ricos. Ambos tienen delante de los ojos, en sus comunidades, a unos y a otros. ¿Cómo resolver estas tensiones a la luz del mensaje de Jesús?

El «ay de vosotros» (Lc 6, 24) ¿es la última palabra a propósito de los ricos? Sí, en la medida en que ellos se basten a sí mismos y consideren que lo pueden conseguir con sus bienes (Lc 12, 15.21). Malogra su vida el que pretende procurársela por sí solo. Nada tiene ya que esperar.

Pero ¿qué decir de los acomodados que forman parte de la comunidad y que esperan de Cristo la vida? Existe el peligro no pequeño de que se dejen vencer «por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida», ahogando así la palabra de la salvación (Lc 8, 14). Pero el evangelista no se limita a poner en guardia contra la codicia (12, 15) y el dinero (16, 14), e indica a los que tienen el modo de emplear sus bienes: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos» (14, 12-14).

No se trata de una norma de comportamiento, de una regla expresa. Es más, eso va contra todas las normas. Los ricos no se quedan entre ellos. Salen del círculo diabólico del «como tú haces conmigo yo hago contigo». El que hospeda ya no trata a los huéspedes por la recompensa que de ello obtiene, sino que obra desinteresadamente (cfr. (Mt 25, 31-46). Los pobres (por lo general excluidos de los banquetes de los ricos) de hecho nada llevan, ni siquiera proporcionan la satisfacción interior de haber dado una limosna. Porque no reciben una limosna, sino que son huéspedes invitados, como otros tantos amigos, hermanos, parientes o vecinos. «La igualdad cristiana... toma el asunto a la letra: no exige sólo dar de comer a los pobres, sino que a eso lo llames banquete... El que lo organiza como un banquete, ve en los pobres y en los pequeños al prójimo, por ridículo que pueda esto parecer a los ojos del mundo» (S. Kierkegaard).

Eso significa seguir a Jesús. Por su parte, en efecto, él invita a la mesa a «pobres, lisiados, ciegos y cojos» (14, 21: parábola del gran banquete), y promete la salvación («serás dichoso...»: 14, 14) a quien ve en el pobre al hermano y le confiere así prestigio. Ese «comerá el pan en el reino de Dios» (14, 15).

Hay un gran peligro (que no ha disminuido desde los tiempos de Santiago hasta nuestros días) de que la comunidad cristiana se adapte a los usos mundanos: Vale únicamente quien puede hacer ostentación de algo. El pobre nada cuenta y es menospreciado: «Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido; y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís: 'Tú, siéntate aquí, en un buen lugar'; y. en cambio, al pobre le decís: 'Tú, quédate ahí de pie', o 'siéntate en el suelo, a mis pies'. ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y juzgar con criterios falsos? Escuchad, hermanos míos queridos: ¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo...? ¡En cambio, vosotros habéis menospreciado al pobre! » (Sant 2, 2-6; cfr. también 1 Cor 11, 17-34).

No se trata sólo de limosnas para los pobres, ni siquiera se trata únicamente de sensibilizar la conciencia social, sino de la «fe en nuestro Señor Jesucristo» (Sant 2, 1). El pobre es un elegido de Dios, una persona que goza de las consideraciones de Dios. ¿Y fijamos nuestros ojos en el rico del anillo de oro e ignoramos al pobre? La opinión en favor de los ricos es una opción contra la elección de Dios y, por lo tanto, expresión de incredulidad. Una comunidad que desprecia a los pobres niega su propia elección y cae en contradicción consigo misma; es una comunidad «del mundo», no «de Dios».

Los rasgos de una comunidad comprometida en el seguimiento de Jesús están señalados por Lucas en los Hechos de los Apóstoles: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hech 2, 44 s.; cfr. 4, 32-37). Lo que cuenta no es el patrimonio, sino el hombre. Todo es común a todos, no debido a una determinada actitud social, sino en virtud de la fe.

 

3. CONCRECIONES

Con la pobreza en cuanto «actitud interior», en cuanto disposición de ánimo, nos sentimos de acuerdo, por lo regular, con sorprendente facilidad. Pero apenas salimos de ese limitarnos únicamente a reflexionar, cómodamente sentados, o a intentar adoptar una actitud espiritual interior, buscando practicar un seguimiento «a la letra», es decir, poniéndonos en movimiento y dando los primeros pasos concretos hacia la pobreza, cuando empiezan las preguntas, las resistencias y las objeciones: « ¡Así no puede ser! ¿Adónde iríamos a parar si tomáramos a la letra las palabras del Evangelio?». Y empezamos a reducir a Jesús a nuestras medidas, en vez de acomodarnos a El.

En el aspecto teórico hay muchas cosas claras hoy día en la Iglesia. La interpretación de la Escritura ha dado pasos de gigante. Ninguna generación ha sabido tantas cosas del Nuevo Testamento como la nuestra. Pero nuestra cabeza va muy por delante de nuestro corazón. Nuestro compromiso se limita, las más de las veces, al saber. Llegado el momento de sacar las consecuencias, nos falta aliento. Expresiones como «Iglesia al servicio de los demás», «Iglesia de los pobres», están en boca de todos, pero no cambian nada, quedan estériles. Parecen una superestructura ideológica por encima de una praxis inmutada. Dan la impresión de que el problema podría resolverse con palabras, y ni siquiera suscitan mala conciencia. Al contrario, vivimos con la íntima satisfacción de «quienes saben»: de hecho, sabemos cómo deberían ser las cosas y de qué se trata propiamente.

Nada ayuda menos a la pobreza que un radicalismo verbal que ignora las dificultades evidentes y se limita, en la mejor de las hipótesis, a estimular por un tiempo nuestra pasión. No podemos ni debemos poner entre paréntesis nuestro saber detallado, que nos permite tener ideas claras y nos pone en guardia frente a falsas alteraciones y coacciones rigoristas:

1. La pobreza, según el testimonio de la Escritura, es un concepto bastante complejo. Hay una pobreza (falta de medios económicos, miseria social, empobrecimiento cultural) que es indigna del hombre y que se supera con toda clase de medios. Dios está de parte de esos hombres caídos en manos de los ladrones, y sería de esperar que cuantos creen en El se pusieran también de parte de ellos y los liberasen en Su nombre. Por otra parte, hay una pobreza que no se elimina en absoluto, porque se trata de una premisa de la fe y de un presupuesto indispensable del auténtico ser cristiano: una pobreza (apertura, vacío) que tiene en Dios toda su riqueza y abre los ojos para reparar en el hermano. Según el testimonio de la Escritura, esta pobreza puede, evidentemente, hacer sentir sus efectos sólo allí donde el hombre no está ya colmado de todas las cosas posibles («rico») y no está obstinado en garantizarse la propia vida por sí solo.

2. En el sentido del Evangelio, la pobreza no es sólo «interior», ni sólo «material». Se opone tanto a una huida a lo «puramente espiritual» como a un cálculo de condiciones económicas. No puedo retirarme a mi interioridad y decir: lo único que cuenta es la actitud interior personal. Por otra parte, no puedo reducir la pobreza a un problema financiero, unciéndola al carro de eslóganes sociocríticos. El hombre no es reducible a una sola dimensión; las distintas dimensiones de su existencia están relacionadas entre sí.

3. La pobreza está emparentada con la cruz. La salvación no se busca, ciertamente, en un desarrollo natural de la creación, sino en la cruz. Pero la cruz no cancela la creación. Los evangelios nos permiten contemplar el importante lugar que la creación ocupó en el mensaje de Jesús. Por más que haya vivido pobre, no despreció la creación. No hay que eliminar la tensión entre la riqueza de la creación y la pobreza de la cruz, como nos indican, por lo demás, las distintas orientaciones de la teología de la encarnación y de la teología de la cruz.

4. Según el Nuevo Testamento, la pobreza no es una ley. Jesús tuvo en torno a sí a personas que no lo habían dejado todo: Lázaro y sus hermanas, las mujeres que le acompañaban, Zaqueo, Nicodemo, José de Arimatea... Además fue huésped de personas acomodadas. La pobreza no se impone como una ley. Lo cual no significa que pueda dejarse a la discreción de cada uno. Al contrario, induce a asumir compromisos y acuerdos en común. Por otra parte, no es menos fuerte su carácter vinculante por el hecho de no ser una ley. Puede ser al mismo tiempo un consejo y un mandato y ser el «mandato de la hora» y de la vida.

Estas diferenciaciones no son sospechosas de ser tentativas de armonización. Tienen debidamente en cuenta la complejidad de las afirmaciones escriturísticas y de las situaciones de la vida, se oponen a un rigorismo ciego y permiten comprender lo difícil que es establecer reglas universales de comportamiento.

Alguien pensará que las siguientes «concreciones» son demasiado poco concretas. Existe, efectivamente, el peligro de buscar las cosas lejanas e ignorar las cercanas. En todo caso, indican la dirección de la marcha y proponen algunos primeros pasos que dar; pasos que son signos de esperanza y que demuestran que no nos contentamos simplemente con dejar las cosas como están, sino que estamos cuidadosamente atentos a posibles desarrollos.


Pobres delante de Dios

La pobreza en el sentido del Evangelio es, en primer lugar, expresión de una apasionada confianza en Dios, de una fe que no retiene nada para sí y se atreve a comprometerse hasta el fondo, como el hombre que encuentra el tesoro: «Por la alegría que le da, va y vende todo lo que tiene...» (Mt 13, 44).

La dinámica provocadora de esa pobreza se vislumbra en esta afirmación atribuida a Simone Weil: «El héroe lleva una armadura, el santo va desnudo».

Es lo que nos cuenta la historia de David y Goliat. Goliat, celebrado como un héroe, está armado hasta los dientes; David, el jovencillo pastor, carece de armadura, está desnudo: «Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yahvé...» (1 Sam 17, 45). La armadura no cuenta para nada. El santo está desnudo. No necesita protegerse.

No de otra manera se comportó Francisco con ocasión de aquel acto inicial en la plaza del mercado de Asís: tras haberse despojado de todas sus ropas, vuelve atrás desnudo, deja los vestidos y el dinero delante del obispo, de su propio padre y de todos los presentes, y dice: «Escuchad todos vosotros y oíd bien: hasta ahora he llamado 'padre mío' a Pietro Bernardone; pero, porque desde este momento pretendo servir al Señor, le restituyo el dinero por el que se ha enfurecido y los vestidos que de él tenía; de ahora en adelante, diré: 'Padre nuestro que estás en los cielos', y no 'Padre Pietro Bernardone'». Y en el momento de morir hace que le tiendan desnudo en tierra en la iglesia de Santa María de la Porciúncula.

La cruz, el signo de nuestra fe, muestra a Jesús desnudo. Su cuerpo ha sido despojado de los vestidos. Jesús, el santo de Dios, no lleva armadura, está desnudo. «Nudus nudum Jesum sequi — Seguir desnudo al desnudo Jesús», aconseja la Imitatio Christi de Tomás de Kempis.

Pero... «¿no tendré también que haber llevado previamente una armadura y haber experimentado muchas protecciones para poder recorrer el camino de los santos? ¿No es cierto, acaso, que sólo puedo abandonar lo que de algún modo haya sido mío? ¿No tendré que haber conocido una patria para poder marchar lejos?... El racimo de uvas, destinado a hacerse vino, deberá antes haber absorbido mucho sol. Un corazón al que Dios se apresta a transformar debe haber absorbido mucho amor, calor, confianza, 'fuerza del Yo'... Se da, evidentemente, una tensión alternante y variable entre la fuerza del yo (reencuentro de sí) y el abandono; entre la autorrealización y el libre don de sí; una tensión entre 'armadura' y 'desnudez', que incita y avanza unas veces en un sentido y otras en otro»3

3 J. BOURS, «Identitátsfindung in Jesus Christus», en Una Sancta 35 (1980), p. 91.

«Puedes ganar
tu vida
sólo si antes la has perdido,
según dice Cristo.
Puedes perder tu vida,
según dice Cristo,
sólo si antes
has recogido con él
y no has dispersado,
si has recogido
y no dispersado
aun a ti mismo» .4

4 R. HOMBACH, Einsam f ür alle, Würzburg 1975, p. 34.

 

Delante de Dios, es pobre el que sabe los límites de su propia creaturalidad, el que no por ello se desespera o trata de engañarse, sino que lo acepta e incluso sabe que por eso mismo es aceptado por Dios. Ser pobre delante de Dios significa: puedo ser lo que soy, con mis limitaciones. No necesito ser o aparecer más de lo que soy; no necesito dar a entender nada; puedo aceptarme sin odios ni narcisismos. Puedo partir de este principio: no está en mis manos valorarme y procurarme reconocimientos, ni necesito mendigarlos o arrancárselos a los demás. Dios es quien me los da. A pesar de mis miserias, soy suficientemente amable a sus ojos. Por eso puedo ser el que soy y asumir mi papel, sin desempeñar papeles ajenos.

En este sentido, la felicidad del hombre (cfr. Mt 5, 3) consiste en poder ser pobre sin soberbia y sin desprecio de sí mismo, simplemente tal como se es delante de Dios. De lo contrario, muy difícilmente se encontraría a sí mismo. La persona accede a su propia identidad sólo en el caso de que experimente atención y amor, y eso es gracia: Dios se dirige a mí, está a mi favor. Y eso significa el final de la angustia y el comienzo de la libertad: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8, 31).

Si así no fuera, me veo obligado a demostrar de algún modo que soy alguien. No me queda sino exigirme a mí mismo lo imposible. Al no estar justificado de forma absoluta, me veo constantemente solicitado por mi mala conciencia, obsesionada por realizar nuevos actos justos. Me creo mi particular patrimonio, mis riquezas, mis semibienaventuranzas. Es la muerte de la vida ese buscar uno su propia identidad en cosas muertas y pensar que es alguien a base de algo. En eso consiste el pecado: en querer garantizarse y justificarse uno a sí mismo mediante lo que se hace. Busco construirme por mí mismo mi inmortalidad, y acabo en la muerte. La verdad de la autoafirmación y autojustificación mediante el propio patrimonio es la muerte. Eso pretende decir Pablo cuando afirma que la muerte es el estipendio del pecado (cfr. Rm 6, 23).

«Patrimonio» y «posesiones» se han convertido en el símbolo de la identidad en nuestra sociedad, y en gran medida también en la Iglesia: « ¡Si tienes algo, entonces eres algo! ». La sed de tener nos desenfrena. Pero ese tener no significa vida. El Evangelio dice que por ese camino el hombre no encuentra en modo alguno su propia identidad: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25).

Hay una antigua tradición teológica que habla de la pobreza con la que Jesús engañó a la muerte. Al final, él no tenía nada que la muerte pudiese arrebatarle; lo había entrega todo. Así llegó a ser «Cristo», así halló su plena identidad: «Por lo cual, Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre...» (F1p 2, 9). El amor, que nos permite salir de nosotros mismos y arriesgar la pobreza de nuestra alma, ese amor y la fe pascual cristiana son inseparables. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 In 3, 14). De esta forma, la Pascua se realiza ya ahora; no sólo se la afirma, sino que se la vive.

La «pobreza delante de Dios» no queda bajo la sospecha —en nombre de la pobreza «material»—de ser una espiritualización y de estar fuera de lugar, sino que es expresión concreta de la existencia creatural y, por lo tanto, sigue siendo un elemento constitutivo de la fe. Aunque algún día se consiguiese eliminar de la tierra la miseria material, no por ello se habría resuelto el problema de la pobreza.

Eso significaría que el hombre no tiene necesidad más que de pan. Es algo diabólico reducir las aspiraciones del hombre a las exigencias del hambre corporal y pretender satisfacerlas con los productos de la tierra (cfr. la primera tentación de Jesús, Mt 4, 3 s.).

No rara vez, los ricos son más pobres que los que padecen hambre («Algunos ricos son pobres con mucho dinero»). ¡Cuánta pobreza se manifiesta de forma directa y bien concreta en el refugiarse en la droga, el alcohol o el consumismo! Lo cual no debe apartar la mirada de la pobreza de los pobres; pero, por otro lado, tampoco hay que reducir la pobreza a una sola dimensión.


Impagable

El deseo de poseer es una tendencia fundamental en el hombre, una tendencia fuertemente desarrollada en los últimos decenios. Nos hemos acostumbrado a acumular pretensiones de querer tener y tener cada vez más. Nuestra sociedad se caracteriza por este interés. La economía vive del crecimiento. Pero ¿qué economía es ésa que puede seguir «sana» sólo a costa de hombres enfermos y de una naturaleza enferma? Esa economía alimenta la impresión de que se puede tener todo, aun la vida. Si el «tener» se convierte en el objeto de la vida, el hombre piensa que es tanto más cuanto más posee. Consiguientemente, se empeña, hasta el agotamiento, en tener más. Su sed de vida degenera y se convierte en sed de «poseer», se hace avidez: ya no posee al dinero, sino que el dinero le posee a él: ya no posee, sino que es poseído. El dinero se presenta en estos casos bajo muchos nombres, tantos como situaciones de las que es posible sacar provecho.

El Nuevo Testamento define la codicia («pleonexia»: «deseo de tener más») como una idolatría (E f 5, 5; Col 3, 5). No es una carencia moral parcial, sino una actitud fundamental antidivina de la existencia, una esclavitud demoníaca: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6, 24).

No debemos sobrevalorar las semibienaventuranzas venales: no están en condiciones de otorgarnos la vida. A pesar de toda posible capacidad de compra, en último análisis vivimos de lo que no podemos comprar, vivimos de lo impagable, ya que la vida es un don.

Hoy, más que nunca, se impone a los cristianos mantener vivo el sentido de lo «impagable». En esto nadie puede sustituirnos; esto justifica nuestra existencia ante Dios y ante el mundo. Estamos llamados a mantener vivo el sentido de lo impagable, más concretamente el sentido de «aquel que es impagable»: «Vosotros sabéis que habéis sido rescatados... no con algo caduco, oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo (1 Pe 1, 18 s.).

Algo que afecta muy sensiblemente a la misión de la Iglesia es el hecho de que, en nuestras latitudes, se la relacione de una manera obvia, en la conciencia de la gente, con el dinero. Es evidente que ella misma y sus representantes oficiales dan ocasión para ello. Ya el Nuevo Testamento se siente obligado a poner en guardia contra los ministros codiciosos (cfr., por ejemplo, 2 Pe 2, 3). El obispo amonesta al diácono antes de consagrarlo: nadie puede servir a dos señores; por eso recuerda que la deshonestidad y la codicia son una idolatría. La codicia no siempre y necesariamente se propone el enriquecimiento personal, sino que puede también camuflarse bajo la «preocupación» por el bien de la propia institución (comunidad parroquial, instituto religioso, etc.).

Pablo intentó por todos los medios que se distinguiera bien entre su propio servicio y el dinero (cfr., por ejemplo, 2 Cor 9 Cor 9, 12-15). Evidentemente, no tuvo reparo en dedicar parte de su tiempo al trabajo manual, en lugar de emplearlo todo en el cuidado directo de las almas. En modo alguno quiso que la predicación del Evangelio cayera en descrédito por cuestión de retribuciones (cfr. 1 Tes 2, 9; 2 Tes 3, 8). ¿Testimoniamos nosotros de verdad su «gratuidad» cuando nos hacemos pagar cualquier servicio añadido ( ¡con tarifas fijas! )»? (« ¿Qué se le debe por el sermón?»). ¿Percibe la gente todavía que ardemos en deseos de predicar el Evangelio? ¿Es esta nuestra pasión? Tendremos que dar señales claras (eficaces) de renuncia y de pobreza si queremos seguir siendo fieles, en nosotros mismos y en nuestra misión, a aquel que es impagable. En este sentido, en nuestras comunidades los «honorarios» son realmente «impagables».

Con el «tener», la vida cae bajo el dominio del cálculo y de las cuentas. Domina la ley del equilibrio: uno da para obtener y recibe en la medida en que da. ¡Todo tiene su precio! En tal sistema, los que tienen (los eficientes) tratan tan sólo entre sí mismos. Más aún, sus intereses se reducen al intercambio, al comercio, a los negocios. Todo es intercambiable, sustituible y, por lo mismo, discrecional, aun las relaciones. La gratitud se vuelve palabra desconocida: «No quiero nada regalado de nadie. No quiero tener que decir 'gracias' a nadie». Allí donde se establece el cálculo, se enfrían las relaciones y la vida se fosiliza.

Ahí es donde la fe se ve tocada, desafiada en su raíz. La fe tiende a recordar que existen realidades cuyo contravalor no es posible calcular, realidades «únicamente» recibibles y no pagables. Cuando desaparece el sentido del «don» y del regalo», desaparece la fe. Entonces, ningún «aggiornamento», ni siquiera el mejor intencionado, sirve. Las mejores celebraciones de la misa, a la larga no harán más atractivas las funciones eucarísticas, si hubiere llegado a faltar el sentido de la gratitud desinteresada.

La Iglesia debe, en su praxis, testimoniar que hace algo por lo que «no recibe nada». En este punto, no podemos contentarnos con disposiciones interiores («pobreza interior»). Se necesitan señales visibles de pobreza, señales capaces de romper la presión ejercida por nuestra «sociedad de intercambio». Haciendo algo por lo que no recibimos (aceptamos) literalmente nada, testificamos que lo que comunicamos se recibe únicamente «por nada», gratuitamente.


Pobreza del ministerio

¿Qué postura hemos de tomar frente a la situación religiosa descrita al principio? Muchas cosas que, hasta hace unos años, aún «poseíamos» de forma obvia, nos han sido sustraídas en este intervalo, de modo que muchas veces nos encontramos con las manos vacías. Es grande la tentación de «driblar» a la pobreza y crearnos una coartada con las riquezas (por ejemplo, de la tasa del culto) que todavía nos quedan (coartada consistente, por ejemplo, en una administración exagerada). ¿No podría Dios ofrecernos hoy día la posibilidad de redescubrir la pobreza como la forma de Su camino?

¿Cómo se predica hov la bienaventuranza de los pobres? ¿Bastan unas palabras para poner de acuerdo pobreza y felicidad? ¿Quién se siente autorizado a pronunciar una bienaventuranza así de forma que sea algo más que un eslogan cínico («Bienaventurados los pobres de los bajos fondos de Calcuta y de Río...»)? Una cosa es que Jesús lo proclame y otra que lo hagamos nosotros. Respecto a esto, el problema decisivo no es cómo lo haga uno, sino cómo es posible hacer una proclamación semejante (K. Barth).

Jesús no habla desde una postura de seguridad, sino que está directamente implicado en el asunto. Es un pobre que anuncia que Dios interviene en favor de los pobres. Esa solidaridad en la pobreza es importante, pero no basta por sí sola para justificar su autoridad. Jesús no es únicamente un pobre que habla a pobres. En su caso hay algo más. Sin la resurrección del Crucificado, la bienaventuranza de los pobres no es ni comprensible ni predicable; es signo de lo que aún ha de venir a la luz del viernes santo y de la Pascua. Su fiador es únicamente Dios, Dios en la obra de Jesucristo.

Nosotros no tenemos autoridad para proclamar bienaventurados a los pobres. No podemos hacerlo sin el autor de la bienaventuranza. Sólo en su nombre y en su seguimiento es algo distinto de un adorno religioso irresponsable con respecto a la miseria o de una ilusión socio-revolucionaria. Nuestra predicación resulta autorizada porque a nuestras espaldas está él y en la medida en que él llega a través de nosotros. Sólo quien confiesa esta pobreza y no piensa que puede hablar en nombre propio, sólo quien en su vida (y en su «estilo de vida») sigue a Jesús, testimonia de forma creíble su mensaje.

La pobreza del cargo se encuentra además desde otro aspecto. En años pasados, al discutir sobre la «imagen del sacerdote», se consideró con frecuencia la «función total» (un vínculo durante la vida natural, que comprende a toda la persona) como un espantajo. La vocación sacerdotal —se dijo— es realizable sólo en la medida humana, sólo si se distingue entre persona y vocación, sólo si existe la posibilidad de distanciarse de la propia «función».

¿Qué sucede entonces? Que la vida queda dividida. La existencia (privada) del individuo queda separada de su actividad profesional. Uno se hace atrás para salvaguardar una personal presunta identidad. No se compromete con el alma, se desempeñan «papeles», se crean y se ejercen «funciones» (como un funcionario). Estas se vuelven autónomas y se convierten en capital. ¡Una nueva (sublime) forma del tener y del poseer! Una forma que responde a una sociedad en la que todo es cambiable, sustituible, en la que, en último análisis, también las relaciones y los vínculos pueden cambiar.5

5. Cf. J. B. METZ, Zeit der Orden?, Freiburg i.B. 19794, pp. 53 s. (trad. cast.: Las Ordenes Religiosas, Ed. Herder, Barcelona 1978).

Así no es posible hallar la identidad del sacerdote. La existencia personal (privada) y la profesión no son separables. La fe existencial es el fundamento de la existencia profesional. El sacerdote no puede tomar las distancias propias de quien dice y hace. El debe (¡y puede!) comprometerse a sí mismo (y no sólo algo) en su profesión. Eso es un fragmento de la renuncia, de la pérdida de la vida (cfr. Mt 16, 25), de la pobreza. Mientras él se da tal como es, resulta atacable, vulnerable, indefenso, vacío, sencillamente pobre. Le aflige el «fracaso» de su trabajo. Le aguardan sufrimientos, los sufrimientos propios de quien se compromete apasionadamente. En medio de ellos, intuirá a veces repentinamente ( ¡como un signo del futuro!) que perder la vida siguiendo a Jesús no es una pérdida, y que puede convertirse en ganancia.


El aguijón en la carne

Si soy yo quien tiene hambre, se trata de un problema físico (¡el estómago protesta!). Cuando la tiene otro, transformo sorprendentemente el hecho en un problema espiritual, y así me mantengo alejado. Por lo general, sólo los acomodados hablan de pobreza espiritual. Tal pobreza puede, en un abrir y cerrar de ojos, convertirse en una coartada para conciliar de manera inofensiva fe y riqueza y aquietar la mala conciencia frente a la miseria de otros. Pero la pobreza espiritual necesita expresiones corpóreas para salir del equívoco.

La fe no es neutral frente a la pobreza y a la riqueza. No liquida el problema del poseer, no lo deja a la discreción de cada cual. No empieza más allá de la riqueza y de la pobreza, sino más acá. El aguijón de la pobreza no penetra sólo en el espíritu, sino también en la carne. «El pudiente que no da, no se puede contentar con la idea de seguir 'en la fe', de realizar, por así decir, 'interiormente' el hecho del seguimiento más allá de la pobreza y riqueza, en una 'pobreza en el espíritu' que él intercambia con la ilusión, tan forzada como inocua, de poseer precisamente 'como si' no poseyese... Sólo quien da posee 'como si' no poseyese; el que posee, el rico que vuelve la espalda ante el sufrimiento de los demás, se queda en una línea de principio inconsolable: tiene aquí su recompensa. La pobreza, pues, nunca es cuestión única y exclusivamente de disposición interior. Como 'pura' disposición interior, ¡ni siquiera puede ser 'pobreza en el espíritu'! » 6

6 Ibid., p. 51.

Jesús no ha llamado a los hombres sólo a disposiciones interiores nuevas, sino al seguimiento, a recorrer un camino, una senda, por tierra dura. Si ese camino pierde las huellas corpóreas en él impresas por Jesús, se volatiliza en camino equivocado.

No puedo olvidar una imagen que se me quedó grabada en Asís. A las puertas de la ciudad se levanta una pequeña localidad llamada Rivotorto, con las cabañas en que vivió San Francisco con sus primeros compañeros y donde escribió la primera Regla. Hoy aquellos viejos tugurios están bien arreglados. Entre ellos aparece un altar, y encima de todo ello campea una gran iglesia neogótica. La pobreza se ha visto retocada en museo, en un museo espiritual. Ahí no hace mal a nadie. Ahí todo el mundo puede edificarse espiritualmente, rezar y celebrar misa... de espaldas a la pobreza. San Francisco, en cambio, vivió allí, y de noche dormía con la espalda apoyada en las piedras. No se limitó a rezar por los pobres; rezó con los pobres.

Un día fue a buscarle una pobre mujer y le pidió ayuda. «¿Qué dices?», le preguntó a Fray Pedro, «¿qué podemos darle?». El fraile respondió: «En casa no tenemos nada. Ni siquiera sé qué voy a echar esta noche en el puchero. Lo único que tenemos todavía es una Biblia, pero la necesitamos a diario para la oración en común». Francisco le dijo: «Dale la Biblia. Que la venda y obtendrá así algún socorro. De hecho, en ese libro está escrito que debemos ayudar a los pobres. Dios prefiere que se lo demos y cumplamos lo que en él está escrito, en lugar de limitarnos a leerlo».

En Francisco de Asís descubrimos que la pobreza tiene consecuencias capaces de incidir en la carne, mientras que nosotros continuamente encontramos excusas y razones para no descender a compromisos.

Quizá la situación del sacerdote secular se caracteriza por el hecho de verse obligado —más que los religiosos— a avenirse a componendas. No es responsable sólo de su propia economía doméstica. En su calidad de párroco o de responsable de un seminario, tiene, por ejemplo, que administrar dinero con finalidades bien precisas y tomar decisiones económicas que afectan a otros. No puede obligar a otros a que adopten su estilo de vida. Por ejemplo, ¿cómo debe amueblar la casa? ¿Cómo conciliar arte, cultura y pobreza?

Nosotros nos avenimos a componendas. Pero, ¿dónde terminan las componendas y dónde empieza el compromiso?


Pobreza y fraternidad

Pidió un hermano a Francisco de Asís que le permitiera adquirir un salterio. Francisco se lo negó y le dijo: «Si empiezas con un salterio, luego querrás un breviario, y una vez obtenido el breviario te sentarás en un sitial del coro como un gran prelado y le dirás al hermano: ¡tráeme mi breviario! ».

El poseer induce fácilmente a hacerse servir por los demás y a dominarlos. Lo cual lleva consiga el peligro de establecer distinciones en la valoración de las gentes y de levantar muros divisorios que impiden encontrarnos como hermanos y hermanas.

Resulta elocuente el hecho de que en los inicios del monacato la pobreza no fuera considerada como un acto ascético (los bienes como objeto de una renuncia meritoria), sino que estaba motivada (por ejemplo, en Pacomio) por la convivencia con los hermanos. La pobreza es la consecuencia de la fraternidad: los hermanos no se distinguen en lo que a bienes respecta.7 En cambio, en la denominada «controversia sobre la pobreza» se ha impuesto el ideal ascético de la pobreza y se ha abierto camino una tendencia que ha dado lugar al monje pobre que vive en monasterio rico y, de ahí, a un debilitamiento de la fuerza de convicción de la vida religiosa.

7 Véase, al respecto, B. BOCHLER, Die Armut der Armen, München 1980.

El problema pobreza-fraternidad no afecta sólo a las comunidades religiosas. El peligro de que las posesiones dividan a los hombres y les confieran una categoría distinta no ha disminuido en la Iglesia desde los tiempos de la carta de Santiago. Los bienes obstaculizan la fraternidad en las comunidades, crean distancias entre diócesis pobres y ricas dentro de una misma nación y dificultan incluso la búsqueda de la verdad, desde el momento en que el peso de los argumentos se ve condicionado por el poder financiero de los que argumentan.

Dicho peligro se hace patente, sobre todo, en las discrepancias entre la Iglesia rica del Norte y la Iglesia pobre del Sur. El desequilibrio Norte-Sur no es, en efecto, únicamente un problema social o político, sino uno de los primeros problemas eclesiales, que corresponde a la «única Iglesia católica y apostólica» que abraza en su seno a ambas regiones (los países meridionales, sobre todo los de América Latina, son de hecho católicos por tradición). ¿Cómo conciliar las evidentes contradicciones entre ricos y pobres con la unidad viva de la Iglesia? «Por el bien de la única Iglesia, no podemos permitir que en el mundo occidental la vida eclesial dé cada vez más impresión de bienestar y hartura y que en las demás partes del mundo se dé, en cambio, como una religión popular de los desdichados, excluidos literalmente, por esa su falta de pan, de nuestra común mesa eucarística. De lo contrario, aparecerá ante los ojos del mundo el escándalo de una Iglesia que reúne en sí misma a desdichados y a espectadores de la desdicha, a muchos que sufren y a muchos Pilatos, y que llama a esa amalgama la 'comunidad única de mesa de los creyentes', 'el único nuevo pueblo de Dios'. La única Iglesia mundial no puede ser en sí misma, una vez más, simple reproducción de los contrastes sociales de nuestro mundo. Si ocurriera de otro modo, esa Iglesia llevará irresponsablemente agua al molino de los que interpretan la religión y la Iglesia sólo como una superestructura de las condiciones sociales existentes.

Por eso es deber nuestro actuar, ayudar y dar, precisamente en nuestra patria, conscientes de que somos un único pueblo de Dios, que ha sido llamado a ser el sujeto de una historia nueva, prometedora, y conscientes de que participamos en la única mesa común del Señor como gran sacramento de esa nueva historia. Los costos que ello nos supone no son una limosna suplementaria, sino que son con toda propiedad el importe de nuestra catolicidad, los gastos de nuestro ser-pueblo-de-Dios, el precio de nuestra ortodoxia» .8

8 Synodenbeschluss «Unsere Hoffnung» (cit. en nota 2), pp. 109 s.

Nuestras riquezas están gravadas con una pesada hipoteca. Son testimonio de nuestra falta de fraternidad. Dejan ver que, si invitamos a alguien a nuestra mesa, preferimos hacerlo entre nosotros, mientras que los pobres reciben ocasionalmente una limosna, pero no son huéspedes de la mesa común. ¿Somos demasiado ricos para ser capaces de dar?

La existencia de ese fraterno compartir no queda a nuestra discreción. No es, por ejemplo, sólo cuestión de caridad cristiana o de comportamiento moral aceptable, y mucho menos ha de tacharse «de izquierdas» o de «comunistizante», sino que es expresión directa e inmediata de la fe en el único Señor y Maestro Jesucristo, que se hizo hermano de todos nosotros. Esa fraternidad fundamental (fraternitas christiana) nos dice que cuantos son hermanos de Cristo lo son también entre sí: «Uno sólo es vuestro Maestro, y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23, 8). La fraternidad cristiana es una consecuencia de la profesión de fe en el Maestro común. Compartir «entre hermanos» es una exigencia de la fe. Para Pablo, la distribución de las cargas entre las comunidades no es meramente obra de mutua ayuda; él la justifica partiendo del centro de la fe, de la misión y de la obra de Cristo, es decir, partiendo de la cristología (cfr. 2 Cor 8, 9). Nosotros, los cristianos, no hacemos un buen servicio al mundo si, adaptándonos a los desequilibrios sociales de nuestro planeta, reproducimos simplemente en nuestras filas la actual situación mundial. Eso no abre ninguna nueva perspectiva; el mundo lo conoce ya suficientemente. Ese mundo «no necesita un duplicado de su falta de esperanza que corra a cargo de la religión; lo que necesita y anda buscando es... el contrapeso, la fuerza explosiva de una esperanza vivida. Y lo que nosotros le debemos consiste en esto: en equilibrar el déficit con hechos de esperanza claramente vivida» .9 La pobreza, en su sentido de fraternidad, es una señal de esperanza vivida.

9 Ibid., p. 101.


Signos de contradicción

Tras el Concilio han cambiado muchas cosas en la Iglesia. Ese proceso de transformación no es obra sólo de las constituciones y decretos o de iniciativas y movimientos «de base». Son muchas más las cosas que cambian sin intervención nuestra. Somos nosotros los que hemos de ser cambiados. El aggiornamento cambia, y pasa de una «adaptación activa», debida a un cotejo creativo con nuestro tiempo, a una «adaptación pasiva» 10 que se deja guiar por el curso de los acontecimientos y nos lleva a ser «adaptados».

10. Cf. J. B. METZ, op. cit., p. 51.

La Iglesia alemana tiene las características del bienestar de la sociedad alemana, un bienestar que nos ha cambiado automáticamente y no sólo de forma externa. Hemos ido retrasando progresivamente los límites de la sencillez y de la pobreza y hemos erigido a la vez un muro en torno a la zarza ardiente (Ex 3). Nuestras rentas están gravadas con pesadas hipotecas: nos hacen dependientes y nos adaptan cada vez más a las estructuras estatales. ¿Nos es lícito aceptar todo lo que se nos ofrece? ¿Se trata de un dinero que se nos da para corrompernos? En el fondo, nos hallamos en la situación y con la función «que nos han sido impuestas no simplemente por la voluntad de Dios, sino también por la secreta voluntad de autoconservación de nuestra totalitarizante sociedad de consumo y en interés de su propio funcionamiento sin fricciones... No se ignora el peligro de tan estridente adaptación a las espectativas sociales reinantes, el peligro de pasar de una religión de la cruz a una religión del bienestar. Porque, si realmente fuéramos víctimas de esto, no serviríamos en el fondo a nadie, ni a Dios ni al hombre» 11

11 Synodenbeschluss «Unscre Hoffnung» (cit. en nota 2), p. 104.

Es evidente que la riqueza no es tan inocente, tan inofensiva como a menudo se nos dice, acogiéndose a la «pobreza de espíritu», pobreza aparentemente presupuesta como algo obvio. De lo contrario, cuantos se consideran en posesión de la pobreza de espíritu darían espontáneamente. Es algo fuera de toda discusión. La tan invocada pobreza interior, ¿es acaso tan débil como para no lograr expresarse y hacerse sentir? ¿Es tan grande la presión de los bienes como para comprimirla y ahogarla? Esos bienes, en el fondo, ¿hacen también de los creyentes personas poseídas? A cada paso se ve cuánto pueden influir en las actitudes y modificarlas en toda regla. No hace falta ir muy lejos; probablemente baste acercarse a uno mismo.

¿En qué nos distinguimos de los no-cristianos en cuanto a los bienes? ¿No procedemos como ellos? En nuestra patria la Iglesia ha «bendecido» y se ha puesto a seguro, ante todo, a sí misma (contra cualquier riesgo demasiado grande de la fe). Es verdad que existen «Misereor», «Missio», «Adveniat», obras preciosas aun desde el punto de vista de su calidad de signos, porque son, con mucho, más un signo de la fe que de una mala conciencia. De todas formas, las limitaciones que se sienten en la carne de la propia economía o de la economía diocesana son demasiado pocas veces fruto de la iniciativa privada; vienen dictadas principalmente por la imposición de las circunstancias externas (recesión). Nuestros ataques verbales contra el materialismo y la mentalidad del bienestar quedan constantemente neutralizados por nuestro comportamiento: nos hemos visto entorpecidos por el engranaje mismo del adversario.

En una sociedad en la que el afán de poseer domina y produce multitud de poseídos, son más necesarios que nunca los signos concretos, libremente realizados, de pobreza. Tales signos son protestas, signos de contradicción con el «curso de las cosas», señales propias de la esperanza de que es posible ser libres a pesar de la situación reinante. Esos signos nos hacen ver las locas formas de vivir que se le ahorran al hombre cuando éste vive de la libertad que le proporciona la fe.

¿Seremos capaces de comunicar la experiencia de que un menos (en el capítulo de cosas) puede ser un más (en el capítulo de libertad, independencia, movilidad) ? Tenemos todavía en nuestros oídos las ruidosas protestas en contra de la situación actual. ¿Es tan grande el disgusto frente a tal situación como para hacernos capaces de empezar por una revolución en nuestra propia casa? ¿O más bien el espectáculo de las insuficiencias «de la Iglesia» nos sirven sólo de coartada para no plantear el problema en lo que a nosotros concierne? Podemos dar sin la aprobación del obispo. Podemos vivir de forma sencilla, ser pobres, sin la mayoría absoluta del Consejo parroquial. Lo podemos... si logramos quererlo.

¿Y cómo hacer para llegar a quererlo? Desde luego, no con mandatos. Las llamadas que sólo tienden a infundir mala conciencia son fuente de angustia y conducen a la paralización, no a la libertad de los hijos de Dios. El Evangelio es una invitación, no un mandato de comparecencia o un emplazamiento, sino una invitación a confiar en Dios más que en todo lo demás y abandonarse a El. Quien se atreve a llevar a cabo ese éxodo más allá de sus propias fronteras tiene (en Dios) todos los motivos para dejar los bienes propios y dárselos a los demás. No necesita ya afanarse por sí mismo, no tiene ya que pensar angustiado en su seguridad, sino que tiene el corazón, los pies y las manos libres.

Esto, de todas formas, no se obtiene en un abrir y cerrar de ojos, con un simple cambio en la estrategia de nuestra predicación, es decir, poniendo, en lugar de la exigencia por delante de la gracia, la gracia por delante de la exigencia (el indicativo por delante del imperativo). Aun siendo importante predicar el Evangelio como tal, como invitación, siempre se tratará de una invitación al seguimiento, de una llamada a recorrer el camino del Gólgota con todas sus consecuencias. Pablo nos explica lo que esto significa: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Cor 4, 10 s,). Y este proceso pascual no es simple ni indoloro, sino que incide en la propia carne, puesto que acontece «en nuestra carne mortal». El camino que va de la vieja a la nueva creación pasa por el Gólgota. Quienes lo recorren son «pobres que enriquecen a muchos; gentes que nada tienen, aunque lo poseen todo» (2 Cor 6, 10).


Primeros pasos

Los primeros pasos aquí indicados no son «sensacionales»; a alguno le parecerán incluso mezquinos (como lo es la mayoría de las veces nuestra vida cotidiana). Pero, aunque no sacudan al mundo, algo hay que conmueven, aunque sólo sea a nosotros mismos.

Si en el campo de la pobreza es difícil establecer normas generales de comportamiento, resulta, en cambio, útil intercambiar experiencias. Las experiencias de otros pueden darnos el empujón para que demos, a nuestra vez, los primeros pasos y los continuemos luego.

De la carta de un ordenando a sus padres y amigos (con ocasión de su inminente primera misa): «Expresar deseos en cuanto a regalos no es tan sencillo. La verdad es que no me falta nada. Al contrario, quisiera que todos lo pasaran tan bien como yo. He aquí, pues, mi propuesta: quien tenga intención de hacerme un regalo, podría ingresar lo que piense gastar en esta cuenta...».

«He empezado a experimentar que, paradójicamente, el menos es a veces más (por ejemplo, más libertad para cosas de mayor importancia), y quisiera seguir andando este camino. Por eso, quien acepte mi propuesta mata dos pájaros de un tiro: por un lado, a mí personalmente me hace el regalo de un poco de libertad y me muestra su afecto intentando comprender este ruego mío. Y, por otro, hace algo necesario por la causa de nuestra fe común allí donde ésta amenaza muchas veces con frustrarse, debido a la miseria material».

De los compromisos asumidos por un grupo de obispos participantes en el Concilio Vaticano II:

«—Intentaremos vivir conforme al nivel de vida ordinario de nuestra población en lo tocante a habitación, comida, medios de locomoción y todo lo demás...

—Renunciaremos para siempre a la apariencia y a la realidad de riquezas, especialmente en los vestidos (telas caras, colores vistosos), en insignias de material precioso (de hecho, tales signos han de ser evangélicos)...

—Recusamos el ser llamados de palabra o por escrito con nombres o títulos que signifiquen grandeza y poder (eminencia, excelencia, monseñor)...

—En nuestros comportamientos y relaciones sociales evitaremos cuanto pueda parecer dar privilegios... a los ricos y los poderosos.

—Daremos lo que sea necesario de nuestro tiempo, de nuestras reflexiones, de nuestro corazón, de nuestros medios, etc., al servicio apostólico y pastoral de personas y grupos de trabajadores y de económicamente débiles y subdesarrollados, sin que ello suponga detrimento para las demás personas y grupos de la diócesis...

—Haremos todo lo posible para que los responsables del gobierno y de los servicios públicos de nuestros países decidan y apliquen las leyes, estructuras e instituciones sociales necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico y total del hombre en su totalidad... ».12

12 «Trece compromisos de un grupo de obispos anónimos participantes en el Concilio Vaticano II», en Concilium 124 (1977), pp. 133 s.

El obispo Hemmerle, en carta dirigida a los sacerdotes de la diócesis de Aquisgrán sobre el tema de la pobreza, con ocasión de la Navidad de 1979, anima al intercambio de experiencias:

«Sé de hermanos que apartan la misma suma que gastan en regalos, libros, vacaciones, 'hobbies', etcétera, y la destinan a proyectos pastorales o de desarrollo, a grupos marginados, a hermanos en necesidad.

En este campo es importante actuar con armonía.

Conozco un grupo de obispos del Tercer Mundo, algunos de los cuales no disponen ni siquiera de lo necesario para vivir, mientras que otros, aun siendo pobres, ahorran todavía algo. Todos ellos se han dicho: intercambio de bienes significa compartir tanto lo superfluo como la indigencia. De este modo se crea una cierta igualdad.

Otro grupo de hermanos se comporta así: prevén los gastos seguros o probables, añadiendo un margen de oscilación que se financia en común. El resto se ingresa en una cuenta común y se destina a sacerdotes del Tercer Mundo...

No se trata únicamente de ahorrar dinero, si bien no es posible vivir el seguimiento ignorando la cartera y la cuenta bancaria. Hay cosas igualmente importantes...

Por ejemplo, las cosas que uno posee. ¿He de conservar todo lo que me pertenece? ¿No hay situaciones en las que yo no necesito el coche de gran cilindrada que, en cambio, necesitaría otro compañero? ¿Hasta qué punto poner a disposición de otros esos bienes que tanto aprecio, aun a riesgo de que me los estropeen?

O la vivienda y el mobiliario. ¿Vivimos de modo que el huésped que llega hasta nosotros se sienta acogido como el propio Cristo, conforme al antiguo uso cristiano? Aquí no juega un papel sólo la hospitalidad, aun siendo importante, sino otra cosa: el pobre que entra en nuestra casa, ¿se siente tal vez humillado? El que llega a visitarnos, ¿se siente cómodo, entabla gustoso un diálogo como consecuencia, también, de la atmósfera que le rodea?...».

La pobreza no puede prescribirse. Cada cual ha de encontrar su propio camino. Cuantas menos normas estrictas de comportamiento existan, más necesario se hace el diálogo, posiblemente con interlocutores (amigos) críticos que nos ayuden a descubrir nuestras faltas. Muchos, por desgracia, se limitan a confirmar nuestra conducta aunque sólo sea para no poner en cuestión su propio comportamiento.

 

4. NOTAS

Del «Diario» de Kierkegaard: «En la fastuosa iglesia del castillo entra un predicador estatal de corte, escogido por un público docto; se presenta ante un grupo elitista de notables y doctos, y predica conmovido acerca de las palabras del Apóstol: Dios ha escogido a los pequeños y a los despreciados. Y nadie ríe» 13

13 Citado por P. ROHDE en Kierkegaard. Selbstzeugnisse und Bilddokumente, Maburg 1959 (rowholts monographien 28), p. 151.

Recuerdo situaciones semejantes con ocasión de predicaciones y aun de discusiones acaloradas sobre la Iglesia de los pobres..., sentados en cómodos sillones y con una buena copa en la mano.

Y nadie se reía. Todos se ponían muy serios y estaban convencidos de que decían cosas importantes para la renovación de la Iglesia. Aquello era, en cambio, para reír, para llorar, para enrojecer...

En el momento de la consagración diaconal y sacerdotal se hace esta pregunta: «¿Estáis dispuestos a asistir a pobres y enfermos, a ayudar a prófugos e indigentes?». Respuesta: «Estoy dispuesto». ¿Qué consecuencias se siguen de esta promesa en nuestro servicio? ¿Estamos a favor de los pobres sólo «en principio» o, además, efectivamente? ¿A quiénes visitamos? ¿Quiénes son nuestros huéspedes? ¿Tenemos amigos entre los pobres o los vemos sólo en la televisión?

Hay un rabino sentado en el templo. De pronto tiene una inspiración: algo se le hace inequívocamente claro: debes ayudar a los pobres. Entonces sale del templo, se encuentra a la puerta con un pobre, se acerca a darle un abrazo y le dice: «Te amo. Dime qué te falta». A lo que responde el pobre: «¿Cómo puedes decir que me amas si no sabes lo que me falta?».

«¿Es posible gozar día tras día privilegios y no acabar un día pensando que tenemos derecho a ellos; vivir con un cierto lujo externo sin adquirir ciertos hábitos; ser honrados, adulados, tratados con formas solemnes, grandiosas, sin situarse uno moralmente en un pedestal? ¿Es posible mandar y disponer continuamente, recibir a personas en plan de solicitar algo, prontos a prodigar alabanzas, sin habituarse a no escucharles de verdad? ¿Es posible estar delante de los incensarios sin saborear un poco el perfume del incienso?».14

Kierkegaard escribe lo siguiente, a propósito de su experiencia con la Iglesia del Estado danés: « ¡Qué suerte para la poesía que el Estado no haya visto que ésta es una necesidad, hasta el punto de tener que adjudicar un poeta por cada mil habitantes. En ese caso, la poesía hubiera sido condenada a muerte: hubiésemos tenido empleados poetas que habrían superado las pruebas debidas, y la gente estaría tan harta de sus constantes chácharas poéticas que no se encontraría ya en condiciones de prestar atención al que es poeta por vocación».

«Lo mismo ocurre con el cristianismo. El Estado determina soberanamente 1.000 empleados que han superado las pruebas... y el cristianismo termina en cháchara» 15 ¿Qué significa, respecto de la predicación, el hecho de que se nos pague por ella? Corremos un gran peligro haciéndonosla pagar: el de especular con ella y «mercantilizar» la palabra de Dios (2 Cor 2, 17). ¿Qué nos mueve: el estipendio o el Evangelio?

14. Y: M-CONGAR, Für cine dienende und arme Kirche, Mainz 1965, p. 81.
15. S. KIERKEGAARD, Die Tagebücher IV, Düsseldorf/ Küln 1970, p. 227.

Nada caracteriza mejor nuestra situación que la falta de pasión. Siempre encontramos un motivo para no ser radicales. En la indulgencia para con nosotros mismos no conocemos límites. Y al final, ¿qué queda? Una fe sin escándalo, una «religión de facilidad» (G. Büchner, en «Leonce und Lena»). «No recorrió ni el camino ancho, ancho, ni el estrecho, estrecho, hacia la eternidad, sino una vía media hecha de oración frecuente y buena mesa, una vía que podríamos definir religioso-principesca» (G. Ch. Lichtenberg, «Aphorismen»).

¿Cómo reaccionaríamos si alguien (después, por ejemplo, de una charla sobre el evangelio del joven rico) viniese hasta nosotros y nos dijese que quería desprenderse de todo lo que tiene? ¿Le diríamos: «Eso es imposible, tienes que pensar en tu futuro, adónde vas a parar si no»? ¿O le diríamos más bien: « ¡Sean dadas gracias a Dios! »? ¿Animamos a la gente joven a atreverse, o más bien atenuamos los movimientos inusuales del Espíritu para no dar salida a la llama?

No es cosa simple vivir con simplicidad.

Es un dato histórico: hubo jóvenes que no fueron admitidas a pronunciar el voto de pobreza por no ser suficientemente ricas, porque «no llevaban una dote» suficiente. ¿Cómo conciliar estas dos cosas: Congregaciones religiosas ricas y religiosos pobres?

Palabras de una madre rica de un candidato al sacerdocio: «Si mi hijo ha de vivir célibe, que al menos no le falte el dinero». No hay una «pasión por Dios» por sectores. La entrega es indivisible.

El bienestar de la Iglesia puede producir frutos grotescos. A veces se gastan sumas considerables para que pueda vivir uno «en sencillez» y en «pobreza», etiquetas que precisamente aquí están fuera de lugar, ya que una pobreza que cuesta mucho dinero no merece tal nombre. La pobreza consiste, en primer lugar, en contentarse con las posibilidades que hay. Lo mismo que tenemos que aceptar nuestras limitaciones, tenemos que aceptar los límites de la situación real.

Las cosas que nos pertenecen, ¿hasta qué punto son accesibles a los demás? ¿Las ponemos a su servicio (dinero, tiempo, capacidad)? ¿Qué hacemos con nuestros bienes espirituales? ¿Los consideramos «sagrados» como es sagrado Dios? Agustín piensa que, precisamente en lo que a nuestro saber religioso respecta, no podemos hablar de «propiedad»: «Porque todo lo que decimos pertenece a Dios» («De doctrina christiana» IV, 29, 62). Esto relativiza las relaciones de propiedad en el campo del saber teológico.

Nuestra conciencia es delicada en lo que a la aceptación y utilización de los «estipendios de la misa» se refiere. Lo que vale para el campo de la administración de los sacramentos, ¿no debería valer también en el campo de la predicación de la palabra de Dios? ¿Qué hay sobre la aceptación y utilización del dinero que nos corresponde por sermones y conferencias? La palabra de Dios no es «propiedad» nuestra, exactamente lo mismo que el sacramento. La Iglesia antigua tenía un criterio valiosísimo para el discernimiento de los espíritus (de los verdaderos y falsos profetas): ¿aceptan o no dinero por su predicación?

¿Hasta qué punto nos son «sagradas» las cosas que tenemos? El arañazo en el coche ¿es más importante que la persona a la que afrentamos por ello?

Tiempo y pobreza van unidos. El tiempo es dinero, dice un proverbio. Hay quienes no saben qué hacer con su tiempo. Lo «pasan» o lo «matan». Muchas personas no tienen tiempo para los demás, sólo quieren obtener un beneficio. « ¡No tengo tiempo! », repiten con aire frío y distante.

Podríamos perder algo de tiempo unos por otros y hacer obsequio de él también a otras personas. ¿Tenemos tiempo o es el tiempo el que nos posee? ¿Somos capaces de dar un poco?

Una noche, mientras dormían los hermanos —en el período inicial, cuando Francisco vivía con ellos en Rivotorto—, uno de ellos se puso de pronto a gritar: « ¡Me muero, me muero! ». Se despertaron todos asustados y maravillados. San Francisco se levantó y dijo: «Levantaos, hermanos, y encended la luz». Y, una vez encendida, añadió: «¿Quién ha gritado: Me muero?». El interesado respondió: «He sido yo». «¿Qué te ocurre, hermano, que quieres morirte?». «Me muero de hambre». Entonces San Francisco hizo que preparasen la mesa y, como persona inteligente y afectuosa que era, comió con él para que no se avergonzara de comer solo. Más aún, con el deseo comieron incluso los demás. Y luego, una vez que hubieron acabado, les dijo: «Hermanos míos, cada cual ha de tener en cuenta su naturaleza. Uno se las arregla comiendo menos que los demás, pero no por eso quien necesite comer más ha de seguir su ejemplo, sino que ha de tener en cuenta su propia naturaleza y proporcionar al cuerpo lo necesario para que pueda servir al espíritu. Dios, de hecho, quiere misericordia y no sacrificios exteriores».

«Con misericordia divina Cristo ama a todos por igual, llama a ricos y a pobres a su reino.

Nosotros somos hermanos unos de otros y nadie nos es extraño: un solo cuerpo y muchos miembros en Cristo nuestro Señor».

Son palabras que nos caen bien a nosotros, los ricos. En ese caso, no tendríamos necesidad de cambiar nada, todo puede seguir como está. Pero el Evangelio habla otro lenguaje. No es neutral frente a ricos y pobres. No cancela las diferencias en favor de una cómoda unidad: «Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes; a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Le 1, 52 s.).

El poseer puede ampliar el espacio de la libertad. Pero es mayor el peligro de que haga prisioneros, en tanto que la pobreza demuestra una mayor afinidad con la libertad: «Existen también pobres que tienen un alma de ricos: piensan en coger y no saben dar. Puede también ocurrir, a la inversa, que haya ricos con alma de pobres, pero es casi un milagro» 16

16 Y.-M-CONGAR, «La pobreza como acto de fe», en Concilium 124 (1977), p. 127.

Un cínico, disfrazado de filántropo, se acerca al rabino Meir y le pregunta: «Si vuestro Dios ama a los pobres, ¿por qué no se ocupa de ellos?» A lo que respondió el rabino: «Para que nosotros, gracias a ellos, nos salvemos del infierno».

«No le das al pobre algo de lo tuyo; le das sólo de lo suyo. Te has apropiado, en efecto, de cosas que fueron dadas para el uso de todos. La tierra pertenece a todos y no sólo a los ricos» (Ambrosio, PL 14, 744).

«El Reino de Dios no es indiferente a los precios del comercio mundial» (R. Spaemann, en una comunicación para el Sínodo de Würzburg).

«Si una sociedad libre no tiene nada que dar a los muchos que son pobres, tampoco podrá salvar a los pocos que son ricos» (John F. Kennedy).

Se acercó un alumno a un rabino y le preguntó qué era la fe; el rabino le condujo hasta una ventana y le dijo: «¿Qué ves?». Respondió el alumno: «Hombres, casas, árboles...». El rabino le llevó entonces a mirarse delante de un espejo y le preguntó: «¿Qué ves ahora?». Respondió el alumno: «Ahora me veo a mí. «Así es», concluyó el rabino, «si respetas tu vida tal como es, ves a través de ella todo el mundo y extiendes la mirada hasta el creador; pero si el vidrio no es suficiente para ti y le pones un poco de plata, te ves sólo a ti mismo».

La fe nos dice que delante de Dios podemos ser pobres, transparentes como el cristal, y que no necesitamos la plata para ser algo.

El «milagro de nuestras manos vacías» (G. Bernanos): «En la tarde de mi vida compareceré con las manos vacías delante de Ti, porque no deseo que Tú, Señor, enumeres mis obras. Toda nuestra justicia es como una mancha a tus ojos» (Teresa de Lisieux).

«Quien deja todas las cosas recibirá el céntuplo a cambio. Pero el que mira al céntuplo no recibirá nada, porque no lo deja todo, sino que quiere el céntuplo» 17

«El que es pobre con alegría por amor de Dios conoce los misterios de Dios mejor que el doctor más sabio del mundo» (Alberto Magno).

El rabino Pinchas, de Korez, habiendo llegado a maestro contra su voluntad, decía: «Todo lo que sé lo he aprendido cuando me sentaba en la última fila, cerca del hogar, lejos de las miradas; ahora ocupo un puesto honorífico y no comprendo nada».
El ayunante del relato homónimo de Kafka,18 es

17 MEISTER ECKHART, «Predigt 48», según (J. Quint, ed.), Deutsche Predigten und Traktate, München 19774, p. 379.
18 F. KAFKA, Siimtliche Erzdhlungen, Frankfurt a.M. 1970, pp. 163-171.

una figura singular. Tuvo su momento, pero ahora ha pasado. El hambre ya no es interesante. Ha sobrevenido el bienestar. La muchedumbre pasa delante de él sin prestarle atención, para dirigirse a ver los animales del circo cuya libertad depende de su estómago... Todos le olvidan. Pasado mucho tiempo, le encuentran por casualidad, durante la limpieza. El continúa ayunando. ¿Por qué? «Porque tengo que ayunar, no me queda más remedio», responde... « ¿Y por qué no te queda más remedio?». «Porque», replica levantando un poco la cabeza y adelantando sus labios, como para besar, hacia el oído del vigilante, para que éste no pierda ni una palabra, «no he logrado dar con el alimento que me gusta. Si lo hubiera encontrado, créeme, no me habría quejado y habría comido hasta saciarme, lo mismo que tú y que los demás».

El ayunante es coherente. No se alimenta de sucedáneos, ni aplaca su sed con bebidas de «rebajas». El alimento que le gusta no es necesariamente el que todos quieren. Su gusto no es sobornable.

El gusto aquí no es sólo una categoría ascética, sino que alude al centro del hombre, a su conciencia, eso que le obliga a ser exigente, que le impulsa a soportar el hambre y la sed con un ánimo lleno de esperanzas, antes que dejarse embriagar y oprimir por banalidades. Si se perdiera ese gusto, todo estaría perdido.

Podemos ver la pobreza como expresión de la fe, esperanza y caridad. Es, en primer lugar, signo de la fe, que se confía a Dios por completo. Es señal de la esperanza, que no se sacia con las cosas presentes («En todo existe algo de demasiado poco», 1. Bachmann). Es expresión de la caridad, que se da sencillamente a sí misma.

Aquel que, en la pobreza ante Dios, acepta las limitaciones de su propia existencia, deja que también el otro sea lo que es. Desaparecen entonces esos aires de superioridad de quien cree saber cómo debe ser el otro: «Aquí estoy yo y hago a las personas a mi imagen...». La pobreza ante Dios sabe que la única cosa decisiva no es «factible», sino únicamente esperable, tanto para sí como para los demás. Es obvio que el amor puede ampliar el espacio en que se da ese proceso.

El obispo de Asís le dijo a Francisco: «Vuestra vida me parece dura; no poseer ninguna cosa terrena es algo difícil». Francisco le respondió: «Señor, si poseyéramos algo, a continuación habríamos de tener además armas para defenderlo. De ahí brotan de hecho todos los litigios y las luchas, que obstaculizan el amor. Por eso no queremos tener nada». El poseer no sólo ofrece los medios para armarse, sino que tiende evidentemente, por su propia naturaleza, a defenderse. El estímulo que incita a armarse es el miedo a poder perder algo. En cambio, donde abunda la confianza se vienen abajo muros y barreras.

La tensión entre teología de la encarnación y teología de la cruz no queda eliminada. Se manifiesta concretamente en la tensión entre arte y pobreza. ¿Qué sucede cuando la cruz (el madero ignominioso) se convierte en arte?