1. El camino del pueblo de Dios
en un mundo secularizado

 

En estos últimos años, los estudiantes de teología que se preparan al sacerdocio experimentan un sentimiento de perplejidad que antes no experimentaban, por lo menos no de ese modo. Es una perplejidad que no proviene de la individualidad de cada cual, sino que «está en el ambiente». A partir aproximadamente de 1968, había dos problemas que originaban perplejidades: la Iglesia en cuanto institución y el celibato, que siguen siendo hoy fuente de inquietud; pero ahora salta claramente a primer plano una nueva perplejidad: la cada vez más acusada y perceptible deseclesialización y descristianización de nuestra sociedad, la inquietante «evaporación» del cristianismo aun en regiones sólidamente católicas en otros tiempos. «¿Qué hacemos? ¿No está sencillamente desapareciendo el cristianismo?».

Esta perplejidad, fruto de un sobrio sentido de la realidad, asalta, según mi experiencia, sobre todo a los estudiantes atentos, vitales. Es verdad que todavía no he encontrado a nadie que haya abandonado por esto el camino del sacerdocio, pero este diagnóstico de nuestro tiempo encierra algo muy deprimente. En la generación, sobre todo, de sacerdotes ordenados hace unos treinta años encuentro esta misma inquietud, aunque con otras formas. El párroco, por ejemplo, de una pequeña ciudad me decía: «He trabajado veinte años en mi parroquia sin cuidar de mí, y ahora caigo en la cuenta con espanto de que la conciencia cristiana se va debilitando año tras año y la fe parece disiparse. En las charlas de preparación para el bautismo o para el matrimonio descubro que hay quienes ni siquiera conocen ya a Jesucristo, por no hablar de la vida sacramental. En los últimos treinta años, la asistencia dominical a la iglesia ha quedado en la mitad. Sólo el 34 % la frecuenta, y de los que están entre los 25 a los 40 años sólo un 10 %».

Y no se trata únicamente de una descristianización mensurable. Karl Rahner escribe: «La mayor parte de los ateos de hoy día, tanto en Oriente como en Occidente, son personas para las que la cuestión de Dios no constituye un problema que los inquiete, que los atormente realmente. Es la experiencia misma de la inevitabilidad existencial del problema de Dios lo que hay que despertar previamente».1

1. K. RAHNER, «Kirche und Atheismus», en Stimmen der Zeit 106 (1981), p. 6.

¿Cómo puede la Iglesia, cómo puede el cristiano creyente recorrer su camino a través de este mundo que va secularizándose progresivamente? Volvamos a un punto de partida en el que nos será posible reconocer con increíble y aun quizá turbadora claridad, algo del diseño y del proyecto de Dios sobre ese camino.

Si a un judío creyente, instruido en la historia de su pueblo, le hacemos la siguiente pregunta: « ¿Cuál es la fecha más importante de la historia judía tras la conquista de la tierra prometida?», probablemente nos responderá así: «El año 586 a. C. El viernes santo de Israel»2

Habla la Biblia de aquel acontecimiento en un dramático capítulo (2 Re 25). Tras dos años de asedio, la ciudad de Jerusalén, reducida al hambre, se vio asaltada por las tropas de Nabucodonosor, rey de Babilonia. El rey judío, Sedecías, trata de huir durante la noche con sus hijos y un puñado de soldados, pero le dan alcance en las estepas de Jericó y le conducen ante el rey de Babilonia: «Los hijos de Sedecías fueron degollados a su vista, y a Sedecías le sacó los ojos, le encadenó y le llevó a Babilonia» (2 Re 25, 7). Jerusalén fue saqueada y destruida; los babilonios «incendiaron el templo» (25, 9) «Nebuzaradán, jefe de la guardia, deportó al resto del pueblo que quedaba en la ciudad» (25, 11); los sacerdotes y la clase dirigente acabaron de la siguiente manera: «El rey de Babilonia los hirió haciéndoles morir en Riblá en el país de Jamat» (25, 21).

¡Así concluía la monarquía davídica! Aquello tuvo que ser una experiencia impresionante para los judíos creyentes. En una ocasión había prometido Dios al rey David, trono de la casa real de Judá: «Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza... Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme eternamente» (2 Sam 7, 12.16). ¡Y ahora acaba la monarquía davídica de una forma tan espantosa, con Sedecías!

2 Para todo cuanto sigue, cf. R. MOSIS, «Das Babylonische Exil Israels in der Sicht christlicher Exegese», en Exil - Diaspora - Rückkehr, Düsseldorf 1978.

Dios había dicho a su pueblo: «Tú eres un pueblo consagrado a Yahvé tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra. No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha ligado Yahvé a vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Yahvé con mano fuerte y os ha librado de la casa de la servidumbre, del poder de Faraón, rey de Egipto. Has de saber, pues, que Yahvé tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman...» (Dt 7, 6-9). ¡Y ahora este pueblo se ve arrastrado a la esclavitud!

Acerca del templo, Dios había dicho que sobre él aletearía su gloria (1 Re 8, 16), y ahora sucede algo increíble: «La gloria del Señor salió de sobre el umbral del templo y se posó sobre los querubines. Los querubines, al partir, desplegaron sus alas y se elevaron del suelo ante mis ojos... y se detuvieron a la entrada del pórtico oriental del templo, mientras la gloria del Dios de Israel estaba encima de ellos... Y la gloria del Señor se elevó de en medio de la ciudad»: así escribe el profeta Ezequiel, que vivió aquel destierro. Aquello fue el viernes santo de Israel: «La gloria del Señor se elevó de en medio de la ciudad»: un desconcierto total para los creyentes de entonces, lo mismo que, siglos más tarde, lo sería para los discípulos el viernes santo de Jesús. ¡Experiencia de la catástrofe total de la fe!

Pero he aquí que el profeta Jeremías, testigo del final de Jerusalén, se siente obligado a proclamar que esa catástrofe tiene algo que ver con Dios: «Esto dice Yahvé: Mira que lo que edifiqué, yo lo derribo, y aquello que planté, yo lo arranco» (Jer 45, 4).

La senda de la historia que Israel fue recorriendo a partir del rey David, se había ido alejando cada vez más del «proyecto» de Dios para ir convirtiéndose en un proyecto autónomo. Israel, como propiedad querida de Dios, debería haber confiado de forma radical únicamente en la fidelidad de Dios a la alianza. Por el contrario, había venido a ser un pueblo entre los demás pueblos, había recorrido la senda de la fuerza, había practicado una política de alianzas en orden a garantizar su seguridad propia; ya no confiaba únicamente en la alianza con Dios («Si no os afirmáis en mí, no seréis firmes»: (Is 7, 9); iba siguiendo cada vez más el camino de su propio poder autónomo. Los profetas proclaman infatigablemente el plan de Dios, que es distinto del de su pueblo. Dios no secunda el plan de su pueblo, que acaba así en la catástrofe del 586. El profeta Ezequiel, que se ve arrastrado al destierro de Babilonia, recibe la orden de anunciar en términos diáfanos el final de aquel plan autónomo: « ¡Se acabó! Se acerca el fin sobre los cuatro extremos del país» (Ez 7, 2-3). Y añade: «Se acerca el fin, el fin se acerca a ti, es ya inminente» (Ez 7, 6).

¡Y al mismo tiempo se señala un comienzo! En medio de esta catástrofe, hay un profeta que eleva su voz en Babilonia. Ignoramos su nombre; los biblistas le llaman el Déutero-Isaías, uno de los más grandes profetas. Y anuncia en términos completamente nuevos dónde está el punto de partida del plan de Dios: no en un escenario de fuerza, sino de impotencia! Proclama los cantos del Siervo de Dios, y en el cuarto y último de ellos dice: «He aquí mi Siervo... Muchos se asombraron de él, pues tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre ni su apariencia era humana ...No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo, eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca. Tras arresto y juicio fue arrebatado, y de su causa ¿quién se preocupa? Fue arrancado de la tierra de los vivos; por nuestras rebeldías fue entregado a la muerte y se puso su sepultura entre los malvados y con los ricos su tumba, por más que no hizo atropello ni hubo engaño en su boca. Mas plugo a Yahvé quebrantarle con dolencias. Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yahvé se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su alma, verá la luz». (Is 52, 13-53, 11).

Dentro de la perspectiva profética, ese siervo es, en primer lugar, el pueblo de Israel, y en el último análisis el Mesías.

Los cantos del Siervo de Dios, compuestos durante la catástrofe de Israel, proclaman que Dios no lleva a cabo su plan en medio de un despliegue de fuerza, sino en la debilidad. Sólo El proporciona la salvación a su Siervo, en favor de muchos.

Ya Israel, en sus más antiguos himnos, había cantado así de Dios:

¡Un guerrero Yahvé,
Yahvé es su nombre!
Los carros de Faraón y sus soldados precipitó en el mar.
La flor de sus guerreros tragó el mar de las Cañas; cubriólos el abismo,
hasta el fondo cayeron como piedras.
Tu diestra, Yahvé, relumbra por su fuerza;
tu diestra, Yahvé, aplasta al enemigo.
En tu gloria inmensa
derribas tus contrarios,
desatas tu furor y los derribas como paja.
Al soplo de tu ira se apiñaron las aguas,
se irguieron las olas como un dique,
los abismos cuajaron en el corazón del mar.
Dijo el enemigo: «Marcharé a su alcance,
repartiré despojos,
se saciará mi alma,
sacaré mi espada y los despojará mi mano».
Mandaste tu soplo, cubriólos el mar;
se hundieron como plomo en las temibles aguas.
¿Quién como tú, Yahvé, entre los dioses?
¿Quién como tú, glorioso en santidad,
terrible en prodigios, autor de maravillas?
Tendiste tu diestra y los tragó la tierra...».

(Ex 15, 3-12).

¡Pero ahora, en el 586, Israel ha de volver a ir a la escuela y aprender que Dios es distinto! ¡El Dios que precipitó en el mar caballo y caballero pasa a ser el Dios que muere en cruz en su siervo, y se convierte así en el Salvador! El centro del plan de Dios es el Corazón traspasado del Crucificado, la impotencia del amor crucificado. Cuando hayan acabado todos los destierros, el centro de la nueva Jerusalén no será un templo, una «maravilla del mundo», como el de Herodes, sino el Cordero sacrificado, ¡el Corazón traspasado!

Los piadosos de Israel intuyeron en aquellos años que el camino de Dios con su pueblo, en medio de los otros pueblos y a través de la historia, habría de ser un camino de impotencia y, al mismo tiempo, de representación vicaria en favor de otros pueblos: el camino de la perfecta confianza en El. De entonces data una nueva forma de existir para Israel: «Esa existencia en calidad de extranjero y meteco, como minoría en la dispersión, es la forma de existencia introducida por el destierro babilónico para Israel» (R. Mosis). Se abre camino una nueva comprensión de la vocación que Dios ha reservado a su pueblo entre los pueblos: «Vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos...; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa». (Ex 19, 5-6). Un pueblo, pues, que en medio de su pequeñez e impotencia, en su calidad de siervo amado y elegido de Dios, practica la verdadera adoración a Dios entre los pueblos, confiando solamente en él, el Dios fiel de la alianza, y lo hace en representación de los demás; un pueblo que asume el servicio de la alabanza hasta tanto «la tierra esté llena del conocimiento de Yahvé, como llenan las aguas el mar». (Is 11, 9).

Así es como interpretó su vocación durante los primeros siglos la cristiandad, el pueblo de Dios salido de Israel. El apóstol Santiago dirige su carta «a las doce tribus dispersas por el mundo» (1, 1), al igual que el autor de la primera carta de Pedro: «A los elegidos, que viven como extranjeros en la dispersión» (1, 1).

En tiempos de opresión, los cristianos de Roma denominaron «statio» al culto divino, para cuya celebración se reunían. El término, de origen militar, significaba: Permanecer vigilantes, despiertos. Sabían que debían ser el siervo fiel en representación de todos, el siervo fiel que aguardaba vigilante la llegada del Señor; sabían que, en su calidad de pueblo sacerdotal y regio, tenían el deber de asumir el servicio de representar a todos: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 Pe 2, 9).

Hay un documento del siglo tercero, la Carta a Diogneto, que refleja de una forma insólita esa autoconciencia cristiana: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su país ni por su lenguaje ni por sus costumbres. Porque no moran en ciudades propias, ni usan un lenguaje distinto, ni viven de un modo extraordinario... Pero, aunque viven en las ciudades de los griegos y de los bárbaros, según le ha correspondido a cada uno de ellos, y siguen las costumbres locales en el vestir y el comer y en otros menesteres de la vida, resulta asombrosa la naturaleza de su ciudadanía, que ellos manifiestan públicamente y que desmiente a ojos vistas lo que de ellos podía esperarse. Viven en sus propios países, pero como transeúntes; soportan todas las cargas como ciudadanos, pero sufren todas las penalidades como extranjeros. Cada país extranjero es una patria para ellos, y cada patria les es un país extranjero... Obedecen las leyes instituidas y van más allá de las leyes en su propia vida. Aman a todos y por todos son perseguidos... En una palabra, como el alma está en el cuerpo, así los cristianos están en el mundo. El alma se difunde por todos los miembros del cuerpo, y los cristianos por todas las ciudades del mundo. El alma, es verdad, habita en el cuerpo, pero no es del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma está encerrada en el cuerpo, y sin embargo sostiene al cuerpo; así también los cristianos están en el mundo como en una cárcel, y sin embargo sostienen el mundo... Así es de elevada la misión que Dios les ha señalado, y no les está permitido rehuirla».

Pensemos, a la luz de estas reflexiones, en el camino de la cristiandad, en el camino recorrido por la Iglesia a través de los siglos de la historia occidental desde Constantino, pensemos en algunos métodos de cristianización: ¿eran caminos previstos en el plan de Dios?

Pensemos, asimismo, en el camino de los santos, por ejemplo el de un San Francisco. A pesar de todos los disfraces del poder, los santos redescubren constantemente en el Espíritu el plan de Dios y lo muestran a la luz con su vida; hacen posible, por así decirlo, la fidelidad de Dios en la historia de la Iglesia.

Pensemos también en los signos actuales, todavía débiles y tímidos que de algún modo dejan entrever cómo nuevamente se está tomando conciencia del plan de Dios acerca del camino de la Iglesia, empezando por el papa, que no se deja ya «entronizar», hasta el reconocimiento cada vez más acuciante de que el puesto de la Iglesia está ante todo al lado de los pequeños y los desheredados.

La forma de existir de Israel después de Babilonia fue la diáspora. ¿Cuál será el camino del pueblo cristiano en medio de un mundo que va secularizándose progresivamente? ¿Será una diáspora, en el sentido de que por todas partes se forman pequeñas células de fe viva en medio de ese mundo secularizado? ¿Serán células germinales de lo que deberá llegar, del mundo futuro?

El camino de la Iglesia a través de un mundo secularizado no podrá ser el de la alianza con el poder, el de la acomodación al mundo, sino que necesariamente constituirá a menudo una provocación para el mundo. Eso nos dice el plan de Dios, que empezó a adquirir sus primeros contornos en los cantos del Siervo.

«La primera labor de la Iglesia en la sociedad moderna consistirá en aceptar su status de minoría y de influencia relativa... y, consecuentemente, en seguir siendo valientemente ella misma en ese status. La Iglesia debe ser ella misma en medio de un mundo que muy a menudo no la comprende... No ha de decir lo que ya todo el mundo sabe, sino que ha de proclamar, con su existencia y con las formas de vida que esa existencia lleva consigo, todo aquello que el mundo no dice y que en su actual condición no puede decir» .3

Precisamente por el contraste que supone, Israel se convierte en la señal para los pueblos. Con frecuencia, el individuo ni siquiera percibe de qué forma contribuye él a la transformación escatológica de la humanidad al vivir esta vocación del pueblo de Dios junto con los demás.

Sobre este fondo es como debemos contemplar los consejos evangélicos. A pesar de toda la miseria y de la humana fragilidad, constituyen la siempre renovada tentativa de acercarnos al plan de Dios y de dirigir hacia ese plan nuestras miradas; la tentativa de avivar y testimoniar la fe en la paradoja de Dios, en el hecho de que la impotencia del amor crucificado es la salvación del mundo; la fe en el hecho de que los caminos de Dios prevén que uno deje su propio plan y confíe radicalmente en Su acción y Su fidelidad, que dan la salvación.

3 B. WELTE, Die Würde des Menschen und die Religion, Frankfurt a.M. 1977.

Sabremos caminar a través de un mundo secularizado, con fe y confianza, sólo si nuestra mirada es libre, sólo si no perdemos el sentido de la perspectiva, sólo si sabemos percibir el fondo último del mundo: el Corazón traspasado, la fuente de nuestra nueva vida; sólo si mantenemos la memoria de ese centro de nuestro origen, del cual ha brotado la nueva familia, la Iglesia, el mundo futuro, la Jerusalén celestial.

Naamán el sirio, tras haber quedado curado de la lepra en el Jordán, le pidió al profeta Eliseo le dejase cargar la tierra de aquel sitio en que había sanado, para cuyo transporte harían falta dos mulos, y llevarla consigo al mundo pagano. Quería recordar durante su camino a través del mundo pagano el lugar en que había recibido la nueva vida. Sobre aquella tierra, aquella raíz, aquel su nuevo origen, pretendía invocar el nombre del único Dios en el país de los dioses.

Recorreremos con fe y confianza nuestro camino a través del mundo secularizado sólo si pedimos la luz interior que nos ilumine:

«Pues el mismo Dios que dijo: 'Del seno de las tinieblas brille la luz' ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4, 6).

Recorreremos con fe y confianza nuestro camino a través del mundo secularizado sólo si mantenemos fija la mirada en su venida, ¡como el siervo en vela y las vírgenes prudentes!

Silja Walter, una religiosa benedictina, ha escrito una oración a la que ha dado este título: «Oración del monasterio a orillas de la ciudad».' Pero

4 En Das Kloster am Rande der Stadt, Vg. Die Arche, Zürich 19812.

también podríamos darle otro: oración de los cristianos en medio de un mundo secularizado:

«Alguien debe estar en casa,
Señor,
cuando tú llegues.

Alguien ha de esperarte
abajo, en el río,
delante de la ciudad.

Alguien ha de tener
la mirada vuelta a ti
día y noche.

Porque ¿quién sabe cuándo vienes?

Señor,
alguien ha de verte llegar
por entre las rejas
de su casa,
por entre las rejas.

Por entre las rejas de tus palabras,
de tus obras,
por entre las rejas de la historia,
por entre las rejas de los acontecimientos
siempre actuales, siempre de hoy
en el mundo.

Alguien ha de velar
abajo, en el puente,
para anunciar tu llegada,
Señor,
ya que llegas en la noche
como un ladrón.

Velar es nuestra tarea,
velar.
Y hacerlo por el mundo.
Tantas veces está tan desatento...
vaga por las afueras,
ni de noche siquiera
vuelve a casa.

¿Se pone a pensar jamás
en que tú llegas,
en que eres su Señor
y en que vienes ciertamente?

Alguien ha de creerlo,
y estar en casa a medianoche
para abrirte la puerta
y permitir que entres,
vengas de donde vengas.

Señor,
por la puerta de mi celda
vienes al mundo,
a través de mi corazón
llegas al hombre.
¿Qué otra cosa crees que hacemos?

Nosotras permanecemos porque creemos.
Para creer y permanecer estamos aquí,
fuera,
a orillas de la ciudad.

Señor,
alguien ha de soportarte,
tolerarte,
sin irse.
Aguantar tu ausencia
sin dudar
de tu venida.

Aguantar tu silencio
y aun así, cantar.
Compartir tu pasión y tu muerte,
y vivir de ellas.
Alguien ha de hacer esto siempre
con todos los otros.
Y por ellos.

Y alguien ha de cantar,
Señor,
cuando tú llegues,
ese es nuestro quehacer:
verte llegar, y cantar.
Porque eres Dios.
Porque haces unos prodigios
que ningún otro hace, fuera de ti.

Y porque eres formidable
y maravilloso como ninguno.

¡Ven, Señor!
Detrás de nuestros muros,
río abajo,
te espera
la ciudad.
Amén.

Cuando el cristiano intenta recorrer así su propio camino, puede ocurrirle que experimente por un momento la certeza de la fe: ¡el futuro está ya de forma misteriosa aquí! ¡Ya está presente! «Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial; y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos; y a Dios, juez universal; y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación; y Jesús, mediador de una nueva Alianza; y a la aspersión purificadora de una sangre más elocuente que la de Abel» (Heb 12, 22-24).