Orar como el Hijo Orar como Hijos ¡Upa papá! Elevaciones al Padre Nuestro
Autor: P. Horacio Bojorge

Capítulo 9: Epílogo. ¡Upa Papá! Una historia de gracia


Este epílogo quiere ser una efusión testimonial, para gloria de la obra del Padre. Las predicaciones y publicaciones acerca del Sermón de la Montaña, de las Bienaventuranzas y el Padre Nuestro, son el resultado de una historia de gracias a través de muchas personas e instituciones.

Quiero dar testimonio aquí de algo, - difícilmente se podría darlo de todo-, de lo que estas predicaciones y publicaciones del Sermón de la Montaña y sus diversas partes, deben al camino espiritual recorrido en las Convivencias con Dios de la Comunidad de Convivencias. De toda esa historia quiero referirme aquí solamente al relativo al surgimiento y a la difusión de la invocación ¡Upa Papá! con la que he titulado estas Elevaciones a Nuestro Padre celestial.

Esta invocación surge primero como una gracia personal que manifiesta luego tener una finalidad ministerial, apostólica, evangelizadora.

Desde el 16 al 21 de Julio del 2002 participé como convivente en la Convivencia con la Santísima Trinidad, que organizó la Comunidad de Convivencias con Dios y tuvo lugar en la ciudad de Corrientes en un antiguo convento franciscano. El cuarto día de la convivencia con la Santísima Trinidad, culmina, por la noche, con una contemplación en grupo, del cielo estrellado y la naturaleza. La meditación se llama Meta del Cosmos.

Era la noche del Viernes 19 de julio. Durante esta meditación, brotó súbitamente una gracia que se había ido preparando durante los días anteriores: una súbita experiencia interior de tierna e infantil piedad filial-paterna. Esa gracia la dejé consignada parcialmente en estos términos, en la ´Carta al Padre´ escrita al día siguiente:

Corrientes, Sábado 20 de julio de 2002, (Convivencia con la Sma. Trinidad, 5º día)
Abbá, Abbinu,

Padre, Padre Nuestro:
Me asombra que el nuevo conocimiento de tu paternidad y de mi filiación haya sobrepasado tanto todo lo que antes sentía, conocía y vivía, que me parece haber vivido en la ignorancia de Ti como Padre y de mí como Hijo tuyo. Una nueva comprensión de lo que significa que seas mi Padre: que estás dándome continuamente tu Vida y que yo la estoy recibiendo en cada momento. Tú me das el ser, me haces ser y me estarás dando el ser eternamente. ¡Cuántas veces oí, medité y prediqué que Tú eres Creador perenne y que la (acción de) creación está y sigue sucediendo a cada instante!. Que Tú todo lo sostienes en el ser. Lo supe. Ahora lo entiendo mejor. Lo digo con cautela Porque aunque la actual comprensión de mi ser filial y tu ser paterno parezcan una cumbre, la experiencia me enseña, que no sólo no es insuperable, sino que ciertamente será superada y que desde otra cumbre la veré como otro momento inicial de éste que... ¿cómo diré? puede ser, se me ocurre, el comienzo de tu atraerme a Ti, pero aún no el abrazo. Si es que puede haber una abrazo que sea definitivo, y no el comienzo, solamente, de otro más profundo y estrecho, más intenso y universal”

Pocos días antes, el martes 16 de julio había escrito: “ser hijo tuyo consiste en estar como un niño delante de ti recibiéndolo todo. También las obras de este día, que tú me darás para tu gloria, pues tu gloria de Padre, emana de mi ser de hijo, del ser y de las obras que filialmente recibo, filialmente te pido y te agradezco, filialmente reconozco tuyas y te entrego. ¿Qué puedo agregar al obsequio, pues todo lo mío es tuyo, sino mi amor reconocido de hijo? ¿Qué tengo que no haya recibido de Ti? Cuanto te ofrezco es tuyo, porque Tú me lo has dado. Gracias por el amor de hijo que le puedo agregar a tus dones, don también, pero el más mío y el que más te agrada porque viene de mi libertad. Padre, hazme hijo, ahora, hoy y siempre, eternamente.

Amén, amén, amén”.

Algo de la gracia aquí pedida se me concedió pocos días después, durante la meditación “La Meta del Cosmos”, de que hablé más arriba, y cuya experiencia se refleja, aunque parcialmente, en la carta del 20 de julio que transcribí. Lo que no cuento en ella, porque por lo visto en ese momento no medía su importancia posterior, fue que durante esa meditación y como un ´fenómeno concomitante´ de la gracia interior de filialización que me seguía invadiendo en esos días, me vino a los labios, como una explosión del corazón, la expresión ¡Upa Papá!

No es sencillo discernir inmediatamente como gracia, las palabras que fluyen a los labios para expresar intensas experiencias espirituales. Más aún, cuando lo que viene a los labios y pugna por decirse, parece a primera vista una locura, o una regresión infantil, y es pasado inmediatamente por los filtros de la razón y la cordura humanas.

Estuve luchando un poco entre la irrupción de lo dado y el impulso de exclamarlo en voz alta; entre el cálculo sobre su sensatez, el temor al ridículo y la conveniencia o no de ceder al imperio de expresarlo en voz alta.

Puede haber una palabra interior que es dada solamente para uno mismo. O puede darse la palabra interior como palabra de profecía, para ser dicha y proclamada para edificación de los hermanos o para gloria y alabanza de Dios.

Discernir si se trata o no de una palabra de edificación propia o destinada a los demás, no puede hacerse a priori, sino a posteriori de haberla dicho corriendo todos los riesgos. El discernimiento viene del efecto en la comunidad y del amén de los hermanos. (No otra cosa me sucede con la inserción de este testimonio en forma de epílogo al final de estas páginas).

En el ambiente de una convivencia con la Trinidad en la que participan hermanos crecidos en las experiencias del Espíritu, y estando con ellos en un ejercicio de oración en común donde es habitual comunicarse gracias interiores, no me fue demasiado difícil arriesgarme a soltar el ¡Upa Papá! superando el bochorno y el riesgo. La palabra fue recibida con un profundo silencio.

Como si embebiera también a los hermanos que miraban al cielo. Y también embebió mi alma y pareció no haber dejado rastros en la memoria, a juzgar por la carta del día siguiente.

Terminada la Convivencia con la Trinidad, el mismo 21 de julio por la noche partí para Resistencia, donde había sido invitado a predicar la novena de San Ignacio de Loyola en la Parroquia San Francisco Javier. El tema: Sermón de la Montaña y Bienaventuranzas. Es una comunidad parroquial abonada por el trabajo de muchos años de jesuitas que han dejado profunda huella entre los fieles. Tiene una fuerte convocatoria todo lo espiritual e ignaciano, los ejercicios espirituales abiertos o cerrados. Podría decirse que es una parroquia ignaciana.

Era la segunda vez que venía a predicar la novena de San Ignacio de Loyola. Muchos fieles ya me conocían de la vez pasada cuando les había predicado sobre Vicios capitales y Virtudes.

Cada noche acudían entre 450 y 500 fieles ávidos de subir a la Montaña a escuchar de los labios de Jesús sus palabras de vida.

La buena disposición espiritual de los fieles y el fuego interior que traía de la convivencia con la Trinidad contribuían a disponer nuestros corazones a recibir ávidamente la palabra de Jesús y abría nuestra inteligencia espiritual.

Desde que predico sobre el Sermón de la Montaña y Las Bienaventuranzas, estoy habituado a que Jesús “le inspira al predicador palabras de las que el ministro de la Palabra también se admira, goza, con las que se edifica y que agradece” . Sin embargo recuerdo esa novena como la predicación del Sermón del Monte donde he recibido más fuego; luces de inteligencia de las enseñanzas de Jesús; palabras de profecía y de sabiduría para proclamarla.

Suelo decir contando esa experiencia que tanto los oyentes como yo, volábamos en el Espíritu con la palabra evangélica que inflamaba nuestro corazón. El que predica también escucha y aprovecha la palabra que se le da a predicar. Come del mismo pan que sirve.

En ese contexto alegre, fervoroso de las subidas vespertinas al Monte, a los pies de Jesús Sacramentado, no recuerdo cuál de las noches, en el entusiasmo de la predicación, sin haberlo premeditado resurgió, ofreciéndose para ser dicha, la palabra que parecía olvidada: ¡Upa Papá! Venía envuelta en la emoción espiritual del momento.

Pero inmediatamente, como suele suceder, se presentaron razones, para cuestionar la conveniencia de pronunciarla o no: la posibilidad de resultar inoportuno o ridículo, la sospecha sobre los motivos personales para decirla, la pregunta acerca de la disposición de los oyentes para recibirla...

Tiene razón San Ignacio cuando dice que es propio del mal espíritu ´inquietar con falsas razones´ (EE 315) militar contra la gracia “trayendo razones aparentes, sutilezas y asiduas falacias” (EE 329) o “traer pensamientos para que ni hable ni obre” lo que se siente movido a hacer para gloria de Dios, “trayéndole razones aparentes de vana gloria o de otra cosa” (EE 351).

Apenas cae la semilla de la Palabra en el surco, una bandada de razones se precipita para arrebatarla. El que lo ha experimentado, sabe qué verdad es.

Pero los Ángeles y el Espíritu están allí para ahuyentarlos.

Recibí el auxilio para vencer la duda y le di paso al ¡Upa Papá! que pugnaba por salir y al que no querían permitírselo tal nube de razones. Inmediatamente reconocí que era de Dios haberlo dicho. Lo vi en el rostro de muchos fieles, emocionados hasta las lágrimas.

Esta es la historia del ¡Upa Papá! Hoy estoy convencido de que se trata de una palabra de revelación y de sabiduría. Aún así la lucha interior por ponerla y mantenerla como título de este volumen también sería para contar.

Intuyo que la dificultad y la resistencia no es ante las palabras sino ante la actitud que ellas expresan. Es la misma actitud paterno filial tal como ellas la expresan, la que nos escandaliza.

Es contra ella que se levantan las razones de la civilización de la acedia.

Pero el Espíritu Santo acude en nuestra ayuda, entre otras formas y medios, a través de la confirmación que viene de los hermanos, especialmente de los más pequeños.
 

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