IV
ORACIONES

Por esta parte de nada

Por esta brecha en el ser inacabado que somos,
abierta por el lado de lo imposible
por donde tú pasas a veces;
por esta flaqueza nuestra encargada de
enseñarnos clemencia
y estas cuñas clavadas en nuestra suficiencia
que nos impiden cerrarnos y hundirnos en la deglución de nosotros mismos;
por las desigualdades del mundo en vano propuestas a las compensaciones del amor;
por este deseo de ti que fundamenta nuestra libertad y que nada calma;
por la inconmensurable distancia que nos separa de tu belleza
y de la que suponemos que os inspirará la caridad del tiempo,

¡Señor, ten piedad de nosotros!

Por la imperfección que nos dispone a la plegaria,
y por este combate espiritual,
perdido y renovado sin cesar, que nos hace hombres;
por este trecho de camino ante nosotros
en la tierra que se nos permite hacer contigo,
sin reconocerte, y que acaba, sin embargo, en Emaús,

¡Cristo, ten piedad de nosotros!

Por esta parte de nada que me vuelve ininteligible para mí y para los demás,
pero no para ti, el único que sabes mi nombre, esta nada de donde vengo,
por esta nada que es nuestra manera propia de ser infinitos
y que tanto valor nos da a tus ojos,

¡Señor, ten piedad de nosotros!

Sí, por esto y por todo aquello por lo que olvidamos darte gracias,

¡Bendito, tú, por quien todo ha sido hecho!

 

Invoco tu justicia

Dichosos los que han escogido el camino inmaculado para caminar por él en la ley.

Los que se aplican a tus instrucciones, oh Dios mío, los que ponen todo lo que tienen en practicarlas.

—La ceguera no me ayuda a ver claro,
ni a caminar derecho, sino a ir de medio lado.
Ojalá se me abriera una senda para ir
hasta el límite de tu justicia.

—Bendito sea este mandamiento que descansa en mí la mirada.

Invoco tu justicia, línea a línea, artículo por artículo. Me dedicaré a ti y tú te dedicarás a mí.

¡Oh, qué sueño tenía!, sueño y ganas de dormir.

Ahora me dices: ¡arriba!

—Retírame la alfombra del mal de debajo de los pies, crea en mí una inclinación hacia el bien.

He escogido la verdad, he aprendido las reglas de memoria.

—Me adhiero a todo rastro dejado por ti. No me confundas con otra cosa.

¿Tus mandamientos? Un trampolín bajo mis pies.

Me di cuenta, Señor, de que eras justo:
la verdad por el camino de la humillación.

—Vale la pena estar apenado
para saber cómo sabes consolar
y cómo acudes, en el examen de conciencia, con tu piedad.
El orgullo me ha hecho perder la cabeza:
hasta que me he dado de bruces en cada una de mis faltas.

¡Oh mal sagrado de la esperanza, a poco que el corazón me falle!
Ha helado en mi piel, pero el corazón resiste. ¡Cuánto tiempo, cuántos días aún!
¡Y toda esta gente que se divierte atormentándome! ¡Todas estas historias idiotas que me cuentan! Prefiero tu ley.

—Un poco más y me desvanecería como el humo. Me aferro a tus mandamientos.

Tu palabra, Señor, subsiste eternamente en el cielo, y la verdad, de generación en generación, sigue siendo verdad.

 

En el país del olvido

De día, Señor mi Dios, te llamo en mi ayuda
y de noche clamo ante ti.
Que mi oración llegue hasta ti,
presta oídos a mi clamor.

—Porque estoy saciado de desgracias,
soy como un hombre acabado,
sumergido en un piélago
en las tinieblas y los abismos.

—Objeto de deshecho.
Estoy encerrado, ya no puedo salir,
mi mirada está empañada de sufrimiento.

—Pero yo te invoco, Señor,
tiendo cada día mis manos hacia ti.
¿Se puede conocer tu amor después de la muerte,
publicar tus maravillas en el país del olvido?

Basta abrir los ojos: la creación entera gime
todavía, en el momento presente, con dolores de parto.

—También nosotros gemimos interiormente,
esperamos la adopción, la liberación de nuestro cuerpo.
En esto, oh Dios, has probado tu amor hacia nosotros:
en que Cristo ha muerto por nosotros, cuando aún éramos pecadores.

Porque somos tus hijos, ¡oh Padre!, los coherederos de tu Hijo,
si participamos de sus sufrimientos, participamos también de su gloria.

—Si tú mismo estás con nosotros,
¿quién estará contra nosotros?

—Tú que no has librado a tu propio Hijo;
sino que lo has entregado por todos,
¿cómo no vas a darnos con él todo bien, toda vida?

—Gracias te sean dadas, oh Padre,
por Nuestro Señor Jesucristo.

Todo es tuyo, por ti y para ti.
¡A ti la gloria, por siempre!

 

Polvo cotidiano

Señor, no te apartes de nosotros, porque somos pecadores. Oh Dios de los pecadores cotidianos, de los cobardes, de los vulgares: nuestras faltas no son extraordinarias, son polvo cotidiano, y tan corrientes que casi las olvidaríamos, si te olvidamos a ti, el tres veces santo, y olvidamos tu deseo de poseernos por entero. ¡Dios de los pecadores, de los tibios, de los indiferentes, ten piedad de nosotros!

Mira este corazón que sólo te da el mínimo, que no quiere gastarse en tu amor. Mira estas oraciones: te las dirigimos con parsimonia y casi a regañadientes y con frecuencia nos sentimos felices de pasar de la oración a otro tema. Considera este trabajo: es, a veces, mediocre, inspirado muy pocas veces por un amor fiel a ti. Escucha estas palabras: provienen muy pocas veces de un corazón bueno y amante que se olvida de sí mismo para servirte. ¡Ten piedad de nosotros, Dios magnánimo y amigo del hombre!

Dios Santo, tu Hijo se ha ofrecido en sacrificio por nosotros; por eso tenemos el atrevimiento de invocarte. El pagó el salario del pecador que es la muerte. Por eso no desesperamos en la vida. Veneramos el misterio que anuncia su muerte hasta que vuelva. Por el sacramento en el que está presente el Crucificado resucitado, te rogamos Padre de las misericordias: ten piedad de nosotros, según la grandeza de tu misericordia. Y nuestro corazón alabará tu bondad eternamente.

 

Sácale el jugo a mi miseria

¡Júzgame, pero sálvame como me amas!
Señor, ábreme tus manos, tus manos más profundas que la noche,
para que arroje dentro mi alma
y te entregue a escondidas el pecado más salvaje de mi corazón.

Sácale el jugo a mi miseria entre tus dedos,
como un fruto cuya pulpa estalla con fuerza.
Vengo para que me juzgues, vengo...
arranca mi raíz, ahonda mi herida,
escarba hasta el pozo ciego, donde soy verdadero.

Tus ojos aclararán los míos porque tú lo ves todo.

He colgado mi corazón en ti,
quítame la mentira.
Señor, abre tus manos para que yo me arroje en ellas
y limpia todo lo que he empañado.

Oh Dios mío, que devuelves la justicia,
sólo tú sabes lo que yo callo entre tus rodillas.
He permanecido ante ti, temblando de ser infiel.
Mi luz era vacilante y tan débil sobre el bien
y lo mismo casi sobre el mal
que salgo del secreto donde tanta sombra los mezcla
sin saber qué pecador o qué justo soy.

No sé nada de nosotros,
sino esta alegría conjunta, oh Padre mío,
entre el peligro que corro.
No conozco más que tu gracia y tiemblo:
si tú faltas, no tengo auxilio en mí.
Tengo miedo e ignoro siempre el rostro
que para vivir y morir llevo ante ti.
Pero tú, cuya mirada ensambla todas mis edades, ¡conóceme!
Tú lo puedes, tú, Dios mío, ¡conóceme!
A ti me abandono, suprema luz,
júzgame, pero ¡sálvame como me amas!

 

Tú lo has revelado

Señor,
caemos y no podemos levantarnos,
estamos paralizados,
impotentes para continuar.

Sostenidos por la fe de tu iglesia
venimos hacia ti
porque ¿quién puede perdonar los pecados sino tú?

Levántanos y cúranos
por tu misericordia,
por Jesús, nuestro hermano,
porque tú lo has levantado de la muerte,
el que vive junto a ti
para este mundo y para todos los tiempos.

Señor Dios nuestro, tú das
tu luz y tu palabra a quien las busca,
das tu reino
a los pobres y a los pecadores.

Por eso no podrás carecer de indulgencia
con nosotros.

No nos despidas con las manos vacías,
sino sácianos hoy,
en Jesucristo,
tu palabra de fidelidad,
tu luz viva en este mundo,
el pan de tu vida para nosotros.

He aquí que venimos hacia ti juntos
y no por nosotros solamente,
sino por todos los hombres que viven hoy,
que viven nuestra vida, bajo el mismo cielo;
por nuestros conciudadanos y nuestros vecinos,
nuestras amistades y nuestros conocidos, por nuestros amigos.

Tratamos también, Señor, de orar
por los que evitamos,
por todos aquellos que nos son extraños,
por los que no podemos amar,
por nuestros enemigos.

Pero ante todo, te damos gracias
por los que nos son queridos
y dan un sentido a este mundo,
por los que nos son más próximos,
aquellos que nos han sido dados y confiados.

 

¡Dámelo!

Señor, mírame al pasar.
Albérgate un momento en mi alma,
ponla en orden,
aunque no me digas nada.

Si tienes deseos de que crea en ti,
dame la fe.
Si tienes deseos de que te ame,
dame el amor.
Yo no lo tengo y nada puedo.
Te doy todo lo que tengo:
mi debilidad, mi dolor.
Y esta angustia que me atormenta y que bien sabes...
Y este desamparo... Y esta vergüenza azorada...
Mi mal, sólo mi mal...
Eso es todo.
¡Y mi esperanza!

A veces también me presento a Dios como una portadora de dolor, cargada con todos los fardos de la vecindad, y le digo: «No me prestes atención a mí. No puedo agradarte. Mira solamente los sufrimientos que te traigo, como una pobre enviada que viene de parte de otros. He aquí el mal de mi padre, he ahí el de mi amigo, el de tal o tal otro».

Tú estás ahí, mi Dios. ¿Me buscabas? ¿Qué quieres?
No tengo nada que darte.
Desde nuestro último encuentro no te he reservado nada para ti.
Nada... ni una buena acción.
Estaba demasiado cansado.
Nada... ni una buena palabra.
Estaba demasiado triste.
El desagrado de vivir, el fastidio, la aridez.

—¡Dámelo!

—La prisa, cada día, por ver terminada la jornada, sin servir para nada;
el deseo de tranquilidad lejos del deber y de las obras;
la indiferencia por hacer el bien;
el cansancio de ti, ¡Dios mío!

—¡Dámelo!

—La torpeza del alma, el remordimiento de mi desidia
y la desidia más fuerte que el remordimiento...

—¡Dámelo!

—La necesidad de ser feliz, la ternura que se hace añicos,
el dolor de ser yo sin recursos...

—¡Dámelo!

—Las turbaciones, los espantos, las dudas...

—¡Dámelo!

—¡Señor!, veo que vas recogiendo deshechos e inmundicias como un trapero.
¿Qué quieres hacer con ellos, Señor?

—El reino de los cielos.

 

Abre mis ojos

El pecado que es mi modo de obrar,
la mentira que es mi lenguaje,
¿qué haces para tolerarlos?

Hay manchas negras en mi cara,
pero existe también esta misericordia en la que soy aceptado.

Penetraré, entraré en tu hogar, en tu casa.

Cierra, cierra los ojos, Señor,
a todas las imbecilidades de mi juventud
y encuentra en tu misericordia una excusa para tu bondad.

Abre tu mano, dame la vida, reanima en mí tu palabra.
Abre mis ojos para que vea claro a través de tus maravillas.
Avanza y yo avanzaré, marca un paso que yo pueda seguir.
Comunico a toda esta gente que me rodea
que me siento en disposición de rezar.

¡Irrádiame este rostro vivo para que me alimente de él!
Al mal le falta un cierto poder de penetración.

Pero tú, tú nos entras, oh Dios, hasta el alma.

Me levanto bajo tu mano que crea, oh Dios mío,
porque tú eres el que me ha escrito de arriba abajo y soy legible.

¡Léeme el corazón con todo lo que he aprendido de ti!

Dios ha puesto la mano en nuestra liberación:
¡Y he aquí, de repente, que nuestra felicidad es cierta!
¡Nuestra boca se ha llenado de alegría!
¡Nuestra lengua se ha puesto a hablar sola!

La gente dice a nuestro alrededor: ¡Dios se ha empeñado por ellos!

Sí, se ha empeñado por nosotros, ¡hemos conocido la alegría!
¡Pon la mano, Señor, en nuestra liberación como la lluvia!
¡Como la lluvia a torrentes sobre una tierra desecada!

 

Bendito seas

¡Oh soplo de nuestra vida y esplendor de nuestra belleza, Señor Jesucristo,
tú eres bendito en lo más alto de los cielos!

Tú, luz y dador de luz,
no te complaces con el mal,
no quieres la perdición,
no deseas la muerte.

Tú no eres intermitente en tu amor,
no cambias en tu compasión,
no varías en tu bondad.

No das la espalda,
y no vuelves el rostro
sino que eres totalmente luz y voluntad de salvación.

Si quieres perdonar, puedes;
si quieres curar, eres poderoso;
si quieres vivificar, tienes poder.

Si quieres cambiar, eres todopoderoso;
si quieres renovar, eres creador;
si quieres resucitar, eres Dios.

Si quieres tener cuidado de nosotros, eres Señor de todos;
si quieres arrancar el pecado, eres socorro;
si quieres afirmarnos, a nosotros quebrantados, eres roca.
Si quieres darnos de beber, a nosotros sedientos, eres fuente;
si quieres saciarnos, a nosotros hambrientos, eres el pan de vida;
si quieres instruirnos, a nosotros que tan mal te conocemos, eres maestro.

Todas las bendiciones te pertenecen,
oh Señor de misericordia;
no sólo han sido escritas, sino cumplidas y realizadas.
Oh tú, que por nuestra salvación has combatido un duro combate,
para que la compasión que tú nos tienes,
la manifiestes en actos y con verdad,
¡bendito seas por los siglos!