INTRODUCCION

Jean Giraudoux, ministro de información durante la guerra, había descubierto que el padre Festuguiére, catedrático de Filosofía y Letras y uno de los más grandes helenistas de nuestro tiempo, estaba movilizado como soldado raso y tenía como misión barrer el cuartel. Giraudoux lo hizo pasar al servicio de la censura de la correspondencia. El padre Festuguiére confesó que no había encontrado nada tan semejante a la carta de un soldado a su novia como la carta de otro soldado a la suya... Y que se habría podido poner una en el sobre de la otra sin dificultad, ya que podían intercambiarse. Aunque esto fuese verdad por el texto, no lo era por las personas.

Sucede lo mismo con nuestros pecados. Hay un secreto de la confesión. No está forzosamente allí donde pensamos. Se puede intuir fácilmente una parte: la que no tiene interés. Las faltas humanas son de una banalidad enervante en su aspecto repetitivo.

A través de las revistas podemos adivinar el genio de Mauriac, de Bernanos o de Julien Green. Pero el verdadero secreto comienza más lejos: allí donde cada uno de nosotros se debate con las tinieblas, allí donde cada cual intenta escapar a la muerte, en este umbral de nuestra verdadera morada interior, «ese umbral en el que el hombre nace a la finitud» (Freud). Aquí, ya no se puede expresar el secreto, no porque sea algo indiscreto, sino porque es el de la persona.

La iglesia ha precisado siempre que, en el pecado, la ruptura de la amistad entre las personas (los efectos de la culpa) era más grave que el desorden y los estragos causados por el pecado (los efectos de la pena). Los periódicos describen cada día los efectos de la pena. ¿Pero quién podrá expresar el secreto de los efectos de la culpa? Un día, un príncipe dijo a un poeta: «Dime lo que deseas y te lo daré». «Dadme todo lo que queráis, señor, excepto vuestro secreto».

Para decir este secreto habría que ponerse en lugar de Dios. Ahora bien, con la parábola del hijo pródigo, se ha dicho todo lo que podría decirse. Y sin embargo, un sacerdote puede quizás tratar de preguntarse a sí mismo: ¿cuál es la experiencia de un confesor que al mismo tiempo es pecador, como todos sus hermanos? ¿cuál es la experiencia del «confesor-confesado»? Sin pretender decir lo indecible, no renuncio a aproximarme al secreto. «Creer en el perdón de los pecados, es la crisis definitiva por la que un hombre se hace espíritu; el que no cree en él, no es espíritu» (Kierkegaard).

Cinco proposiciones me van a ayudar a resumir el verdadero secreto de la confesión:

1) Nadie puede verse libre de la náusea.

2) Nadie participa en la salvación si no se despoja de sí mismo.

3) Buscamos todas las coartadas para un sacramento en rebajas.

4) Si estamos invitados a salir de la obsesión, no lo estamos a salir de la culpabilidad.

5) Nada peor que pretender quedar dispensado de la confesión.