II

PEQUEÑA GUÍA
DE LA PENITENCIA

7

La Escritura

1. Como los profetas, Jesús invita al arrepentimiento

Juan Bautista proclama «un bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados» (Mc 1,4-5; Mt 3,2-6).

«Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles; así es que todo árbol que no dé buenos frutos será cortado y arrojado al fuego; producid, por tanto, frutos que sean dignos de la conversión» (Mt 3,8-10).

Jesús en Galilea: «El reino está próximo, arrepentíos y creed en la buena nueva» (Mc 1,14-15; Mt 4,17).

Jesús envía a los doce a predicar para que «se arrepientan» (Mc 6,12-13).

«No he venido a llamar a los justos al arrepentimiento, sino a los pecadores» (Lc 5,31-32; Mt 9,10-13; Mc 2,15-17; Lc 15,2).

«Si no hacéis penitencia todos pereceréis» (Lc 13,1-5; Jn 8,24).

«Quien me rechaza y no recibe mis palabras ya tiene su juez. La palabra que he hecho oír le juzgará en el último día» (Jn 12,48).

«Alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente» (Lc 15,7-10).

«Algunos se ciegan y rehúsan convertirse» (Mt 13,13-15; Jn 12,40).

Los profetas invitan al arrepentimiento: «Si vuelves, Dios te conducirá» (Os 2,16-17; 6,1-3; 14,2-9; Jer 31,18-20; Sal 80,4).

«Deshaceos de todos los pecados que habéis cometido contra mí y haceos un corazón nuevo» (Ez 18,30-32; Sal 51).

Dios invita al arrepentimiento y promete el perdón (Is 1,16-19; 54,7-8; Jer 3,12-13; 4,1-4; 7,21-25).

Dios perdona a los humildes (Lc 18,9-14).

«Tenemos como abogado ante el Padre a Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2,1-2).

 

2. Nadie está sin pecado

«Soy un hombre de labios impuros» (Is 6,5-7).

«¿Podría el hombre tener razón contra Dios?» (Job 9).

«El que esté sin pecado que tire la primera piedra» (Jn 8,7-9).

«Apártate de mí que soy un pecador» (Lc 5,8).

«Si decimos que no hemos pecado, la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8-10).

«El que se jacta de estar de pie, tenga cuidado y no caiga. Ninguna tentación os ha venido que sobrepase la medida humana. Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas» (1 Cor 10,12-13).

«El que hace el mal odia la luz» (Jn 3,19-21).

«Todo el que comete pecado es un esclavo» (Rom 6, 17-19).

El pecado es también una deuda: Mt 6,12-15; 18,21-25; Mc 11,25.

Malditas las ciudades que no han hecho penitencia: Mt 11,20-24; Lc 10,13-15.

 

3. Jesús perdona él mismo los pecados

Jesús perdona las faltas a la pecadora: Lc 7,36-50.

«Sus pecados le son perdonados porque ha amado mucho» (Lc 7,47-48).

A la mujer adúltera: Jn 8,3-11.

A Zaqueo: Lc 7,47-48.

Jesús revela la alegría del padre cuando perdona, porque es él en primer lugar, el padre, el que es liberado por el perdón. Él puede de nuevo amar y ser amado por su hijo pródigo: Lc 15,11-32.

Jesús reivindica este poder, absolutamente divino, de perdonar los pecados: Mc 2,5-12; Mt 9,1-8; Lc 5,20-26.

El buen ladrón es admitido en el paraíso: Lc 23,39-43.

 

4. Una actitud recíproca: hacer con los demás lo que Dios ha hecho con uno

«El Señor os ha perdonado, haced por vuesta parte lo mismo» (Col 3,13; Mt 6,14-15).

«¿Cuántas veces he de perdonar?» (Mt 18,21-22; Lc 17,3-4).

El deudor impío: Mt 18,23-35.

«Con la medida con que midáis seréis medidos» (Lc 6, 38; Mt 4,24).

«Si te acuerdas de una queja que tu hermano tiene contra ti...» (Mt 5,23-24).

«Padre mío, perdónalos, no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

«Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos también» (Mt 6,12; Lc 11,4).

 

5. La iglesia puede perdonar los pecados

Jesús transmite a la iglesia el poder de perdonar los pecados: Mt 16,19.

Jesús promete a los apóstoles la participación en este poder: Mt 18,18.

Los apóstoles al haber recibido este poder se constituyen en jueces: Mt 19,28.

La tarde de pascua, Jesús resucitado instituye esta misión de misericordia y este poder sagrado: Jn 20,21-23.

En nombre de Cristo, se proclamará a todas las naciones el arrepentimiento para el perdón de los pecados (Lc 24,47-48).

«El ministerio de la reconciliación» nos es confiado: 2 Cor 5,18.

 

6. Desde la iglesia apostólica, los apóstoles ejercen este poder

San Pablo y el incestuoso de Corinto: 1 Cor 5,1-3.

San Juan se encuentra probablemente con un caso similar: 2 Jn 10,11.

«Consideraos como muertos para el pecado y vivos para Dios, en Cristo Jesús» (Rom 6,8-10).

Tenéis que abandonar vuestro primer género de vida y despojaros del hombre viejo, para revestiros del hombre nuevo (Ef 4,22-23).

«Ofreceos a Dios como vivos regresados de la muerte,... porque el pecado no dominará en vosotros» (Rom 6,13-14).

«Allí donde se ha multiplicado el pecado, la gracia ha sobreabundado» (Rom 5,20).

 

8

Reflexión eclesial

Es conocido el episodio del hombre borracho que atraviesa de noche la plaza de la Concordia de París. Topa con las rejas que rodean el obelisco y da vueltas alrededor de ellas hasta el amanecer: se creía encerrado...

La tentación de actuar como si la doctrina de la iglesia y las reflexiones dogmáticas fuesen rejas que encerrasen, en vez de preguntarse si su función, por el contrario, no es la de proteger, es permanente.

En su deseo de no limitar la tradición a ser una reja, sino para hacer de ella un punto de apoyo para el futuro, los teólogos alemanes utilizan el juego de palabras entre besen y Gewesen, entre lo «esencial» y lo «pasado». Intentan no confundir uno y otro y no encerrarse en el pasado con el pretexto de tradición.

Yo tomaré las cosas de una manera que me parece que lleva más lejos. El problema no es, en primer lugar, el del «pasado», sino el de no escoger indebidamente tal parte del pasado, para hacer de ella la única regla del presente.

No basta con ir de la fe a los dogmas para interrogarlos, sino también de los dogmas a la fe. Son quizás una ternura suprema para la inteligencia en busca de lo real, ya que nos permiten evitar siglos de tanteos. Esto es particularmente claro para el sacramento del perdón. Las indicaciones dogmáticas son los vectores que, más allá de los enunciados, nos indican la orientación en la que estamos seguros que podemos encontrar la realidad. ¿Qué provecho sacaríamos ignorando o caricaturizando los momentos importantes de su formulación? La historia del sacramento del perdón ha caminado tan a tientas que «no puede preguntarse dónde estaríamos si cada generación debiese rehacer el camino, sufrir los vaivenes, y si se debiese aislar arbitrariamente tal o cual momento del pasado, como ejemplo privilegiado. Por eso citamos los textos que resumen el pensamiento de la iglesia. Es la fe actual de la iglesia la que guía al pueblo cristiano y no una reconstrucción aleatoria de un momento de la práctica eclesial.

Los estudios recientes sobre el sacramento del perdón atacan, a veces solapadamente, al concilio de Trento. Que los sobreentendidos sean claros o no, se hace como si los textos fuesen conocidos. Ahora bien, no lo son, o lo son poco. Y sin embargo han sido decisivos. Por ello citamos, más adelante, los textos principales. Con respecto al Vaticano II, los textos son fáciles de encontrar. Se nos permitirá remitir a las diferentes ediciones de las actas del concilio. Por el contrario, es indispensable leer algunos de los principales textos eclesiales que el concilio Vaticano II y el nuevo Ritual no han hecho sino profundizar 1. No son largos... Estos resúmenes no superan las doscientas líneas en los textos del padre Dumeige.

1. Los citamos según G. Dumeige, La loi catholique, 1979.

Seguiremos preguntándonos durante mucho tiempo sobre el significado del Vaticano II. Reducirlo a la «apertura al mundo», minimiza su alcance si se olvida que se trata de un mundo herido.

Si hiciéramos esto, se habría rechazado, una vez más, la fragilidad y la miseria real del hombre, en vez de amarlo tal como, realmente es.

Se descubrirá, sin duda progresivamente, que la fidelidad al Vaticano II es una fidelidad a los otros concilios, leídos sobre todo a la luz de la misericordia, es decir, una fidelidad a lo esencial del evangelio. Este misterio de la misericordia, atención concreta a todo lo real, había cesado de estar, quizás, en el centro de la reflexión de la iglesia. No de su vida. Juan Pablo II lo ha repetido en una encíclica.

El Vaticano II ha dado de nuevo esta inspiración de la misericordia a las grandes definiciones dogmáticas del pasado, sin tener necesidad de añadirles nada, sino solamente esta inspiración del amor loco de Cristo, que nos llama en nuestra misma fragilidad. ¡Qué dicha imaginar lo que sería la lectura de los textos del Vaticano II para el Cura de Ars! Especialista del sacramento del perdón, no aislaría, sin duda, lo que se refiere sólo a la liturgia o a las celebraciones del sacramento, sino que se alegraría de volver a aprender, en la confesión, a amar al hombre en lo que tiene de más frágil y más precioso: el reconocimiento de que la herida humana tiene un sentido y de que uno no se salva solo.

1. Del peligro de las falsas ventanas

Nada es más elocuente para captar la grandeza de los tímpanos de Vézelay, de Moissac o de Conques, que poner a su lado unas fotografías del tímpano de Nuestra Señora de París, reconstruido por Violet-le-Duc.

¿No sería el decenio pasado para el sacramento del perdón lo que fue para la arquitectura el tiempo de Violet-le-Duc? Como él, este decenio ha hecho mucho para reconstruir las ceremonias penitenciales. Pero el «método de las diferencias» es tan elocuente en teología o en catequesis, como lo es en la historia del arte. Nada es más útil para medir la rapidez del camino recorrido, para evaluar las riquezas encontradas o, por el contrario, los atolladeros, que ojear algunos estudios de los años 1970.

Las comparaciones, según «el método de las diferencias», están aquí tan llenas de enseñanzas como lo estuvieron para Burckhard o Focillon en la historia del arte.

  1. Comparaciones entre los textos de los autores, las precauciones de los editores por una parte, y las prudentes reservas de los responsables del Centro nacional de pastoral litúrgica, por otra.

  2. Entre las «conclusiones» o «reflexiones» de los «teólogos», por una parte, y por otra, los trabajos más recientes de los filósofos profesionales de la modernidad, por ejemplo Jean Lacroix. La modernidad ya no está hoy allí donde se creía en 1970.

  3. Entre los panoramas y consejos de comienzos de las reformas y lo que ha llegado a ser práctica corriente actualmente. ¿Cómo dejan las innovaciones de entonces, por comparación, aparecer las cobardías, rechazos o asentamientos de hoy? ¿Dónde están los verdaderos motores del progreso? El estado de la «práctica» actual descubre quizás cruelmente las falsas ventanas que se disimulaban tras las abstracciones de nuestro vocabulario eclesiástico que se pretendía «moderno» hace muy poco tiempo. ¿No habría más neo-escolásticas sutiles detrás de nuestras neo-abstracciones: «Es la libertad evangélica la que celebra el perdón»; el «hombre moderno»; el «realismo humano»; la «acción política»; el «pluralismo»; y evidentemente este horrible «individualismo» culpable de todas las enfermedades del sacramento, cuando es «la comunidad quien perdona»...? Pero ¿qué es la «libertad»? ¿Qué es la «comunidad»? ¿Qué es el «hombre moderno»? ¿Es acaso bueno hacerse estas preguntas, después de que se ha querido arreglar las cuentas a la «confesión» y a lo «individual»?
    Algunos desprecios aparecen (son constantes, los encontramos ya cuando se trata de la oración) entre «colectivo» y «comunitario», como si un acto, verdaderamente interior, ya sea de oración o de perdón, estuviese encerrado en los límites del individuo, cuando en realidad está abierto a toda la comunidad.

  4. Comparación entre los propósitos de autores cuya experiencia —teniendo en cuenta su edad cuando escribieron— era probablemente bastante restringida, y aquellos cuya madurez se había adquirido con una auténtica «praxis».

  5. Distanciamiento en humildad y expresión escrita entre los testimonios y experiencias (por ejemplo vividos en Lourdes), muy ricos y felices, por una parte, y las reducciones teóricas, los estados de ánimo teológicos o los estrechamientos históricos, por otra.

2. De Violet-le-Duc a Charlot

Quizás sea bueno reconocer que somos hábiles para «reducir» los puntos de partida de la experiencia edesial o la lectura del pasado. Cuando se escribe, por ejemplo: «La confesión no tenía valor en sí misma y sólo era un medio para que el confesor señalara las penitencias...» o cuando parecemos tan empeñados en citar los diez medios evocados por Cassiano 2 para el perdón de los pecados, corremos el peligro entonces, de no estar ya siquiera en Violet-le-Duc, sino en la maleta de Charlot, y de tener todos una maleta demasiado estrecha.

2. ...Que olvidemos también de recordar que la doctrina sobre la necesidad de la gracia enseñada por Cassiano, fue condenada por el concilio de Orange en 529.

Charlot sale de viaje. Cuando ha llegado tarde, coge una maleta sin prestar atención a lo que debe llevar. La cierra precipitadamente. Sobresalen entonces un par de tirantes, una pernera de pijama, una manga de camisa. Pero Charlot, se vuelve y descubre unas tijeras. Se apodera de ellas y corta todo lo que sobresalía de la maleta y le molestaba.

¿No solemos hacer lo mismo con el sacramento del perdón?

Es cierto que hemos de agradecer el desarrollo comunitario, el clamor por la justicia, el sentido de maduración que las celebraciones actuales han descubierto. Pero demos gracias sobre todo a la iglesia que nos ha vuelto a dar un ritual, es decir, un conjunto de caminos hacia la conversión y el perdón, de una riqueza y de una verdad como nunca ha habido en la historia cristiana. Esta maleta vale, sin duda, más que las nuestras. Ya hemos dicho más arriba lo preciso que es el texto del ritual, lo maravillosamente rico. ¿Pero se ha dado a conocer lo bastante? ¿Estamos dispuestos realmente a cambiar de maleta? En el nuevo Ritual de la penitencia se encuentra la expresión primera del pensamiento de la iglesia. Esta expresión es breve y se nos da en un lenguaje accesible a todos. Esto no hace sino enriquecer el valor cristiano de estos textos. Sería de lamentar que la introducción a la edición española sólo fuese conocida por los «curas».

3. Juan Pablo II

Desde su primera encíclica Redemptor hominis, Juan Pablo II ha vuelto, de manera precisa e incansable, sobre las modalidades de aplicación del ritual; una vez más en la bula de indicción del jubileo para el 1950 aniversario de la redención, Aperite portas Redemptori. Es evidente que la encíclica sobre la misericordia no ha sido valorada todavía en toda su importancia para la comprensión y celebración del sacramento del perdón (así como para un verdadero punto de partida ecuménico entre las religiones no cristianas). Nos quedamos con un pasaje particularmente significativo del capítulo 20 de la encíclica Redemptor hominis:

En los últimos años se ha hecho mucho para poner en evidencia —en conformidad, por otra parte, con la antigua tradición de la iglesia— el aspecto comunitario de la penitencia y, sobre todo, del sacramento de la penitencia en la práctica de la iglesia. Estas iniciativas son útiles y servirán ciertamente para enriquecer la praxis penitencial de la iglesia contemporánea. No podemos, sin embargo, olvidar que la conversión es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser sustituido por los otros, no puede hacerse «reemplazar» por la comunidad. Aunque la comunidad fraterna de los fieles, que participan en la celebración penitencial, ayude mucho al acto de la conversión personal, sin embargo, en definitiva, es necesario que en este acto se pronuncie el individuo mismo, con toda la profundidad de su conciencia, con todo el sentido de su culpabilidad y de su confianza en Dios, poniéndose ante El, como el salmista, para confesar: «contra ti solo he pecado». La iglesia, pues, observando fielmente la praxis plurisecular del sacramento de la penitencia —la práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción— defiende el derecho particular del alma. Es el derecho a un encuentro del hombre más personal con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la reconciliación: «tus pecados te son perdonados»; «vete y no peques más». Como es evidente, éste es al mismo tiempo el derecho de Cristo mismo hacia cada hombre redimido por El. Es el derecho a encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el momento de la conversión y del perdón. La iglesia, custodiando el sacramento de la penitencia, afirma expresamente su fe en el misterio de la Redención, como realidad viva y vivificante, que corresponde a la verdad interior del hombre, corresponde a la culpabilidad humana y también a los deseos de la conciencia humana. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos». El sacramento de la penitencia es el medio para saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo Redentor.

En la iglesia, que especialmente en nuestro tiempo se reúne en torno a la Eucaristía, y desea que la auténtica comunión eucarística sea signo de la unidad de todos los cristianos —unidad que está madurando gradualmente— debe ser viva la necesidad de la penitencia, tanto en su aspecto sacramental, como en lo referente a la penitencia como virtud.

Juan Pablo II vuelve de nuevo sobre el tema en la exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et paenitentia, 2 de diciembre de 1984.

 

4. Vaticano II

Como hemos sugerido no sólo son algunos textos del concilio los que podrían traducir su pensamiento profundo sobre el sacramento del perdón. Toda la inspiración del concilio va en este sentido: enseñarnos a leer todos los concilios precedentes a la luz de la misericordia.

 

5. Pablo VI

Pablo VI tomó la importante decisión de publicar el nuevo Ritual de acuerdo con los deseos del Vaticano II. Son esenciales varias intervenciones de su pontificado para comprender el lugar del nuevo Ritual:

—Alocución a un grupo de obispos de Estados Unidos en visita ad limina (20 de abril de 1978).

—Sagrada congregación para la doctrina de la fe. Normas pastorales para la absolución sacramental general (16 de junio de 1972).

—Constitución apostólica Indulgentiarum doctrina (1 de enero de 1967).

—Constitución apostólica Paenitemini (17 de febrero de 1966).

 

6. El concilio de Trento

Fue determinante como uno de los grandes momentos de madurez en el pensamiento y la práctica de la iglesia. Contra lo que pudiera parecer, no abolió nada. El prefacio del nuevo Ritual es bastante claro y se refiere a él constantemente. Es una suerte haber aprendido a leer mejor y a discernir lo esencial. «Que en el decreto del concilio de Trento a propósito de los orígenes lejanos de la confesión, los padres hayan carecido a menudo de sentido histórico, que al rechazar la tesis luterana sobre la contrición y la idea que el reformador se hacía de la contrición imperfecta, los padres y sus teólogos no hayan profundizado en el problema de las relaciones entre la naturaleza y la gracia, eso no quita en nada valor a sus conclusiones. El texto sobre la penitencia es un texto muy denso y muy bello» (FI. Rondet, Histoire du dogme, Paris, 257).

Contrariamente a lo que a veces se ha sugerido, los textos del concilio son, quizás, tonificadores... Citemos lo esencial:

a) Decreto sobre la justificación, VI sesión (1547)

En cuanto a aquellos que, después de haber recibido la gracia de la justificación, la han perdido por el pecado, podrán ser justificados de nuevo si, llevados por Dios, hacen esfuerzo por recobrar, por el sacramento de la penitencia fundado en los méritos de Cristo, la gracia que han perdido. Este modo de justificación, es la rehabilitación del pecador, llamado justamente por los santos padres «la segunda tabla después del naufragio que es la pérdida de la gracia». Para los que, después del bautismo, caen en el pecado es para quienes Cristo Jesús ha instituido el sacramento de la penitencia, cuando dijo: «Recibid el Espíritu santo, a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos» (Jn 20,22-23).

Contra algunos espíritus maliciosos que «con dulces discursos y bendiciones seducen a los corazones sencillos» (Rom 16,18) hay que afirmar que la gracia de la justificación, una vez recibida, se pierde, no solamente por la infidelidad que hace perder la fe misma, sino también por cualquier otro pecado mortal, en que no se pierde la fe.

b) Cánones sobre el sacramento de penitencia XIV sesión (1551)

1. Si alguien dice que, en la iglesia católica, el sacraménto de penitencia no es verdaderamente y propiamente hablando, un sacramento instituido por Cristo nuestro Señor para reconciliar a los fieles con Dios tantas veces como éstos caigan en pecado, después del bautismo, sea anatema.

4. Si alguien niega que, para la entera y total remisión de los pecados, se requieren tres actos por parte del penitente, que son como la materia del acto de penitencia, a saber: la contrición, la confesión y la satisfacción, que se llaman las tres partes de la penitencia; o si dice que la penitencia sólo comporta dos de ellas: los terrores de una conciencia desgarrada a la vista del pecado y la fe nacida del evangelio o de la absolución por la que uno cree que los pecados son remitidos por Cristo, sea anatema.

6. Si alguno niega que la confesión sacramental está instituida o sea necesaria para la salvación por derecho divino; o si dice que la manera de confesarse en secreto al sacerdote sólo, que la iglesia católica ha observado siempre desde el principio y sigue observando, es contraria a la institución y al mandato de Cristo y que es una invención humana, sea anatema.

7. Si alguno dice que, en el sacramento de la penitencia, no es necesario, por derecho divino, para obtener el perdón de los pecados, confesar los pecados mortales, todos y cada uno, de los que uno se acuerda tras un examen conveniente y serio, incluso los pecados ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del Decálogo, ni las circunstancias que cambian la especie del pecado, que esta confesión no tiene más utilidad que formar y consolar al penitente, y que en este tiempo sólo estuvo en vigor para permitir imponer una penitencia canónica; o si dicen que quienes se aplican a confesar sus pecados, no quieren dejar nada que perdonar para la misericordia divina, o que, finalmente, no está permitido confesar los pecados veniales, sea anatema.

8. Si alguno dice que la confesión de todos los pecados, tal como la iglesia la observa, es imposible y que es una tradición humana que las almas piadosas deben abolir; o que los fieles de ambos sexos, no están obligados a ello una vez al año, según la prescripción del gran concilio de Letrán, y que, por esta razón, se debe aconsejar a los fieles de Cristo que no se confiesen en tiempo de cuaresma, sea anatema.

9. Si alguno dice que la absolución sacramental del sacerdote no es un acto judiciario, sino un simple ministerio en que no pronuncia y declara que los pecados son remitidos al que los confiesa, con tal de que él se crea él mismo absuelto, incluso si el sacerdote no lo absuelve seriamente, sino en broma; o si dice que no se requiere la confesión del penitente para que el sacerdote pueda absolver, sea anatema.

 

c) Doctrina sobre el sacramento de penitencia XIV sesión (1551)

«Porque Dios, rico en misericordia» (Ef 2,4) «sabe de qué estamos hechos» (Sal 103,4) ha concedido también un remedio que devuelve la vida para aquellos que se han entregado después a la esclavitud del pecado y al poder del demonio; por el sacramento de la penitencia, el mérito de la muerte de Cristo se aplica a aquellos que han caído después del bautismo.

La penitencia ha sido necesaria en todo tiempo para todos los hombres que se han manchado con un pecado mortal, para obtener la gracia y la justicia, y también para los que pedían ser purificados por el sacramento del bautismo, para que, habiendo rechazado y corregido su perversidad, detesten en el odio al pecado y en el sano dolor de su alma la ofensa tan grande cometida contra Dios. Por eso dice el profeta: «Convertíos y haced penitencia por todas vuestras iniquidades, y vuestra iniquidad no os hará perecer» (Ez 18,30). El Señor dice también: «Si no hacéis penitencia, todos pereceréis» (Lc 13,3).

El Señor instituyó de manera eminente el sacramento de penitencia cuando, resucitado de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: «Recibid el Espíritu santo; los pecados les serán perdonados a quienes se los perdonéis; les serán retenidos a quienes se los retengáis» (Jn 20, 22). Los padres, con un consentimiento unánime, siempre entendieron que, por esta acción insigne y estas palabras tan claras, el poder de perdonar y de retener los pecados, destinada a reconciliar los fieles caídos después del bautismo, fue comunicado a los apóstoles y a sus sucesores legítimos. Por ello el santo concilio, que aprueba y acepta la significación auténtica de estas palabras del Señor, condena las interpretaciones engañosas de los que, para combatir la institución de este sacramento, las aplican falsamente al poder de predicar la palabra de Dios y el evangelio de Cristo.

Para los que son de la familia de la fe, los que Cristo nuestro Señor constituyó una vez miembros de su cuerpo por el baño del bautismo (1 Cor 12,13), para esos, ha querido que, si acaban, a continuación, por mancharse con alguna falta, no sean lavados por un nuevo bautismo, puesto que esto nunca está permitido en la iglesia católica, sino que se presenten, como culpables, ante este tribunal, para que la sentencia del sacerdote los libre, no una vez, sino tan a menudo como, arrepentidos de los pecados que han cometido, busquen en él su refugio.

Siempre ha sido necesario este movimiento de contrición para obtener el perdón de los pecados, cuando está acompañado de la confianza en la misericordia divina y del deseo de hacer todo lo que se requiere para recibir, como es necesario, este sacramento.

El santo concilio enseña, además, que, si acontece esta contrición, que llega a ser perfecta por la caridad y que reconcilia al hombre con Dios antes de la recepción efectiva del sacramento, no se debe por ello atribuir esta reconciliación a una condición independiente del deseo de recibir el sacramento que está incluido en ella.

Como los pecados mortales, incluso los pecados de pensamiento, transforman a los hombres en «hijos de cólera» (Ef 2,3) y enemigos de Dios, es necesario buscar su perdón para todos por una confesión franca y humilde. Por ello, cuando los fieles de Cristo se esfuerzan en confesar todos los pecados que les vienen a la memoria, no se puede dudar que los presentan todos al perdón de la misericordia divina. Los que hacen de otro modo y ocultan a sabiendas algunos de ellos, no proponen a la bondad divina nada que ella pueda perdonar por medio del sacerdote. «Porque si el enfermo se sonroja de presentar su herida al médico, la medicina no cura lo que ignora».

Se sigue, además, que también se deben explicar, en la confesión, las circunstancias que cambian lá especie del pecado.

Es igualmente impío decir que la confesión prescrita de esta manera es imposible; o llamarla tortura de las conciencias. Está claro que en la iglesia sólo se exige una cosa de los penitentes: después de haberse examinado y de haber explorado los secretos de la conciencia, se deben confesar los pecados por los cuales uno se acuerda de haber ofendido mortalmente a su Señor y su Dios... La dificultad de esta confesión y la vergüenza sentida en descubrir sus pecados podrían ciertamente parecer pesadas si no fuesen aligeradas por las ventajas y los consuelos tan grandes y tan numerosos que la absolución confiere muy ciertamente a todos los que se acercan dignamente a este sacramento.

Por el concilio de Letrán, la iglesia no instituyó que los fieles de Cristo se confesasen: ella sabía entonces que era una institución necesaria de derecho divino, pero estableció que el precepto de la confesión sería cumplido al menos una vez al año por los fieles, todos y cada uno, cuando tuviesen uso de razón. Por eso se observa en la iglesia universal, con gran fruto para las almas, esta costumbre saludable de confesarse en el santo tiempo de cuaresma, particularmente favorable. El concilio aprueba totalmente esta costumbre y la recibe como un uso piadoso y digno de ser observado.

A propósito del ministro de este sacramento, el concilio declara falsas y totalmente contrarias a la verdad del evangelio todas las doctrinas que extienden peligrosamente el ministerio de las llaves a todos los hombres indistintamente que no son ni obispos ni sacerdotes.

Aunque la absolución del sacerdote sea la dispensación de un beneficio que no viene de él, no es sólo el simple ministerio que consiste en anunciar el evangelio o en declarar que los pecados están perdonados. Sino que es como un acto judicial: se pronuncia una sentencia, es pronunciada por el sacerdote como por un juez. Por eso el penitente no debe sobrevalorar su fe, de tal modo que piense que esta fe le haga ser absuelto ante Dios.

La iglesia de Dios siempre ha pensado que no había ningún camino más seguro para evitar la pena con que el Señor amenaza a los hombres (Mt 3,2-8; 4,17; 11,21, etc.) que entregarse a estas obras de penitencia con un verdadero dolor de corazón.

Añadamos que cuando, al satisfacer, sufrimos por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que ha satisfecho por nuestros pecados (Rom 5,10; 1 Jn 2,1s), él, «de quien viene toda nuestra capacidad» (2 Cor 3,5), y tenemos también la seguridad certísima de que «si sufrimos con él, seremos glorificados con él» (Rom 8,17).

 

7. Concilio de Florencia. Bula «Exsultante Deo», de Eugenio IV (22 noviembre 1439)

El cuarto sacramento es la penitencia, cuya cuasi-materia son los actos del penitente, que se distinguen en tres partes. La primera es la contrición del corazón: en ella se deplora el pecado cometido, con la intención de no volver a pecar en el futuro. La segunda es la confesión oral: en ella el pecador confiesa íntegramente al sacerdote todos los pecados de los que tiene memoria. La tercera es la satisfacción por los pecados, según el arbitrio del sacerdote; esta se realiza sobre todo por la oración, el ayuno y la limosna. La forma de este sacramento está constituida por las palabras de la absolución que pronuncia el sacerdote cuando dice: «Yo te absuelvo». El ministro de este sacramento es el sacerdote que tiene el poder de absolver, ordinario o por delegación de su superior. El efecto de este sacramento es la absolución de los pecados.

 

8. IV Concilio de Letrán (11-30 de noviembre 1215)

Las disposiciones de Letrán, si bien son sobre todo de naturaleza disciplinaria, testimonian también una preocupación pastoral ignorada por muchas prescripciones anteriores. El concilio, en efecto, se beneficia de todas las adquisiciones de la investigación teológica del siglo XII en materia sacramental, especialmente sobre la penitencia.

Si, a pesar de lo que algunos pretenden, no instituye la confesión, impone el precepto de la confesión y comunión anuales, y precisa sus modalidades. Trata a continuación de las cualidades del confesor, que debe considerarse sobre todo, como médico de los pecadores, y de cuáles son sus obligaciones en materia de secreto. El concilio de Trento se referirá a este decreto cuando elabore su doctrina de la penitencia.

Todo fiel de uno y otro sexo, llegado al uso de razón, debe confesar él mismo lealmente todos sus pecados, al menos una vez al año, al propio sacerdote, cumplir con cuidado, en la medida de sus medios, la penitencia que se le ha impuesto, y recibir con respeto, al menos en pascua, el sacramento de la eucaristía, salvo el caso en que, bajo el consejo de su cura, por alguna causa razonable, creyese que debía abstenerse momentáneamente de recibirla.

Este estatuto saludable, debe ser publicado frecuentemente en las iglesias para que nadie cubra su ceguera con el velo de la ignorancia.

Que el confesor esté lleno de sensatez y que sea prudente para saber «echar el vino y el aceite» en las heridas (Lc 10,34); que investigue con cuidado la situación del pecador y de las circunstancias del pecado, que le harán comprender fácilmente el consejo que debe dar y el remedio que debe emplear, tomando diferentes medios para salvar al enfermo.

Que vigile absolutamente para no traicionar en nada al pecador por una palabra, por señas, o de cualquier otra manera.

 

10. Carta de León Magno a Teodoro de Fréjus (11 junio 452)

La cuestión de saber si se podía conceder el perdón a los penitentes en peligro de muerte, brinda la ocasión para esta carta. En efecto, antiguas prescripciones que el I concilio de Nicea había recogido en su canon 13, seguían estando sin efecto, especialmente en las Galias. El papa recuerda, pues, que no se debería negar a los moribundos la penitencia que ellos pidieron en otro momento. Pero antes define la penitencia como una disposición divina, por la cual este poder ha sido confiado a la iglesia por Cristo.

La múltiple misericordia de Dios ha puesto remedio de tal modo a las faltas de los hombres que no solamente la gracia del bautismo, sino también el remedio de la penitencia, han permitido volver a encontrar la esperanza de la vida eterna... El mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo (1 Tim 2,5), ha confiado este poder a los que están al frente de la iglesia para que comuniquen la acción de la penitencia a los que han confesado y para que los admitan a la comunión de los sacramentos, abriéndoles la puerta de la reconciliación a aquellos a quienes ha purificado una satisfacción saludable.

Para los que, en caso de necesidad y en la inminencia de un peligro urgente, imploran el socorro de la penitencia y de una reconciliación rápida, no podemos prohibirles la penitencia, ni negarles la reconciliación, porque no podemos poner límites, ni determinar el tiempo a la misericordia de Dios, para el cual la verdadera conversión no soporta los retrasos del perdón. Es preciso, por tanto, que todo cristiano juzgue su conciencia para no retrasar cada día el convertirse a Dios, ni fijar para el fin de su vida el tiempo de la satisfacción... y ni siquiera, esperando merecer el perdón por una satisfacción más completa, elegir aquel momento en que apenas cabe ni la confesión del penitente ni la reconciliación proporcionada por el sacerdote.