I
EL SECRETO
YA NO ES LO QUE ERA

 

1

¿Podemos vernos libres
de la náusea?

En ciertos momentos, frente a Dios y a la idea de Dios, la parálisis se apodera de nosotros, quienesquiera que seamos.

Esta parálisis tiene un nombre: el miedo. El miedo, no cualquier miedo, sino el miedo a tener que ir hasta el fin. ¿De dónde viene este miedo? ¿Qué decir frente a él? La respuesta es una palabra. Fue de una novedad total, incomprensible, explosiva en tiempos de Cristo. Pero esta palabra ha sido devaluada. Ella responde a la pregunta. Ella es, nos dice y nos entrega no sólo una idea, sino el corazón de Dios. Fue vivida hasta con lágrimas por los compañeros de Cristo. Y nosotros la hemos neutralizado. Y sin embargo, sólo eso nos permite ir hasta el fin, tanto en lo que se refiere a los problemas más terribles de nuestra vida: la fragilidad, el tiempo, la duración y la muerte, como a lo que es el último secreto de la confesión. Es el acceso a la misericordia.

¿Es de Dios de quien tenemos realmente miedo? No lo creo. Es, más bien, . de nosotros mismos, de ese fondo misterioso, incierto, que presentimos. En definitiva preferiríamos, sin duda, no saber demasiado de nosotros mismos, ni de la, imagen que nos devuelven los demás y la comunidad: ya se trate de nuestro pasado o de nuestro porvenir.

Un hombre lo ha traducido con dureza, al hablar de su padre. Era un gran propietario en las plantaciones de algodón del Sur de los Estados Unidos.

Como alguien interrogase al cineasta Biberman por las razones que le habían llevado a hacer el admirable film Slaves (Esclavos), sobre los negros americanos, Biberman contó: «Hace mucho tiempo. Mi padre me contaba historias sobre la belleza, la grandeza del Sur. Me describía lo que hacía cada mañana cuando era joven: en cuanto despertaba tiraba de un cordón y su criado negro se presentaba, le vestía. Salía y su ayudante juntaba sus manos para que se sirviese de ellas como si fuese una silla para montar a caballo. Entonces mi padre cabalgaba por los campos y, a primeras horas de la mañana, los negros trabajaban todos en los campos de algodón. Aquello era tan bonito y tan fresco. El rocío sobre las hojas, el algodón todavía crujiente. De pronto observaba a la más linda de las negritas que parecía haber florecido por la noche. Bajaba del caballo y... la poseía. Y, una vez satisfecho, la sujetaba y la golpeaba en la boca: `Toma, sucia negrita...' Y la devolvía al trabajo, mientras los negros cantaban». Y Biberman concluyó: «Sentí ganas de vomitar y nunca he olvidado esta historia».

Frente a la fuerza del egoísmo, frente a la fuerza del desprecio, del olvido, frente al poder del mal, hay motivo para tener miedo. Y un día, descubrimos con san Francisco de Sales que «la frontera entre el reino del bien y el reino del mal, pasa por nuestro corazón». La pregunta es: entre la náusea y nosotros mismos ¿existirá sólo el temor y miedo? «Tuve ganas de vomitar». ¿Quién, si es clarividente, no corre el peligro de decir esto de sí mismo? ¿La «náusea»? Aquí basta la lucidez cuando uno está solo frente a la pregunta: «¿qué soy yo entonces?». Para mí es ahí, en esa pregunta, donde se encuentra el verdadero comienzo de la vida cristiana, renovado cada vez por el sacramento de la penitencia.

El miedo y la náusea. Los testimonios son múltiples:

Camus: «He aquí mi vieja angustia, en el hueco de mi cuerpo, como una mala herida que irrita cada movimiento. Sé su nombre: es el miedo a la soledad eterna. Y temo que no haya respuesta».

Dostoievski evoca la náusea en la escena de Crimen y castigo, cuando Marmeladov se levanta para proclamar el padrenuestro ante los que se ríen de él, porque acaba de beberse el dinero ganado por su hija que él ha hecho que se prostituyera. Marmeladov piensa en Dios y exclama: «Él dirá a mi Sonia: `Ven, ya te he perdonado... Esta vez te perdono de nuevo porque has amado mucho'». Luego, volviéndose hacia sus compañeros de borrachera, Marmeladov les declara: «Cuando Dios haya terminado con todos los demás, nos convocará también a nosotros. `Vamos, acercaos los borrachos también, sois unos cerdos, tenéis aspecto de animales, pero venid también'. Y entonces Dios nos tenderá los brazos y nos precipitaremos en ellos. Y todos comprenderán... ¡Y nosotros comprenderemos todo! ¡Señor, venga a nosotros tu reino!».

 

2

Nadie participa de la salvación
si no se despoja de sí mismo

 

La historia de los apóstoles es ejemplar. Necesitaron empezar por no comprender. Necesitaron traicionar para llegar, por fin, a comprender. Es casi una ley del crecimiento de la presencia de Dios en el corazón de los hombres. El secreto del amor es tan precioso, y el corazón del hombre tan vacilante, que, casi siempre hay que dar estos pasos y normalmente requieren tiempo.

Toda la vehemencia que hay ante la muerte en el corazón del hombre le hace preguntarse si existe una respuesta a la pregunta «¿Qué soy yo? ¿Por qué mi deseo? ¿Por qué esta violencia?». Y el hombre no acepta rebajarse. Y esto no finaliza sino el día que comprendemos que nuestro deseo no es nada al lado del de Dios. En este momento, el problema no es ya saber si Dios va a responder a la violencia del hombre, a su existencia altiva, sino, más bien, si nosotros vamos a poder soportar la de Dios. Por eso el deseo de Dios ha tomado el rostro del amor: porque era preciso desarmarnos de todo miedo, de toda violencia. Se trata para cada uno de nosotros de rehacer el itinerario, el paso, el tránsito de Pedro. Es el umbral del primer acto de fe, como lo es exactamente el del sacramento de la penitencia y, finalmente, el de nuestra vida sin más; se trata de pasar de un amor que es fuerza, a un amor que es herida.

¿Qué era aquello sino amar? No lo sabemos todavía. Amar no pertenece solamente a la categoría del deseo, del don, de la generosidad o de la fuerza. Amar es prometer y prometerse no emplear nunca los medios del poder o de la fuerza en relación con el ser amado. Es lo que ha llevado a Cristo a la pasión: «Para que sepa el mundo cómo amo a mi Padre». (Jn 14,31). No ha dado razón más profunda. Un Dios totalmente generoso es un Dios que ama sin imponer su amor, es un Dios que suplica al hombre tanto como el hombre le suplica. Ahí está el secreto.

«No me rebajaré nunca». Cristo, él, se ha puesto de rodillas delante de sus discípulos. Pedro quiere darle su fuerza: «Daré mi vida por ti». Pero Dios no necesita fuerza. Por eso, en medio de los acontecimientos de la pasión, Cristo pregunta: «¿Me amas?». Es la forma más suave de decirnos: lo que me interesa de ti no es tu fuerza ni tu generosidad en primer lugar, sino tu miseria, tu desnudez, tu indigencia. Es el Salvador quien tiene sed de encontrar a los perdidos, a los náufragos. «¿Pedro, me amas hasta el punto de darme lo que has llegado a ser después de tu derrumbamiento? Ahora es cuando eres capaz de darme lo que espero de ti: tu misma infidelidad, tu cobardía, tu libertad, sí, pero tu libertad de pobre. ¿Quieres asumir el riesgo de llegar hasta ahí?».

Salvador porque salvado

Y cuando Pedro acepte esta imperfección en lugar de la fuerza que pretendía tener, y que creía ser la del amor, cuando acepte que esta fuerza del amor, que creía tener, es ineficaz, y que es reemplazada por la herida que le vuelve imperfecto para siempre, entonces es cuando descubre la verdadera puerta de la Vida. Puede perderse la fuerza pero no la herida. Esta no se olvida nunca. Dios nos propone ser débiles y ser heridos en aquello que creíamos que era nuestra fuerza, por el amor que él pone en nuestros corazones. El amor que viene de Cristo no nos hace en primer lugar fuertes, sino débiles, con esa debilidad que es más fuerte que cualquier fuerza. La fuerza de los hombres es siempre limitada. Pero la herida del amor, cuando viene de Dios, nos abre a lo infinito, mientras que su fuerza parece ilimitada; por eso se trata de una dolencia sin nombre. Es la dependencia misma la que se convierte en fuego. Porque es dependencia, es, al mismo tiempo, respeto y dolencia: así nos respeta Cristo, y es débil por el hecho mismo de su respeto. Entramos, entonces, en este nuevo bautismo del sacramento de la penitencia, que es una vida a dúo: Cristo y nosotros.

Antes de que lleguemos a la situación en la que Pedro ha sido confirmado, antes de que podamos decir a Cristo: «Bien sabes que te amo», existe para cada uno de nosotros lo que corresponde a la traición de Pedro. Hay, en cada una de nuestras vidas, una confesión que es nuestra manera quizá de vernos libres de esta traición, es decir, de conocer la misma herida, pero sin cometer, sin embargo, una traición tan grave. Esta confesión consiste en descubrir que uno no ama a Dios, y en decírselo.

Cristo llama para discípulos no a unos indulgentes, a unos blandos, a unos autocomplacientes, sino a unos luchadores. Y, sin embargo, la primera condición para que su compromiso sea verdadero, es que reconozcan que llevan su vida y su cruz de manera lamentable, arrastrándola como pueden, y rehuyéndola muy a menudo. Aquel que confiesa esto a Dios ha comenzado a ser herido de verdad. Ha entrado en su bautismo. Todos tenemos que prepararnos a decir esto un día. Después de haber repetido a Dios que le amábamos y, quizás, que daríamos por él nuestra vida; después de habernos consagrado a su servicio durante años, tenemos que prepararnos para descubrir que no le amamos y hacer una oración de este descubrimiento. Entre la afirmación: «daría mi vida por ti» y la confesión: «bien sabes que te amo» está para todos nosotros, como para Pedro, la mirada de Cristo cruzándose con la de un hombre que solamente puede decir: bien sabes que no te amo, y que llora. Primer balbuceo que suscita la herida. Este grito: «Dios mío, no os amo», cuando se ha hecho oración, se convierte en nuestra confesión suprema. Aquí todos los pobres, todos los pequeños, todos los heridos de la vida, encuentran una salida y son acogidos por Dios.

El evangelio no condena más que nuestro orgullo.

 

3

Coartadas para un
sacramento en rebajas

Aún estamos muy lejos de abandonar el lastre que han dejado sobre la teología y la catequesis las pobres distinciones intelectuales entre «fe» y «religión». Estaría por un lado la fe, es decir, la adhesión pura y purificada al ideal evangélico, a la «Palabra». Y por otro lado, las motivaciones «impuras» de las «creencias» y de la «religión», empezando por el temor. A partir de esta realidad, hemos comenzado a darnos cuenta que se habían vuelto abstractos los dos aspectos: la Palabra ya no es alguien, sino una categoría abstracta del argot eclesiástico, y el hombre se ha vuelto un ser de cristal. Como consecuencia, la angustia ha aumentado. A fuerza de proponer a los cristianos que sean «adultos» o «responsables», se atemoriza a todos aquellos a quienes la vida ha enseñado que nadie alcanzará nunca la altura de ese ideal. (Perdóneseme aquí una analogía: cierto número de parejas, a fuerza de ser maltratadas por los pseudoconsejos sobre el ajuste físico, llegan a creerse anormales en su vida conyugal y tales consejos acaban por hacerles sufrir eso que un psicólogo ha llamado el «terrorismo del orgasmo»).

Entonces pregunto: ¿cuál de las dos actitudes que se nos proponen es realmente liberadora? La que, bajo pretexto de crecimiento, de libertad, de rechazo de los tabúes, acaba finalmente, quiérase o no, en el malestar de una mala conciencia y de una falsa culpabilidad, porque se descubre que uno no llega por sus propias fuerzas a ser alguien «de bien» o la actitud que, gracias a la benignidad del sacramento de la penitencia, nos conduce paso a paso a admitir con delicadeza nuestra miseria.

La primera actitud tiene talante de liberación. ¿Para qué confesar futilidades? Conduce, de hecho, a un enfrentamiento continuo entre laxismo y mala conciencia. La permisividad es un cáncer porque, de por sí, rechaza todo limite. Y la quimioterapia del estoicismo es temible. ¡Como si uno pudiese purificarse por sí solo! ¡Como si normalmente no estuviese todo entremezclado! Sin embargo, la vida de todos los testigos de la fe es explícita. De Abrahán a Foucauld: nunca se han creído libres de la ambigüedad, ni capaces de realizar la verdad ellos solos. Esa es justamente la función del sacramento. La intervención del Transcendente en este mundo con sus impurezas. ¡Qué fácil habría sido para Moisés, por ejemplo, si los motivos fuesen claros! Él está harto del ministerio que Dios le ha confiado. Tiene ganas de abandonar todo. Pero todo está mezclado: está la estupidez del pueblo o simplemente su agotamiento, está la fatiga física y los insomnios, está la pereza interior, la angustia del porvenir, el peso del tiempo, está el silencio de Dios... y este aprendizaje de la paciencia que es la suprema purificación que Dios propone para entrar mucho antes en el misterio de su proyecto. «Dios nos inventa con nosotros». «Incluso por el pecado», añadirá san Agustín.

Sería seductor, podría parecer más bello en un cierto sentido, que esta salvación dependiese de la santidad del sacerdote, del cristiano. Esta solución sería, de hecho, terriblemente cruel, tanto para el salvador, como para el salvado. Nunca saldríamos del dilema del todo o nada: o sacerdotes perfectos o nadie que pueda salvarnos. Así es justamente como los cristianos se imaginan a veces a la iglesia, apartándose del médico porque no les gusta el farmacéutico.

De hecho, Dios ha puesto la salvación en manos de nuestra libertad, libertad de dar, libertad de recibir, y no en manos de nuestra santidad. Eso que hace a la iglesia tan odiosa a los ojos de algunos, es justamente lo que nos salva: que la misa es siempre una misa, y la absolución es siempre una absolución, sea cual sea el estado de ánimo de quien la celebra. Porque éste, si no está siempre, o forzosamente, en amistad con Dios, siempre es libre de querer hacer el bien para los demás. La misericordia de Dios no soporta que la salvación de los otros pueda estar en peligro por la mediocridad de los cristianos.

Si se nos ofrece una invitación a adorar la misericordia, es que ella se encuentra ahí.

En efecto, si hay alguno que tenga derecho a ser purista y a no tolerar que su salvación sea indignamente administrada, ese es precisamente Dios. Pero él nunca toleraría amar antes a eso que se llama su «gloria» que a los pecadores. O más profundamente, no toleraría que la iglesia de Dios fuese la de su pureza, más bien que la de su misericordia. La gloria de su misericordia es precisamente querer que la salvación sea ofrecida a los hombres, incluso indignamente, antes de que no lo sea de ningún modo.

«Los salvaré, no importa cómo, pero los salvaré»: después de comprobarlo en varios pasajes de los evangelios, ¿no es esta una de las intuiciones centrales de la carta a los hebreos? Si no aceptamos como sacerdotes más que a seres de cristal, y no a seres de carne y sangre, sería necesario, en efecto, escoger entre la salvación impartida a cuentagotas por unos seres tan raros como los héroes de la caridad o la distribución de la salvación literalmente por no importa quién, con tal de que éste acepte ser separado de los demás a tal efecto. Y este consentimiento, si se da honradamente, es, por otra parte, la garantía más profunda que puede ofrecerse al sacerdote, el cual llegará también a la santidad a través de las vicisitudes de su miseria.

Pero hay algo crónico en la historia de la iglesia: todos los motivos son buenos para vaciar el sacramento de su realismo. Ya se pretenda respetar la transcendencia o ya se trate de proteger a los hombres haciéndoles la religión «fácil».

Dios no puede ser el médico de turno a quien tengamos que confiar extraños sentimientos tan indignos de él. Honest to God. Nuestros temores, nuestras cobardías, nuestras debilidades, no serían dignas de Dios. ¿Para qué confesar todas estas inutilidades? Así que, apoyándose en motivos pastorales, psicológicos o históricos, hoy se va abriendo paso por todas partes esta idea: liberemos a los humanos de las molestias de la confesión, con todo lo que la palabra guarda de matiz jansenista para un francés (incluso educado en la permisibilidad).

Conozco pocas páginas tan bellas y profundas sobre el sacramento de reconciliación, sobre la penitencia y la confesión, como las que abren el nuevo Ritual del sacramento en su versión francesa. No estoy seguro de que se haya entendido suficientemente el alcance de estas páginas. Son luminosas. Harán época en la historia del sacramento.

Probablemente no hayamos tenido nunca tantas oportunidades como hoy. Se ha puesto a nuestra disposición la plenitud de las formas del sacramento. Los textos son precisos, simples, admirablemente adaptados. Se respetan las situaciones. Se reconoce la variedad de posibilidades.

Y de nuevo el riesgo ha vuelto a aparecer. No ya de un sacramento reducido al terror del confesonario, sino, al contrario, banalizado por una solución simplista, aun cuando esta solución no se impone: la absolución colectiva. Se elimina, a veces, demasiado deprisa la posibilidad misma de un encuentro de fe. La absolución colectiva suplirá todo.

Pero son los pobres quienes, una vez más, corren el peligro de saborear los frutos amargos de estas soluciones, cuando, de acuerdo con el Ritual, no se imponen: pseudo-teología, pseudo-psiquiatría, pseudo-historia... Porque todo se une aquí para recordarnos que no hay salvación sin liberación, no hay liberación sin confesión y no hay confesión sin que uno se venga abajo.

1. Cf. C. Vogel, La pénitence et le pénitent I-II, Paris 1981; y el resumen que hemos dado bajo la guía del mismo padre Vogel, en On demande des pécheurs, Paris 1981, 157-166.

¿Quién es culpable?

«En un mundo donde no conocéis el sí y el no de nada, donde no hay ley moral ni intelectual, donde todo está permitido, donde no hay nada que esperar ni nada que perder, donde el mal no conlleva castigo ni el bien recompensa; en un mundo así, no hay drama porque no hay lucha, no hay lucha porque no existe nada que merezca la pena. Pero con la revelación cristiana, con las inmensas y enormes ideas del cielo y del infierno, las acciones humanas, el destino humano son investidos de un valor prodigioso. Somos capaces de hacer un bien infinito o un mal infinito. Debemos encontrar nuestro camino hacia cumbres de luz o hacia abismos de miseria. Somos como los actores de un drama donde nosotros somos los protagonistas. Para nosotros la vida es siempre nueva y siempre interesante, porque cada segundo tenemos algo nuevo que aprender y algo necesario que realizar. El último acto, como dice Pascal, es siempre sangriento, pero también es siempre magnífico, porque la religión no ha puesto sólo el drama en la vida, lo ha puesto a su término, en la muerte» (Claudel).

En el proceso judicial de los verdugos del campo de concentración de Treblinka, un abogado pregunta a uno de ellos, consejero en el ministerio del interior del III Reich y secretario de Estado después de la guerra, si había intentado conocer la verdad respecto al exterminio de los judíos. Respondió:

—«No, eso no dependía de mi jurisdicción».

—« ¿Qué hubiese hecho usted si hubiese tenido conocimiento oficialmente?».

—«Bueno, habría dicho: Eso concierne a un tal y un cual, véalo usted para ese asunto».

Uno se imagina hombres provocadores, salvajes, vociferantes. Pero son más importantes las carencias. Gentes que no saben, miradas que ya no ven, calles que se vacían. «Vea a un tal». Pero ese tal está ocupado. Ese tal no está ahí. «Ha venido». «Lo han llevado». La gente: todo el mundo y nadie.

¿Quién es entonces culpable?

El problema mismo parece que ya no se plantea: en un mundo donde no conocéis el sí y el no de nada, donde todo está permitido, ya no hay drama; es más, no es necesario que haya drama.

El drama no es solamente el de nuestra inercia frente a la confesión. Es más profundo; porque para elegir en la vida de cada día la verdad más exigente que existe, la de la misericordia, hay que amarla antes. Y no tenemos ganas de amar a los excluidos, a los pobres, a los pecadores, porque no tenemos ganas de exponernos a ese abismo, a esa pasión, la más grande que existe.

Ahora bien, la misericordia exige ser acogida, ser amada por ella misma, como una razón de vida, como la última razón, como se ama un rostro, como se ama al propio hijo, como se ama el rostro de Dios.

A uno le gustaría librarse de tener que amar, de tener que confiar, de tener que despojarse de sí mismo, de sentirse mermado por la verdad implacable de la propia miseria, de tener que referirse totalmente a otra luz, a otra voluntad distinta de la suya. Pero la verdad es que si uno no ama la misericordia por ella misma, independientemente de sus efectos, antes incluso de beneficiarse de ella, descubre la paradoja enloquecedora de que se ha vuelto incapaz de aceptarla, incluso para ser salvado. La misericordia tiene unas consecuencias tan explosivas que, incluso durante la vida de Jesús, los contemporáneos la rechazaron. Para cada uno de los grupos que pretendían detentar la verdad, esta idea de despojarse de sí mismo y dejarse conducir por la fe, recibir de otro la fuerza para actuar reconociendo así la propia miseria y su pobreza, era insoportable. Ya se emprenda la huida (los esenios), ya la rebelión (los celotes), o bien sea que se mida la salvación por la propia justicia (los fariseos), no se quiere tener necesidad ni de la misericordia ni de Dios.

Es el eterno drama cristiano, el drama propio del cristianismo: no se quiere el rostro de un Dios que sea misericordioso.

A este drama eterno, hoy se añade otro. Tiene apariencias de una liberación frente a ciertos rigorismos insoportables del pasado, y aún más, tiene apariencias de una exigencia evangélica... A primera vista es seductor, es arrebatador, se diría que uno se siente inclinado a aceptarlo como evidente y como si se tratase de la misericordia cristiana. Uno se siente tentado no sólo a suscribirlo, sino a acelerar aún más su proceso. Ya no nos movemos en un clima donde las realidades y las elecciones sean claras y evidentes. Tras la exigencia evangélica se ha infiltrado otra exigencia presente en todas partes: no queriendo ya que haya excluidos, llegamos a desear que la institución y la naturaleza de las cosas sean cambiadas de tal forma que no haya ya necesidad de misericordia.

No se trataría ya de invocar la misericordia, sino de modificar las cosas de tal manera que no tuviésemos ya ocasión de necesitarla. Se trata de invertir las cosas. En vez de reconocer que todos nosotros, todos los cristianos, somos pecadores, marginados de Dios, se prefiere decir que ya no hay marginados, que ya no hay pecadores y, entonces, uno siente la tentación de concluir: ¿Para qué seguir hablando de la necesidad de confesarse?

¿No sería este uno de los aspectos nuevos de la pastoral de la confesión, hoy? Preocupados con razón de reaccionar frente a las intolerables crispaciones del pasado, frente a todos los juricismos, a todas las burocracias, hemos llegado a otro fariseísmo. No es menos pernicioso que los anteriores. Tras la llamada a la comprensión, reiterada sin cesar, se oculta solapadamente una exigencia: se querría que no haya necesidad de misericordia. Esconde una rebelión contra la idea de que, por ser pecadores, necesitaríamos verdaderamente la salvación.

Sabemos que con mucha frecuencia el legalismo recubre en la iglesia la bondad del evangelio. Pero si miramos nuestras costumbres, nuestra práctica, nuestros hábitos, nuestras conversaciones: ¿es el fariseísmo de los hombres de bien el que nos amenaza hoy? o ¿no es más grave este fariseísmo que, por todos los medios, se las arregla para no oír hablar del perdón y de la reconciliación del sacramento de la penitencia porque eso revelaría al mismo tiempo la miseria y el pecado?

La crueldad del nuevo fariseísmo

Más que a la jerarquía, a la iglesia y a sus leyes, lo que se persigue es encausar a Dios mismo. Se oye decir que Dios es misericordioso. Entonces se le convoca, se le hace comparecer ante el tribunal supremo de la razón humana. Y se le piden cuentas sobre esta conducta misericordiosa.

En la sociedad permisiva de hoy, este fariseísmo renaciente nos tiende una trampa a nosotros los cristianos. ¡Tantas razones legítimas conducen a él...! Cierto, era muy necesario librarse de la miopía y de la hipocresía de las morales de lo prohibido y de lo obligatorio, y reemprender el camino del evangelio. Pero sabéis también en qué caricaturas se corre el peligro de caer. ¿Cómo, se dirá por ejemplo, seguir defendiendo una idea de pecado que se apoyaba muy a menudo en una disociación del amor y la sexualidad? ¿Por qué no permitir lo que no hace mal a nadie? ¿Cómo, se nos dirá también, podéis admitir a la reconciliación a aquellos que ayer vuestra necedad o vuestro orgullo eclesiástico tenía apartados de ella? Es verdad. Y se podrán alegar otras muchas razones que tienen su parte de verdad.

Si sólo tuviésemos que vérnoslas aquí con el fariseísmo que condena a los pecadores y a los excluidos, sería sencillo. No tendríamos más que echar mano de la rebelión de Cristo y defender a nuestros hermanos en nombre de esta rebelión del amor misericordioso. Pero se trata de otra actitud totalmente diferente. Es el fariseísmo que ya no quiere admitir que el pecador es pecador. Por eso hay que seguir defendiendo una y otra vez al pecador, pero mucho más profundamente. Hay que defenderlo porque con esta nueva manera de negar el mal, se quita a los pecadores, es decir, a todos nosotros, la posibilidad misma de ser amados tal como somos. Cuando tratan de convencernos de que ya no somos pecadores, cuando se nos niega nuestra propia realidad, es que no se nos quiere amar tal como somos, y, por el mismo hecho, se nos condena a una angustia sin duda más grande que la de las víctimas del fariseísmo anterior. El fariseo que nos declara que no somos pecadores, que todo está bien, que todo está permitido, ni siquiera nos deja la esperanza de encontrar a alguien que nos ame, que nos comprenda y nos ayude tal como somos verdaderamente.

Ahí pueden desembocar todas las buenas intenciones de nuestras reivindicaciones y reformas con apariencia de misericordia. Pensemos en algunos aspectos de la evolución actual del sacramento de la penitencia. No hay nada más cruel en ;la tierra que quitar a alguien la razón misma de su sufrimiento, si esto le priva de la razón de ser amado por lo que es.

Llamar al mal mal

A Dostoievski le fascinaba la tentación de disculpar todo. Escenifica las reacciones del pueblo frente a los condenados que atravesaban su aldea para ir al presidio de Siberia. Imagina este diálogo:

—«Es doloroso condenar a un hombre». Pues bien, ¡quedaos con vuestro dolor! La verdad es algo superior a vuestro dolor. En efecto, si estimamos que nosotros mismos, a veces, podemos ser peores que un criminal, confesamos con ello que somos medio culpables de su crimen. Si él ha infringido la ley que el mundo le había prescrito, nosotros somos los responsables de su enjuiciamiento. Porque si fuésemos mejores nosotros mismos, él también sería mejor y no tendría por qué presentarse hoy a la justicia.

¿Entonces hay que absolverlo?

—De ningún modo, al contrario, es precisamente ahí donde hay que llamar al mal mal, pero a su vez hay que cargar sobre sí con la mitad del veredicto. Pasemos el umbral del tribunal pensando que somos culpables. Que este desconsuelo que afecta a todos tan fuertemente en este momento y con el cual salíamos de la sala del tribunal, nos sirva de castigo. Si este dolor es sincero y profundo, nos purificará y nos hará mejores. Porque haciéndonos mejores es como corregiremos nuestro medio ambiente y lo haremos mejor.

¿Qué pasaría si el criminal que se prepara conscientemente a realizar su fechoría se dijera: «El crimen no existe»? ¿Lo seguiría llamando el pueblo un «desgraciado»? Puede que lo llamase así y ello no ofrece ninguna duda, porque el pueblo es compasivo; y nada más desdichado que este criminal que ha dejado de considerarse como un criminal: es un animal, una bestia. ¡Qué importa si él no sabe que es un animal y que ha desaparecido toda conciencia en él! No es sino doblemente desgraciado. Doblemente desgraciado, pero doblemente culpable. El pueblo tendrá piedad de él, pero no renunciará a su justicia. Al llamar a un criminal «desgraciado» el pueblo nunca ha dejado por ello de considerarlo un criminal. Y la mayor calamidad para nosotros sería si el pueblo mismo le diese la razón y respondiera: «No, no es culpable, porque el crimen no existe».

He estado en prisión y he visto criminales de cerca, criminales «resueltos». Fue una experiencia amarga. Ninguno hablaba de sus crímenes. Nunca pude captar la menor alusión. Estaba incluso prohibido hablar de sus crímenes en voz alta.

Acontecía a veces que uno lanzaba una palabra por desafío o para dar el pego y todo el dormitorio estaba allí, como un solo hombre para cerrarle el pico. No se admitía que se hablara de esto. Acaso ninguno de ellos pudiese evitar la sorda tortura interior, la que purifica. Recuerdo su fisonomía. ¡Oh!, podéis creerme, ninguno de ellos se consideraba justo en el fondo de su alma. Es más fácil purificarse a sí mismo por el sufrimiento, sí, más fácil, os lo digo yo, que soportar la suerte que vosotros reserváis para más de uno al absolverlos indistintamente. No hacéis más que insuflarle el cinismo, le sugerís las ganas de reírse de vosotros. ¿No me creéis? ¡Se burlará de vosotros, de vuestro juicio, del juicio de todo el país!

Infundís en su alma la incredulidad respecto a la justicia del pueblo y a la de Dios: le dejáis inquieto y turbado... Se irá pensando: «Mirad a dónde hemos llegado. Han cambiado de opinión, según parece. Tienen miedo». 2

2. Dostoievski, Journal d'un écrivain, Paris 1951, 110-121.


Los que querrían «arreglar las cosas», los que pretenden instaurar aquí una tolerancia, una complacencia bajo pretexto de introducir una forma superior de evolución moral, nos traicionan, nos desamparan y nos abandonan en una crueldad, peor que la de los fariseos a los que rechazaban. Aquellos al menos dejaban una verdad posible y su crudeza caía directamente bajo la condenación de Cristo.

Pero el que ante nuestro pecado viene a decirnos que está muy bien, el que nos hace creer, sea cual sea el pretexto, que ya no hay pecado, ese coopera, finalmente, a una desesperación peor que todos los rechazos. Algún día habrá que podamos expresar la desesperanza a que pueden conducir las utilizaciones pastorales más o menos apresuradas o, a veces, «supersticiosas» de las «ciencias humanas»...

Si, bajo pretexto de liberación, nuestra existencia llega a ser aséptica hasta el punto de que todo esté permitido y que ya no haya que convertirse, ni que llorar, ni que sufrir, ni que rezar, ¿qué esperanza nos quedará entonces de ser amados con nuestra misma miseria?

Nos toca a nosotros, cristianos, rechazar estas emisiones piratas que, con caricatura de liberación, quieren evitarnos el drama de ser y de reconocernos lo que somos. Es quizás, la oportunidad para la renovación actual, para comprobar estas falsas monedas por las que caemos en la trampa. Hay que aprender a rechazar los mercaderes de utopía que, bajo pretextos de repetir incansablemente las primaveras de la iglesia, desdramatizan nuestra existencia y, por eso mismo, le quitan su dignidad.

«Se piden pecadores», es decir, hombres que conocen sus destinos cargados de un valor prodigioso, capaces de un bien y de un mal infinitos; seres que rechazan la evasión de la comodidad, porque están convencidos, en nombre del cristianismo, de un ser-más que va unido a nuestra condición de pecadores.

En uno de sus diálogos a las puertas de la muerte, Malraux cuenta la confidencia de uno de sus amigos, médico psiquiatra. Hablando de los escépticos actuales el médico le dice:

Se juega con él «¿qué importa?». Pero para nosotros, médicos, es un síntoma que apenas perdona. Me acuerdo de una paciente que yo cuidaba de una neurosis al borde del suicidio. Había engañado a su marido mientras estaba prisionero. Destrozada, no exagero. Curada por las anfetaminas, desaparece, vuelve a aparecer después de unos meses y me dice: «Me pregunto por qué he dado realmente tanta importancia a todo esto». «Puede que haya un motivo, señora, porque usted me había dicho que no podía perdonarse el haber engañado a su marido; tanto más cuanto que, por entonces, él estaba prisionero, y usted es profundamente religiosa...». «¡Doctor, si no hubiese estado prisionero, no hubiera tenido necesidad de engañarlo! En cuanto a mis sentimientos religiosos, si Dios no me comprende, ¡quién me va a comprender!».

Sí, Dios nos comprenderá, pero no como nosotros lo entendemos, no en nombre de una condescendencia que disimule nuestras faltas y siga nuestro juego, sino en una luz que nos impide hacer trampas, para recrearnos mejor.

El culpable no espera que le digan: «Has matado, pero eso no es grave, no es más que un problema de condicionamiento, de herencia, de hormonas o de determinismo... se te quiere y todo va bien...». No, espera que el que le habla tenga el corazón lo suficientemente destrozado como para decirle: «Soy culpable contigo. Soy tan asesino como tú». Espera de nosotros ese corazón destrozado por la verdad de nuestro pecado; tan grave, aunque quizá más escondido, como lo es el suyo. Entonces, si anunciamos la misericordia de Dios, podremos encontrar la liberación prometida a los cautivos, la que permite al pecador confesar a su hermano pecador: «Lo que te doy lo recibo de ti». Podremos entonces decir a aquel que se cree más excluido que nosotros: «Es el mismo amor que Dios tiene por ti, el que nos ha revelado a nosotros, los justos, que no valemos más que tú, porque tampoco nosotros podemos ser amados con otro amor».

El santo monje Sósimo profetiza: «Si todos comprendieran esto, mañana la tierra entera se volvería un paraíso». ¿Qué puede 'hacer que los hombres encuentren el paraíso en la tierra, si no para el mundo entero, al menos para ellos? ¿Qué lleva a Sósimo a lanzar este grito: «El paraíso en la tierra»?

Para explicarse sólo evoca una confesión, exactamente la confesión a la que llegaba, tras seis años de prisión, el asesino Jacques Fesch: la confesión que lo decide todo, que abre o cierra la única liberación final de toda nuestra vida.

Vosotros, los que ya no podéis con vuestro pasado, escuchad esta confesión, y también vosotros, los que repetís día tras día con el padrenuestro: «Pero ¿qué me haría falta entonces para cambiar mi naturaleza?». Vosotros, los que no llegáis a abandonar los condicionamientos de vuestro pecado, los que os creéis excluidos, marginados, o fuera del amor de Dios; y todos nosotros, los que tenemos miedo a saber quiénes somos realmente, o los que estamos cansados de saberlo, nosotros a quienes nos duele la pregunta punzante: ¿quién me comprenderá?, escuchemos esta confesión. Contiene la verdad que libera de todo temor. Ha sido llevada por el Cristo de Getsemaní por cada uno de nosotros y en nuestro lugar. Ella prueba el único valor verdadero. Sí, escuchemos lo que los pecadores, los criminales y los excluidos han comprendido antes que nosotros y murmuran muy bajo para que nosotros, los «justos», tengamos la fuerza de repetirlo.

He aquí esa confesión: «Somos culpables, somos culpables de todo, por todos y ante todos». Entonces, se puede añadir verdaderamente: «Si todos comprendiesen esto, sería el paraíso en la tierra». Aquí comienza la misericordia. Aquí el mal es abolido por el único paraíso que existe digno de los hombres.

 

4

Salir de la obsesión
pero no de la culpabilidad

Las críticas que se pueden levantar contra la confesión son las de siempre. La historia del sacramento de la penitencia es una historia de largos tanteos con breves períodos de frágil equilibrio. Toda crítica es preciosa, cualquiera que sea la época, la filosofía o la teología, o la manera de practicar el sacramento, si se refiere a lo que está en la base: la culpabilidad. Cuando se evoca la dicha del perdón no se dice más que una banalidad a no ser que se entienda bajo estas palabras una realidad tan paradójica que uno duda en llamarla con términos propios y que yo mismo he renunciado a ponerla como título del presente capítulo.

Debería haberlo titulado: la dicha de ser culpable. Y no por provocación, porque, en contra de las apariencias, el evangelio y las psicologías más modernas, coinciden aquí plenamente. Sí, con el evangelio y con lo mejor de las investigaciones actuales, me atrevo a afirmar que la culpabilidad es fuente y lugar por excelencia para un descubrimiento decisivo: el de la creación continua del hombre por sí mismo. Un humano no es humano más que cuando franquea este umbral, más allá del cual acepta, no en el miedo o la ansiedad, sino en la angustia de descubrir lo que es, hasta el extremo de sus propios límites.

Ahora bien, somos muy hábiles no sólo para cerrarnos a esta angustia, sino para desembarazarnos de la cuestión misma. Uno ya no tiene ni siquiera que hacer ascos a la confesión puesto que se ha eludido lo esencial, por el hecho de que ya no haría falta hablar de culpabilidad. ¿Cómo? Aún estáis ahí, se nos dice, con estos problemas de confesión, cuando se ha procedido hace mucho tiempo a la amplia depuración de los tabús y los remordimientos morbosos que envenenaban a los cristianos. Cualquier psicología sirve cuando se trata de «liberarnos». Podríamos tomar la frase de santa Teresa de Avila: «Para ayudarme a caer, tenía amigos en cantidad, pero para levantarme me encontraba completamente sola». Cuando se trata de confesarse, ya no se encuentran hoy muchos amigos...

Mi intención aquí, no es solamente abogar por reconocer la función de la culpabilidad en toda vida humana, y por tanto, la función del sacramento. Voy más lejos. Digo que rechazar la verdadera culpabilidad es hacer imposible la dicha del perdón y quitar incluso a los que sufren la posibilidad de reconocerla.

Pero reconozcamos previamente que existe una falsa culpabilidad. Es evidente. Uno de los mayores servicios que los filósofos contemporáneos y algunos médicos nos han hecho (pienso, por supuesto, después de Nietzsche y de Freud, en Nabert, Deleuze, Guattari, Foucauld, Lyotard, así como en Diel o Minkowski), es el de ayudarnos a distinguir la verdadera y la falsa culpabilidad, y es un servicio inmenso.

Hay una desculpabilización auténtica porque hay una falsa culpabilidad. Freud ha señalado muy bien esta ambivalencia del sentimiento de culpabilidad y no hay ninguna dificultad en reconocerlo. La culpabilidad puede ser morbosa. Mientras no descubramos dónde está nuestra verdadera debilidad, corremos el riesgo de dejarnos llevar por rumbo equivocado. Uno puede acusarse de que no tiene bastante energía, bastante fuerza, bastante valor, constancia, obediencia, humildad, castidad o moderación; todo esto es cierto pero ahí no está nuestra verdadera culpabilidad. Si nos quedamos en estas acusaciones, nos enrolamos en una empresa desesperada: la creación de un universo fantástico y aberrante, de

un mundo irreal y justificador, que es precisamente el universo mórbido de la falta. Entonces, o bien se abandona todo un día u otro, o bien se trata de «sacralizar» el hundimiento que uno siente, y que no es más que un pseudo-hundimiento, y hasta puede que una manera de evitar la verdad. Nos quedamos en un remordimiento que pretendería que la falta no hubiese tenido lugar. Sufriremos por la falta, pero no podemos suprimirla, entonces uno se lamenta, pero sin esperanza... Y es la obsesión. La de la condenación de sí mismo en una culpabilidad desesperada.

Dios se convierte, entonces, en ese «Mirón» del que habla Sartre, frente al cual uno no sería más que un sometido, una cosa, un objeto de mirada: «Os siento hasta en mis huesos —dice el personaje de Huis-Clos—, podéis lavaros la boca. ¿Detenéis vuestro pensamiento? Lo oigo, hace tic-tac, como un despertador y yo sé que escucháis el mío. Estáis en todas partes. Me habéis robado hasta mi rostro; lo conocéis, pero yo no lo conozco».

Si la confesión fuese esto, tendrían razón los que la rechazan. Porque tendríamos un Dios que, por un lado aumentaría el miedo y, por otro, pediría una inocencia imposible. La actitud de Cristo es exactamente inversa. Él quita el miedo. Pero nunca dispensa de afrontar la verdad, y, por tanto, la angustia de esta verdad. Cristo no dispensa de este encuentro con uno mismo: Pedro, Zaqueo, la Samaritana, María Magdalena, no quedan dispensados de descubrirse culpables, es decir, lo que son en realidad. Cristo no propone que se vuelva a encontrar la inocencia primera. Al contrario, descubre esta pérdida. Pero él libera de la búsqueda vana de esta inocencia al liberar, a los que cuentan con él, de esta preocupación del pasado, para volverlos hacia el futuro. Desplaza el punto de aplicación de la angustia. La verdadera culpabilidad no se curará por un olvido afectado, ni por un olvido real, que es imposible a las solas fuerzas humanas. Aparece en el momento en que los hombres descubren la verdadera fuente de su real debilidad. Mientras no la hemos descubierto, estamos como prisioneros, alucinados, nos debatimos contra los fantasmas de nuestro orgullo herido o de nuestra vergüenza.

Verdadera y falsa culpabilidad

Y he aquí que Cristo viene a iluminar de nuevo. Nos lleva a descubrir que nuestra verdadera culpabilidad es mucho más profunda que las infidelidades provenientes de nuestras faltas y que no somos culpables, en primer lugar, porque seamos débiles, avaros, ladrones, impúdicos o violentos, sino porque no amamos y porque rehusamos reconocer esta incapacidad profunda para amar. Descubriendo dónde está la verdadera culpabilidad, es como comienza cada cual a liberarse, poco a poco, de las falsas culpabilidades.

Ya no se trata de reparar el pasado, sino de transformarlo. No se trata de reconquistar una inocencia imposible, sino de saberse uno pecador-perdonado, porque es amado. No se trata de creer que uno evitará la angustia, al contrario, se trata de aceptarla como fecunda, como fuente de comunicación con todos nuestros hermanos, como la llamada más profunda que pueda haber en nosotros; esta llamada que nace de la aceptación de nuestra insuficiencia y se dirige de uno mismo a uno mismo y que nos compromete a seguir nuestro perfeccionamiento, porque hemos descubierto, en un más allá de nosotros, una fuente creadora, una fuerza de vida más fuerte que nuestro miedo o nuestra vergüenza.

La verdadera culpabilidad es la que, al aceptar el reconocimiento de la herida, nos empuja a volvernos hacia alguien distinto de nosotros para amar y lo garantiza aceptando una palabra de luz y de verdad, lo cual transforma así nuestra vida. No se vuelve solamente al pasado. Sabe que la vida del hombre, no tiene nada de definitivo, nada de decidido, nada sobre lo que se pueda trazar una línea, nada de «pasado».

Como podemos

Partimos como podemos, como partió el hijo pródigo, simplemente porque ya no podía más debido al hambre, a la insatisfacción. Y nosotros no somos más brillantes. El tener que confesarse es muy a menudo embarazoso. Inútil ocultarlo. Fue ante el que lo amaba donde el hijo pródigo descubrió que su verdadera culpabilidad no era la que él creía. Si este descubrimiento es gozoso, es porque va acompañado del descubrimiento del perdón, pero lo es también, y en primer lugar, porque nos permite encontrar en última instancia lo que hay que hacer para salir del miedo frente a uno mismo, que acecha a todo ser humano clarividente. El amor es siempre un amor «reencontrado», porque se descubre mucho más grande de lo que uno pensaba. A medida que se comprenden sus exigencias, como Pedro por ejemplo, se llora por haberlas desconocido.

Uno creía amar y permanecía confortable en su tranquilidad de conciencia. Pero no hay amor confortable. El amor es una fuerza temible que nos arranca de nuestro confort. Une estas dos características totalmente contradictorias para nuestra insensibilidad. Es fuego, volcán, intensidad, posesión, locura. Es al mismo tiempo soplo imperceptible, timidez, delicadeza, respeto y silencio.

Las lágrimas de Pedro fueron eficaces porque manifestaban el desgarro de no estar al nivel de aquel cuya delicadeza le llamaba con una discreción infinita. La penitencia será siempre como el combate de Jacob: un drama en el cual el amor es temible, no porque el amante actúe con poder y dominación, sino al contrario, porque está infinitamente indefenso. Es como una tortura, quizás, pero como una «tortura» amorosa, que infringiría un niño a un adulto, para que el adulto se vuelva, a su vez, indefenso como un niño.

He aquí la verdadera culpabilidad y ¡toda una dicha! : Reconocer a Dios como un ser que ama e indefenso... Decís a Dios en vuestra oración: «Padre nuestro», «Padre nuestro que estás en los cielos...». Pero ¿no os sentís también atraídos por la oración que, cada fiesta de navidad, inclina a los hombres ante un niño y les permite decir a Cristo mismo: «Pequeño mío...»? Quizás únicamente cuando pronunciamos esta oración, puede penetrarnos sin temor el descubrimiento de nuestra tosquedad.

Uno no descubre su propia dureza, su propia violencia desde fuera, sino solamente desde dentro.

Por el simple hecho de descubrirla, uno se acerca ya un poco a la verdad, y porque se acerca a ella, es por lo que se descubre que es realmente una dicha. Es exactamente lo que descubre Pedro cuando llora después de haber reencontrado la mirada de Cristo: esa culpabilidad fundamental de haber sido bárbaro frente al amor, peor aún que no amar. Nos resistimos. Ese fue el drama de Cristo, el encontrarse ante «corazones lentos para creer y espíritus sin inteligencia».

Cómo podría Dios hacérnoslo creer, sino haciéndonos descubrir que nuestras traiciones o nuestros pecados visibles o escandalosos no son más que la manifestación de algo mucho más fundamental y que toca a nuestra identidad misma: no saber amar verdaderamente. He aquí lo que es el gozo del perdón y de la contricción. Estamos, pues, en el momento en que el hijo pródigo se arroja en los brazos de su padre... Ahora se da verdaderamente el sacramento.

Como el hijo pródigo, todo cristiano es invitado a servirse de la distancia que existe, y que él es libre de descubrir en su vida, entre su tosquedad y la pureza del amor para ir hacia este amor. Y se le invita a hacer de este camino, que es, normalmente, un camino de lágrimas, un camino de aproximación, de intimidad, de proximidad, justamente porque el amor se ha compadecido de nuestra fragilidad.

«Ven, dice Dios al hijo pródigo. Ven, no como si estuvieses preparado, al contrario, ven porque no eres digno, ni capaz, ni puro. Y yo te purificaré por este mismo ponerte en camino. No tengas miedo a lavarte en la sangre de mi Hijo; ha sido derramada para la reconciliación, para la reconciliación de todos».

 

5

No se nos dispensa
de la confesión

Se puede divagar indefinidamente sobre la distinción de los pecados, o hacer como si el problema de la confesión no existiera. Esquivarlo sería una traición. Quienes reducen la confesión de las faltas a una mera cuestión de disciplina eclesiástica más o menos arbitraria o facultativa, se engañan y nos engañan. Más allá de los vaivenes de la historia, el evangelio y las conclusiones más firmes de los filósofos modernos coinciden una vez más. No es cuestión de un cambio de disciplina o de tradición. Es más profundo y más simple.

Al final de Crimen y castigo, vemos a Raskolnikov, el asesino, derrumbarse en el momento en que la mujer que él ama le lee en el evangelio de san Juan la resurrección de Lázaro. Esta mujer había descubierto, por su parte, el drama de ser una prostituta. Ahora bien, ¿qué le propone ella a aquel que ama, y justamente porque lo ama y lo quiere salvar? Sabe muy bien que eso le va a conducir a prisión. Le pide una sola cosa: confesar, confesar su crimen.

Cuando Gaston Baty llevó la novela de Dostoievski al teatro, tuvo una idea genial para representar el matrimonio de Sonia y de Raskolnikov: en el último cuadro se veía a Raskolnikov, el homicida, avanzar lentamente por la plaza de la iglesia que simbolizaba a Dios y, ante los transeúntes, que representaban a la sociedad, se oía a Raskolnikov repetir la confesión de su crimen; hacía nuevamente a Sonia, la mujer que amaba, pero esta vez en voz alta y delante de todo el mundo, esta confesión que le había hecho a solas. ¡Qué celebración comunitaria!

Bergson decía que el criminal cuyo crimen se ignora, es un desconocido para los demás, que lo toman por un ser distinto de lo que realmente es; en cierto sentido no existe, decía, aunque exista para sí mismo. Por ello toda confesión es una liberación. La que puede permitirnos a todos nosotros decir antes de morir: «Yo valgo más que mi vida».

Es la esencia misma de lo que Dios nos propone en el momento de la confesión: integrar mi historia en la historia de la salvación. Hay un desfase entre yo y mi historia, entre mi persona y mis actos. Mis actos están realizados, pasados, se me escapan y se acumulan detrás de mí. Ahora bien, han creado un desorden, han sido un fracaso en el amor. Y es en el amor, en ese amor que tengo por mí mismo, por los demás, por la comunidad, donde Dios me invita a intervenir, a reparar, a restaurar. Me da ese poder inaudito de recuperar, de recoger mi pasado, de renovar el poder creador de mi libertad, de protestar contra los fracasos que he inflingido al Amor. Es mucho más que una inocencia recobrada. Es la restauración del sentido mismo de mi vida, porque el sentido definitivo de mi pasado depende de mi porvenir. Con la única condición de reconocer en primer lugar lo que ha sido.

No es un problemita de sacristía. Es el único camino para la victoria sobre el mal aquí abajo, del cual somos responsables. El único que nos permite dominar el tiempo y el remordimiento del pasado, asumir el presente como un futuro, comenzado ya misteriosamente, vivir la historia de la salvación, ser verdaderamente libre. «Creer en el perdón de los pecados, es la prueba decisiva por la que un hombre se hace espíritu; el que no cree en esto no es espíritu».

Cualquier cosa que uno haga, una sola palabra, una palabra sencilla, bastará siempre para designar la verdad total de la culpabilidad en su valor creador y no morboso: esto es la confesión. Toda confesión auténtica tiene una doble dimensión: es al mismo tiempo una confesión de amor y una confesión de culpabilidad, y es el sentimiento más profundo que puede haber en el alma humana.

Confesarse a otro, es siempre declararle que se le ama y que uno se reconoce débil, impotente, culpable, incluso indigno del amor que le profesa y que se pide su ayuda para ser salvado. El poderoso ignora el amor, ignora la culpabilidad; ser poderoso es imaginarse inocente, por tanto, superior. En la confesión universal de esta culpabilidad es donde reside la verdadera fuente de la igualdad entre todos los hombres. Toda confesión auténtica es una oración dirigida a otro para que nos ayude a realizar mejor nuestro fin, que es crearse uno mismo con la ayuda de los demás. La confesión supera aquello que se confiesa, porque se refiere, en definitiva, a uno mismo. A un «yo mismo» muy insuficientemente conocido, que se busca, que recorre un itinerario, que se sabe en camino y ruega a otro que le ayude en su caminar. La confesión es proximidad de otro. Es mi responsabilidad por él: es ser guardián del hermano, es ser su rehén, es decir, un yo que se consume por él. Y es lo que establece la más profunda de las fraternidades y de las libertades. ¡Quienes suprimen la acusación bajo el pretexto de renovar la confesión, se equivocan! Se corre el peligro de conseguir lo contrario: al suprimir la acusación se retira la fuente misma de nuestra fraternidad y de nuestra libertad.

¿Y la absolución colectiva?

La iglesia no ha inventado lo que propone Dios: que el que viene hacia su padre para pedir su perdón, se derrumba. Es todo lo que el hijo pródigo hizo. La confesión es un venirse abajo. Cualquiera que retenga voluntariamente algo que sabe que es grave, no se viene abajo. Eso es todo. No se trata en primer lugar de un catálogo de faltas. Si uno guarda para sí alguna cosa porque parece humillante, uno no se derrumba, y no puede conocer la dicha del perdón. Es evidente: el que disimula, rehúsa servirse de su pecado para el bien, no busca acercarse al amor por el rodeo mismo del pecado.

No es problema de cantidad, de curiosidad, de búsqueda malsana, sino problema de libertad para el que es feliz de derrumbarse vaciando todo el peso que lo aplastaba. Si, en nuestras celebraciones comunitarias, nos servimos de nuestras absoluciones colectivas para eximir de la dicha de la verdad, de la dicha de ser culpable, ¿cómo pretender que haya todavía un auténtico perdón?

Necesitaremos, sin duda, mucho tiempo, como se necesitó mucho tiempo para sacar todas las consecuencias de un mejor entendimiento de la eucaristía. ¡Y todavía estamos lejos del objetivo! Salimos felizmente de la atmósfera congestionada, aterradora y crispada de las confesiones de antes, y eso, entre otras razones, por la feliz puesta en práctica de las celebraciones comunitarias. Pero si fuéramos lógicos, presentiríamos quizás que el resultado de estos primeros acondicionamientos corre el peligro de no ser el que pensábamos.

Hemos abierto la puerta, sin sospecharlo, a algo mucho más delicado de lo que podemos imaginar. Porque ¿no corre el peligro la confesión colectiva de reclamar una confesión pública...? Es una pregunta que hago, pero, ¿acaso es bueno que nos inclinemos por ello? ¿Qué significaría una absolución que fuese sin ruptura, sin preparación, sin confesión? ¿Qué significaría la absolución de un pecador mudo? Ningún juridismo, por amplio que sea, puede responder por nosotros, y sería inútil hablar tan a menudo de encarnación y de valores humanos, si la encarnación se detuviese a este lado del punto donde están en juego decisivamente nuestra responsabilidad y nuestra identidad. Aquí no nos burlamos de Dios, nos burlamos de nuestra miseria y de nuestra libertad.

Cristo no dispensó a María Magdalena del gesto de llorar. Simón el fariseo, tenía también, quizás, en su corazón los mismos sentimientos, pero no los manifestó y este fue precisamente el único reproche de Cristo: «Simón, tú no manifiestas nada. Mira a esta mujer. Se ha postrado y con ese gesto ha expresado su condición y su amor».

El problema no es buscar subterfugios para el amor. Uno de los grandes apóstoles de la misericordia en la iglesia de hoy, después del padre Lataste, el padre Jacques Nourrissat, durante una estancia con los condenados a la pena capital en una prisión de los Estados Unidos, en el sector llamado «el corredor de la muerte», cuenta así lo que le confiaba uno de los condenados: «La gente cree que lo más duro es el juicio de los hombres en los tribunales. Para mí no ha significado nada. Yo me he odiado durante los tres primeros años de prisión, como nadie puede odiarse. . He tratado de suicidarme, mis amigos me lo han impedido. Cuanto más me miraba, más me odiaba y no podía hallar en mí ningún atisbo de bondad... Al cabo de los tres años, una mañana, dije a aquel que llaman Dios: `Si existes, sólo tú puedes amarme, y, sobre todo, enseñarme a que yo mismo me ame.' Entonces —cuenta el padre Nourrissat—, el que me hablaba se puso de rodillas y empezó a tomar conciencia de la esperanza que había en él. Volvió la paz. Este año, cuando volví a verlo en su prisión, me dijo: `Ahora he comprendido que era Cristo quien me enseñaba a amarme.' Su rostro —concluye el padre Nourrissat—, era tan radiante como su interior, había llegado a ser libre».

 

6

Cumple tu deber de sacerdote

Siempre me ha conmovido confesar. Puedo decir que la tarea de confesar marcó muy pronto mi vida sacerdotal de una manera que no olvidaré jamás.

Si me preguntáis qué gestos me han afectado más en mi vida de sacerdote, no sabría qué escoger. Entre otros muchos hay uno, sin embargo, cuyo recuerdo me impresiona. No faltaré a la discreción contándolo porque la persona afectada me ha autorizado expresamente a hablar de él. He tenido la suerte de vivir muchos años no lejos de mi padre. Y de este hombre rudo, directo, veraz, he recibido el testimonio increíble de una confianza total, cada vez que, a lo largo de quince años, me pedía confesarse. Nunca olvidaré su reflexión la primera vez: «Cumple tu deber de sacerdote...». Aquel día supe para siempre que podíamos ser hombres libres, que nada en la tierra, a no ser uno mismo, podía impedirnos encontrar la liberación y testimoniar que Dios no es sino misericordia.

Es como si hubiese oído, repetido por mi propio padre, lo que Sósimo respondió a su hermano cuando éste confiesa: —«Sí, tengo miedo; tengo miedo a morir».

—«No temas nada y no tengas nunca miedo, no te entristezcas. Dios perdona todo, con tal de que dure el arrepentimiento. No hay pecado que Dios no perdone sobre la tierra a quien se arrepiente sinceramente.

El hombre no puede cometer ningún pecado capaz de agotar el amor infinito de Dios. Porque ¿puede existir un pecado que sea mayor que el amor de Dios? No pienses sino en arrepentirte y destierra todo temor. Cree que Dios te ama como tú no puedes figurártelo, que te ama a pesar de tu pecado y en tu pecado. Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por diez justos. No te aflijas por motivo de los demás y no te irrites por las injurias. Perdona en tu corazón al difunto todas sus ofensas hacia ti, reconcíliate con él de verdad. Si te arrepientes es que amas. Ahora bien, si amas, estás ya en Dios...».

El verdadero «secreto de la confesión» quizás está ahí.