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Padre nuestro
que estás en los cielos


La imagen de Dios inequívocamente preferida por el Nuevo Testamento es la de «Padre». El propio Jesús habla a Dios y de Dios casi exclusivamente de esta manera. Por eso estamos todos tan familiarizados con esta forma de representar a Dios. Y, sin embargo, es muy fácil que se nos escape el auténtico significado bíblico de esta imagen, debido, en parte, a la devaluación que en nuestro tiempo ha padecido la paternidad. Hace más de veinte años escribía Alexander Mitscherlich su famosa obra Auf dem Weg zur vaterlosen Gesellschaft,1 donde describía e interpretaba ese deslizamiento del mundo occidental hacia una «sociedad sin padre». Este movimiento se ha intensificado con el tiempo, hasta el punto de que, quince años más tarde, Lance Morriw podía escribir que, de los cincuenta mil padres que habían respondido a una encuesta de la periodista Ann Landers, una mayoría del 70 % habían respondido que, si pudieran volver atrás, ya no querrían tener hijos, pues era algo que no merecía la pena.2 Esta reciente depreciación de la función parental es una de las razones por las que al hombre de hoy le cuesta tanto captar el concepto escriturístico de «padre». Se ha abierto un profundo abismo entre la comprensión de este concepto en la actualidad y la del mundo bíblico. Pensamos con demasiada facilidad que la palabra «padre» tiene actualmente el mismo contenido que tenía en tiempos de Jesús. Pero lo cierto es que, para Jesús y sus contemporáneos, la función del padre abarcaba mucho más que en la actualidad. En nuestro mundo moderno, los jóvenes crecen en una sociedad sumamente complicada y sometida a la especialización, y reciben muy diversas influencias lejos del hogar. En tiempos de Jesús, el niño dependía casi exclusivamente de su padre y su madre, lo cual engendraba necesariamente una intimidad entre el padre y el hijo, un profundo vínculo que lo englobaba todo y que resulta infrecuente en nuestros días.

En esta perspectiva socio-histórica debemos tener muy en cuenta los dos aspectos esenciales de la significación escriturística. En primer lugar, «padre» significa señor y soberano, control absoluto y autoridad. y además, expresa fidelidad previsora y amorosa. Siempre que se emplea el término, y aunque el acento pueda variar, interfieren ambas corrientes.

Son pocos los textos del Antiguo Testamento que denominan a Dios «Padre». Las fuentes más antiguas muestran a un Dios que es Padre del pueblo en su conjunto. Pero en los libros más recientes del propio Antiguo Testamento también se llama a Dios «padre» de una persona.

He aquí algunos ejemplos en este sentido que subrayan, sobre todo, el aspecto de la autoridad:

— En primer lugar, unos versículos del cántico con el que Moisés resume la historia de Dios con su pueblo:

«¿Así pagáis a Yahvé, pueblo insensato y necio? ¿No es él tu padre, el que te creó, el que te hizo y te fundó? (...) ¡Desdeñas a la Roca que te dio el ser; olvidas al Dios que te engendró! Yahvé lo ha visto y, en su cólera, ha desechado a sus hijos e hijas» (Dt 32, 6. 18-19).

«Pues bien, Yahvé, tú eres nuestro Padre;

nosotros la arcilla, y tú el alfarero:

todos nosotros somos hechura de tus manos» (Is 64, 7).

También se subraya a veces la misericordia y el cuidado que Dios tiene de los suyos:

«Observa los cielos y ve

desde tu aposento santo y glorioso. ¿Dónde están tu celo y tu fuerza, la conmoción de tus entrañas?

¿Es que tus entrañas se han cerrado para mí?

Porque tú eres nuestro Padre,

que Abraham no nos conoce ni Israel nos recuerda.

Tú, Yahvé, eres nuestro Padre,

tu nombre es 'El que nos rescata' desde siempre» (Is 63, 15-16).

«Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. (...) Fui yo quien le enseñé a caminar,

tomándolo en mis brazos. (...) Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor,

y era con ellos como quien alza a un niño contra su mejilla. (...)

Mi corazón se me revuelve dentro,

a la vez que mis entrañas se estremecen.

No ejecutaré el ardor de mi cólera ni volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no hombre;

en medio de ti, yo el Santo,

y no me gusta destruir» (vv. 1. 3a.4.8c-9).

Pero es en las promesas del Señor a David donde por primera vez se le llama a Dios «padre» de una persona:

«Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo» (2 Sam 7, 14).

«El me dirá: 'Tú eres mi Padre,mi Roca y mi salvación'. Le guardaré mi amor por siempre,

y mi alianza le será fiel» (Sal 89 [881, 27.29).

Sin embargo, habrá que esperar al final del Antiguo Testamento para ver a un individuo dirigirse a Dios como a un padre:

«Oh, Señor, padre y dueño de mi vida, no me abandones al capricho de mis labios ni permitas que por ellos caiga.

(...)

«Oh, Señor, padre y Dios de mi vida, no me des altanería de ojos...» (Sir 23, 1.4).

«Clamé al Señor, Padre de mi Señor: ¡No me abandones en días de tribulación, en el día de la ruina y la desolación! » (Sir 61, 10).

Si los pasajes del Antiguo Testamento en que a Dios se le llama «padre» son escasos, abundan, sin embargo, en el Nuevo Testamento. Jesús se dirige a Dios constantemente como a su Padre. Sólo en el capítulo 6 de Mateo son 12 las veces en que Jesús llama a Dios su «Padre». Y en el conjunto de los cuatro evangelios, la expresión aparece 177 veces. Es la primera y la última palabra de Jesús que nos refiere el evangelio de Lucas. Cuando Jesús tiene doce años, le oímos decir:

«¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).

Y antes de su muerte, pronuncia estas últimas palabras:

« ¡Padre, en tus manos pongo mi espíritu! » (Lc 23, 46).

Entre ambos momentos, los evangelios refieren otras muchos ocasiones en las que Jesús se dirige a su «Padre».

Hijo de Dios en un sentido realmente único de la expresión, Jesús no guarda tal privilegio para sí. Al enseñarnos a dirigirnos a Dios de la misma manera que lo hace él, comparte con nosotros la intimidad que tiene con el Padre. Y este hecho participativo constituye el núcleo mismo de su misión. En su discurso de despedida, afirma:

«Nadie va al Padre si no es a través de mí» (Jn 14, 6).

Indudablemente, son muchos los hombres que llegan a Dios sin haber conocido a Jesús. Basta con pensar en las grandes religiones del mundo, como el hinduismo o el budismo. ¡Y cuán sinceros y generosos son frecuentemente sus esfuerzos en su búsqueda de Dios! ; ¡cuán profundas y hasta místicas sus experiencias! Sin embargo, a pesar de tan innegable profundidad espiritual, sólo muy raramente llegan (si es que llegan alguna vez) a conocer a Dios como «Padre».3 Es evidente que uno de los mayores tesoros que Jesús nos ha traído es la posibilidad de acceder a la paternidad divina.

En la relación «filial» de Jesús descubrimos los dos aspectos del significado escriturístico de la palabra «Padre». También para Jesús es el Padre señor y soberano:

« ¡Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra...! » (Mt 11, 25).

Y es a causa de su soberanía por lo que Dios debe ser obedecido:

«Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34).

«Yo hago siempre lo que a él le agrada (Jn 8, 29).

Sin embargo, también el otro aspecto se halla presente, y lo está con un extraordinario grado de confianza y de intimidad. Lo cual hace que Jesús se dirija a su Padre con el tierno y afectuoso nombre de Abbá. Los armónicos de este diminutivo nos excederán siempre; pero al menos podemos percibir en él algo de la intimidad existente entre Jesús y su Padre. Estamos tocando aquí el corazón mismo de su personalidad. Esta relación-Abbá es el fundamento de la persona de Jesús. Es una relación que le libera de todo interés propio y le hace capaz de mantener con todos y cada uno de nosotros un contacto irrestricto, abierto, sim-pático y liberador .4

También nosotros estamos no sólo invitados, sino llamados a acceder a esa calurosa y liberadora relación con el Padre. Pablo afirma explícitamente:

«En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ' ¡Abbá, Padre! '» (Rm 8, 14-15).

La angustia con respecto al pasado, lo mismo que el miedo al futuro, puede provocar tremendos deterioros: puede ponernos a la defensiva, cerrándonos a todo progreso, y puede también impulsarnos a una huida hacia adelante, por miedo a quedar bloqueados. El miedo es muchas veces causa de falta de caridad para con los demás y de fariseísmo en nuestra relación con Dios. Lo que podamos hacer bajo su influencia jamás producirá los frutos del Espíritu. Sólo una conciencia profundamente arraigada de que Dios es nuestro Abba podrá eliminar el miedo, dando lugar al florecimiento de una nueva libertad: esa libertad que hacía a Jesús tan atractivo y tan auténtico. Nosotros tenemos el privilegio de poder compartir la intimidad de Jesús con su Padre. El Hijo desea glorificar en nosotros a su Padre con nuestra manera de vivir. Desea

Juan no es menos entusiasta que Pablo cuando habla de nuestra «relación-Abbá»:

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamar-

nos hijos de Dios, pues ¡lo somos! » (1 Jn 3, 1).

Es éste el fruto más importante de la encarnación y el punto culminante del prólogo del evangelio de Juan:

«Pero a todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12).

La paternidad de Dios implica que, en reciprocidad, el hombre cumpla su voluntad, le obedezca. Para Jesús, esto constituía su alimento, y lo mismo exige de todos cuantos desean seguirle. Es la piedra de toque de la autenticidad de nuestra fe en el Padre:

«No todo el que me diga: '¡Señor, Señor!' entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21).

«El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50).

Dios es Padre: he ahí la Buena Noticia que vino Jesús a traernos; y el creer en ella no sólo con la mente, sino también con el corazón, lo cambio todo.

42 EL NOS AMO PRIMERO PADRE NUESTRO QUE ESTAS EN LOS CIELOS 43

Si consideramos ahora la paternidad divina a partir de nuestra propia experiencia personal, observaremos las dimensiones siguientes: iniciativa, amor, atención, espacio, raíces, perdón y universalidad.

El padre toma la iniciativa. Todo padre es creador y suscita la vida. Ama al hijo antes aún de que éste nazca. Por eso puede decir san Agustín: «Creasti me quia amasti me» («Me creaste porque me has amado»). y efectivamente, el Padre celestial no empieza a amar a su hijo después de crearlo, ni siquiera mientras lo crea, sino que su amor es la causa misma de su creación. Estamos tocando aquí la liberadora verdad del amor previo —prior dilectio- que tan profundamente inspiró a San Bernardo, y del que escribe Juan en su Primera Carta:

«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (1 Jn 4, 10).

Un padre da gratuitamente. Su amor no se basa en nada. Asume el riesgo de procrear. Y nadie puede garantizar que el hijo vaya a ser física, mental o moralmente sano. Lo único que el padre puede hacer es amar con tanta bondad que su hijo resulte igualmente bueno. Así es nuestro Padre celestial.

La paternidad supone amor, es decir, ternura y calor, amabilidad, confianza y solicitud.

«Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahvé para quienes le temen» (Sal 103 [102], 13).

«Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor...» (Os 11, 4).

Y si resulta evidente que el hijo depende de su padre, igualmente evidente es lo contrario. La felicidad de los padres está fuertemente influenciada, positiva o negativamente, por la evolución del hijo, porque los padres se hallan ligados a él de mil maneras.

El amor le hace a uno vulnerable. Una verdadera paternidad significa un crecimiento en la abnegación. ¿No se ha olvidado el hombre con demasiada frecuencia de aplicar este principio a Dios y no ha reducido al Padre a una mera caricatura por causa de este olvido? ¿No está el cristiano excesivamente influenciado por la filosofía de Aristóteles, que llamaba a Dios «el motor inmóvil» y, consiguientemente, lo describía como absolutamente inaccesible e insensible? ¿No estaría, pues, justificada, al menos en parte, la mordaz observación del enciclopedista Diderot, según el cual ningún padre terrenal querría parecerse al Padre celestial?

Del amor del Padre fluye su solicitud, su atención, lo cual mueve a Pedro a dar este consejo:

«Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros» (1 Pe 5, 7; Sal 55 [54], 23).

¡Cuántas preocupaciones inútiles nos ahorraría el comprender esto...! El propio Jesús lo dice con mayor fuerza aún:

«Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7, 11).

«¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos

de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos» (Mt 10, 29-31).

El padre procura al hijo el espacio necesario para llegar a ser él mismo. Al ofrecerle una seguridad y un espacio en los que pueda desarrollarse una vida autónoma, el padre provoca al hijo a tomar conciencia de su individualidad. Puesto que le ha dado un nombre, todos pueden dirigirse al hijo, y éste puede responder personalmente. El nombre le da al hijo una identidad y suscita unas responsabilidades propias. Del mismo modo, el Padre celestial nos ha llamado a cada uno por nuestro nombre. Y añade Jesús:

«La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y así seréis mis discípulos» (Jn 15, 8).

Es también a mi padre a quien yo debo mis raíces. Se han sucedido millares de generaciones; han muerto mis antepasados...; pero cuando muere mi padre, yo me quedo huérfano. Si mis raíces se hunden en mis antepasados, es a través de mi padre. Y tenemos, ahora más que nunca, necesidad de esas raíces. Suele decirse que, gracias a la TV, el mundo moderno se ha convertido en una gran casa. Pero también es verdad lo contrario: nuestra morada se ha hecho tan enorme que ya no estamos nunca en nuestra propia casa. Según la Biblia, la historia humana se remonta a cuatro mil años antes de Jesucristo. Sabemos ahora que esos años son millones de años, en los que una vida humana se pierde como un minúsculo fragmento microscópico. La sensación de no tener ya raíces provoca angustia e inquietud. Cuando llamamos «Padre nuestro» a Dios, pensamos, ante todo, en su bondad y solicitud; sin embargo, hay algo más: hay también seguridad, confianza básica y arraigo:

«Permaneced arraigados y cimentados en el amor» (Ef 3, 17).

Freud considera la fe en Dios como una prolongación infantil de la relación con el padre. Pero ¿no será al revés? ¿No estará la relación con nuestro padre arraigada en una relación anterior y más profunda con Dios nuestro Padre?

«Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra...» (Ef 3, 14-15).

O bien, modificando ligeramente la imagen, ¿no es la relación con Dios como Padre nuestro la que nos arraiga en el fundamento más profundo de nuestro ser?

Según el mensaje bíblico, el padre perdona. El más hermoso intento de Jesús por describir a su Padre es la parábola del hijo pródigo. El amor del padre a su hijo es tan desinteresado y tan puro que no hay huella alguna de orgullo herido o de egoísmo amargo en su corazón, y puede abrazar a su hijo fugitivo sin hacerle ningún reproche. Y al hacerlo así le devuelve la vida:

«Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Lc 15, 24).

El padre, que antaño le dio la vida, puede también devolvérsela. La conciencia de que el padre es capaz de hacer volver a la vida constituye un elemento esencial del mensaje de Cristo. El Padre es garante de una nueva aurora, de la posibilidad constante de volver a comenzar.

Y una última característica de la paternidad divina es la universalidad:

«Hace salir su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45).

Dios es el Padre de todos los hombres y de cada uno de nosotros, y desea que vivamos como hermanos y hermanas de una misma familia Y es que somos realmente hermanos y hermanas: no sobre un fundamento romántico (el Alle Menschen werden Brüder —«Todos los hombres serán hermanos»— de Schiller y Beethoven); tampoco sobre el fundamento abstracto de una ideología humana. Nuestra fraternidad no proviene de la sangre ni de un impulso de la carne, sino que es una realidad divina. En comparación con el Antiguo, el Nuevo Testamento evoca una mayor intimidad con Dios, de donde dimana una universalidad más amplia y una unión más fuerte entre todos los hombres. Allí donde reina la fe en la paternidad de Dios, allí se hace más sólida la unidad entre los hombres. Caridad y unidad son los signos por excelencia que hacen creíble y auténtica nuestra fe.

Al margen del objeto de este capítulo, conviene reseñar un delicado e importante aspecto relacionado con él. Hemos hablado del significado escriturístico, literal y figurado, de la palabra «Padre». Pero ¿qué ocurre con una persona cuya experiencia personal con su padre no ha sido positiva? Cuando se habla de Dios como Padre delante de un auditorio, puede constatarse que algunas personas se sienten un tanto incómodas. El mejor consejo que puede darse en un tema tan delicado —y un consejo que conduce a la esperanza— me parece que lo da Victor E. Frankl:5

«Una valoración completamente determinista de la religión afirma que la vida religiosa personal se encuentra condicionada, porque descansa en las experiencias propias de la primera infancia, y que el concepto que tenemos de Dios depende de la imagen que tengamos de nuestro padre. En contra de esta opinión, es bien sabido que el hijo de un borracho no se hace necesariamente borracho; del mismo modo, un hombre puede resistirse al influjo pernicioso de una imagen paterna aterradora y establecer una sana relación con Dios. Ni siquiera la peor de las imágenes del padre debe necesariamente impedir a nadie establecer una buena relación con Dios. Más aún: una profunda vida religiosa suministra los recursos necesarios para superar el posible odio contra el padre. Y a la inversa: una vida religiosa pobre no debe ser imputada en todos los casos a factores de desarrollo mental».

Y Frankl apoya esta observación en una prolongada experiencia:

«Una encuesta estadística referida a un grupo representativo, realizada por mi equipo del Hospital Policlínico de Viena, revela que una tercera parte de los pacientes que poseen una imagen positiva del padre han abandonado la religión en el transcurso de su vida, mientras que la mayoría de las personas encuestadas y que poseían una imagen paterna negativa han logrado, a pesar de ello, cultivar una actitud positiva en relación a los asuntos religiosos».


Dios de todos los tiempos y de todas las generaciones:
Jesús de Nazaret nos ha dado en herencia
tu nombre de Padre
y nos ha revelado
que a ti te debía todo su ser y su personalidad,
que su unidad contigo era el misterio de su vida.
Gracias a él,
nos eres accesible
y nos fascinas.
Ahora sabemos
que no eres tan sólo la fuente de nuestra existencia,
sino que eres un padre solícito y amante
en quien podemos confiar absolutamente.
Te pedimos nos concedas recibir siempre de él,
con sumo respeto, tu Nombre,
mantenerlo auténticamente vivo entre nosotros
y transmitirlo fielmente,
ahora y por todos los siglos. Amén.

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1 («Hacia una sociedad sin padre»). El subtítulo es: «Ideas para una psicología social» (Piper, München 1963).
2 LANCE MORROW, «Time Essay», en Time (5 de marzo de 1979), p. 42.
3 «El infiel que no conoce al Hijo ignora, por consiguiente, al Padre y al Espíritu Santo... No hay que extrañarse, pues, conociendo a Dios menos que nosotros, también le ame menos. Sin embargo, también él sabe perfectamente que se debe todo entero a Dios, a quien reconoce como el autor de todo su ser»: S. BERNARDO, Tratado del amor de Dios, n. 14 (PL 182, 982).4 Cf. P. VAN BREEMEN, Je t'ai appelé par ton nom, cap.
4, Fayard, París 1985, p. 80. que a través nuestro irradie algo de la plenitud de vida y del esplendor del Padre. Y el Padre, a su vez, desea glorificar en nosotros a su Hijo, para que el Espíritu de Jesús siga viviendo en nosotros. De este modo nos convertimos en una encarnación en la que se renueva el misterio del Hijo.
5 V. E. FRANKL, Man's Search for Meaning. An Introduc- tion to Logotherapy, Beacon Press, Boston 1966, p. 134.