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El Señor es mi Pastor


Los pastores desempeñan un importante papel en el Antiguo Testamento y, debido a sus características, se convierten en «imágenes de Dios». El término semítico expresa perfectamente el estilo de vida dinámico de los israelitas nómadas. Y es que, de hecho, desde sus comienzos fueron un pueblo en constante movimiento. El nomadismo es un estilo de vida sumamente vulnerable. Continuamente expuestos a todo tipo de peligros (animales salvajes, inclemencias climatológicas...), los primeros hebreos debían estar constantemente en guardia. Esta indispensable vigilancia en la vida cotidiana ejerció una profunda influencia en el carácter de aquel pueblo. Mucho más tarde, los judíos, convertidos en un pueblo sedentario y agrícola, ofrecían los primeros frutos de sus cosechas en el curso de una ceremonia que comenzaba con estas palabras:

«Mi padre era un arameo errante...» (Dt 26, 5).

Las palabras de aquella oración conservaban viva la tradición originaria de sus antepasados nómadas.

Que el pueblo judío había sido en sus orígenes un pueblo de pastores, resulta evidente si se considera a algunas de las grandes figuras de su historia. Está, en primer lugar, Abraham, padre del pueblo escogido, pastor de regia estirpe, propietario de rebaños tan numerosos que la región no era suficiente para apacentar a la vez a su ganado y al de su sobrino Lot (Gn 13). Está también Moisés, el legislador y padre de la nación, que guardaba los rebaños de su suegro Jetró cuando se le apareció el Señor desde la zarza ardiente y le encomendó la misión de liberar de Egipto a su pueblo Israel (Ex 3). Y como garantía de dicha misión, quiso Dios revelar su nombre a Moisés. Por último, está David, el fundador de la dinastía, de quien debe nacer el Mesías. David guardaba el rebaño de su padre cuando llegó Samuel a Belén para ungir como rey de Israel y sucesor de Saúl a uno de los hijos de Jesé. Cuando éste, lleno de orgullo, hubo presentado a siete de sus hijos como posibles candidatos, el sumo sacerdote no quedó aún satisfecho. Y a las preguntas de Samuel, respondió Jesé:

«Todavía falta el más pequeño, que está guardando el rebaño» (1 Sam 16, 11).

Fueron, pues, a buscar a David al pastizal y, sin demora, ungió Samuel al joven pastor en presencia del padre y los hermanos de éste. No le falta razón, pues, al salmo 78 [ 77 ] cuando dice:

«Y eligió a David su servidor,

lo sacó de los apriscos del rebaño,

lo trajo de detrás de las ovejas,

para pastorear a su pueblo Jacob

y a Israel, su heredad.

El los pastoreaba con corazón perfecto,

y con mano diestra los guiaba» (vv. 70-72).

Así pues, las más grandes figuras de la historia judía son pastores, exactamente igual que el pueblo al que conducen. Dado que esta profesión no sólo resulta infrecuente hoy día en nuestro mundo occidental, sino que además difiere considerablemente de la tradición semítica originaria, conviene que examinemos más de cerca el concepto de pastor tal como se concibe en el Antiguo Testamento.

Hay en hebreo tres sinónimos para expresar el concepto de «pastor». Lo cual no debe sorprender, porque, cuanto mayor es el papel que un concepto desempeña en la vida de un pueblo, tanto más numerosos son los términos que se emplean para designarlo. Los esquimales, por ejemplo, disponen de quince palabras distintas para designar la «nieve». Hay tribus africanas en las que se usan hasta veinte nombres distintos para referirse a lo que nosotros llamamos simplemente «plátano». Y los indonesios, por poner otro ejemplo, tienen cinco palabras diferentes para referirse al arroz, según cuál sea la fase de crecimiento en que éste se encuentre.

Aunque las tres palabras hebreas para referirse al pastor tengan fundamentalmente el mismo significado, cada una de ellas posee un matiz propio. En un caso será el estar habitualmente en guardia, en actitud vigilante, dispuesto a afrontar un peligro inminente; en otro, el observar con agudeza y escudriñar con la máxima atención; y en otro, por último, el prever el futuro para que no le pille a uno de sorpresa. Son, pues, tres palabras con una común dimensión activa.

Esta observación de carácter etimológico nos enseña que el pastor encarna los tres referidos aspectos. El pastor está totalmente despierto, vigilante, en guardia, dispuesto, atento y previsor-Mace unos años, conocía a unos jóvenes flamencos que habían hecho a pie un largo recorrido a través de Francia. Me contaron que una mañana, al topar con un pastor que cuidaba su rebaño, decidieron quedarse con él todo el día. Y al final de la jornada, aquellos jóvenes cayeron en la cuenta, con asombro, de que el pastor no se había sentado en todo el día. De cuando en cuando, se apoyaba en su cayado, pero sin sentarse, para no perder de vista al rebaño.

Un pastor es una persona plenamente dedicada, en sentido estricto. Hay una especie de mística del pastor, el cual vive con y para su rebaño. Una hermosa expresión de esta mentalidad la tenemos en la pequeña parábola que emplea Natán para abrirle los ojos al rey David después del asunto de éste con Betsabé. El profeta habla del pobre que

«...no tenía más que una corderilla que había comprado. Ella iba creciendo con él y sus hijos, comiendo su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno, igual que una hija...» (2 Sam 12, 3).

Un misionero que vivía con los pastores de la llanura libanesa de la Bekaa 1 me contaba que muchos de ellos dormían, literalmente, en medio de sus animales... y se les notaba en el olor. Así es como el pastor conoce a sus animales, y éstos le conocen a él. Vive tan cerca de ellos que puede sentir perfectamente lo que ellos viven. Ninguna anomalia o defecto escapa a su atención. La autoridad que posee sobre sus animales está totalmente basada en su constante presencia, en su dedicación y en los cuidados que les dispensa.

1 El P. Nicolás KLUITERS, S. J., Víctima de los acontecimientos del Líbano, fue martirizado el 14 de marzo de 1985, no lejos de su parroquia.

El pastor no es una persona débil de carácter, sino una persona dispuesta a derramar su sangre, si es preciso, por defender a sus animales. También en este sentido nos proporciona David un ejemplo típico, relatado en el capítulo 17 del libro I de Samuel. El padre de David había enviado a su hijo al campamento militar para llevar alimentos a sus tres hermanos, empeñados en la guerra contra los filisteos. Y estando allí, vio David como Goliat provocaba al ejército de Israel desafiando a quien quisiera atreverse a luchar con él en combate singular. Extrañado David de que nadie tuviera el valor de aceptar el desafío, se ofreció él mismo a luchar con el gigante. Y cuando el rey Saúl trató de disuadirle, argumentando que David no era más que un niño, absolutamente incapacitado para oponer la menor resistencia al gigante, David le respondió:

«Cuando tu siervo estaba guardando el rebaño de su padre y venía el león o el oso y se llevaba una oveja del rebaño, salía tras él, le golpeaba y se la arrancaba de sus fauces, y si revolvía contra mí, lo sujetaba por la quijada y lo golpeaba hasta matarlo. Tu siervo ha dado muerte al león y al oso, y ese filisteo incircunciso será como uno de ellos, pues ha insultado a las huestes de Díos vivo» (1 Sam 17, 34-36).

Es un ejemplo sumamente expresivo del valor de un aprendiz de pastor...

Totalmente dedicado y valeroso, un pastor tiene también responsabilidades económicas. En aquel tiempo no había billetes de banco ni «obligaciones»: el capital se invertía íntegramente en los rebaños confiados al pastor. Cuando se perdía alguna res, el pastor tenía que dar cuenta de ella y restituirla. Esta confianza y este sentido de la responsabilidad es también uno de los rasgos de Jesús, el Buen Pastor. Recordemos cómo dice aquello de que

«...la voluntad del que me ha enviado es que no pierda nada de lo que el me ha dado» (Jn 6, 39).

Y al final de su vida dice:

«Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos, y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura» (Jn 17, 12).

Por el contrario, un mal pastor es un verdadero escándalo. Muchos pasajes del Antiguo Testamento condenan expresa y vehementemente al pastor que no cumple con su deber:

«Por eso, pastores, escuchad la palabra de Yahvé: Por mi vida, oráculo del Señor Yahvé, lo juro: porque mi rebaño ha quedado expuesto al pillaje y se ha hecho pasto de todas las bestias del campo por falta de pastor, porque mis pastores no se ocupan de mi rebaño, porque ellos, los pastores, se apacientan a sí mismos y no apacientan mi rebaño; por eso, pastores, escuchad la palabra de Yahvé. Así dice el Señor Yahvé: aquí estoy yo contra los pastores. Reclamaré mi rebaño de sus manos y les quitaré de apacentar mi rebaño. Así los pastores no volverán a apacentarse a sí mismos. Yo arrancaré mis ovejas de su boca, y no serán más su presa» (Ez 34, 7-10).

« ¡Miserables pastores, que dejan perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos! Por eso, así habla Yahvé, el Dios de Israel contra los pastores que apacientan a mi pueblo: vosotros habéis dispersado a mis ovejas, las habéis empujado y no las habéis atendido. Pues bien, voy a pasaros revista por vuestras malas obras, oráculo de Yahvé» (Jer 23, 1-2).

Estas duras palabras a propósito de los malos pastores dejan traslucir, por contraste, lo que debe ser un buen pastor.

* * *

Dueño de una tan gloriosa tradición pastoril, es perfectamente normal que aquel pueblo emplee la imagen del pastor para designar a su Dios. Tenemos abundantes ejemplos:

«El Señor es mi pastor, nada me falta»,

dice el salmo 23 [22], salmo del que afirmaba Immanuel Kant que le había proporcionado mayor consuelo que todos los libros que había leído.

«Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como a un rebaño» (Sal 80 [79], 2).

«Sí, él es nuestro Dios,
y nosotros el pueblo que él pastorea,
el rebaño que guía su mano» (Sal 95 [94], 7).

«He aquí que el Señor viene con poder... Como un pastor, conduce a su rebaño; recoge en brazos a los corderillos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las ovejas que amamantan a sus crías» (Is 40, 10-11).

Al emplear la imagen del pastor para referirse a su Dios, el pueblo elegido atribuye al Señor las características que se desprenden de su propia experiencia pastoril. Y esto diferencia su concepto «Dios» del de los pueblos circundantes. El más importante de estos rasgos característicos es la presencia activa del Señor en medio de su pueblo. Con el tiempo, este concepto se irá ampliando hasta abarcar la conciencia de la omnipresencia de Dios, atributo típico de las religiones surgidas del judaísmo. En las antiguas religiones naturales orientales, el dios era algo estático que residía en su templo, desde donde ejercía su influjo. Allí era donde se le encontraba; y allí recibía los sacrificios que se le ofrecían. Cuando el adorador salía del templo, el dios no se movía de allí. El Señor es distinto: acompaña a su pueblo:

«Estableceré mi morada en medio de vosotros y no os rechazaré; andaré en medio de vosotros y seré para vosotros Dios, y vosotros seréis para mí mi pueblo» (Lev 26, 11-12).

El nombre de YHWH revelado a Moisés desde la raza ardiente es un nombre misterioso. No transmite su secreto. Y ésta es, tal vez, la razón por la que no podía ser revelado. Se han escrito libros enteros que especulan acerca del significado de estas cuatro letras hebraicas. Pero una cosa es segura: este nombre hay que entenderlo de un modo existencial, no como una noción filosófica de la esencia. El filósofo judío Martin Buber sugiere como traducción: «Yo estoy donde tú estás», o «Yo estoy ahí». Lo cual expresa una presencia efectiva, completamente abierta y no circunscrita. Y al mismo tiempo, esta presencia es profundamente afirmativa, confirmadora, dadora de una sensación de seguridad. Si Buber tiene razón, el nombre «Emmanuel» encaja perfectamente en la línea del nombre YHWH. La conclusión del evangelio de Mateo sería entonces la elaboración última de la significación veterotestamentaria del «Nombre»:

«Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). 9

La idea judía de Dios es una idea dinámica, relacional. Al Señor se le encuentra y se le experimenta dondequiera que uno vaya. El Salmo 139 [138] expresa dicha presencia de un modo que ya se ha hecho clásico:

«¿Adónde iré yo lejos de tu aliento? ¿Adónde podré huir de tu rostro?

Si subo hasta los cielos, allí estás tú;

si en el sheol me acuesto, allí te encuentro. Si tomo las alas de la aurora

y voy a parar a lo último del mar, también allí tu mano me conduce, tu diestra me aprehende.

Aunque diga: ' ¡Cúbrame al menos la tiniebla

y sea noche la luz en torno a mí! , ni la tiniebla es tenebrosa para ti, y la noche es luminosa como el día» (vv. 7-12).

No se trata de una bella teoría, sino de una experiencia de fe. Los judíos aprendieron a conocer a Dios como su pastor. Tuvieron la experiencia de su fidelidad; y esta fidelidad es una roca sobre la que pueden construir su vida. Lo cual les proporciona una sensación de seguridad. Hay un espléndido salmo en el que no aparece ni una sola vez la palabra «pastor» y que, sin embargo, sólo pudo ser concebido en una nación enteramente familiarizada con la idea de que Dios es comparable a un pastor:

«Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?

El auxilio me viene del Señor,

que hizo el cielo y la tierra.

¡No permita él que titubee tu pie! ¡Que no se duerma tu guardián!

No, no duerme ni dormita

el guardián de Israel.

El Señor es tu guardián y tu sombra;

el Señor está a tu diestra.

De día, el sol no te hará daño,

ni la luna de noche.

El Señor te guarda de todo mal;

el Señor guarda tu vida.

El Señor guarda tus salidas y tus entradas

desde ahora y por siempre» (Sal 121 [ 120 ] ).

De este convencimiento vivía Israel. Su religión no tenía nada de abstracto, sino que era una experiencia humana y vivida de la realidad divina; una realidad tan profunda y tan fuerte que constituirá la piedra angular de la nación judía. «Glorificar a Dios» significaba relatar la historia, iluminar su significado y transmitirla de generación en generación.

* * *

Elevándola hasta el nivel divino, los hombres aplican a Dios la imagen del pastor. Pero Dios, a su vez, llama a los hombres a hacerse pastores en su nombre. El concepto de «pastor» retorna de este modo a su nivel humano, con lo cual se cierra el círculo. El primero en ser llamado a apacentar al pueblo será el Mesías, el hijo de David. Más tarde, otros reemprenderán la tarea de Jesús y proseguirán su misión.

En el capítulo 34 de Ezequiel hallamos reunidas todas las características del pastor:

«Yo suscitaré, para ponerlo al frente de mi rebaño, un pastor único que lo apacentará: mi siervo David. El lo apacentará y será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos» (vv 23-24).

Los siete versículos siguientes, donde se emplea la imagen del pastor, explican la obra del Mesías, el cual, en nombre del Señor, cuida de su rebaño. Todavía hoy, este pasaje ofrece las pautas de todo servicio pastoral.

En el Nuevo Testamento, y particularmente en el capítulo 10 del evangelio de Juan, Jesús se aplica a sí mismo la imagen del «Buen Pastor», que era la imagen preferida de los primeros cristianos. Lo que el crucifijo es hoy para nosotros lo era la figura del Buen Pastor para la Iglesia primitiva, como lo atestiguan las numerosas representaciones pictóricas y en bajorrelieve que del Buen Pastor se conservan en las catacumbas. Por el contrario, el crucifijo más antiguo data del siglo V.2 Estamos tan habituados a la representación del Señor crucificado que nos resultaría muy difícil comprender la impresión que les habría producido a los primeros cristianos la visión de un crucifijo. Muchas veces apreciamos el valor artístico de un crucifijo y apenas captamos la terrible realidad que representa. Dice un proverbio que no se mienta la soga en casa del ahorcado. Pues bien, la Iglesia de los primeros tiempos vivía con una sensibilidad semejante, y ello explica en parte por qué tardó tanto en aparecer la cruz en el arte cristiano y por qué tuvo tan amplia aceptación la fecunda imagen del Buen Pastor. Al utodesignarse como el Buen Pastor, Jesús revela mucho acerca de sí mismo y acerca de su Padre. Desde el comienzo subraya que la pre-

2 La más antigua representación de Jesús en la cruz que conocemos se encuentra en un relicario de marfil, de comienzos del siglo V, actualmente en el Britis Museum de Londres. Del mismo siglo V existe también un crucifijo esculpido en la puerta principal de la iglesia de Santa Sabina, en la curia generalicia de los dominicos en Roma.
 

sencia de Dios, al igual que la de un pastor, no es general ni impersonal, sino individual y muy personal:

«A cada una de sus ovejas las llama por su nombre» (Jn 10,4).
«El va delante de ellas, y ellas le siguen, porque conocen su voz» (Jn 10,4).
«Yo conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí, del mismo modo que el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre» (Jn 10, 14-15).
 

Esta comparación hace referencia a una práctica del tiempo de Jesús: por la noche solían reunirse rebaños en un mismo redil. Al amanecer, cada pastor llamaba a sus ovejas, las cuales, al reconocer la voz de su amo, le seguían al pastizal. El reconocimiento mutuo de las ovejas y el pastor es algo tan significativo que Jesús lo compara a su relación íntima con el Padre. Donde resuena la voz del Buen Pastor, allí reina el «shalom»: seguridad, protección, alimento...

La misma preocupación por la persona se detecta en la parábola de la oveja perdida (Lc 15, 3-7). El pastor abandona a las otras noventa y nueve ovejas en el desierto, para ir a buscar a la que se ha perdido. En Mc 6, 34, Jesús se compadece de la multitud y le da de comer. Pero todavía hace algo más: en absoluta donación de sí, Jesús paga el precio, asume lo que se le exige al pastor: da su vida por sus ovejas viviendo para ellas, muriendo por ellas, alimentándolas con su propia carne. El Salmo 23 [22], que afirma:

«Tú preparas ante mí una mesa... rebosante está mi copa...» (v. 5),

se cumple de manera ostensible.

Por una misteriosa paradoja, el pastor debe convertirse en cordero. Y en esta inversión de términos oímos cómo resuenan ciertos armónicos:

«Como cordero llevado al matadero, como oveja ante los que la trasquilan, tampoco él abrió la boca» (Is 53, 7).

«El Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 7, 17).

Pero no será el Mesías el único que habrá de apacentar el rebaño en nombre del Señor. Otros compartirán con él esta misión:

«Os pondré pastores según mi corazón que os den pasto de conocimiento y prudencia» (Jer 3,15).

Dios necesita hombres y mujeres que cuiden de su pueblo. Nosotros debemos encarnar su vida y su amor, su solicitud y su fidelidad. Somos sus servidores elegidos, y actuamos en su nombre y en su espíritu. Hemos sido investidos por el propio Dios. Las raíces de nuestra misión, basada en las necesidades del pueblo, son profundas, pues tienen su origen en Dios. Pedro describe esta tarea pastoral:

«Apacentad la grey de Dios que os ha sido encomendada, vigilando no de manera forzada, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el Mayoral, recibiréis la corona de gloria que no se marchita» (1 Pe 5,2-4).

Pero no basta con los cuidados y la atención, y Pedro insiste en ello. Como verdaderos pastores, debemos respetar a aquellos a quienes servimos. El respeto es el corazón mismo del amor. ¿Cómo vamos a proseguir la obra del pastor si carecemos de ese respeto?

El Nuevo Testamento subraya también la necesidad de poseer un agudo sentido de la responsabilidad, característica tan evidente del pastor en el Antiguo Testamento. Tenemos un buen ejemplo a este respecto en la despedida de Pablo a los ancianos de Mileto:

«Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con su propia sangre. Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también sé que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que harán cosas perversas para arrastrar a los discípulos detrás de sí. Por tanto, vigilad y acordaos de que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros» (Hch 20, 28-31).

Creer en Dios significa reconocer que él vela por nosotros como un pastor. Crecer en la fe significa vivir con una conciencia cada vez mayor de esta solicitud. La madurez de la fe consiste en compartir esta solicitud de Dios para con los demás.

«Dios Todopoderoso,

Tú eres el pastor

junto a quien toda criatura se siente segura. Tú velas por nosotros con ternura y respeto. Estás siempre cerca de nosotros

de un modo activo y amoroso.

Y para que esta solicitud se haga visible y tangible, nos has dado a tu Hijo,

que por nosotros dio su vida

y fue llevado como un cordero al matadero. Concédenos la gracia de sabernos

plenamente seguros bajo tu protección

y de conservar siempre esa paz profunda que el mundo no puede dar ni quitar.

Te pedimos también que, por nuestra parte, sepamos cuidar con amor

de aquellos que nos has confiado,

a fin de que crezca tu Reino,

ahora y siempre y por toda la eternidad. Amén.