TÚ ERES BUENO

Cuando oigo esta palabra «bueno» comienzan a resonar en mí todas las campanas de la nostalgia. ¡Bueno! La palabra suena en mi oído y me imagino que una buena madre me coloca su mano amorosa sobre mi frente, que un buen amigo me toma por la mano y me conduce poco a poco por el borde de un precipicio, casi sin que yo me dé cuenta del peligro que me acecha. Un hombre bueno... Qué a gusto oigo estas palabras, pero casi me parece que contienen una contradicción interna. Quizás todavía llegue yo a comprender lo de una buena madre o un buen amigo, pero un hombre bueno, eso es harina de otro costal. Incluso llego a comprender la bondad de la maternidad, la bondad de la amistad, pero el que uno en cuanto hombre sea bueno, el que la bondad no le sea solamente un accidente, el que no se extienda únicamente a alguna parte de su ser (una buena madre y un buen amigo no necesitan imprescindiblemente ser hombres buenos), sino que se inserte totalmente en su interior y lo abarque plenamente, eso me parece tan hermoso como para no creerlo a la ligera. Porque nosotros, los hombres todos, tenemos alguna herida y un punto flaco en nuestro ser, lo he experimentado con demasiada frecuencia y debo asentirlo con dolor, y quizás se me rasgan viejas heridas cuando pienso que en cierta ocasión creí en este o en aquel hombre, creí de verdad en él y levanté los castillos de mi esperanza sobre él y pensé que era bueno..., pero cuando luego le conocí de más cerca, cuando tanteé su ser por todos sus lados, apareció un punto que no era bueno, que sonaba a hueco y que era vacío y engaño. Cuántas veces ha sangrado mi corazón cuando he tenido que separarme así de un hombre y he pensado que este engaño sobre un hombre, a quien se cree y en quien se cree, es una de las cosas más amargas que un hombre puede experimentar.

En muy raras ocasiones me encuentro yo con un hombre (quizás sean dos o tres, ¿o sólo es uno?; de todas formas puedo contarlos con los dedos de una mano) que nunca me desilusiona. Hubo en cierta ocasión alguien en mi vida cuyo atractivo nunca más me abandonó, que me atrajo irresistiblemente, que extendía a su alrededor un fluido misterioso que tanto bien me hacía. Era uno que ya en su exterior dejaba adivinar la bondad y la paz clarificadas e iluminadas. Encerraba en sí una gran riqueza interna, pero no una riqueza a la que encerró temeroso en cajones y armarios que la hiciesen difícil, sino una plenitud que debía difundir a su alrededor. Era uno que no era feliz si no regalaba o no podía regalar aunque sólo fuese una buena palabra, una mirada amorosa, una sonrisa confortadora. ¿Se separó alguna vez alguien de él sin resultar mejor, más alegre y más seguro? ¿Qué es lo que pasa que siempre que le veía a él debía pensar yo en ti, oh Dios? Una vez me encontré con un hombre así y te doy gracias, Señor, por esta gracia, ya que ese hombre ha sido una de las mayores gracias de mi vida. Pero luego me desapareció, y no sé si todavía sigue siendo así; e incluso temo volver a encontrármelo por miedo de que también pudiera estar equivocado sobre él, de que su riqueza pueda agotarse y él entre tanto pueda haberse cansado y desesperado de los hombres. En cierta ocasión se presentó un joven a tu Hijo y le dijo: «¡Maestro bueno!» Pero el Salvador le replicó: «¿Por qué me llamas bueno? ¡Sólo uno es bueno, Dios!» Esta es una respuesta oscura. ¿Se resiste el Salvador a dejarse llamar bueno porque no quiere tener ninguna ventaja sobre nosotros, los hombres, o quiere decir al joven: «Tienes razón de llamarme bueno, pero yo soy bueno por una causa distinta de la que tú crees. Tú opinas que soy un hombre bueno, pero en realidad soy bueno porque no soy solamente un hombre, sino Dios. La raíz de mi bondad está en una cosa totalmente distinta de lo que tú ves en mis ojos y de cuya existencia no sabes nada»? Pero de todas maneras yo deduzco algo de estas palabras: el que nosotros, los hombres, no somos buenos en verdad y que una de las cosas más problemáticas es el que yo llame bueno a un hombre, y que realmente es una ilusión o un engaño el que yo diga: un hombre bueno. En realidad me choca este testimonio de tu Hijo contra toda la bondad humana porque él ha amado a los hombres de verdad, con todas sus fuerzas. No era ningún enemigo de la humanidad, alguien que se hubiese desilusionado y desesperado de los hombres; en la boca de alguno así podría yo comprender esta expresión, pero en la boca de nuestro amable Salvador me parece casi una contradicción frente a todo lo demás que por otra parte ha hecho con los hombres o dicho de ellos. Porque propiamente creyó siempre en el buen fondo de los hombres y apeló a esa base buena con frecuencia. Pero quizás quiera él decir con ello que este buen fondo en nosotros propiamente no es nuestro, sino que nos viene desde fuera, que es una gracia y un regalo, un préstamo de aquél que es el único bueno, de Dios. El no puede pensar que no tengamos nada bueno en nosotros porque se relacionó con hombres que eran buenos como, por ejemplo, aquel Juan Bautista a quien no podía alabar suficientemente, aquel Juan Evangelista a quien dejó recostarse sobre su pecho, e incluso contempló él lleno de amor a un hombre en su abandono definitivo, al joven rico, que de alguna manera era todavía bueno ante los ojos del Señor.

¡Pero cómo deben ser tu bondad y tus bienes, Señor, cuando incluso estos grandes hombres buenos, que entonces se relacionaron con el Salvador, estos dos Juanes por ejemplo, no merecieron de ninguna manera ser llamados buenos, cuando sus bienes y su bondad no cuentan nada frente a tu bondad, cuando el mejor de nosotros es ante ti no-bueno y malo (¿es esto lo contrario de bueno?) o por lo menos aparece como pobre y sin valor!

Ciertamente desespero yo de la bondad de los hombres cuando me contemplo a mí mismo y me tomo por medida de las cosas y de los hombres. ¿Qué hay de bueno en mí? Yo no tengo el valor de decir que de mis intenciones, de mis pensamientos o de mis hechos, sea bueno, pues cuando los contemplo detalladamente, siempre aparecen a la consideración fisuras, desgarrones y cosas sospechosas en mis mejores (¡relativamente mejores!) hechos. Yo mismo me espanto de ello. Y cuando alguna vez creo poder designar a algo como bueno. verdaderamente bueno, entonces esa buena obra yesa buena acción y ese buen pensamiento aparecen en mi alma como un cuerpo extraño. ¿Cómo ha podido llegar ahí? Es como si otro, en cuyas manos soy solamente un instrumento, hubiese actuado en mí y a través de mí. ¡Y tú eres, Señor, ese otro!

A ratos cobro ánimos y afirmo la bondad con toda intensidad e incluso tomo determinaciones heroicas y digo: ¡Antes morir que ofender a Dios y hacer algo malo! Pero ¿digo eso con toda seriedad? Quizás sea mi pensamiento sincero, pero la mayor de las veces desearía solamente que ése fuese mi pensamiento sincero. Quizás deba decir tan sólo: Deseo sinceramente estar dispuesto con toda seriedad a sufrir todos los males del mundo antes que ofenderte a ti y no ser bueno. ¡Un laberinto semejante es mi alma, Señor! Yo no me conozco perfectamente ahí, pero por lo menos estoy contento de una cosa: de que tú te reconoces en todas esas encrucijadas y revueltas. ¿Soy yo ahora bueno? Si lo fuese, sería, todo lo más, una bondad oscura y turbada; pero eso no existe de ninguna manera; la bondad debe ser clara como una fuente, o en realidad no existe.

¿Y mis virtudes? Propiamente son un mosaico de «buenas» obras laboriosamente acopladas, pero las juntas entre ellas son frecuentemente mucho más grandes y notables que las piedrecitas esmaltadas. Tus virtudes empero no son una obra de arte cuidadosamente reunida y ensamblada. Son de una sola pieza, pero en realidad tú no tienes virtudes. En una palabra, tú eres esencialmente lo que en mí aparece como una virtud. Tú eres el Bien y la Bondad esencial. Pero yo tengo en mí sólo rasgos y fragmentos, solamente resonancias y ecos de tu bondad. Tú solo retumbas en aquel profundo tono del órgano, pero en mí se fragmenta y resuena muy bajo, muy bajo... Y pese a ello constituye mi dicha y mi felicidad el que yo pueda resonar los potentes acordes de tu sinfonía divina, aunque con frecuencia alguna nota quede colgada y no quiera resonar en las bóvedas de mi alma. Y lo que hay en mí de bueno, lo que resuena, eso es propiamente la voz de tu boca, el sonido de tus cuerdas, y ¡qué feliz soy yo que puedo llegar a ser un instrumento en tus manos, que tú pulsas mis cuerdas y sacas de ellas una canción encantadora de bondad y de bienes, de tu bondad y de tus bienes! ¡Tú eres la Bondad!

¿Y qué es en realidad la bondad? Me parece que esta palabra tiene un doble aspecto; significa bueno y significa bondadoso. En primer lugar, es algo interno, una posesión, una riqueza que se basta a sí misma, una plenitud del valor, una fuerza de la creación, una nobleza del ser, un mar cuyas aguas retumban en su propia profundidad. Pero, por otra parte, esta bondad se lanza hacia afuera; lo bueno quiere ser bondadoso, se basta a sí mismo, pero quiere derramarse más allá de sus orillas y llevar más lejos su bendición. Bonum est diffusivum sui. Lo bueno se derrama más allá de sí mismo. Señor, ya sé que tu derramarte en lo interior de un mundo, hacia afuera, es en realidad un puro regalo gracioso, que tú serías feliz sin nosotros, que tus melodías de la bondad resonarían, aunque no existiesen las bóvedas de este mundo que recogiesen y transmitiesen esos sonidos. Pero por eso mismo debo darte mucho más las gracias, y te has compadecido de nosotros y nos has contemplado y creado, aunque no saques nada de nuestros aplausos. ¿Suenan bien en tus oídos? ¡Tan bueno eres tú que hasta te alegras de nuestros propios aplausos!

Señor, déjame también a mí ser bueno, desde dentro hacia afuera; déjame también llevar en mí un trozo de tu riqueza bondadosa y lléname de bondad de tal manera que deba derramarme sobre los otros; déjame ser un hombre tan rico que los otros crezcan de mí y alaben al Padre que de tal manera me ha llenado y cargado de valor y bondad. Déjame ser un pequeño participante de tu bondad y también apóstol de tu bondad en el seno de un mundo sin bondad.