ME ESPANTO ANTE TU MUNDO

Señor, hay hombres que están riéndose continuamente, yo en verdad me espanto ante estos hombres que siempre están riendo. ¿Cómo es posible? Ya comprendo que se puede reír de este mundo, el sabio que ha contemplado el mundo y que se mantiene lejos de él, ése puede hacerlo; comprendo que es algo grande el reírse del mundo como de un chiste tonto. Pero yo no puedo hacerlo. ¡Ojalá pudiese! Ojalá pudiese yo considerar como una broma tonta a este mundo en el que me ha introducido alguien, sepa el cielo quién, quizás un diablo maligno, quizás algún «granujilla de la sala de los ángeles» y con el cual él me engaña —pero debo despertarme de una vez y contemplo toda la historia— y no es en realidad una broma, es una cruel realidad ante la cual sangro. No, Señor, no puedo burlarme ni reírme de este mundo, y pienso que esos que continuamente se ríen son hombres superficiales y sin ideas, a los que les basta encontrar en cada momento «panem et circenses», alimento y entretenimientos. ¿O pueden también tus santos reírse porque contemplan la mascarada de este mundo? Pero a nosotros, los otros, sólo nos queda el temor ante este mundo.

Nos hemos acostumbrado a considerar el pecado original y su maldición como un artículo de fe al cual aceptamos porque así lo leemos en el catecismo. Pero nos olvidamos muchas veces que este pecado original es una realidad cognoscible por la pura experiencia. Estamos metidos en ello hasta la coronilla. Se nos presenta siempre de nuevo en nuestra pecadora inclinación hacia lo rastrero, en nuestra necesidad, en nuestro desconcierto, en nuestra pobreza. Incluso un hombre que no supiese nada de lo sobrenatural, incluso uno que negase a Dios no podría discutir el pecado original si considerase seriamente este mundo. Incluso un hombre tal debería de alguna manera espantarse ante el mundo, ante su vaciedad, ante la crueldad de la vida, ante la falta de sentido con la que se enfrentan en la historia los hombres y las cosas, las realidades y las apariencias. Y en ese espanto debería él ciertamente admitir algo así como una maldición general, algo así como el pecado original. Quizás se pueda negar a Dios, pero no se puede discutir sobre la maldición de este mundo.

Es posible que yo nunca haya encontrado este espanto ante el mundo tan claramente representado como en un cuadro de Goya, en el que Francisco de Borja está pintado ante el cadáver del marqués de Santa Cruz; la oscura figura del santo está con la cruz en la mano derecha ante el cadáver de un hombre, desencajado y asqueroso, de un hombre que antes tuvo una posición y ante quien se doblaron muchas espaldas. El santo se revela solemne ante el horror; ya antes, en otra ocasión, le había impresionado, ante el cadáver de la Emperatriz, y ahora de nuevo. Lleno de espanto ante el sinsentido y la nada de la vida, que precisamente se le revelan en el presente cadáver tan espantosamente, parece como si preguntara: ¿Es esto todo? ¿Realmente todo? El mundo se le aparece como una hermosa manzana que está devorada en su interior en todas direcciones por un misterioso gusano, una terrible maldición. Como una impresionante fachada detrás de la cual no se descubre sino yermo y nulidad y fealdad. Como una relumbrante portada de un jardín que promete un paraíso, pero tras la cual se encuentra un desierto. Se debe estar espantado del mundo en alguna ocasión para comprender lo terrible del pecado, que es el responsable de esta vaciedad del mundo, y el único responsable, y para percibir claramente la realidad del pecado original. Al que así se espante, me temo yo que le entre tal asco que, a poder ser, huya detrás de los muros de un convento donde sus ojos solamente se dirijan a lo esencial y donde olvide el teatro y la comedia de este mundo. Es posible que, después de un semejante espanto del mundo, se deba en realidad volver las espaldas y hacerse cartujo; quizás sean los cartujos los que mejor comprenden este mundo.

Y cosa curiosa, encuentro yo este espanto ante el mundo precisamente en las cabezas más inteligentes, como por ejemplo en Pascal («Cristo yace siempre en la agonía»), en Donoso Cortés («El hombre es un reptil que muy a gusto se pisotearía él mismo si Cristo no se hubiese hecho hombre»), en Kierkegaard. Especialmente aparece expresada en Newman esta melancolía que sangra ante el mundo y se entrega desarmada en los brazos de Dios; «Desde mí, miro al mundo de los hombres, el cual me presenta un aspecto que me llena de una inexplicable tristeza. Sencillamente, me parece que el mundo niega la gran verdad de la que está llena todo mi ser, y el efecto de ello no es menos desconcertante en mí que si el mismo mundo negase mi existencia. Si yo mirase a un espejo y no viese mi cara, tendría aproximadamente el mismo sentimiento que ahora me imbuye cuando contemplo el mundo viviente, creado, y no encuentro la imagen de su Creador... Si no existiese esa voz que tan claramente habla en mi conciencia y en mi corazón, la consideración del mundo me volvería ateo, panteísta o politeísta... El aspecto del mundo está, como el papel de los profetas, lleno de quejidos, de lamentos y de ayes. Consideremos una vez el mundo en su longitud y en su anchura, su historia variada, las múltiples razas humanas, su surgir, su destino, su alejamiento mutuo, sus choques, más aún sus costumbres y sus hábitos, sus formas de gobierno y los tipos de su adoración a Dios, sus empresas, sus carreras y persecuciones carentes de sentido, sus éxitos casuales y sus conquistas, el fin lamentable de cosas que han perdurado mucho tiempo, los indicios desdibujados e interrumpidos de un plan dominador, el ciego desarrollo de lo que más tarde se manifiesta como una gran fuerza o una gran verdad, el desarrollo de las cosas que son determinadas por instintos irracionales y no por causas finales, la grandeza y la pequeñez del hombre, sus planes tan ambiciosos, la corta duración de su vida, la oscuridad en la que está sumergido su futuro, las desilusiones de la vida, la derrota del bien, el triunfo del mal, los sufrimientos corporales y las angustias espirituales, el señorío y la fuerza del pecado, las supersticiones prevalecientes, la depravación, la irreligiosidad pavorosa que no deja ninguna esperanza, en una palabra, la situación de toda la humanidad que tan terrible y verdaderamente ha sido descrita en las palabras del apóstol 'sin esperanza y sin Dios en el mundo'; todo esto es una contemplación que produce vértigo y pavor y que le obliga al espíritu a sospechar en un profundo secreto que se eleva por encima de todos los intentos humanos de solución. ¿Qué es lo que debemos decir frente a esta realidad que espanta al corazón y enloquece a la inteligencia? Sólo sé una respuesta: O no hay un creador o la sociedad de los humanos vivientes ha sido repudiada de sus ojos... Así deduzco yo: Si hay un Dios, y lo hay, el género humano debe estar enredado en alguna terrible culpa original. Ha perdido el contacto con los designios del creador. Es esta una realidad tan segura como la realidad de mi existencia, y por lo tanto la doctrina de lo que los teólogos llaman pecado original es ante mis ojos tan evidente como la existencia del mundo o la existencia de Dios» (Apologia pro vita sua).

Señor, ante ti hago yo esta consideración. ¿Qué dices tú a este mundo? «Mientras nosotros moramos en este mundo gemimos oprimidos» (2 Cor 5, 4). No hace falta ser un pesimista y un amargado para desesperar de este mundo, pero hace falta ser un optimista sin límites para creer en él. Yo no puedo creer en el mejor de los mundos en el que soñaba Leibinz, aun cuando sé que, así como se encuentra el mundo ahora, no ha podido salir de tus manos; pero el mejor de los mundos no lo era ciertamente. Y entonces nos diste tú ese fatal regalo de la libertad que es lo mejor que tú nos podías dar, porque se trata de un fragmento de tu infinita soberanía, pero es también por otra parte la causa de toda las estupideces que el hombre hace y puede hacer.

Tus sacerdotes, Señor, hace ya dos milenios, suben a miles de púlpitos y predican de tu amor y de tu dicha, predican que todo el mundo es sólo superficialidad y apariencias, y basta con que aparezca un flautista de Hamelín y todo el hermoso auditorio de tu Evangelio se precipita en el abismo detrás de esa flauta; sólo hace falta que aparezca uno y diga hermosas palabras acerca de la libertad y del derecho de autodeterminación de los hombres frente a un Dios que vive en nosotros y que nosotros mismos somos, y no necesita tener miedo de que le falte público para su dulzaina, todo el tiempo, hasta que estos hombres semejantes a Dios se espanten un día de su propia semejanza divina. Señor y Dios, yo no podría tomártelo a mal si tú en tus cielos lanzases sobre nosotros, los hombres, una aterradora carcajada sardónica. Pero no me tomes tampoco a mal si estoy triste sobre tu mundo. ¿Cómo debería parecer un mundo en el que hace ya tantos siglos se ha predicado la buena nueva de tu Hijo, en el que diariamente la sangre de tu Hijo se derrama de nuevo miles de veces, por el que tú tanto te preocupaste y cómo parece en realidad? ¡Señor, me desespero ante tu mundo!

Y no sólo yo, tus profetas también desesperaron. En cada versículo de sus libros tiembla esta desesperación. Yo puedo comprender perfectamente que Jonás quisiese destruir Nínive y que Elías desertase de su misión y se te quejase a la cara. ¡Ahora tengo yo bastante! Y tu Hijo mismo... ¿ha hablado de otra manera? Continuamente nos prevenía él del mundo, el eterno contradictor de las cosas de Dios. El príncipe de este mundo es más poderoso que los hijos de la luz. ¿Qué es lo que debo decir yo entonces cuando no se trata ni de ti ni de tu Hijo, sino del maldito príncipe de este mundo? ¿Y tú, tú lo contemplas? ¡Señor, perdóname, pero no puedo comprenderlo el que tú puedas contemplar tranquilo todo esto!

Así me quejo yo ante tu rostro. No veo ninguna otra salida sino sencillamente la de colocar en tus manos mi desesperación y decirte: ¡Señor, mira ahora! Ya sé que no debo abrazarme a la última desesperación, la desesperación de los condenados; mi desesperación no debe precipitarme en el infierno sino conducirme ante tus brazos; no debe ser una desesperación que me condene sino una que me haga santo. Señor, desespero ante tu mundo y por eso mismo creo en ti y me agarro más íntimamente a ti, pues tú eres mi único descanso en la falta de sosiego de toda la existencia, tú eres mi consuelo y mi única dicha.