YO SOY TU IMAGEN

Muchos no saben nada de ti ni quieren saber nada de ti, Señor; y me parece que muchos se equivocan sobre ti porque se equivocan sobre los nombres que te mencionan en sus labios, pero ¿estás tú de verdad en los labios de los hombres de los que se origina el error? ¿No se trata solamente de un sonido vacío, de una palabra, de una máscara? Pero igual que hay hombres que son culpables de equivocaciones sobre ti, ¿también debe haber otros que sean culpables (¡feliz culpa!) de que los hombres se encaminen hacia ti? Así debe ser. De ti no vemos nada. Tú estás lejos. Nosotros, los hombres, no conocemos en realidad nada de tu bondad, de tu grandeza, de tu santidad y de tu amor. Estas son estrellas lejanas que no llegan a nuestra vista en el abismo de nuestra existencia. Pero si hubiese ahí un espejo que reflejase estas estrellas, incluso sin ser él consciente de esa reflexión, un espejo en el que se reflejasen tus estrellas y tu cielo, quizás parpadeante, acaso borroso, quizás fragmentariamente, entonces sospecharíamos nosotros toda la grandeza de tu hermosura y de tu bondad. Si nos encontramos con hombres que son amables, buenos, justos y magnánimos percibimos entonces que tú también tienes que ser amable, bueno, justo y magnánimo. ¿De dónde, si no, los pensamientos sobre ti y el contacto contigo hacen un santo de un pobre hombre; de dónde, si no, una persona que lleva tu imagen en sí (siempre que sea en verdad tu imagen y no una caricatura) de repente a través de toda su pobreza humana comienza a brillar desde dentro; de dónde, si no, de repente un ser formado de abulia y pesadez humana comienza a resplandecer, si no es porque puede ser tu imagen?

Y esto debemos serlo todos: tu imagen. Tú nos has hecho a tu imagen y semejanza; llevamos sobre nosotros en una forma finita un reflejo de tu infinitud, incluso uno trinitario de tu Trinidad, confuso ciertamente, borroso, fragmentario, pero todos esos fragmentos juntos dan una representación aproximada de ti. Todos son imágenes tuyas... de alguna manera... También los malos y los vulgares y los perdidos de entre nosotros. Pero esto no es suficiente. Nosotros, los hombres, tapamos tan frecuentemente tus huellas en nosotros con el odioso escombro de nuestros pecados y miserias; espesas capas de polvo crecen sobre tu imagen en nosotros, y entonces ya nadie nos quiere creer que, tras estas horribles capas de polvo y bajo ese asqueroso cascajo, ¡estás tú!

Tú quieres también que conservemos limpia esta imagen tuya, debemos preocuparnos de que no palidezcan los colores, de que nuestros hermanos, los hombres, pasen de tu imagen en nosotros a ti mismo, y si descuidamos tu imagen en nosotros, entonces somos culpables de aquella falsa lógica, que de la poca valía de los «beatos» deduce la poca importancia de la fe divina. Debemos repulir y reformar todavía para que tu imagen en nosotros sea siempre más perfecta y se parezca cada vez más al original. Las huellas de tus dedos en mi alma no son un sello que está ahí y certifica de qué taller provenimos (¡maravilloso el taller de tus manos!) sino que son semillas que deben crecer y a las que debo proteger y cuidar. Mi existencia debe crecer en Cristo, «debemos desarrollarnos en Cristo» (Ef 4, 15). Debe ser de tal manera que se deba pensar en ti, Señor, cuando se me vea a mí, y que a través de todos los átomos de mi ser se transparente tu semblante, que todas mis obras y mis palabras sean un testimonio silencioso de tu grandeza y tu poder. Y cuando un hermano me encuentre, debe recordar al marcharse: «Manus Domini tetigit me.» «La mano del Señor me ha tocado» (Job 19, 21), pues este hombre es la mano de Dios introducida en este mundo, por medio de la cual el Señor me hace bien; Señor, ¡qué dignidad has puesto en mí! ¡Yo debo ser tu forma en este mundo, tú, que careces de forma; yo debo ser tu plenipotenciario, tú, omnipotente; yo debo ser tu imagen, tú, infinito a quien ninguna imagen puede representar!

Tu Hijo me ha encomendado además una misión especial: yo debo ser la luz del mundo (Mt 5, 14); «así brille vuestra luz ante los hombres que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre Celestial» (Mt 5, 16). Así, pues, los hombres deben rápidamente, en seguida, pensar en el Padre y glorificarle cuando vean nuestras obras; esto sólo puedo explicármelo sabiendo que propiamente mis obras no me pertenecen, que en realidad son obras tuyas, Señor, realizadas por mí como medio. El brillo que de mí sale es propiamente tu brillo; yo soy solamente el material a través del cual reflejas tu resplandor; yo soy sólo un rayo tuyo, un reflejo, tú empero eres «la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1, 9). «Pero el que obra la verdad viene a la luz para que sus obras sean manifiestas, pues están hechas en Dios» (Jn 3, 21). Y aunque sea verdad que sólo hay un hombre que haya sido en realidad tu imagen perfecta, Cristo, que «es la imagen de Dios» (2 Cor 4, 4), «el primogénito de toda la creación, la imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), nosotros estamos injertados a este Cristo y «así como llevamos en nosotros la imagen de lo terreno, debemos llevar también en nosotros la imagen de lo celestial» (1 Cor 15, 49). Tú, Señor, nos has «predeterminado a ser conformes con la imagen de tu Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). Es por lo tanto así. «Nosotros somos por nuestra estirpe tu imagen y semejanza» (Gn 1, 26), pero además de eso debemos siempre llegar a ser cada vez más tu imagen, Señor, para que podamos configurarnos con tu imagen más perfecta. Y aunque en este mundo no podamos llegar a conseguirlo nunca, sin embargo «todos nosotros a cara descubierta contemplamos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Cor 3, 18). Y aun cuando mi nostalgia todavía permanezca detenida entre sombras e indicios, en cierta manera debe ahora resplandecer en mí toda la maravilla divina, y yo debo ser un divulgador de sus misterios, «dispensatores mysteriorum Dei» (1 Cor 4, 1).

Señor, ayúdame para que siempre trabaje en tu imagen en mí; que no deje transcurrir ni un solo día sin que por lo menos trace una línea para ello; guíame la mano para ello; porque mi mano es débil y tiembla. Sólo quiero ser «la pluma de un escriba ligero» (Sal 44, 2) en tus manos. Alguien dijo en cierta ocasión: «Debéis cantarme canciones más hermosas para que yo aprenda a creer en vuestro redentor: sus discípulos deben parecerme redimidos.» Ayúdame así para que yo descubra cada vez más tu imagen en mí y la libere de las ataduras de mis faltas y del peso de mi desidia, para que siempre aparezca yo como «redimido», para que tú siempre brilles en mí feliz y divinamente hasta que al fin me concedas la última perfección. Señor, ¡que yo no sea un torso incompleto, sino haz de mí un todo!