TÚ ERES MI SENTIDO

No puede plantearse ningún problema más Importante que el del sentido de mi existencia. Ya que yo soy un hombre y tengo la razón debo plantearme este problema alguna vez si quiero continuar siendo un hombre, es decir, razonable y no quiero hundirme en lo irracional e insensato. Pero esta palabra sentido se me presenta con un doble significado. Pues sentido es justamente aquello que no tiene nada que ver con los sentidos, lo que yo no puedo percibir con mis toscos sentidos, lo que siempre está tras lo sensible como la secreta razon que lo mantiene y su más íntima forma. Más clara me parece a mí la palabra latina finis cuya significación varía así: Objetivo, fin, meta, límite. Todas estas ideas se encuentran también en la palabra sentido. El sentido de una cosa se encuentra en el principio y en el fin y en la duración de esa cosa, pero con una realidad perceptible solamente al final. El sentido de un instrumento es para mí el objeto que yo debo fabricar con ese instrumento, su producto, y sin embargo la finalidad ya se encuentra al principio de la existencia de ese instrumento, le da una justificación de su existencia, determina su forma. Lo mismo pasa con el sentido de mi existencia, debe estar desde el principio, darme una justificación de mi ser, determinar y concretar mi forma, de tal manera que ésta, hasta en sus últimos detalles, se ordene hacia ese sentido; pero como realidad perceptible este sentido de mi vida sólo aparece al final de mis días, en el límite de mi existencia. ¡Este sentido de mi existencia lo eres tú, oh Dios!

¡Y sólo tú! Porque tú solo eres mi principio y mi fin, tú solo me mantienes y conservas, tú eres el gran determinador de mi destino, «en tus manos están mis días» (Sal 30, 16). «Señor, tú me has examinado y me conoces, no se te oculta nada de mi ser. Tú conoces mi sentarme y mi levantarme y de lejos te das cuenta de todos mis pensamientos... Pones sobre mí tu mano... Tú formaste mis entrañas, tú me tejiste en el seno de mi madre... Del todo conoces tú mi alma; cuando secretamente era formado y en el misterio me plasmaban, ya vieron tus ojos mis obras; escritas están todas en tu libro, y todos mis días, aun antes de ser el primero de ellos. ¡Cuán admirables son para mí tus pensamientos, oh Dios; qué ingente el número de ellos!» (Sal 138). Pero si tú me custodias así y mantienes en tus manos hasta los últimos elementos de mi existencia, entonces eres tú verdaderamente el sentido de mi vida. Pero en realidad no podías tú haber pensado en otra cosa sino en ti mismo cuando me creaste y formaste mi existencia. Todo fuera de ti es demasiado pequeño para que pueda dirigir o determinar tu acción.

Y todo es para mí demasiado pequeño, demasiado insignificante para que pueda encontrar en ello el sentido de mi vida, para que pueda subordinarle todo, para que pueda enfocarle todo. Tengo compasión de los hombres que sólo viven para los placeres. Apenas detrás de la gota del placer se encuentra el mar de la amarga pendiente y del desengaño y a semejante pobrecillo no le queda otra cosa sino el reconocer: «Me tambaleo del apetito al placer y en el placer me consumo por el apetito» (Fausto I, 9). Tengo compasión de los pobres que ponen el punto capital de su existencia en el poseer, porque no hay nada que únicamente esté en el mundo para poseerlo, para tenerlo, nada más que para tenerlo. El poseer, en cuanto tal, es infructuoso y frío. Como dice Eckehart: «Mil padrenuestros y un corazón egoísta tienen el mismo valor en el infierno que 2 = 2.» Y ya en este mundo se encuentra el poseer rodeado de mil temores y sufrimientos infernales. Tengo compasión de los pobres que sólo buscan la gloria; ¡ay Dios mío! es todo confetti de carnaval que el miércoles de Ceniza el viento lleva a otra parte, donde en un rincon solitario acaba pudriéndose. Y debe haber un sentido, porque una vida sin sentido no podría yo soportarla. He oído hablar de un hombre piadoso que rezaba cada tarde un padrenuestro «por todos los pobres estúpidos que andan a ciegas por el mundo y no saben por qué». Esa es en realidad la mayor pobreza. Pero sólo tú, Señor, eres tan grande que puedas ser el sentido de mi vida. El sentido de mi existencia que pueda explicar toda mi vida, que deba aportar luz y aclaración al polícromo tejido de dolor y placer, viacrucis y montes de los olivos, alegrías y lloros; debe ser para mí un motivo suficiente para mantenerlo incluso en los abismos de la duda y en las noches de dolor y necesidad. No puede ser nada pequeño, nada de segunda categoría, nada incompleto; sólo tú eres lo suficientemente grande, Señor, para que expliques mi vida y le des un sentido. En realidad no hay ninguna razón suficiente para vivir por otra cosa que no seas tú.

Señor, te doy gracias por este conocimiento. Pero pienso que también me obliga. Nobleza siempre obliga, y resulta una inexpresable nobleza el conocerlo, el conocer verdaderamente lo que se encuentra ya en las primeras páginas del catecismo: «Estoy sobre la tierra para servir y reverenciar a Dios y mediante esto ser feliz.» Esto me obliga frente a los pobres que no lo saben. Cuando yo pienso en todos aquellos hombres que van hora tras hora en las calles de la ciudad, que día tras día solamente corren tras sus ocupaciones, apáticos y sin ideas, cuando yo pienso en esos hombres que quieren calmar la sed de su alma en la gallofa del placer o en el pantano de la pasión... estos hombres que así se encanecen, encorvan y envejecen, a través de su existencia se excitan, azuzan y bailan como si nada supiesen de ti, Señor... ¡Me da vértigo! No experimento en mí ganas de ir a ellos, llamarles, chillar en sus oídos y gritarles: «¡No olvidéis; vosotros, pobres buscadores de la felicidad; vosotros, caminantes equivocados, no lo olvidéis: Sólo hay un valor, Dios! ¡Sólo hay una felicidad, Dios! ¡Todo lo demás es bagatela, engaño, mentira! Todo vuestro trabajar, vuestro agotaros y vuestro sudar es inútil si Dios no es el sentido de vuestras vidas. Y aunque construyáis una nueva torre de Babel e incrustéis en el cielo el edificio de vuestra existencia... toda vuestra técnica y vuestro arte, vuestra ciencia y vuestra organización, vuestras fuerzas y vuestros cálculos son bagatelas, miserables bagatelas si vuestro actuar no se ensarta en el servicio de Dios, si vosotros en vuestras casas y cabañas, en vuestros aviones y máquinas, en vuestras fortalezas y en vuestras torres no escribís estas palabras: ¡Gloria sea a Dios en las alturas! ¡Ni más ni menos! Más pronto o más tarde se derrumbará todo en ruinas y se hundirá todo en una última catástrofe si Dios no es el sentido íntimo de vuestro actuar. ¡Ay, Señor, cómo me entristece cuanto trabajan, se preocupan y se atormentan los hombres en el vacío! Si solamente la mitad o la cuarta parte, o sólo una décima parte de todas esas preocupaciones que dedican a cosas sin importancia, al Moloch del dinero y del placer, quisiesen dedicártelas a ti, qué obra de arte tan maravillosa podría ser la vida.

Una vida sin ti es el más enorme disparate «grandes passus extra viam», (grandes pasos fuera del camino» (san Agustín)— una chapuza que se destruye y se olvida. Tú solo eres la grandeza que merece que nosotros la sirvamos. Tú sólo eres el sabio que puede hacer de mi vida una hermosa obra de arte aun cuando yo sólo sea un instrumento sin valor en tus manos. Tú solo eres el poderoso que supera todas mis resistencias. Tú solo eres el bondadoso que no me deja perder aun cuando yo te haya faltado. Tú solo eres el rico que puede ayudar a mi pobreza. Tú solo, ¡tú solo!