¿QUÉ ES EL AMOR?

Señor, experimento una sensación especial cada vez que digo la palabra «amor». No puedo pronunciarla como cualquier otra palabra. Temo no ser bien comprendido. Escasamente una vez al año, quizás por Navidades, tengo el valor de decirla del fondo del corazón. Sí, los primitivos cristianos tenían ese valor; para ellos cada reunión era un ágape, es decir, amor. Pero probablemente ni esa palabra ni la latina «caritas» hayan sido tan impropiamente utilizadas como nuestra palabra amor. Apenas habrá otra palabra de la que se haya abusado tan radicalmente como de ésta. Cada domingo la oigo yo desde el púlpito, y vuelvo a oirla en cada radio y en cada gramófono. Está escrita encima de nuestros templos y se encuentra también en todas las carteleras de cine; el santo la pronuncia con ojos iluminados, y el libertino la dice también; y sus ojos brillan pero de una manera totalmente distinta; es tan pronto un canto sagrado como una canción obscena; designa cosas unas veces dignas de un ángel y luego a su vez cosas que degradan a un hombre por debajo de los animales. Señor, me asusto de esta palabra amor y apenas me atrevo a decir: ¡Te amo! Una palabra de la que tan indignamente se abusa, debería sufrir dolores en su propia alma, debería perder su brillo y su gloria (Fiedler).

La palabra amor tiene brillo y gloria. Cuando san Juan busca una palabra que pudiese representar lo más profundamente tu esencia, Señor, no encontró otra palabra sino ésta: Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. Y cuando san Agustín intentaba explicar filosóficamente el misterio de tu Santísima Trinidad, en cuanto nuestra ciencia humana puede explicar tus misterios, sólo encontró dos cosas suficientemente dignas para ser dichas de ti: verdad y amor. Cuando Dios se conoce a sí mismo, forma una idea suya y expresa su esencia con una palabra, y esta palabra, el Verbo, es a su vez su propia esencia, y este Verbo ama al Padre y el Padre al Verbo, y surge este amor mutuo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre; se aman mutuamente por eternidad de eternidades y es de nuevo otra persona la que se coloca entre el Padre y el Hijo y que, en su esencia, no es otra cosa sino el mismo Dios inmenso e infinito. Nosotros siempre sólo tenemos amor, partículas y fragmentos, y muchas veces fragmentos muy dudosos, pero Dios es el amor. Se compone de amor como nosotros de cuerpo y alma. Si se pudiese conseguir que el amor fuese una realidad, que fuese y se encarnase en alguien, entonces ¡aparecería Dios!

¡Y así vivimos nosotros de ti, Señor! Pues en nuestra vida no necesitamos nada más que amor; no sólo porque el hombre, para poder vivir, necesita mucho amor, así como la planta necesita el sol, mucho amor del padre y de la madre, del hermano y de la hermana y del amigo y de la esposa y de los hijos .¡Cuán indeciblemente necesitamos mucho amor de nuestros prójimos si queremos soportar la vida! Pero yo también necesito siempre ser nuevamente impulsado por este amor; el amor no sólo mueve el sol y las otras estrellas (Dante, Divina Comedia, Paraíso 33, 145), me estimula siempre y en todas partes, me impulsa a una empresa y a un trabajo, a un hombre y a un placer, a una ofrenda y a un sacrificio; nunca hubo ni Creador ni creatura vacíos de amor (Dante, Divina Comedia, Purgatorio 17, 91). Ya que el amor es la fuerza motriz de mi vida, tiene plena razón tu apóstol (Hech 17, 27): «En ti vivimos, nos movemos y existimos.» Pues tú eres el amor, y mi amor es siempre solamente un pequeño resplandor de tu amor, es un eco que se extingue de tu poderoso llamamiento amoroso, con el cual vosotros, Trinidad, os saludáis mutuamente por eternidad de eternidades.

Yo puedo amar lo que quiera, pero siempre en mi amar habrá un algo tuyo, y cuando le doy a un hombre mi amor, le doy a él Dios. Y cuando amo, tomo parte de tu plenitud amorosa. Pero esto me vuelve a entristecer, porque cuando yo desperdicio mi amor con un indigno, cuando derrocho mi amor en algo odioso, ¡te desperdicio y te derrocho a ti, Señor! ¡Así debo yo en último término buscarte a ti en cada amor, pensar en ti, publicarte a ti, cuando amo un pensamiento, una acción o una persona! Tu figura debe iluminarme cada vez que le digo a alguien: ¡Te amo! Pero por eso el amor no tiene nada que ver con el sentimiento y la emoción, todo lo más se le añaden como un suplemento; y mucho menos se identifica el amor con el apetito sensual, sino que es una exigencia hacia algo exterior a nosotros, una necesidad, un estar dirigido hacia una persona, una cosa, una idea, una acción a la que yo amo. Estamos en su esfera de influencia y no podemos otra cosa sino pretender a esa acción y esa idea y esa persona, intentar asemejarnos a ellas, hacerles bien, y para ello trabajar e incluso padecer.

Ahora bien, no es indiferente en qué esfera me encuentre y qué es lo que yo ame. El amor tiene grados y niveles: nosotros no menospreciamos el amor de dos jovencitos, pero nos preocupamos de que no deshonren y destrocen este fragmento de Dios; más elevado es el amor de dos personas que no se buscan en una borrachera de sentidos, sino que se respetan y se aman mutuamente toda la persona y toda su grandeza; más alto todavía es el amor de una madre para su hijo, pero todavía más lo es el de una enfermera que debe amar a ese hombre que sufre, sencillamente porque sufre y porque ella no puede ver sufrir a nadie; pero por encima de todos está mi amor cuando te he encontrado a ti mi Dios y mi Señor.

El amor transforma. Así escribió el Maestro Eckehart: «Si amas a una piedra eres una piedra; si amas a un hombre, eres un hombre; si amas a tu Dios —apenas me atrevo a decirlo por el temor de que podrían lapidarme— ¡entonces eres tú Dios!» Sí, Señor, sé que yo cuando te amo me inserto en tu divino círculo de vida, que con ello tomo parte en la plenitud de tu amor, que proyecto mi vida en tu vida y que me sumerjo en ti, y tú en mí. Señor, ¡déjame amarte sobre todas las cosas!