TÚ ERES EL AMOR

Sé muy bien que eres tremendo y espantoso, pero, Señor, no puedo únicamente temerte. Incluso no eres temible para mí. El temor a ti es solamente el principio de la sabiduría, no su camino, ni su meta, ni su ser, ni su altura y profundidad; todo lo más, tan sólo un tranquilo compañero o un indicador hacia ti. Si yo viese en ti lo tremendo, espantoso, incomparable, impresionante, y nada más, entonces sería yo un pagano, uno de esos desgraciados que solamente tiemblan ante sus fetiches; no podría yo entonces permanecer junto a ti; debería alejarme de ti. Yo no podría vivir si mi vida estuviese únicamente rodeada de tus truenos y relámpagos; me pasaría como a los montes que se derriten como cera ante tu presencia. El temor a ti sería, si no pudiese también amarte, una serie de fuerzas centrífugas y anhelos de desligarme lejos de ti. Pero me doy cuenta de que no hay nada, nada en mí centrífugo respecto a ti, nada en mí quiere alejarse de ti; todo lo más, mi pecado, y éste todavía te busca a ti, clama por la redención y su misericordia; huye de ti en la rehuida y, sin embargo, acaba en tus brazos; yo sé sólo que tú me atraes —ningún sol puede encadenar así a sus planetas—, de manera que yo tengo una nostalgia indescriptible de ti, que yo sin ti no puedo existir, ¡tú, Dios amable y atractivo! Sí, tú eres las dos cosas: eres el totalmente diverso, desemejante a mí, pero eres tú también el semejante, cuya imagen debo ser. Las dos cosas: «Me siento horrorizado y enardecido ante ti; horrorizado por la desemejanza contigo, enardecido por la semejanza contigo» (San Agustín, Confesiones XI, 9). Pero el temor ante ti es sólo el más bajo, el más profundo acorde de la canción que te canto; además de eso, se alegra mi más feliz encantamiento por tu belleza y tu grandeza, tú Dios grande y hermoso. El temor de ti es sólo el más bajo tono fundamental; sobre él se construye el vibrante acorde de mi más hermosa admiración hacia tu inagotable plenitud y tu amabilidad, tú, Dios amable e inmenso. No es verdad el que el temor sea la parte más importante de la humanidad; es sólo el fundamento, pero sobre ella brilla en todos los colores nuestro verdadero elemento principal, nuestro amor hacia ti. He oído hablar de un hombre sabio y perfectamente instruido que sólo hablaba en las más elegantes expresiones latinas. Pero dos veces utilizó su lengua materna, cuando niño y a la hora de morir, y la quintaesencia de su vida, su última palabra fue: «amado Dios.» En la muerte olvidó todas las pompas del estilo latino y la frialdad de los humanistas, se refugió en tus brazos con una palabra que había aprendido él de su madre: «amado Dios.»

¿Pero puede un hombre en verdad decirle a Dios: «amado Dios»? Si yo pienso en que tú, oh Dios, eres tremendo y gigantescamente impresionante y que habitas en una luz inaccesible, y entonces abro tu Evangelio y leo: «Así debéis orar: Padre nuestro...», ese llamarte Padre a ti no tiene nada de flojo, débil, poco consistente o sentimental en sí, y entonces se percibe que este tu dicho a ti es una empresa y una hazaña, que este Padrenuestro no tiene nada de anodino e inofensivo, sino que es lo más digno de ser considerado que deberemos pensar en toda la eternidad. Me admiro de que yo encuentre valor para llamarte ¡«amado Dios»! ¿Podemos decirte a ti: «amado Dios»? Amadas son las manos de mi madre, que acarician mi frente y pretenden desprenderme de las preocupaciones; amadas son las palabras del amante, los ojos de una persona en cuya mirada se me ofrece todo su corazón y en cuyas manos pongo yo todo mi destino; amado es el corazón de un amigo con el que me unen el mismo camino, la misma suerte, la misma meta y los mismos anhelos. ¿Pero podemos nosotros dirigir esta palabra «amado» también a Dios? ¿A Dios, ante quien el templo temblaba hasta sus fundamentos, ante quien los tronos y las majestades ocultan su rostro? ¿Es Dios mi amante, mi amigo, mi bondad maternal? Quizás no deberíamos decírselo a él si él no nos hubiese dicho antes: ¡Oh hombre, yo te amo, yo, tu Señor y tu Dios!

Así, pues, quiero yo amarte a ti, porque tú primero me has amado. Así quiero yo arrojarme en tus brazos, tú, mi buen Dios, de entrañas maternales, tú, mi amigo, tú, novio de mi alma. Muy suavemente debe mezclarse el temor con mi amor hacia ti; muy quedamente quiero pensar que tú no eres un tú cualquiera, sino mi Dios y mi todo. No debe haber nada de monerías y debilidades en mi amor hacia ti, sino que como una gran pasión debe tu amor impulsar mi vida hacia ti; como un arado debe surcar este amor mi corazón, a fin de que tú plantes en él tus semillas para una rica cosecha; como un gran asombro debe estar este amor en mí: ¡Yo puedo amar a Dios!

Quiero amarte a ti, mi cielo,
Quiero amarte, mi deidad;
No por premio amarte quiero
ni en mi mayor necesidad.
Luz hermosa, a ti mi amor
hasta que estalle mi corazón.

(Angel Silesio)