TU NOMBRE

Un nombre no es una palabra como otra cualquiera, ni mucho menos un número de catálogo que coloca una cosa o una persona en relación con otras. En el nombre de un ser humano se abren perspectivas a los niveles más profundos de ese hombre. Toda su grandeza o su pequeñez, su manera de ser, su alma, su amor, todo se encuentra en su nombre. Cuando oigo su nombre surge ante mí todo el hombre. En realidad se abren por primera vez las cámaras de un nombre, cuando la persona que es designada por él se me ha descubierto con anterioridad. En realidad hay también nombres que no dicen nada, pero sólo cuando el hombre por él nombrado carece de significación. Cuando a mí uno me dice su nombre, aunque sea sólo protocolariamente, se me acerca, descubre un secreto ante mí, retira un velo, se introduce en mi círculo, e incluso, aunque surjan oposiciones o aparezcan desacuerdos entre nosotros, nunca volverá a ser entre nosotros como antes, cuando todavía no conocía su nombre, como si esa persona no existiese para mí. Me pertenece. Yo ya no puedo pensar en él o pasar a su lado como si no le conociese. Cuando un hombre es para mí un número, un desconocido, puedo olvidarlo, puedo sumergirlo en el anonimato, pero después de que me ha dicho su nombre, existe entre nosotros un secreto que nos une.

¿Puedo yo ahora, oh Dios, preguntarte por tu nombre? ¿Es que tiene sentido darte un nombre a ti, grandeza sin nombre? ¿Posees tú en verdad un nombre con el cual te llamas a ti mismo? ¿Uno con el cual tú te expresas a ti mismo, en cuyo interior se concentra toda tu esencia, y eso cuando nada puede abarcarte y expresarte, cuando nadie puede concebirte y pensarte hasta el fin, cuando nosotros siempre sólo empezamos a pensar en ti, cuando nosotros siempre nos detenemos en el inicio de la investigación de tu ser aun cuando tuviésemos ya tras nosotros una eternidad de reflexión sobre ti? ¿Qué palabra humana podría expresarte y ser un valioso símbolo tuyo? La misión fundamental de un hombre es distinguir una cosa, un ser humano, de todos los demás, para que no los confundamos cuando queremos hablar de ellos. A las cosas que son únicas y no se pueden repetir no las designamos nosotros con nombres; a nadie se le ocurre dar un nombre al conjunto del universo. ¿Pero necesitas tú un nombre con el que te distingamos nostros de las otras cosas, tú sólo y único Dios? ¿Quién podría confundirte a ti, que estás separado de todas las otras cosas por tu infinitud, a ti, totalmente distinto de lo que todos nosotros somos? Y aun cuando tú también tuvieses un nombre, con el cual te nombraras a ti mismo, un nombre en tu idioma (él no podría ser sacado de las pobres lenguas humanas), aun cuando tuvieses un nombre con el cual continuamente te expresaras en la bienaventuranza sobre tu propia plenitud —pues tú no puedes encontrar otra cosa que merezca la pena de ser expresada— aun cuando tuvieses un nombre que os lo susurraseis mutuamente, vosotros, la Trinidad, ¿estaría yo autorizado a penetrar en tu secreto y a preguntarte: cómo te llamas? Sí, uno de nosotros se atrevió a hacerlo, a preguntártelo, uno que se despojó de los zapatos para esta pregunta, que tembloroso se arrodilló delante de la zarza ardiente y no se atrevió a mirar a tu fuego; uno tuvo valor para preguntarte: ¿Cómo te llamas? Quizás él no sabía en aquel momento qué cosa tan impresionante preguntaba —probablemente no se hubiese atrevido—, quizás esperaba solamente el nombre de uno de tus ángeles o el nombre de uno de los fantasmas que el hombre se imagina. Y además no lo preguntaba él por curiosidad, para sí mismo, él quería saber tu nombre sólo para dar una respuesta cuando se le preguntase más tarde; solamente como testimonio ante el pueblo cuyo caudillo debía ser según tu llamada. Sí, es maravilloso que Moisés preguntase así, más maravilloso todavía que tú le respondieses, pero lo más maravilloso de todo es tu misma respuesta, es tu nombre. Sé que los antiguos judíos no se atrevían a pronunciar este nombre y que, si lo encontraban escrito en alguna parte, decían únicamente en su sustitución: el Señor. Pero yo me atrevo a decirlo:

YAVE

Yavé —¡el «Ser»!— «¡el que es!» ¿Es éste tu nombre? ¿Es éste el nombre que te atribuiste a ti mismo una vez? ¿El Ser? Pero si el nombre expresa algo inmediato y diferenciante, ¿no surge la pregunta: No soy yo, el hombre, también un ser, un Yavé? Pero ese es ciertamente tu nombre y expresa lo que a ti te separa y diferencia de los demás, lo que sólo tú tienes y eres y ningún otro fuera de ti. En comparación con tu ser somos todos nosotros, por lo tanto, nada. Todos nosotros juntos somos una nada ante ti.

Para cuando yo digo de una cosa que está ahí, ya ha desaparecido de nuevo. Así surgen las cosas del mar de la nada, permanecen un momento ante mí, y todo su ser es un ser mantenido dentro de la nada, es un temor a volver a sumergirse en la nada, y apenas me descuido están de nuevo allí y nosotros, hombres, con ellas. Ya no me atrevo más a decir esto o aquello es... porque apenas lo he dicho ya han vuelto a desaparecer. Las cosas son sólo espejismos, sombras, formas de un caleidoscopio. Y aquél de quien son sombras, imágenes y símbolos, ése eres tú, el Ser, Señor. Si yo ahora digo de ti que tú eres y tienes el ser, no debo yo decir en el mismo momento que también yo soy y que el mundo tiene el ser. Un abismo separa mi ser del tuyo. Tú eres el ser, y yo lo poseo sólo como un regalo de fuera, como algo que es muy problemático y quebradizo. Yo tengo el ser sólo en una pequeña parte, sólo una astilla, tú por el contrario eres el ser y dondequiera que haya un ser te pertenece, está en ti. ¿Borro yo ahora las fronteras entre tú y yo? Porque ¿no soy yo, en cuanto soy, en ti, y no solamente en ti, sino tú? Señor, qué conversación tan presuntuosa estoy manteniendo cuando un abismo me separa de tu ser. ¡Pero la diferencia entre mi ser y el tuyo no se fundamenta en que yo tenga o sea algo que tú no tienes o eres (prescindiendo de mis pecados y de mi imperfección que esencialmente es una nada) sino porque tú tienes y eres algo que yo no tengo y soy! Y en lo que tú me aventajas es en la total plenitud del ser. No sólo los pueblos paganos, sino todos nosotros, incluso los más encumbrados coros angélicos, «todos los pueblos son delante de él como nada, son ante él nada y vanidad» (Is 40, 17) ¡Y tú solo ERES!

Señor, hay algo maravilloso en el ser. Sólo un hombre insensato puede encontrar natural el que él sea y el que, a su alrededor, las cosas sean; o, a lo más, un niño ingenuo puede considerar esto como un hecho y no verlo digno de conversación y admiración, el que existe algo y no nada, el que se hallan ahí cosas, y qué cosas tan maravillosas. ¡No me maravillo yo por encima de toda medida, cuando en una hora tranquila mi ser viene a mi pensamiento, cuando mi espíritu no vaga por fuera, se encuentra cómodamente en mí y dice: Yo soy! ¡Maravillosa maravilla el que yo sea! Sí, Señor, debo maravillarme indeciblemente sobre las maravillas del ser creado, sobre el brillo de tus montañas, la infinitud de los mares, la profundidad de sus aguas, y todavía más sobre la profundidad y lo enigmático del alma humana. Yo no sé dónde se encuentran las raíces de este ser multiforme y cómo pueden ser solucionados sus enigmas. Es verdad que tú eres el ser y que nuestro ser es sólo tu sombra, tu ligero reflejo, una insignificante imitación imperfecta de tu grandeza. Hubo un tiempo (y qué tiempo tan largo) en el que yo no existía, y vendrá un tiempo en el que yo no estaré en esta tierra, y entre ellos hay colgados un par de instantes en los cuales existo y a los cuales llamo mi existencia y mi vida; y se necesita muy poco para concluir ese par de instantes. ¡Qué problemático, fragmentario y dudoso es mi ser! Es sólo un trocito, una migaja de ser, y cuando esta migaja se pierde, nadie la echa de menos. ¡Pero tú eres el ser! No pudo haber ningún tiempo en el cual tú no existieses, porque de ninguna manera ni en ningún sitio podría darse un ser si no hubiese estado siempre allí el ser. Tú (y tampoco el mundo) no puedes haber llegado a ser desde un universal no ser y haber surgido de un abismo de la nada. Tú eres el ser, fundado en ti, independiente de cualquier otro. El ser, eso eres tú, el Yavé. Señor, yo discurro y sutilizo acerca de tu nombre, pero sé que todos nuestros pensadores, tras un difícil trabajo de siglos, no saben decir nada mejor sobre ti que lo que oyó aquel pastor de un rebaño de cabras desde la zarza ardiente: el que es. El ser en sí por esencia. Y quizá no hubiesen descubierto eso nuestros pensadores si no se lo hubieses dicho tú antes.

Leo en uno de tus sabios: «En mi juventud se me enseñó que Dios tiene mil nombres y que nosotros tenemos un pequeño cuadernito en el que se encuentran esos mil nombres de Dios. Pero si Dios tiene tantos nombres, y, como creemos, tantos cuantas creaturas existen, entonces se puede decir con igual razón: ¡Dios no tiene nombre!» Señor, tú no sólo tienes mil nombres, y no sólo tantos cuantas creaturas hay si yo no entiendo por nombre más que un apelativo y una propiedad; sino que también careces de nombre a la manera como cualquier creatura tiene un nombre. Cuán agradecido debo estarte ahora porque tú me has revelado un nombre tuyo que me permite una mirada en tu profundidad y en tus misterios.

¡Tú, gran Dios innominado, y tú, gran innominado!

¡Tú, el que es!