TÚ ERES OSCURO

Me espanto de hablar contigo, Señor. Porque, ¿quién eres tú? Se me han contado de ti tantas cosas desde mi más tierna juventud, y yo confiaba en ti como en cualquiera de mis compañeros de juego, como en cualquiera que se inclinara hacia mí y fuese bueno conmigo. Yo he tenido en mi alma infantil una idea sobre ti, y creía que te comprendería. Pero ahora se me ha derrumbado todo lo que anteriormente sabía sobre ti. Señor, tú sabes que nunca he dudado de que tú existes, pero ya no soy el niño que se imagina que conoce tu esencia, que puede describirte y hablar de ti como se habla de algo perfectamente entendido. ¿O tal vez es así que cuando yo era niño te conocía, que tú estabas cerca de mí, y que yo sobre ti sabía más cuando era niño que ahora? Pero alguien me previene de creer que podemos conocerte: «Un Dios conocido no es ningún Dios.» Ahora me doy cuenta de lo lejos que tú estás de mí, y que yo no poseo en mí ninguna medida ni ninguna idea que te abarque y te aprehenda. Quizás solamente un loco piense que podría comprenderte, pero, por el contrario, toda mi religión y mis oraciones me aseguran solamente de que tú me comprendes a mí. Me separan de ti una muralla y un océano que no puedo atravesar. Yo grito frente a ellos y creo que en la otra parte hay un oído que escucha mi llamada, y creo que tú, gran Dios, eres ese oyente.

Y ahora quiero hablar contigo, Señor. No como si yo pudiese decirte algo que tú ignorases, como si tú sacases algo cuando yo charloteo delante de ti. Pero, sin embargo, yo creo que tú me escuchas. Y yo no quiero hablar contigo sobre mi propia ruindad y pobreza. Si empezara por ahí no llegaría a ningún fin; ya conoces tú suficientemente mi pobreza; sabes sobre ella más que yo, y no me extrañaría nada que taponases tus oídos ante todas las quejas de los hombres. En realidad yo quiero hablar contigo sobre ti. De nuevo estoy ante el problema: ¿cómo debo hablar contigo si en verdad no te conozco? ¿Cómo debo hacerlo si soy un hombre, si todavía ninguno de mis aviones ha llegado a tu orilla, si todavía ninguno de mis aparatos ha establecido contacto contigo? Yo lanzo la sonda hacia ti, pero siempre busca en el vacío. Y también la Escritura me advierte: «Nadie ha visto a Dios»; y san Pablo parece advertirme: «Dios habita una luz inaccesible.» Noto, Señor, que no fue casualidad el que tú hablases desde una nube oscura con Moisés (Ex 19, 9) y que le dijeses a Salomón que tú querías habitar en la oscuridad (2 Cron 6, 1). En ti mismo eres luz (¡qué luz!) pero para mí eres oscuro porque tu luz ciega mis ojos, y yo pienso que sólo veo oscuridad y tinieblas cuando dirijo mis ojos hacia ti. ¿Cómo puedo, por lo tanto, hablar de ti, de tu grandeza y tu belleza, de tu fuerza y tu poder, de tus secretos y tus consejos, si todavía ningún hombre te ha visto? Los que desearon verte percibieron tan sólo tu sombra y tu huella, e incluso Moisés, que osó la temeraria audacia de desear verte, vio solamente los contornos de tu forma, o ni siquiera eso siendo tú sin contornos y sin forma. ¿Cómo debo yo hablar contigo y cómo debo forzar la entrada en tu luz? ¿Cómo voy a exigirte a ti el que te presentes y te muestres ante mí, el que dejes caer tu velo? ¿Cómo podemos en realidad nosotros, hombres, hablar de ti cuando no hay en nuestro idioma humano un solo concepto que te represente? Podemos amontonar mil nombres pero todos ellos son sólo palabras insinuantes con las cuales pretendemos camelarte, sorprenderte y engañarte, arrancarte algo de tu secreto. Pero si tú no lo quieres, entonces esos mil nombres con los que intentamos describir tu ser son palabras vacías, y toda nuestra lista con la que deseamos sonsacarte tu secreto es un tosco juego infantil. Ahora te presentas frente a mí, me hablas, envías tus profetas a mi mundo, incluso envías a tu Hijo, para que él me hable de ti; Señor, eso es demasiado excelso para que yo pueda ser digno de ello; pero ahora ya sé algo sobre ti, ahora ya tengo un punto de partida para mi búsqueda, una anticipación de la visión beatífica del cielo. Sí, lo sé, Señor, que también sin tu revelación puede mi intelecto conocer algo sobre ti, pero ¿de qué me aprovecharía a mí saber que tú existes si yo no supiese nada de tu esencia y de tus bondades, si yo no pudiera llamarte Padre? ¿En qué desiertos debería buscarte mi inteligencia si no hubiese venido tu Hijo y no fuese para nosotros el camino hacia el Padre? Porque todo verdadero conocimiento sobre ti se lo debemos agradecer a él. Señor, te agradezco el que tú te compadecieses de mí antes de que yo existiese, y que tú ya me preparases el camino antes de que yo fuese formado en el seno materno.

Pero más aún, todavía ahora cuando tu Hijo me ha contado tantas cosas de ti ¿es que ha cambiado mi situación? ¿Has dejado tú de ser para mí oscuro y misterioso? ¿Acaso tengo una idea de lo que tú eres? ¿En realidad, entiendo yo las palabras que me habla tu Hijo? ¿O acaso estas palabras y revelaciones no han hecho sino aumentar la oscuridad a tu alrededor y profundizar más aún tus misterios? ¡Lo han hecho, Señor! Y, sin embargo, por ello mismo he llegado más cerca de ti. Pues ahora comprendo que no te comprendo, te comprendo mejor que aquellos que hablaban de ti como si fueses su semejante. El conocimiento de tu incognoscibilidad es el más profundo conocimiento sobre ti. Un Dios que no estuviese rodeado de las tempestuosas nubes de los misterios, de inefable oscuridad y de incomprensibles milagros, sería solamente una invención de nuestro propio pensar; un Dios que fuese proporcionado a la fuerza de comprensión de nuestro intelecto humano y no superase inmensamente la capacidad de pensar de la razón humana, sería 'un Dios humano, un superhombre quizás, pero no ese Dios inefable y poderoso ante el cual puedo yo feliz doblar las rodillas. Señor, si eres Dios, debes ser oscuro e incomprensible debes ser increíblemente grande y poderoso si nosotros debemos creer en ti. Señor, te doy gracias porque lo eres.

¿Qué son todos esos conceptos que te atribuimos y con los cuales queremos medirte? ¿Qué son ya los dogmas de los cuales tanto necesitamos para no caer en el error? Ellos no pueden abarcarte. Yo me encuentro frente al contenido de estos dogmas tan inerme como frente a ti; no comprendo lo que significan. Yo los repito, los estudio, los creo, los abrazo, estoy dispuesto, si fuese necesario, a morir por cada letra de esas frases; pero entenderlos como puedo entender por mí mismo un principio matemático, eso no puedo. Y los abrazo solamente porque, al fin y al cabo, son tus palabras.

Pienso que un ciego sabe de la luz y de todo el polícromo mundo de los colores más de lo que nosotros conocemos de tu íntima esencia. Yo le hablo a un ciego del sol que ésta grande y brillante en el cielo, de la luz que proyecta en todas direcciones y que juega con las aguas y las olas en innumerables configuraciones; le cuento a él la brillante magnificencia de una pradera en primavera, el verde intenso y delicado de los bosques, el rojo y el púrpura, las sinfonías de color en las que se sumerge el sol del atardecer y de las que de nuevo se levanta él por la mañana; le describo la cegadora blancura de la nieve y los glaciales y el infinito azul del cielo a su alrededor; intento mostrarle qué es lo rojo y lo azul y lo verde y todos esos millares de variaciones y matices de los colores... Quizás repita mis palabras; pero qué sea propiamente lo rojo y lo verde y lo azul, qué sea el color, eso no lo comprenderá jamás, porque no ha visto nunca un color. Todas esas cosas serán para él palabras vacías, que repite, y bajo las cuales no puede imaginarse nada; no posee ni en lo más lejano una idea de la belleza del sol, del brillo y de la luz de un día de primavera o de las maravillas de colores del maduro otoño. Y cuando ahora, Señor, tu Hijo o uno de tus santos me habla a mí de ti y me dice: «Dios es bueno... fiel... grande... bello... poderoso... infinito... eterno...», podré bien repetir esas palabras, pero, si yo pienso que las comprendo, es decir, que queda claro para mí de qué manera es Dios bueno y grande e infinito y eterno, entonces me engaño; no eres tú lo que yo creo comprender, es, a lo más, una idea de ti que yo me he fabricado y que, sin embargo, difiere infinitamente de ti. Lo que en realidad significan esas expresiones de ti, la riqueza, la ventura, la felicidad que todo ello representa, eso, me temo, lo comprendo tan poco como un ciego comprende algo de los colores, o, en resumidas cuentas, todavía menos... Nuestro conocimiento comienza siempre con los sentidos, parte siempre de las cosas sensibles y no puede nunca ocultar ni en las ideas más puras su origen de lo sensible, limitado y contingente; siempre conserva adherido ese pecado original por mucho que me esfuerce yo por borrarlo. ¿Y cómo puedo yo ahora, Señor, abarcarte en este conocimiento cuando tú no tienes nada que ver con lo sensible, cuando tú eres el infinito y el eterno y el necesario? Tú eres siempre totalmente otro de las demás cosas fuera de ti. Yo puedo siempre hablar de ti en imágenes y comparaciones, siempre te conozco yo por analogía solamente. Sé, Señor, que tú eres el Creador de este mundo, que incluso lleva en sí tus huellas, tu imagen y semejanza, y, sin embargo, nunca consigo conocer tu semblante por esas huellas, porque esta semejanza se inserta en la más profunda desemejanza. ¿Qué son ante ti tus mundos y tus estrellas? Tú eres su autor y su último fin. En realidad existen puentes que van de tus creaturas a ti, pero cuando los paso, aunque percibo un piso seguro debajo de mis pies, sé que tú existes, debo descubrir entonces, de repente, que no tengo ojos para contemplarte, y que, si acaso llegase a poseer tales ojos, me cegaría tu luz hasta que tuviese que cerrarlos, quiéralo yo o no.

Y aunque hay hombres a los que llamamos teólogos, es decir, sabios de Dios —Señor, ¡qué arrogancia en este nombre!— porque, ¿qué saben ellos de ti? Si uno de ellos pensase que ha entendido a Dios, que lo ha penetrado con su mirada, que ha alcanzado una visión en su ser interno y que en cierta manera lo ha captado con su pensamiento, me recordaría a aquel tonto que salió con redes y sacos para coger al sol y encerrarlo en los cofres del ayuntamiento para luego dejarle salir o retenerlo según su voluntad. A ti, Señor, nadie puede atraparte en la red de su pensamiento o de sus ideas, a ti nadie puede encerrarte en los cofres de su entendimiento, para quedarse ante ellos y decir: He entendido a Dios. Tampoco los teólogos lo hacen; son lo suficientemente humildes para saber que tú eres el totalmente distinto, el inabarcable e impenetrable, a quien nosotros sólo conocemos vagamente, «sub quadam confusione» (Sto. Tomás), y siempre resaltan que las ideas que nos hacemos de ti son inexactas, insuficientes y diversas, y que tú habitas en una luz inaccesible. ¿Qué pueden decirme a mí esos sabios de Dios? Pueden decirme lo que éste y aquél dicen sobre ti, pueden dividir en capítulos y versículos la doctrina y revelación de tu Hijo, pueden hablarme durante horas de ti. Conocen cientos de caminos para probarme que tú existes —sé lo agradecidos que debemos estarles por ello, y que no habría ninguna ciencia necesaria si se pudiese prescindir de la necesidad— pero el secreto interno de tu vida no te lo pueden arrancar; de tu verdadera grandeza y belleza tienen una imagen tan insuficiente como, la de cualquier anciana abuelita que en cualquier parte, en un rincón de la iglesia, saca su rosario y comienza: Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra... O al fin y al cabo, ¿acaso sepa más la abuelita? Y pese a todo ello yo debo hablar de ti y sobre ti, Señor, no puedo otra cosa; no puedo saciar mi hambre en los otros millares de cosas que se nos enseñan en las escuelas, no me dicen nada, están huecas y vacías si no me cuentan nada de ti; yo llevo en mí una inexpresable nostalgia hacia ti, debo encaminarme a ti, debo preocuparme por ti como una aguja imantada se inclina hacia el polo, aun cuando por eso el polo no se acerque ni un solo paso más, aun cuando el polo permanezca a igual distancia. Pero cuando yo te busco como un imán se dirige al polo, ¿no te acercas tú más a mí? No es como si fuese mi búsqueda lo que disminuye la distancia, sino tu gracia, Señor, tu venir al encuentro puede construir puentes y levantar velos. Y lo haces porque no puedes permanecer sordo frente a mis oraciones e inquietudes.

Pero enséñame que siempre vaya a ti como un humilde buscador que sabe que solamente podrá ver de tu grandeza y majestad lo que tú quieras dejarle ver y conocer. Y por lo demás debes tú enviar a este buscador los ojos con los cuales debe verte. Sé que nunca podré exigir altivamente la Verdad sobre ti; sé que nunca soy el juez de instrucción que se presenta ante ti como ante un acusado sospechoso a quien le exige su carnet de identidad. Yo sé que los presupuestos del conocimiento de Dios son totalmente distintos de los presupuestos de cualquier otra ciencia. Tú no descubres tus secretos al microscopio o al telescopio, sino a las humildes llamadas de manos suplicantes. Nunca te encuentro yo a ti como un investigador crítico y, como dicen, sin presupuestos, sino siempre como un hombre que suplica y reza. Yo sólo debo suplicar humildemente y te debo dar gracias, si puedo percibir tus sombras.

Señor, ¡déjame conocerte!