PARTE PRIMERA


CRECIMIENTO DE UNA VIDA:
LA FE GENEROSA

 

«Porque Dios, que dijo: "Brille la luz del señor de las tinieblas", es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo.»

(2 Cor 4,6)

Esta palabra de San Pablo define maravillosamente la fe. Ella recuerda que su autor es Dios: creer es, en efecto, un don de Dios. Ella precisa que el Dios de la fe cristiana no es otro que el Dios creador, y la aparición de la fe en un corazón humano es tan admirable como la aparición del mundo en el primer día. La creación del mundo se evoca aquí por la obra del primer día del Génesis, la aparición de la luz: de igual modo sucede en la fe, es Dios quien se da al hombre en la aparición de una luz imprevisible.

En el centro de esta iluminación se manifiesta la gloria de Dios; San Pablo, en cierto modo, designa con ello el objeto de la fe. Entonces precisa la naturaleza del acto de fe: un conocimiento. Estas dos palabras, «gloria» y «conocimiento», deben ser interpretadas con el peso y la plenitud de significado que tienen en la Biblia. La «gloria» es la presencia de Dios a las claras, el brillo de su santidad, la desnudez de su verdad resplandeciente. «Conocer» es estrecharse, es penetrar en el otro y ser penetrado por él, es comenzar a entrar en comunión con él; cuando se trata de Dios, esta comunión se realiza sobre la base de una verdadera consagración>Nuestro primer capítulo tratará de describir de qué forma y a qué precio el conocimiento de la gloria de Dios es el privilegio del creyente.

Pero nuestra definición añade: «que se manifiesta en el rostro de Cristo». Ya en el Antiguo Testamento se manifestaba con claridad que la fe no era ciertamente un conocimiento de tipo abstracto, sino intersubjetivo, de persona a persona. San Pablo precisa que de ahora en adelante el único intermediario sagrado en el que la gloria divina se revela y reside no es ni una cosa, ni un rito, ni un símbolo, ni una pura palabra, sino el Verbo encarnado. Nuestro segundo capítulo procurará demostrar hasta qué punto e necesario mirar su rostro para contemplar en él la gloria de Dios.

Finalmente, San Pablo señala que la iluminación de la fe se realiza «en nuestros corazones». Que Dios ilumine nuestros corazones por el conocimiento de su gloria es un bien mucho mayor que iluminar el universo por la materia luminosa con la cual lo ha constituido. Pero esta última obedece a leyes inmutables: hasta la extinción de sus energías acumuladas, el sol brillará. Nuestro corazón, al recibir la vida de la fe, la arrastra también en las vicisitudes fluctuantes de su pobre vida. La fe, en nuestros corazones, corre toda una aventura. Los capítulos siguientes tratan de explicar ciertas condiciones y cierto s episodios de esta aventura. nuestro corazón de creyente es aquel que, fiado en sus esperanzas tan humanas, esperaba ya secretamente a Dios; nuestro corazón de creyente es este interlocutor de Dios que no cesa de escucharlo, de hablar con él, de preguntarle; nuestro corazón de creyentes es aquel que se ha entregado a Cristo para lo mejor y para lo peor, y que se alimenta de fidelidad humilde y difícil.

Todo esto no constituye en modo alguno un tratado de fe, pero ayudará, quizá, a comprender mejor la coherencia y el esplendor del universo espiritual que la fe abre al creyente. Ni esta coherencia se encuentra rota, ni este esplendor desvalorizado por todas los cosas admirables que los hombres han podido conocer o realizar sobre la tierra, incluso en nuestros días. Por sí mismo, el hombre no es jamás digno de Dios, pero permanece digno del hombre, por grande que se crea o se pretenda, creer en este Dios «que ha brillado en nuestros corazones para hacer resplandecer el conocimiento de su gloria, que se manifiesta en el rostro de Cristo».