CONCLUSIÓN

EN LA IGLESIA DE LOS SANTOS


«Nuestra Iglesia es la Iglesia de los Santos», decía Bernanos (1). Sí, sin ellos, ¿qué sería de ella? Sin la violencia de su adhesión al Señor, sin la pureza de su vida, sin el éxito espiritual que ellos representan, tendríamos quizá la impresión de un terrible e irremediable fracaso. Aquellos a los que llamamos santos justifican en cierto modo aquellos que no lo son. No se apartan del rebaño como una selección ambiciosa y desarraigada que perseguiría su destino separadamente. Una solidaridad indesgarrable los sujeta a todo el Cuerpo de la Iglesia. Lo sabe perfectamente el pueblo cristiano que ha vigilado siempre celosamente sobre sus santos, espiado a los que lo eran, a veces contribuido a hacerlos santos de igual manera que los pecadores han contribuido a glorificar a Jesús: ¡clavándolo en la cruz!, pero poco importa: cuando mueren solos y abandonados de todos como un Benito Labre, inmediatamente la Iglesia, la Iglesia de las callejuelas y de las parroquias, la Iglesia de los pecadores se precipita sobre ellos, se cuelga de ellos, no los abandona, los envuelve con sus sudarios (sus pobres vidas) y los alumbra con sus cirios.

(1) Jeanne, relapse et sainte, Plon, 1934, pág. 61.

¿Habrá acaso dos Iglesias? La de los santos y la de los otros. Casi en todas las épocas ha habido espíritus que se han dejado arrastrar de esta tentación, pero es absurdo. El tejido ha sido tejido compacto: no hay más que una Iglesia, la Iglesia santa, inexplicablemente compuesta de santos y de pecadores. No hay dos razas de bautizados, porque los mismos santos han comenzado por ser pecadores. Es notorio que Cristo no ha fundado su Iglesia con santos, pero no es menos notorio que los Apóstoles, excluido el traidor, han llegado a ser santos. ¿Cómo han llegado a serlo? ¿Por qué cambio?, ¿por qué fórmula? Sencillamente, tomando en serio su vida de miembro de la Iglesia; aspirando a la santidad por todos los canales por los que la Iglesia comunica la gracia: el Evangelio oído, proclamado, vivido, transmitido, la Eucaristía, la caridad, la oración — todas estas cosas, tan vulgares para nosotros y tan mal vividas por nosotros, las han encontrado «más deseables que el oro puro» (Sal 19, 11), se han apoderado de ellas y las han vivido perfectamente.

Al contemplar estas vidas, al ver al santo crecer en cada uno de estos hombres, descubrimos que la Iglesia es «una máquina de hacer santos», que es ésta su función propia y para lo que ha sido constituida. Ella es santa porque tiene las provisiones, los condicionamientos, los útiles de la santidad. Un año con otro, consigue «producir» santos. Sí, esta enorme maquinaria jerárquica y sacramental, es necesario decirlo, consigue producir santos. En el mismo momento en que nosotros la encontramos poco santa, según nuestro gusto, en sus jefes y en sus fieles, demasiado arrugada o demasiado audaz, demasiado barroca o demasiado moderna, produce santos. Mientras que nosotros murmuramos contra esto o aquello, mientras que le reprochamos esto o aquello, los corazones rectos, considerándola como es, le hacen dar su máximo rendimiento y, por ella, llegan a ser santos. Mientras que nosotros nos retrasarnos a consecuencia de nuestros pecados ligeros y de pretextos que imaginamos con el fin de no tener que cumplir la inmediata y exigente voluntad de Dios, hay otros que se apresuran y que, día tras día, llegan a ser santos.

La Iglesia, por otra parte, no se contenta con «producir» santos; es necesario añadir que ella los «recoge» en el sentido en el que se dice de un labrador que recoge sus cosechas. Utilizando, en efecto, todos los medios de gracia que hacen aquí abajo de la Iglesia una institución de santidad, los santos penetran cada vez más en el espesor de su realidad eterna, que es comunión de santidad. Se sumergen en la muchedumbre de la asamblea de los santos y su caridad viene a mezclarse con la de todos para engrosar su corriente impetuosa. No son precisamente productos limitados de la Iglesia, son la misma Iglesia. Ellos son los productos de la Iglesia terrena, pero han sacado la mejor parte de ella: la sustancia de santidad, la cual no es otra cosa que la Iglesia celestial y definitiva. Allí no hay pecado, ni mancha, ni arruga, porque la santidad del mismo Dios es toda en todos. Pero allí ya no hay pecado, ya no hay otra cosa que antiguos pecadores (exceptuada la Virgen María), no hay otra cosa que criaturas perdonadas y bañadas en la sangre de Cristo (incluida la Virgen María), no hay más que muertos antiguos que se han convertido en vivientes. Como lo subrayaba Péguy, el reclutamiento de los santos se hace entre los pecadores.

Si el reclutamiento de los santos se hace entre los pecadores, se hace, pues, entre nosotros. Porque, de hecho, ¿en qué momento de su itinerario y de su subida comenzaremos a decir que son santos? ¿Es precisamente en el instante en que Francisco de Asís besó al leproso o en el que recibió los estigmas y cantó el Cántico del sol? ¿Es en la hora en que Domingo vendió sus libros para alimentar a los pobres, o bien en aquella en que, agotado de predicar, seguía recorriendo los caminos para organizar su Orden? De una casa a otra, por la continuidad de una vida, sin poder decir: tal día no era todavía santo, pero tal otro lo ha llegado a ser, nos remontamos hasta su conversión, hasta su bautismo. Nos detenemos, completamente sorprendidos. Por el miedo de haber dejado escapar el instante decisivo, rehacemos muchas veces este examen y esta investigación; trabajo perdido, ya que la conclusión se impone, siempre la misma, siempre sorprendente: ¿será que, simple convertido, simple bautizado, ha llegado a ser ya un santo?

Sí, en verdad. El Nuevo Testamento lo afirma ciertamente. Convertido, bautizado, se le ha «llamado santo», es decir, llamado a serlo, y es necesario que al fin lleguemos a serlo nosotros también, si queremos tener parte con Cristo, toda vez que, como decíamos, la Iglesia celestial no tiene otro objeto que la santidad. En el pecador que nosotros somos (y que se conoce demasiado hasta el punto de disgustarse de sí mismo) crece ya el santo que podemos y debemos llegar a ser. No hay medio de dibujar un contorno de separación entre el uno y el otro. O al menos, intentadlo y veréis el resultado. Pecador, yo voy al confesionario, pero voy a él porque, en mi voluntad, algo imperceptible es ya santo; santificado, yo me levanto, pero apenas levantado, mis pensamientos, mis obras comienzan de nuevo no menos imperceptiblemente a traicionar al Evangelio. ¿En qué parte de él me encuentro? ¡Ah!, nadie me lo dirá: el Señor solo, cuando yo me dejo caer, desarmado y tembloroso, entre las manos de su misericordia. Pero yo estoy en su Iglesia, yo quiero estar allí, esto es cierto; esta Iglesia es la mía, porque es una Iglesia de pecadores ya santificados y para santificar; y ella es mía también porque es la Iglesia de los santos, de los que yo seré un día, el último, aunque ello sea a la manera de este pobre diablo que consiguió, en un último salto, atravesar la pasarela en el momento en que ya era quitada y cuando el barco, iluminado, abandonaba el puerto y las costas de la noche. ¡Todavía era horal...

En la sombra, sobre el puente, yo puedo detenerme a meditar por última vez mi aventura, la aventura de todo creyente. No tiene nada de fresco triunfal. Es abundantemente impugnada por las otras. Es extraña a mis propios ojos. «Señor, ¿cómo es que Tú debes manifestarte a nosotros y no al mundo?» (Jn 14, 22). A esta pregunta que aflora cada día a nuestros labios, el Señor no ha respondido jamás propiamente hablando. Se contenta con indicarnos: «No sois vosotros quienes me habéis elegido, sino que soy yo quien os ha elegido a vosotros» (Jn 15, 16). Es verdad, esta elección nos invade como una gracia o como una herida indeleble. Que los demás vivan como puedan, pero nosotros, creyentes, no podemos vivir de otra forma sino en esta aventura. Ahora bien, es terrible.

Ser elegido por un hombre tiene siempre algo de secretamente adulador, porque los hombres no eligen más que a aquellos cuyo valor han visto y experimentado; Dios, por su parte, se complace en elegir a los seres vulnerables a la ternura, al sufrimiento y a la gracia. Cuando estos seres llegan a la fe, les sucede que saborean apasionadamente sus luces: «Cuando tus palabras, Señor, se presentaban, yo las devoraba; tu palabra era mi embeleso y la alegría de mi corazón» (Jr 15, 16). Pero llega el momento en que las luces se hunden en la bruma y en que las palabras deliciosas como la miel se hacen amargas a las entrañas como la muerte. Hay demasiados gritos de angustia en la Biblia, en los salmos, para que nosotros no consideremos esta situación como anormal y excepcional. «Yo me hundo en el fango de la sima, y nada queda; yo he entrado en el abismo de las aguas y la ola me sumerge» (Sal 69, 3). «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22, 2).

Por un instante podemos pensar que Dios aparenta jugar con nosotros; que la prueba no es otra cosa que un maldito sueño; que en un abrir y cerrar de ojos las tinieblas se van a disipar y que vamos a poder desembarazarnos de nuestras angustias, con una carcajada por haberlas tomado demasiado en serio. Pero no, la hora pasa, la tarde cae, y no queda otra cosa que la tremenda y salvaje duración de las cosas que nada tienen que decirnos y que nada pueden por nosotros. Toda clase de pensamientos locos cruzan por nuestro espíritu: Dios es cruel; Dios se burla de nosotros; por otra parte, ¿qué somos nosotros para El? ¿Qué es lo que nuestro fracaso o lo que nuestra muerte puede hacerle? Por otra parte, ¿hay solamente un Dios? La desesperación valiente de los ateos, ¿no es más viril y más verdadera?... La prueba se ha convertido en tentación. Muy cerca de nosotros, oculto, silencioso, Dios retiene su aliento y, compartiendo nuestra angustia, espera que nuestra libertad nos devuelva a El en un abandono sin límite.

Nosotros creemos, en el día de nuestra conversión, que le pertenecemos una vez para siempre en la luz, la paz y la alegría. ¿No lo dice el Evangelio?, ¿no lo canta la liturgia de un extremo a otro del año? ¿No lo enseña la teología con seguridad? Ciertamente, sabemos que existe la cruz, pero la resurrección nos la hace familiar, gloriosa; la acción litúrgica nos la hace amable en el olor del incienso, el color de las fiestas y la tranquilidad de los gestos. Con una ingenuidad infantil, que debe desarmar al mismo Dios v hacerle vacilar por un momento, nosotros imaginamos que ciertas pruebas, e incluso que todas las pruebas, en el fondo nos serán ahorradas. ¿Puede ser, pensamos nosotros, que el Señor se sienta cansado de enseñar el sufrimiento a tantos de sus hijos, y que dispensa de él a otros, después de veinte siglos? Tanto más que nuestra edad es delicada, nuestros psiquismos muy frágiles, nuestros cuerpos menos entrenados, y nuestra civilización poco inclinada a admitir que ciertos sufrimientos son la nobleza del hombre. Los antiguos, los seres primitivos, tenían necesidad de la férula de las mortificaciones y de las pruebas para liberarse de sus representaciones groseras; ¿no eran ellos víctimas de su ingenuidad y de sus mitos? Una cultura más delicada, una teología mejor entendida, nos colocan de ahora en adelante por encima de estas purificaciones. No se nos ocurrirá jamás dudar de que Dios es espíritu, que está más allá de nuestras imágenes, de nuestros objetos, de todo el universo sensible, que es extraño a lo maravilloso que constituye el encanto de las almas infantiles. ¿De qué deberíamos ser purificados? A menos que no sea por azar de este deseo tenaz de considerar a Dios como Alguien a quien se le puede hablar y a quien se le puede amar, de esta necesidad religiosa ridícula que nos hace buscar a Dios como Otro sin nombre, sin rostro, en el fondo incomprensible de los seres...

Dios pone fin a este delirio por la solicitud terrible de su amor. De nuestras dudas, de nuestros problemas, de nuestras complacencias por las canciones ambiguas en las que se manifiesta el alma de nuestro siglo, hace una soledad en que nos deja experimentar lo que supone estar sin El en el mundo. Sin embargo, le seguimos buscando y esto constituye nuestro sufrimiento. Queremos y no sabemos rezarle. Deseamos y no podemos amarlo por encima de todo. Experimentamos ante los demás la vergüenza y la gloria de conocerlo. Creemos pensar que acaso no existe, y nuestra confusión extrema nos demuestra en el mismo momento que permanece para nosotros El que es. Los ateos nos atraen y nos repugnan a la vez; y lo mismo sucede con la Iglesia, respecto a la cual nuestras quejas se acumulan, mientras que surge en nosotros un inefable deseo de pertenecer a ella.

Es la fe desnuda la que necesitamos. Ella que, en la evidencia en que nos encontramos de un abandono de Dios (pero la palabra es significativamente ambigua: ¿es ella la que finge abandonarnos, o nosotros que acabamos de abandonarla?), nos da la oscura e inmediata certeza de la venida de Dios. Ella que, en la indiferencia de Dios, nos habla de su torrencial amor. Pero ¡a qué altura! en un lenguaje muy difícil, muchas frases del cual deben sernos incansablemente explicadas antes de que penetremos el sentido de las mismas.

Ciertamente, cuando reflexionamos sobre todo en los momentos más tranquilos que, de un lado a otro, nos han sido concedidos, presentamos una inexplicable coherencia con el conjunto del designio de Dios y con la vida de nuestro «amadísimo hermano y Señor Jesús». Una especie de paz nos impide llegar a ser completamente estúpidos: una paz incolora, inodora, acaso una sustancia neutra de la cual mucho más tarde serán extraídos los elementos de un universo nuevo. Nosotros presentimos incluso que lo que nos sucede no está quizá tan lejos de lo que habíamos aceptado, pedido, querido. Porque, al fin y al cabo, ¿aceptamos a Dios para ser consolados en primer lugar?

Necesitáis todavía ser afligidos durante algún tiempo con diversas pruebas, a fin de que el valor de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que se purifica con el fuego, llegue a ser un motivo de alabanza, de gloria y honor, con motivo de la Revelación de Jesucristo (1 Pe 1, 6-7).

¿No estábamos prevenidos?

En el fondo del crisol comienza un día a brillar este poquito de fe, del tamaño de un grano de mostaza, pero que, purificado por el fuego, pueda conmover al mundo: la fe en Dios que saca las cosas de la nada al ser, que conduce el universo de la materia oscura a la gloria del Espíritu, que ha resucitado de entre los muertos a Jesús «el gran Pastor de las ovejas» (Heb 13, 20) y que nos resucitará a nosotros también. El nos ha amado, El, el único Dios del Cielo y de la tierra. Se trata de algo tan extraordinario para creer, que en verdad no debemos extrañarnos si necesitamos casi morir para no vivir finalmente de otra cosa que de este amor.