CAPÍTULO III

LA FE CUMPLE LA ESPERA DE NUESTRO CORAZÓN

 

«Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. El que cree en mí...»

(In 7, 37-38)

Esta palabra ha sido lanzada por Jesús en voz alta el día más solemne de la fiesta de los Tabernáculos. Merece, pues, que se le preste oído atento y que se trate de escrutar su mensaje: manifiesta una característica cardinal de la fe bíblica. Revela que la fe en la persona de Cristo abre una fuente copiosa capaz de apagar cierta sed del hombre, sugiere que aquel que no experimenta esta sed es incapaz de venir a Jesús y de creer. La fe no es propuesta jamás por Dios como un edificio de verdad esencialmente neutro con respecto a las aspiraciones humanas: tiene como finalidad propia venir a rellenar un hueco, saciar una búsqueda y responder a una espera. Tú podrás beber si crees; ven, pues, si tienes sed.

Pero ¿de qué sed se trata? La sed humana es inmensa. Yo te preguntaría: «¿Qué esperas tú de la vida?» Inútil que abras la boca, yo leo ya en tus ojos el centelleo de tantos deseos, que estimo que van a faltar las palabras para nombrarlos. ¿Somos acaso otra cosa que seres de deseos, impulsados por ellos de hora en hora, de año en año, mientras dura la vida? Los alimentamos, les damos calor y los exacerbamos con el fuego de nuestras codicias: los apagamos al saciarlos, pero los volvemos a encender inmediatamente, porque, sin ellos, ¿quién de nosotros tendría todavía conciencia de vivir? ¡Cuántos hombres no habrán sido otra cosa que sus deseos, sin cesar satisfechos, jamás colmados! La experiencia y la amargura repetida de esta decepcionante aventura se han convertido en Palabra de Dios: el libro del Eclesiastés hace resonar en la Biblia esta queja que se eleva punzante, y donde gime un alma en el crepúsculo de sus ilusiones, «cuando cesa la voz de la rueda de molino, cuando se apaga el canto del pájaro y cuando dejan de oírse las canciones..., antes de que el hilo de plata se afloje, de que la lámpara de oro se rompa, de que la jarra se rompa en la fuente, de que la polea se rompa en el pozo y el polvo retorne a la tierra como a su origen, y el soplo a Dios que lo ha infundido. Vanidad de vanidad, dice Cohelet, y todo vanidad» (Ecl 12, 4-8).

Dios quiere que tengamos conciencia de esta decepción fundamental y que escuchemos esta lamentación extenuada, pero esto no es, ni debe servir para enervar en nosotros el gusto de vivir; es para hacernos percibir, en medio del caos de todas las esperanzas humanas, tan precarias, tan rápidamente fallidas, y que empachan nuestros corazones con sus ruinas, la voz fresca de una esperanza completamente distinta, el impulso de otra sed cuyos efectos conocía el creyente.


1. LAS APETENCIAS DECEPCIONANTES

Somos seres de deseos. Pero comenzamos a serlo a la manera del «hombre viejo» del que habla San Pablo, es decir, sin la fe, sin la gracia. A este hombre se aplica la palabra del Apóstol: va «corrompiéndose al impulso de las apetencias ilusorias» (Ef 4, 22). La corriente impetuosa de las apetencias le arrastra y le enajena, habiéndolo vuelto semejante al animal jadeante de placer en el momento álgido de la corriente, pero estas aguas son corrosivas, ellas le corroen por dentro y, a la larga, lo transforman en esta carroña que ellas llevarán hasta las cataratas de la muerte.


Quien da un hueso a un perro vagabundo...

De esta corrosión del alma se pueden denunciar los factores. Es, en primer lugar, efecto de la multiplicidad cuantitativa y contradictoria de los deseos. Quien arroja un hueso a un perro vagabundo ve, al día siguiente, a todos los perros del barrio reunidos ante su puerta; de este modo, se despierta y ruge la horda de las codicias insospechadas y hambrientas, desde el momento que nosotros satisfacemos imprudentemente una codicia errante—errante, es decir. fuera del control de la razón, desconectada de los órganos motores y reguladores de la madurez espiritual—. De igual manera que el cáncer es la proliferación de células que han escapado a las leyes de la organización coherente de un cuerpo vivo, la proliferación de estas codicias errantes constituye un cáncer del alma, que en poco tiempo la asfixia y la mata. Es necesario correr de objeto en objeto, acumular disfrute sobre disfrute, refinar goce sobre goce; es necesario comprar, comprar, «añadir casa a la casa y campo al campo» (Is 5, 8), muchas cosas nuevas a otras muchas cosas antiguas; es necesario, de día en día, «hundir los graneros y construir otros mayores» (Lc 12, 18). Todo esto, grita Cohelet, es «vanidad y persecución de viento» (Ecl 2, 11); desgraciados tales hombres, profetiza Isaías, y Dios grita a este propietario: «¡Insensato, esta misma noche se te va a pedir tu alma!» (Lc 12, 20). Pero él no tiene alma, ha quedado completamente deshecha en sus agotadoras persecuciones, «como se rompe una jarra de alfarero estampada sin piedad, hasta el punto de que sus restos son incapaces de formar un casco para rastrillar un fuego en el hogar o para tirar el agua a la cisterna» (Ls 30, 14), hasta el punto de no poderse reunir sus trozos y hacerla capaz de recibir el don de la eternidad.

Ciertos sabios, es verdad, se dedican a matar estos deseos para evitar esta desgracia; los estirpan uno a uno, pero esta ascesis tan implacable como una cirugía no es radicalmente eficaz, como tampoco lo es, en general, en los cánceres del cuerpo. La verdadera sabiduría no consiste en no desear los deseos, sino en quemarlos en el crisol de un alma que se ha unificado en la llama de un deseo único más allá de ella misma. La verdadera sabiduría es Jesús, quien la revela cuando se confiesa ardiente y devorado: «Yo he venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué otra cosa he de querer sino que arda?» (Lc 12, 49).


En la llanura había una espera...

Lo que corroe al alma es también la ambigüedad de sus deseos. Es incapaz de descifrar el enigma que es para sí misma, desde que aparece un deseo en ella y lo lleva adelante. Malraux, en La Condition humaine, hace murmurar a uno de sus héroes, Tchen el anarquista, esta confesión que lo retrata de cuerpo entero: «Yo no busco la paz, yo busco lo contrario»; nosotros sentimos confusamente que es ciertamente una paz lo que él busca, una paz resplandeciente e imposible, pero ¿quién podrá decírselo?, ¿quién iluminará el alma de Tchen?, ¿quién deshará los fatales equívocos que son la causa de que nosotros no sepamos jamás a punto fijo lo que queremos, ni por qué nos batimos, ni lo que esperamos? Lo que nosotros buscamos no está jamás aquí, y, si decimos lo contrario, es que, por cansancio, preferimos mentir y negarnos a nosotros mismos. Nosotros deseamos esto o aquello, pero siempre es otra cosa distinta lo que en secreto esperamos. ¿Sabía Van Gogh lo que él buscaba en su demencia a través de los cipreses humeantes y los soles que se arremolinan? ¿Y el viejo obrero sindicalista cuando sueña todavía con la ciudad socialista? ¿Y el adolescente cuando busca amar o ser amado? ¿Y todos aquellos que se dejan matar por causas que les son tan ajenas?

En la llanura se producía una espera
de un huésped que no vi jamás...

dice un poema de Rilke; el hombre participa de esta oscura espera que ocupa la creación en la palpitación de las estaciones y de los vientos, en esta espera de un ser Inefable, que, en fin de cuentas, no es uno u otro de los objetos que, engañados por las nieblas del alma, tomamos ingenua o hipócritamente por él.

El único drama está en que este huésped ha venido, pero la llanura no se ha dado cuenta de ello: «El estaba en el mundo y el mundo fue hecho por El y el mundo no le conoció. Vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 10-11). La llanura, como un libro estropeado, se repliega sobre su espera y sus inviernos; el mundo continúa, como la Samaritana, yendo a beber el agua estancada del pozo, e incluso el agua de las cisternas agrietadas de las que habla Jeremías (2, 13), por haber olvidado la fuente de aguas vivas y no haber sabido que es éste que se ha sentado un instante entre nosotros sobre el brocal (Jn 4, 10).

Sobre pistas engañosas

Finalmente, lo que corrompe al hombre viejo entregado a sus deseos es el irrealismo de estos apetitos. Y esto también los hace vanos y falaces. A fuerza de codiciar demasiado, a fuerza de no saber exactamente lo que busca, el hombre viejo se lanza y extravía sobre puentes de nieve fantásticos, sobre pistas falaces, en inmensos continentes que no existen. Por no haber sabido adaptar sus deseos a la realidad tal cual es y por no saber él mismo quién es, se encuentra incapaz de imaginar y de calibrar lo que esta realidad está llamada a ser y él en ella. No habiendo sabido descubrir las promesas ocultas y como escondidas en la verdad de los seres—únicas promesas que pueden ser consideradas—, se sueña prometido a destinos que no existen más que en su delirio y que no vivirá jamás. Construye una ciudad, cuyo proyecto se llama «abuso» y los materiales «ilusiones», se encierra en ella y en ella se deleita hasta el día en que el choque de una realidad, a veces del tamaño de un pequeño guijarro, la hace volar en astillas y desvanecerse en una humareda. Es también un poeta, T. S. Eliot, quien afirma: «El hombre no puede soportar mucha realidad»; y la realidad que él no aguanta, colma el aniquilamiento subjetivo que hace de la misma por el devaneo o por la sugestión irreal. El verdadero deseo que Dios viene a colmar no es jamás fantasía, que es tan incompatible con la fe evangélica como la mitología puede serlo con la ciencia.

* * *

Esta es la causa por la que la fe sobreviene en nuestra vida como un soplo de fuego que barre lo que nosotros llamamos nuestros deseos, nuestras esperas y nuestras esperanzas... Irrumpe como un clima sinaítico y riguroso que transforma en desierto la vegetación embrollada en la que nuestra alma estaba prisionera. El hombre que se convierte experimenta, a veces hasta llegar a sentir el dolor agudo de aquel a quien se ha amputado un miembro, esta necesidad de rupturas, de renunciaciones, de negaciones que exige su paso por la puerta estrecha. La verdad es implacable para aquellos de los cuales se ha hecho amar, porque ella misma los ha amado. Con qué ansiedad pregunta aquel que ha comenzado a dejarse trabajar por ella: ¿me va a dar esta alegría a la cual me había orientado'?, ¿me va a confiar este goce hacia el cual yo extendía la mano?, ¿va a exaltar este amor o le va a obligar a perecer?, ¿va a asegurar en mí esta madurez, este equilibrio, esta floración de la que percibo su atracción poderosa?, ¿va a terminar para nosotros esta ciudad terrestre, que yo comencé a construir con compañeros tan cercanos? Y ¿qué responder? No se puede eludir la palabra del Señor: «Quien quiere salvar su vida la perderá, pero aquel que pierde su vida por mi causa, la salvará» (Le 9, 24). Una muerte cierta va a realizar su obra en ti; tú sentirás que se secan las raíces vivas que pensabas que eran auténticos gérmenes de humanidad, incluso de santidad; dirás adiós a muchos deseos legítimos y sentirás pavor de no ser ya un hombre, hasta tal punto nos parece evidente que la intensidad de nuestra vida se mide por la complejidad de nuestros deseos. Pensarás: ¿Se burlará Dios de mí'? Sentirás, quizá, deseos de gritar como Jeremías: «¡Ah!, ¿serás para mí como un arroyo engañoso de aguas decepcionantes?» (Jr 15, 18). (De hecho, ¿no existe una siniestra experiencia de la decepción de Dios, más lamentable todavía y desolada que la decepción de las criaturas?) Como Renan se había atrevido a decir: «Después de todo, la verdad es quizá triste», tú te atreverás a murmurar: después de todo, Dios es quizá triste, toda esperanza es quizá traicionada, y la fe es una aventura para tomar o dejar, pero aquel que la acomete debe renunciar para siempre a todos los proyectos de su corazón...

Pero si es en el camino de la fe auténtica donde tú te has comprometido decididamente, llevas en secreto una certeza que va a disipar estas tentaciones y cuya confirmación sin cesar experimentada va a irradiar su luz sobre toda tu vida.


II. «TÚ
LE HAS CONCEDIDO EL DESEO DE SU CORAZÓN»

El hombre es un ser de deseos: en lenguaje bíblico, esta frase revela bruscamente un sentido distinto. Se la encuentra dirigida al profeta Daniel (Dan 9, 23), designa, en el fondo, a todo hombre sobre el que Dios se inclina por misericordia y por gracia. No define al hombre como este núcleo de deseos impotentes y febriles, que está entregado por lo mismo a la decepción y a la corrupción; define al hombre como esta criatura miserable y estupefacta sobre la cual el Dios fiel y eterno tiene proyectos y deseos. El hombre es el objeto de los deseos de Dios. ¡Oh temor!, porque, ¿quién es, pues, «el hombre del que tú te acuerdas, el hijo de Adán, del que tú te cuidas»? (Sal 8, 5). El pobre israelita, penetrado de admiración y de terror, suspende u olvida sus propios deseos, pero, por el hecho de considerarse a sí mismo objeto de un apetito misterioso, él va a conocer las llamas de los deseos nuevos. Creer va a significar, para él, aceptar que Dios, que ha hecho el cielo y la tierra, se preocupa de él, le habla y le hace alimentar perspectivas inauditas. Creer querrá decir ser levantado por una esperanza temblorosa después alentada, extraña y formidable, porque existe este Dios que habla y cuya palabra es la verdad, y cuya palabra cumple todo lo que dice. Ahora lo que ella dice suena como una promesa: toda palabra de Dios es promesa, implícita o explícita; ella cita al hombre a un encuentro en el que Dios en persona se dejará encontrar y colmará el corazón que habrá esperado en él. Dios no ha abierto jamás la boca sin que haya formulado una promesa: quien no lo ha conocido de este modo no lo ha conocido jamás. Por esta causa la fe en El no ha existido jamás sino en forma de esperanza; quien no la ha vivido así, no la ha vivido jamás.

Es esta fe, como esperanza, la que nosotros deseamos analizar, una fe que no viene a responder y corresponder tan exactamente a ciertas esperas del hombre, sino porque estas esperas, en cierto sentido, son ya la aurora de la fe; son alimentadas, por añadidura, por medio de alguna fuente o gotera interiores, por una silenciosa promesa de Dios, y así alcanzan la gran corriente de las ansias mesiánicas que la fe en Jesús puede apagar.

Se atribuyen tales esperas a ciertas características que las diferencian de todas las apetencias movedizas y decepcionantes, de las cuales San Pablo nos ha dicho que corrompen al hombre y que no heredan el reino de Dios. La espera que colma Dios es toda espera humana que atraviesa, como una intención inflexible, la aspiración a una liberación, a un cumplimiento, a una superación, a una recapitulación.


La aspiración a una liberación

Desde el pecado de Adán, la creación toda entera está «sometida a la vanidad», entregada a la «servidumbre de la corrupción» (Rom 8, 20-21): las promesas, cuyos vestigios y testimonios lleva—iy tan brillantes a veces, de la duración de un relámpago!--, no puede jamás cumplirlas, ya que perpetuamente se ve obligada a mentir. Un campo enemigo de fuerzas, cuya influencia invisible no se percibe siempre, contrarresta sus impulsos vitales, desorganiza su crecimiento, provoca su degeneración.

El hombre padece esta hostilidad; la encuentra en sí mismo, donde el espíritu y la carne no cesan de luchar entre sí y dividirlo; la vuelve a encontrar con sus semejantes, en medio de los cuales se multiplican las incomprensiones y las enemistades. Su vida está constantemente amenazada por los enemigos de dentro y de fuera. «Subyugados por los elementos del mundo» (Gál 4, 3), «esclavizados por el temor de la muerte» (Heb 2, 15), aspiramos con el viejo Zacarías, por boca del cual habla toda la expectación de la humanidad, «a ser salvados de nuestros enemigos y de la mano de todos aquellos que nos odian» (Lc 1, 71).

Estos viejos temas bíblicos no están gastados. Causa impresión constatar que en medio de la mudanza prodigiosa de civilización en la que participamos, su dolorosa verdad subsiste intacta, como una invariante de destino sobre el cual nada han podido las revoluciones políticas, ni las revoluciones sociales, ni las revoluciones técnicas. Cuando la marea de las ideologías experimente su reflujo, los más desilusionados verán volver aparecer esta evidencia.

La opresión del hombre por el hombre, o por la materia y la máquina, o por la enfermedad y la muerte, o más triste y más universalmente por sus codicias y sus pasiones, continúa arrancándonos un gemido que se compagina mal con los gemidos de Israel bajo la dictadura de los Faraones ingenieros, de los filisteos idólatras, de la Babilonia totalitaria o del paganismo helenístico. Ahora bien, todas estas agresiones y estos límites que nos impiden ser nosotros mismos, que hacen que se malogren o se estropeen nuestros amores y nuestros proyectos, que dejan en el fondo de nosotros mismos, no utilizada, una inexplicable posibilidad, una posibilidad maravillosa cuya no realización provoca sordas angustias y desesperaciones incurables, viene una hora cierta en la que nos damos cuenta de que estos agobios no son fatales. Percibimos de repente que las jugadas no están hechas, que hay sin duda una fuerza capaz de romper los lazos, de hacer saltar los cerrojos y de abrir las tumbas. Ese día y a esa hora, Dios puede empujar la puerta, cuya llave acaba de girar El mismo, y entrar. Ahora bien, entrar, para El, quiere decir hablar, y hablar quiere decir prometer. La hipótesis desatinada de una liberación adquiere cuerpo bajo el efecto de esta palabra (he aquí retratado al hombre que experimenta la sed), se concreta a la luz de su revelación (he aquí el hombre que viene a Cristo), y se afianza en certeza de fe de ahora en adelante inquebrantable como la roca: finalmente, él cree y puede beber...

¿De qué, con justo motivo, se consuela? «Si permanecéis en mi palabra, dice Jesús, seréis verdaderamente mis discípulos, conoceréis entonces la verdad y la verdad os hará libres» (In 8, 31-32). El creyente hace la experiencia diaria y jamás banal de esta liberación. Hasta ahora él experimentaba una sed difusa, oscura, inexplicable de ella: él sabe ahora, de forma concreta y clara, que de lo que tiene sed es de esta verdad poderosa, concentrada, que facilita la palabra de Dios, que comunica el Verbo de Dios. En el fondo, lo que el hombre espera es que Dios le hable, y su corazón permanece inquieto hasta que esta voz no resuene con claridad en su alma. El hombre que andaba errante del oriente al occidente comprende que estaba buscando la palabra viviente (cf. Am 8, 11) y la verdad «en un alma y un cuerpo». Sabe que aquello de lo que aspira a ser liberado no es esto solamente o aquello, este enemigo u otro, es del pecado, que transforma esto o aquello en obstáculo, lo uno y lo otro en enemigo. Comprende lentamente, amargamente, lo que dice el Señor: «Todo hombre que comete el pecado es un esclavo» (Jn 8, 34), incluso aunque, como los fariseos, se crea libre. Comprueba después que era ciertamente a esto a lo que se inclinaba sin saberlo: escapar al poder de sus pecados y de los ajenos, oír a alguien que le decía: «Tu salvación soy Yo» (Sal 35, 3).

Comprende, finalmente, que una liberación así no se limita a desligarlo y a devolverlo, vagabundo, a la aventura incierta del mundo: ella lo vuelve a ligar a su Salvador como a un Padre, lo hace hijo. «El esclavo no está siempre en la casa, el hijo está allí siempre. Si el hijo os salva, seréis realmente libres» (Jn 8, 35-36). Su expectación humana está colmada de forma divina: comienza a gustar «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 21).


La aspiración
a un cumplimiento

Se dice de nuestro siglo que idolatra el éxito y la eficacia. Pero esto no es otra cosa que la patología de una legítima aspiración. Porque la vida está hecha para dar a luz y el hombre ha nacido para perfeccionarse. Todo ser siente que está en el mundo para aportar a este mundo un don cierto e indefinible, en el cual su vida se reúne y se concentra como un depósito precioso. Este don es insignificante, casi nada, cuando se mide a escala de la humanidad, pero para aquel que lo saca día a día de su pena y de su sustancia, y que pone en él lo mejor y la totalidad de sí mismo, es su plenitud. Impedir a un ser que produzca este fruto único y colocarlo entre los fracasos manifiestos (y constituyen un obstáculo tan grande nuestras condiciones de vida y los desprecios de las personas), es matar este ser, o más bien es negarle para siempre la emergencia de la nada y del absurdo, es negarle la existencia. Ser bueno para algo o para alguien, aportar su piedra para la construcción de una ciudad, contribuir a la felicidad de algunos seres, hacer valer los talentos recibidos en herencia, no tener éxito por la fuerza ni dejar un nombre, sino simplemente no ser estéril de un extremo a otro de su existencia y manifestar que hay más en nuestra vida cuando se termina que cuando comienza: tal es la eterna inquietud que atormenta el corazón humano.

Abraham era hombre y padecía este tormento. ¿Es por esta causa por la que Dios lo ha elegido para hacer de él el primer héroe de la fe? Como también es muy extraño y notable que el acto de fe que le pide sea precisamente la espera de Isaac, al cual él humanamente no podía creer. Lejos de ser Dios indiferente al instinto de paternidad que bulle, frustrado, en el seno de Abraham, es fortaleciendo este instinto y abriéndolo hacia un heredero portador de una bendición universal como educa la fe del patriarca.

Abraham quería lo que Dios quería, y por esta causa, sin proferir palabra, desde que se le anunció por vez primera, obedeció a su palabra y se puso en camino. Pero Abraham no se atrevía a decir que él anhelaba ardientemente un hijo salido de su carne, un hijo en el cual cumpliría el deseo inextinguible de fecundidad que todo hombre lleva en sí. Abraham avanzaba triste: «He aquí que tú no me has dado descendencia y que una de las personas de mi casa heredará de mí» (Gén 15, 3). Entonces, ¿qué le importaba la hermosa palabra de Dios? Ciertamente, él creía en ella, y puesto que tal era su misión, la llevaba en su corazón para aclimatarla en el ámbito humano, hacerla madurar y transmitirla, pero era una fe taciturna y triste. (Ahora bien, ¿cuántos cristianos no tienen otra cosa que una fe taciturna y triste?...) Hasta el día en que Yahvé le anunció a Isaac, la alegría y el júbilo. Este día Abraham creyó de nuevo y supo que, en su fe y por su fe, su expectación estaba colmada: su rostro se transfiguró.

El misterio es que el nacimiento de Isaac no llenó solamente la vida de Abraham, sino que cumplió además un momento del plan de Dios... De este modo la fe revela al creyente no solamente que Dios en el cual confía es un Dios que ha escuchado su plegaria y le concederá esta realización, este Isaac, del cual experimenta el deseo en todas las fibras de su ser en el mundo; sino que además este perfeccionamiento personal es un fragmento y un instante del cumplimiento del propio designio y de los propios deseos de Dios. Por la fe, la existencia humana se hace capaz de una fecundidad eterna que se introduce en su fecundidad terrestre y le confiere un sentido nuevo. Por la fe, la vida de un hombre, por poco perfecta que aparezca a los ojos carnales, participa realmente del alumbramiento del Reino. Por la fe, toda tierra y toda historia humanas producen su espiga y grano lleno en la espiga. Por la fe, los pobres corazones carnales adquieren importancia a los ojos de Dios y ven claramente que ellos no han sufrido ni amado en vano. Del justo, que vive de la fe, se puede decir sin cesar:

El es como un árbol plantado cerca del curso de las aguas que da fruto a su tiempo y cuyas hojas jamás se secan (Sal 1, 3).
 

La aspiración a una superación

Que Dios se haya ocupado de prometer de manera circunstancial bienaventuranzas tan terrenas—un Isaac, un maná, una tierra por donde corren leche y miel, un rey, una Jerusalén no deja de sorprendernos. El peligro para nosotros sería ver allí objetos de esperanza previos, anteriores, a la esperanza propiamente teologal; incentivos para el ensayo, entretenimientos para el pueblo esperando que comenzase la verdadera revelación, y en cierto modo repeticiones parciales con anterioridad a la verdadera representación, con decoraciones provisionales y con vestidos prestados. En realidad tocaba ya allí el primer cuerpo palpable, la primera envoltura carnal de la esperanza teologal. Sin embargo, a medida que se realizaban estos sucesos y estas promesas, se desvelaba también la dialéctica de la esperanza bíblica: lo que el ojo contemplaba, lo que las manos cogían, lo que el corazón saboreaba (pensemos en el amor ingenuo y orgulloso de Israel por los caminos hacia la colina, por las murallas y las callejuelas, por las casas y el Templo de su Jerusalén), no, todo esto no cumplía la palabra de Dios, y no hacía sino atisbar entonces otra cosa que sus arras o sus primicias. A lo largo de la historia, una experiencia diferencial revela al pueblo santo cuál era la sed verdadera que le atormentaba desde la marcha de Abraham y el fuego del Sinaí, y que en el momento en que podía creerse tan próximo a sentirse satisfecho, la diferencia entre lo que le sucede y lo que espera aparece mayor, un abismo imposible de reducir. No vayamos a creer que se trata de un espejismo que le burla y le atrae insidiosamente más lejos en una aventura perdida; ni que se repite para él la decepción del hombre viejo entregado a sus apetencias indefinidas y vanas, de las cuales ha blamos al principio: el grito de Cohelet no rebate en modo alguno ni llega siquiera a embarullar el mensaje de los profetas. Si Israel no está satifecho es que comprueba que la Gesta de Dios realizada hasta entonces no coincide aún con el modelo que le ha sido mostrado en un relámpago sobre la montaña. Si Israel espera siempre es porque continúa oyendo la palabra de Dios y porque ninguna voz saliendo del templo ha clamado todavía «¡no hay remedio!» (Ap 16, 17). La Palabra no cesa de aguijonear a Israel; al igual que la nube del desierto, vuelve y es siempre ante ella cuando percibe sus promesas. Dios no se burla jamás de su pueblo, pero, etapa tras etapa, le hace calibrar la inmensidad del deseo que le ha puesto en el corazón; no le desvela sino poquito a poco el término vertiginoso de su Exodo, el cual es nada menos que su Rostro de gloria y su abrazo de amor. Y aquel que pretende valorar aquí abajo su misterio se engaña siempre.

Por este acosamiento perpetuo de su historia, Israel aprendía la superación. Pero la pedagogía divina no hacía otra cosa que explotar una aspiración universal de la humanidad. «El hombre, decía Nietzsche, es algo que debe ser superado.» El filósofo ebrio de Zaratustra no sabía lo que decía, pero ciertamente sentía la intuición de un deseo grande que le punzaba. La llamada a la superación atraviesa la cima de la humanidad como un soplo ardiente y el testimonio de un destino perdido: Adán había sido traspasado por él a la hora de la tentación: «Seréis como dioses» (Gen 3, 5). Por tristeza y pudor, apartamos nuestro pensamiento de imaginar la vergüenza y el dolor que tuvo que sufrir cuando, en lugar de verse proyectado más allá, fue conducido más acá de sí mismo. Su descendencia desde entonces se siente aguijoneada por un oscuro y noble instinto de superación, pero ella ignora poco más o menos la totalidad de su significado, de su dirección, de su alcance, de sus condiciones de realidad. «Yo os anuncio lo Sobrehumano...»: cada generación ve surgir a estos profetas conmovedores y ciegos que cristalizan el alma de aquellos para los que la vida no puede consistir en descanso. Su heredero más inesperado y directo sería quizá hoy el biologista que, despojando el mensaje de su romanticismo y traduciéndolo a términos rigurosos de ciencia y de técnica, estima que se acerca la hora en la que el hombre producirá, según las leyes maestras de la vida y de la evolución, un hombre que le supere.

Para el creyente, si no niega que sea posible un nuevo tipo de hombre biológicamente superior, este hombre nuevo no será la superación del hombre; este hombre nuevo no manifestará otra cosa sino una forma de ser hombre viejo, esclavo de la herencia de Adán. Para el creyente no hay más que un hombre nuevo, Jesús, es decir, un hombre que es también Hijo de Dios; y no hay más que una superación posible de la condición humana, la que consiste en revestirse de este hombre nuevo y en participar, por la gracia y por la gloria, de la condición divina. Ahora bien, lo que el creyente afirma en estos términos no es una hipótesis deducida y meditada, es el fruto sabroso de una auténtica experiencia. Al introducir al hombre desde ahora, aunque por caminos oscuros, en el hogar de la vida divina, la fe le hace experimentar hasta qué punto no cesa de ser cada vez más él mismo, siendo ampliado en su totalidad más allá de sí mismo por este Dios que asocia a su propia infinitud su pobre finitud. La fe hace sentir a Dios como a aquel que bloquea al alma por todas partes, no ciertamente a la manera de una muralla resplandeciente que le obligaría a dar marcha atrás, aterrorizada, y a encerrarse en el interior de sus límites, sino a la manera de un océano de santidad y bondad, del que ella puede contener, en sus límites de criatura, una participación plena e intacta. La fe es impotente para describir esta condición trascendental, que escapa ampliamente a nuestro torpe lenguaje, pero bajo la acción del Espíritu que ilumina su búsqueda, presiente verdaderamente y canta ya «lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que no ha llegado al corazón del hombre, todo lo que Dios ha preparado para aquellos que lo aman» (1 Cor 2, 9).

Esta es la causa por la que la fe no replica jamás cuando Dios le dice como a Abraham: «Toma a tu hijo, a tu único hijo, al que tú amas, Isaac, y dirígete al país de Moriah, y allí lo ofrecerás en holocausto en una montaña que yo te indicaré» (Gén 22, 2). Ciertamente, los recursos de Dios son infinitos y la fe lo sabe. El hombre abandonado a sí mismo, aun cuando subiese por sus propias fuerzas a la cima más alta o, en la actualidad, hasta el extremo de los astros del universo visible, descubrirá desgraciadamente que se ha agotado solamente para llegar a un grandioso pero irremediable callejón sin salida. Pero, al igual que no hay noche que pueda escapar a la iluminación de Dios, no hay atolladero del que no puedan salir aquellos que tienen fe en él. Porque el peor atolladero es quedar reducido a su miserable condición humana, al fracaso y a la muerte: ahora Dios, de la muerte saca la vida; de aquello que no es, crea lo que es, y de una criatura miserable hace su propio heredero. Abraham vuelve a bajar de Moriah hacia la llanura de la vida cotidiana, llevando a Isaac de la mano, y aparentemente nada ha cambiado, ningún carro de fuego le ha arrebatado, ninguna nube le ha transfigurado, pero, por la fe, él ha sido transfigurado y arrebatado mejor que por una nube o una llamarada, y, por la fe, se ha convertido en otro. Al subir a la montaña, es en Isaac en el que piensa principalmente, pero al bajar de la montaña, es en Dios vivo, el cual, al devolverle a Isaac, le ha dado a entender que se trataba de una señal inefable de su bondad misteriosa, le ha presentado como una revelación más perfecta de su rostro. Abraham mismo se ha convertido en montaña y cielo, altar y sacrificio, adoración y acción de gracias: estas palabras sagradas definen a manera de jalones rigurosos la superación del creyente, la única superación que levanta verdaderamente y perfecciona.


La aspiración a una recapitulación

En esta superación, un deseo subsiste, profundamente arraigado en el corazón humano y también colmado por la fe. La superación cuyo deseo llevamos no puede significar el abandono y el menosprecio de las etapas y de los momentos anteriores en los que se ha conseguido una cierta plenitud incorruptible. Hay horas, encuentros, alegrías, trabajos e incluso sufrimientos cuya mitigación o desaparición pura y simple nos parecen inimaginables, e incluso nos rebelarían. Que durante nuestra vida acumulemos grandes vacíos, irrecuperables incluso para la omnipotencia de Dios, lo sabemos ¡ay! muy bien. Pero nos sucede que conocemos otros instantes que, si se encontrasen totalmente atomizados y aniquilados por el brillo de la hora final, nos producirían la impresión de una incoherencia grave, de una injusticia manifiesta en el curso de nuestro historia. Deseamos una liberación, una realización, una superación, que nos permitan recuperar estas parcelas de autenticidad humana, este mineral de eternidad, escondidos en la roca estéril de nuestra vida y abismados en la caída del tiempo. «Este mundo puede pasar perfectamente con su "figura" encantadora o apasionada o desgarradora; llegará un día en el que nos sea devuelto todo lo que había de más puro y de mejor en nosotros» (1). Este deseo es en cierto modo loco, bien entendido, que la mayoría ni siquiera se atreven a expresarlo: es la enfermedad congénita y como el fracaso a priori de todo materialismo histórico que al ser impotente para realizar o simplemente para calmar este deseo se ve obligado a rechazarlo. La sociedad perfecta que imagina el marxismo no puede en modo al

(1) Palabra del padre M.-A. COUTURIER, citado en La Vie Spirituelle, febrero 1963, p. 231.

guno pretender recapitular efectivamente y recuperar los siglos de la humanidad anterior. Tal recapitulación, en efecto, adquiere o pierde su sentido al mismo tiempo que la eternidad adquiere o pierde el suyo.

La inefable alegría del creyente, por el contrario, consiste en tener la seguridad por su fe de que no se perderá nada de lo que no debe ser perdido. No se siente abrumado por tantos fracasos humanos, por tantas quiebras, por tan tremendos despilfarros: él sabe clue todo lo que merecía vivir, vivirá; él sabe que las generaciones desaparecidas no están desaparecidas, sino recapituladas en Dios, «porque todos viven por El» (Lc 20, 38); él sabe que todo lo que es digno de ser recolectado es almacenado en los graneros eternos; él sabe que el Cristo resucitado, el Cordero glorioso del Apocalipsis, recapitula sus sufrimientos y su cruz, cuyos estigmas conserva, recapitula todos los sufrimientos y todas las alegrías de Israel, recapitula todas las pruebas y todas las alegrías de la humanidad, recapitula en El todos los miembros de su Cuerpo místico, los cuales vuelven a encontrar en El, y al mismo tiempo en ellos, lo que si hubiesen perdido, hubieran llorado eternamente. «Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Ap 14, 13).

Con Cohelet, el creyente medita la vida humana y, pisoteando por casualidad la arena del mar, se da cuenta de que es todo esto lo que queda de las nubes de deseos, de proyectos, de sueños, de apetencias, que han palpitado en millares de corazones; y considera absurdo anhelar los deseos. Pero hele aquí remontándose hasta la primera de las palabras de Dios, y estas dunas doradas empiezan a hablarle de la gran promesa hecha a Abraham: «Yo te colmaré de bendiciones, y haré que tu posteridad sea tan numerosa como las estrellas del cielo y como las arenas que están en la orilla del mar» (Gén 22, 17); el creyente se sabe parte viva y parte coheredera de esta bendción, y es para él conveniente y justo, legítimo y saludable desear ardientemente que dicha promesa se cumpla. La palabra del salmo aflora en sus labios:

Tú le has concedido el deseo de su corazón, tú no le has negado el anhelo de sus labios (Sal 21, 3).

El puede decirlo en nombre de Abraham, puede murmurarlo en nombre de cualquier miembro del pueblo de Dios, y en el suyo propio.

La fe le ha llevado a distinguir entre deseo y deseo, le ha despojado de los «deseos carnales que hacen la guerra al alma» (1 Pe 2, 11) y en este Templo purificado en el que se ha convertido su corazón y del cual han sido expulsados los mercaderes, la voz de los deseos espirituales brota centelleante con mayor relieve y fuerza.

Estos eternos deseos del hombre, ¡cuán pocos hombres los esclarecen! En la mayoría, esta áspera sed queda envuelta en las apetencias más perecederas y tumultuosas, que, no obstante, ella ennoblece a escondidas y transforma en implícita espera de Dios: sed de justicia o de belleza, de paz o de fraternidad, de amor o de bienaventuranza. Tales apetencias son evangelizables si ocultan las aspiraciones de que hemos hablado; o, mejor dicho, el Evangelio ha venido para apagar tal sed: «Si alguno tiene sed, que venga a mí...» Aquellos que han venido a Cristo, con frecuencia no eran otros que pobres seres hambrientos de cosas sencillas; pero al liberarlos de su sordera o de su parálisis, o al anunciarles las Bienaventuranzas, Jesús les revela que en el fondo era del pecado de lo que ellos esperaban ser liberados, de la esterilidad, de su reclusión sobre sí mismos o en horizontes puramente terrestres, de la pérdida de lo que no debe ser perdido. Y por la fe se han visto libres del pecado, atesorando frutos para el Reino, dilatados por la vocación celestial, reuniendo para la vida eterna: «Que beba aquel que cree en mí...»

Cuanto más bebe, más sed tiene aquí abajo. La fe todavía es espera, no es otra cosa que espera; pero en la búsqueda de su objeto, sabe cada vez mejor que este objeto se identifica con el mismo Dios, cada vez tiene conciencia más clara de ser teologal y proclama de esta manera:

Dios, a ti mi Dios, te busco,
mi alma tiene sed de ti,
por ti languidece mi carne,
tierra seca, agostada, sin agua;
yo quiero contemplarte en el santuario,
ver tu poder y tu gloria...
(Sal 63, 2-3).

Quien grita de este modo no ha renunciado a ninguno de los verdaderos deseos de su corazón de hombre: ha encontrado, por el contrario, el Deseo que los contiene todos y le ha unido a la Promesa que los colmará todos.