CAPÍTULO II

LOS OJOS FIJOS SOBRE EL ROSTRO DE JESUCRISTO


¿Es el cristiano un hombre de ayer, de hoy o de mañana? Se le acusa con frecuencia de ser de ayer: machacando sobre un libro, una tradición, sobre ritos viejos de veinte siglos, no hace otra cosa que sobrevivir a su propio pasado. Frente a esta opinión, el cristiano reacciona con fuerza y trata de afirmarse en la actualidad del mundo: desea estar presente en su época en nombre de su fe, marchando al mismo ritmo que sus contemporáneos, partícipe de las mismas tareas, y tan libre como ellos mismos de los lazos del pasado muerto. Finalmente, como ellos, desea hacerse también un hombre del mañana: portador de una esperanza indomable, en la espera de una Ciudad nueva que vendrá de los cielos. Sus adversarios no le contradicen, pero se burlan: hombres del día siguiente del más allá, los cristianos no son del mañana terrestre. Finalmente, abismados en el sueño de su cielo futuro o en la nostalgia de su pasado o en la inconsistencia de su palabrería presente, no son hombres de época alguna, sino seres sin I raíces, locos en su religión, vacíos de humanidad cálida y viviente...'

La gravedad de estas acusaciones, la dificultad que experimenta por sí mismo para situarse en el ámbito temporal, invitan al cristiano a concretar la significación trascendental de sus referencias históricas, y a adaptar a ellas una espiritualidad más consciente y mejor vivida. Ahora bien, desde el momento en que trata de ambientarse, el cristiano descubre rápidamente que no es con relación al mundo como llegará a conseguirlo. Los incrédulos se engañan en ello, porque juzgan a los cristianos según las posturas que les ven adoptar con respecto a los problemas temporales (¿y cómo podrían hacerlo de otro modo?); pero para los cristianos, estas actitudes son de segundo orden en relación a una actitud y a un existir fundamental que es su fe en Cristo.

Los cristianos no son hombres sin raíces, sino enraizados en Cristo (Col 2, 7); ni enajenados por un sentimiento religioso, sino hombres que buscan «ser encontrados en Cristo» (Fil 3, 9); ni vacíos de humanidad cálida y viviente, sino comenzando a entrar por su plenitud en toda la plenitud de Dios que es Cristo (E f 3, 19). En un sentido, sí, ellos están muertos al mundo, a una cierta forma para el mundo de ser mundo, y si ellos viven en él, no se avergüenzan de decir que es para Dios y con la mirada puesta en la vida eterna. Tan inteligente debe hacerse la comprensión de este estado nuevo en el cual introduce el bautismo, como firme, sin embargo, debe atestiguarse su realidad. El modo de presencia de los cristianos en el mundo no está bajo la señal de la pertenencia inmediata. Está condicionado por el grado de su raigambre en Cristo, después por el modo de presencia en el mundo del mismo Cristo. Los cristianos están en el mundo a través de su fe en Cristo.

Esta mediación tiene como característica particular que ella no tic. ne como resultado alejar los cristianos de la realidad, sino de aproximarlos a ella; exactamente igual sucede con la mediación del mismo Cristo, a través de la cual solamente somos para Dios, y la cual no nos aleja del Padre, sino que nos aproxima a El definitivamente. En efecto, la presencia de Cristo en el mundo es soberana, total y penetrante. Cristo conoce y penetra, en su intimidad, todos los seres, de los cuales es el Señor y Salvador. Estar presente en el mundo a través de Jesucristo no es perder un adarme de la verdad de las cosas, sino comprenderla en su totalidad. «Fuera de Jesucristo no sabemos lo que hay, ni lo que es nuestra vida, ni nuestra muerte, ni lo que es Dios, ni lo que somos nosotros mismos» (1), ni lo que es el universo, ni lo que es la historia. En Jesucristo, por el contrario, comenzamos a saberlo, pero a condición de ser verdaderamente imbuidos de Jesucristo. Si los cristianos están torpemente o no del todo presentes en sus tareas en el mundo, no más que en Dios y en su voluntad, es en la medida en que ellos no realizan todavía su nombre de cristianos, y en la medida en que, retenidos por otras ligaduras distintas de Cristo, se siguen buscando todavía parcialmente fuera de El. Todo cristiano que quiere rec-

(1) PASCAL, Pensées, 548 (Brunschvicg).

tificarse en la verdad debe primeramente rectificarse en relación a Cristo.

¿Cómo puede hacerse esto? Ciertamente, por una adhesión más firme del espíritu a un misterio de fe cada vez mejor comprendido. Se trata sin cesar de responder a la pregunta: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?», y la confesión de Pedro de Cesarea permanece el modelo de la fe sobre la cual se funda toda fidelidad ulterior y se edifica la Iglesia: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Pero al decir estas palabras, Pedro no apartaba sus ojos del rostro dde Jesús de Nazaret, sobre el cual comenzaba a entrever el reflejo de la gloria de Dios. Conocer y amar a alguien es haber visto caer el velo que hace al principio indescifrable la fisonomía de cada ser; es haber leído sobre su rostro las intenciones de su corazón, la llama de vida que lo anima, la sinceridad de su alma; es haber captado su nombre, es decir, la significación única y personal de su ser a través de sus rasgos, los cuales permanecen desde entonces grabados en nosotros como una llamada permanente a la amistad y al diálogo. o pasa desapercibido al rostro de quien nos ama o se hace amar e nosotros. Un rostro tal deja de ser un conjunto entre otros ragos de la figura humana, un enigma tranquilo, que, ofreciéndose a nuestra indiferencia, no despierta nuestro interés o nuestra curiosidad. Se convierte en la expresión que se derrama, no puede ya dejar de ser mirada que penetra, sonrisa que invita o que se reparte, palabra de comunión o de reproche, acceso de amor, irradiación de una especie de gracia.

Así, pues, para mantener su acto de fe en la verdad del misterio, nuestro espíritu tiene necesidad de que sean reunidos y fijados sobre el rostro de Jesucristo la inclinación de nuestra afectividad espiritual, un cierto plan de nuestra imaginación y hasta nuestra mirada sensible. Todas las potencias de nuestro ser deben ser persuadidas, seducidas, encantadas por este rostro. Bien seguro, nos dice San Pedro, es «sin haberlo visto» como «lo amáis: sin verlo todavía, pero al creer, saltáis con una alegría indecible y llena de gloria» (1 Pe 1, 8). Sin duda, debemos decir que nos parecemos al ciego que estrecha a aquellos que ama sin poder contemplarlos; pero su abrazo, afinado por un tacto hipersensible, le procura la equivalencia de una visión. El no se equivoca de la presencia. Como lo expresaba uno de ellos: «Los verdaderos ojos trabajan en nuestro interior... vosotros veis en vuestro interior» (2).

(2) J. LUSSEYRAN, Le monde commence aujourd'hui, Ed. La Table Ronde, Paris, 1959, p. 16.

Sí, por los «ojos de la fe», de lo que hablaba con gusto San Agustín, nosotros contemplamos el rostro de Cristo. Nosotros no lo conocemos «según la carne» (2 Cor 5, 16), es decir, no tenemos ni tratarnos de imaginarnos su fotografía; pero su Espíritu, en nosotros, nos dibuja sus rasgos, El hace aparecer lentamente su rostro único a través de todas las imágenes de El que nuestro conocimiento y nuestra sensibilidad no pueden privarse de hacer. Esta necesidad corresponde a la estructura normal de la fe para nosotros, seres carnales. No podemos dejar informe y vacío el espacio de nuestro universo espiritual que circunscribe la presencia de Jesucristo. Antes de llegar a ser icono, imagen pintada, cuya empresa ha legitimado siempre la Iglesia con una pasión celosa, esta presencia es imagen viva, en el corazón, imagen misteriosa ciertamente, de matices incomprensibles, como parece que se apareció a los apóstoles el rostro del Resucitado al que ellos reconocían y no reconocían al mismo tiempo. Si la principal obsesión del creyente es conservar intacta la pureza d su fe, no es conveniente para él reducirse a rectificar las fórmulas y las palabras por las cuales habla del misterio de Cristo, sino asegurar con el máximo cuidado la verdad de las imágenes bajo las cuales busca su rostro. El éxito de esta empresa final exige que sean respetadas ciertas leyes, que ahora tratamos de descifrar.


I. LA MIRADA DE LA IGLESIA

La Iglesia aclama a «Aquel que es, que era y que viene», el Señor Dios, el Dueño de todo (Ap 1, 4, 8). Este título significa la plenitud del misterio y de la señoría de Dios: «El es», en la inmutable trascendencia de su eternidad; «El era», es decir, que sobresale por su voluntad creadora y que integra en su realeza universal todas las épocas del mundo: «El viene», es decir, que no cesa de aproximarse a la humanidad para comunicarle su gracia al ritmo de la historia de la salvación. Jesucristo ha encarnado y revelado con esplendor este nombre divino: la Revelación nos lo revela como «Aquel que es» (cf. In 8, 24, 28, 58), «Aquel que era» (cf. in 1, 1) y «Aquel que viene» (cf. Mt 11, 3; In 11, 27).

Pero aplicado a Cristo en la perspectiva de la Encarnación histó rica, este título sugiere todavía otra cosa. El se puede traspasar bajo la forma: «Aquel que es, que ha venido y que viene.» Nos recuerda que Cristo está presente en su Iglesia bajo tres aspectos de su misterio: su rostro histórico en los días de su vida mortal («El ha venido»); su rostro «místico» en la época actual («El es»), calificando de místico este modo de presencia por el cual, ahora a la derecha del Padre, El no cesa, sin embargo, de permanecer en su Iglesia; finalmente, su rostro escatológico para el día de la Parusía («El viene»).

Cristo es Emmanuel, es decir, Dios con nosotros. Ahora bien, lo es bajo estos tres aspectos. Antes de su pasión, El podía decir con toda propiedad a sus Apóstoles: «Hace mucho tiempo que yo estoy con vosotros...» (Jn 14, 9): presencia histórica muy real, presencia epifánica para descubrir al Padre y revelar su misterio de Mesías Hijo de Dios. Después de su Resurrección: «Yo estaré con vosotros para siempre hasta el fin del mundo...» (Mt 28, 20): presencia de asistencia para la misión de la Iglesia, presencia de residencia para amar a su Iglesia y manifestarse a ella (Jn 14, 20-23). Y al fin del mundo, El será Dios con nosotros en la suprema y eterna intimidad de la Jerusalén celestial (Ap 21, 3). Se trata siempre del mismo Cristo al que la fe, al igual que la caridad, no puede dividir. Pero este Cristo, tal como es para nosotros en la comunidad actual de nuestros hermanos y en la tradición de la Iglesia, es también el Cristo tal como era para nosotros en presencia de sus Apóstoles (con los ojos de ellos le hemos visto, con sus oídos le hemos oído, con sus manos le hemos tocado [3]), y tal como será para nosotros (Heb 9, 28) cuando «todos los hombres lo verán, incluso aquellos que lo han crucificado» (Ap 1, 7). Un solo Cristo, tres aspectos.

Esta estructura trivalente de la fe tiene, por otra parte, correspondencia exacta en la estructura trivalente de los sacramentos: todo sacramento (y la liturgia que le rodea) significa para nuestra fe un acto de Cristo que es al mismo tiempo recuerdo de su Pascua salvadora, de la gracia presente y prenda de la gloria futura. Entre todos, la Eucaristía, el sacramento propio del misterio «Emmanuel», «Dios con nosotros», contiene y expresa admirablemente este triple vínculo con Cristo crucificado en otro tiempo en su carne, glorificado actualmente en su señorío, manifestado mañana en su triunfo: triple vínculo significado por el triple simbolismo de la comida que evoca simultáneamente la Cena con el Calvario, la fracción del plan en la Mesa del Resucitado, el banquete escatológico. No nos desconcertemos ni extraviemos por la

(3) Cf. In 1, 1-4, y SAN LEÓN, Sermón 13º sobre la Pasión, 1.

aparente complicación de esta realidad que significa las tres. Con la misma mirada, la Iglesia ve el acto de Cristo en la actualidad, sus actos terrestres que el de hoy no hace otra cosa que prolongar y reproducir, y el acto supremo que continuará y acabará toda la historia de la salvación. En la intención divina, estas manifestaciones sucesivas de los actos salvadores de Cristo no constituyen otra cosa que un solo y único don, una sola y única «venida». Sin embargo, cada creyente no hace sino poquito a poco el aprendizaje de esta percepción envolvente y unificada: al principio, la comprende por fragmentos, antes de que una experiencia asidua y completa de la liturgia y de la vida cristiana le haya permitido recomponer su maravillosa sencillez.

Estos tres «rostros» de Cristo son tan naturales a la fe de la Iglesia y tan esenciales a su equilibrio, que se podrían volver a encontrar, de forma inesperada; huellas de su presencia simultánea hasta en las realidades sensibles por medio de las cuales se expresa esta fe. Basten para ello dos ejemplos. El primero está sacado de los libros santos. ¿Se ha prestado atención al singular equilibrio interno del Corpus de San Juan: el Evangelio, las Epístolas, el Apocalipsis? El argumento y los géneros literarios de estos tres escritos parecen como inspirados y modelados por cada uno de los tres rostros de Cristo. En el Evangelio, es el Cristo tal como ha vivido en la historia según la carne, y Juan habla de El como testigo ocular. En la Epístola, es el Cristo tal como ha vivido en el alma de los creyentes y en la comunidad de los fieles, y Juan habla de El como pastor. En el Apocalipsis, es el Cristo tal como ha llevado a su término la historia humana y anuncia su parusía, y Juan habla allí como profeta. Los tres escritos están destinados a la Iglesia presente; todos ellos son tres Palabras de Dios para fundar la fe en la actualidad; pero, unas veces, esta fe conoce la gloria de Dios sobre el rostro del Cristo histórico, otras sobre el rostro del Cristo Señor de su Iglesia, y otras sobre el rostro del Cristo parusíaco. En el Evangelio, la fe vuelve a encontrar su fundamento inicial y su Credo; en la Epístola pone de manifiesto las exigencias de caridad que implica; en el Apocalipsis renueva y fortalece su esperanza. Ciertamente, cada uno de estos libros contiene virtualmente los otros dos, pero es probable que faltara muy pronto algo a la fe de la Iglesia si uno u otro empezasen a dejar de ser leídos y entendidos. Los tres son necesarios, y su complementaridad es tanto más notable cuanto que ella no es ciertamente premeditada, sino por el Espíritu de Dios a quien compete la tarea de ayudar a la Iglesia a guardar el equilibrio y la integridad de la fe.

El otro ejemplo es el de las catedrales: ilustración de menor alcance, pero sugestiva. La catedral es, en primer lugar, el espacio sagrado de la presencia actual de Dios y del Cristo en su Iglesia, bajo dos formas esenciales: presencia en la asamblea de los creyentes, presencia en la Eucaristía; es el rostro de Cristo en la actualidad. El rostro de Cristo de ayer le anuncia abundantemente mediante las escenas evangélicas que se representan en las vidrieras o en las esculturas y, principalmente, por la señal de la cruz que aparece sobre todo. Finalmente, el Cristo parusíaco, obra maestra de la plástica simbólica, domina en general el tímpano oeste, confiriendo de repente a todo el navío, cuya proa representa y con el cual constituye un cuerpo, el significado de la Jerusalén celestial que debe descender con El desde lo alto de los cielos. De este modo, la imaginería bíblica y la cruz, el espacio interior y el altar, el Cristo del Apocalipsis: elementos significativos estructurales de una catedral, a imagen de la estructura trivalente de la de la Iglesia. Es necesario captar siempre su importancia simultánea y su función propia.


II. LA MIRADA DEL CREYENTE

Si éste es el equilibrio de la fe de la Iglesia, éste debe ser también el equilibrio de nuestra fe individual. Por el hecho de ser miembros del pueblo de Dios, asimilamos por nuestra cuenta la aventura de la salvación en la que este pueblo está comprometido. Hay una mentalidad, una espiritualidad, una piedad objetivas del cristiano, que no son otra cosa que la asimilación personal de la subjetividad de la Iglesia como tal. Esta conciencia objetiva o comunitaria de la fe se identifica con la conciencia de la Iglesia en acto de fe, de plegaria y de ofrenda de sí. Prácticamente se desarrolla y se nutre abriéndose a la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia: respiración en Cristo al ritmo de la respiración de la Iglesia en los misterios sacramentales y penetración profunda de estos misterios por la fe al ritmo del tiempo litúrgico; apropiación personal de los Salmos en su oración individual y en la oración común: inserción cada vez más radical en el exacto movimiento del sacrificio de la Iglesia. Esta conciencia objetiva y comunitaria, a medida que se desarrolla, no nos despersonaliza. El desprendimiento real que exige de nosotros su crecimiento ha engañado a algunos. Es una bendición el que creamos, recemos, ofrezcamos con la Iglesia: estos actos proceden de lo más profundo de nosotros mismos. Con toda exactitud se expresa y respira allí este germen de nuestra vocación personal que consiste en ser un miembro del pueblo de Dios. Dios nos quiere «uno entre una multitud de hermanos», uno entre los otros, como los otros, olvidándose mucho de sí y humildemente incluido en el rebaño que se mueve hacia Jerusalén, perdido en la masa y participando de su destino sobrenatural colectivo. Este aspecto de nuestra vocación no es exterior a nosotros. Constituye perfectamente parte de nuestra personalidad completa. Querer separarnos de él es perdernos totalmente, y no es sino en la medida en que permanecemos fieles a este aspecto colectivo de nuestra vocación como nos es dado realizar también su otro aspecto: su aspecto singular, más misterioso allí donde somos irreemplazables a los ojos de Dios, y donde nuestro nombre en su boca es único.

Como la fe de la Iglesia, nuestra fe personal es conocimiento de la gloria de Dios sobre el rostro de Cristo. Para cada uno de nosotros, el rostro de Cristo permanece el sacramento de la Cara invisible del Dios vivo. Lejos de desear que se extinga bajo pretexto de conseguir mejor la trascendencia sin contorno del ser divino, necesitamos pedir qüe El se haga luz en nosotros, a fin de que no seamos ciegos para el misterio. Por otra parte, tenemos necesidad de ello: nuestra condición sensible nos impide conversar con Cristo en la oración, creer y esperar en El, amarlo, sin tener una cierta imagen de El, «a modo de esbozo en nuestro corazón» (4). En estado de esbozo, ciertamente, puesto que la verdad definitiva de sus rasgos no nos será revelada sino a la luz del último día, pero de un esbozo que sea fiel.

Ahora bien, ¿quién de entre nosotros se ha preocupado de purificar este substrato sensible que se dibuja con más o menos claridad en nuestra imaginación y en nuestro pensamiento cuando evocamos a Cristo? ¿Quién ha pensado que esta confrontación entre Cristo tal como es y Cristo tal como nosotros nos lo representamos, constituye uno de los primeros actos del amor de Dios, la tarea elemental y primordial de una fe cuyo nombre es verdad? Llevamos en nosotros, desde nuestra infancia o desde aquella conversación, o aquella mirada dirigida sobre una imagen, representaciones de Cristo más o menos adecuadas, pero que—frecuentemente, sin darnos cuenta—condicionan imaginativa y afectivamente nuestra piedad. Nos damos cuenta perfecta de ello cuando, ante tal imagen pintada o esculpida de Nuestro Señor

(4) SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, estrofa XI.

y Dios, nos sentimos inexplicablemente impedidos de orar: se diría que un instinto muy íntimo de la fe nos advierte que allí no está aquel que ella busca, aquel que ella lleva «como en esbozo en su corazón», como el niño no reconoce a su madre en una extraña. Preguntémonos honradamente qué especies de representaciones plásticas de Cristo buscamos con agrado, y si estos rostros pueden ser superpuestos a Aquel que el Evangelio deja entrever. Este esfuerzo interior no es, en primer lugar, una educación del gusto plástico, ni este problema un problema de arte sagrado (aunque pueda conducir a él), sino una exigencia intrínseca de nuestra fe. Por otra parte, la elección de un materialismo plástico es el más significativo, pero no es más que un aspecto del problema. El esbozo interior, apenas salido de la vaguedad de la imaginación fundamental, es el más importante y aquel del que menos nos damos cuenta. Se da el caso de encontrar personas para las cuales ciertas palabras del Evangelio, como dulce y humilde de corazón, cordero de Dios, buen pastor, despiertan no la evangélica verdad de Cristo, sino cuadros de invención dudosa, frecuentemente incontrolable, que constituyen una pantalla para la gloria de Dios y terminan por hacer de su piedad un museo de trajes de máscaras heteróclitos que, un buen día, repugnan. Atrevámonos a desembarazarnos de caricaturas que desfiguran para nosotros el rostro de Cristo, y, con una intransigencia agudizada, no concedamos sitio sobre nuestras paredes, sobre nuestras miradas, en nuestra imaginación y en nuestro corazón, más que a «esbozos» fieles.

¿Cuántos conservaremos? Ciertamente, algunos, y, probablemente, pocos. Pocos, porque tenemos una necesidad inextinguible de sencillez en nuestra piedad y de sencillez en las proximidades sensibles del misterio. Si esto no es una ley permanente de espiritualidad cristiana, es, al menos, una íntima aspiración de nuestra época. Nuestra alma quiere defenderse contra un ambiente visiblemente sobresaturado, empachado de slogans y de imágenes, ahogado en la complejidad de las administraciones y de las técnicas, y donde hasta las mismas obras maestras de la cultura terminan por disgustar a fuerza de ser trilladas, minimizadas y digeridas a un ritmo trepidante. Una jovencita de trece años aseguraba un día, ingenua y tristemente, que ella no podía rezar en la iglesia de su ciudad, «porque allí había demasiadas estatuas y ángeles y demasiados colores»... Nuestro sentimiento de las cosas sagradas, rectificado por la fe, y que busca el encuentro con Cristo, no aguanta la disipación: tiene necesidad de poder concentrarse, afianzarse, adquirir lentamente forma y conciencia cristianas, al contacto de un rostro de Cristo bañado de silencio, que asimilará al ritmo de una contemplación fiel. A mayor abundamiento, para cada uno de nosotros, y salvas excepciones, no hay otra cosa que un pequeño número de «iconos» privilegiados de Cristo capaces de jugar psicológicamente para nuestra fe una función epifánica intensa y verdadera: es a ellos a los que es preciso amar, y ¿para qué empacharnos de otros que no tienen su virtud?

Hacen falta, pues, pocos; sin embargo, hacen falta algunos. En primer lugar, por razones subjetivas evidentes: nosotros no podemos conocer la gloria de Dios sobre el rostro de Cristo sin ayudarnos de esbozos imaginativos o plásticos, pero este condicionamiento sensible implica siempre un riesgo de desviación. Puede ser peligroso aferrarse demasiado a tal imagen de Cristo; una complacencia puramente estética o una especie de fetichismo maníaco pueden desviar nuestra contemplación o corromper nuestro acto de fe. San Juan de la Cruz ponía en guardia contra este riesgo, hasta el extremo de separarse él mismo de un crucifijo al cual consideraba que estaba más aferrado de lo conveniente: era sospechoso para él. Por otra parte, la costumbre y la rutina tienden a desvirtuar prácticamente para nosotros los objetos que al principio alimentaban mejor nuestra fe. Por todas estas razones, es necesario que podamos dar marcha atrás respecto a estos objetos, olvidarlos para encontrarlos nuevamente, imprimir a nuestro encuentro con el rostro de Cristo una frescura nueva, tratando de sorprenderlo en otra actitud distinta, en otro recodo del camino. Necesitamos conocer muchos rostros de El.

Es necesario también, por esta razón objetiva, de que las riquezas de los misterios de Cristo son inagotables. Cuanto más una representación sensible nos concreta uno de los aspectos de estos misterios, tanto más nuestro conocimiento de Cristo tiene necesidad de ser equilibrado por la representación de otros aspectos. Por ejemplo, cuanto más una representación (imaginativa o material) del Cristo crucificado acuse para nosotros el misterio del Siervo paciente que se ha hecho pecado por nosotros y ante el horror del cual se oculta el rostro, tanto más tendremos necesidad de contemplar también uno de estos crucifijos en los cuales los antiguos gustaban representar a Cristo como un triunfador, vencedor de Satanás y de la muerte, transfigurado por el amor que le consumía. En caso contrario, nuestra piedad, a la larga, se desviará o se anquilosará. Bien entendido, antes de ser buscado en las representaciones materiales del rostro de Cristo, este equilibrio debe estar en nuestra mirada sobre ellas: es necesario volver siempre a un esfuerzo de fe.

Pocos rostros de Cristo, pero algunos. ¡Sería ridículo querer reducirlos a cifras! Pero para que nuestra fe adquiera el equilibrio de la fe objetiva de la Iglesia, y en virtud de lo que ha sido dicho anteriormente, parece necesario que nos aproximemos conscientemente, sensiblemente, a los tres tipos de rostros de Cristo, «rostros», entendiéndose siempre en sentido amplio de esbozos más bien imaginativos, incluso afectivos, que materiales.


El Cristo de «ayer»

En primer lugar, el rostro del Cristo histórico, tal como era, tal como el Evangelio lo representa: epifanía de «la bondad de Dios nuestro Salvador y de su amor hacia los hombres» (Tit 3, 4). Este rostro se presenta bajo dos aspectos.

El primero es el rostro circunstancial del Cristo en uno cualquiera de los episodios de su vida terrestre. Esto puede producir muchos rostros, y cada creyente elige según el instinto de su amistad hacia Cristo. Se dice que San Agustín sentía cariño por el episodio de la Samaritana, Santa Teresa, por el de la flagelación; el padre De Foucauld, por la vida en Nazaret. Todo es bueno para quien lo vive. Se trata aquí no tanto de dibujar un retrato como una especie de postura aureolada, sino de descubrir una expresión, una mirada, una actitud del cuerpo, la entonación de una palabra, un simple gesto de la mano a través del cual se adivina una presencia y se remonta hasta el misterio de encarnación que esta presencia oculta. El rostro de Cristo aparece a nuestro pensamiento meditativo como el espacio reservado que la evocación de las circunstancias de tiempo, de lugar, cle acontecimiento han cernido poco a poco—a la manera del rostro de Santo Domingo de Matisse, en la Capilla de Vence--, espacio reservado que sólo la adoración puede ahora penetrar. En esta adoración de la gloria de Dios en el rostro del Cristo, ¿qué importan los rasgos fotográficos? Ellos son verdaderos, son los de un hombre verdadero y del verdadero Dios, esto nos basta mientras esperamos que sean desvelados. «¡Raboni!», ha gritado María Magdalena al reconocer por el corazón y gracias a la inflexión de su voz al Resucitado, al que sus ojos al principio no habían reconocido.

El Cristo, en su carne, debe estar presente inmediatamente en nosotros bajo el rostro del Crucificado. La Iglesia lo ha sabido instintivamente, y no tenemos necesidad de que se nos convenza de ello. Este rostro, en el que el sufrimiento hace brotar a la humanidad desnuda, fundamental, fraternal a toda agonía, y al mismo tiempo este rostro en el que el amor destaca vivamente las profundidades y las riquezas del corazón de Dios para los pecadores, ha sido contemplado por un San Juan durante el interminable tiempo de la agonía. Su compasión y su horror lo han esculpido para siempre en su memoria: al principio era un retrato sellado, oscurecido por un exceso de misterio; pero cuando la visión de la tumba vacía y la claridad de la Resurrección lo iluminaron, la gloria de Dios se reveló por El y resplandeció sobre este rostro inolvidable grabado en su espíritu. Desconfiemos de los crucifijos industriales, inexpresivos y, sobre todo, de la costumbre endurecida de verlos en cualquier lugar cristiano como el adorno inevitable que apenas se mira, no sea que debiliten en nosotros esta epifanía decisiva que es el fondo de nuestra fe. Sepamos encontrar la representación plástica del Crucificado (cada época y cada región, de acuerdo con su temperamento propio, nos propone ejemplos admirables de ello) que nos abre el corazón de arriba abajo a la Pasión y a la gloria del Hijo de Dios. Por el hecho de haber recibido el choque de un crucifijo sobre el cual, por azar, se fijaban sus ojos, Teresa de Avila cambió su vida y respondió por fin a la llamada de la santidad de Cristo.


El Cristo de «hoy»

El segundo tipo de rostro de Cristo que debe obsesionar nuestra piedad es el rostro de Cristo tal como es, presente en la actualidad en su Iglesia, tal como su presencia domina, por ejemplo, la primera epístola de San Juan. La imaginación aquí queda desguarnecida. ¿Hacia qué parte del cielo se van a dirigir nuestros ojos para tratar de descubrir a Aquel que nosotros sabemos viviente? Pero esta actitud es falsa, corno nos da testimonio de ello el mensaje de los ángeles el día de la Ascensión. La visión sensible del Señor ha sido transferida a su Iglesia; ella debe vivir de la fe. Ella debe, sobre todo, vivir de caridad, sin la cual, incluso la fe, es vana; es entonces cuando le es dado lo que ella no busca: descubre el rostro de su Señor en cada uno de los humildes, de los pobres, de los santos en los cuales habita misteriosamente. El conocimiento de la gloria de Dios lo realizarnos a través del rostro de nuestros hermanos, especialmente de nuestros hermanos pacientes y de nuestros hermanos los santos: su rostro viviente ¿no es, por la fe, un auténtico rostro de Cristo? Hay una atención sagrada dirigida a los rostros humanos que nos rodean, que nos pone en contacto con el Señor que nosotros buscamos.

A mayor abundamiento, en el instante en que estos rostros reflejan expresamente la vida de Cristo. La Iglesia concreta, la asamblea del pueblo de Dios, la comunidad local en acto de plegaria o de liturgia nos ofrecen bajo tantos rostros la percepción de un solo y único rostro: aquel que la Iglesia, al interpelarlo, refleja como un espejo, aquel que dice «Yo» en los salmos con ella, aquel con el que ella se identifica al ofrecerse en su sacrificio—el Cristo del cual ella es el Cuerpo—. El ojo y la imagen buscan entonces con toda naturalidad esbozar algo de lo que viven realmente el corazón y el espíritu de la Iglesia en su celebración. Si se pudiera seguir y materializar la dirección de esta mirada colectiva, se la vería fijarse alegre y libre, digna y suplicante a la vez, sobre el rostro de Cristo Pantocrator, tal como nos lo representan los coros bizantinos: el Cristo Señor que, sentado a la derecha del Padre, intercede por nosotros y continúa obrando como rey, profeta y sacerdote en su Iglesia.


El Cristo de «mañana»

El tercer tipo de rostro del Cristo que nuestros ojos deben gustar contemplar es el rostro del Cristo del Apocalipsis, el rostro de Aquel que viene. Nuestro deseo y el de la Iglesia nos llevan hacia El: Maran atha! «Sin verlo todavía, pero en la fe, saltáis con una alegría indecible y llena de gloria, seguros de obtener el objeto de vuestra fe...» 11 Pe 1, 8-9). Seguro de comprender el objeto de nuestra fe: San Pedro menciona la salvación de nuestras almas, pero está claro que es la misma cosa ver aquí el rostro de Cristo de gloria, porque contemplarlo tal cual es sin necesidad de temblar ante él es lo que significa ser salvado. El cristiano es un hombre que ha llegado a ser familiar con esta Parusía formidable ante la cual muchos temblarán de espanto; él espera no tanto su juez cuanto su libertador. Sin embargo, no ignora que será salvado por misericordia, y que supondrá muy poco en el momento solemne en que «los cielos serán abiertos como un libro» (Is 34, 4). Es el mismo San Juan que descansaba familiarmente sobre el pecho de Jesús en la Cena, y que cara a cara, en visión con este mismo Jesús revestido de su gloria parusíaca, «cae a sus pies como muerto» (Ap 1, 7). Jesús lo levanta y le dice: «No temas». Pero cualquiera que ha vivido esta experiencia (y todo cristiano la vuelve a vivir al oír el mensaje del Apocalipsis) no puede olvidar de ahora en adelante este rostro de Majestad. Su fe en El, algo de inmensidad, como una radiación de la santidad divina y la voluntad de no llevar a un terreno vulgar el diálogo, incluso el más familiar, que él mantiene con su Señor.

Teniendo la esperanza confiada de ver de este modo al Señor tal cual es, la palabra de San Juan se cumple en él: él se hace puro, como puro es el Cristo de la Parusía; se hace semejante (1 Jn 3, 2-3). El se convierte en otro Cristo, sacramento a su vez (muy humilde y muy débil) del rostro de Cristo para otros. A fuerza de escrutar el rostro glorioso de nuestro Dios y Señor, un mimetismo sagrado opera en nosotros: la fe no es un conocimiento inerte, sino un conocimiento transformante. Nos asemeja poco a poco a Aquel que buscamos y amamos a través de los esbozos que nos ha dejado de su rostro. Como dice San Pablo: «todos nosotros los que, el rostro descubierto» (es decir, al que la fe hace vulnerable y sensible a la radiación activa de la cara del Cristo), «reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nosotros somos transformados en esta misma imagen, cada vez más gloriosa...» (2 Cor 3, 18). Volveremos a insistir sobre esta transformación que nos conduce de hecho a la santidad.