CAPÍTULO PRIMERO

CONOCER QUE DIOS ES DIOS


«...
y murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió y resucitó.» (2 Cor 5, 15)

«Inmediatamente que creí que existía un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para él: mi vocación religiosa data de la misma hora de mi fe: ¡Dios es tan grande!» (Ch. de Foucauld [1])

 

El creyente es aquel que no vive para sí mismo, porque un Dios, el único Dios, el Dios de Jesucristo ha entrado en su vida, y él ya no puede vivir para nadie que no sea este Dios, la única verdad, la única grandeza, el único Dios. No vivir ya para sí mismo, sino para Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros, es algo más que una generosa resolución, es el título de nuestra más alta libertad, es el camino real de la perfección del hombre.

El incrédulo, es verdad, no verá allí otra cosa que la expresión de la peor locura. Para él, en efecto, Dios no es otra cosa que un nombre, un mito, una idea ilusoria y pobre. No vivir para sí mismo y querer vivir para esta nada es profesar el suicidio. Entre la hipótesis, incluso la más seductora, de un Dios, y la más sustancial realidad del mundo terrestre, no se puede arriesgar comparación alguna, no hay apuesta razonable. Nosotros, que gustamos de valorar las probabilidades, no

(1) Oeuvres spirituelles, Ed. du Seuil, 1958, p. 663.

podemos creer sencillamente en un Dios probable; nosotros, que gustamos de especular sobre lo aleatorio, rehusamos especular sobre lo invisible en tanto no se muestra más real que lo visible. Nuestra vida nos aparece tan esencialmente ligada al tiempo y a su paso, que desconfía de la eternidad. Suerte o desgracia de nuestra época, ¿quién podrá decirlo? Lo que es verdad es que las tranquilas certidumbres religiosas de muchos siglos, que ignoraban lo que nosotros sabemos respecto al hombre, sus profundidades, sus reacciones, sus embustes, no nos aparecen ciertamente envidiables, sino que a veces las consideramos sospechosas. Por el contrario, un clamor de alegría llena al creyente cuando, después de haber permanecido sobre la áspera tierra de la ausencia de Dios, o sobre los confortables dominios de las idolatrías, atraviesa su mar Rojo, llega al Sinaí: Dios es para él una cosa cierta, él sabe que Dios es; el invisible se ha convertido para él en una cosa tan real como lo visible y la vida 'eterna le ha sido manifestada.

Para la mayor parte de los hombres. Dios no es Dios, aun cuando hablen de El. Ellos no le han encontrado. No se han encontrado frente a su misterio deslumbrador. ¿Por qué el encuentro no se ha realizado ni la iluminación se ha operado?, no podernos decirlo, ya que sólo Dios lo sabe. Es al pueblo de Israel al que Dios ha comenzado a revelarse en su verdad, es decir, como Dios: he aquí el hecho; aquellos que lo han vivido, ese puñado de hombres en medio del seno de la humanidad no pueden dudar de ello: esa es su situación a la vez bienaventurada e inconfortable. Al mismo tiempo ha nacido en ellos la auténtica conciencia de una consagración a Dios. Los creyentes no encuentran a Dios como sucede en estos encuentros afortunados en los que se saluda al pasar para separarse nuevamente; no, el encuentro los ha transformado, han sido arrebatados y se han convertido en un pueblo de consagrados.

En el mismo instante en que Dios se convierte realmente en Dios para un hombre, este hombre comprende lo que quiere decir: consagrarse a Dios, no vivir ya para sí mismo, sino para Dios.

Tú eres Alguien

Conocer que Dios es Dios, es conocer en primer lugar que El es el Dios vivo, es decir, que puede entablarse un auténtico diálogo personal entre El y los suyos. Un muro de aislamiento y de mutismo cae de un solo golpe, hay un camino entre el corazón de Dios y el del hombre, una cierta Palabra de Dios ha encontrado su camino en el corazón del hombre y una palabra del hombre—¡oh frescura de aurora de la verdadera plegaria!—puede encontrar entonces su camino hasta el Corazón de Dios. ¡Oh Tú, Amigo; oh Tú, esperanza mía; oh Tú, indecible, que estás presente, como mi esposa, o mi hermano o mi padre! Tú eres Alguien... compañero que me pregunta, que exige, que me revela a mí mismo, que no es ni yo ni una creación mía, que es un Otro y a quien yo no puedo impedir que hable cuando yo escucho, ni que escuche, independientemente de que yo hable o me calle. Que se trate de expresar esta experiencia como se quiera, es lo que se llama con toda propiedad Revelación, es lo que constituye la fuente de la religión de Israel y de la religión cristiana. No vivir ciertamente para sí mismo, sino para Dios, adquiere un significado, y no es otro más que éste. Esto no es arrojarse, a la desesperada, desde lo alto de un acantilado de ilusión en el océano de una sublime ausencia, es trabar lazos firmes, es hacer alianza fuerte y real con esta Persona misteriosa, pero que es, con el Dios invisible pero viviente, con el Dios de toda la tierra, pero Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Dios de Jesucristo.

Él es el Único

Afirmar que Dios es Dios es profesar también que El es santo. El no es simplemente Alguien, el Altísimo o el Inmenso, es el Único Altísimo, el Unico Máximo, el Absoluto personal que saca a toda persona de la nada, que da a toda subjetividad el don de ser libre, la palabra, el don y necesidad de amor. Ante El, si nos aproximamos, es necesario quitarse las sandalias de los pies e inventar este imprevisible prosternarse, del cual hasta este momento ni siquiera podía tenerse la más mínima idea, y que no es el temor del esclavo, ni la astucia humillada del vencido, sino el homenaje bienaventurado de una adoración voluntaria. Dios es Santo, es decir, que ante El todas nuestras ideas o conceptos relacionados con El se iluminan y llamean sin consumirse. El es la Gloria brillante «a los ojos del corazón y que ven la sabiduría», es la Belleza supereminente, el Poder justo y ardiente ante el cual uno se siente embargado por una invencible admiración, por una alegría tímida pero inenarrable, por una confianza plena de audacia y de humildad.

Pregunta, pues, a los más ancianos que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra : de un extremo del cielo al otro, ¿hubo acaso palabra tan augusta? ¿Se oyó algo semejante? ¿Hay un pueblo que haya oído la voz de Dios vivo hablando desde el medio del fuego, como tú lo has oído, y haya quedado vivo?...

Tenlo presente, pues, desde hoy y medítalo en tu corazón: es Yahvé el que es Dios allá arriba en el cielo como aquí abajo sobre la tierra, El y nadie más (Dt 4, 32-33, 39).

La experiencia de Israel es simple y categórica. Cualquiera que ha entrado en contacto de fe con el Dios santo, se encuentra por este mismo contacto consagrado a Dios. Nadie puede ver a Dios y vivir. De esto estaba Israel convencido. Podemos entender esta experiencia en el sentido de que nadie puede ver a Dios y continuar viviendo por sí mismo; quien ha visto a Dios, lo que se dice verlo, en adelante vive para Dios. Es lo mismo. Ver a Dios es ya vivir de Dios, vivir con Dios, vivir para Dios. La vida eterna está anunciada y prefigurada desde el primer instante de la adquisición de la fe.,

Y ahora Israel, ¿qué te pide Yahvé tu Dios? No temer a Yahvé tu Dios, sino seguir todos sus caminos, amarle, servir a Yahvé tu Dios con todo tu corazón y toda tu alma, guardar los mandamientos de Yahvé y sus leyes que yo te ordeno hoy para tu bienaventuranza.

Es ciertamente a Yahvé tu Dios a quien pertenecen los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y todo lo que en ella se encuentra. Yahvé, por tanto, no se ha fijado en tus padres sino por amor de ellos, y después de ellos, El ha elegido entre todas las naciones su descendencia, vosotros mismos, hasta el momento presente. Circuncidad vuestro corazón y no levantéis vuestra cerviz, porque Yahvé vuestro Dios es el Dios de los dioses y el Señor de los señores (Dt 10, 12-17).

Porque tú eres un pueblo consagrado a Yahvé tu Dios; eres tú a quien Yahvé ha escogido para su pueblo, entre todas las naciones que están sobre la tierra (Dt 7, 6).

 

Ser puro para ver a Dios

A primera vista, esta idea de consagración a Dios no parece ni más ni menos original que la que se podía encontrar entre las religiones paganas de entonces. Ahora bien, esto no es verdad. Ella supone más bien un lazo extraño, pero cierto e íntimo, con lo que hay que llamar con toda propiedad la castidad. Nos lo atestiguan muchos datos del Antiguo Testamento.

Destaquemos en primer lugar la ausencia de «parñdre» al lado del Dios de Israel; se trata de una singularidad en el mundo de las representaciones religiosas de entonces, en el que el mundo divino de los paganos dejaba frecuentemente sitio a diversas personas de la feminidad. El Dios de Israel no es masculino ni femenino. Su santidad lo sitúa en un orden trascendente más allá de las perfecciones relativas y complementarias de los sexos. El tiene una vida íntima y misteriosa, pero que no es la de sus relaciones con una divinidad femenina cualquiera: solamente Jesús podrá revelarnos el secreto de la vida trinitaria, de esta corriente de relaciones de amor que manifiesta a Dios uno y, sin embargo, no solitario. El Dios de Israel es un Dios de fecundidad, en el sentido de que es El quien infunde a todo germen la facultad de crecer y a toda carne la de multiplicarse, a los acontecimientos la de engendrar una historia y a su palabra la de producir la salvación, pero esta fecundidad es la obra incomprensible, única y trascendental de su Espíritu: ¡no puede existir otro Dios o diosa a su lado!

La casta y abrasadora santidad del Dios de Israel se revela incluso en la «castidad» del culto que El exige a su pueblo. Hay en ello una de las características más notables del Antiguo Testamento. Las prescripciones de pureza ritual del Pentateuco (por ejemplo, Lev 15) son muy conocidas, pero es necesario hacer una mención particular de la exclusión categórica de toda prostitución sagrada: «No habrá jamás prostituta sagrada entre las hijas de Israel, ni prostituto sagrado entre los hijos de Israel» (Dt 23 18). Este versículo, tan insignificante en apariencia, contiene una fo rmidable revolución religiosa. La prostitución sagrada era una de las manifestaciones más corrientes de los cultos idolátricos; las hieródulas mantenían en los santuarios extrañas asociaciones entre lo sexual y lo sagrado. Mucho más que simples costumbres abyectas, hay que ver en ello, sin duda alguna, la confesión de la impotencia de los hombres para comprender y dominar su instinto vital y su destino trágico. Las escenas de prostitución sagrada ¿podrían parecerse a otra cosa distinta de conjuraciones apasionadas y decepcionantes, de dramáticas y vanas plegarias hacia divinidades mudas? El Dios que habla, revela al hombre el sentido de su ser carnal y su vocación a la divinidad y hace desaparecer la ambigüedad ancestral que existe entre lo sexual y lo sagrado. El monoteísmo yahvista aparece radicalmente incompatible con la prostitución sagrada y, por otra parte, con la prostitución bajo todos sus aspectos. Al apartarse Israel del Dios único y santo, una tendencia irresistible lo arrastraba de nuevo hacia estos desvaríos (1 Re 14, 24), pero los yahvistas convencidos tomaron a pecho la extirpación del país de estas prácticas condenadas (1 Re 22, 47; 2 Re 23, 7).


Dios y el diálogo de nuestro corazón

Existe, pues, una conexión oculta, esencial, entre la rectitud de la fe y la rectitud de la carne. Decimos bien: rectitud de la carne y no condenación de la carne. En ningún pasaje de la Biblia la sexualidad, como tal, constituye el objeto de una prohibición o de una desestimación. Las relaciones del hombre y de la mujer están bajo la señal de la bendición divina. La alianza conyugal se convierte en la figura de la alianza de Dios con su pueblo: esta bendición de lo alto influye en el matrimonio cristiano y terminará por conferirle, en el Nuevo Testamento, la dignidad de un auténtico sacramento. Pero precisamente, a causa de la dignidad conferida de este modo a la carne y porque las realidades carnales expresan, sostienen y alimentan en el hombre las realidades espirituales, toda desviación sexual compromete misteriosamente la relación más espiritual del hombre con Dios. La idolatría en Israel está considerada como una prostitución. No hay en ello un puro simbolismo, sugestivo y vigoroso, fruto crecido de una imaginación poderosa. Se trata de una coincidencia inevitable. Idolatría y prostitución: estos dos extravíos, considerado cada uno en su brutal realidad, constituyen una sola cosa para un profeta Oseas, a quien precisamente Dios hace vivir una singular aventura profética, indisolublemente conyugal y teologal: «Yo no visitaré a vuestras hijas por sus prostituciones ni a vuestras nueras por sus adulterios; porque ellas mismas van con las prostitutas y sacrifican en compañía de las hieródulas» (Os 4 14). Idolatría y prostitución son, en realidad, dos manifestaciones reunidas e inevitables de una perversión más radical, de la pérdida del sentido del Dios verdadero. Cada una es la imagen y parábola de la otra: la idolatría es una especie de prostitución, y la prostitución implica una idolatría. Cada una siembra la otra; la prostitución conduce a la idolatría, y el episodio de BaalPéor ha quedado en la Biblia como la ilustración típica de esta ley confirmada muchas veces (Núm 2s 9, 10; A p 2, 14); inversamente, la idolatría, especie de pecado realmente capital, conduce al hombre a los estragos de todas las aberraciones sexuales; así, al menos, es como San Pablo concibe las cosas (Rom 1, 22-25). Idolatría y prostitución expresan el frenesí del hombre al que falta Dios: falta a su espíritu, pero falta también a su cuerpo. Eliminada la presencia del Dios Espíritu y del Dios de toda carne, el espíritu y la carne no encuentran su unidad, y el hombre se disgrega.

Hombres modernos, advertidos por las ciencias psicológicas nuevas, podemos presentir la razón última de la relación, a primera vista extraña, que une la fe en Dios vivo y la rectitud carnal. Sabemos perfectamente que la sexualidad, a condición de no reducirla solamente a sus funciones genitales, es uno de los componentes esenciales que constituyen y revelan el equilibrio o el desequilibrio de la personalidad. La función de la transmisión de la vida es, ante todo, función de la apertura a otro. Los disturbios o desviaciones de la sexualidad denuncian la mayor o menor incapacidad de una persona de vivir con verdad, oblación y verdad, el diálogo con otra persona. Ahora bien, la apertura y la fe en el Dios vivo, precisamente por el hecho de ser El el Dios vivo y el del diálogo, ponen en juego, de una manera delicada y suprema, esta función del diálogo; nuestro corazón, que no puede alcanzar su equilibrio adulto sino abriéndose a los demás, es él, y él mismo, el que debe abrirse a Dios. El diálogo de nuestro corazón con el Dios vivo puede no despertarse sino tardíamente, y es él, por tanto, el que constituye el diálogo fundamental del cual todo diálogo, sobre la tierra y entre personas, extrae su valor de comunión y su nombre. La idolatría, como la prostitución, y por las mismas razones profundas, no es otra cosa que un triste monólogo, un diálogo abortado y pervertido, la saciedad de un instinto que, cerrado sobre sí mismo, no consigue su salida, su fin, su comunicación en el Otro conocido y amado por sí mismo. El idólatra no se ha abierto y entregado al verdadero Dios, único Interlocutor con el cual el hombre puede cumplir su cometido y llegar a ser perfecto; es la función del otro la que está en él desviada o retardada respecto de Dios, pero ¿qué hay de extraño en que ella esté también desviada o retardada con respecto a sus semejantes?, ¿qué de extraño en que esta insuficiencia termine por engendrar en las personalidades más frágiles estos disturbios característicos, en los que está comprendida esta inmadurez sexual? E, inversamente, ¿qué hay de extraño en que esta inmadurez sexual oscurezca en el alma el verdadero conocimiento del Dios vivo?


«Sed santos, porque yo soy santo»

A primera vista, nos damos cuenta de que la castidad cristiana (tanto la castidad conyugal como la virginidad consagrada) no es sencillamente una simple conducta moral heredada de costumbres ancestrales y arbitrarias, yuxtapuestas a un credo religioso, cuya verdad dependería de otro orden que no tendría nada que ver con el orden moral. La castidad cristiana, y la moral cristiana en general, no es otra cosa que la única verdad de la relación del hombre con el Dios vivo, pero que se transcribe e inscribe en todo el hombre, comprendido su psiquismo y su cuerpo, y que despliega sus armonías en todo el hombre, comprendidos sus impulsos y sus instintos. Es la misma luz de la conciencia la que hace descubrir al hombre el Rostro del Dios de gloria y la imagen que él debe llegar a ser: «Sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19, 2); «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Para no aumentar la confusión del lenguaje, no diremos quizá con Péguy que lo espiritual es carnal, pero podemos decir con él, con toda la fuerza de los términos, que lo sobrenatural es también carnal, y que el Espíritu de Dios, que ha vivificado el cuerpo resucitado de Cristo, vivificará de igual manera nuestros propios cuerpos.

Estas convicciones no deben nada a especulaciones idealistas o platónicas, a nostalgias de pureza cuyas motivaciones podrían aparecer como sospechosas. Muchos cristianos, sin duda, han estado y están contaminados por las unas o por las otras, pero su madurez y su santidad cristianas habrán consistido y consistirán siempre en desprenderse, en la mayor medida posible, de estas influencias, para conquistar la libertad evangélica de su conducta moral. La exigencia de pureza y de castidad de la moral cristiana provienen exclusivamente del contacto sin precedente y sin igual con el Dios vivo y santo. A este respecto, una tradición rabínica concerniente a Moisés encierra el mayor interés, menos por su afirmación del hecho cuanto por el testimonio que constituye del lazo normal entre la intuición del Dios de gloria y la castidad carnal:

El «aggadah», como la Biblia, no desprecia en él al íntimo de Dios, al interlocutor de Dios, al contemplativo, al que está cerca de Dios y «se satura del esplendor de la Shekinah» que él ha conducido a la tierra por su santidad... Es a causa de esta proximidad especialísima de Moisés con Dios, según parece, por lo que el «aggadah» muestra a Moisés como no conociendo a su esposa después que Dios se ha manifestado a él. El «aggadah» es unánime a este respecto... Esta abstención se pone generalmente en relación directa y causal con su intimidad con Dios (2).

Es urgente que los cristianos vuelvan a encontrar las fuentes teologales de su conducta moral. Deben saber que ya solamente creer que Dios Es, es algo que modifica todo, desde el sentido de su vida, hasta la forma diaria de vivirla.


Cuando Dios seduce

Es el hombre en su totalidad lo que se enfrenta al Dios santo. De igual manera que «viviente es Palabra de Dios, eficaz y más incisiva que una espada de dos filos, penetrante hasta el punto de dividir el alma y el espíritu, la articulación y la medula» (Heb 4, 12), así también es viviente la Gloria de Dios y su irradiación penetrante no es detenida por materia o coraza alguna, alcanza y traspasa el espíritu y la carne, la inteligencia y el instinto. Cuando Dios seduce un ser, su seducción es total, y ésta es la razón por la que el gesto de este ser, entregándose en cuerpo y alma a su seductor, se llama adoración. Es una mezcla de admiración sagrada, de certeza de ser amado, de reconocimiento humilde del Señorío divino, del orgullo de conocer a un Dios tal: «¿Qué nación es tan grande que tenga a sus dioses tan cercanos como Yahvé nuestro Dios lo está para nosotros cada vez que le invocamos?» (Dt 4, 7). Esta adoración sin reserva no es otra cosa que una entrada en un astado de consagración a este Dios. Santidad divina que se desvela e, ipso facto, consagración a Dios de aquel que ve y reconoce esta santidad: las dos realidades están íntimamente relacionadas, y el tránsito dinámico de la segunda a la primera se llama sacrificio; y todo el conjunto de la aventura se llama religión.

La «religión» de Jeremías, por ejemplo, gira en su totalidad en torno a esta confesión: «Tú me has seducido, Yahvé, y yo me he dejado seducir» rr 2 : Tú me has revelado tu gloria y la gloria de tu designio, y yo me he consagrado a ti y a tu designio. De ahora en adelante, toda la vida de Jeremías será sacrificio: él se ha dejado seducir, pero esta seducción es despojadora, consumidora «como un fuego

(2) R. Broca, «Mosée dans la tradition rabbinique», en Moiise, l'homme de l'Alliance, Desclée de Brouwer, 1955, pp. 126-127 y nota 84.

devorador» (ibíd., v. 9). Jeremías debe perderse a sí mismo para identificarse con su misión en el designio de Dios; o más bien, debe «dejarse perder», «dejarse» identificar con su misión, porque él no se encuentra solo para esta metamorfosis: de ahora en adelante, Yahvé está con él «como un héroe poderoso» (ibíd., v. 11). El sacrificio, en efecto, es el acto común del Seductor y del seducido, del Santificante y del santificado. Nadie puede ofrecerse a Dios si Dios el primero no se ha ofrecido a él como gloria bienaventurada y beatificante.

«Tú me has seducido y yo me he dejado seducir»: finalmente, esta palabra no expresa la única religión personal de Jeremías, sino la religión de todo el pueblo de Israel. Cuando Dios quiere poseer un pueblo o poseer un hombre, despliega a este fin una verdadera empresa de seducción, ya sea por un bloqueo lento, o por una fulgurante teofanía: es el único medio por el cual ha querido captar, sin violarla, nuestra libertad. Por otra parte, la seducción divina opera sin malicia y sin astucia, a diferencia de la seducción que una criatura—Satanás en primer lugar—trata de ejercer sobre otra. Para seducir, la criatura utiliza la mentira y se adorna de ilusión. Para seducir, Dios no hace otra cosa que manifestar la deslumbrante verdad de su realidad. Para seducirnos, Dios no hace otra cosa que mostrarse a nuestros ojos tal cual es; lo cual ya es mucho. No tiene que hacer otra cosa que aproximarse y descubrirse: «¡Soy Yo!», puede decir El, y nuestra alma queda como fascinada, como sucedió a Moisés con la zarza ardiente. La seducción de la Verdad divina desnuda es indecible, inolvidable, irresistible. Dios dice: «¡Soy Yo!», y el pueblo se arrodilla; Dios declara: «¡Tú eres mi pueblo!», entonces el pueblo se pone de pie y responde: «¡Tú eres mi Dios!» Este diálogo sencillo resume toda la historia de la salvación, y es el escenario sagrado de la entrada en la fe bíblica, en el estado de consagración al Dios vivo.

De ahora en adelante, si me obedecéis y respetáis mi alianza, os consideraré como míos entre todos los pueblos: porque toda la tierra es de mi propiedad. Yo os consideraré como un reino de sacerdotes y una nación sagrada. Tal es el discurso que tú pronunciarás ante los hijos de Israel (Ex 19, 5-6),

 

Testigos de una consagración

Sucedió que esta consagración colectiva del pueblo santo fue vivida con una intensidad muy particular por ciertos individuos. Un Sansón, un Samuel, los profetas, han vivido para Yahvé y para su Palabra con un exclusivismo celoso y apasionado. Ellos nos revelan esta ley del plan de Dios, que vale todavía hoy: desde el seno de un pueblo consagrado en su totalidad a su santidad, Dios gusta seleccionar a individuos que viven con una conciencia más clara y una obediencia más radical el misterio de esta consagración colectiva, que pueden de este modo ser sus testigos emocionados y constituir para El mismo las primicias en las cuales acoge a todos los otros. Por el hecho de que éstos han conocido más de cerca al Dios vivo, porque su llamada ha vibrado en ellos con una fuerza especial, se encuentran distinguidos en el interior del pueblo de los santos y de los fieles del Dios vivo. Sin embargo, su espiritualidad no es de una esencia distinta de la ofrecida a todo el pueblo y no inventan caminos secretos o místicas esotéricas para unirse al Dios santo: ellos viven sencillamente hasta el fin, «hasta el final» (cf. Jn 13, 1) la aventura del conocimiento de Dios. Su consagración especial, el sacrificio espiritual de todo su ser a Dios, su castidad y, finalmente, a partir del Nuevo Testamento, la virginidad, no aparecen sino como la expresión suprema, pero coherente, del dinamismo intrínseco de la fe viviente. Todos aprobarían la confesión significativa de Carlos de Foucauld, que no ha hecho otra cosa que insertarse humildemente en esta inmensa corriente de la santidad bíblica llegada hasta él en la Iglesia, y que continúa derramándose sin cesar en otros corazones:

Tan pronto como yo creí que existía un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para El: mi vocación arranca de la misma hora que mi fe: ¡Dios es tan grande!

No se debe entregar uno sino a Aquel que tiene el derecho de apo dorarse de nosotros y que presenta las pruebas de este derecho. No debe arrojarse uno en la posición del dios que primero llega: se confía uno en el total Señorío de nuestro Dios Creador y Salvador. Esto supone que se ha conocido la seducción de su gloria, la manifestación de su designio creador y de su salvación. La adoración y el holocausto suponen la fe viva. «Mi obediencia no es para quien la desea», gritaba un día Bernanos. No quería hacer homenaje de ella sino únicamente a Aquel de quien dependía totalmente. Son esta lucidez y este orgullo en el don de sí los que confieren a este homenaje del cristiano su valor sagrado y su nobleza divina. No, la fe cristiana no es el refugio de un alma débil, es un don de Dios que empapa el alma y la hace fuerte para soportar la actitud nueva en la que de ahora en adelante debe vivir.