CAPÍTULO III

PRENDIDOS POR JESUCRISTO

El mayor deslumbramiento de los santos en la hora en que, con sus ojos, todos juntos, mezclados en la muchedumbre de los vivientes de la que habla el Apocalipsis, verán aparecer al Sej1or de la gloria, será comprobar que son tan claramente semejantes a Aquel que han amado y que han servido. Durante su vida mortal, lo han amado y servido «sin haberlo visto» (1 Pe 1, 8; cf. Jn 20, 29), y más de uno, apremiado por nuestras preguntas, confesaría sin duda que aquí abajo habría pagado cualquier precio por haber tenido durante un instante, en su carne, la visión confusa del rostro del Resucitado. Si el salmista del Antiguo Testamento, para quien Dios no era otra cosa todavía que Palabra, trascendencia y Nube, ha podido gritar: «Es tu rostro, Yahvé, lo que yo busco» (Sal 27, 8), ¿qué violencia de deseo no debe habitar en aquel que sabe que la Palabra se ha hecho carne, que la trascendencia y la Nube han tomado rostro, y que las miradas del hombre se han hecho capaces de tener acceso a los abismos de Dios en los ojos de Aquel que decía «Quien me ha visto, ha visto al Padre»? (Jn 14, 9). Pero los santos que experimentan tal deseo saben inmediatamente que se trata de un deseo loco; lo apartan como una imperfección; prefieren estar en Cristo, sin verlo, por la fidelidad y la oscuridad de la fe, a correr el riesgo de conocerlo «según la carne» (cf. 2 Cor 5, 16), para dejarse separar en seguida de él.

No se dan apenas cuenta de que, al hacer esto, comienzan imperceptiblemente a dejar filtrar, a la mirada atenta de sus hermanos en la Iglesia, este rostro que creían todavía inaccesible. Día tras día, he aquí que ellos se le asemejan más. Día tras día, aquel que se santifica se asemeja más a aquel que se convierte en un testigo cada vez más evidente. La Iglesia de la tierra no posee retrato alguno de Cristo; pero si, a lo largo de los siglos, llega a desear, con un afán irrefrenable y sagrado, contemplar el icono más fiel de su Salvador, sabe perfectamente cómo hay que proceder. Le bastará superponer lo más fielmente posible los rostros de sus innumerables santos, para tener la seguridad de que la imagen compuesta imprevisible que surgirá sobre el clisé representa la aproximación menos imperfecta del verdadero rostro de Jesucristo. ¿Por qué sabe ella esto? ¿Cuál es la causa de que los santos sean los mejores espejos de Cristo?


I. SEMEJANTES A AQUEL QUE ELLOS AMAN


Prendidos por Jesucristo

«Habiendo sido yo mismo prendido por Cristo Jesús...» Si hiciéramos comparecer a todos los santos de todos los tiempos, repetirían esta frase de San Pablo, uno después de otro. Nadie es cristiano si no profesa que «Jesús es Señor» (cf. Rom 10, 9; 1 Cor 12, 3); nadie llega a ser santo si no puede decir «Jesús es mi alegría», «Jesús es mi vida» (cf: Fil 1, 21). No se llega a ser santo por azar, no se llega a ser santo por dedicar el alma a cualquier programa teórico de perfección. Pero cuando un hombre ha vuelto a encontrar a Jesucristo en un encuentro inefable; cuando, por causa de Jesucristo, ha comenzado a abandonar muchas cosas, y hasta el cuidado de hacer de su vida lo que pensó hacer al principio; cuando, de día y de noche, solo o entre los hombres, atento o distraído, siente todo su ser invariablemente atraído hacia este Crucificado-Glorificado, dándole gloria de este modo, a él que había afirmado solemnemente su intención de ejercer sobre el corazón humano la irresistible atracción de su Corazón divino (In 12, 32); cuando este hombre no puede esforzarse en olvidar a Jesucristo sin tener la impresión de introducirse en la piel de un Judas o de contradecir su anhelo más viviente de alegría, ¡ciertamente, un hombre así ha oído la llamada a la santidad! Con frecuencia ha debido repetir estos versículos del salmo dirigiéndolos a Jesucristo: «Delante y detrás, Tú me encierras, Tú has puesto tu mano sobre mí. Prodigio de saber que me desborda, altura que yo no puedo alcanzar. ¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu?, ¿a dónde huiré yo lejos de tu rostro?» (Sal 139, 5-7).


Una presencia y una gloria

Este rostro no es, digamos, el dibujo de un rostro sensible y para cuya comprensión el santo carece de medios. Es una presencia y una gloria que sabe que son la persona de Jesucristo. De ahora en adelante, no puede apartarse de ella. Que los hombres digan las mil actividades en las que gastan sus horas, él habrá pasado muchas de ellas, y felices, viviendo en esta presencia y bajo la irradiación de esta gloria. Llamad los santos al azar, apenas encontraréis a alguno de ellos que no descienda sobre vosotros desde el fondo de esta ocupación fascinante, al igual que sucede a otros que se elevan desde el sueño a la superficie de las cosas. Santo Domingo permanecía inmóvil durante tanto tiempo ante el Santísimo Sacramento, que casi provocaba el terror entre aquellos que lo espiaban. El Padre De Foucauld no encontró su satisfacción sino cuando el desierto le permitió no terminar jamás sus coloquios con su amadísimo hermano y Señor Jesús. La fuerza de adhesión de estas almas a Jesucristo tiene algo realmente extraordinario. Es demasiado poco decir que aman al Señor. Este amor no se parece a ningún otro; es tan poderoso como el amor del hombre y de la mujer, pero es de un orden completamente distinto, es verdaderamente el amor de un Dios. Si hay el orden del conocimiento y después el orden del amor que integra el primero, hay también seguidamente la santidad, que conjuga estos dos órdenes en un orden supremo en el que Jesucristo es todo en toda su criatura. Allí nada hay conocido por Dios que no sea también amado; nada es amado que no sea escrutado por un conocimiento insaciable, maravilloso y siempre humilde. En el conocimiento que el santo tiene de su Dios y Salvador, no hay partecilla que haya quedado inerte y como helada; todo está fundido por el ardor del amor.

No es, pues, sorprendente, desde entonces, que parte de la personalidad de Cristo se imprima exactamente en aquellos seres que no ponen obstáculo alguno a su acción santificadora. Ellos le han entregado las llaves de su alma; convertido en el Maestro, Cristo los ha transformado a su gusto, y ¿en qué los va a transformar él si no es en El mismo? Lo que estaba en germen en la gracia de su bautismo, este «carácter» sacramental que nosotros afirmamos es una especie de configuración con Cristo, ese sello que marca la muchedumbre de los elegidos y del que nos habla la epístola de Todos los Santos, consigue desplegar entre los santos sus propiedades ocultas hasta en sus últimos matices, como los cromosomas transmitidos por la herencia modelan al niño a semejanza de sus ascendientes. Lo que permanece oculto en el alma de la mayoría de los cristianos, porque las influencias discordantes y los efectos del pecado inhiben, contrarrestan y desfiguran la manifestación de su conformación con Cristo, se manifiesta lentamente en los santos, porque ellos han comprendido que la vida de la gracia era verdaderamente una vida y que ésta era la única que valía la pena ser vivida íntegramente y a toda costa.
 

El Evangelio escueto

Toda vida tiene necesidad de nutrirse, y acaece que la naturaleza y la calidad de nuestro alimento determinan más de un rasgo de nuestra fisonomía general. Por el aspecto de nuestro rostro, sucede que se puede saber qué clase de pan comemos. El santo, por su parte, no experimenta apetito sino por Jesucristo. Con San Bernardo, exclama: «Todo alimento del alma es seco si no está regado con este aceite; es insípido si no está sazonado por esta sal» (1). Cuando vemos a los santos escrutar incansablemente los pasajes más insignificantes del Evangelio, y con un fervor que va aumentándose en lugar de ir decreciendo, nos preguntamos un poco qué es lo que encuentran ellos más allá de lo que nosotros encontramos allí. Por escrupulosos que seamos en las lecturas y en nuestras meditaciones evangélicas, por mucha curiosidad que sintamos acerca de la exégesis profunda de estos textos, nos sucede frecuentemente levantar la cabeza con distracción, teniendo la impresión de haber sacado verdaderamente de ellos todo lo que nuestro pobre espíritu era capaz de sacar de los mismos; permanecer dentro sería para nosotros afectación y tiempo perdido; nosotros tenemos deseo de otra cosa, de un conjunto de ideas nuevas y más sutiles, de comentarios ingeniosos y más explícitos. Ponemos como pretexto que la debilidad humana se deja los platos más delicados, por el hecho de que son poco variados y que se repiten con demasiada frecuencia. Los evangelios son demasiado cortos para que el espíritu se renueve allí frecuentemente y escape a lo que puede tener de fastidioso la demasiada familiaridad. Ahora bien, los santos parecen enseñarnos para-

(1) Sermón XV, sur le Cantique des cantiques, trad. M. M. DnvY, Ed. Aubier, 1945, t. I, pág. 410 (texto del 2.0 nocturno de los maitines de la fiesta del Santo Nombre de Jesús).

dójicamente que cuanto más se avanza en la santidad, menor es el gusto por cosa alguna que no sea el Evangelio escueto; los que, entre ellos, fueron teólogos y doctores, después de haber conocido los grandes momentos de una curiosidad santa por todo lo que los hombres habían podido decir, escribir y pensar sobre las cosas de Dios, terminaban en general movidos por un instinto extraño e irresistible, por abandonar las grandes bibliotecas o no consultarlas sino por deber profesional, no encontrando sabor alguno que les satisfaga más en otra parte que en las hojas amarillas de su sencillo Evangelio.

Sabían, sin duda, que habiendo sido prendidos por Jesucristo, no podían, sin embargo, vanagloriarse de haberlo ya prendido, como lo reconocía San Pablo (Fil 3, 13), y que tenían que sondear constantemente las menores huellas de su paso para hacer más documentada su fe y más real su amor a El. Ellos notaban, casi experimentalmente, que la palabra evangélica contenía una virtud propia, que no contenía ninguna otra palabra, incluso espiritual, que ella operaba una acción real transformadora en su vida. Privándose de ellas, tenían la seguridad de que ciertas evoluciones espirituales se encontrarían retardadas, dificultados los «metabolismos» del espíritu, extenuada la presencia del Señor. No trataban de explicar este fenómeno, pero ninguno de ellos parece haber escapado a él, y no tenían necesidad en modo alguno de ponerse de acuerdo para designar al Evangelio como el único libro indispensable en su camino.

Este libro, para ellos, ¡era el mismo Señor! Admiremos la veneración que un San Francisco, por ejemplo, manifestaba a este respecto:

Yo advertí a todos mis hermanos y les recomiendo en Cristo, dondequiera que ellos encuentren palabras divinas, venerarlas lo mejor que puedan y, en lo que dependa de ellos, si ellas no son conservadas con cuidado, o si ellas yacen esparcidas en cualquier lugar y de un modo impropio, que las recojan y las guarden convenientemente, honrando en ellas al Señor que las ha pronunciado (2).

Nuestra sorpresa cesará, por tanto, si comprendemos estas palabras de San Pablo:

Todos nosotros que, descubierto el rostro, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos hemos transformado en esta misma imagen, cada vez más gloriosa, como conviene a la acción del Señor, que es Espíritu (2 Cor 3, 18).

(2) Carta al Capítulo General, trad. A. MASSERON, Albin Michel, 1959, pú.gina 151.

Viendo vivir y obrar a Jesús, escuchándole hablar, los Apóstoles «vieron su gloria» y creyeron en El (cf. Jn 2, 11) y esta gloria hizo de ellos otros hombres; los santos saben volver a encontrar en los textos evangélicos la actualidad inmediata y siempre fresca de estos misterios. Abrir el Evangelio, para ellos, no es tropezar con la opacidad de un viejo texto o contentarse con poner en claro la interpretación del mismo, es, sencilla y únicamente, ponerse con el rostro descubierto bajo la iluminación de la gloria del Señor y volver a sentir su penetración bienhechora. ¿El medio de no ser quemado por el sol, cuando se permanece con el rostro descubierto en la arena del desierto o en el centelleo del glaciar? ¿El medio, pues, para el santo, de no reflejar la gloria de Cristo cuando su alma no cesa de ser inundada de su irradiación ardiente? ¡Radiación invisible, pero, después de todo, incluso en la naturaleza, hay radiaciones invisibles que se manifiestan al fin por quemaduras visibles! ¿No sucede leerse en una vida la intensidad de gloria que ha recibido de Cristo, deseándola ardientemente?

«Tú serás transformado en Mí»

Hay otro lazo por el cual esta gloria modela al santo: es el banquete eucarístico. Este alimento opera por una acción más misteriosa todavía en las entrañas del alma. La teología nos dice con toda claridad que por este sacramento más que por ningún otro, somos cada vez más semejantemente conformados a Aquel, al cual nos incorporamos cada vez más estrechamente. Pero ninguna palabra humana ha podido expresar cómo se realiza esta asimilación sobrenatural. Los santos hablan de ella con delicia, pero sin aportar otra luz fuera de la evidencia de lo que ocurre en ellos; así se explica el Cura de Ars:

Cuando se ha comulgado, el alma se envuelve en el bálsamo del amor como la abeja en las flores... Cuando se ha recibido la santa Comunión, se siente algo de extraordinario, un bienestar que recorre todo el cuerpo y llega hasta las extremidades... Es el Señor el que se comunica a todas las partes de nuestro cuerpo y las hace saltar de júbilo. ¡Aquellos que no sienten completamente nada son dignos de lástima! (3).

La palabra que ha creído oír San Agustín traspasa los siglos cristianos, y todos los santos darán testimonio de que ella es la más sen-

(3) J.-M. Vianney, curé d'Ars, sa pensée, son coeur, present. B. NODET, X. Mappus, 1958, pág. 119.

cilla de todas las palabras verdaderas que se han podido pronunciar sobre los efectos transformadores de este sacramento: «No eres tú el que me cambiarás en ti, como sucede al alimento de tu cuerpo, sino que eres tú el que serás transformado en Mí.»

El mismo Jesús ha dicho: «De igual manera que, enviado por el Padre que vive, yo vivo por el Padre, también aquel que me come vivirá por mí» (Jn 6, 57). Ahora bien, el Hijo vive por el Padre recibiendo del Padre esta semejanza perfecta que lo manifiesta Hijo igual al Padre; podemos pensar perfectamente que el alimento eucarístico nos hace vivir por el Hijo al comunicarnos, misa tras misa, una gracia de conformidad con el Hijo que nos hace hermanos del Hijo y semejantes a El. Es esta gracia la que viene a nutrir y a abonar el germen depositado en el bautismo y que le permite prorrumpir y abrirse en una conformación con Cristo que no afecta solamente, en el santo, al fondo sustancial de su alma, sino a toda su personalidad, hasta en sus actuaciones más conscientes y sus actos más manifiestos.


II. CONFORMADOS CON AQUEL QUE LOS AMA

«Habiendo sido prendido yo mismo por Cristo Jesús»: pero ¿por qué prendido?, ¿con qué intención?, ¿para qué me quería Jesús de Nazaret? San Pablo ha debido debatir estas inevitables preguntas. Las Fioretti de San Francisco narran que un día el hermano Massée interpeló al pobre de Asís con vehemencia y acritud, preguntándole: «¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?, ¿por qué a ti?» (4). Sí, ¿por qué a los santos todas estas gracias? Nosotros calculamos toda clase de respuestas plausibles; ellos nos arguyen por una sola respuesta, siempre la misma, humilde, triunfante y obstinada: «El Hijo de Dios me ha amado y se ha entregado por mí» (Gál 2, 20). Aman a Jesucristo como ninguna otra criatura, pero es que Jesucristo los ha amado a ellos primero. Los santos no leen la historia de la salvación totalmente como nosotros; a fuerza de meditarla, han hecho por su parte una revolución copernicana muy extraña. Por nuestra parte, pensamos que es el hombre el que se desanima en la búsqueda de Dios, y que Cristo ha venido sencillamente para enseñarnos a correr mejor. Los santos han tenido la evidencia trastornada de que es Dios el que se ha puesto a buscar al hombre perdido, que Cristo ha venido para amarnos más cerca y hasta el fin, es decir, hasta la muerte. Los santos han comprendido que el deseo del hombre que mueve el Corazón de Dios es un misterio infinitamente más tempestuoso y más inexplicable que el deseo de Dios que puede, casualmente, elevarse en el corazón de un hombre. Nosotros, cristianos regulares, somos de aquellos que, sobre la fe de sus antiguos misales, creen oír en Navidad que los Angeles anuncian la paz a los hombres de buena voluntad; este mensaje nos parece razonable y justo, lo registramos con el corazón aliviado y los ojos secos. Los santos, por su parte, lo han entendido tal y como los exégetas nos dicen que fue pronunciado: «¡Paz sobre la tierra a los hombres que son el objeto del amor gratuito de Dios!», y los santos se sorprenden, tiemblan, «lloran de reconocimiento y de alegría» (5).

(4) Fioretti, X.
(5) Palabra de Santa Teresa del Niño Jesús, a propósito de Is 66, 12-13.


Las «humanidades de añadidura»

«Yo les he dado la gloria que Tú me has dado» (Jn 17, 22), confiesa Jesús a su Padre — el uno y el otro saltando, en esta hora, con el mismo júbilo inefable que es el amor del Dios vivo por su criatura rescatada. El deseo eterno de Cristo es 'el de comunicar su gloria: ¿no conduce el amor a todas las participaciones y a la más íntima de las comuniones? Todo lo que él tiene, quiere que los suyos lo reciban. Es precisamente por esto por lo que les envía su Espíritu (Jn 16, 14). El quiere que ellos conserven liara siempre el recuerdo, exacto e inagotable, de sus propios años terrenos, el memorial dulce y poderoso de su única historia terrena (Jn 14, 26); quiere que tengan la plenitud de su verdad (Jn 16, 13) y hasta su mismo pensamiento (1 Cor 2, 12-16); quiere que tengan algo de la corriente de amor que le une al Padre (Rom 5, 5) y hasta su plegaria de Hijo (Gál 4, 6). De este modo, despojándolo de ellos mismos, es verdaderamente El el que viene a vivir en ellos (Gál 2, 20).

«¿Qué tienes tú que no hayas recibido»?, pregunta San Pablo a todo cristiano (1 Cor 4, 7). El santo no tiene siquiera necesidad de plantearse el problema como si la respuesta pudiese dar lugar a duda. Para él es tan claro que todo lo que puede tener no es suyo, sino de Cristo Jesús, que termina siendo evidente para los demás también. Ser tan rico, pero por otro, y considerarse a sí mismo pobre para no interesarse y no hacer interesar más que al otro, he aquí lo que hace del santo un espejo de Cristo; y he aquí por qué jamás una página del Evangelio está tan rebosante de verdad como cuando se ve reflejada en la vida de un santo. Los santos han ofrecido a Cristo su inteligencia y su corazón, su existencia y su acción, para que pueda continuar en ellos, pero por su cuenta inmediata y exclusiva, la extensión de su misión terrena. Ellos se han como vaciado de un destino propio para no ser otra cosa que una variación y un retoño del suyo en cada mantillo humano. Según la frase tan afortunada de la Hermana Isabel de la Trinidad, son para él «humanidades de añadidura» en las cuales puede continuar indefinidamente amando a los hombres y obedeciendo al Padre en una carne de hombre y con los latidos de un corazón humano. ¿Cómo no van a ser ellos testigos, puesto que no son otra cosa que la huella continuada de su Encarnación y de su caridad?


III. CONFIGURADOS CON AQUEL QUE AMAN


Practicar el Evangelio

«Aquel que cree en Mí hará, por su parte, las obras que Yo hago» (Jn 14, 12). No basta con amar a Jesucristo, o más bien, no se puede decir que se ama a Jesucristo si no se realizan las obras de Jesucristo. El Evangelio es una existencia y, por tanto, una conducta, una acción, una forma de ser en el mundo. «¿Por qué me llamáis "Señor, Señor" y no hacéis lo que Yo os digo?» (Lc 6, 46). El santo es aquel cuya fe se manifiesta en obras, aquel que no se contenta con evocar, sino con imitar, ni con suspirar, sino con hacer. Como lo decimos ordinariamente, pero sin calibrar el poder revolucionario de esta palabra, el santo es aquel que practica el Evangelio. ¿Ha comenzado San Francisco de otro modo? Ha abierto el Evangelio, ha encontrado allí un mandamiento que ha comprendido como si fuera dirigido personalmente a él, y se ha puesto a vivirlo con una aplicación detallada. Entonces el Evangelio le ha atrapado y no le ha dejado. De este modo, los santos, en general, saben cómo han comenzado las cosas: una aceptación de corazón de algunos versículos evangélicos, un deseo inmediato de realizar tal palabra del Señor; no hay apenas algunos de ellos que hayan dudado verdaderamente hasta dónde iban a ser conducidos. Y es en este sentido en el que la santidad ha sido para ellos una aventura: ¡ciertamente, no un programa!, sino una imposibilidad cada vez más increíble de sustraerse a actos que era preciso hacer, a compromisos que era preciso adquirir, a transformaciones de alma y de actitud que era preciso llevar a cabo. Algunos se imaginan que la santidad, por el hecho de ser obediencia a Dios sin fantasía ni imperfección, debe privar al hombre de descubrir cada día su existencia como nueva. Pero es precisamente cuando nosotros mismos la inventamos cuando nuestra vida termina por naufragar en la monotonía, a menos que se derrame en migajas estériles; quien ha confiacto en la imaginación infinitamente fértil del Señor, vive su propia vida como una novedad incesante. El saca del Evangelio como de su tesoro «cosas nuevas y viejas» (Mt 13, 52), pero no precisamente para contentarse con mirarlo; para cumplirlo comprometiendo en ellos toda la sustancia de su ser.

El Evangelio es semejante a la realidad vulgar de nuestra tierra: estos cuerpos que tienen el aire inerte, que semejan estar allí sin más, dotados de algunas propiedades muy útiles, pero limitadas, estos cuerpos ocultan en las células de sus átomos formidables energías, por lo que el que fue capaz de liberarlas estaría dotado de un poder inimaginable. De este modo, los santos revelan a nuestros ojos estupefactos las energías espirituales contenidas en el Evangelio; gracias a ellos, comprobamos que estas palabras tan vulgares pueden contener un potencial de verdad y de amor inconmensurable. En cuanto a la puesta en práctica, es de una sencillez inaudita, si no fácil: tomar una frase del Evangelio, no importa cuál, o más bien aquella con la cual el Señor ha comenzado a hacernos presentir la indestructible y seductora verdad, creer en primer lugar que se puede vivir, después ponerse a vivirla humildemente, pobremente, pero con una fidelidad inquebrantable.


Imitar a Jesucristo

Practicando el Evangelio, en alguna parte de nuestra alma se graba un rasgo que es un rasgo del alma del Señor. La imitación de Cristo no consiste en reproducir, por una composición exterior y calculada de sus actuaciones, los episodios de su vida — bien que algunos santos hayan sido conducidos a pasar por allí, en ciertos estadios de su crecimiento evangélico. Más bien incluye necesariamente un mimetismo de corazón. Se trata de llegar a ser el hombre nuevo sobre el modelo de la humanidad perfecta de Jesús. Es bastante haber llevado, durante largo tiempo de alejamiento de Dios, la imagen miserable del primer Adán; es necesario de ahora en adelante comenzar a revestir la imagen del nuevo Adán: no brillará con toda perfección en nosotros, sino a la hora de la resurrección (1 Cor 15, 4549), pero el santo consigue mostrar aquí abajo un esbozo de la misma ya concreto y a veces cautivador — no precisamente en su cuerpo que se deshace en ruinas (2 Cor 4, 16), sino en su corazón que se renueva de día en día. Llega a esta situación no cesando de cultivar «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Fil 2, 5). No ha sido bastante para él ofrecerse a la acción transformadora de su amadísimo Señor, ha labrado y trabajado su corazón para sembrar en él las bienaventuranzas evangélicas.

De las situaciones que se le presentan en la actualidad de su carne, y del conocimiento del Evangelio que conserva de la actualidad de su contemplación, llega a deducir, en un relámpago, por instinto del Espíritu más que por la aplicación de la razón, la conducta semejante al Evangelio y la respuesta conforme a la imitación de Cristo. Le parece completamente natural proponer como consejo de perfección cristiana una máxima como ésta: «No hagáis nada, ni digáis nada importante que no haría o no diría Cristo, si El se encontrase en la misma situación en que vosotros, si El tuviese la misma edad y el mismo temperamento que vosotros» (6). Este consejo es para nosotros una iluminación: ¡tan fecundo, tan sencillo en el fondo — pero inmediatamente, cuánto nos entorpece! Porque nos falta precisamente conocer demasiado a Jesucristo para poder reinventar perpetuamente su conducta. El santo no duda de nuestras dificultades e ingenuamente nos avergüenza y nos aguijonea: una mirada sobre su Amigo y Señor, y sabe lo que debe hacer, o al menos por qué extremo tomar el acontecimiento.(6)

SAN JUAN DE LA CRUZ, Avisos y máximas, Obras espirituales.


Vivir evangélicamente los acontecimientos

El acontecimiento, por su parte, va a contribuir a configurar los santos a Cristo, gracias a la transformación que hacen de él. De todo acontecimiento vulgar o extraordinario, pero aparentemente despojado de toda significación crística, ellos saben hacer un acontecimiento evangélico; saben enmarcarlo en la historia de la salvación; saben hacerlo endosar y asumir por Jesucristo en ellos. Ahí está la suprema habilidad de los santos, su más valioso secreto, y, al mismo tiempo, el núcleo del cristianismo. Lo que para otros no es otra cosa que una humillación, para ellos se convierte en un abatimiento voluntario: de un desprecio o de una caída ellos sacan la experiencia de su nada y de su fragilidad, y esta experiencia, lejos de abatirlos, hace surgir en ellos la acción de gracias. Lo que para otros es solamente amistad humana, es para ellos fraternidad santa: de una simpatía completamente natural, hacen una parábola del Reino de Dios y la satisfacción del alma carnal cede a la alegría purísima del Hijo de Dios. Lo que para otros no es otra cosa que persecución, para ellos se convierte en testimonio por la justicia: de una injusticia que les es inferida, hacen una victoria del amor, y la brutalidad que les maltrata, despierta en su mirada la dulzura evangélica. Lo que para otros no es más que fracaso, prueba y desgracia, se convierte para ellos en cruz verdadera: de un dolor informe hacen un sufrimiento cristiano, y el rostro destrozado de su agonía se convierte en una santa Faz transfigurada.

Sobre la certeza del acontecimiento demasiado humano sangra constantemente en ellos el drama de la salvación continuada. Es entonces quizá cuando ellos se revelan mejor, es entonces cuando dejan traslucir con más claridad su semejanza a Cristo. Porque el Evangelio no es solamente un Hijo de Dios que viene, que habla, y que hace latir un corazón a la vez humano y divino; es un Hijo del hombre que acepta exponerse al tormento por los mil imprevistos del riesgo carnal, que busca el acontecimiento, que lo provoca incluso y que, en su posición de testigo y de luchador por la verdad, lo resuelve integrándolo en su reino y haciendo de él para siempre el instrumento de su salvación. Los santos reproducen a Jesús. Las circunstancias de su existencia son otros tantos acontecimientos en los que manifiestan quién habla, quién opera, quién ama en ellos. No hay por qué buscar su heroísmo en otra parte: consiste en esta aplicación a no dejar perder incidente alguno de su vida para que triunfe en su carne la victoria de Jesús sobre el mundo.
 

El mismo Padre los configura con su Hijo

A semejanza del Hijo, los santos van a recibir, pues, los acontecimientos como venidos de la mano del Padre y se van a esforzar por cumplir en ellos su voluntad. Entonces se revela una explicación suprema de su conformidad con Cristo. El mismo Padre los ama (Jn 16, 27), los ama según el amor que tiene por su Hijo, y no puede querer para ellos más que una sola cosa: que sean perfectamente conformes a su Unico, que sean hermanos perfectamente semejantes a su Primogénito. «Aquellos a los que de antemano ha distinguido, los ha destinado también a reproducir la imagen de su Hijo, a fin de que sea el primogénito de una multitud de hermanos» (Rom 8, 29). Amorosamente el Padre conduce a los amantes de su Hijo por los caminos y las situaciones en los que se esculpe en ellos esta imagen filial. El dispone para ellos los acontecimientos y las circunstancias de tal suerte, que habiendo reproducido en ellos la conducta de su Hijo, ellos terminan por llevar también sus rasgos. A fuerza de cruz, a fuerza de alegrías vividas según el Evangelio, es necesario que al fin se le asemejen. No creamos, sin embargo, que el Padre quiera a los santos como clisés indefinidamente reproducidos de un mismo original. Esta semejanza no borra en modo alguno el misterio personal de cada uno de los elegidos. Se asemejan a Cristo pero no se evaporan en El; es El quien vive en ellos, pero son ciertamente ellos, en su personalidad singular, los que son el templo de su presencia y los que encuentran en esta consagración su más exacto cumplimiento.

¿Pero no tenemos la evidencia de ello? Cuanto mejor conocemos a los santos, mejor percibimos su semejanza a Cristo y mejor descubrimos a Cristo a través de ellos: pero igualmente, cuanto mejor distinguimos a los unos de los otros, más amamos a cada uno por su indefinible pero franca originalidad. La santidad de Cristo es demasiado eminente y demasiado rica para que santo alguno la reproduzca íntegramente, incluso de lejos. 'Todos se le asemejan, pero sin igualarlo. Todos se le asemejan, pero viéndose compartir por el Espíritu las insondables posibilidades de humanidad santificada que condensa realmente su santísima Humanidad.

Los santos son como otros tantos pequeños espejos en los cuales Jesucristo se contempla... En sus apóstoles contempla su celo y su amor por la salvación de las almas; en los mártires contempla su paciencia, sus sufrimientos y su muerte dolorosa; en los solitarios ve su vida oscura y escondida; en las vírgenes admira su pureza sin mancha, y en todos los santos, su caridad sin límites (7).

Esta es la causa por la que, si es legítimo sentir más afecto por unos santos que por otros, es necesario amar a todos y preguntar a cada uno por este rostro del Señor cuyo reflejo manifiestan y del que todos nosotros sabemos (¡y ellos con más impaciencia que nosotros!) que la visión clara y perfecta es para después. Para esta hora en la que «nosotros le seremos semejantes porque nosotros le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).

(7) CURÉ D'ARS, op. Cit., pág. 248.