CAPÍTULO II

UNA SANTIDAD PARA LOS CREYENTES DE HOY


Cierta hagiografía no interesa apenas a nuestros contemporáneos. No se debe deducir de ello que los valores de la santidad les dejen indiferentes. ¡Al contrario! No carece de significado el comprobar que los santos y la santidad constituyen el argumento de más de una obra de los grandes escritores católicos de nuestro siglo: los Péguy, los Bloy, los Claudel, los Bernanos. ¿No hemos oído, incluso, a un Camus que hace confesar a uno de sus héroes: «Se puede dar un santo sin Dios, y este es el único problema concreto que conozco en la actualidad»? (1). A lo cual nosotros, cristianos, opondríamos sencillamente esta palabra de Pascal, que dice con laconismo : «Para hacer de un hombre un santo, es condición indispensable la gracia, y quien dude de ello, no sabe lo que es santo ni lo que es hombre» (2).

1. La Peste, pág. 279.
2.
Pensées, ed. Brunschvicg, núm. 508.

De la santidad, en efecto, no somos nosotros los que podemos hablar en primer lugar, es Dios. Forma parte de las cosas que no llegan naturalmente al corazón del hombre, sino que son imbuidas en nosotros por el Espíritu de Dios. Para revelarse a nosotros, para hablarnos de ella, Dios ha utilizado un cierto número de palabras que forman parte de nuestro vocabulario humano: las palabras misericordia, amor, envidia, cólera, perdón, paciencia... ¡la Biblia está llena de ellas! Sin embargo, Dios posee secretos tan formidables, que incluso estas palabras se quedan pálidas o estallan si, por sí solas, debiesen servir para expresarlos. Por esta causa surgen tales y tales palabras tan reserva das al misterio de Dios vivo, que fuera de la experiencia que se tiene de este misterio, ninguna otra cosa pueden expresar: entre estas palabras, la primera es la de santo, santidad. Con toda evidencia, existía en la lengua pagana, pero, desde las primeras veces que fue empleada en la Biblia, aparece verdaderamente aparte, ha sido incluso «santificada» y reservada para recibir un grado de significación que ninguna palabra humana puede expresar.

Si Dios, pues, no nos abre el corazón para comprenderla, no sabríamos nada de ella, o de las imitaciones. Los mismos santos, es decir, aquellos que, después de la palabra divina, mejor nos hablan de la santidad, no nos hablan de ella sino a partir del momento en que, según la expresión de Bergson, su existencia se convierte para nosotros en una llamada. Si ahogamos las solicitudes de esta llamada, ¿cómo podremos comprender la santidad? Es preciso llegar a ser santo para presentir lo que puede ser la santidad. Es preciso haber oído resonar en lo íntimo de nuestro ser la palabra divina que invita a una increíble y exigente amistad. Inútil querer hacer comprender la santidad a una joven apartada que confiesa:

Lo que había allí de molesto, es que Dios prohibía muchas cosas y no reclamaba nada positivo, sino algunas oraciones, algunas prácticas que no modificaban el curso de los días (3).

3. SIMONE DE BEAUVOIR, Mémoires d'une jeune filie rangée, pág. 75.

La multitud de los santos afirma silenciosamente que si tal era el dios de Simone de Beauvoir, este dios no era su Dios, este dios no era el Dios de Jesucristo. Porque la primera de las cosas que han percibido y que ha comenzado a hacerlos santos es que el Dios vivo y verdadero exigía de ellos infinitamente, exigía todo, no como un Moloch devorador de humanidad, sino como un Amor creador de eternidad en el hombre a quien llama. Hasta el punto de que el curso de sus días se ha visto singularmente cambiado...
 

Amigos de Dios, amantes de Jesucristo

La teología más elemental nos permite por ello anotar el primer componente de la santidad y desvelar el primer medio para llegar a ella. Nos afirma, en efecto, que la santidad no es otra cosa, en el cristiano, que la fructificación perfecta y espléndida de su caridad teologal; y que esta caridad, a su vez, no es otra cosa que una auténtica amistad con Dios (4). Para aquel que permanece fuera de esta maravillosa posibilidad, todo esto no es otra cosa que palabras; para el santo, es realidad; amado de Dios, ama a Dios en reciprocidad, y como otros son lógicos en el arrastre de sus pasiones totalmente humanas, trata de ser lógico hasta el fin en la fidelidad a esta amistad divina.

Aquí la santidad del siglo xx no es en modo alguno distinta de la del primero. El Cristo del Evangelio alumbra el mismo fuego en los corazones siempre distintos; quien lo ha visto verdaderamente, ha visto el Amor, bajo los múltiples aspectos por los cuales el Amor puede venir a nosotros, y experimenta la llamada de devolver amor por amor, a través de las mil vocaciones por las cuales nosotros tenemos el poder de amor. «Para mí, vivir es Cristo», decía San Pablo (Fil 1, 21), o incluso: «Mi vida es una vida en la fe en el Hijo de Dios que me ha amado y que se ha entregado por mí» (Gál 2, 20). San Ignacio de Antioquía decía: «Jesucristo, nuestra vida inseparable» (5), o también: «Que nada, entre los seres visibles e invisibles, impida por envidia encontrar a Cristo» (6). Una Catalina de Siena gritaba en cada una de sus cartas: «Dulce Jesús, Jesús Amor», y un Padre De Foucauld murmuraba: «Mi bien amado hermano y Señor Jesús.»

Quien quiera llegar a ser santo debe, en primer lugar, sentarse, como el hombre de la parábola que quería construir una torre (Lc 14, 28-33); no debe preguntarse con qué recursos humanos cuenta o de qué pruebas es capaz, sino si ama tanto a Cristo como para preferirlo a todas las cosas. Probemos nuestro corazón y preguntémonos: ¿Quién es para mí Jesucristo? (cf. Mt 16, 15-16). ¿Tengo yo voluntad para unirme a El? (cf. Jn 1, 38). ¿Acepto yo verdaderamente hacer tal o cual cosa únicamente basado «en su palabra»? (cf. Lc 5, 5). ¿Estoy yo dispuesto a comprometer las disponibilidades de mi vida en la aventura a que El me invita? (cf. Mt 19, 27). ¿Puedo yo pasar sin amarlo...? (cf. Jn 21, 15). Si yo puedo comenzar a responder que sí, he traspasado la línea de división de las vidas y avanzo (¿hasta dónde llegaré justamente? ¡Dios lo sabe!) hacia la tierra prometida de la santidad.

4. Es de este modo como la define SANTO TOMÁS DE AQUINO en su Summa Theologica, IIª IIªe, q. 23, a. 1.
5. Carta a los Efesios, III.

6. Carta a los Romanos, V.


En la verdad de la vida

Avanzo... ¿por qué pistas? Cuando pensamos en los santos, creemos inevitablemente que han recorrido caminos muy originales, muy alejados de los caminos trillados de la existencia ordinaria. Para ser un santo, será necesario, pensamos nosotros, no hacer nada de lo que hacen los hombres: no tocar a las cosas de este mundo, no comer, no dormir, y así de lo demás.

Todo esto es ciertamente exagerado, incomprensible y perfectamente inimitable... Por esta causa volvemos a tomar humillados el Evangelio o nuestro viejo devocionario. Y, sin embargo, si hay una puerta, sabemos que la han encontrado. Una puerta, una puerta, ¡oh alma mía!, una puerta para salir de la eterna vanidad (7).

(7) P. CLAUDEL, Feuilles de saints, Gallimard, 1925, págs. 68 s.

El genio de Santa Teresa del Niño Jesús consistió en descubrir esta puerta y alejar su vocación a la santidad de todas estas proezas de las cuales se sentía francamente incapaz; entonces buscó ser santa «en la verdad de la vida», y obrando de este modo, ha revelado los caminos de la santidad al hombre actual.

No podemos concebir, en modo alguno, que para llegar a ser santo sea necesario huir de la vida cotidiana de los hombres. Un instinto profundo nos advierte que el Evangelio nos quiere allí. Esto no significa, por otra parte, salvo en aquellos que todavía tienen necesidad de madurar en la vida espiritual, que nuestra época desconozca las vocaciones de ruptura con respecto al curso habitual del mundo: pero estas vocaciones se advierten no tanto como un arranque sino como una fidelidad más profunda, aunque paradójica, a la condición terrena y redimida de la humanidad. Por esta razón una Santa Teresa vuelve a encontrar en el marco excepcional del Carmelo el curso de una vida cotidiana, tan verdadera para ella, tan sencilla, tan ordinaria—porque allí está su vocación—como la de una mujer en el mundo, que no supone en modo alguno una especie de santidad distinta.

Más que nunca, pues, nos convencemos de que es la vida la que hace los santos; o, más bien, que Dios hace a sus santos tanto a lo largo de todos los minutos de su existencia como a base de golpes de buril. Esto exige que ellos vivan efectivamente todos los minutos de su existencia: cada minuto que nosotros sustraemos a la vida, a nuestra vida, es un golpe que va a parar al vacío y que faltará a nuestra santificación. A este convencimiento se llega y a afirmar que aquel que acepta día tras día su existencia, que arrostra como puede, trabajo tras trabajo, y, que sin tener la fuerza de grandes heroísmos, se dedica, no obstante, a no renegar de su Salvador, es ya una especie de santo.

En verdad, convengamos que lo es. Pecador sin cesar perdonado, pobre sujeto sin cesar trastornado por los acontecimientos y agobiado por todas estas responsabilidades que él no ha buscado, pero que ha decidido no huir, queremos que guarde la esperanza firme de entrar en el Reino por la misericordia de su Dios y de ser uno de estos innumerables a los que Dios se acercará para enjugar las lágrimas de sus ojos (Ap 7, 17).

Millares y centenares de millares de hombres, de obreros cristianos no han tenido otra cosa que hacer: su jornada; no han tenido que hacer otra cosa que trabajar tranquilamente desde la mañana a la tarde, fijos los ojos únicamente en este humilde taller de Nazaret. Y aquel que no ha abandonado el banco y la garlopa más que para acostarse y morir, es el más grato a Dios (8).

El santo al lado del cual nos movemos todos los días en nuestro trabajo o en la calle, el que nosotros no nos imaginamos y que vive al otro lado del tabique, la santa que fue sencillamente nuestra madre, los santos que nosotros somos a condición de no llegar a creérnoslo: es la santidad ordinaria del bautizado, la santidad oculta, aquella de la cual humildemente no se debe querer decaer. Para alcanzar esta san idad, ninguna otra cosa es necesaria que tratar de ser cristiano (de ser al menos cristiano) y de beber en las fuentes ordinarias de la gracia.

Conscientes de todo lo que les falta para que Dios no les falte (9), estos santos no se aclimatan en la santidad no sabiéndolo y no pensando apenas en ella. Su santidad no sirve en general de ejemplo, porque sus desfallecimientos y defectos eclipsan su imperceptible crecimiento: pertenecen a Dios más de lo que creen; probablemente menos de lo que podrían pertenecer; porque todo lo que decimos de ellos no significa que sean perfectos. No son ciertamente perfectos; su caridad no es perfecta. Muchos de ellos serán marcados con la mancha de haber sido llamados a una santidad más alta y de haberse apartado de ella con

8. PÉGUY, Un nouveau théologiea: M. Fernand Laudet. Obras completas, N. R. F., t. XIII, 1931, pág. 35.
9. «Nos faltan muchas cosas para que Dios no nos falte» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA,
Lettre aux Tralliens, V).

más o menos lucidez. Es el acto de humilde arrepentimiento que harán a la hora en que el Señor les convenza de esta falta, el que convertirá precisamente en santidad la vulgaridad fiel de su vida.

Pero, de repente, esta falta nos hace levantar los ojos hacia aquellos entre los cuales no se encuentra o casi no se encuentra. Estos santos, lo que somos nosotros en pequeña escala, nos hacen adquirir conciencia de que existen otros santos, más auténticamente dignos de este título; que si vivir su vida, tal como ha sido concedida por Dios, conduce a una especie de santidad, hay, por lo menos, muchas maneras de vivirla y hay una de ellas que, claramente, priva sobre todas las otras. ¿Qué será a nuestros ojos hoy día esta santidad más perfecta y más convincente? A buen seguro, se reducirá, como la santidad de todos los tiempos, a un cierto modo de vivir las bienaventuranzas evangélicas. Pero parece que se pueden descubrir dos insistencias particularmente sorprendentes: una insistencia sobre la sencillez en la pobreza, una insistencia sobre la responsabilidad en el seno de la sociedad de los hombres.
 

Por caminos de sencillez y de pobreza

Desde que Cristo se ha apoderado de él por la gracia del bautismo, hay en el cristiano un lugar secreto, un lugar completamente personal, en el que él es vulnerable a la sed de la pobreza y en el que experimenta el deseo de ser desembarazado y librado de todo lo que no es su verdadera vida. Desde que Cristo ha proclamado las bienaventuranzas, hay en su discípulo un extraordinario apetito del género de felicidad que ellas prometen. Esto sucede en todas las épocas. Lo que difiere de un siglo a otro es el punto de aplicación primero de este deseo. El hombre moderno, que vive en un mundo cada vez más complicado, saturado de riquezas, atormentado por órdenes y obligaciones, sufre una inmensa nostalgia de sencillez, de una sencillez primordial que le permita, sin particiones, sin divisiones, ser lo que está llamado a ser.

Si busca a Dios, lo buscará como la Sencillez trascendente a imagen de la cual quiere llegar a ser copia perfecta. Allí toda carga es arrojada, todo antifaz arrancado, todo baratillo abandonado; las convicciones de la fe no son un encasquillamiento de superestructuras ideológicas que se añaden a todas las demás y acaban por hacer nuestro horizonte mental semejante al cielo de nuestras ciudades, a las que aprisiona una red cerrada de cables y de hilos, sino que son para el alma un refrigerio de verdad, la percepción benéfica del sentido total de la existencia, el diálogo ininterrumpido con el único Dios, «el Padre de quien todo viene y por el que hemos sido hechos» (1 Cor 8, 6). La plegaria y la oración son, en la vida del santo, la emergencia significativa de esta suspensión en Dios. Por ellas consigue no ser arrastrado por el torbellino de los negocios y de las actividades y que el desafecto de su Dios no se haga peligroso. En esta plegaria y en esta oración, sabe instintivamente que lo esencial es justamente ser de Dios; no solamente en el sentido de una dependencia, sino de una presencia atenta que lo transforma, sin que se dé cuenta de ello, en un testigo viviente de ese Dios. Ser de Dios de una forma tal, tan abrupta y tan sencilla a la vez, que se experimente y se haga presentir a los otros que allí se abre una liberación inaudita, una floración repentina en profundidad, una alegría en la que se revela el testimonio de la verdad: he aquí esta «vocación a Dios» (10) que el Espíritu Santo inspira a aquellos que llama hoy día a la santidad.

(10) M. DELBREL, Ville marxiste, terre de mission, Ed. du Cerf, 1957, página 152.

Es inseparable de una cierta pobreza, clima de todas las otras (y necesarias) pobrezas. Los santos han conocido climas de pobreza muy diversos: ha habido, y hay todavía para algunos, las pobrezas nómadas, las pobrezas del desierto, las pobrezas monásticas, las pobrezas rurales...; hoy día el cristiano descubre lo que se podría llamar una pobreza «urbana», no tanto para designar su marco exterior cuanto su estructura de alma. En la pobreza del desierto, por ejemplo, no sobrevenía otro acontecimiento fuera de la tentación; es mediante el triunfo sobre ella, a imitación de Cristo, como el Santo demostraba su fidelidad, su humildad, el fondo evangélico de su corazón. En la pobreza monástica, la regla organizaba, pero también protegía, el consumo de su vida, gota a gota, por la cual el monje alcanzaba la santidad. En la pobreza «urbana» no existe esta organización ni esta protección, y los acontecimientos, pequeños o grandes, previstos o imprevistos, provocados o sufridos, no cesan ya de estimular o de hostilizar la vida. Aquel que percibe la llamada de la santidad no tiene apenas cuidado de arbitrar «ejercicios» variados para santificar su cuerpo y su alma, ni tiempo de cultivar sus virtudes como el gimnasta sus músculos: una después de otra y metódicamente, él no tiene más que un cuidado y una obsesión, que es la de vivir, sin perder el Evangelio, esta situación a plena luz. Debe aprender este matiz de abandono a la voluntad divina que le conducirá no al callejón sin salida del miserable hundido y demente, sino hacia la salida de una aceptación liberadora. La infancia espiritual, que Santa Teresa le ha enseñado tan magistralmente, es el secreto de semejante liberación. Era necesario retornar a esta «aterradora sencillez» (11) para neutralizar el grave peligro que hace correr al alma la extrema complejidad de la vida moderna.

(11) Expresión de G. BERNANOS, en La Jode, Plon, 1929, pág. 131.

Aquel que recurre a esta vida se reconoce mediocremente interesado por un gran número de antiguos procedimientos ascéticos. Vuelve a encontrar, no obstante, la necesidad de una ascesis, porque, para ofrecerse a todas las inspiraciones sobrenaturales que contienen para él los múltiples episodios de una jornada, es necesario poner en juego mucha inteligencia y mucha disciplina de vida; es necesario permanecer atento a lo esencial, dispersar las maléficas agresiones publicitarias, evitar los inútiles desgastes nerviosos y el encadenamiento fatal de pulsaciones sin cesar excitadas. Hay muchas tareas psíquicas y espirituales que es necesario cultivar poco a poco para que reinen sobre nosotros las bienaventuranzas. Entonces solamente se desarrolla el verdadero desprendimiento evangélico: situado por el destino en el núcleo más cerrado de la red humana, el cristiano moderno se santifica por esta pobreza «urbana», en la que él debe aprender a gastarse sin despilfarrarse; esforzarse, instado por tantas solicitaciones, para no ser oprimido y asfixiado por ninguna; vivir innumerables cambios deseando vivamente entregarse todo entero, si es necesario, pero igualmente desligarse todo entero para retornar a Dios todo entero también.


Un amor que se quiere fraternal
y se sabe responsable

El hombre cualquiera, y sobre todo el hombre contemporáneo, ve en primer lugar alrededor de él cosas, administraciones, ideas, máquinas; y, de una forma distraída y ligera, alrededor y con motivo de esta madeja de estructuras materiales, burocráticas o mentales, descubre personas de las cuales apenas se preocupa. El santo, por su parte, ha modificado lentamente su punto de vista y ha acomodado su sensibilidad selectiva a la escala verdadera de los valores; su universo se ha personalizado; lo que ve en primer lugar en la red humana en la que se halla inmerso son las personas, son incluso los hermanos «para los que Cristo ha muerto» (1 Cor 8, 11); y sencillamente, alrededor y al servicio de estas personas, todas las estructuras terrenas que le permiten o no alcanzar el Reino de Dios. Es por otra parte uno de los motivos esenciales por los cuales comprende que Dios le quiere en plena vida de los hombres: viendo cuán alejados se encuentran de Dios, ¿cómo los abandonará?; sabiendo el amor todavía no confesado que Dios tiene por ellos, ¿cómo no les va a manifestar este amor por su propio amor?; viendo sencillamente que están ahí, luchando con su difícil destino, y que él está también en medio de ellos, ¿por qué no tratará de ser el polo activo de una humanización que comienza por la comprensión y el amor, y de una divinización que termina también por la comunión y el amor?

Hablar de amor y de mirada personalizada no debe en modo alguno dar a entender que el santo de hoy será en cierto modo como un trovador evangélico, poco enterado de las realidades verdaderas de nuestra civilización. O si no, entendámoslo en el sentido del tipo que nos ofrece para siempre San Francisco de Asís, y pidamos al Señor que nos dé Santos Franciscos del siglo xx, no ciertamente hijos del mercader de paños, sino del ingeniero, del técnico o del obrero. De todas formas, el santo de hoy percibirá con agudeza la misteriosa condición del hombre cuyas responsabilidades más graves con respecto a las personas son impuestas por las competencias más difíciles en materia de técnicas y de estructuras. Los santos, hasta ahora, han dejado, en general, a otros el cuidado de cultivar estas competencias; ¿es impensable que surja una nueva raza de santos que, en la verdad de una vida de responsable científico, técnico o administrativo, aporte al mundo un testimonio imprevisible en su forma, pero (ya lo presentimos) silenciosamente esperado?

Cuando el Padre De Foucauld se dice y se quiere hermano universal, no revela un rasgo de santidad desconocido para los siglos anteriores: todos los santos han percibido esta inefable fraternidad que crea la caridad a través del espacio y de las razas. Así, pues, él expresa un deseo que jamás ha sido tan intenso y tan preciso como hoy entre los llamados a la santidad. El hombre contemporáneo no vive solamente en la presencia de sus prójimos; vive en la presencia, y en cierto modo, al alcance de las voces de los hombres más lejanos; estas muchedumbres lejanas cesan de ser ahogadas en el desconocimiento de una información fabulosa: por sumaria que sea todavía la representación que tiene de ellas, él las conoce un poco tales como son a través de películas, imágenes, viajes, documentos. Esto, que no alimenta, en el hombre ordinario, otra cosa que la sola universalidad de una curiosidad, o, mejor dicho, de una cultura, desarrolla en el santo esta universalidad evangélica que sus predecesores no conocían en el mismo grado de amplitud y de realismo. El santo se convierte en el fermento activo y actual, y no meramente en esperanza y en teoría teológica, de una coagulación del mundo humano en la unidad y en el amor de un mismo Padre. La gracia hace de él, como lo ha hecho siempre, una célula prematura del Reino de Dios; pero, particularmente sensible a la emergencia todavía embrionaria de una nueva civilización planetaria, el santo de los tiempos nuevos concretará y enriquecerá el dato profético que esta célula representa. No testimoniará sustancialmente más, con respecto a la unidad de la humanidad, que los santos que le han precedido, pero su testimonio lo dará en una humanidad que pronto contará con tres mil millones de habitantes, dividida por la ideología, la economía, la raza, separada más que nunca en ricos y pobres. Podemos pensar que estas circunstancias esculpirán sobre su rostro rasgos todavía desconocidos: rasgos de inefable bondad, pero también de indecible sufrimiento.

El cristiano sabe, en efecto, que allí más que en ninguna otra parte reina el pecado: allí donde los hombres se enfrentan antes de encontrarse, se niegan antes de descubrirse, permanecen indiferentes unos a otros en el mismo momento en que intercambian sus riquezas. El santo es el primero que sabe que la reconciliación de la humanidad ha costado la cruz de Cristo, y que él mismo deberá añadir lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1, 24). Mientras que alrededor de él se discute ya sobre la organización futura del planeta, sobre la era de la opulencia y de la paz universal sin aparentemente imaginar otros obstáculos que los políticos o económicos, él está dispuesto, por su parte, a pagar el precio sacrificial que necesariamente debe costar todo acercamiento entre los hombres: no precisamente derramiento de sangre, sino los sufrimientos de toda clase que sobrevienen a todos aquellos que no se resignan a que la sangre de Cristo se haya derramado en vano.

Para esta obra, tiene imperativamente necesidad de no sentirse solo, solo de su raza. La santidad de hoy día es más que nunca consciente de su inmersión en la gran corriente de la comunión de los santos, y consciente de su dimensión eclesial. Cada uno no es otra cosa que una simiente arrojada en tierra, pero cada grano de simiente se siente solidario de todos los otros en las sementeras que van a tomar cada vez más el aire de sementeras a voleo. Cuanto más conciencia adquiera la Iglesia de su misión, tanto más se llegará a que cada santo perciba con toda claridad que el corazón de toda la Iglesia late en su propio corazón. Cuanto más aligerado y más irrisorio aparezca el organismo sociológico de la Iglesia en la sociedad de los hombres, tanto mayor será la necesidad que experimentarán los santos de multiplicar y de estrechar todas estas «junturas» de las que habla San Pablo (Ef 4, 16) y que les unen al misterio de la Iglesia viviente, a la vez visible e invisible. Cuanto más dispersos se encuentren en los campos de la evangelización, tanto más solidarios y atentos se sentirán los unos de los otros. Cuanto más el Espíritu Santo diversifique en ellos los carismas para responder a las innumerables necesidades de este tiempo, tanto más deberá hacerlos evidentes y confirmar en ellos su complementaridad y su comunión.

Es en particular mediante lo que llamamos acción apostólica por lo que todo esto se desarrollará en muchos de ellos. Esta acción, a la cual escapamos cada vez menos si queremos obedecer la llamada del Espíritu Santo y de la Iglesia—o una reconquista—del mundo alejado de Dios; estos son los resultados que nos interesan. Aquel que se ha entregado a ella y que, por ella, llega a ser santo, deja de aumentar la menor estimación de tales resultados y de imaginar que él conquista todo lo que sea; porque comprende que es Dios el que convierte los corazones y que, decididamente, sus caminos (sus métodos, sus elecciones, sus demoras...) no son los nuestros. Pero el apóstol comprende aún otra cosa: es que el primer resultado de una acción evangélica es hacer más evangélico todavía, si hay oportunidad para ello, a aquel que la conduce. ¿Es para salvar al mundo o para santificar a los suyos para lo que el Señor los envía como sus testigos? Para las dos cosas, ciertamente, pero el Cardenal Suhard tenía quizá razón cuando decía:

Toda la política de Dios consiste en hacer santos... Parece que la Providencia ha orientado en este sentido sus caminos; suscitar un cierto número de almas escogidas, conducirlas a la santidad, y después, por medio de ellas, santificar a los demás (12).

(12) Card. SUHARD, Carnets, Bonne Presse, París, 1951, pág. 23.

 

En el crisol de la santa liturgia

El eje de la política de Dios, de la cual el Cardenal Suhard nos dice que es la de hacer santos, es Jesucristo. El se ha santificado para los suyos (cf. Jn 17, 19), con esta santificación que consistió en hacer la voluntad de su Padre hasta llegar a la muerte de cruz. No hay, pues, otra energía santificadora que la que se desprende de la vida y de la Pascua de Cristo. Si, pues, acabamos de decir, sucesivamente, que los santos llegan a ser santos por la plegaria y la oración, por su obediencia a Dios en cada minuto de su existencia, por el sacrificio que exige el género de pobreza en el que Dios les quiere, por el ejercicio de su caridad y especialmente por su acción apostólica y su comunión con toda la Iglesia, es necesario también que en todo esto venga a ellos y los habite la santidad de Cristo.

Ahora bien, es mediante sus sacramentos en primer lugar, y por el conjunto más vasto de la vida litúrgica de su Iglesia, después, como Cristo nos comunica su energía de santidad. Allí está la fuente habitual por la cual nos son entregados «la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo» (2 Cor 13, 13). La misa, de una manera especial, es el crisol en el que la existencia del cristiano, realmente incorporado al sacrificio de Cristo, se convierte en ofrenda santa, imagen de la santidad del Hijo, glorificación del Padre. Pero, ¿para qué extendernos aquí?: ¡no hay jamás un santo, de ninguna época, que no haya sentido avidez por la Eucaristía, vocación por los sacramentos y fervor por la alabanza litúrgica! Recordemos solamente esta frase tan verdadera de Léon Bloy:

«Todo el mundo no está llamado a la santidad», dice un tópico diabólico. ¿A qué, pues, estás llamado entonces, oh miserable?... La santidad no es pedida de tal forma, es hasta tal punto inherente a la naturaleza humana, que Dios la prejuzga, por así decirlo, en cada uno de nosotros por los sacramentos de su Iglesia, es decir, por señales místicas que operan invisiblemente en las almas el comienzo de la gloria (13).

(13) L. BL.0Y, Méditations d'un solitaire en 1916, Ed. du Mercure, 1928, páginas 200-207.

El alumbramiento a la santidad es el alumbramiento a este hombre nuevo del que habla San Pablo, «que ha sido creado según Dios en la justicia y la santidad de la verdad» (El 4, 24). El santo es el hombre modelo de acuerdo con el Evangelio, es el hombre en el cual la gracia no ha sido vana, sino que lo ha convertido lentamente en una personalidad recia, única, feliz para siempre. Esto nos gusta, y nosotros desearíamos ser santos. ¿De dónde acaece, pues, que tan pocos lleguen a serlo? ¿No habrá un equívoco en nuestras sublimes afirmaciones? Es un hecho el que nuestro tiempo sueña con alegrar al hombre; que si la santidad destruye o mutila al hombre, como algunos santos de otro tiempo nos harían temer (pensamos nosotros), no la queremos en modo alguno, mientras que si se nos asegura que la nueva santidad aumentará nuestra preciosa humanidad con un brillo sobrenatural, nos sentimos inmediatamente interesados.

La verdad es que el santo ha debido perder su humanidad antes de volverla a encontrar, según la inevitable y bienaventurada ley evangélica. Es mediante una poda, es mediante un desprendimiento como adquiere, en ciertas horas, caracteres casi feroces, como Dios tira de su vida, para ofrecerla a todos los ojos que buscan la luz, este rostro en el que por fin un alma es visible, resplandece con una bondad inextinguible, honra al hombre y glorifica a Dios. Instruidos, pues, sobre lo que nos espera, que cada uno de nosotros decida en su corazón la respuesta que quiere dar a la llamada a la santidad que, desde nuestro bautismo, el Señor nos ha hecho oír a todos...