CAPITULO IV

EN EL HORNO DEL MAL


Seguramente que si se nos hubiese concedido a nosotros ser el padre del pueblo de Israel, en lugar de a Dios, la mayoría de nosotros no habría hecho lo que Dios comenzó por hacer. Nosotros le hubiéramos escogido como Tierra prometida algún oasis de la Arabia feliz, algún vergel fecundo en una llanura tranquila, alejado de toda amenaza y semejante a un nuevo paraíso. Porque nuestro corazón es tierno, bueno y previsor... ¡Pero el Corazón de Dios es completamente diferente, y sus planes dan mucho para meditar! El escogió para Israel un país atravesado de arriba a abajo por una de las depresiones geológicas más características de nuestro globo, y parece que ha sido hecho para que Abraham haya podido justamente contemplar, desde el balcón de los montes de Judá, los últimos estremecimientos y las altas humaredas de este hundimiento (Gén 19, 28). Sobre todo eligió para su pueblo la región más disputada del Oriente, una encrucijada de naciones pisoteadas por tantas razas, codiciada por todos los imperios, desgarrada perpetuamente por sus propios habitantes. El Señor, a quien pertenece toda la tierra y que puede distribuir sus partes a quien El quiere, dio como herencia al pueblo elegido este trozo donde no reina seguridad humana alguna. ¡Qué elección! ¡Qué revelación para nosotros! Lección de una nitidez terrible para quien sabe entenderla.

Si el buen Dios no hubiese pensado en otra cosa que en nuestro bienestar temporal, habría elegido para instalarnos otro sitio distinto a este reducido pasillo entre el mar y la arena, entre la temible Asia afectada perpetuamente por la búsqueda y la dilatación y la tentación al sur de la suculenta Africa. El ha preparado para nosotros un emplazamiento difícil y amenazado en el que nos vemos constantemente obligados a pensar y a recurrir a El (1).

(1) PAUL CLAUDEL, Emmaüs, Gallimard, 130 edición, 1949, p. 150.

Para forjarse un pueblo de fieles, para inducirle a creer y educarle en su fe, el Señor no se preocupa en modo alguno de asegurarles el clima de las islas Afortunadas: le coloca con sus propias manos en ásperas montañas expuestas a todas las tormentas. No podemos dudar de ello, ¡es ciertamente un plan maravilloso, pero que nos sorprende!, y ciertamente nos inquieta de verdad, a partir del momento en que tenemos la evidencia de que Dios no nos tratará de otro modo... El sabe perfectamente que un cierto estado de felicidad termina por hacer a los fieles más impenetrables a su palabra, encerrados en una suficiencia en la que la fe se asfixia. Esta es la causa por la que promete incansablemente dársela. La promete por amor y la impide por este mismo amor. De hecho, cada vez que Israel llega a percibir algunas bocanadas de ella, su felicidad se le sube a la cabeza, su corazón se ve envuelto en tinieblas y su fe vacila: «Yo les he hecho pastar y ellos se han hartado; por el hecho de verse hartos, su corazón se ha enorgullecido y ellos me han olvidado» (Os 12, 6).

Para volver a encontrar su esposa perdida y manchada, no le queda a Dios otro recurso que amarla localmente y arrancarla de esta felicidad de la que ha abusado y de su tranquilidad terrena.

Yo haré cesar todas sus diversiones, sus fiestas... interceptaré su camino para que ella no encuentre más senderos; perseguirá a sus amantes y no los alcanzará, los buscará y no los encontrará. Entonces ella dirá : yo quiero volver a mi primer marido, porque en otro tiempo yo era más feliz que ahora. Esta es la causa por la que la voy a seducir, la llevaré al desierto y hablaré a su corazón (Os 2, 13, 8-9, 16).

Será en medio de la tormenta y del exilio donde la palabra divina se dirigirá de nuevo a Israel: «En tu angustia, todas estas palabras te alcanzarán» (Dt 4, 30), e Israel sentirá, en efecto, que la palabra llega hasta lo más recóndito de su corazón y le convence para que vuelva a su Dios, tembloroso, deshecho, feliz.

Estas condiciones dramáticas del nacimiento, del crecimiento, de la pérdida y del resurgimiento de la fe de Israel, implican una enseñanza cuya verdad no ha pasado. Es en ciertas «situaciones-límite» en las que el hombre se encuentra expulsado de su felicidad, de sus promesas y de sus esperanzas terrenas, cuando la alternativa de la fe se le impone con una urgencia y una severidad jamás conocidas, y cuando Dios, finalmente, le alcanza.


1. DÍAS DE AVALANCHAS Y DE TINIEBLAS

Hay una tentación universal, tan propia del adulto como del adolescente, y que es, propiamente, el infantilismo: es una disposición, favorecida por ciertos aspectos del mismo carácter biológico, a eludir las superaciones exigidas por el crecimiento de la personalidad. El infantilismo desarrolla el gusto de la permanencia en el ser adquirido: una verdadera pereza de querer-vivir a partir del momento en el que, para vivir, es necesario luchar; un retroceso y un temor ante los riesgos obligados de su propia existencia. Y, ciertamente, existe una especie de infantilismo del alma con respecto de esta superación y de este crecimiento sobrenatural que Dios le propone y que constituyen precisamente la fe. El hombre se siente inclinado a esquivar no el «problema» de su destino, porque no se trata, en primer lugar, de un problema filosófico, sino de la toma de conciencia y de la aceptación de su destino. ¡Cuántos hombres no tienen destino! Están ahí por azar, se alejarán de él sin saber cómo, por qué y hacia dónde, pero por el momento, que no se les moleste; su partida de dados les apasiona, su trabajo los tiene ocupados, o, sencillamente, el periódico y la comida les esperan en casa. Habitan en un mundo atormentado, pero la tormenta del mundo no les inquieta. Quizá no están separados de la tormenta más que por un sencillo dique, pero al abrigo de este dique se les ve ir y venir despreocupados: no es otra cosa que inconsciencia (2).

(2) C. G. JUNG, en Problémes de l'áme moderne (trad. Ed. Corréa, 1960, página 228), relaciona esta actitud con una «adhesión más o menos clara al grado de conciencia de la infancia» : «Alguno en nosotros querría que permaneciésemos niños, en una plena inconsciencia, o al menos no ser consciente de otra cosa que de su propio yo, rechazar todo lo que es extraño o someterlo a su propia voluntad, estar sin responsabilidad o, al menos, realizar su propio deseo o su propio poder... Una resistencia se alza contra la prolongación de la vida.»
 

Nosotros preferimos lo fácil

Ahora bien, incluso la mayoría de los demás hombres, es decir, de aquellos que se inquietan por el sentido de su vida, les envidian y frecuentemente los imitan. Somos incorregibles. Nosotros preferimos lo fácil a lo difícil, y dejarnos vivir más bien que saber por qué vivir y vivir en consecuencia. Desde el momento en que desaparece el invierno con el deshielo, cesa el viento y hace su aparición el buen tiempo, gozamos agradablemente olvidando que somos esperados más arriba y que un Dios nos interpela. La dulzura de existir corre por nuestros miembros y entorpece nuestra alma. ¡El aire es tan apacible, el universo tan armonioso y la campiña tan sonriente alrededor de nosotros! ¿No es verdad que experimentamos entonces una pena infinita pensando que, incluso en esta hora, otros hombres, acosados por la prueba, molidos por el acontecimiento, emplean sus últimas fuerzas en tratar de aclarar, con lágrimas, lo que significa ser hombre, si hay medio de vivir, y cómo poder morir, y, finalmente: por qué..., por qué? Dios mío, ¿es posible que los hombres mueran de angustia en medio de semejantes preguntas? ¡El aire es tan apacible, el universo tan armonioso...!
 

A merced de los acontecimientos

Sí, pero ha sucedido que pequeñas y tranquilas ciudades, que se creían en paz y en seguridad alejadas de los frentes de batalla, de la noche a la mañana se han visto envueltas en el torbellino de fuego, de sangre y de muerte. Bastaba que se rompiese un frente o que tuviese lugar un desembarco o un lanzamiento en paracaídas. Tal es la situación de los hombres en la historia; tal es la situación de las almas en la vida. ¡Nos encontramos a merced de tantos acontecimientos!, y no hay siquiera una partecilla de nuestros bienes ni incluso de las células de nuestro ser en la cual no seamos vulnerables para lo peor. «Había en una ocasión, en el país de Hus, un hombre llamado Job...» Este hombre, feliz y rico, vivía en medio de una paz inmensa, como en el centro de una zona de altas presiones cuando un cielo inalterable exalta en todos los seres la alegría de vivir; pero he aquí que el campo de las presiones, de repente, se modifica, se hunde; en el espacio de algunas horas la Isla de Azul Inmóvil se convierte en la cuba donde se estrellan los ciclones:

Un mensajero vino a decir a Job: tus bueyes araban y las pollinas pastaban a su lado; de pronto, los Sabeos han caído sobre ellos y los han robado. En cuanto a tus criados, los han pasado con la espada. Unicamente yo me he escapado para anunciártelo.

Todavía estaba hablando, cuando apareció otro y dijo: el fuego de Dios ha caído del cielo; ha quemado a tus ovejas y a tus hombres y los ha devorado. Yo solo he podido escapar para anunciártelo.

Estaba todavía hablando, cuando llegó un tercero... (Job 1, 14 s.).

El estribillo suena como una avalancha en la que, en un momento, Job ve su vida, toda su vida, deslizarse en bloques enteros y hundirse en el abismo. Tal se puede definir la «situación-límite» de nuestro ser en el mundo: es corno un temblor de tierra que sacude nuestra existencia y cuya línea de hundimiento pasa totalmente a través de nuestra alma; y nuestra alma se vuelve a encontrar pendiente al borde del abismo que acaba de abrirse, y obligada a hacerle frente.

Poco importa el nombre del abismo. Que se llame fracaso radical, deportación, ruina, mal, sufrimiento, aliento de muerte; que sea Job en su muladar o Raquel llorando sus hijos, Jeremías en su cisterna o Juan Bautista en su prisión, Juana de Arco en el momento de la hoguera o Savonarola en la hora de su Miserere; que sea, de una manera más vulgar y menos épica, pero no menos excesiva, la tragedia de nuestro vecino de escalera, o quizá la nuestra, porque quizá también nosotros hemos conocido estas horas bajas, un estupor semejante deja helados a estos hombres o a estas mujeres. Tenían razones para vivir, y de repente, ya no las tienen. Quedan estupefactos, la boca abierta, gritando, gimiendo o mudos, incapaces de comprender cómo su universo ha podido desplomarse, mientras que el mismo universo, imperturbable, está siempre en pie, y mientras que ellos mismos están vivos. ¡Si todavía la aniquilación lo hubiera llevado todo! Pero hacen la experiencia de ser y de no ser, de deber vivir y de no tener ya de qué vivir. Es esto mismo lo que hace de ellos seres consagrados a la prueba característica de la fe: el hecho de que sean a la vez castigados y perdonados.

Hay, en efecto, pruebas tales que arrasan al primer golpe toda posibilidad de aventura espiritual: un fracaso tan completo que precipita en el embotamiento o en la depresión, un sufrimiento demasiado intolerable para permitir la menor disponibilidad del alma, una muerte tan cercana que no queda otro remedio que aceptarla sin tener la posibilidad de ejercer la suprema libertad. Estas situaciones están fuera de nuestro propósito. Sería ocioso y hasta inconveniente desarrollar delicados análisis en torno a ellas. No se puede otra cosa que ayudarlas, llorarlas o aliviarlas. Pero tales actitudes, a veces humildemente eficaces, a veces furtivas y vergonzosas, no bastan justamente a un Job. Este mantiene la lucha orientada hacia lo alto: es que, postrado en tierra, la conciencia de su condición permanece intacta; no tiene otra cosa, salvo el tiempo, mientras que quiera, de experimentar que ya no tiene nada y buscar su razón. Tiene el corazón demasiado herido para encontrar gusto en las vulgares consolaciones de sus amigos, pero Dios, que lo ha herido, ha perdonado sutilmente sus facultades más nobles y, de este modo, se ha preparado un interlocutor más áspero, pero al mismo tiempo más válido, que Job en el colmo de su felicidad.


II. EN EL SENO DE LAS PROFUNDIDADES

En soledad tenebrosa

Cuando el hombre así golpeado vuelve a tomar el control de sus pensamientos y comienza a valorar su situación, él siente de un golpe el impulso de la más profunda herida recibida: la de una inexorable y tenebrosa soledad.

El ha levantado en mi camino un muro infranqueable,
puesto las tinieblas sobre mis senderos...
Mis vecinos y mis familiares han desaparecido,
los huéspedes de mi casa me han olvidado (Job 19, 8 y 14).

En efecto, tantos lazos se ven cortados, que la impresión del desgraciado es que ha sido excluido de toda comunión. Cuando palpa los extremos de su herida, los límites abiertos de lo que le queda de existencia, no percibe por doquier otra cosa que un silencio vacío y una ausencia... Un incomprensible alejamiento de los seres cuya proximidad le tranquilizaba en sí mismo y, en otro tiempo, le ayudaba a comprobar su propia identidad, le deja como un náufrago a la deriva. La luz que bañaba su camino, la claridad en la que todos necesitamos movernos y que llamamos el sentido de nuestra vida, la conciencia de nuestra vocación, la certeza serena de ser quien somos, esta luz se ha eclipsado para él, y su soledad no es otra cosa que angustia y tinieblas. Tal soledad parece formar cuerpo con lo que le queda de su propio ser, y esto es propiamente intolerable, porque parece que nada podrá amortiguarla ni disiparla. Este hombre queda solo, no con una soledad de desprendimiento momentáneo y desde donde se puede llamar la compañía de quien se quiera, sino solo, con una soledad perdida, en la que nadie será capaz de unírsele y en la que no puede dirigir hacia nadie señal comprensiva alguna:

Un hombre a quien se sacara de su habitación para colocarle casi sin preparación, sin transición, sobre la cima de una montaña alta, experimentaría, sin duda alguna, una inseguridad sin igual, el sentimiento de ser entregado como alimento a lo que no tiene nombre, estarían a punto de aniquilarlo; se imaginaría que iba a caer; se creería arrojado al espacio, o disperso en infinitos fragmentos... De igual manera, para el hombre que queda solo cambian todas las distancias, todas las dimensiones (3).

Pero esta desorientación de todo en todo puede convertirse en una exploración. La soledad le revela la verdadera profundidad a la que llegan las raíces de la existencia.

Y el lecho de los mares apareció,
los fundamentos del mundo quedaron al desnudo (Sal 18, 16).

Sus ojos descubren los elementos de las cosas disociados por el acontecimiento como por una electrólisis (4). El no sabía que el simple hecho de ser fuera tan importante, tan lleno de sentido, aunque de un sentido enigmático. Todo el conocimiento que creía tener de los datos esenciales de la condición humana empieza a palidecer como una novela que no interesa, abandonada y deteriorada en el escaparate del librero, mientras que un conocimiento nuevo, oscuro, infinitamente extraño y punzante, surge lentamente y busca a ciegas sus palabras — e inmediatamente éstas se muestran medidas según otra escala, obedeciendo a una seriedad infinitamente más grave. Cada una de ellas le induce a pensar tan profundamente, que produce la impresión de habitar en el silencio. Una incesante dialéctica le hunde cada vez más en este silencio: la menor cosa relacionada con su pasado la arroja, en efecto, en su presente con la violencia de la ruptura que ha vivido, pero diluida, de pronto, en este presente de sus significaciones anteriores, esta cosa insignificante le susurra un mensaje insólito y le hace señales indescifrables. La soledad que nos crea una cierta muerte es de este modo experimentada como un misterioso e inefable nacimiento. Y, de hecho, toda convalecencia de una enfermedad mortal ¿no nos produce también en todos nuestros miembros la sensación de un nacimiento así? Si es necesario volver a vivir después que se ha perdido la vida, no puede ser sino reconsintiendo en nacer.

3. R: M. RILKE, Lettres á un jeune poéte, trad. G. Roud Mermod, 1945, págs. 98-99.

4. «El rayo limpió la habitación de su polvo y de su humo. De repente, como después de una electrólisis, se perciben los elementos de los que se compone la vida: el agua, el aire, el deseo de ser feliz, la tierra y el cielo» (B. PASTERNAK, Le Dr. Jivago, trad. Gallimard, 1958, pág. 223).
 

Un vértigo de libertad

Este nacimiento es doloroso, frágil, a flor de existencia, como la vegetación que reaparece en el fondo de un hueco de obús. Pero desprende una libertad sorprendente. Job ha perdido por la prueba la libertad de realizar innumerables proyectos de su corazón feliz y poderoso, la libertad de disponer de las cosas; en contraposición, el desprendimiento lo ha hecho libre y lo ha dotado de una especie nueva y rara de libertad. Desprendido brutalmente de todo, queda libre para toda clase de adhesiones imprevistas. Desposeído (y no sería necesario decir a veces: liberado) del personaje que representaba en la decoración entre bastidores, se encuentra más libre que nunca de ser no lo que él quiere, sino lo que es, si lo quiere. Arrinconado en una indiferencia que no expresa otra cosa que la cruel devastación operada en su vida, no se siente ligado por nada, tiene la impresión de estar disponible para quien sea, descubre para sí posibilidades que hasta entonces había rechazado, repelido o simplemente ignorado — corno una ciudad totalmente siniestrada, que puede ser reconstruida según los postulados más a tono con su emplazamiento y su vocación. Los viejos itinerarios indelebles por los cuales su alma caminaba al hilo de sus hábitos no conducen a parte alguna: todas las direcciones están ante él, vertiginosamente iguales. La catástrofe ha roto todas sus amarras y le ha proyectado a una soledad desconocida: adquiere allí, al menos, la condición de aventurero.

Como todos los seres que nada tienen que perder y que no quieren permanecer por mucho tiempo en su puesto, padece la fascinación de las empresas más atrevidas y de los riesgos menos calculados.

Sí, del fondo de esta profunda desolación se deja oír un canto lejano, surge una voz cualquiera, remontándolo todo ¿y no la consideraría él corno una llamada?, ¿no se volvería del lado de donde el viento le trae esta extraña señal de una presencia? Pero ¿qué canto podría esperarle, qué voz franquear tantos abismos y permanecer inteligible?

Ahora bien, Aquel que puede emitir tal palabra está menos ausente de lo que parece...
 

La obligación al recurso

... Porque «El no está lejos de cada uno de nosotros. Es en El, en efecto, donde tenemos la vida, el movimiento y el ser» (Act 17, 27-28). Es tiempo de subrayar hasta qué punto la condición del corazón triturado lo hace vulnerable a Dios, «para quien las tinieblas no son tinieblas», lejos del espíritu del cual no se sabría adónde ir y lejos del rostro del cual no se sabría huir» (Sal 139) y el cual nunca jamás está tan cerca de un hombre como cuando este hombre está abandonado en soledad.

De hecho, la soledad angustiada del hombre en situación-límite no es una soledad absoluta. En su misma vacuidad, tiene necesidad de otra. Ella impone, de una forma imperiosa e inevitable, la obligación al recurso. Recurrir o sepultarse, apenas hay otra alternativa. El hombre feliz, el hombre superficial, elude perpetuamente el recurso; no tiene más que necesidades cualitativamente limitadas, ninguna de las cuales—si él sabe conducirse—se impone con exigencias infinitas; tiene una suficiencia bien cimentada que le coloca al abrigo de intimidaciones; se conduce prudentemente por encima de todo riesgo de quiebra. El hombre entregado a la desgracia no tiene recurso alguno para sustraerse a la experiencia de su no-suficiencia desesperada. Plantea por su misma desgracia el problema de la presencia del Otro, y lo plantea, por otra parte, para él, sólo en esta hora. Su soledad es esa pregunta manifiesta, como una boca abierta que interroga. Su sufrimiento tiene la forma del punto de interrogación que lo penetra como «una espada de dos filos, hasta llegar a dividir el alma del espíritu, las articulaciones y las medulas, juzgando los sentimientos y los pensamientos del corazón» (Heb 4, 12). Está «comprometido», es decir, puesto como problema, como un niño recién nacido es «puesto en el mundo».

No puede decir: yo lo olvidaré, porque para ello tendría que suprimirse. No puede decir: lo resolveré mañana, porque le atraviesa de parte a parte hoy. No puede tampoco decir: está bien, terminemos y démosle una solución, porque no es una cuestión como las otras; no se resuelve, pero hay que entregarse a resolverla, porque es necesario vivir, o se desaparece. El hombre experimentado cree ser dueño de plantearla o no, y de plantearla en los términos que quiere; se engaña. No, verdaderamente, no es una cuestión como las otras. Quiere operar sobre ella, pero es ella la que opera sobre él. El, que la plantea, es a él a quien se plantea. Su primer gesto es ponerse en la actitud del que pregunta, que interpela, que exige, pero el fondo del drama es que es él mismo el que es interrogado, interpelado y requerido, finalmente, a pronunciar su palabra, su última palabra, la palabra de toda su vida. Después de las preguntas precipitadas y graves que acaba de dirigir al Otro, Job oye decir al fin: «¡Ciñe tus riñones como un hombre, soy yo quien te va a preguntar!» (Job 38, 3), y sus propias preguntas le son como devueltas, terriblemente ajustadas, divinamente eficaces, confundiendo a la vez su delirio y aplacando sus angustias. Y ahora, ¿qué va él a decir?


III. LAS SALIDAS DEL ABISMO

Obligado al recurso, pero dotado de una libertad concentrada, presentido por el Otro, pero humanamente solo, el hombre experimentado tiene muchas salidas para sobrevivir a la prueba. La de la rebelión, la de la resignación ilusoria y la de la fe.
 

La rebelión

La de la rebelión parece ser la del honor. Puesto que la desgracia ha caído sobre él por traición, abriendo brecha de noche y sorprendiendo su libertad, el desgraciado se envolverá en su soledad y se planteará como un desafío al Otro, cualquiera que sea, por el cual se considera tan bien interrogado, que no puede impedirse invocarlo, por primera vez en su vida, quizá, aunque por blasfemias o gritos de repulsa. Protesta contra el procedimiento de que es objeto, y contra el procedimiento que le coloca brutalmente en situación de debatir las preguntas sobre su destino que hasta ahora mantuvo él fuera del ámbito de sus preocupaciones. Se le ha hecho injusticia, y lo repetirá mientras le quede aliento. Este clamor es ciertamente un poco ridículo, porque ¿qué sabe él de lo justo y de lo injusto? Ahora precisamente, y por la prueba, podría comenzar a entreverlo y hasta qué extremo terrible y de misterio precisa plantear estos problemas, pero se encastilla en su reacción de niño decepcionado, que le cierra la voz del verdadero conocimiento.

El hombre rebelado se pone a la vez como víctima y como juez: ¿es ésta una manera, no siendo ya nada, de ser al menos como Dios, y de elegirse orgullosamente?, o bien, ¿se trata del reflejo del pobre hombre desbordado que intenta ahogar el problema en la abundancia de la cólera, si su rebelión es ardiente, o conducirla por el encrispamiento de la desesperación, si se trata de una rebelión fría (porque las dos se complementan)? Lo que es cierto es que la rebelión, reducida al recurso, usa de este recurso para rechazar la probabilidad que le ofrece de iniciar un verdadero diálogo con el Otro misterioso, cuya sombra insistente no puede alejar. Si este Otro es Alguien verdaderamente y Dios, de hecho él no lo sabrá, porque se ve impedido de comprenderlo; pretenderá que el cielo está vacío o que Dios es perverso, pero estas afirmaciones serán las de un hombre que en realidad ha rehusado ir a verlo, aunque, lanzado sobre el umbral, no hubiera tenido que hacer otra cosa que orientar su angustia en una cierta dirección para ver abrirse la puerta.

La rebelión parece noble, es verdad, e implica una auténtica seducción, pero es porque se la compara con la mediocridad de la dicha anterior a la prueba; de hecho, esta nobleza no es ni más ni menos que la grandeza propia de la prueba, con la que se adorna indebidamente; sólo hereda auténticamente la grandeza de la prueba el que consiente en la superación que le impone. La rebelión no es grande ni noble más que un instante, el espacio de un acto rebelde, hasta que su falta de autenticidad se desvela y aparece irremediablemente indigna de su prueba; ¿y no es una experiencia demasiado fácil de comprobar que toda rebelión que impresiona al principio por su nobleza termina por enranciarse y desinflarse con tristeza hasta no ser otra cosa que chochez, acritud, resentimiento? Este fin la condena. La salida que ha creído encontrar lanza al desgraciado sobre su propia orilla. Dios no ha ganado allí su criatura, ¡ay!, por más que se apueste que no la hubiese ganado más dejándola llegar a centenaria en su dicha mediocre. Pero la criatura no encuentra en ello el menor triunfo, ha perdido allí dos veces su vida — y quizá más...
 

La resignación ilusoria

La salida por resignación ilusoria es la de los débiles que, abocados al recurso, carecen de atrevimiento para realizarla. Imitan ciertos gestos de ella, como una lección que tratan de recordar y que intentan, febrilmente, conservar. Buscan en su memoria personal o en su atavismo ancestral los viejos ritos de las religiones humanas, demasiado humanas. Su angustia no tiene más que un reflejo: encontrar lo más pronto posible y con el menor esfuerzo el tranquilizante que les conviene. Su recurso se dirige a una falsa trascendencia, que no es otra cosa que la proyección subvertida, en una bóveda superior a ellos, de su necesidad inmediata de consolación y de seguridad. Su piedad reencontrada, cuyo brusco fervor nos impresiona e inquieta, oculta, en realidad, un inmenso desasimiento. Puesto que la vida les ha abandonado, ellos la abandonan a su vez, ellos se abandonan — pero aterrorizados por la sola idea de abandonarse a la nada, se van a abandonar a una pseudo-providencia. Van a alejar la gran ausencia que les causa daño y les produce temor, sustituyéndola por una divinidad emborronada con los colores de sus temblores y de sus quimeras. Abrazan su voluntad, adoran esta voluntad, que no es otra cosa que el hueco de su renuncia ante el afrontamiento real.

La ambigüedad de su posición produce grave malestar a cualquiera que se aproxime a ellos y que tenga una experiencia, siquiera mínima, de la auténtica madurez de las almas. Frecuentemente, no se sabría apreciar al primer golpe de vista su actitud ni desenmascarar la ilusión que oculta, pero un cierto sentido de lo que puede ser la verdadera relación religiosa y una cierta evidencia de lo que no es ciertamente nos advierten que no se debe uno precipitar en llamar Dios lo que estas desgracias invocan, ni llamar fe lo que ellos se complacen en creer, ni denominar salvación la resignación que aparentemente han encontrado. Muy lejos de ser para los incrédulos testigos de lo divino, contribuyen en gran medida a apartarlos de la verdad. Producen en ellos un fenómeno característico: una especie de repugnancia. El hombre que ha pasado por la prueba, que no ha encontrado en ella a Dios, pero que sabe lo que ella cuesta y lo que por ella se debe afrontar, no consigue apenas tomar en serio una resignación cuyo primer efecto es embotar el corte vivo de la prueba, y, en el fondo, esquivarla, mientras que da la impresión de aceptarla. ¿Será necesario terminar reconociendo, con Rilke, que

para encontrar a Dios es necesario ser feliz porque aquellos que por angustia lo inventan van demasiado rápidos y buscan demasiado poco la intimidad de su ausencia ardiente? (5).

(5) Poémes francais, citado por O. F. BoLINow en Deucalion, 4, p. 156.


La fe

«La intimidad de su ausencia ardiente...»: no se puede definir mejor el significado de la prueba cuando se abre a la fe. Ahora bien, Rilke no tiene razón, porque no son las personas felices las que mejor realizan esta experiencia. Y Dios tiene razón: es en el momento en que El se retira cuando hace experimentar al alma una crucificante intimidad: «Sí, yo voy a volver a mi morada... en su angustia ellos me buscarán» (Os 5, 15). Obligado al recurso, el hombre probado se abre a la fe cuando accede a este recurso y se apodera de él: no solamente como su última, sino, movido por una repentina inspiración, como su más alta posibilidad; con una voluntad humilde y bravía, como Job, de agarrarse a este arpón que lo atraviesa y de ir a ver cara a cara, si es posible, quién le sujeta en el otro extremo; con la idea, totalmente de repente, de que Alguien en alguna parte lo sabe más extensamente, y no rechazará compartir su respuesta, Aquel que ha tomado la iniciativa de preguntar.

Venid, volvamos a Yahvé,
El ha herido, El nos curará;
El ha golpeado, El vendará nuestras llagas;
después de dos días El nos devolverá la vida,
al tercer día El nos elevará de nuevo
y viviremos en su presencia (Os 6, 1-2).

He aquí la palabra del creyente, ello lo expresa en su totalidad. Cuanto más se relee, mayor estupefacción se siente, a causa de su apariencia de colosal ingenuidad: «El ha herido, El nos curará»; ¿de dónde puede salir esta extraña e inaceptable certeza? Sospechando que quizá un Dios por algún motivo se encuentra en la suerte que le golpea, el rebelado, sin pararse siquiera a conocerlo, le arroja al rostro una protesta odiosa; el falso resignado, sin preocuparse de penetrar en la terrible «intimidad de su ausencia ardiente», lo mantiene a distancia bajo pretexto de ofrecerle el piadoso homenaje de su resignación; el creyente, por su parte, cumple inmediatamente lo que se encuentra en juego, y en este juego él entra con una esperanza irresistible, que le va a proyectar fuera de su soledad.

He aquí que sabe de dónde ha venido el golpe que ha recibido; él lo sabe con un conocimiento inmediato, extraño, intuitivo; por haber permanecido atento a la profundidad en que ha estado, sabe perfectamente que ha sido necesario algo muy distinto de una fatalidad, de una disposición de causas vulgares. Ciertamente, él ve estas causas, y no las ve ni las interpreta de forma distinta al resto del mundo; pero su sufrimiento, tal como él lo ve, le manifiesta un afecto que las supera infinitamente, un afecto de otro orden, un misterio.

«¿Quién me ha tocado?» El comprende que el grito o el gemido de su prueba es el grito o el gemido que nos arranca el contacto de una Mano, y no el de una cosa cualquiera inanimada o de un acontecimiento cualquiera desgraciado. «¡Piedad, piedad para mí, vosotros mis amigos, porque es la Mano de Dios la que me ha herido!» (Job 19, 21). La Mano de Dios. Verdaderamente, es ella la que se ha posado sobre él; incomprensible, pero su contacto no es una alucinación; posada, sin proferir palabra, pero el solo tacto ya es una palabra y una confesión. ¿Qué confesión? Aquella que resuena con toda claridad, por ejemplo, en Oseas: «¿Cómo te abandonaré yo, Efraim, te entregaré yo, Israel?... Mi corazón se retuerce en mí, todas mis entrañas se agitan» (Os 11, 8). Posada esta Mano sobre él, nuestro hombre siente perfectamente que ella tiembla y que este temblor arrastra la agitación de las entrañas divinas. Tiene la impresión inefable, la certeza evidente de que en el momento en que él llora sobre sí mismo, el Otro también llora; que en el momento en que sufre, el Otro también sufre. Minuto desquiciante: ¡jamás convicción alguna ha tenido un poder tal de operar de arriba abajo y de transformar una criatura humana!

¡Jamás convicción alguna ha sido tan poco razonable! Estamos fuera de toda la lógica de los sentimientos humanos. El hombre que elige la rebelión no sale de esta lógica tan corta; en el fondo, carece trágicamente de imaginación, se encuentra incapaz de dar una respuesta nueva a su situación, y permanece prisionero de los viejos reflejos pueriles de la humanidad: el Dios hipotético que él sospecha que lo ha herido, le acusa, le contraría, le niega o le odia, en un desenfreno de afectos más carnales y más infantiles unos que otros. El hombre que se abre a la fe, sabe perfectamente que se encuentra en situación de razonar a contrapelo de todas sus sabidurías humanas, y sabe que tiene la intuición singular de haber pasado a un mundo distinto, en el que los valores han cambiado de signo, en el que las acciones y reacciones normales no tienen validez, en el que los movimientos del corazón subsisten, pero con significados y longitudes de onda insospechados, en el que todo, en una palabra, sería completamente distinto. Y, de hecho, está ya en ese mundo, en el mundo que define esta palabra a la vez evidente y misteriosa, vulgar e insondable: «¡Yo soy Dios, yo, y no hombre!» (Os 11, 9).
 

El único problema

Y añade Dios, «no me gusta destruir». El creyente es el hombre improbable y loco que recibe esta revelación (sin tener en cuenta las palabras exactas) en el mismo momento en que contempla el trastorno y la ruina de su vida, y que, sin embargo, lejos de encogerse de hombros o de tronar de cólera, comienza silenciosamente a sentir sobre su mejilla las lágrimas que, entonces, no se atreve a decir que son, sí, lágrimas de alegría. «¡El ha herido, El nos curará!» El creyente, decíamos, es aquel que realiza lo que está en juego, y he aquí con toda claridad lo que está en juego: nada menos que experimentar si existe o no un Amor; un Amor más fuerte que la muerte y que el abismo; y si Alguien es o no este Amor. Tal es el problema, el único. Tan pronto llega al fondo del problema, el experimentado lo plantea en sus términos claros, definitivos y rigurosos.

Pero esto significa para él la señal de una lucha interior y de un itinerario peligroso, corno pudo ser perfectamente el itinerario de Abraham cuando se dirigió hacia Morriyya, con el cuchillo en la mano, para inmolar, de acuerdo con las órdenes recibidas, a Isaac, al que amaba. La prueba ha hecho inevitablemente subir a su garganta, aflorar en su conciencia, el borbotón de temores ancestrales y de angustias inmotivadas; bajo la presión de esta marea oscura, se presentan a él las caras del mal, cubiertas de tinieblas, los antifaces de todos los monstruos a los que los hombres se han atrevido a llamar dioses. Pero, sostenido por su intuición formidable, supera la tentación de la revuelta, que los toma por lo que aparecen; supera la tentación de la resignación ilusoria, que los toma por lo que son, pero los arregla y los adorna para que en lo sucesivo no aparezcan como hasta ahora; encuentra la tentación de ateísmo, que piensa que vale más, para el honor del mismo Dios y de la humanidad, imaginarse que Dios no existe mejor que atribuirle tal rostro — pero sabe que puede más aún, y va más allá. Finalmente, llega al umbral de la fe, no teniendo por luz en la mano otra cosa que esta certeza: «Yo soy Dios, yo, y no hombre, y no quiero la destrucción.»
 

Nada es imposible para el amor

Entonces, se susurra a sí mismo: «Nada es imposible para Dios.» Apoyándose en esta evidencia elemental, que le es propia, la fe no se orienta en modo alguno hacia la consideración de prodigios cósmicos, de milagros físicos, de fantasmagorías maravillosas; y, por otra parte, sabe que, en ciertas direcciones, hay cosas imposibles para Dios: por ejemplo, la mentira, ¡o que dos y dos no sean cuatro! Cuando ella piensa que nada es imposible a Dios, se expresa a medias, sabe perfectamente lo que designa este «nada». Este «nada» designa en realidad el todo del Amor, el torrente creador del Amor. Ninguna forma de amar es imposible para Dios, he aquí lo que piensa la fe. Ninguna locura de amar es extraña a Dios. Nada es imposible para el Amor, fuera de hacer lo que sabe que no es Amor. «El ha herido, El nos curará», porque el Amor hace estas cosas; para cualquier otro, ellas son imposibles, para El son posibles; son incluso su exclusividad, porque es El quien las inspira o las permite, quien las realiza y las descubre, desde las primeras hasta las últimas. Para cualquier otro, son locura y desvarío, para El son sabiduría y orden. De cualquier abismo que surja, por desgarrado que se presente, por atroz que haya sido su prueba, el desgraciado que llega a la fe comprueba que el Amor es más grande, y que, en las palmas de sus manos misericordiosas, su pena, que él creía infinita, puede esconderse dulcemente y abandonarse, esta vez sin vergüenza ni ilusión.

Nosotros estamos con Dios, nuestro Creador, nuestro Salvador. El es todo para nosotros, El es tal, que nos ha procurado el alejamiento de las criaturas... El aparece finalmente en la noche, como las estrellas... (6).

(6) LÉON BLOY, Carta a Georges Landry, del 25 de abril de 1873. Citada en Dieu Vivant, n.° 21, págs. 111 s.

 

Bienaventurados aquellos a quienes se manifiesta de este modo, en su noche. Bienaventurados aquellos que se han atrevido a creer en el Amor. El mismo Léon Bloy decía, en el mismo texto : «Un corazón sin aflicción es como un mundo sin revelación; no ve a Dios sino bajo el débil resplandor del crepúsculo. El cristiano es el hombre que ha tenido la Revelación suprema del Amor de Dios, porque ha vivido misteriosa pero realmente la suprema aflicción de la cruz: la ha vivido sacramentalmente en su bautismo, místicamente en la adhesión de todo su espíritu a Jesús crucificado, carnalmente también en sus propias pruebas y en sus cruces cotidianas. Es posible que estas pruebas terrenas sean modestas y soportables, es posible incluso que Dios le reserve una cierta felicidad mesurada y que las cosas atroces le sean ahorradas, pero sabe que conocerá un día la situación-límite de la agonía y de la muerte. Su esperanza no consiste en primer lugar en que su carne entonces será preservada de la angustia, sino en que su espíritu será confirmado en la fe en Dios Amor. Entonces su muerte será el instante en que «la intimidad de su ausencia ardiente» le cederá al abrazo de su presencia de gloria. «¡Al tercer día El nos recogerá y viviremos en su presencia!»

Saber ahora si se puede conducir a otros hacia la aurora de este tercer día es un problema muy difícil. Saber si se puede descender en el abismo al lado de aquel que sufre y mostrarle la salida, es un problema demasiado difícil. Sería necesario preguntar a aquellos que lo han hecho, y éstos, en la hora misma en que subían habiendo ganado a su hermano, no sabrían decir jamás cómo lo habían podido hacer. Pero lo sabe Dios, que sondea los riñones y los corazones, que crea el amor y que da la fe...