CAPÍTULO III

CUANDO DIOS SE CALLA


De igual manera que «el Padre trabaja siempre» (Jn 5, 17), habla siempre y jamás se calla. Habla al alma la palabra constante de su Hijo y de la vocación que le asigna en su Hijo. La conserva, sin el menor desfallecimiento, en el sentido en que se mantiene un diálogo y en el que se mantiene una vida. Si sucediera de otra forma, no subsistiríamos. La Fuente de nuestra existencia, que es Dios, no puede ser intermitente, y su murmullo debe ser incesantemente audible para quien tiene oídos y para quien sabe escuchar.
 

¿Qué sucede?

¿Qué sucede cuando efectivamente le escuchamos? ¿Qué misterio se realiza y a qué llamamos nosotros «palabra de Dios», «presencia de Dios» — no palabra solidificada y como muda, ni presencia estatificada e inmóvil, sino palabra que se derrama de un corazón actual y fluye en nuestro propio corazón como una sangre tibia, y presencia como de alguien que sentimos delante de nosotros y no como medio de tomarle por otra cosa que Otro? Una cosa es segura: no podemos saber cómo viene, porque sería pretender que podríamos espiarlo desde fuera, a lo largo del camino por el que viene a nosotros. El problema ni siquiera tiene sentido, porque, propiamente hablando, no existe camino. Los hombres del Antiguo Testamento no han podido darse cuenta de él; ora aquí, ora allí; ora en Bethel, pero también en el vado del Yabboq; en Horeb, pero también en el silencio de la noche en Silo; en el Templo, pero también al borde del río Kebar; improvisadamente y en cualquier sitio (sin embargo, siempre en el seno de una línea de Tradición, en el seno de cierto pueblo, en cierto modo en el interior del ámbito de la Alianza), El está allí y habla, y no hay otra cosa que este acto imprevisible, esta decisión totalmente oculta en El de manifestarse a quienquiere. Una vez manifestado, no revela más detalles sobre el acceso a su morada, para que ninguno de los que le persiguen pueda lanzarse sobre sus huellas para forzar su Revelación: «Sobre el mar estaba tu camino, tu sendero sobre las aguas inmensas,, y nadie conoció tus huellas» (Sal 77, 20).

Y el hecho de que la Encarnación haya localizado en Cristo toda manifestación y toda palabra de Dios, hasta el punto de que, si se puede esperar volverla a encontrar aún improvisadamente y en cualquier sitio, esto no será sino en Jesucristo, lo cual no modifica sustancialmente el régimen de este misterio. Al revelar: «Nadie viene a mí si no le llama el Padre que me ha enviado» (Jn 6, 44), Jesús mantiene intacto este privilegio de un Dios del cual todos deben creer «que no está lejos de cada uno de nosotros, porque es en El donde tenemos la vida, el movimiento y el ser» (Act 17, 28), y a propósito del cual, sin embargo, todos han hecho, un día u otro, la experiencia de Job: «Si me dirijo hacia el Oriente, El está ausente; hacia Occidente, no le veo. Cuando le busco por el Norte, no está discernible; permanece invisible, si me vuelvo al Mediodía... Las tinieblas me lo ocultan, la oscuridad me vela su presencia» (Job 23, 8-9, 17).
 

Ausencia y presencia: ¿un juego cruel?

Este alejamiento que parece fluir, corno una de sus propiedades contradictorias, de una proximidad trascendental; esta ausencia que, en la pasión misma que la afirma, parece investida e impregnada de una presencia, aunque imperceptible; esta oscuridad que oculta ahora lo que únicamente también ella puede desvelar; este silencio, finalmente, que absorbe la palabra divina sin anularla, pero sin tampoco devolvérnosla, ¿es un juego cruel al que se entrega la fantasía de Aquel que lo puede todo?, ¿es una confusión de la cual no son responsables más que nuestra falta de atención y nuestra torpeza?, ¿es necesario salir de ella, y por qué caminos?, ¿se necesita consentir permanecer en ella y en qué condiciones? Se trata de problemas muy graves que nos hemos planteado entre el deseo de encontrar allí respuesta y el temor de que esta respuesta no sea todavía adecuada y nos decepcione. Pero por la poca luz que se puede encontrar removiendo y escrutando sin cesar las oscuridades del plan de Dios, vale la pena tratar de nuevo los eternos problemas e intentar solucionarlos.


1. EL SILENCIO DE DIOS
    EN LAS TINIEBLAS DE NUESTRA SENSIBILIDAD
 

El universo de nuestros signos

Vivimos en un universo de signos al igual que nuestros pulmones se bañan en una atmósfera de oxígeno. Apenas pensamos en ello, precisamente porque estas cosas son completamente naturales. Nuestro nacimiento esencial no ha sido, quizá, aquel que nos ha lanzado simplemente a la luz del mundo, sino este otro, inmediatamente después, que nos ha introducido en la interpretación del mundo. Nuestra madre no nos ha dado solamente la vida; nos ha dado, sobre todo, el primer sentido íntimo de estas humildes cosas en medio de las cuales se adquiere el gusto y la fuerza de existir. Este sentido íntimo, inseparable ahora de nuestra personalidad, es a la vez esencial y precario: enerva nuestra presencia para los seres, condiciona el conocimiento que adquirimos de ellos, da color al afecto que tenemos por ellos; pero sucede a veces que se oscurece, que tiene pasajes en vacío, manifestaciones imperceptibles. De allí surgen para nosotros muchas dificultades: estamos a veces en el mundo y a veces en otra parte, a veces en la vida y a veces al margen, a veces en la verdad y a veces en alguna parte de ella a punto de dejarnos embarullar por las ilusiones.

¿Qué será de la palabra de Dios que ha penetrado hasta nuestra alma? No puede obtener nuestra adhesión si no seduce este sentido íntimo y se hace para él sabor y verdad. Es lo que decimos cuando afirmamos que la fe es aceptada y «mojada» en el alma gracias a las complicidades secretas, que en ella puede explotar con respecto a la Buena Nueva de la salvación. Dios viene a nosotros tomando como rostro el de la verdad que ya nos ha conquistado, o está a punto de conquistarnos, y por capa este conjunto de coherencias, fuera del cual no puede significar para nosotros otra cosa que irrealidad o absurdo. Nuestro sentido íntimo de las realidades de nuestra existencia juega el papel de superficie de anclaje y de fijación para la gracia. Es decir, que sus variaciones van a correr el riesgo de afectar, si no la misma fe, cuyas raíces Dios ha fijado todavía más profundas, al menos la conciencia cotidiana que tenemos de ella. De este modo, aparece un primer ámbito, todavía superficial, pero demasiado familiar a cada uno de nosotros, en el cual cierta ausencia experimentada de Dios significa mucho menos un problema religioso que una dificultad psicológica: Dios se aleja porque nuestro mundo interpretado se hace opaco.
 

Los días y las noches

Ciertamente, hay días en los que parece que el universo ha alumbrado para nosotros con una profusión festiva todos los signos que lo componen. Volviendo la cabeza a derecha y a izquierda, todo parece que nos pertenece: se diría que las sonrisas a nuestro paso emanan sobre todas las cosas, que párpados innumerables tienen, a nuestro paso, latidos de complicidad amistosa, que los vientos susurran pensamientos ininteligibles. De profundidades, cuyo abismo al fondo de nosotros ignorábamos, el estado de poesía remonta y aflora como el agua tibia que hace espuma alegremente sobre una arena soleada — y, después de todo, ¿son otra cosa los poetas que hombres capaces de sembrar de signos el mundo a su paso? Ellos tienen el don de llevar todas las cosas a que desprendan las significaciones que su sustancia oculta; ellos las captan y las transcriben, pero también a nosotros a veces sucede ser poetas fugitivos, y sorprendemos los signos en el instante de gracia en que se producen. En una experiencia innegable, experimentamos esta complicidad latente que todas las cosas mantienen con nosotros y nosotros con ellas. Ahora bien, este signo que creemos sorprender en la configuración de las cosas o en la disposición de los acontecimientos, ¿qué otra cosa nos trae sino, ante todo, esta certeza informulada y primordial: se me esperaba... esto ha sido dispuesto para mí... alguien ha pensado en mí... alguien o algo tiene necesidad de mí...? De haber podido, con una sorpresa temblorosa, formulamos una u otra de estas afirmaciones en circunstancias en las que no estábamos muy seguros de lo que éramos o de lo que nosotros íbamos a ser, esto hubiera sido para nosotros algo muy distinto de un simple consuelo, o un agradable sentimiento, una especie de salvación, un estímulo de nuestro gusto y de nuestro compromiso de vivir.

Hasta tal punto somos vulnerables a la conciencia aguda de nuestra contingencia. Es ciertamente tan fácil insinuarnos, que en modo alguno somos indispensables, y que el universo puede, sin daño, prescindir de nosotros. Basta un escalofrío o una borrasca de viento para que el ambiente más familiar nos parezca de repente de una indiferencia aplastante para nosotros. En lugar de signos y de complicidades, nos presenta una de estas caras de ciego que producen siempre la impresión de estar pensando en otra cosa, rostros impasibles, objetos semejantes a fragmentos de muros, movimientos sin expresión ni figuración. Nosotros pensábamos conservar pruebas de nuestra necesidad, al menos provisional en tal o cual patria, pero tenemos la ocasión de convencernos febrilmente de que la cartera de estas pruebas ha desaparecido, perdida o robada, Dios sabe por quién. A decir verdad, ¿la hemos poseído en alguna ocasión? ¿No hemos soñado toda la benevolencia que habíamos creído inclinada sobre nosotros? Cada uno conoce estos momentos suspendidos en el terror y en la duda, cuando se tiene la impresión de deber de confesar: ¡estoy de más! y: ¿a quién puedo yo seguir interesando todavía?
 

Certezas e incertidumbres

Nuestra necesidad innata de apoyarnos sobre interpretaciones o justificaciones racionales de lo que nos sucede altera entonces las impresiones de nuestra sensibilidad, pero nuestra razón se encuentra más o menos arrastrada a su manera a la confusión que querría dominar. Protesta que tiene siempre el derecho de discutir lo que no le ha sido suficientemente demostrado. Pero este derecho, que expresa nuestra dignidad de haber sido creados para la verdad, degenera la mayor parte de las veces en una necesidad enfermiza, que revela nuestra miseria de vagabundos incapaces de poseer la verdad. Nuestra condición nos obliga a no aceptarla sino basada en pruebas o testimonios, pero, a medida que nos vamos alejando de la credulidad de la infancia, además de pruebas y testimonios, exigimos confirmaciones. Las confirmaciones, es decir, que una cosa, siendo segura, nos sea confirmada, que una palabra dicha nos sea repetida, deletreada, escrita, refrendada; que habiéndonos sido dada una certeza, sea de nuevo certificada para compensar una inexplicable corrosión que, en el fondo de nuestra memoria, la hace ya menos cierta. Tales confirmaciones nos sucede a veces exigirlas hasta el infinito, y, sin embargo, no llegar a afirmarnos en nuestras decisiones o en nuestras convicciones.

La desconfianza, el temor, la duda nos son escandalosamente más naturales y más entrañables que la confianza, el abandono, la certeza. Si alguno desea amarnos, hacemos que nos lo repita indefinidamente, lo retamos a que nos dé testimonio de ello por mil formas nuevas, y agotamos una parte de nuestra disponibilidad de alma tratando de convencernos de ello de un modo un poco permanente, no obstante los silencios y las ausencias. Si un día nos toca en suerte alguna evidencia masiva y vital, necesitamos volver sobre ella insistentemente para asegurarnos acerca de su solidez, la tocamos con la mano hora tras hora, ante el temor de que su verdad se evapore y su consistencia se convierta en polvo. La palabra más clara y mejor captada, desde el momento en que se extingue, levanta una nube de sospechas a propósito de su alcance, de su significado, de su interpretación: retornando sobre nuestra problemática permanente, adquirimos conciencia inmediatamente de todo lo que nos parece que no ha sido esclarecido en diálogo tan claro.
 

¿Y las certezas divinas?

Esos días, ¿dónde están las certezas de nuestra fe'?, ¿dónde la experiencia fundamental del amor de Cristo?, ¿es verdad que los cabellos de nuestra cabeza están contados en su totalidad?, ¿es posible que el Padre en persona nos ame y que nosotros le interesemos verdaderamente?, ¿es cierto que El ve mi situación y mi confusión y que El escucha mi gemido? Pero, al decir esto, nos escandalizamos a nosotros mismos. El instinto de la fe nos asegura lo absurdo de semejantes problemas. Lo sabemos, lo sentimos: si Dios es Dios, no puede desaparecer de nuestra vista de la misma forma que estalla una burbuja de jabón; no podernos creer y después dudar de El, con una versatilidad tan movible como la de nuestros barómetros. Las certezas divinas deben escapar a nuestras vacilaciones, escapar a la disputa de nuestra razón y a la humillación de nuestras oscuridades.

En cierto modo, es verdad, escapan de ellas, si se considera que en adelante están esculpidas, con la gracia, en la intimidad de nuestro espíritu. El fondo de nuestro ser por el cual estamos en las manos de Dios y por el cual Cristo se ha apoderado de nosotros no puede sustraerse a este abrazo, salvo que deliberadamente así lo desee: si nuestra voz no fuese otra cosa que la expresión de esta consumación escondida, no sería más que afirmación, confesión de alegría, acción de gracias. Si nuestra existencia pudiese reducirse a esta operación fundamental, escapando a las vicisitudes y a las variaciones de los acontecimientos y de las horas como los altos fondos del mar en el inmutable espesor de su tranquilidad, participaríamos de la estabilidad del «Padre de las luces, en quien no existe cambio alguno ni sombra de variación» (Sant 1, 17). Comprenderíamos que «la palabra de verdad» por la cual «El ha querido darnos a luz» (ibíd. v. 18) no puede alterar su sentido ni su poder.

¿Pero qué estamos describiendo allí sino nuestra futura condición de bienaventurados? Y, ciertamente, tenemos los fundamentos y como la sustancia, pero lo mismo que Jesús, sobre la tierra, era Hijo de Dios en condición de esclavo pasible y oculto, de igual manera nuestra fe se encuentra aquí abajo en condición de aventurera, oscura y vulnerable. No debemos sorprendernos que tenga, en la conciencia emergida de nuestra vida, estos altos y bajos, estos días y estas noches, y que a veces, entre dos olas más altas, desaparezca un momento como naufragada. Pero, por la gracia de Dios, es mucho más insumergible de lo que nosotros acertamos a creer. Si no tenemos de nuestra filiación divina otra cosa que los fundamentos y como la sustancia, no aún la instalación, la inamisibilidad y la gloria, ¡tenemos, sin embargo, ya sus fundamentos y como la sustancia! Ya las raíces sobrenaturales de nuestro ser se bañan en la vida eterna, de donde llega la savia hasta esta vida cotidiana y caduca que nosotros cumplimos bajo las lluvias, las estaciones y los vientos. En consecuencia, por agitados que nos encontremos y rodeados de tumultos, no debemos cesar de prestar una atención reverente a esta subida de la savia; este silencio de aceptación, esta vida llamada «interior» que tratamos de mantener detrás de la corteza, debe dejar llegar hasta nuestra conciencia ocupada y preocupada por la existencia en el mundo el derrumbamiento capilar, la confidencia del Dios que nos da pruebas constantes de sus promesas y de sus testimonios.
 

¡Si solamente supiésemos escuchar!

Ahora bien, con demasiada frecuencia pretendemos que Dios se calle, cuando somos nosotros los que hemos roto o desviado el diálogo. Muy frecuentemente también los silencios de Dios no son otra cosa que la imposibilidad en que nos encontramos de entenderlo a causa del estorbo de nuestras escuchas. Con demasiada frecuencia llamamos plegaria a una bajada prematura y alocada a una cisterna vacía y sin eco, pero en el momento en que nuestros labios iban a proferir su lamento, nos hemos quedado silenciosos, aturdidos, encogidos, porque el ruido de un murmullo ligero llegaba hasta nosotros: allí justo detrás de la pared el agua viva estaba a punto de surgir; no había dejado de estar allí, éramos nosotros los que no estábamos allí. ¡Cuántas imaginadas sequías se han resuelto con un rocío bienhechor por la sola apertura de nuestra alma a la palabra de Jesús: «Si supieses el don de Dios...» (In 4, 10), por el plácido amansamiento de nuestro corazón en la dulce y majestuosa memoria de Dios y Padre de Jesucristo! Esto es verdad para las gracias espirituales como para los dones temporales: muchos hombres se quejan de no tener lo que les ha sido dado, pero que ellos no saben ver o que no saben guardarlo. El Señor está entre nosotros, pero nosotros no lo reconocíamos allí; nuestra atmósfera interior está tan saturada de sus palabras como la atmósfera de nuestras ciudades está saturada de emisiones radioeléctricas, pero por habernos olvidado de sintonizar el contacto con la longitud de onda adecuada, no oímos otra cosa que el ruido de nuestras propias charangas — de las de nuestros vecinos.

Es necesario que Dios toque la espalda de Jacob y le muestre una visión para que se despierte de su sueño y grite: «¡Dios estaba aquí y no lo sabía!» (Gén 28, 16). Pero por haberlo hecho con este hombre y con algunos otros que, de ahora en adelante, deben servirnos de ejemplo y ser suficiente para hacer que fijemos la atención, Dios no se precipita en llamarnos si dormimos; El obra con respecto a nosotros como con la esposa del Cantar: «No despertéis, no excitéis a mi amor antes de la hora de su deseo» (Cant 2, 7) (1). Es una fortuna, entonces, y no ciertamente una desgracia, como algunos se lo imaginan, que una sed oscura, que una inquietud punzante, que una necesidad inmensa e imprecisa del Dios vivo, nos saquen de tal sueño; ¡bienaventurado insomnio que, haciendo que nos volvamos y revolvamos sobre nosotros mismos, haciéndonos masticar y rumiar nuestras aspiraciones con nuestras pobrezas, nos vuelve a enseñar, difícilmente pero con eficacia, a escuchar! ¿Cuándo experimenta el operado los impulsos y los dolores de su herida sino cuando ha salido con plena conciencia de su anestesia? Lo mismo sucede a veces cuando se comienza a adquirir conciencia de haber perdido, escondido, olvidado a Dios, cuando en

(1) «El sueño designa la prueba del exilio... La restauración depende de la libre conversión de la esposa» (nota de la Bible de lérusalem, in loco).

realidad se está en el camino de percibir de nuevo el fuego de su presencia, y de volverlo a encontrar, si es que alguna cobardía o alguna falsa culpabilidad no nos hacen perderlo todavía. El ateo satisfecho no tiene mal en su alma por lo que respecta a Dios: pero de ningún modo un creyente verdadero cambiaría por esta quietud la insatisfacción punzante de su pobre plegaria.
 

Espera en el Señor

Sí, cuando la niebla de fuera oscurece nuestro sentido íntimo y nos arrebata la familiaridad del universo, puede apagar ciertas voces, pero no la del Señor, la cual escapa a este género de absorción a no ser por nuestra falta. «El me guía por el justo camino por el amor de su nombre. Aun cuando pasara por un barranco de tinieblas, yo no sentiría mal alguno» (Sal 23, 3-4). Corresponde a nosotros únicamente afianzar nuestra alma en su presencia, no obstante el disgusto y las molestias, no obstante la costumbre y la fatiga. Porque nosotros tenemos los signos, las pruebas, los testimonios, las confirmaciones: ¡todas las palabras, todos los hechos, todos los sacramentos — todos los misterios! Nada de lo que experimentamos, en el orden de lo que acabamos de evocar, es capaz de ponerlos en entredicho, y nosotros lo sabemos bien. Pero nosotros querríamos que esto fuera más fácil, desearíamos que esto fuera siempre la primavera: recordémonos entonces sencillamente de que la Iglesia nos hace celebrar el nacimiento del Salvador en invierno y de noche. No hay invierno ni noche que puedan impedirnos la repetición de lo que tan intensamente necesitamos saber: ¡El ha venido para mí... yo he sido esperado... su Mano posee mi vida!

Yo lo creo, yo veré la bondad del Señor
sobre la tierra de los vivientes.
Espera en el Señor, toma ánimo y toma valor.
Espera en el Señor (Sal 27, 13-14).


II. EL SILENCIO DE Dios EN NUESTRAS PRUEBAS

Soportar, decía Péguy, es encontrar lo que es excesivamente duro. Pero llega un momento en el que, a fuerza de soportar, se declara que es demasiado duro: allí está el crisol donde se prueban las almas.

Cada edad, cada ser puede asumir fracasos, momentáneos o definitivos, dentro de los límites que lo caracterizan; traspasados estos límites, la personalidad no consigue controlarse, reacciona de forma desordenada como un organismo en trance de asfixia, y corre el riesgo de descomponerse. El mismo fenómeno se produce en el orden espiritual: hay un «muro de prueba», semejante al «muro del sonido» para la aerodinámica, más allá del cual los problemas no se plantean en los mismos términos y sus soluciones no obedecen a las mismas leyes. Hay, para cada alma, una duración y una intensidad de desierto que ella puede soportar sin que su esperanza se vea vitalmente amenazada; al contrario, se purifica y se perfecciona; pero, más allá, si no se ven aparecer ni la Tierra prometida y el Jordán, ni el oasis y algunas fuentes, ni siquiera el mismo Angel portador de la galleta y de la calabaza de agua que reconfortó a Elías (1 Re 19, 5 s.), la prueba puede transformarse en crisis mortal para la fe. Entiéndase bien, no debemos olvidar que Dios no nos prueba jamás por encima de nuestras fuerzas, y si el silencio y el desierto se prolongan, es porque no hemos alcanzado todavía nuestro límite de resistencia y nuestro punto de quiebra, como nuestra pusilanimidad nos lo hace creer, o bien, es que el susurro de una palabra o de una fuente ha comenzado a dejarse oír, sin que nosotros, por nuestro agotamiento, nos hayamos dado cuenta de ello. Pero en estas situaciones extremas, la ambigüedad es la regla; todo es posible, la salvación y la perdición: ¿se está más acá?, ¿se está más allá?, se toca a un polo crucial y las agujas de la brújula se trastornan.
 

Los signos que inflaman la cólera

El hombre también está loco, y, en su confusión, un deseo violento puede obsesionarle: ¡obtener signos!, ¡requerir a Dios que intervenga aquí e inmediatamente con la amenaza de llevar si no una vida de abandono y de crimen, y de abandonarle también nosotros! ¡Cuántos sentimientos se mezclan y se agitan en un deseo así!: todas las modalidades de la incredulidad, desde las más benignas hasta las más graves. La historia de los héroes de la fe, en el magnífico cuadro del capítulo undécimo de la Epístola a los Hebreos, podría ser acompañada, en contrapunto, de la historia menos gloriosa, pero no menos instructiva, de los corazones incrédulos que, ante el muro de la prueba, exigieron de Dios signos en prenda de prueba o de otorgamiento.

Por los murmullos de la incredulidad, las caravanas del Exodo, atormentadas por el desierto y por el hambre, «tentaron a Dios en su corazón, pidiendo alimentos para sus almas. Hablaron en contra de Dios; dijeron: ¿es Dios capaz de poner una mesa en el desierto?» Por esta causa, «la Cólera se desató contra Israel, porque no tenían fe en Dios, no tenían confianza en su salvación» (Sal 78, 18-22). Fue por la precipitación de la incredulidad por lo que Saúl, acosado de cerca por sus enemigos, quiso forzar la mano de Yahvé (1 Sam 13), pero Yahvé le retiró su espíritu y, en la hora del peligro supremo, «no le respondió ni por sueños, ni por los oráculos, ni por los profetas» (1 Sam 28, 6). Entonces Saúl se extravió y, en su locura, llegó a solicitar signos y adivinanzas entre las nigromantes; no encontró en ellos otra cosa que amargura y condenación.

Fue por la hipocresía de la incredulidad por la que el rey Achaz, temblando en su corazón ante los invasores de su reino, despreció la señal que Dios le ofrecía por boca de Isaías (1s 7, 10 s.). Habiendo sido el primero en oír el anuncio del gran signo mesiánico, de nada le sirvió, porque no recibió la inteligencia del mismo.

Fue por la debilidad de la incredulidad por la que el viejo Zacarías dudó antes de creer en la palabra del Angel y exigió un signo. Lo obtuvo y fue un castigo: quedó afectado de mutismo hasta que el nacimiento del Precursor le devolvió, con la gracia de Dios, palabra y esperanza (Lc 1).

Fue por el resentimiento de la incredulidad por lo que uno de los ladrones suspendidos en cruz insultó a Jesús diciendo: «¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros también» (Lc 23, 39); pero no hubo allí ni señal ni milagro, y fue aquel que no lo esparaba el que recibió la seguridad del paraíso y del perdón.
 

Los signos que concede la misericordia

Todos éstos no conocían los caminos del Señor. Ellos rechazaban categóricamente arriesgarse y comprometerse con Dios hasta haber obtenido garantías, incluso garantías determinadas por ellos, olvidando que debían entrar en el plan de Dios y no Dios en el plan de ellos.

¿Habrá que decir entonces que Dios desconoce la dificultad de las exigencias que pide y se burla Je nosotros? ¿Puede tratar con rigor a nuestra alma pusilánime, apurada y suspicaz, que busca humildemente ciertas confirmaciones? Pensar tal cosa sería conocer mal al Dios «que sabe de qué estamos hechos» (Sal 103, 14). Vemos, por el contrario, que tolera ciertas imperfecciones de la fe en aquellos que, al menos en su corazón, reciben la palabra.

Por condescendencia y misericordia hacia el temor humano del futuro, finge tomar por humildes plegarias las condiciones que pone Jacob para su adoración: «... Si yo regreso sano y salvo a casa de mi padre, entonces Yahvé será mi Dios» (Gén 28, 21).

Fue por condescendencia y misericordia hacia la dificultad humana de creer por lo que concedió a Moisés, para los oprimidos de Egipto, el poder de obrar señales singulares, «de suerte que si ellos no quieren creerte y no se convencen por el primer prodigio, se convencerán por el segundo» (Ex 4, 8).

Fue por condescendencia y misericordia hacia la humana desconfianza campesina por lo que concedió a Gedeón, en el momento en que lo envió a combatir para liberar a su pueblo, todas las señales que él solicitó; y por lo que escuchó y atendió sin impacientarse la interminable súplica de este espíritu suspicaz: «No te irrites contra mí si hablo todavía otra vez. Permíteme que haga por última vez la prueba del vellón...» (Jue 6, 39).

Fue por condescendencia y misericordia hacia la angustia humana por lo que concedió a Ezequías una señal para confirmar la promesa de su curación, y por lo que aceptó incluso, a petición del enfermo inquieto, modificar esta señal para hacerla más brillante. «¡Es poco para la sombra ganar diez grados! ¡No! Más bien que la sombra retroceda diez grados» (2 Re 20, 8-11).

Fue por condescendencia y misericordia hacia la incertidumbre humana por lo que Jesús, después de haber censurado al funcionario real de Cafarnaúm, angustiado por su hijo: «¡si no veis señales y prodigios, no creéis!» (Jn 4, 48), le concedió la señal y la fe, de suerte que este hombre bajó de nuevo confirmado y satisfecho.

Aun cuando hubiera sido mejor para ellos creer sin pedir señal alguna, fueron escuchados. Es que, a diferencia de los primeros, ellos continuaban disponibles; pedían, incluso objetaban, pero no desconfiaban ni se burlaban. No pretendían en modo alguno determinar por sí mismos las condiciones de su eventual vuelta y de su fidelidad futura.

En realidad, antes de que les fuera dada la señal, ellos eran ya fieles, habían vuelto ya. Se podría decir que, para los incrédulos, la exigencia de una señal no es otra cosa que un pretexto para continuar no creyendo, mientras que se convierte, para las almas más abiertas, en un pretexto para justificarse de creer ante cierta instancia demasiado humana, que todavía no han superado.

Acaso seamos nosotros de estas almas: pongámonos en guardia, entonces, cuando aparezca en nuestro corazón el deseo de alguna señal, para que nuestra disponibilidad permanezca entera; tengamos un temor infinito de tentar a Dios, y, al presentarle nuestra debilidad, pidámosle, sin embargo, que nos libre de ella y que aumente en nosotros la fe.
 

La fe que no pide signos

La actitud más perfecta de la fe, cuando Dios se calla en la prueba, es probablemente la que expresa el libro de Judit:

¡Escuchadme, caudillos de los habitantes de Bethulia! ¡Verdaderamente habéis obrado mal al hablar hoy como lo habéis hecho ante el pueblo y al conaprometeros contra Dios, haciendo juramento de entregar la ciudad a nuestros enemigos si el Señor no os socorre en el plazo fijado! ¿Quién sois vosotros para tentar a Dios en este día y para colocaros por encima de El entre los hijos de los hombres? ¡Y ponéis a prueba al Señor omnipotente! ¡No acabaréis nunca de aprender! Si sois incapaces de escrutar las profundidades del corazón humano y de desentrañar los razonamientos de su espíritu, ¿cómo, pues, podréis penetrar en Dios que ha hecho todas estas cosas, escrutar su pensamiento y comprender sus planes? ¡No, hermanos, guardaos de irritar al Señor nuestro Dios! Si no entra en sus planes salvarnos antes de que expire el plazo de cinco días, puede protegernos en el plazo que quiera, como igualmente puede destruirnos en presencia de nuestros enemigos. Pero vosotros no exijáis garantías a los planes del Señor nuestro Dios. Porque no se pone a Dios al pie del muro como a un hombre, ni se le hacen requerimientos como a un hijo de hombre. En la espera paciente de su salvación, lo llamamos más bién para que venga en nuestra ayuda. El escuchará nuestra voz, si tal es su deseo (Jdt 8, 11-17).

De este texto fluye toda una espiritualidad que se puede resumir en tres actitudes fundamentales:

1. Una entrega incondicional.—La primera de todas es una entrega incondicional en las manos del Señor: «No exijáis garantías respecto a los planes del Señor nuestro Dios.» La prueba nos obliga a tomar en serio esta pobreza radical, la única que, en principio, ha podido abrirnos el acceso del Reino: estando en gracia de Dios, estamos también a merced de El, y esta certeza constituye nuestro orgullo, no ciertamente nuestra angustia, porque sabemos quién es este Dios y quién es el Amor. Pero lo que es este Amor devorador, nosotros lo sabemos todavía tan poco, que necesitamos aceptar que pueda ser, para nuestra psicología, no solamente luz, sino también tinieblas; no solamente socorro, sino abandono; no solamente palabra, sino mutismo. «Puede protegernos en el plazo que quiera, como igualmente puede destruirnos a la vista de nuestros enemigos»: ¡aceptar esto significa un salto muy grande en la fe! Aceptar, en el secreto de mi alma, que el Dios que yo adoro puede hacerme morir, y hacer morir mis esperanzas humanas, y a mí mismo, dándole gracias, es comenzar a conocer verdaderamente al Dios y Padre de Jesús crucificado. Es experimentar su silencio, no ciertamente como una cuestión que yo le planteo, sino como una cuestión que El me plantea: ¿quiéres tú, tú también, seguir a mi Hijo?

2. El cambio de nuestros pensamientos.—La segunda actitud es el cambio de nuestros pensamientos humanos frente a los pensamientos de Dios. «¡No acabaréis nunca de comprender al grande!»; este grito de Judit prefigura admirablemente el reproche que un día dirigió Jesús a sus Apóstoles: «Vosotros ¿no comprendéis todavía y no captáis? ¿Tenéis, pues, el espíritu ofuscado: y ojos para no ver y oídos para no oír?» (Mc 8, 17-18). Dios no ha cesado de enviar su palabra, de revelar sus pensamientos, de multiplicar sus signos: e incluso aquellos a los que se ha confiado no entran en sus planes. No captan las parábolas, ni las alusiones, ni todas estas correspondencias delicadas que encaminan por todas partes a la vez sobre los abismos del misterio divino. No solamente no comprenden la insinuación, sino que ni siquiera comprenden lo que se les ha revelado por diez veces. Signos, tienen muchos más de los que necesitan, pero no saben jamás cómo beber en ellos, porque sus «pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8, 33). Por el hecho de ser ellos mismos olvidadizos y versátiles, creen que Dios puede ser olvidadizo y versátil. Porque prometen sin tener, creen que Dios promete y puede acaso no tener. Porque se callan cuando no aman, creen que Dios no ama cuando se calla. Para ellos, la cruz de Jesús es el hundimiento y hacerse polvo todo el Evangelio que precede; mientras que es, como dice el mismo Crucificado, su consumación. «¡Espíritus sin inteligencia, tardos para creer todo lo que han anunciado los Profetas! ¿No era necesario que Cristo padeciese estos tormentos para entrar en su gloria?» (Lc 24, 25-26). Y uno a uno, por la palabra del Resucitado, los menores signos, los menores episodios, las menores indicaciones de todos los libros de las Escrituras tejen la túnica sin costura de la Revelación pascual. Esta convergencia delicada y admirable de todas las prefiguraciones, este acoplamiento de todos los hechos, de todos los actos, de todos los gestos, este sentido de toda la trama de la historia santa, esta unidad de la obra divina, ¡cómo brilla de repente a los ojos! ¡Cómo se evidencia que Dios no ha dejado de hablar! ¡Cómo palidecen y se borran, a manera de sueños malditos, estos siglos cubiertos de silencio, que ningún profeta ha llenado con su voz!

Y ciertamente, desde que nuestro bautismo nos ha revestido de Cristo, nuestra vida es una historia santa, y las mismas convergencias, los mismos ajustes, el mismo sentido se vuelven a encontrar en ella, hasta que la misma obra—¡una Pascua!—se realice allí. Pero nosotros no sabemos descifrarla; quedamos sin inteligencia ante tantas señales que nos han llegado, que nos han orientado y que no sabemos leer. ¡Cuántas coincidencias estúpidas y más o menos supersticiosas no hemos nosotros realizado con temor o con esperanza, y durante este tiempo dejábamos pasar sin hacerles caso todas las señales profundas con las que el Señor jalonaba la realización de nuestra vocación! ¡Cuán lentos somos para creer que está verdaderamente con nosotros hasta el fin de nuestros días! Cuando Dios se calla en nosotros y la prueba acosa, no nos olvidemos del día que habló con claridad y que cada una de sus palabras contenía un significado en reserva para la hora mortificarte, un mensaje sellado que entonces solame::'. :'.-v.mos abrir y podemos comprender: una infinidad de luces florecientes n la noche que nos rodea, y cuando nuestra memoria espiritual nos las ha devuelto todas, podemos decir en medio de nuestro deslumbramiento: ¡Y la noche, mi iluminación en medio de mis delicias. (3al 138, 12. Vulgata).

3. La esperanza paciente de la salvación.—La tercera actitud es «una esperanza paciente de su salvación» que nos dirige hacia el futuro. «Llamémosle en nuestra ayuda»: no ciertamente para imaginarnos que hacemos presión sobre él, sino porque ésta es la única ocupación que nos agrada. De igual manera que el estertor del agonizante es la suprema forma para él de ocupar hasta el final la vida que va a rendir, así también la plegaria y la esperanza son las únicas ferinas para el creyente de no dejar su alma inactiva; bien entendido, que cumple perfectamente toda su tarea humana, y es difícil, quizá, darse cuenta de este gran trabajo interior en el centro de su dolor, ya que en este momento toda otra ocupación sería distracción e infidelidad.

Entonces comprende que todos los silencios de Dios no son otra cosa que preludios a su palabra. Un silencio ha precedido todas las grandes obras del Señor. Antes de obrar guarda silencio, crea un silencio. Hubo el silencio sin fondo que precedió la llamada de Abraham; el silencio que llenó los clamores de los israelitas en Egipto hasta la llamada de Moisés; el silencio que invadió la Jerusalén castigada, antes de la Buena Nueva del perdón y del retorno; el silencio que se acumuló hasta la venida de Cristo, y el mismo silencio que precedió la hora de su nacimiento; el silencio de Nazaret antes de que Jesús predicase, y el silencio del Sábado Santo antes de que resucitase. Una vez más se producirá el silencio solemne final de hora y media a la apertura del séptimo sello del Apocalipsis (Ap 8, 1). Y bien, hay ahora, en buen sitio, en su sitio exactamente, el silencio de nuestras pruebas, y en lugar de buscar febrilmente señales para hacerlo más tolerable, debemos comprender que el mismo silencio es una prueba: el signo de que Dios hablará, e incluso que hablará muy pronto.

Este «muy pronto» puede sorprender; es que su significado es menos cronológico que teológico. «¡Dios no hará justicia a sus elegidos que gritan hacia El día y noche, mientras que contemporiza respecto a ellos! Yo os lo digo, El les hará pronto justicia» (Lc 18, 7-8). Esta prontitud anunciada no quiere decir que Dios temporalmente se precipite a sacar a los suyos de sus pruebas: está claro que esto lo hace raras veces. Significa que el día en que Dios, según sus planes, pueda satisfacer nuestras plegarias (y El las habrá escuchado todas), lo hará en un segundo, realizará su justicia en un instante. El deja pasar el tiempo, pero no se retrasa; hace que el tiempo se prolongue, pero, en la fecha fijada, se dará prisa y su justicia no se retrasará jamás. Por extraño que parezca, esta disposición de los ritmos parece una ley del cumplimiento de las obras divinas: largos períodos de maduración, después intrusión repentina de los acontecimientos con la rapidez del águila que s arroja sobre su presa. Hubo la lenta preparación mesiánica, después de repente la Encarnación; nuevamente el lento crecimiento de Nazaret, después, de pronto, Jesús sale del silencio, predica el Reino, derriba a Satanás, y en poco menos de tres años, todo está consumado, toda justicia cumplida — ¡justicia pronta, en verdad! Antes incluso de que los Nicodemos hubiesen tenido tiempo de volver a tomar sus espíritus y de dilucidar el problema, toda la salvación del mundo estaba realizada.

Si nos preguntamos, entonces, la causa de estas prolongadas etapas, aparentemente vacías, aparentemente baldías, aparentemente inútiles, estas prolongadas etapas que se podrían haber evitado, estos largos intervalos de nuestras pruebas, de cuya economía nos hubiéramos sentido particularmente dichosos, San Pedro nos responde que es por misericordia respecto a nosotros, ya que Dios «quiere que nadie perezca y que todos lleguen al arrepentimiento» (2 Pe 3, 9). Es necesario creer que estas largas etapas juegan su papel; que los beneficios que se obtienen de ellas superan en mucho las pérdidas: quizá no siempre y con seguridad, pero ¿quién se atreverá a hacer el balance? De suerte que si el tiempo se nos hace largo y la prueba nos consume peligrosamente, encontraremos quizá la fuerza para perseverar pensando en todos aquellos que tienen necesidad de este tiempo para encontrar el Reino, que tienen necesidad de tales plazos, y, ¿quién sabe?, de los plazos de nuestras pruebas.

En verdad, para aquel que se mantiene «en la espera paciente de su salvación», es una misma cosa creer que Dios hablará y aplicar el oído para que comience a hablar. ¡Porque entonces El comienza a hablar! El creyente no tiene que hacer otra cosa que abrir su libro y oír el grito de San Pablo: «¿quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada?... Pero en todo esto no tenemos dificultad alguna para triunfar por Aquel que nos ha amado» (Rom 8, 35-37). Volviendo a cerrar el libro, el creyente confiesa humildemente que ha tenido más dificultades de las que San Pablo parece imaginar, y que no vive precisamente en un triunfo, pero lo esencial es verdad: por Aquel que lo ha amado, y del cual no puede dudar, aun cuando se ausente durante algún tiempo, ha encontrado la fuerza de llegar hasta el final de su desierto, y, en su prueba, la alegría de no haber renegado de su Dios.


III. EL SILENCIO DE DIOS DESPUÉS DE NUESTROS PECADOS

La alegría de no haber renegado de su Dios...; habiendo pronunciado estas palabras, he aquí que una voz más desolada nos susurra: ¿y aquellos que no tienen ya derecho a esta alegría? Sí, aquellos que no están seguros de no haber renegado de Dios, que incluso se sienten obligados a confesar que le han sido infieles — no por odio o recusación definitiva, porque entonces no se preocuparían de buscarlo, sino por acumulación de sus negligencias y de sus debilidades, por el peso de su mediocridad, por su pecado de un día — ¿qué significa para ellos? El silencio de Dios es su castigo. No pueden ni sorprenderse ni escandalizarse de ello. No tienen por qué fingir sorpresa y preguntar: pero ¿qué me sucede?, ¿por qué permaneces mudo, Señor? La respuesta será implacable: ¡cuando yo hablaba, tú no escuchabas! Ellos saben que lo han despreciado cuando estaba a su lado, que han hecho que sus oídos permaneciesen sordos a sus inspiraciones, que han resistido a sus atracciones y a sus llamadas. Ahora es demasiado tarde. Ellos lo llaman: «Señor, Señor», pero El no responde. Querrían reconciliarse, pero ¿en qué se van a fundar? ¿Están excluidos de los caminos de Dios, como por ejemplo el hombre que, en la noche, se ha caído del puente del navío y, sin proferir un grito, ha desaparecido en el mar? «El corazón me palpita, mi fuerza me abandona, y hasta la luz de mis ojos», dice el salmista consciente de sus pecados (Sal 38, 11).

Pero otro salmo responde: «Su contienda no dura hasta el fin, ni es eterna su rencilla, el Señor no nos trata según nuestras faltas, no nos corresponde de acuerdo con nuestras ofensas» (Sal 103, 9-10).

La ruina de Jerusalén ha sido para Israel la experiencia para siempre sombría de este silencio de Dios hacia los pecadores. Experiencia para siempre oscura: para siempre luminosa también, porque aquellos que han permanecido inconsolables porque Dios había dejado de ser su Dios, se han visto conducir por la gracia a través de caminos maravillosos. Estos caminos permanecen abiertos para quien se preocupe de buscar su acceso y de modelar su alma de acuerdo con la de ellos. A decir verdad, el itinerario que ellos dibujan y que podemos observar particularmente en la tercera Lamentación, es el mismo que el libro de Judit había jalonado para toda situación de prueba. Pero, aun cuando las actitudes fundamentales sean las mismas, el clima es diferente.

1. La entrega incondicional en manos del Señor se convierte en una especie de aceptación profunda del abandono en el fondo del cual nos sentimos abismados. Renunciamos, una vez para siempre, a quejarnos de una injusticia. Hacemos nuestra y asimilamos la confesión de Azarías (que la liturgia utiliza en el Introito del XX domingo después de Pentecostés): «Sí, todo lo que Tú has hecho venir sobre nosotros, todo lo que Tú nos has hecho, lo has hecho con plena justicia» (Dan 3, 31). Comenzamos por asentir al hecho de que Dios se haya callado, pero este asentimiento no debe ser, en modo alguno, un abatimiento o un retorno sobre nosotros mismos, y mucho menos una posición cerrada para renunciar de ahora en adelante al diálogo: debe ser todo lo contrario, apertura, despliegue de nuestra alma, humilde exposición de nuestra vida a Aquel cuyo silencio no nos pesa tanto sino porque continúa siendo palabra y juicio. Como lo pide Jeremías (Lam 3, 30), nosotros «ponemos la mejilla» al Señor que nos golpea, a este viento que no sopla sino en el instante de la ausencia glacial y de la falta; nosotros «nos saciamos de afrentas»: alimento amargo, pero, sin embargo, alimento. Estamos en cierto modo en la situación de la esposa infiel a la que el profeta Oseas reprende en su morada, pero ordenándole al mismo tiempo: «Durante largos días, tú permanecerás allí tranquila sin entregarte a la prostitución y sin ponerte en manos de hombre alguno, y yo obraré de igual manera respecto a ti» (Os 3, 3).

2. Durante largos días, por el ayuno que ha sido impuesto a nuestra alma y que la hace más libre y más lúcida, los pensamientos del corazón de Dios comienzan de nuevo a sernos más perceptibles y a irradiar su seducción. Nuestra memoria espiritual nos recuerda que es este Dios a quien nuestras faltas han ofendido pero al que no han podido cambiar. «El Señor no rechaza a los hombres para siempre; si ha castigado, tiene compasión según su inmensa bondad» (Lam 3, 31-32). Evadiéndonos de la prisión de nuestro pecado, que tan fácilmente nos desesperaría, desembocamos sobre la plataforma de los planes divinos: allí todo parecerá distinto, allí todo es más grande, allí nada hay imposible. ¡La misericordia del Señor surge como un macizo gigantesco, cuyas aristas vertiginosas han podido ocultarnos por un momento nuestras infidelidades, pero no han podido hacer que desaparezcan! «¡Los favores del Señor no se han terminado, ni sus misericordias agotadas; ellas se renuevan cada mañana, porque su fidelidad es muy grande!» (Lam 3, 22-23). Grande: inconmensurable, «como es la altura de los cielos sobre la tierra» (Sal 103, 11), así es un Sinaí dulce y terrible al lado del cual un Moisés, después del pecado del pueblo, viene a encontrar el perdón y la renovación de la Alianza (Ex 34, 1-9).

El viento áspero de la humillación que nos azota el rostro comienza a cambiar de rumbo y a suavizarse como el anuncio de un cambio de estación: no, un Dios tal no puede callarse para siempre; sus promesas son indelebles y sus dones sin arrepentimiento: El no busca otra cosa que darlos a nosotros; a nosotros, en cambio, corresponde comprender este designio y dejarnos conducir. «Porque no hay confusión posible para aquellos que esperan en ti» (Dan 3, 40); es imposible, en efecto, que Aquel que ha venido para salvarnos del pecado se vea impedido de hacerlo por el mismo pecado, siempre que este pecado no nos haya quitado el gusto del arrepentimiento y del retorno. Toda vez que «ahora nos dedicamos con todas las fuerzas de nuestro corazón a seguirte, a temerte y a buscar tu rostro, no nos dejes en la vergüenza, sino haz con nosotros según tu mansedumbre y la grandeza de tu amor» (Dan 3, 42).

3. Quizá Dios se calle durante algún tiempo para comprobar la sinceridad de nuestro retorno, pero este silencio nos parecerá completamente ligero. No será el abandono trágico al cual nos sentíamos entregados, sino el abandono tranquilo de un corazón confiado en la benevolencia de su Salvador. Nuestra alma permanece allí tranquila, invadida por una certeza que irradia para ella la aurora del Rostro de Dios: «El Señor es bueno para quien se confía en El, para el alma que se confía en El, para el alma que lo busca. Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor» (Lam 3, 25-26). Más allá de la angustia del pecado, nosotros alcanzamos la resistencia a toda prueba, y nos aplacamos en este silencio unificador que es la gestación y el preludio de un diálogo nuevo. Ahora, Señor, Tú puedes hablar: yo creo que todo el mundo en mí está, por fin, decidido a escucharte y, si es de tu agrado, a guardar tu palabra.
 

Creer que El habla siempre

¿Por qué duermes Tú, Señor? De ahora en adelante sabemos que su sueño consiste en que nos olvidamos de escucharlo; o es que una prueba nos ha visitado y necesitamos sufrirla; o es que el pecado nos ha desterrado lejos de El. Lo más frecuente es incluso que estas tres cosas sean verdaderas al mismo tiempo: ¿quién, en efecto, no se ha distraído jamás oyendo al Señor? y ¿a quién la vida no le obliga a llevar el peso de sus inevitables cargas?; en cuanto a decirse sin pecado, ¿quién se atreverá? Con todo esto, he aquí perfectamente explicados los silencios divinos que oscurecen la alegría de nuestra fe.

Con todo esto, forzosamente debemos reconocer que no todo está todavía dilucidado. Los mismos santos atestiguarán que, incluso aquellos que han dado todo al Señor, que han leído con avidez sus palabras y por ellas se han desprendido de todas las pasiones humanas, se han visto conducir por El a un desierto alejado donde El se callaba. No importa de qué prueba se tratara cuando guardaba silencio, sino de que no había otra prueba que la del silencio. Eran incapaces de vivir de otro pan que de la única palabra que salía de la boca de Dios, y he aquí que ahora, cuando toda otra fuente les falla, la boca de Dios parece cerrarse y su palabra extinguirse.

No queremos pretender aquí decir lo que sucede ni aconsejar lo que debe ser: el Espíritu Santo, que impulsa a las almas en tal desierto, sabe también alimentarlas y hacerse su guía. Pero su evocación puede enseñarnos una lección que nos servirá de conclusión. El creyente ve signos allí donde los otros no comprueban otra cosa que el vulgar encadenamiento de los acontecimientos objetivos o subjetivos: para éI, estos acontecimientos son acontecimientos del Señor en su vida. Ahora bien, cuanto mayor sea su fe, tanto mejor discernirá las características circunstanciadas de estos acontecimientos. No volverá a decir: he aquí que el Señor viene, he aquí que el Señor no viene: El comprenderá que tan pronto viene de forma manifiesta como de forma oculta; que tan pronto se encuentra allí para dar como para quitar; que tan pronto se encuentra colmado de su amor, como desprovisto de este amor. En todo esto el creyente se ejercita diciendo: ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor! Si Dios habla el lenguaje que su alma espera, debe guardar esta palabra; pero si el oído no percibe otra cosa que silencio, debe conservar este silencio con la máxima atención y fidelidad. Cuando Dios guarda silencio, nosotros mismos debemos guardar silencio: tal es el secreto del progreso espiritual. Cuando Dios se calla, necesitamos pensar que El va a hablar, que El habla ya — o que El habla todavía. O más bien, en la hora en que esta verdad nos es ocultada porque la paradoja que la expresa la retira para nuestro sentido: cuando Dios se calla, necesitamos creer que El habla todavía, con esta fe que cree sin ver y que se mantiene sin otro apoyo humano.

Sí, aquel que quiere escuchar a Dios y ser escuchado por El, debe creer que El habla siempre y que El tiene los ojos fijos con amor sobre todos aquellos que lo buscan.