LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
II. «MURIO POR NUESTROS PECADOS»
El misterio pascual en la historia (I)
1. El misterio pascual
2. Getsemaní: una explicación teológica
3. Getsemaní: una explicación mística
4. «Lo que falta a la obediencia de Cristo»
II
«MURIÓ POR NUESTROS PECADOS»
El misterio pascual en la historia (1)
En la meditación precedente, he tratado de esbozar una visión de
conjunto del desarrollo de la idea pascual desde el Antiguo Testamento
hasta los padres de la Iglesia. De esa rápida ojeada hemos visto cómo
un acontecimiento entre todos ellos acabó por imponerse como el
acontecimiento pascual por excelencia: «el paso de Jesús de este
mundo al Padre», tal como lo define Juan. Éste es el corazón de la
Pascua, el punto ideal en donde acaba la Pascua antigua y nace la
nueva Pascua; donde acaba la figura y nace la realidad. Dicho
acontecimiento es lo que llamamos propiamente «Pascua de Cristo»,
donde «Cristo» tiene valor de sujeto, no de objeto, e indica la Pascua
vivida históricamente y en primera persona por el mismo Jesús, durante
su existencia terrena.
Juan resume este núcleo pascual de la vida de Jesús, llamándolo su
paso de este mundo al Padre. Sin embargo, ésta no es una afirmación
aislada en el Nuevo Testamento, sino que es una de tantas
formulaciones sintéticas del así llamado «misterio pascual», del que
vamos a ocuparnos ahora. 1
1. El misterio pascual
La formulación más conocida del misterio pascual es la que leemos
en I Co 15, 3-4, que se remonta a no más de cinco o seis años
después de la muerte de Cristo, ya que san Pablo la «transmite» en la
forma en que él mismo la ha recibido oralmente poco tiempo después
de su conversión. Completada oportunamente con Rm 4, 25, suena de
este modo: «Jesucristo fue entregado por nuestros pecados y resucitó
para nuestra justificación». La estructura de este primitivo credo
pascual es muy interesante: en ella se distinguen netamente dos
planos: a) el plano de la historia o de los hechos desnudos: «fue
entregado», «resucitó»; b) el plano de la fe, o del significado de los
hechos: «por nuestros pecados», «para nuestra justificación».
Podríamos decir: el plano del «en sí» y el plano del «por nosotros».
Para el Apóstol, ambos planos son indispensables para la salvación; no
sólo el de la fe (el «para mí»), sino también el de la historia. Dice, en
efecto, que si Cristo no hubiera resucitado realmente, nuestra fe sería
«vana», es decir, estaría vacía (cfr. I Co 15, 14), precisamente porque
es fe en un acontecimiento histórico, o en una intervención de Dios en
la historia y, por lo tanto, el acontecimiento histórico es, también, su
contenido.
Por otra parte, el plano del misterio o del «por nosotros» también se
enraiza en la historia y no es sólo fruto de la lectura de fe realizada por
la comunidad postpascual. Jesucristo, en efecto, ya durante su vida
terrena, especialmente en la institución de la eucaristía, se había
mostrado consciente de morir «por los pecados de muchos». Y este
pleno conocimiento suyo, de algún modo, se sitúa en la historia como
la conciencia de ser Hijo de Dios, si bien la forma en que la
encontramos expresada pueda provenir de la fe de la comunidad
postpascual. La opinión contraria, que niega a Jesús toda conciencia
del significado salvífico y expiatorio de su muerte, es una aberración de
la escuela crítica (Reimarus) que tan sólo una lectura radicalmente
secularizada de la Escritura podría llevarnos a aceptar. Pero esta
interpretación, destruye el alma misma del misterio pascual que
consiste, precisamente, en el amor de Jesús por los suyos que lo
empuja a dar la vida por ellos. El evangelio deja de aparecer como lo
que es en realidad es decir, evangelio del amor de Dios en Cristo si se
hace de Jesús una pura objetivación, una expresión irresponsable e
inconsciente del amor de Dios, en lugar de ver en él la suprema
subjetivación y personificación del amor del Padre. Esto es tan cierto
que Juan, al formular el misterio pascual, en vez de decir que Jesús
murió «por nuestros pecados», dice que murió «por amor»:
«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta
el fin» (Jn 13, 1) y también: Nadie tiene amor mayor que éste: dar la
vida en favor de sus amigos (Jn 15, 13). Por otra parte, ambas cosas,
es decir dar la vida por los pecados y dar la vida por amor, son lo
mismo: «Nos amó y (por esto) se entregó a sí mismo por nosotros»,
(cfr. Ga 2, 20; Ef 5, 2), o sea, por nuestros pecados.
Ya he dicho que la opinión contraria es fruto de una lectura de la
Escritura radicalmente secularizada. Parte, efectivamente, del
presupuesto de que aquello que ha acontecido realmente en la
historia, no se puede conocer más que a través del estudio crítico y no
a través de la revelación. Todo lo que no es transmitido por una
cadena ininterrumpida de testimonios escritos, o aquello que excede lo
que comúnmente se pensaba y se esperaba del Mesías en tiempos de
Jesús, es considerado no histórico. De este modo, se acaba en el
absurdo de negar al hombre Jesús aquello que se observa
normalmente en la vida de los santos; esto es, que Dios haya podido
revelarle de forma directa, mediante iluminaciones, el sentido de su
vida y de sus opciones. Como si el Espíritu Santo no tuviera nada que
ver cuando consideramos la verdad histórica de la Escritura, como si
Pablo dijera algo absurdo al afirmar con fuerza que conocía «el
pensamiento de Cristo» ( I Co 2, 16), o como si el Espíritu que revelaba
al Apóstol el pensamiento de Cristo resucitado no pudiera revelarle el
pensamiento de Jesús antes de la resurrección. Si es verdad que
«nadie conoce las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que
está en él» (cfr. I Co 2, 11), es verdad también que nadie conoce las
cosas de Cristo, sino el Espíritu de Cristo que estaba en él y que
después inspiró las Escrituras. Pablo les podría repetir a esos exegetas
que hoy quieren imponernos «otro evangelio», privado del amor de
Jesucristo y de la compasión por nuestros pecados, lo mismo que dijo a
los Gálatas: Si alguno os predica un evangelio distinto del que habéis
recibido, sea anatema (Ga 1, 9).
La fe pascual de los cristianos requiere, pues, que se crea en estas
tres cosas a la vez: primero, que Jesús realmente murió y resucitó;
segundo, que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra
justificación; tercero, que murió por nuestros pecados sabiendo que
moría por nuestros pecados; que murió por amor, no a la fuerza ni por
casualidad.
De este misterio pascual de muerte y resurrección, quiero
profundizar en este capitulo el primer aspecto, el de la muerte por
nuestros pecados, reservando para el siguiente capítulo la reflexión
sobre la resurrección.
RS/J/AGUSTIN: Escribió san Agustín: «No es cosa grande creer que
Cristo murió. Esto también lo creen los paganos, los judíos y todos los
perversos. Todos creen que Cristo murió. La fe de los cristianos
consiste en creer en la resurrección de Cristo. Tenemos por grande
creer que Cristo resucitó»1. Pero con esto, Agustín no sólo quiere
decir que la resurrección es más importante para nosotros que la
muerte, sino que también afirma que creer en la resurrección de
Jesucristo es más comprometido y más comprehensivo (quien cree que
ha resucitado, cree también que ha muerto), y por ello es también lo
que identifica de manera peculiar al verdadero creyente. Más aún, el
mismo santo doctor dice que, de las tres cosas simbolizadas por el
triduo pascual -crucifixión, sepultura y resurrección-, la más importante
para nosotros, porque nos concierne más directamente, es
precisamente la simbolizada por el viernes santo, es decir, la muerte:
«El primer día, que significa la cruz, transcurre en la presente vida; los
que significan la sepultura y la resurrección los vivimos en fe y en
esperanza» 2
No trato de considerar tanto el aspecto físico de la muerte de Jesús,
cuanto su dimensión interior y espiritual: la muerte del corazón, que
precede y da significado a la muerte del cuerpo. Ésta encuentra su
momento culminante en la agonía de Jesús en Getsemani, cuando dijo:
Mi alma está triste hasta la muerte (/Mc/14/34). La importancia de este
episodio de la redención es tal que lo encontramos conservado, en
diferentes formas, en tres estadios de la tradición neotestamentaria: en
los Sinópticos (/Mt/26/38), en Juan (/Jn/12/27: Ahora mi alma está
turbada...) y en la epístola a los Hebreos (cfr. /Hb/05/07-08).
Getsemaní marca la depresión máxima en el «paso de Jesús de este
mundo al Padre»; es «el gran abismo» del que habla un salmo (Sal 36,
7). Meditándolo se pierde el sentido un tanto materialista de la pasión
del Señor, como si se tratara de un conjunto de horrorosos tormentos,
o de un guión escrito o conocido de antemano por las Escrituras, que
Jesús interpreta casi sin inmutarse. Al acercarnos a este misterio, es
verdaderamente necesario quitarnos las sandalias de nuestro pies,
porque el terreno que pisamos es un lugar santo; es necesario ser
humildes y contritos de corazón. Evitemos acercarnos como simples
curiosos o meros estudiosos, pues seríamos rechazados
inexorablemente; creeríamos haber entendido todo y no habríamos
comprendido nada.
Quisiera esbozar una interpretación de este acontecimiento de
Getsemaní, sirviéndome sucesivamente de dos instrumentos: el
proporcionado por la teología dogmática y el que nos ofrece la teología
mística.
2. Getsemaní: una explicación teológica
La experiencia de Getsemaní encuentra su calmen y su resolución
en la frase de Jesús: No se haga lo que yo quiero, sino lo que tu
quieres (/Mc/14/36). El problema teológico estriba en saber quién es
ese «yo» y quién es ese «tú»; quién dice el fiat y a quién lo dice.
Se sabe que estas preguntas recibieron en la antigüedad dos
respuestas muy distintas, según el tipo de cristología que subyacía a
las mismas. Para la escuela alejandrina, el «yo» que habla es la
persona del Verbo que, en cuanto encarnado, pronuncia su «sí» a la
voluntad divina (el «tú») que él mismo tiene en común con el Padre y el
Espíritu Santo. Quien dice «sí» y aquel al cual dice «sí» son la misma
voluntad, considerada en dos tiempos o dos estados diferentes: en el
estado de Verbo encarnado y en el estado de Verbo eterno (la
voluntad divina, en efecto, es una sola, y es común a las tres personas
divinas). El drama -si podemos hablar de drama- se desenrolla más
que entre Dios y el hombre, en el mismo seno de Dios, y la razón de
esto es porque todavía no se reconoce claramente la existencia en
Cristo también de una voluntad humana y libre. Ello explica por qué los
teólogos de esta escuela mostrarán siempre una cierta incomodidad al
ocuparse de este aspecto de la experiencia de Jesús, así como de
otros aspectos análogos (ignorancia del día de la parusía, tentaciones,
crecimiento en sabiduría, etc.). A veces -como ocunre en Atanasio y en
Hilario de Poitiers- la experiencia misma es trivializada con el recurso a
la explicación «pedagógica», según la cual Jesús no tuvo miedo de
verdad, ni lloró verdaderamente, ni tampoco ignoraba en realidad el
día de la parusóa, sino que quiso mostrarse en todo parecido a
nosotros, para instruirnos y edificarnos.
J/ADAN GETSEMANI/PARAISO: Más válida, en este punto, es la interpretación de la escuela antioquena. Los
autores de esta escuela descubren una correspondencia entre lo que sucede en el huerto de Getsemaní y lo que tiene lugar en el jardí del
Edén. Si el pecado consistió en el principio, y consiste todavía hoy, esencialmente, en un acto libre con el que la voluntad del hombre
desobedece a Dios, la redención no podrá configurarse más que como una vuelta del hombre a la perfecta obediencia y sumisión a Dios. Por
otra parte, Pablo lo dice claramente: Como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores así también por la
obediencia de uno solo todos serán constituidos justos (/Rm/05/19).
Pero para que pueda darse dicha obediencia perfecta, es necesario
que exista un sujeto que obedece y un sujeto al que obedecer: ¡nadie
puede obedecerse a sí mismo! Aquí descubrimos, pues, quiénes son
ese «yo» y ese «tú» que resuenan en la frase de Jesús: es el hombre
Jesus que obedece a Dios. Es el Nuevo Adán que habla en nombre de
todos los hombres y se dirige finalmente a Dios para pronunciar ese
«si» libre y filial, por el cual Dios creó, al comienzo, el cielo, la tierra y el
hombre. Si la salvación consiste en obedecer a Dios, se comprende el
lugar tan importante que la humanidad de Cristo ocupa en la
redención. La humanidad de Cristo no es sólo una «naturaleza» inerte,
y ni siquiera un simple sujeto pasivo al que atribuir todas las cosas
«indignas de Dios» que hay en la vida de Cristo; sino que, por el
contrario, es un principio activo y libre, es un agente coesencial en la
obra de nuestra salvación; es un «obediente».
Pero también esta interpretación tan sugestiva tenía una grave
laguna. Si el fiat de Jesús en Getsemam es esencialmente el «sÍ» de
un hombre (el homo assumptus), aunque sea el sí de un hombre unido
indisolublemente al Hijo de Dios, ¿cómo puede tener este «sí» un valor
universal de modo que pueda «constituir justos» a todos los hombres?
Jesús aparece más como un modelo sublime de obediencia que como
una «causa de salvación» intrínseca para todos aquellos que le
obedecen a él (cfr. Hb 5, 9). Es éste el límite no sólo de la cristología
antioquena, sino también de todas aquellas cristologías modernas en
las que el mismo Jesús no es claramente reconocido como Dios, y en
donde los actos redentores son concebidos como pertenecientes a la
«persona humana» de Jesús.
El desenrollo de la cristología colmó esa laguna, gracias sobre todo
a la obra de san Máximo el Confesor y al concilio Constantinopolitano
III. San Máximo volvió a plantearse la pregunta: ¿Quién es ese «yo» y
ese «tú» de la oración de Jesús en Getsemam? Y respondió de una
forma muy iluminadora: no es la humanidad la que habla a la divinidad
(antioquenos); ni tampoco es Dios que, en cuanto Verbo encarnado, se
habla a sí mismo como Verbo eterno (alejandrinos). El «yo» es el
Verbo que habla, pero en nombre de la libre voluntad humana que ha
asumido; el «tú», en cambio, es la voluntad trinitaria que el Verbo tiene
en común con el Padre. En Jesús, el Verbo (Dios) obedece
humanamente al Padre. Y, sin embargo, no se anula el concepto de
obediencia, ni Dios se obedece a sí mismo, porque entre el sujeto y el
término de la obediencia está todo el peso de una real humanidad y de
una libre voluntad humana. El que obedece y aquel a quien obedece
no son ni la misma voluntad, ni la misma persona, porque el que
obedece es la voluntad humana del Verbo (o el Verbo en su voluntad
humana) y aquel a quien obedece es la voluntad divina común a toda
la Trinidad. «Quien por nosotros se hizo como nosotros, decía a Dios
Padre como un hombre: No se haga mi voluntad, sino la tuya, porque
él, que es Dios por naturaleza, también como hombre su voluntad era
el cumplimiento de la voluntad del Padre. Por consiguiente, según
ambas naturalezas por las que, en las que, y de las que estaba
constituida su persona, se revelaba como aquel que naturalmente
quiere y obra nuestra salvación: por un lado, consintiendo a ella, junto
con el Padre y con el Espíritu Santo; por otro lado, haciéndose
obediente por ella al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz, y
realizando él mismo, mediante el misterio de la encarnación, el gran
plan de salvación por nosotros» 3.
«Cristo no ha querido humanamente la encarnación, sino sólo
divinamente, junto con el Padre y el Espíritu Santo. Desde el punto de
vista del consentimiento humano, no hubo en la encarnación, más que
el consentimiento de la Virgen María. Pero en Getsemaní, cuando dice:
Padre, hágase tu voluntad (Mt 26, 42), Jesús pronuncia el fiat de la
redención; entonces aparece el libre consentimiento de la voluntad
humana de una persona divina» (M. J. Le Guillou). Es precisamente
aquí donde gracia y libertad -como decíamos antes- coinciden y la
Pascua del hombre se identifica con la Pascua de Dios. Aquel que
debía combatir, es decir, el hombre, se ha encontrado con aquel que
podía vencer, es decir, con Dios, y de ahí ha surgido la victoria. En
efecto, después del pecado ésta era la situación del hombre: «Por
justicia, el hombre habría debido asumir la deuda y obtener la victoria,
pero era esclavo de aquellos que habría debido batir en combate;
Dios, por el contrario, que podia vencer, no debía nada a nadie. Por
eso ni uno ni otro iniciaba la batalla, y el pecado reinaba, y así era
imposible que surgiese para nosotros la vida verdadera, ya que uno
debía obtener la victoria, pero sólo el otro podía alcanzarla. Por eso
era necesario que uno y otro se unieran y que en uno solo se
encontraran unidas las dos naturalezas: la de aquel que debía
combatir y la de aquel que podía vencer. Y así sucedió. Dios se hace
hombre y hace suya la lucha en nombre de los hombres: siendo
hombre, vence como hombre al pecado, estando puro sin embargo de
todo pecado por ser Dios» 4.
¡Dios ha obedecido humanamente! Se comprende entonces el
poder universal de salvación que encierra el fiat de Jesús: es el acto
humano de un Dios; un acto divino-humano, teándrico. Ese fiat,
empleando la expresión de un salmo, es verdaderamente «la roca de
nuestra salvación» (Sal 95, 1). La salvación de todos nosotros reposa
en él. Nadie puede poner un fundamento distinto de éste (cfr. 1 Co 3,
11); quien vulnera este fundamento mina las bases mismas de la fe
cristiana porque le quita su carácter absoluto y universal.
/Mc/14/36/MAR-ROJO: Pero volvamos un momento a la frase de
Jesús: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres». En el
paso misterioso de ese «yo» a ese «tú» se encierra el verdadero,
definitivo y universal éxodo pascual de la humanidad. Es éste el paso
del verdadero mar Rojo; un paso entre dos orillas que se han
aproximado mucho, pero entre las que media un verdadero abismo; se
trata en efecto de pasar de la voluntad humana a la voluntad divina, de
la rebelión a la obediencia. Seguir a Jesús en este éxodo significa
pasar del «yo» viejo al «yo» nuevo, pasar de «mí» a los otros; de este
mundo al Padre.
3. Getsemaní: una explicación mística
Decía que en ese paso del «yo» al «tú» de la oración de Jesús hay
un abismo de por medio. Para lanzar una mirada a este abismo, ya no
es suficiente el instrumento del análisis teológico, es necesario el de la
experiencia mística. Sólo ella puede hacennos intuir lo que significó
para el Salvador pronunciar su fiat y a qué dijo ese fiat. La explicación
teológica capta el aspecto objetivo, u ontológico, de la experiencia de
Jesús, pero no el aspecto subjetivo o existencial. Si la experiencia de
Jesús fue ante todo experiencia (no una cosa o un razonamiento), se
comprende la necesidad de pasar, de algún modo, por esa misma
experiencia para comprenderla. Ciertas páginas de la Biblia, como
sucede con la de Getsemaní o con la de las tentaciones de Jesús,
quedan selladas, hasta que se tiene la oportunidad de verlas
realizadas en la vida de los santos y, por tanto, en la Iglesia. Algunos
estudiosos se preguntan de qué fuente puede derivarse un relato
como el de Getsemaní tan pormenorizado y rico en detalles
psicológicos y, quizás, llegan a poner en duda su historicidad. Y no se
dan cuenta de que lo que se describe sólo son pequeños rasgos, como
si fueran estacas colocadas en círculo sobre un teareno para advertir
que debajo hay un foso. Esa profundidad insondable, ese abismo que
supuso la agonía espiritual de Jesús en Getsemaní, tan sólo se llega a
captar reviviéndola uno mismo, o escuchando lo que han dicho
aquellas almas místicas a las que el Señor les ha concedido revivirla, al
menos en parte.
La categoría más útil para acercarnos a la experiencia de
Getsemaní es quizás la de la «noche oscura del alma», de la que ha
hablado san Juan de la Cruz. «Ya que Jesús posee una naturaleza y
una voluntad humanas, posee también un centro humano subjetivo de
actividad, que es precisamente el de la criatura que se pone libremente
frente al Dios incomprensible. Esto posibilita que Jesús realice las
mismas experiencias de Dios que nosotros realizamos, y que las realice
de una fonma todavía más radical, o incluso podríamos decir, todavía
más atroz. Y esto tiene lugar, precisamente, en virtud de la llamada
unión hipostática, y no a pesar de ella» (K. Rahner). Los gestos de
Jesús en el huerto de los olivos, son los gestos de un hombre sumido
en una angustia mortal: «se arrodilló», «se postró sobre su rostro» «se
acercó a sus discípulos». «se fue de nuevo a orar». Pero una cosa es
cierta: dicha angustia no fue causada por la simple previsión de los
tormentos que se le avecinaban. El cáliz que lo tortura es el cáliz de la
ira divina, del cual se ha dicho que «debe ser bebido hasta las heces
por los pecadores» (Sal 75, 9), o por quien, como en este caso, los
representa. Se dice en los profetas, de la Jerusalén castigada por sus
pecados, que «ha bebido de mano de Yahvé la copa de su ira. El cáliz
del vértigo» (Is 51, 17). Ese cáliz es la pasión, pero no la pasión en sí
misma, sino en cuanto ésta supone de castigo del pecado o fruto del
pecado.
P/AGONIA-DE-J: A la luz de esto, el tormento de Jesús aparece
causado por dos hechos que son dependientes entre sí: la cercanía
del pecado y la lejanía de Dios. Cuando en el curso de una purificación
pasiva, Dios le permite a una criatura que mire a su propio pecado a la
cara, ésta se asusta mortalmente. Un sentimiento mezclado de horror,
miedo y desesperación se adueña de ella, hasta el punto de que le
gustaría desaparecer y ser aniquilada, con tal de no vérselo delante.
Jesús sintió cerca, aún más, «encima», el pecado; y no sólo uno o
algunos pecados, sino todo el pecado del mundo. En este momento no
importaba el hecho de que no hubieran sido cometidos por él; eran
suyos porque libremente los había asumido: Llevó nuestros pecados
en su cuerpo (/1P/02/24); Dios le hizo pecado por nosotros
(/2Co/05/21), habiéndose hecho «maldición por nosotros» (/Ga/03/13).
Dicha cercanía del pecado provoca, como consecuencia, la lejanía de
Dios, o más concretamente, de hecho, el alejarse de Dios: el verlo
marcharse, desaparecer, y ya no responder. El grito: Dios mio, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46) (con lo que sigue en el
salmo 22: ¡Lejos de mi salvación la voz de mis rugidos!), lo llevaba
Jesús en el corazón desde Getsemaní. La atracción infinita de amor
que había entre Padre e Hijo, ahora es traspasada por una repulsión
también infinita, porque Dios odia infinitamente el pecado. No existe
parangón alguno para describir esta experiencia. Si el simple contraste
en la atmósfera entre una corriente de aire frío y otra de aire caliente
es capaz de perturbar el cielo con rayos, truenos y relámpagos, hasta
hacernos sentir miedo, ¿qué habrá sido del alma de Jesús donde la
suma santidad de Dios se puso en contraste con la suma malicia del
pecado? En él se realizaron misteriosamente las palabras del salmo
que dice: Abismo (el de la santidad) que llama al abismo (el del
pecado), en el fragor de tus cataratas, todas tus olas y tus crestas han
pasado sobre mi (/Sal/041/042/08); tus espantos me han aniquilado
(/Sal/087/088/17).
Y después de esto, ¿todavía nos maravillamos de que pudiera salir
de labios de Jesús aquel grito de angustia: «Mi alma está triste hasta la
muerte»?, o ¿buscaremos tal vez explicaciones fáciles de ese grito,
como hicieron algunos en el pasado? La santidad de Dios hace sentir
el pecado como lo que es: un peligro mortal, un grito que se rebela
contra el Omnipotente, el Santo, el Amor. Dios debe alejarse para que
se comprenda qué es el pecado y se revele su íntima naturaleza, a
través de sus consecuencias. Cuando Dios ha desaparecido del todo,
en la más total oscuridad del espíritu, cuando la criatura ha descendido
«viva a los infiernos», es entonces cuando comprende qué ha
cometido en realidad al pecar. El alma sale de ahí como quemada y
martirizada. Cuando los santos describen este tipo de experiencia, nos
hacen sentir escalofríos. Y sin embargo, el modo en que son probados
no es ni siquiera comparable al de Jesús, que llevaba sobre sí los
pecados de todos. «Para dar una idea de todas mis torturas y del
deseo de liberarme de ellas que experimento -se lee en una mística, a
propósito de esta prueba-, manifiesto sin reparos que preferiría en su
lugar tener todos los males, enfermedades y dolores que están
presentes en los cuerpos de los hombres... preferiría soportar
cualquier género de martirio» (beata Angela da Foligno).
La epístola a los Hebreos dice de Jesús: Aprendió la obediencia por
las cosas que padeció (/Hb/05/08). ¡Qué frase tan profunda! Quiere
decir que Jesús, en su experiencia de Getsemaní (porque es a esta
experiencia a la que se refiere el autor si vemos el contexto), ha
experimentado sobre sí mismo qué significa obedecer y qué significa
desobedecer a Dios. Bebió hasta las heces el amargo cáliz del pecado.
Por eso he dicho al principio que se vacía completamente de
significado el misterio pascual y se hace de él una cáscara hueca si se
niega que Jesús fue consciente de morir por los pecados de los
hombres.
Seria bueno pararnos aquí y no tratar de ir más lejos con nuestra
mirada, sino hacerlo sólo con el corazón. Ahora sabemos lo que le
costó a Jesús pronunciar su fiat y a qué dijo este fiat. Dijo «sí» a beber
el cáliz de la justicia y de la santidad de Dios por todos nosotros. Dijo
«si» también a su pasión real, si entendemos la pasión no como el
resultado de causas accidentales y políticas, sino como el resultado del
pecado. Dijo «sí», en definitiva, a realizar sobre sí mismo el destino del
Siervo de Yahvé:
¡Y con todo eran nuestras dolencias
las que él llevaba
y nuestros dolores los que soportaba!...
Él ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas.
Él soportó el castigo que nos trae la paz (Is 53, 4ss.).
Fue necesario el «sí» humano pronunciado por un Dios en la
oscuridad del espíritu de su humanidad, para rescatar la rebelión
acumulada por los hombres desde Adán en adelante. ¡ Y con este «sí»
la ha rescatado verdaderamente!
Con sus cardenales hemos sido curados...
Por las fatigas de su alma,
vera luz, se saciara.
Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos... (Is 53,5. 11).
Getsemaní no termina en la derrota, sino en la victoria. Jesús ha
descendido por todos nosotros al infierno, pero no ha perdido su
confianza filial en Dios, a quien siguió llamando Abba, Papá. Su
absoluta obediencia ha destruido así el infierno y la muerte, renovando
la vida. Él ha sido verdaderamente «escuchado por su piedad», esto
es, por su obediencia (Hb 5, 7), y fue escuchado más allá de cualquier
previsión. Dios le ha concedido su complacencia en tal medida, que
ésta se desborda sobre todos los hombres; en él son bendecidas todas
las estirpes de las naciones, por su obediencia, todos son
«constituidos justos» (Rm 5, 19).
4. «Lo que falta a la obediencia de Cristo»
Pascal escribió: «Jesús sigue en el huerto en agonía hasta el fin del
mundo» 5. Su afirmación puede tener un sentido correcto si se piensa
en la doctrina del cuerpo místico. La Cabeza ha resucitado gloriosa,
pero su cuerpo está todavía en la tierra, sumido en la prueba y en el
dolor, por tanto está en agonía. Pero si el cuerpo está en agonía,
también él está en agonía místicamente; porque «si un miembro sufre,
todos los miembros sufren» (1 Co 12, 26).
Pero no es éste el punto principal. Lo principal consiste en saber
qué espera de nosotros el Jesús que está en agonía hasta el fin del
mundo. Pascal, en ese mismo texto dice: ¡una lágrima de compasión!
«¿Quieres que continúe derramando por ti la sangre de mi humanidad,
sin que tú me des ni siquiera una lágrima?» Pero no es esto,
ciertamente, lo que Jesús espera y desea de nosotros en primer lugar.
Quiere que nos unamos a él en la obediencia al Padre; quiere que
«suplamos en nuestra carne lo que resta a la obediencia de Cristo en
favor de su cuerpo que es la Iglesia» (cfr. /Col/01/24). El que hace la
voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mc 3,
35): ése está verdaderamente cerca de mi, en mi agonía y me
consuela. Cada vez que nos encontramos ante una obediencia difícil,
es necesario que nos apresuremos a ponernos de rodillas junto a
Jesús en Getsemaní, para que él nos enseñe a realizarla. Aún más, él
la hará en nosotros y con nosotros.
La obediencia, sobre todo, es la virtud de quien gobierna, de los
prelados. En ellos, en efecto, como en Jesús, brilla «la obediencia
esencial» que es obedecer a Dios. Pedro dijo ante el Sanedrín que es
más importante obedecer a Dios que obedecer a los hombres (cfr. Hch
4, 19). Es obedeciendo a Dios como se adquiere el derecho a ser
obedecidos por los hombres. Y esto para que en el Universo y en la
Iglesia una sola Voluntad gobierne en todo y sea obedecida directa o
indirectamente por todos: la voluntad del Padre celeste.
Obedecer a Dios no es un programa abstracto o esporádico; más
bien al contrario, es el tejido cotidiano de la existencia cristiana. Cada
vez que acogemos una buena inspiración, obedecemos a Dios; cada
vez que decimos «no» a una «voluntad de la carne», ¡es obediencia a
Dios! No hay un momento o acción de la vida de un creyente que no
pueda ser transformado en un acto de amorosa obediencia al Padre.
Basta que nos preguntemos con un poco de recogimiento y de
insistencia: ¿Qué quiere el Señor que haga en este momento o en
estas circunstancias? Sabemos que esto es lo que hacía Jesús, hasta
el punto de poder decir: Yo hago siempre lo que a él le agrada (Jn 8,
29); Mi comida es hacer la voluntad del que me envió (Jn 4, 34).
La alegría más grande que una criatura humana puede darle a Dios,
es la de compartir el destino de Jesús, «Siervo de Dios», llevando la
propia «voluntad de obediencia» hasta el extremo, hasta obedecer en
la más total oscuridad, como hizo Jesús en Getsemam. El siervo de
Jesucristo -o sea, aquel que pone su vida a total disposición de Dios en
Jesús- se convierte, por eso mismo, como Jesús, en objeto de la
complacencia del Padre; las palabras que el Padre pronunció un día
sobre Jesús, se convierten ahora en palabras pronunciadas para él.
Sobre todo aquellas palabras que se dijeron sobre Jesús en su
bautismo: Tú eres mi hijo, el amado, en ti me he complacido (Mc 1, 11).
Concluyo esta meditación con esas palabras tan familiares de Flp 2
que resumen todo el misterio que hemos querido contemplar.
Escuchémoslas, no como procedentes de la boca de Pablo, sino como
si Dios Padre en persona las pronunciase:
«Tened entre vosotros
los mismos sentimientos de obediencia
que tuvo Jesucristo, mi Hijo,
el cual, siendo de condición divina,
no retuvo ávidamente el ser igual a Dios,
sino que se anonadó a sí mismo
tomando forma de siervo,
hecho a la semejanza de hombre,
y hallado en la condición de hombre.
Se humilló a sí mismo,
hecho obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz.
Por lo cual Dios le exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es Señor
para gloria de Dios Padre».
RANIERO
CANTALAMESSA
LOS MISTERIOS DE CRISTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
EL MISTERIO PASCUAL
EDICEP. VALENCIA 1997
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1. Enarr. Ps.120,6; CCL 40, 1791.
2. Ep. 55, 14,24; CSEL 34, 2, 195.
3. SAN MÁXIMO, ln Matth. 26, 39; PG 91, 68.
4. N. CABASILAS, Vida en Jesucristo, I, 5; PG 150, 313.
5. Pensamientos, 806.