LA PARTICIPACIÓN EN LAS CELEBRACIONES EUCARÍSTICAS

¿Cómo pasar de «oír misa» a «participar en la Cena del Señor»?


MARCO ÁLVAREZ DE TOLEDO
Misionero del Espíritu Santo
Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe
 (Madrid).

 

Sal Terrae.- El primer Domingo de Adviento (30 de Noviembre de 2003), como todos los años, celebramos en las eucaristías de la Parroquia el inicio de un nuevo ciclo litúrgico y, con ello, la presentación y el envío de los diferentes ministerios que hacen posible nuestra celebración dominical. Primero llamaron y presentaron al equipo de liturgia: un grupo de nueve personas que se reúnen semanalmente para meditar las lecturas y preparar las diferentes partes de la celebración. Luego fue el turno de los Ministros extraordinarios de la Eucaristía: catorce personas que, tras la debida preparación, se encargan de la acogida al inicio de la celebración y de la distribución de la comunión. A continuación, el coro: el batería, el del bajo y el de la guitarra, sopranos, contraltos y tenores...: trece en total. Después les tocó a los responsables de la guardería, esos que durante la misa juegan con los más pequeños de la comunidad en un salón de la Parroquia. Por último me presentaron a mí, el hermano sacerdote, encargado de animar y coordinar la celebración.

      Allí estábamos todos –más de treinta personas– en el presbiterio, en torno al altar, renovando nuestro compromiso de servir a la comunidad y escuchando cómo la asamblea litúrgica conocía y reconocía nuestro ministerio, mientras oraba por nosotros...

1. Cuando le pedimos peras al olmo

Debido al raquitismo y las deformaciones en la manera de celebrar muchas eucaristías, por desgracia a menudo ni siquiera tiene cabida preguntarse por la participación en ellas. A ritmo de inercias, ritualismos, normativas e inmovilismos, hemos caído en una serie de «abusos» (intuyo que algo distintos de los aludidos por el Papa en su última Encíclica1) que hacen muy difícil cualquier intento de participación y renovación.

En efecto, mientras la misa siga girando en torno a una sola persona (el sacerdote), que, a modo de «hombre orquesta», hace, dice y dirige todas las partes de la celebración, no tiene sentido hablar de participación.

También, mientras los laicos no salgan de su estado de minoría de edad y sigan acudiendo a la Iglesia como meros receptores individuales, pasivos y anónimos de las acciones sagradas que realizan los especialistas del culto, hablar de participación nos conduce a un callejón sin salida.

De igual modo, mientras las Parroquias sigan siendo más estaciones de servicios religiosos que comunidad de comunidades evangelizadas y evangelizadoras, difícilmente podrá la eucaristía dominical reflejar una realidad comunitaria y participativa que no se da los otros seis días de la semana. Debemos reconocer –con dolor y con vergüenza– que, como ya decía J.A. Estrada hace más de diez años, «no hay muchos laicos adultos, y hay pocas comunidades eclesiales con las que se pueda contar desde la perspectiva de una mayoría de edad; por tanto, la teología del laicado responsable y activo es una utopía que no refleja la realidad»2.

Y es que «todavía hoy, la Misa dominical de muchas parroquias explicita claramente la dinámica estructural que sigue en vigor: los laicos asisten a la Misa que el sacerdote celebra. Todo gira en torno al altar, que continúa siendo del dominio del sacerdote y de aquellos a quien él quiera invitar. Pero él sigue siendo el actor principal. Aun reconociendo las iniciativas adoptadas en orden a una mayor participación de los fieles, ¿no es el sacerdote el único que verdaderamente actúa?»3.

Por otra parte, cuando hablamos de participación, supongo que todos estamos entendiendo algo más que ayudar a pasar la cesta de la colecta o «atreverse» a leer la monición de entrada o la primera lectura en misa. No caigamos en llamar «participación» a cualquier cosa.

Es decir, que para poder hablar de verdadera participación de la asamblea litúrgica en la celebración de la Eucaristía se tienen que dar unos requisitos previos indispensables y unos cambios estructurales que afectan a todos los que acuden a la eucaristía dominical, empezando, por supuesto, por el sacerdote.

Al hablar de unas celebraciones eucarísticas más participadas, como dice R. Parent, «ni el clero ni el laicado pueden materializar su deseo sin topar con una estructura de relaciones de la que todos somos herederos y que muchas veces se resiste a desaparecer (...). No nos engañemos: es a una verdadera conversión eclesial y eclesiológica a la que todos estamos llamados»4.

2. Cuando los puntos no se ponen sobre las íes, sino en otro sitio

El año pasado, en la solemnidad de Cristo Rey, hicimos en la misa de doce un signo de alabanza al Señor que pretendía recapitular todo el ciclo litúrgico que ese día terminaba: en la homilía, algunas personas de la comunidad parroquial compartieron cómo la liturgia les había ayudado a vivir el señorío de Jesús. En la doxología («Por Cristo, con Él y en Él...») subieron diez personas para ofrecer conmigo al Padre las patenas y cálices con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, a la vez que se hacía un signo con el Cirio Pascual: en torno al altar, con las ofrendas y el Cirio en alto, unidos a toda la asamblea litúrgica, hicimos una oración ampliada de la doxología, mientras entonábamos el «Laudate omnes gentes» de Taizé.

Al terminar la celebración, una persona de mediana edad se acercó a la sacristía y, con indignación en los ojos, me recriminó que la doxología era una oración propia y exclusiva del sacerdote y que yo, al permitir que la dijeran también los laicos, estaba incumpliendo una importante norma litúrgica...

No sabría decir qué sentimiento predominó en mí, si el desconcierto o la tristeza...

Poner los puntos sobre las íes significa dejar las cosas claras o poner cada cosa en su lugar. Aplicado al tema que nos ocupa, uno de los problemas con los que nos topamos en la actualidad es que dentro de la Iglesia no siempre nos ponemos de acuerdo sobre qué puntos hay que poner y en qué letras hay que hacerlo.

En otras palabras, ¿cómo y desde dónde se debe medir la autenticidad de una celebración eucarística? ¿Cómo saber si –como decimos en la misa– nuestro sacrificio es realmente «agradable a Dios Padre Todopoderoso»? ¿Qué criterios seguir para definir la participación de todos en la misa? ¿Qué principios deben regir nuestras eucaristías para que Pablo no pueda decirnos como a los cristianos de Corinto: «vuestras reuniones causan más daño que provecho» (1 Cor 11,17)?...

Somos muchos los convencidos de que la fijación por las rúbricas y el escrupuloso cumplimiento de las normas litúrgicas5 difícilmente permitirán encontrar nuevos cauces de participación comunitaria en la celebración eucarística y seguirán haciendo de nuestras misas unos ritos encorsetados, monótonos y repetitivos, de los que es imposible salirse (sin cometer una grave infracción). Por eso creo que son otros los parámetros (otros los puntos y otras las letras) en los que hay que detenerse para responder a las preguntas formuladas.

 

·    «Haced esto mismo en memoria mía» (1 Cor 12,24-25)

El mandato de Jesús es claro: de lo que se trata en la Eucaristía es de hacer lo mismo que Él hizo. Se trata, pues, de repetir no un rito, sino un proyecto y un estilo de vida. Todas las fórmulas, oraciones y signos de la Eucaristía están al servicio de esa verdad última de nuestra fe que es vivir como Jesús vivió.

·    «El mayor entre vosotros será vuestro servidor» (Mt 23,8-11)

Sin poner en duda las diferentes funciones y ministerios que entran en juego en la celebración de la Eucaristía, es necesario corregir esa deformación histórica y eclesial por la que el ministerio sacerdotal ha pasado de ser misión servicial a ser dignidad personal. Frente al dualismo clérigos/laicos hay que recuperar el binomio comunidad/pluralidad de ministerios, y renunciar definitivamente al monopolio clerical en relación con la Eucaristía, que oscurece y llega incluso a anular el sentido comunitario de la liturgia cristiana. Además, todos los elementos, prácticas y costumbres que sacralicen al sacerdote y lo separen de su intrínseca referencia a la comunidad cristiana deben ser superados. Por fidelidad al Evangelio, el sacerdote y su función propia nunca deben ser definidos en términos de dignidad, honor o privilegio, sino siempre como servicio y entrega, y éstos en relación a la comunidad de los creyentes.

·    «En un sólo Espíritu hemos sido bautizados todos

para formar un solo cuerpo» (1 Cor 12,13)

Además de lo dicho anteriormente, todo el mensaje y las acciones de la Iglesia deben confirmar y explicitar la radical igualdad existente entre todos los creyentes. Defender esta igualdad fundamental es una de las grandes preocupaciones de los evangelios: Marcos critica el afán de poder y de protagonismo de los Doce; Mateo y Lucas critican duramente toda pretensión de grandeza de la comunidad; y, en palabras de R. Brown, en el evangelio de Juan «todos los cristianos son discípulos, y la grandeza entre ellos se determina por su relación de amor a Jesús, no por su rango o cargo»6.

Por eso, frente a una manera de celebrar la Eucaristía que se empeña en destacar el status diferente, exclusivo y excluyente del que preside, es necesario recuperar un talante y una forma de celebrar que explicite el lema eclesiológico «Igualdad en lo fundamental, diferenciación en lo funcional». Sólo así le será permitido al conjunto de la comunidad cristiana superar la expropiación ministerial de que ha sido objeto.

·    «Los que dan culto auténtico darán culto al Padre

en Espíritu y en Verdad» (Jn 4,23)

Ante la tentación de caer en un rigorismo litúrgico y una fijación por las normas que traicionan el sentido último de la liturgia, es necesario recuperar el espíritu de los profetas del AT y hacer nuestras sus reservas y sospechas (cuando no su abierto rechazo) frente a una comprensión formalista del culto. Para los profetas no sólo es incomprensible e inaceptable un culto que se desentienda del amor, la justicia y el derecho, sino que éste es definido como una burla y una ofensa al mismo Dios:

«Detesto y rehúso vuestras fiestas, no me aplacan vuestras reuniones litúrgicas; por muchos holocaustos y ofrendas que me traigáis, no lo aceptaré, ni miraré vuestras víctimas cebadas. Retirad de mi presencia el barullo de vuestros cantos, no quiero oír el ruido de vuestras cítaras» (Am 5,18-24)7.

La postura que Jesús adopta con respecto al culto se sitúa en la misma línea del pensamiento profético, pero radicalizado. En labios de Jesús, la defensa de los derechos del débil y la vivencia del amor misericordioso se asocia a la crítica severa de la praxis cultual existente en su tiempo; una praxis que conllevaba una escrupulosa fidelidad a la observancia de la Ley, los ritos y las normas, en contraste con el descuido de los desamparados (es claro cómo en la parábola del buen samaritano los sacerdotes y levitas salen mal parados). Para Jesús, es imposible amar a Dios y rendirle culto si nos desentendemos de nuestros hermanos más necesitados (Mt 23,23-24; 25,3-46) o si hemos roto las relaciones que nos unen a los demás (Mt 5,23-24)8. Por eso, y a modo de síntesis, Mateo pone dos veces en boca de Jesús la afirmación anti-cultual del profeta Oseas: «misericordia quiero, y no sacrificios» (Mt 9,12; 12,7; Os 6,6).

En esta línea de pensamiento tienen que plantearse los puntos de referencia y los parámetros a la hora de revisar el sentido, el alcance y las posibilidades de nuestras celebraciones eucarísticas; y desde ahí debemos responder a la pregunta por la participación de toda la asamblea litúrgica en ellas.

3. Cuando participar se convierte en participio

Según el Diccionario de la Real Academia Española, participar significa «tomar uno parte en una cosa». En nuestras celebraciones eucarísticas necesitamos seguir aprendiendo todos –sacerdotes y laicos– a conjugar el verbo participar. Del mismo modo que en gramática los participios dan forma a los verbos, permitiéndoles hacer las veces de adjetivo (comer-comido, confiar-confiado, participar-participado...), así también nuestras eucaristías deben «dar forma» al verbo participar. Para ello debemos emprender caminos y acciones que ayuden a hacer del verbo participar un participio que recorra todas las partes de nuestras celebraciones. De esta manera cumpliremos el mandato de Jesús de «hacer lo mismo que Él hizo» y conseguiremos que toda la asamblea litúrgica «tome parte» en la Eucaristía. 

3.1. Tomar parte en lo que se hace

«La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano»9.

      protagonismo participado

Cada vez me topo con más personas «rebotadas» con sus Parroquias. Se quejan de que en ellas las celebraciones huelen a rancio, destilan pesadez y aburren al más piadoso. También se quejan de unas homilías largas y que dicen más bien poco, y de unos curas que poco o nada dejan hacer... Desde ahí se puede entender el estado de cansancio y desencanto en que están sumidos muchos feligreses «de toda la vida».

En efecto, son muchos los indicadores que, a base de hartazgos, indiferencias y no poca indignación, piden a gritos una revisión a fondo de la calidad de nuestras celebraciones. Para ello, un punto ineludible es que los laicos recuperen un protagonismo que el clericalismo de la Iglesia les ha ido robando a lo largo de los siglos. Porque reconocer que todos participamos en la Eucaristía, aunque cada uno desde su función propia y específica, equivale, en la práctica de muchas de nuestras celebraciones, a reducir a los laicos a una función meramente pasiva y receptiva: llegan, se hincan, callan, escuchan, miran, asienten, abren la boca, sacan la lengua, comen... y a casa.

¿Por qué acaba siendo tan difícil recuperar y fortalecer la identidad comunitaria de nuestras Eucaristías? Son tantas sus posibilidades, tanta su riqueza simbólica, tan pedagógica la secuencia de sus partes, tan hondo y auténtico su significado... que desconcierta observar cómo los laicos sienten la celebración de la Eucaristía como algo que depende del sacerdote y en lo que, en último término, no tienen arte ni parte.

Como dice Casiano Floristán, «el fracaso de muchas celebraciones es fracaso de la comunidad. Sin exigencia comunitaria no es posible sustentar una buena liturgia a largo plazo, ni tan siquiera con un buen celebrante. O se forma una comunidad o la liturgia es pura rutina de cumplimiento. Sólo existe celebración cuando el sujeto de sustentación es grupal o comunitario»10.

      acción participada

Recuerdo que cuando, con diecisiete años, asistí por primera vez a una Eucaristía en la Parroquia de Guadalupe, de la que hoy soy párroco, lo primero que me impresionó fue ver la cantidad de gente que subía y bajaba del presbiterio a lo largo de la celebración. Sin necesidad de explicación alguna, saltaba a la vista que muchas personas habían participado en la preparación de lo que se estaba celebrando y colaboraban en su desarrollo: un numeroso coro al fondo de la Iglesia; seis personas que entran con el sacerdote en procesión y le acompañan en la sede toda la misa; varios lectores y monitores; testimonios durante la homilía; aclamaciones de la asamblea escritas en papelitos previamente repartidos; unos jóvenes que hacen un signo, una vez acabado el credo; más de diez personas que salen de sus bancos para llevar las ofrendas hasta el altar; otros tantos que, durante el rito de la paz, suben al presbiterio para ayudar a dar la comunión bajo las dos especies...

Sin duda que en una celebración eucarística hay muchas cosas que hacer, antes, durante y después de la misma. El reto es que toda la comunidad tome parte en ellas, es decir, que tenga la oportunidad de participar (no sólo ver y escuchar) en la acción litúrgica de la que se sabe destinataria y a la vez responsable.

Las posibilidades de participación son muchas. No se trata sólo de que el sacerdote deje de hacerlo todo, sino de explotar muchos momentos y maneras de participación. Ya hemos hablado de la importancia de generar procesos pastorales de adultos con talante comunitario. Desde ahí, también es importante formar equipos de liturgia11. Porque la Eucaristía preparada entre varios se llena de sensibilidades, experiencias e ideas que se entrecruzan y complementan. Cada celebración tendrá su estilo propio, pero el reto está en intentar juntos que la Palabra y el Pan compartido sean verdadero alimento de vida para la comunidad: pensar signos, elaborar moniciones, adaptar oraciones, definir las ideas principales de la homilía, incorporar gestos, resaltar aspectos concretos de la celebración, etc. En nuestro caso, la experiencia de muchos años confirma que son los equipos de liturgia quienes mejor conocen a la asamblea litúrgica y quienes dan identidad y continuidad a unas celebraciones en las que los sacerdotes vamos rotando y cambiando.

Junto al Equipo de Liturgia, está también la participación de los ministros de la Eucaristía. Su servicio es fundamental para expresar un modelo de comunidad que se hace corresponsable en el «dar a Jesucristo» a los demás. Ellos son un referente para el conjunto de la asamblea; su experiencia de fe en comunidad tiene que «avalar» el ministerio que ejercen; por eso no cualquiera debería asumir esta labor. Por otra parte, su función dentro de la celebración puede no reducirse a dar la comunión: pueden encargarse de acoger a la gente cuando entra al templo, de buscar voluntarios para realizar los gestos y signos que se hayan pensado, de coordinar todo lo relacionado con el ofertorio (la colecta incluida), etc.

Estas acciones, compartidas y participadas por diferentes miembros de la comunidad parroquial, llenarán de contenido comunitario nuestras Eucaristías y nos ayudarán a todos a «tomar parte» en lo que estamos celebrando.

      espacio participado

«La iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a la Eucaristía como extraños y mudos espectadores, sino que (...) participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada...» (SC 48).

En nuestra parroquia, los bancos no tienen reclinatorios y los pasillos son anchos y de fácil acceso. Además, al ser una Iglesia circular, el altar pilla a todos relativamente cerca, y no es fácil distinguir entre feligreses de delante y de detrás. Algún que otro domingo, hacemos que la gente se mueva de su sitio para saludarse al inicio, para compartir algo durante la homilía, para acercarse al altar a presentar algún signo en el ofertorio En el Padrenuestro solemos darnos todos las manos, para lo cual siempre hay que moverse algo, y a veces así nos quedamos hasta la oración por la paz y la unidad, que decimos todos juntos. Justo antes del Padrenuestro, los ministros de la Eucaristía suben las bolsas de la colecta al pie del altar y allí se quedan el resto de la celebración.

Nada más rígido y estático que nuestro modo de estar en la celebración eucarística. ¡Y pensar que de lo que se trata es de celebrar en comunidad un banquete...! Ya los Padres Conciliares expresaron con acierto el estado de las cosas (SC 48): la gente va a misa como «extraños y mudos espectadores», como quien va a una función, toma asiento, guarda silencio, escucha, mira y a la salida comenta qué le ha parecido «el espectáculo».

No sólo la arquitectura y el mobiliario, sino toda una teología y una espiritualidad convierten a la comunidad en público inmóvil, clavado en sus bancos, distante de lo que sucede en el presbiterio. Y es que, mientras el presbiterio siga siendo por definición el lugar propio y específico de los presbíteros, los laicos se seguirán sintiendo ajenos, cuando no excluidos, del «espacio» central en que se desarrollan las diferentes partes de la Eucaristía (liturgia de la palabra y liturgia eucarística). En este sentido, debemos hacer saltar las distancias y divisiones antievangélicas que se han ido adhiriendo a la liturgia con el paso de los siglos, hasta situarnos antes del Concilio de Laodicea (año 365), cuando se prohibió a los laicos acceder a la parte de la Iglesia donde eran consagradas las especies eucarísticas. No podemos seguir haciendo de los sacerdotes un estamento sacralizado y segregado del resto de la comunidad. El reto es, pues, eliminar barreras arquitectónicas y teológicas, quitando barandillas, rebajando escalones, acercando altares, desplazando sedes... suprimiendo todo aquello que divida la comunidad en dos (clérigos/laicos) y que convierta determinados lugares en «zonas de acceso restringido» (con derecho de admisión). El ambón, el altar, la sede y el sagrario deben llegar a ser espacios comunitarios y compartidos que expresen bien que todos somos pueblo sacerdotal y que todos –no sólo el presbítero– «tomamos parte» en lo que se celebra12.

 

3.2. Tomar parte en lo que se dice

«Para promover la participación activa se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales» (SC 30).

      palabra participada

Muchos de los jóvenes de nuestra Parroquia tiene en Semana Santa diferentes experiencias de Pascuas juveniles, algunas de ellas muy intensas y significativas. El primer domingo de Pascua tenemos por costumbre llenar de vida y actualidad los relatos de las apariciones del Resucitado. Para ello invitamos a que en diferentes momentos de la celebración (saludo inicial, homilía, peticiones, ofertorio, acción de gracias...) algunos jóvenes vayan compartiendo cómo durante la Semana Santa se han encontrado con la presencia viva y actuante de Jesús Resucitado. Los testimonios y oraciones compartidos suelen estar llenos de la frescura del Espíritu y de la fuerza del Evangelio hecho vida. Sin duda que esas «palabras participadas» edifican al conjunto de la asamblea y llenan de contenido la celebración del Resucitado.

A los laicos se les ha quitado la palabra en muchos ámbitos de la vida eclesial; la celebración de la Eucaristía es uno de ellos. De hecho, tal y como está estructurada la misa, parece como si se tratara de un denso y largo diálogo entre Dios y el presbítero que el conjunto de la comunidad escucha y al que asiente con esporádicas aclamaciones y algún que otro amén.

Nadie niega que una de las funciones principales de quien preside la liturgia es ser ministro de la Palabra. Pero de ahí no se sigue que él deba monopolizar casi en exclusiva el uso de la palabra. La voz de la asamblea litúrgica tiene que poder ser escuchada, porque son la fe, la vida y la palabra compartidas –y no unas fórmulas asépticas y encapsuladas– las que llenan de contenido la Eucaristía y permiten «hacer lo mismo que Jesús hizo».

Necesitamos recuperar en nuestras liturgias todo aquello que nos remite al significado original de lo que celebramos: un encuentro de hermanos que se reúnen movidos por la fe; una mesa, unos alimentos y una palabra que se comparten; una presencia de Cristo Resucitado que se hace presente en el Cuerpo de Cristo del altar y en el Cuerpo de Cristo que es la comunidad creyente. Por eso, más allá de oraciones y respuestas estereotipadas, el lenguaje de la vida, cargado de experiencias, acontecimientos, retos, éxitos, fracasos, tristezas y esperanzas, tiene que tener cabida a lo largo de la celebración eucarística13.

Por ejemplo, en la liturgia de la Palabra, antes de la proclamación de las Lecturas, la comunidad reunida debería poder recuperar brevemente los hechos de vida más significativos de la semana; unos hechos que la Palabra revelada quiere iluminar. Porque es entonces cuando la Palabra de Dios, referida a la vida concreta de las personas, se convierte en «palabra viva y eficaz, más cortante que una espada de dos filos» (Heb 4,12). La homilía es otro de los momentos que deberían abrirse más a la participación del conjunto de la comunidad: mediante testimonios de algunos laicos, dejando tiempo para silencios reflexivos o dejando al final unos minutos para que, por parejas o en pequeños grupos, se termine de hacer que toque tierra lo que se ha dicho durante la homilía.

Del mismo modo, la liturgia eucarística tiene que dejar de ser la parte en la que el sacerdote toma en exclusiva la palabra. Sobre todo en el prefacio, es conveniente ir intercalando algunas aclamaciones o cantos de toda la asamblea, que con su palabra confirma y hace suyo todo aquello por lo que es «justo y necesario darle gracias a Dios».

Estos y otros muchos momentos de nuestras celebraciones pueden y deberían llenarse con palabras de la comunidad que ora, comparte, expresa, confirma y renueva su fe en el banquete eucarístico.

      oración participada

El año pasado, en el equipo de liturgia de la misa que entonces animaba, percibimos que en nuestras celebraciones solía haber una «inflación» de palabra y un «déficit» de silencio orante y contemplativo. Además, nos planteamos que por lo general el que hablaba era siempre el mismo, o sea, yo. Por eso, durante un tiempo nos propusimos reducir la liturgia de la palabra y dar más tiempo a la liturgia eucarística. En concreto, recuerdo una Fiesta del Corpus. Ese domingo decidimos no hacer homilía. Después de la consagración, hicimos que la gente se acercara al altar y, de pie o sentados en unos cojines dispuestos para la ocasión, tuvimos un rato largo de adoración ante el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Ambientados por cantos de alabanza y alguna que otra motivación, fuimos intercalando silencios contemplativos y pequeñas oraciones espontáneas de la gente. Al terminar la celebración, una persona se acercó a la sacristía e hizo saber al equipo de liturgia que nunca había vivido una «densidad eucarística» como la de aquella misa. Creo que fue una buena celebración del Corpus.

La Eucaristía es toda ella oración de la comunidad creyente que se reúne en torno a Jesucristo como el Señor de su vida. De hecho, son muchas y muy ricas las oraciones que recorren y dan vida a la celebración eucarística. En ellas se plasma la herencia de una experiencia de fe que se ha ido transmitiendo siglo tras siglo, de generación en generación. El sujeto de esas oraciones es la comunidad, convertida en «ecclesía», asamblea orante y celebrante, que pide perdón, alaba, implora, confiesa, se ofrece y da gracias a Dios.

Sin embargo, ¿es ésta la imagen que se da en nuestras misas? ¿Queda en ellas reflejado el carácter comunitario de las oraciones que se dicen? ¿Acaso no da la sensación de que quien ora es una sola persona, mientras que el resto escucha, asiente y de vez en cuando responde con alguna aclamación? En efecto, tal como está estructurada la misa, es el sacerdote quien casi siempre ora, aunque lo haga en nombre de la comunidad y por la comunidad (gran parte de las oraciones del Misal Romano están redactadas en tercera persona del plural, como si el sacerdote se situase fuera o por encima del resto de la asamblea).

Por eso, en nuestras celebraciones eucarísticas, el «nosotros» (incluyente y comunitario) debería impregnar y acompañar al conjunto de las oraciones que se hacen. Porque, desde una eclesiología comunitaria y participativa, no basta que el sacerdote ore en nombre de la comunidad o por ella; sobre todo, debe hacerlo con ella y desde ella. Y es que la identidad del que preside no puede fundamentarse en el poder recibido de celebrar la eucaristía y la gracia estable conferida por el sacramento del orden, sino en su referencia a la comunidad14.

De ahí se sigue que, con respecto a las oraciones vocales de la Eucaristía, muchas de ellas podrían pasar de la tercera a la primera persona del plural. Además, se le podría sacar mucho más «partido» a las oraciones que habitualmente suelen ser más compartidas: el perdón, las peticiones, la acción de gracias, etc. Igualmente, no pocas de las oraciones que se suelen definir como propias (y a menudo exclusivas) del sacerdote podrían ser dichas por el conjunto de la comunidad. Porque cuando la eucaristía no es una oración y un sacrificio comunitario, sino personal, ofrecido por y para el pueblo –como hacían los sacerdotes judíos del AT–, se acaba rompiendo la relación entre comunidad y Eucaristía.

Pero no sólo se ora con palabras en la celebración eucarística; también está la oración que se hace silencio. Y nuestras celebraciones están, por lo general, muy saturadas de palabras y muy escasas de momentos de silencio orante y contemplativo. De vez en cuando es conveniente dejar tiempos de silencio para que la asamblea reunida ore al Señor desde lo profundo de su corazón. Por ejemplo, al presentar las ofrendas en el altar, orar en silencio para que cada cual ofrezca a Dios su vida... En la «epíclesis», orar en silencio, pues es toda la comunidad –no sólo el sacerdote– la que invoca la presencia del Espíritu Santo, Señor y Dador de vida... Después del Padrenuestro, evocar los males de los que queremos y necesitamos ser librados... En el rito de la paz, hacer presente tantas realidades de violencia, división y confrontación como hay en nuestras vidas y en el mundo... La experiencia nos dice –al menos en nuestra Parroquia– que cuando el ritmo de la celebración eucarística permite y facilita esos silencios orantes, toda la comunidad se «mete» más en lo que celebra, haciéndolo más suyo y personalizando aquello que los diferentes signos y fórmulas quieren expresar.

Por último y muy brevemente, quisiera mencionar la importancia de la participación de todos en los cantos de la misa, que son a la vez palabra y oración participada. Sin duda que los cantos realzan y llenan de sentido estético y profundidad las celebraciones. Para ello es conveniente la existencia de coros y animadores del canto en nuestras celebraciones. Pero los coros no son para lucirse; su finalidad principal no es que canten muy bien y suene muy bonito (aunque, si lo hacen, mejor que mejor). Porque, en principio, los cantos del coro no son para ser escuchados, sino cantados (a excepción de algún canto meditativo), sobre todo en oraciones como el Kyrie, el Santo o el Padrenuestro. Con demasiada frecuencia los coros parroquiales ahogan o impiden el canto de la asamblea, que se convierte en «oyente» de una letra y una música de las que no participa. Además, no estaría de más revisar de vez en cuando el cuaderno de cantos de la parroquia, tanto para renovar algunas canciones que sólo de oírlas huelen a rancio, como para purificar tantas piezas con músicas estéticamente pobres y letras antievangélicas (jamás llegaré a entender el «no estés eternamente enojado...»).

A modo de conclusión

Quisiera terminar esta reflexión invitando a una sana y discernida «fidelidad creativa» en nuestras celebraciones eucarísticas: fidelidad a la hondura del misterio que celebramos y su sentido último («hacer lo mismo que Jesús hizo»); creatividad como consecuencia de la acción del Espíritu que todo lo hace nuevo. En cada Eucaristía la presencia del Resucitado se hace sacramento de comunión, y la fe compartida se transforma en banquete fraterno y alimento de vida que invita a seguir recreándose en el arte de conjugar el verbo participar.

Es posible que estos y otros pequeños pasos encaminados a impulsar la participación de toda la asamblea en la celebración de la Eucaristía resulten amenazantes y hasta peligrosos para algunos. De hecho, vivimos tiempos de duras restricciones y prohibiciones en este campo. Por ello, no debemos olvidar esta lúcida observación que en su día formuló E. Schillebeeckx: «...debido a un cambio en la concepción del hombre y el mundo, a mutaciones socioeconómicas y a una nueva sensibilidad sociocultural, un ordenamiento eclesiástico históricamente consolidado puede convertirse en contradicción y obstáculo para aquello que en otros tiempos se proponía salvaguardar: la construcción de la comunidad cristiana»15.

 

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1.     Juan Pablo ii, Carta Encíclica Ecclesia de Eucaristía, Abril de 2003, Ciudad del Vaticano. En el n. 52 se lamenta el Papa de ciertos abusos relacionados con la Eucaristía, fruto de «un malentendido sentido de creatividad y de adaptación».

2.     J.A. Estrada, La identidad de los laicos. Ensayo de eclesiología, Paulinas, Madrid 1991, pp. 184-185.

3.     R. Parent, Una Iglesia de bautizados. Para una superación de la oposición clérigos/laicos, Sal Terrae, Santander 1987, pp. 127-128.

4.     Ibid., p. 174.

5.     Juan Pablo ii hace una «acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo» (Ecclesia de Eucaristía, n. 52).

6.     R. Brown, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986, p. 93.

7.     Son muchos los oráculos proféticos que contienen duras críticas contra un culto que se desentiende de la vida del pueblo, y en especial de los que sufren: Is 1,11-18; Miq 6,6-8; Os 2,13-15; 4,11-19; 10,8; 13,2; Mal 3,4-5; etc.

8.     Por otra parte, Jesús adopta una actitud recelosa y crítica ante las tres grandes determinaciones de lo sagrado: el espacio sagrado (el Templo), el tiempo sagrado (el Sábado) y las personas sagradas (los sacerdotes).

9.     Documentos del Vaticano ii, Constitución Sacrosanctum Concilium (SC), 14.

10.   C. Floristán, Teología Práctica. Teoría y práctica de la acción pastoral, Sígueme, Salamanca 1993, p. 635.

11.   En la Parroquia, de las siete eucaristías dominicales, seis tienen su respectivo equipo de liturgia (de cinco a diez personas), y los seis están vinculados entre sí por una «Coordinadora de Liturgia» (representada en el Consejo Pastoral).

12.   «A la hora del ágape sacramental, la asamblea debería acercarse a la mesa del altar, rodearla de alguna manera y allí, de pie, escuchar la oración bendicional sobre el pan y el vino»: L. Maldonado, Celebrar la Eucaristía. Nuevos lenguajes, Ppc, Madrid 1997, p. 19.

13.   En este sentido, el lenguaje litúrgico resulta para muchos frío y extraño, cuando no incomprensible. En una cultura secular como la nuestra, se impone el reto de «reinventar» el lenguaje religioso y litúrgico que utilizamos, de manera que responda a los interrogantes y búsquedas de los cristianos del siglo xxi.

14.   Como dice J.A. Estrada, «el problema no es que a los ministros que presiden se les llame o no sacerdotes (...), sino que se olvide que son servidores de un pueblo que es todo él sacerdotal; que la Eucaristía no es algo propio, privado o individual, sino celebración colectiva; y que el sacerdocio cristiano por antonomasia es el de la vida, el fundado por Jesús, mientras que la función de los ministros sacerdotes está al servicio de ese sacerdocio existencial y comunitario»: op. cit., p. 59.

15.   E. Schillebeeckx, «La comunidad cristiana y sus ministerios»: Concilium 153 (Marzo 1980), p. 430. 

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