¿QUÉ SIGNIFICA PASCUA?

Meditación sobre Mt 8, 16-20
III

 

por Anton Vögtle

 

 

3. La promesa de asistencia

«Y mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (v. 20b)

A la Iglesia que vive entre la Pascua y el Juicio final se le pregunta si descubre y camina en este mundo, en fe y obediencia, por la senda de la salvación. «Estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la vida...» (7, 14). El «y mirad» introductorio llama la atención del lector para que escuche la frase final del Señor resucitado. En su marcha a través del tiempo y del mundo la Iglesia no está abandonada a si misma. Por última vez vuelve a resonar la palabra clave «todos», tan característica de nuestro manifiesto crítico. El mismo Cristo que ha sido hecho participe por la Resurrección del poder total de Dios (v. 18b), que ordena una actividad total (misionar «todos los pueblos», hacer «todo» lo ordenado por él) (v. 19-20a), corrobora a la Iglesia su presencia permanente y su asistencia constante para todo el tiempo que dure el mundo.

¿Qué fue de la Ascensión de Cristo?

ASC/SIMBOLISMOS: De hecho, no se hace en estas lineas la mas mínima alusión a una despedida o desaparición del Resucitado que está hablando. ¿No es éste un aspecto que nos debería dar que pensar? ¡Por supuesto que el Resucitado se halla en el cielo! En este contexto nos vienen a la memoria, con toda naturalidad, los relatos lucanos de las apariciones. Estos nos presentan al Resucitado despidiéndose de los discípulos con una bendición (Lc 24, 50s), o bien elevándose ante sus ojos hasta que una nube lo rodea y lo oculta a sus miradas (Hech 1, 9-11). Es muy comprensible que esas escenas lucanas de despedida, en particular la más extensa de los Hechos de los Apóstoles, se nos hayan grabado intensamente, tanto más si tenemos en cuenta que la imagen de la ascensión visible al cielo ha marcado las representaciones pictóricas en Occidente. ¡No hay por qué alarmarse!

También esa visualización apunta a un aspecto esencial del suceso pascual que vamos a someter de inmediato a consideración. Por ese motivo podemos seguir, hoy como ayer, celebrando sin perplejidades la «Ascensión de Cristo» como fiesta propia del tiempo pascual, en este caso no ya como «octava» sino como «cuadragesimava» de la Pascua, si se nos permite emplear esa expresión desacostumbrada. Tendremos por tanto que meditar ahora sobre el auténtico sentido y el contenido de verdad que tiene la «ascensión» de Jesús.

En primer término, no podemos ceder a la impresión de que el kerigma apostólico, y en general los numerosos testigos restantes y los testimonios del Nuevo Testamento, hayan suprimido algo, por el hecho de que no digan nada acerca de una Ascensión visible del Resucitado. Nada de eso. No es casual que la separación visible y la visible elevación del aparecido se nos presenten precisamente en los escritos lucanos, escritos que, por motivos bien conocidos desde hace tiempo, pretenden asegurar la realidad de la Resurrección de Jesús mediante la constatación de la corporeidad del Resucitado y que, como también sucede en los Hechos de los Apóstoles, hacen que el Resucitado conviva y coma con los Doce durante cuarenta días. El autor no pretendía presentar estas visualizaciones tan concretas como relatos originarios de vivencias, tal como lo da a entender él mismo suficientemente. En su doble obra dedicada al mismo Teófilo, se permite presentar dos escenificaciones muy diversas de la despedida de Jesús, situándolas además en dos momentos diversos y no conciliables: en el evangelio, durante la tarde del domingo de Pascua, como conclusión clara de la única aparición a los Once; por el contrario, en los Hechos de los Apóstoles, la presenta como conclusión de la convivencia de cuarenta días del Resucitado con esos mismos Once.

El acontecimiento pascual como «Ascensión»

Pero como cristianos deseamos saber si podemos recitar con buena conciencia el «subió a los cielos» del Credo y celebrar la fiesta de la «Ascensión de Cristo». Si tenemos en cuenta que la representación lucana de una elevación de Jesús ante los ojos de sus discípulos no es sino una consecuencia de una escenificación secundaria del «se dejó ver», no negamos con ello la cuestión, sino que avanzamos hacia el sentido y contenido del acontecimiento pascual trayendo a consideración las posibilidades expresivas condicionadas por la cosmovisión de entonces.

Dentro de lo que es la imagen bíblica del cosmos, el cielo se imagina como un lugar, como una cúpula consistente sobre la que descansa el palacio o templo de Dios. La cúpula celeste, el firmamento, se concibe como la divisoria entre el más acá y el más allá. Presuponiendo esta imagen del cielo como lugar donde reside Dios, era normal que el acontecimiento pascual se formulase también como Ascensión de Jesús, como un ser elevado, una subida o algo similar, aun tratándose de un suceso como el de la Pascua, que ningún hombre había percibido. La denominación «Ascensión» expresa de este modo un elemento esencial de la fe apostólica pascual: Jesús ha sido liberado de los condicionantes vitales terrenos precisamente por la Resurrección.

Superación de la imagen espacial

La fe en la Resurrección del Crucificado afirma, desde el comienzo, algo más, a saber, su asunción en una existencia de poder vital y operativo igual al de Dios; la institución de Jesús como representante del obrar salvífico y judicial de Dios. Eso mismo lo formulaba ya la expresión plenipotenciaria que introducía nuestro manifiesto, como sentido básico del acontecimiento pascual. El Nuevo Testamento no habla en ningún sitio de esa posición de poder del Cristo crucificado en el sentido de una lejanía espacial o temporal. La fe pascual nada tiene que ver con un Cristo lejano, sino con un Cristo cercano y presente a nosotros. «En lugar de la convivencia espacial y temporal con sus discípulos de entonces, se da ahora la comunidad con los seres humanos de todos los tiempos y de todo el mundo» (F. Hahn). Por eso la fe pascual no vuelve la vista atrás hacia la actividad del enviado escatológico de Dios, concluida con su muerte. La mirada se orienta fundamentalmente hacia adelante, hacia el obrar salvífico del Señor exaltado. Tal es la unánime convicción del Nuevo Testamento. El evangelio de Juan, que hace confluir con tanta fuerza la proclamación pospascual de Cristo con las palabras del Jesús terreno, puede en consecuencia hacer que Jesús asegure ya la víspera de su muerte: «No os dejaré huérfanos, sino que volveré a vosotros. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros viviréis» (14, 18s.).

«Yo estoy con vosotros»

Esta formulación de la frase conclusiva de Cristo hace destellar por última vez el poder divino del Resucitado. «Yo estoy contigo», «Yo estoy con vosotros» constituye la expresión más densa con la que Yahvé se dirigía en las Sagradas Escrituras, ya fuese a Israel en conjunto, ya a los hombres más responsables de él, cuando lo que estaba en juego era un encargo especial o un particular peligro. «Yo estoy contigo...» (Ex 3, 12). «Como estuve con Moisés, también estaré contigo; nunca te dejaré en la estacada ni te abandonaré» (Jos 1, 5). Pero es sobre todo en los esbozos históricos veterotestamentarios donde aparece la expresión «contigo» y «con vosotros» como «fórmula condensada de la teología de la alianza y del gracioso y ayudador «estar con» de Yahvé con su pueblo y con individuos concretos» (H. Frankenmölle).

¡Pascua significa esto también! Con esos discursos-YO que son exclusivos de Dios, el Resucitado puede asegurar su presencia autorizante, activamente auxiliadora y salvadora. Hasta tal punto se ha identificado Dios con el Jesús de Nazaret resucitado. Este, en cuanto Kyrios igual a Dios, se sitúa por encima del espacio y del tiempo. De la misma manera que Dios, puede hacerse presente en todo tiempo y en todo lugar. «Y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido quiere decir: Dios con nosotros" (1, 23). Con ese nombre, «Emmanuel», fue introducido Jesús al comienzo de nuestro evangelio. Lo que aquel nombre prometía se ha cumplido con una amplitud universal merced a la pascua: una vez resucitado, Jesús es el Señor divino, cercano y presente a nosotros.

«Con» cada generación de la Iglesia

«Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Esta aseveración de la presencia graciosa de Cristo tiene validez para todo el tiempo y para cada fracción temporal del pueblo escatológico de Dios. La mirada del evangelista, que escribe hacia finales del siglo primero, se dirige, más allá del presente, hacia el futuro. Cuán próximo o lejano esté el fin de este decurso temporal y con él la parusía del Señor, es algo que queda plenamente indeterminado. Lo importante también en este caso, conforme a la concepción bíblica del tiempo, no es la cantidad, sino la cualidad de ese tiempo, el contenido de novedad que califica al tiempo de la Iglesia que irrumpe con la Pascua. Ese es el perdurable «estar con» del Señor exaltado.

Esa permanente presencia graciosa de Cristo se refiere a todas las generaciones de la Iglesia, por muchas que puedan sucederse. La perícopa de la aparición de Mateo no habla expresamente, por supuesto, de generaciones que hayan de seguir a la de los «Once discípulos»; como tampoco lo hacen los relatos de aparición de los evangelios restantes. Tampoco era de esperar partiendo del género de «relato de aparición». El lenguaje de nuestro evangelista, que por una parte casi seguro que no cuenta ya con la presencia en vida de miembros del grupo de los Doce y por otra parte tiende su mirada por encima del presente propio hacia un largo período temporal del mundo todavía desconocido, es, con todo, suficientemente claro. Cuando refiere la promesa de asistencia de Cristo no tiene únicamente en consideración a los Once discípulos, que por supuesto eran los destinatarios directos del manifiesto de Cristo. Incluía también a todos aquellos otros que además} y después de los Once, proclamaban el mensaje salvífico; más aún, también a todos aquellos que en su tiempo y en el futuro se lo transmitiesen a los hombres. A todos cuantos trabajan en ese servicio particular del Señor exaltado se les promete la asistencia defensora y fortalecedora.

La promesa solemne de esa eficaz presencia de la gracia de Cristo se dirige igualmente a todo el discipulado postpascual. En la concepción de nuestro evangelista, éste se ve representado por los «Once discípulos». Son aludidos los bautizados de «todos los pueblos»; por tanto también nosotros. La «poca fe», esa fe a medias, plagada de dudas, supone, en la concepción del evangelista, una tentación que pone en peligro la existencia de cualquier discípulo (Mt 14, 30s.). ¿O es que somos ya unos racionalistas tan recalcitrantes que estamos incapacitados para una fe viva en la presencia y auxilio del Señor? Si tal es el caso, dejemos que la primera cristiandad nos dé una lección. Ella sentía aún profundamente el «estar con» de su Señor exaltado. Un «profeta» que hablaba en el Espíritu y en el nombre del Señor exaltado dio expresión a esa bienaventurada vivencia de novedad: «Pues dondequiera que dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Lo que los piadosos doctores de la ley de Israel alababan como la gracia suprema del abandono en la voluntad de Dios, ha hallado su plenitud y realización escatológica por'medio de la Pascua. La colección judaica de Dichos de los Padres conserva la siguiente sentencia: SEKINA/PRESENCIA: «Cuando dos se sientan y se ocupan con frases de la Torá, la Shekiná está entre ellos». La meditación compartida de las instrucciones divinas logra, por tanto, que Dios mismo se haga presente. A partir de la Pascua, es Jesús exaltado aquél en quien Dios se hace presente a los suyos. La «shekiná» del Antiguo Pacto, la inhabitación prefiguradora de Dios, ha llegado a su plenitud con Cristo resucitado. Pues en El esa palabra, que es plenamente Palabra de Dios, se ha hecho hombre. El ha «puesto su habitación» (Jn 1, 14) entre nosotros de una forma muy distinta y mucho más real que lo que podía confesar la fe de la época profética acerca de Yahvé.

¿Un camuflaje para encubrir la expectativa futura de los primeros tiempos?

También nuestro evangelista presenta en varias ocasiones a Jesús prediciendo la venida del Hijo del hombre para juzgar. El hecho de que la «vuelta» de Cristo no hubiera ocurrido ni siquiera al final de la segunda generación, no disminuyó, al parecer, lo más mínimo su fe en el Jesús Salvador resucitado y que había de volver. Y la afirmación apodíctica de la asistencia del Cristo exaltado deja sin lugar a dudas espacio para un transcurso de tiempo indeterminadamente prolongado hasta la llegada de la parusía. ¿No contradice claramente todo esto las expectativas de futuro que bullían en los comienzos? ¿No hablan constantemente los teólogos de que Jesús vivió en una expectativa cercana del Reino? Y lo hacen con todo derecho. Todo el contexto de su predicación apunta a que el Reino escatológico de Dios puede, por así decirlo, irrumpir en cualquier instante.

Pero lo inmediatamente relevante para el punto que estamos analizando es más bien el proceso de la revelación de Cristo que culmina en el acontecimiento de la Pascua. Si Jesús proclamó esa llegada, aún por venir, del Reino de Dios como una obra y don de Dios, también ese revelarse de la salvación del Reino que se espera queda religado a la persona de Jesús, al Jesús Mesías al que se ha capacitado para concluir el obrar salvífico. Esa nueva fe trajo como consecuencia la expectativa de que el Mesías Jesús en persona intervendría muy pronto como juez y operador de la salvación. Tampoco se puede negar esta «expectativa próxima» postpascual. Pero en ese caso ¿cómo pudieron acomodarse los escritos de la segunda generación cristiana a un largo período de tiempo indeterminado e indeterminable sin caer en contradicción? ¡Algo no cuadraba! ¿No habrá resultado que la dura experiencia de una parusía que se iba retrasando indujo a hacer de la necesidad virtud falsificando la expectativa de futuro inicial? En este caso se juega algo más que una cuestión histórica interesante. Lo que está sobre el tapete es la validez de nuestra fe y del mismo futuro salvífico.

¿No será nuestra fe en una salvación futura más que el sucedáneo camuflado de la ruda decepción que sufrió la primera generación cristiana? La respuesta afirmativa a esta cuestión no sería sino el caso típico de una conclusión apresurada que pasa por alto la realidad histórica. Antes que nada hay que traer a consideración otra circunstancia que supone un hecho tan incontrovertido como el de la expectativa próxima de los comienzos: el de que, además de la primera, tampoco la segunda ni la tercera generación experimentaron la parusía de Cristo y que esa realidad no provocó ni el más mínimo indicio de una crisis en los fundamentos de su fe. Precisamente este hecho tan elocuente demanda una explicación satisfactoria para la que la ciencia neotestamentaria está desde hace tiempo preparada. Rememoremos los datos más importantes. La firme expectativa de una plenitud de salvación que aún se había de producir, en ningún momento se basó en el conocimiento de fechas concretas. No existieron ni existen frases originarias de Jesús en las que El mismo haya puesto fecha determinada a la revelación final del Reino de Dios. No se puede, por tanto, argumentar diciendo que, por ejemplo, Jesús había afirmado que el Reino de Dios se revelaría aun antes de la desaparición total de la generación contemporánea a él.

PARUSIA/PROXIMA: Por el contrario, la expectación de la parusía se basaba única y exclusivamente en la misma fe pascual, en la fe en la plenitud de poder del Resucitado, en el poder que Dios tiene de hacer llegar la salvación definitiva. La «expectativa próxima» presuponía, por cierto, la fe inconmovible en la parusía de Cristo, pero ésta, por su misma naturaleza, no era más que una forma particularmente intensa de la fe en la parusía. Esta intensificación es, por otra parte, plenamente comprensible desde el punto de vista histórico. La espera en una pronta venida de Cristo era la expresión de un anhelo de salvación que se alimentaba en una fe pascual viva. Más objetiva que la denominación usual de «expectativa próxima»» sería la expresión de este fenómeno como un «esperar» en una pronta parusía. Al menos resulta confuso hablar de una «fe» inicial en una inmediata venida de Cristo. Si queremos precisar con un concepto filosófico la relación existente entre la «fe en la parusía» y la «expectativa próxima» tendremos que afirmar que la segunda no supone más que un «accidente», algo, por tanto, que no afecta esencialmente a una materia: en este caso a la fe en la parusía. También aquí tenemos en el apóstol Pablo a un garante auténtico de la primera generación. El emplea la expectativa próxima como un punto de vista adicional para estimular a los creyentes a la actualización de la nueva vida exigida por la misma recepción de la salvación que ya ha tenido lugar. Con ello está utilizando la expectativa próxima como un motivo más de orden parenético, pero nunca la declara por sí misma objeto de fe.

Hay todavía otra razón fundamental por la que la cuestión de la fecha exacta no podía cobrar peso específico propio para la fe en la plenitud de la salvación futura. La decisión acerca del futuro salvífico ya había tenido lugar hacía tiempo. El esperado es alguien que ya ha venido en Cristo, alguien en quien y por medio de quien Dios ya ha actuado de modo definitivo para la salvación del mundo. Los creyentes en el Mesías Jesús no se diferenciaban de los demás seres humanos únicamente por el hecho de que veían en la exaltación de Jesús la garantía de la venida segura de la salvación, aunque por otra parte viviesen en un mero estado de expectativa privado de cualquier modo de posesión de salvación. No; en su visión de fe, la redención definitiva ya estaba asentada dentro de ellos. Experimentaban su presencia, su existencia en este mundo sometido al pecado y a la muerte; y la experimentaban como una presencia actual de la salvación.

Por los motivos enunciados es lógico que la experiencia de la prolongación del tiempo llevase a una distensión de la «expectación próxima» sin que por ello se cuestionase lo más mínimo la validez de la fe en la parusía de Cristo. La misma aparición por vez primera en el Nuevo Testamento de una negación de la parusía puede confirmar indirectamente esta afirmación. La verdadera razón esgrimida por los que negaban la parusía, contra los que hubo de intervenir el autor de la segunda carta de Pedro entre los años 120 y 140, no fue el hecho de que el tiempo siguiera adelante, sino una interpretación gnóstica de la fe en Cristo. Esos herejes afirmaban la absoluta presencia de la salvación y por ello rechazaban una plenitud salvífica aún por realizar; la rechazaban como algo superfluo; estaban en total contradicción con todos los testimonios del Nuevo Testamento para los que la fe en la parusía de Cristo constituye una consecuencia irrenunciable de la misma fe pascual. Por consiguiente, no se puede hablar de una falsificación a posteriori de la fe original en el futuro salvífico, puesto que la cuestión acerca de cuán próxima o lejana pueda estar la «vuelta» de Cristo es irrelevante aun para nuestro manifiesto crístico.

Nuestra fe pascual en cuestión

«Yo estoy con vosotros todos los días...» La aseveración de la permanente asistencia graciosa de Cristo apela a nuestra disponibilidad personal a tener una fe decidida. El miedo paralizador ante el futuro no se detiene ni ante las puertas de la Iglesia. Los mismos teólogos cristianos se preguntan si el cristianismo tiene aún un futuro auténtico. La virulenta tentación de hacer desaparecer, o al menos reducir de modo manifiesto, el mensaje provocador del Jesucristo resucitado y actuante, tras la figura histórica del Jesús humano y tras su exigencia de un comportamiento interhumano ideal, ¿no se alimentará de manera determinante de la preocupación acerca del futuro del cristianismo? La oportunidad de supervivencia sólo la podría esperar una cristiandad que aportara sus claros y potentes impulsos en pro de un compromiso social y societario en la situación actual y en la futura, que tomara en serio como norma decisiva de actuación la Carta Magna del amor a todos y a todo. Por esencial e irrenunciable que sea ese aspecto de relevancia social de la fe y la vida cristianas, se está corriendo el peligro de perder de vista el centro de la fe cristiana, que no es otro que el futuro que se nos abre en el Cristo pascual, único capaz de proporcionar a los cristianos un firme apoyo para el presente y para el futuro.

FE/OPTIMISMO: ¿No tendremos honradamente que avergonzarnos cuando resuenan en nuestros oídos las voces múltiples, pero unánimes, de la fe pascual de los primeros cristianos? El autor de los Hechos de los Apóstoles tenía aún presente el martirio romano del apóstol Pablo ocurrido hacía años y sin embargo no concluía su escrito de predicación y propaganda con la relación del fin del gran apóstol de los pueblos. Acaba más bien con la noticia de que el apóstol, que vivía en libertad provisional, «predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad y sin obstáculos» (/Hch/28/31). Este final sorprendente implica todo un programa: el futuro no está en manos del señor que se sienta sobre el trono de los césares en la capital del imperio, ni pertenece a los múltiples señores divinos propagados entonces por la fe pagana y sus numerosos cultos mistéricos. El futuro le pertenece al único y verdadero Señor divino, a Jesucristo. ¡Tal es la fe pascual viva que, segura de sí misma, mira hacia el futuro!

Se podrá objetar que en aquel entonces la fe resultaba más sencilla que lo que lo es hoy para una persona que ha de estar a la altura del pensamiento y de la comprensión moderna de la realidad. En la actualidad nos vemos confrontados, incluso en países cristianos, a un amplio frente de decidida incredulidad o por lo menos a la ignorancia de hecho de cuanto signifique cristianismo e Iglesia. ¿Cuántos son los que creen todavía seriamente que el Jesús crucificado no está tan muerto como cualquier otro difunto, sino que ha penetrado en una existencia de energía vital y llena de eficacia divina y que se habrá de revelar como el Salvador? No pensemos, sin embargo, que haya sido el pensamiento moderno el primero en formular su oposición a la fe pascual. El evangelio de Juan, escrito hacia finales del siglo primero, no está dominado casualmente por la alternativa fe-incredulidad. Su autor afrontaba manifiestamente una situación en la que era posible que el mensaje de Cristo experimentase un rechazo total hasta el punto de que llega a considerar que ese rechazo, en definitiva, se debe a un influjo diabólico. Pero: «Ahora se produce la condena de este mundo; ahora el dominador de este mundo va a ser expulsado afuera. Y yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (12, 31s). Se trata de todos esos que se dejan llevar con Cristo al espacio vital de Dios. Y por ello el Jesús de este evangelio proclama también el mandato del amor. Pero renuncia a la exposición particularizada de la voluntad de Dios. La exigencia fundamental que propone a los seres humanos, exigencia que atraviesa todo el evangelio, es la de la decisión por la fe en Jesucristo como revelador y mediador absoluto de la verdadera vida; la decisión por la fe en la fuerza salvadora de su Muerte y Resurrección: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien crea en mí, aunque haya muerto, vivirá...» (11, 25).

Sólo mediante la confesión de Cristo Crucificado y Resucitado se puede comprender plenamente a Jesús de Nazaret. La mirada hacia el Señor exaltado y presente en ella capacitaba a la joven Iglesia para resistir los ataques exteriores más duros. Aquel Juan lleno de carisma profético que hacia finales del gobierno del emperador Domiciano veía que se aproximaba a las comunidades cristianas de Asia menor una terrible persecución, intentaba con su Apocalipsis fortalecerlas para que se dispusieran a sufrir el martirio antes de renegar de su Señor divino Jesucristo, tributando culto al emperador. En ese dificultoso camino los fieles no están solos. La visión introductoria de ese libro proclama al Cristo celeste como alguien presente a sus comunidades, como el Señor que las auxilia y defiende. El es el Kyrios divino, el único que, empleando el estilo en primera persona, propio de Dios, puede afirmar: «Yo soy el primero y el último y el viviente; Yo estuve muerto, pero mira, estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Abismo» (1, 17-18) .

¿Estamos también nosotros dispuestos a seguir el camino de Jesús hasta su Resurrección, hasta su exaltación a Señor divino y realizador de nuestra salvación? ¿Estamos también dispuestos a creer en la presencia llena de eficacia de este Señor de la Iglesia? ¿A creer que su comunidad salvífica será conducida a buen término por El a través de las tormentas más peligrosas? ¿Estamos dispuestos a dejarnos interpelar y exigir «todos los días», a revitalizarnos a diario, a estimularnos y activarnos por ese Jesús que, en cuanto resucitado, es el Señor divino próximo a nosotros? Estas son las preguntas que propone a nuestra vida la consoladora promesa de asistencia que nos proclama el manifiesto final de Cristo que hemos estudiado.

Anton Vögtle
PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO
Ed. Sal Terrae. Col Alcance 29
Santander 1983. Págs. 55-141