Sacramentos pascuales

 

            El tiempo de Pascua es un tiempo eminentemente sacramental. No cabe imaginar estudio alguno sobre su liturgia que no incluya alguna consideración sobre los sacramentos para ser completo. Aquí consideramos los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, que, junto con la confirmación, constituyen los ritos cristianos de iniciación. Estos son por titulo especial, aunque no exclusivamente, sacramentos pascuales. También los demás sacramentos reciben su eficacia del misterio pascual de Cristo, si bien en ellos es menos evidente.

            Esta cualidad inconfundible de la liturgia pascual tiene una explicación histórica. Deriva de la antigua disciplina del catecumenado. Nuestra liturgia de cuaresma conserva también elementos de catequesis bautismales que iban dirigidas a los catecúmenos que se preparaban a recibir el bautismo de Pascua. Estas instrucciones consistían en una introducción a la historia de la salvación y una exposición completa de los artículos de la fe compendiados en el credo de los apóstoles y las bases de la moral cristiana.

            Pero el proceso de formación no terminaba con los ritos de la iniciación (bautismo, confirmación y eucaristía). A esto seguía un período posbautismal, la llamada catequesis mistagógica, que consistía en una profundización en el significado de los sacramentos. Una de las razones para posponer esta catequesis hasta después del bautismo (mencionada por San Ambrosio) es la del secreto. Se consideraba conveniente rodear a los misterios cristianos de cierto grado de secreto con el fin de que no fueran profanados por los no creyentes. El candidato debía estar plenamente iniciado y comprometido antes de que se le explicaran. Pero, además, los padres de la Iglesia de los siglos IV y V nos dan dos razones más positivas. Una pedagógica, basada en el principio de que ver es mejor que oír. Ver y experimentar el sacramento era una forma más efectiva de catequesis que cualquier cantidad de explicaciones abstractas. Y había, además, una razón espiritual, según la cual la persona ha de ser iluminada por el Espíritu Santo y la gracia sacramental para poder percibir el significado y la riqueza del bautismo y la eucaristía.

            El tiempo pascual, especialmente la octava de pascua, era el tiempo propicio para explicar la riqueza de los sacramentos a los neófitos. Los nuevos cristianos se reunían diariamente durante la octava para orar juntos y recibir instrucción del obispo o de su representante. Los sagrados ritos que habían recibido en la noche de pascua se les explicaban en una serie de homilías. Esta forma de catequesis ha llegado hasta nosotros a través de obras famosas, por ejemplo: La catequesis mistagógica, atribuida a San Cirilo de Jerusalén (que actualmente se cree más bien escrita por su sucesor el obispo Juan, el cual rigió la diócesis de 387 a 417); las homilías catequísticas de San Juan Crisóstomo y San Teodoro de Mopsuestia; el De Sacramentis de San Ambrosio, y numerosos sermones de San Agustín a los nuevos bautizados.

            Estas instrucciones son importantes, para los cristianos actuales como lo fueron en el pasado para los nuevos creyentes, para los adultos convertidos igual que para los que fueron bautizados de niños. En la escuela del servicio de Dios todos somos aprendices. Durante la cuaresma la Iglesia nos invita a unirnos a los catecúmenos que se preparan para el bautismo. En el tiempo pascual nos unimos a los neófitos; con ellos aprendemos de la liturgia todo lo que los sacramentos deben significar para los cristianos. Esto puede llevarnos a una renovación y profundización de nuestra vida sacramental[1].


Conmemoración del bautismo

            La liturgia de la octava de pascua tiene muchos motivos bautismales. En realidad, parece que fue originalmente concebida como una octava del bautismo. Posteriormente, hacia el siglo VII, se organizó más bien como octava de Resurrección. Por eso la octava concluía el sábado de Pascua, día en que los neófitos dejaban las vestiduras blancas y reanudaban su vida ordinaria.

            Examinemos ahora los textos del misal y del leccionario para darnos cuenta de cómo aluden al bautismo y a la celebración de la eucaristía.

            En primer lugar, las antífonas de entrada de cada día de la semana de pascua arrojan su propia luz sobre el bautismo. Presentan imágenes del Antiguo Testamento, especialmente del libro del Éxodo. Por el bautismo nos unimos al pueblo de Dios en su gran éxodo, pasamos de la esclavitud a la libertad; con Cristo, nuevo Moisés, a la cabeza peregrinamos hacia la tierra prometida. Ya hemos entrado en la tierra prometida por el bautismo y la eucaristía, hemos aceptado la invitación de Cristo: "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Aleluya"[2].

            No deberíamos pasar por alto un rito de gran interés, aun cuando es un elemento opcional en la celebración de la misa. Me refiero a la ceremonia de la bendición y aspersión del agua bendita. Puede hacerse en lugar del rito penitencial al principio de la misa. Durante el tiempo de pascua se subraya su significación bautismal. Hay una oración especial de bendición que concluye así: "Que esta agua nos recuerde el bautismo y participemos del gozo de todos los que han sido bautizados por Pascua".

            Una vez bendecida el agua, el celebrante puede ir por la iglesia aspergiendo al pueblo con este sacramental. Mientras tanto, se puede cantar un canto apropiado. Nada mejor que el tradicional Vid aquam. En castellano significa: "Vi que manaba agua del lado derecho del templo. Aleluya. Y habrá vida dondequiera que llegue la corriente y cantarán: Aleluya, aleluya" (Ez 47, 1-2.9).

            Jesús comparó su propio cuerpo con un templo (Jn 2,19-22); y del costado traspasado de ese templo brotó sangre y agua (Jn 19,24), simbolizando la Redención y, según los padres de la Iglesia, los sacramentos del bautismo y la eucaristía.

            En las representaciones de Cristo crucificado, la herida aparece a la derecha del cuerpo, aunque el corazón está a la izquierda. Esto muestra la influencia de la Escritura y la liturgia en el arte cristiano. La idea latente es que el cuerpo de Cristo es el verdadero templo y que en su pasión cumple la profecía de Ezequiel.

            Una antífona alternativa (la cuarta) expresa el mismo pensamiento en términos más explícitos: "De tu costado, oh Cristo, mana una fuente de agua viva, que limpia al mundo de pecado y renueva la vida. Aleluya".

            La oración colecta de la misa, que es la misma que se reza en la liturgia de las horas, hace frecuentes alusiones al bautismo. En tales oraciones la Iglesia pide con frecuencia que la gracia recibida en el bautismo llegue a manifestarse en nuestras vidas. Citemos como ejemplo la del lunes de la octava de Pascua:

Señor Dios, que por medio del bautismo haces crecer a tu Iglesia, dándole siempre nuevos hijos, concede a cuantos han renacido en la fuente bautismal vivir siempre de acuerdo con la fe que profesaron.

            También las lecturas de la misa están relacionadas con el bautismo. Los Hechos de los Apóstoles relatan muchos ejemplos de bautismo y de efusión del Espíritu Santo. A veces también el salmo responsorial contiene un tema bautismal, como, por ejemplo, el salmo 41 con su respuesta: "Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo". Las lecturas del evangelio tienen menos alusión directa al bautismo, porque varios de los grandes discursos de san Juan, que se interpretan en sentido bautismal, ya se leyeron durante la cuaresma. Pero la liturgia de la palabra del lunes y el martes de la segunda semana incluye el discurso de Cristo a Nicodemo (Jn 3,1-15), en el que se habla de la necesidad de nacer de nuevo "de agua y de espíritu".

            Antes de terminar nuestra consideración de los textos de la misa hemos de mencionar una referencia al bautismo en la misma plegaria eucarística. Se encuentra en la primera (canon romano), y se dice todos los días de la octava.

            Habla del nuevo bautizado y del privilegio que ahora disfruta de poder tomar parte en el sacrificio de Cristo.

Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa por aquellos que has hecho renacer del agua y del Espíritu Santo, perdónales todos sus pecados...

            La misa o eucaristía es el sacrificio de Cristo y su Iglesia. Por el bautismo los fieles quedan capacitados para participar en este sacrificio. No sólo recibir el cuerpo y la sangre del Señor, sino que, además, ellos mismos pueden tomar parte en la oblación, "ofreciendo la víctima inmaculada no sólo por las manos del sacerdote, sino incluso junto con él"[3]. Esta es la doctrina del sacerdocio universal de los fieles (como distinto del sacerdocio ministerial), que tanto subraya la reciente reforma litúrgica.

            Las lecturas patrísticas de la liturgia de las horas también nos instruyen acerca del bautismo y la eucaristía y tienen contenidos muy valiosos. Dos de las homilías que se leen durante la octava (el jueves y el viernes) están tomadas de la misma Catequesis mistagógica a la que ya nos hemos referido. En la 1ª de ellas, el autor de la homilía describe cómo el bautismo nos introduce en los misterios de la muerte y Resurrección de Cristo. Así se expresa:

¡Oh maravilla nueva e inaudita! No hemos muerto ni hemos sido sepultados, ni hemos resucitado después de crucificados en el sentido material de estas expresiones; pero, al imitar estas realidades en imagen, hemos obtenido así la salvación verdadera.

            La 2ª instrucción trata de la unción del Espíritu Santo y de nuestra conformación con Cristo. "Hechos, por tanto, partícipes de Cristo (que significa Ungido) con toda razón os llamáis ungidos" o Cristos. Y, después de haber explicado el simbolismo del óleo de la unción, declara: "Mientras se unge el cuerpo con aceite visible, el alma queda santificada por el santo y vivificante Espíritu".

            El domingo de la octava de Pascua es el gran obispo pastoral, San Agustín, quien se dirige a nosotros. La lectura está tomada de un sermón que dio a los neobautizados en la octava de su bautismo. Hay en sus palabras una nota de ternura y preocupación por esos nuevos cristianos que él mismo ha instruido con gran dedicación. Los exhorta a ser fieles a su llamada, a "revestirse del Señor Jesús" y perseverar en la nueva vida, seguros de que un día recibirán la gloria de la Resurrección.

            La lectura del miércoles de la tercera semana de Pascua está tomada también de una instrucción bautismal. Se trata de la primera apología de San Justino mártir, que escribió dicho tratado en Roma al comienzo del siglo II. Es interesante por su gran antigüedad y por las informaciones que proporciona acerca de la administración de los sacramentos en una época tan remota. Habla del bautismo calificándolo de "consagración", nacimiento espiritual e "iluminación" (este último término era el nombre que se daba al sacramento en los primeros tiempos). Por fin, el lunes de la sexta semana tenemos un extracto de un tratado sobre la Santísima Trinidad perteneciente al siglo IV y escrito por Dídimo de Alejandría.

            Este gran teólogo seglar describe la actividad del Espíritu Santo en el bautismo:

El nos libera del pecado y de la muerte; de terrenos, es decir, de hechos de tierra y polvo, nos convierte en espirituales, partícipes de la gloria divina, hijos y herederos de Dios Padre, configurados de acuerdo con la imagen de su Hijo, herederos con él, hermanos suyos, que habrán de ser glorificados en él y reinarán con él.


Conmemoración de la eucaristía

            El bautismo nos da acceso a la eucaristía, sacramento que completa la iniciación cristiana (antes la confirmación precedía a la primera comunión, y se administraba inmediatamente después del bautismo). Nuestra incorporación a Cristo comenzó con el bautismo, y se completa con la participación en la eucaristía. Por el bautismo y la confirmación nos incorporamos al misterio pascual de Cristo; la eucaristía completa nuestra inserción en dicho misterio. Por eso los tres sacramentos forman una unidad aun en el caso de que se administren en diferentes etapas de la vida de una persona.

            La liturgia del tiempo de pascua contiene también valiosos elementos de enseñanza acerca de la eucaristía, que conviene explicar a los fieles. Gran parte de esta doctrina se encuentra en la liturgia de las horas y, por tanto, no está al alcance de la mayoría de los seglares. El clero encargado de la pastoral ha de hacer partícipe a su pueblo de esas riquezas que él asimila en la liturgia. El período entre pascua y Pentecostés es ideal para una predicación sobre los sacramentos de la iniciación cristiana. Es también el tiempo tradicional para que los niños reciban su primera comunión. Se recomienda, además, que, durante este tiempo sacramental, se ofrezca a los enfermos más facilidad para recibir a menudo, incluso diariamente, la santa comunión.

            Consideremos en primer lugar las lecturas del evangelio en la Misa. Al contrario de lo que sucede con los demás evangelistas, San Juan no nos ha dejado un relato de la institución de la eucaristía. A pesar de ello, hay en su evangelio un fuerte énfasis sacramental. En él se encuentra, sin duda, el misterio de la eucaristía.

            Las enseñanzas del Señor sobre la eucaristía se encuentran en el capítulo sexto del evangelio de San Juan, que trata de la multiplicación de los panes, a la que sigue el gran discurso del Señor sobre el pan de vida. El viernes de la II semana leemos la multiplicación de los panes (Jn 6,1-15). San Agustín y otros padres de la Iglesia nos explican que este milagro es signo de la eucaristía, y por eso da pie al discurso que le sigue.

            Del lunes al sábado de la III semana se lee cada día una parte del citado discurso. Jesús conduce a sus seguidores de su preocupación por el pan material a realidades más profundas y espirituales. Declara que él es el verdadero Pan de Vida.

Yo soy el Pan de Vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed.

            La fe en él es un regalo del Padre; es ser "atraído por el Padre". Ir a Cristo por la fe y el amor es tener con certeza la vida eterna: "Yo lo resucitaré en el último día":

            A medida que el discurso se encamina a la conclusión nos disponemos, casi imperceptiblemente, a la consideración de la presencia eucarística de Cristo. No es posible interpretar sus palabras en otro sentido que no sea el de su presencia real en el sacramento, puesto que dijo: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él".

            En este punto conviene recurrir a las lecturas patrísticas de la liturgia de las horas. Sorprende la fidelidad de sus escritos a la enseñanza de Cristo y cómo se afirma en sus instrucciones sobre la eucaristía la doctrina de la presencia real. El oficio de lecturas del tiempo pascual contiene por lo menos 7 homilías patrísticas que tratan sobre el misterio eucarístico[4].

            Dos de ellas provienen de autores del siglo ll, San Justino mártir y San Ireneo. Ambos insisten en la realidad de la presencia de Cristo en la eucaristía. Para el primero es precisamente "la carne y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó"; el segundo declara que cuando el pan y el vino reciben la palabra de Dios, "se convierten en la eucaristía de la sangre y del cuerpo de Cristo".

            San Hilario, en un extracto de su obra De Trinitate, afirma también la presencia real, desarrollando un punto de doctrina que surge del concepto de que la gracia del sacramento es operativa también fuera del tiempo de la comunión. Por la fe y el amor la presencia de Cristo en el corazón del creyente es permanente, la unión entre Cristo y el alma se profundiza por medio de la eucaristía. San Hilario no hace más que confirmar las palabras del Señor cuando escribe: "Si es verdad que la Palabra se hizo carne y que nosotros, en la cena del Señor, comemos esta Palabra hecha carne, ¿cómo no será verdad que habita en nosotros con su naturaleza aquel que, por una parte, al nacer como hombre, asumió la naturaleza humana como inseparable de la suya y, por otra, unió esta misma naturaleza a su naturaleza eterna en el sacramento en que nos dio su carne?"

            La eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia. Esta es una idea sobre la que los padres de la Iglesia se detienen con frecuencia. Según San Fulgencio, obispo del Norte de Africa en el siglo VI: "La edificación espiritual del cuerpo de Cristo se realiza en la caridad...; esta edificación espiritual nunca se pide más oportunamente que cuando el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ofrece el mismo cuerpo y la misma sangre de Cristo en el sacramento del pan y del cáliz".

            El papa San León poseía un profundo sentido de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Nunca pensaba en Cristo separado de la Iglesia. Para él, "la cabeza no puede estar separada de los miembros ni éstos separados de la cabeza". En sus reflexiones sobre la presencia de Cristo en su Iglesia, en la homilía que se lee el miércoles de la II semana introduce el tema de la eucaristía afirmando que el efecto que se produce en los que reciben este sacramento consiste en ser transformados en aquel a quien reciben:

Porque la participación del Cuerpo y de la Sangre de Cristo no hace otra cosa sino convertirnos en lo que recibimos y en hacernos portadores de aquel en quien y con quien hemos sido muertos, sepultados y resucitados.

            Estos son algunos de los temas sobre la doctrina eucarística que se encuentran en las lecturas patrísticas señaladas para el tiempo pascual. Al leerlas se refuerza nuestra fe, y nuestro entendimiento se enriquece. Todo ello debería conducirnos a la renovación y a intensificar nuestra vida sacramental.

 

VINCENT RYAN

 Act: 28/03/16   @pascua cristiana           E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A 

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[1] El rito para el bautismo de adultos prevé un período posbautismal de "catequesis mistagógica".

[2] Constitución sobre liturgia, n 48.

[3] Constitución sobre liturgia, n 49.

[4] Se encuentran en la liturgia de las horas en el siguiente orden: sábado de la octava de Pascua, 128-9; martes, 554-6; miércoles, 562-3, y jueves de la II semana, 569-71; domingo, 592-3, y jueves de la III semana, 620-21; también el miércoles de la IV semana, 664-5.