Allí estábamos todos


Una presencia temblorosa, llena de amor 
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor? 
¿Estabas allí cuando le clavaron en el árbol? 
¡Oh! A veces me hace temblar, temblar, temblar.
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor?».
                                                                (Himno popular americano) 


Ninguno de nosotros estaba allí cuando crucificaron a nuestro Señor ni cuando fue  depositado en el sepulcro. Si hubiéramos estado allí, no lo hubiéramos permitido, como dijo  aquel caudillo franco. Por lo menos, nos hubiéramos acercado a él todo lo posible,  hubiéramos entrañado todos sus gestos y palabras, hubiéramos asumido todos sus dolores,  hubiéramos llorado todas sus lágrimas y calmado su sed infinita, hubiéramos recogido su  sangre divina.

Si hubiéramos estado allí, habríamos deseado que nos crucificaran con él, para  acercarnos más todavía y compartir todos sus sufrimientos: dolor con Cristo dolorido,  quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas y pena interna por todo lo que Cristo sufrió por  mí.

Si hubiéramos estado allí... Si hubiéramos estado allí, habríamos gritado la injusticia. Pero ¿cómo se puede condenar  al Justo? Hacemos constar que es el mayor pecado de la historia. Si hubiéramos estado allí, habríamos temblado de indignación, habríamos temblado de  espanto, habríamos temblado de emoción.

Si hubiéramos estado allí... Pero si la verdad es que todos estuvimos allí, cuando lo  crucificaron, cuando lo clavaron en el árbol. Todos estábamos allí y con doble presencia. Estábamos allí, en primer lugar, con los jueces, con los sayones, con la gente curiosa, con  la muchedumbre pasiva.

Allí estábamos... Allí estábamos todos dando fuerza al cobarde Pilato, para que acabara de firmar la más  injusta sentencia que se haya jamás pronunciado; después le ofrecimos una hermosa  jofaina, para que se lavara bien las manos. Aún se las está lavando el pobre. Allí estábamos levantando la mano de los verdugos, para descargar sus golpes sobre el  cuerpo santo e inocente de Cristo, con fuerza bruta, rutinaria, anónima. Eran máquinas de  matar, frías, impersonales, olvidadizas. A todos los verdugos, los que le azotaron, los que le  coronaron de espinas, los que le clavaron en la cruz, a todos les dimos una estampa de su  victima, para que nunca la olvidaran. Esta víctima era «la Víctima».

Allí estábamos riendo y gritando con las autoridades, los letrados y los notables,  saboreando el triunfo de su poder, sugiriéndoles palabras y dichos hirientes para redondear  mejor la faena. Ahí está el Mesías que no se defiende, el Mesías que se retuerce de dolor y  que grita de espanto. ¿Hay todavía alguno que le pueda tomar en serio? Si ni puede bajar  de la cruz ni salvarse a sí mismo, ¿a quién va a poder salvar? Les dimos un INRI, la  identidad del crucificado, palabras que quedaron escritas para siempre, a pesar de las  protestas.

Allí estábamos todos con la gente pasiva y curiosa, los que se dejaban llevar, los que se  limitaban a comentar lo sucedido, los que criticaban, los que se lamentaban, los que  compadecían. En el fondo, todos cobardes y faltos de fe. El hecho más importante y  dramático de la historia sólo les roza superficialmente, objeto de leves comentarios. A todos  les regalamos una tablilla, en la que figuraban las siete palabras del crucificado.

Allí estábamos con el mal ladrón, blasfemando nuestros dolores y desgarros, lanzando  contra el Cordero divino nuestros delitos y errores, dando coces contra el aguijón, gritando  al cielo nuestra desesperación. A este pobre ladrón le regalamos un vídeo con las actitudes  y palabras del ladrón compañero, con las actitudes y palabras del que sufría en medio de  los dos, ladrón de corazones.

Allí estábamos con los soldados que se repartieron sus ropas y sortearon su túnica.  Cumplían un salmo (22,19). No sabían esos pobres soldados el botín que se ponía en  juego. ¿Qué precio no pagaríamos hoy por conseguir una de esas piezas? ¿Quién de esos  soldados se vestiría de Cristo? Les regalaríamos las cartas de Pablo para que se fueran  enterando.

Y allí estábamos con los soldados que le dieron a beber vinagre. Tampoco sabían éstos  que estaban cumpliendo una profecía: «Y en mi sed me dieron a beber vinagre» (Salm. 69,  22). No sabían quién era el que les pedía de beber, el que podía saciarles a todos  definitivamente, el que era venero inagotable de agua viva. No sabían qué sed era la que  gritaba ese divino crucificado. Le dieron, le dimos, a beber vinagre, que es el fruto que más  abunda en nuestras viñas. Estos soldados recibieron como premio, al fin y al cabo se  mostraron compasivos, el relato de la samaritana.

Y allí estábamos con el soldado que se atrevió a abrir el costado de Cristo con la lanza.  Tampoco éste sabía que estaba realizando una acción profética, para que se cumpliera la  Escritura: «Verán al que traspasaron» (Zac. 12,10). No sabía que ese golpe de gracia se  convertiría en verdadera fuente de gracia. No sabía, no sabíamos, qué puerta de salvación  se estaba abriendo de par en par. Dicen que esta lanza fue encontrada en tiempos de las  cruzadas. La lanza no nos importa, sino el efecto que produjo. Un golpe de gracia definitivo.  Para él, una imagen del corazón de Cristo.

Allí estábamos todos, porque en ese momento se concentraba toda la historia, para lo  malo y para lo bueno. Allí se concentraba todo el pecado del mundo, el pecado de todos los  hombres de todos los tiempos; y no sólo las grandes injusticias, los odios terribles, las  violencias desatadas, las mentiras inconcebibles, sino también los pequeños miedos, las  ridículas equivocaciones, frecuentes engaños, las fáciles seducciones, las inconscientes  omisiones, todos los pecados de debilidad e ignorancia.

La cruz recoge toda la inhumanidad humana. Es la expresión  de toda ceguera, toda debilidad y toda maldad. Es el triunfo de las tinieblas, lo irracional, lo  desnaturalizado, lo inmisericorde, lo inhumano en estado puro.

«La cruz no es solamente el madero, es la corporificación del odio, de la violencia y del  crimen humano» (L. Boff). Es el pecado. Al cargar con la cruz, Cristo cargó con el pecado: el  mío, el tuyo, el de todos. El Cordero de Dios cargó con el pecado del mundo, haciéndose a  sí mismo «pecado» (2 Cor. 5, 21).

Estábamos allí condenando al Justo  Por lo tanto, cada vez que cometemos una injusticia, estábamos allí condenando al Justo;  cada vez que mordemos al hermano con la critica o la calumnia, estábamos allí  sentenciando al Inocente; cada vez que despojamos al pobre con nuestro egoísmo y nuestra  insolidaridad, estábamos allí repartiéndonos sus ropas; y cada vez que agredimos al  indefenso con nuestra violencia o nuestra prepotencia, estábamos allí torturando al  Cordero; y cada vez que negamos al prójimo una ayuda, estábamos allí como espectadores  fríos e insolidarios; y cada vez que callamos por miedo y no actuamos proféticamente,  estábamos allí, sin atrevernos a dar la cara, ni a salir en defensa del condenado ni a  expresar siquiera nuestros sentimientos. Cuando traicionamos, estábamos allí; cuando  somos cobardes, estábamos allí; cuando somos infieles, estábamos allí; cuando dudamos,  estábamos allí; cuando mentimos, estábamos allí; siempre que nos ciega y nos esclaviza la  pasión, estábamos allí.

Aunque también podríamos decirlo a la inversa, que es Cristo el que está aquí. Cristo se  hace presente en todo hermano que esté oprimido, marginado o injustamente condenado;  en todo el que es pobre, débil, explotado o torturado; en todo el que es de un modo u otro  víctima de su hermano. Pues si él está aquí, es que estábamos nosotros allí.

-En la mente y en el corazón de Cristo  Hay una segunda manera de estar allí presente, esta vez cálida y amorosamente. No me  refiero a cuando hacemos el bien a alguien, cuando vivimos en la fe y en el amor. Todos estábamos allí, en la mente y en el corazón de Cristo. El nos conocía a todos,  sufría por todos, nos amaba y redimía a todos. Es verdad el pensamiento de Pascal: "Yo  derramaba tal y tal gota de sangre pensando en ti"; antes de que llegaras a la existencia, yo  te elegí; antes de que te formaras en el vientre materno, yo te redimí; antes de que  nacieras, yo te amé.

Estábamos allí todos, siendo objeto de la oración de Cristo, que nos iba presentando al  Padre en aquel momento de gracia. Estábamos allí y también a nosotros dirigía sus  palabras: por cada uno de nosotros pedía perdón al Padre, «porque no sabemos lo que  hacemos»; a cada uno de nosotros prometía el paraíso: «Hoy estarás conmigo», y eso es ya  el paraíso; a cada uno de nosotros encomendó la madre, para que la «llevemos a nuestra  propia casa».

Estábamos allí todos: nos veía en su madre, un mar de sufrimientos y misericordia. Nos  veía en Juan, el amigo, el que mantuvo la fe, el que acogió la madre. Nos veía en  Magdalena y demás piadosas mujeres, las valientes y generosas, las que dieron la cara, las  que mejor compadecieron, las que tanto amaron.

Nos veía en Nicodemo y José de Arimatea, en el Cireneo y la Verónica, los que le  prestaron sus buenos servicios, compartiendo su cruz, enjugando su rostro, quitándole los  duros clavos y bajándole del madero, lavándole, ungiéndole, envolviéndole en la sábana,  colocándole delicadamente en el se- pulcro.

Estábamos allí siendo objetos de su amor y amándole; siendo redimidos por él y mirándole  con fe, como aquellos israelitas que miraban la serpiente de bronce en el madero; siendo  lavados en el agua y la sangre que fluían de su costado, nosotros inmersos en ese doble  torrente de vida. Estábamos allí, recibiendo el Espíritu que él entregaba al Padre y a  nosotros.

Estábamos allí con él, formando parte de su cuerpo dolorido, uno más de sus sagrados  miembros ¿No sabéis que somos todos el Cuerpo de Cristo? Todos estuvimos clavados en  la cruz con Cristo, todos morimos con él, todos fuimos con él sepultados y todos  resucitaríamos con él. El misterio pascual de Cristo es también el nuestro. ¡Cuantas  consecuencias para nuestra vida, si realmente lo entendiéramos y lo viviéramos así!  «¿Estabas allí cuando le depositaron en el sepulcro?

¿Estabas allí cuando Dios le resucitó de entre los muertos?
¡Oh! A veces me hace temblar, temblar, temblar.
¿Estabas allí cuando Dios le resucitó de entre los muertos?».
A veces me hace temblar, temblar, temblar:
Temblar por el dolor y el arrepentimiento,
temblar por la indignación y la compasión,
temblar por la emoción y la alegría,
temblar por el éxtasis y el estremecimiento.

Hay razones sobradas para sentir este asombroso temblor. Al constatar tu presencia viva  en el misterio, al saberte protagonista de los más importantes acontecimientos de la historia,  al verte inmerso en un océano de misericordia, al sentirte traspasado por unos ojos llenos  de ternura y amor, al reconocer la victoria del amor y de la gracia, es como estar junto a la  zarza ardiendo o dentro de la nube divina, es como sentirte invadido por una fuerza  misteriosa que te arrebata y transciende, es entrar en la danza del Espíritu. Reviviendo el  misterio pascual, se tiene que apoderar de nosotros un santo y maravilloso temblor. 

CARITAS
LA MANO AMIGA DE DIOS
CUARESMA Y PASCUA
1990.Págs. 119-124