La Misa Didáctica.

 

1. El Introito.

Prenotandos. La Preparación de la Misa. La Salmodia del Introito. El "Kyrie Eleison." El "Gloria in Excelsis Deo." La Colecta.

2. Las Lecturas.

Las Lecturas en la Iglesia Antigua. Antiguo Ordenamiento de las Lecturas. Ordenamiento Gregoriano de las Lecturas. El Ceremonial de las Lecturas. El Sermón. La Despedida de los Catecúmenos.

3. Los Cantos Interleccionales.

Preliminares. El Responsorio Gradual. El "Alleluia." 5. El Tracto. El " Credo."

 

1. El Introito.

 

Prenotandos.

La misa, atendiendo a su origen y estructura, puede dividirse en dos secciones. La primera, derivación del antiguo servicio litúrgico que tenía lugar en los proseucas, ha sido designada por los escritores modernos con el nombre de "misa de los catecúmenos"; la segunda, institución original de Cristo, fue llamada "misa de los fieles." Tal denominación, aunque se hizo bastante general, no tiene ya, como dijimos, correspondencia en la realidad, razón por la cual hemos creído oportuno adoptar una nomenclatura diversa, aunque no nueva, que refleja mejor la índole y finalidad de cada una de las partes.

Llamamos a la primera parte misa didáctica porque, mediante las lecturas, que constituyen su elemento principal, se propone, ante todo, instruir a los fieles; la segunda parte es la misa sacrifical, porque se reduce substancialmente al acto del sacrificio.

En la misa didáctica, de la que vamos a ocuparnos en seguida, Amalario (+ 850), el liturgista más fecundo de la época carclingia, distingue dos partes:

1) El introito, que abarca la antífona ad introitum, el Kyrie, el Gloria in excelsis y la colecta.

2) Las lecturas, tanto de la epístola como del evangelio, con los cantos intermedios, a lo cual más tarde se añadió la recitación del símbolo niceno-constantinopolitano.

Esta división responde no sólo a un criterio litúrgico, sino también histórico; efectivamente, las dos partes se distinguen, porque tuvieron origen y evolución independientes. La seguiremos aquí al tratar esta importante sección introductoria de la misa.

 

La Preparación de la Misa.

La sublime dignidad del sacrificio cristiano, puesta ya de relieve por los consejos del Apóstol a los de Corinto, sugirió en todos los tiempos a los ministros sagrados el deber de prepararse convenientemente tanto corporal como espiritualmente. Frangite panem — advertía ya la Didaché — et gratias agite, postquam delicia vestra confessi estis, ut sit mundum sacrificium vestrum (14:1).

La preparación corporal comprende dos actos:

 

1) El lavatorio de las manos, que, si lo tenían por norma los antiguos antes de orar, mucho más obligado debía ser antes de acercarse al altar del sacrificio.

Como acto ritual, el lavado de las manos se menciona en el siglo IX por el sacramentarlo de Amiéns, y todavía hoy lo prescribe la rúbrica del misal. La fórmula que sugiere: Da, Domine..., se encuentra por vez primera en un sacramentarlo de Arras del siglo XI, pero durante la Edad Media era frecuentemente substituida por el versículo del salmo 50, Amplias lava me, Domine, ab iniquitate mea...

2) El atavío litúrgico, revistiéndose de los ornamentos y las insignias propias del grado jerárquico de cada uno. Incluso cuando, antes del siglo VIII, las mismas vestiduras de la vida civil servían también para el servicio litúrgico, era norma común ponerse vestiduras especiales, no en cuanto a la forma, sino en cuanto a la calidad. El I OR observa que antes de la misa, en el secretarium, todos, desde el papa hasta los ministros, mutant vestimenta sua, y, acabado el rito, se vuelven a poner los vestidos ordinarios.

La preparación espiritual inmediata, supuesto el estado de gracia, consiste:

 

a) En el rezo previo de maitines y laudes, que, como es sabido, constituyen el tradicional oficio nocturno, antepuesto desde el siglo II a la celebración del santo sacrificio. Hoy día solamente algunas órdenes religiosas conservan esta práctica; pero, como ya demostramos en su lugar, durante toda la Edad Media también el clero secular estaba obligado a la recitación previa de maitines y laudes. La famosa Epístola synodica, atribuida a León IV (+ 855), y que en gran parte pasó al pontifical romano, decía: Omni nocte, ad nocturnas horas surgite, et cursum vestrum certis horis decántate. Era, pues, regular anteponer a la celebración el rezo del oficio nocturno. Hacia los siglos XII-XIII, cuando por la tibieza de una parte del clero empezó a decaer esta tradición, los obispos insistieron enérgicamente en sus sínodos a fin de que los maitines y las laudes fueran recitados de algún modo antes de la misa, llegando hasta amenazar con la excomunión a los transgresores.

b) En la oración que ha de hacerse en el secretarium.

Una fórmula titulada Oratio ante missam hállase entre las obras de Ennodio de Pavía (+ 521). El Ordo de Ratoldo de Corbie (s. X), sin dar fórmulas determinadas, recomienda al obispo que se prepare in quodam oratorio... libarnine orationis. Más tarde, los libros litúrgicos, como el V OR, y los escritores ascéticos sugieren la recitación de los salmos penitenciales o de algún otro salmo, como hace el Ordo del Micrólogo. Entre éstos se pone siempre el salmo 42, ludica me, Deus, que antes de Pío V era recitado regularmente por el sacerdote o en la sacristía o al tiempo de acercarse al altar; dum ingreditur ad altare, dice un misal italiano del siglo XI.

 

La Salmodia del Introito.

El canto del introito (antiphona ad introitumf in Vitatorium) no es primitivo ni muy antiguo. Sólo cuando a la religión cristiana se le reconoció el derecho de vivir, la Iglesia pudo pensar en crearse un ritual en que tuvieran cabida elementos de ornamentación, como es la salmodia que acompaña al celebrante cuando se dirige al altar.

En África, y probablemente también en Milán, la salmodia introductoria de la misa era desconocida al principio del siglo V. San Agustín, escribiendo hacia el 426 sobre una curación repentina acaecida en Hipona en la mañana de Pascua, refiere que, habiendo él acudido al templo, a los gritos jubilosos del pueblo, dio comienzo a la celebración de la misa con las lecturas sagradas: Procedimus ad populum, plena erat ecclesia clamantium, gratulantiumque vocibus... Salutavi populum... Pacto tándem silentio, Scripturarum divinarum sunt lecta sollemnia. Ningún canto, pues, precedía a la lectura de la Sagrada Escritura, sino sólo el saludo a la asamblea. Lo mismo parece decir San Ambrosio.

¿Sucedería otro tanto en Roma? Las opiniones son discordes. Una buena parte de los liturgistas opinan que el salmo del introito se introdujo en la misa romana por Celestino I (422-432), de quien escribe el Líber pontificalis: Hic... constituit ut psalmi David CL ante sacrificium psalli (antephonatim ex ómnibus), quod ante non jiebat, nisi tantum epistula B. Pauli recitabatur et sanctum Evangelium. De este pasaje, no muy claro por cierto, parece poder deducirse que antes de las lecturas había que cantar antifónicamente un salmo, nuestro introito; el cual de hecho, al menos antiguamente, se tomaba siempre del Salterio de David. Morin, por el contrario, cree que ya antes de Celestino I se cantaba, al principio de la misa, una simple antífona sin salmo, algo parecido al Monogenes bizantino o al Ingressa de Milán, ambos sin salmo. Celestino I había añadido el canto cíe todo o de parte de un salmo para llenar el tiempo requerido por la entrada del papa en el lugar santo, entrada que revestiría cada vez mayor pompa y solemnidad. Se objeta que la Ingressa ambrosiana no es muy antigua y que la liturgia latina más antigua no presenta otros ejemplos de cantos aislados exclusivamente himnódicos o salmodícos. Contra esto está el hecho muy significativo de que el introito de las misas más antiguas, las cuales existían ya probablemente antes de Celestino I, consiste en un texto no salmódico, tomado las más de las veces de la epístola de la misa.

 

Sea cual fuere el origen del introito, ciertamente desde que lo conocemos, o sea poco después de la época gregoriana, es un canto esencialmente salmódico, de tipo antifonal, cuya ejecucion correspondía no a los clérigos presentes, sino sólo al coro de la Schola. Así se explica que las melodías del introito, si no alcanzan la riqueza de los aleluyas y ofertorios, se mantienen siempre en una línea artística muy digna. También la salmodia que se intercalaba era más galana que la de las horas, y tal se conserva en nuestros días.

Según las normas del I OR, el introito se ejecutaba así: los cantores se colocaban delante del altar en dos filas, con su respectivo director en cabeza y los niños en medio. Apenas el prior scholae entonaba la antífona, el primer coro la ejecutaba hasta el fin, repitiéndola el segundo coro enteramente. A continuación, el primer coro canta el primer versículo del salmo, al que responde el segundo coro con la repetición del ritornello antifonal, y así sucesivamente hasta agotar los versículos del salmo, acabado el cual se añade la doxología y se termina repitiendo por última vez la antífona. Si el obispo juzga oportuno interrumpir el canto antes de acabado el salmo, annuit priori ut dicat "Gloria" ... et pontifex orat usque ad repetitionem versus. Schola vero, finita antiphona, intonet "Kyríe."

Se comprende que fuera de Roma, en las modestas iglesias episcopales, así como en los oratorios de los monasterios, en las parroquias y, en una palabra, allí donde la accion sagrada no se iniciaba normalmente con la pompa del cortejo papal de los siglos VII-VIII, bastaban uno o dos versículos de salmo para ocupar todo el tiempo que empleaba el celebrante en llegar al altar. He ahí por qué ya, en los manuscritos antiguos de los cantos de la misa, el salmo del introito está reducido a un solo versículo, con el Gloria, como es el uso hoy vigente. Hállanse, sin embargo, en la Edad Media restos de un introito más largo. Las Consuetudines de Cluny, del siglo XI, prescriben que se cante el introito de la misa solemne dominical repitiendo la mitad de la antífona después del versículo del salmo y la antífona entera después de la doxología. Una práctica semejante, según Durando, estaba vigente todavía en el siglo XIII en muchas iglesias. De todas formas, el recuerdo del salmo primitivo ha quedado perpetuado en el misal por la sigla Ps. (psalmus) puesta al comienzo del versículo, si bien no se cante del salmo más que un solo versículo.

 

La inmensa mayoría de los textos del introito, salvo los de las fiestas más antiguas, tomados de la epístola o del evangelio o de fuente ignorada (Epifanía), traen su origen del Salterio. Esta fue siempre la norma de los compositores litúrgicos. A este propósito es de notar que los compositores antiguos, al elegir una antífona que coincidía con el principio de un salmo, tomaban los versículos siguientes para versículos del introito; y, por el contrario, si la antífona correspondía a versículos del cuerpo del salmo, tomaban para el introito los versículos iniciales del mismo aun cuando no tuvieran relación especial con la solemnidad del día. Además, los textos de introito que no proceden del Salterio son casi siempre parecidos a algún versículo del salmo que ha servido para el gradual, el ofertorio o la communio de la misma misa.

En cuanto al criterio de selección, es curioso observar cómo, por regla general, el texto del introito no hace alusión nunca a la ceremonia de la entrada del celebrante, sino más bien al concepto dominante de la fiesta o del tiempo litúrgico en que se celebra. Bajo este aspecto, hay salmos que podríamos llamar especializados; por ejemplo:

 

El "Kyrie Eleison."

La historia de la introducción del Kyrie en la misa romana, que había permanecido en la obscuridad mucho tiempo, la han puesto en claro los estudies de Bishop, Capelle, Callewaert.

Es un hecho admitido por todos los liturgistas que el Kyrie aparece primero en Oriente, es decir, después de la mitad del siglo IV, en el curso litúrgico de Antioquía y Jerusalén. De aquí pasó a Roma en el primer tercio del siglo V. En la Urbe entonces la misa comenzaba con las lecturas, sin ningún formulario eucológico preliminar. El introito era un canto reservado a la schola. En cambio, a principios del siglo siguiente, en 529, el concilio de Vaison, presidido por San Cesáreo, dispone que en la diócesis de Arles y en las diócesis vecinas de la Provenza se introduzca el Kyrie, según el ejemplo de Roma y de otras iglesias italianas, en las cuales dulcís et nimium salutaris consuetudo est intromissa ut "Kyrie eeíson" frequentius cum grandi affectu et compunctione dicatur. Sabemos también por la célebre carta de San Gregorio a Juan de Siracusa (+ 598) que en Roma, en este tiempo, a la invocación del Kyrie se añadían otras fórmulas, alia quae dici solent.

Hoy se admite unánimemente que este alia comprendía una letanía, la cual se prestaba a la repetición del Kyrie, y debía de recitarse en Roma en la segunda mitad del siglo V. ¿Es posible dar con la fórmula de esta letanía? Sí. Capelle ha demostrado con buenos argumentos:

 

a) Que la fórmula en cuestión es una letanía titulada Deprecaíio quam Papa Gelasius pro universali Ecclesia consütuit canendam..., y que consiste en una larga plegaria de petición por todas las necesidades de la Iglesia y per sus órdenes jerárquicos, oración que Alcuino inserta en sus Oficia per ferias;

b) que la Deprecatio fue compuesta para la iglesia de Roma en una época entre el 466 y el 540 aproximadamente;

c) que el papa Gelasio (492-496), a quien alude el título, es muy probablemente su autor, pues muestra en sus escritos una clara afinidad de vocablos y de estilo con el formulario litánico mencionado;

d) que el papa compuso esta oración para ser cantada, es decir, ejecutada por un diácono, de una parte, y por el pueblo, de otra, respondiendo Kyrie eleison.

 

Obsérvese cómo la adopción de un nuevo formulario litánico se compagina con la reorganización de las preces impetratorias existentes en el canon, que, como diremos en su lugar, fue con grande probabilidad obra del papa Gelasio. La misa de los fieles contenía ya una gran oración de petición que decía el sacerdote, la Oratio fidelium; pero, en realidad, ésta se había convertido en una repetición de las primeras, que convenía eliminar trasladando la Oratio a la misa de los catecúmenos, donde se echaba de menos. El papa Gelasio, movido acaso por razones de orden práctico, prefirió abandonar el formulario tradicional latino y crear otro nuevo con elementos sacados principalmente de la fraseología de las letanías griegas, entre los cuales estaba la respuesta característica Kyríe eleison.

En confirmación de lo arriba expuesto, tenemos el hecho de que a partir del pontificado de Félix II (483-492), antecesor inmediato del papa Gelasio, no se halla ningún rastro o alusión a la Oratio fidelium. Un libro litúrgico que fue escrito probablemente poco después del papa Gelasio, el Ordo Baptismi (el séptimo de la serie de Mabillon), que refleja los usos anteriores a San Gregorio Magno (+ 604), describiendo los ritos de la misa del primer escrutinio, hace notar que después del evangelio sigue inmediatamente el ofertorio; de la Oratio fidelium guarda absoluto silencio. Evidentemente, el papa Gelasio la había borrado del Ordo missae.

 

La letanía gelasiana debía de cantarse aún en tiempo de San Gregorio. Como es sabido, en la carta que dirigió a Juan de Siracusa responde a las críticas que se le hacen por algunas de sus innovaciones litúrgicas, consideradas como una concesión excesiva a los griegos; principalmente se alude al canto del Kyrie: quia "Kyrie eleison" dici statuistis. He aquí cómo se defiende: "El Kyrie eleison nosotros ni lo decimos ni lo hemos dicho como lo recitan los griegos, puesto que éstos lo dicen todos a la vez, mientras que entre nosotros se recita otras tantas veces también el Christe eleison, cosa que no hacen los griegos. En las misas cotidianas, en fin, se omiten algunas cosas que se suelen recitar (en las solemnes), diciéndose solamente Kyrie eleison y Christe eleison con el fin de poder entretenernos un poco más tiempo en estas expresiones de súplica."

 

Se deduce claramente de estas palabras:

 

a) que San Gregorio no pretende hablar del simple Kyrie eleison, sino de una fórmula que en su tiempo estaba unida al Kyrie; esto es, precisamente de la Deprecatio gelasiana;

b) que esta fórmula estaba en uso en Roma no sólo cuando escribía, sino también antes de él (dicimus... diximus);

c) que se cantaba a dos coros, clero y pueblo; en forma responsorial, a clericis dicitur, a populo respondetur;

d) que, alternando con el Kyrie, totidem vicibus, se respondía también Christe eleison. Esta nueva supplicatio, la había instituido San Gregorio? Así se afirma comúnmente, y nada impide suponerlo. En este caso, él la habría tomado del oficio benedictino, conocidísimo para él. Sin embargo, Callewaert tiene por más probable que la práctica de alternar el Kyrie con el Christe eleison fuera anterior a San Gregorio. En todo caso, éste pudo haber determinado y regulado la alternación;

e) que, en las misas cotidianas, la fórmula litánica (alia quae dici solent) se separaba del Kyrie y no se recitaba. Esta debió de ser la innovación gregoriana más importante. En la nomenclatura de los libros litúrgicos antiguos, las misas cotidianas eran las que en general no revestían solemnidad especial, incluyendo entre ellas las de los domingos infra annum después de Epifanía y Pentecostés. En estas misas, por tanto, la letanía gelasiana, es decir, los invitatorios diaconales, se suprimían, razón por la cual la letanía quedo reducida a la simple lepetición de les Kyrie y los Christe, lo que explica el rito de la misa actual.

 

Los clérigos de la schola, no teniendo ya que cantar las invocaciones anexas a los Kyrie, se habrían asociado primero al canto del pueblo, para acabar substituyéndolo. Así, el canto del Kyrie, que al principio era simple y silábico, naturalmente se fue cargando de adornos melódicos sobre vocal, los cuales han venido a ser la característica de nuestro Kyrie. Ya los Ordines, incluso los más antiguos, como el de Juan Archicantor, atestiguan que el canto del Kyrie es prolixus y que ya no se del a interpretarlo al pueblo. Los miembros de la schola lo habían hecho suyo y lo cantaban a dos coros.

 

Las intenciones de San Gregorio no eran abolir la letanía gelasiana; pero prácticamente ésta fue completamente abandonada. Los documentos del siglo VI al IX no hablan ya de ella.

Por lo demás, el mismo Kyrie se suprimía también en las misas en que o durante las cuales se cantaban las letanías de los santos, como en las procesiones estacionales de los días de penitencia. Se daba comienzo al canto de la letanía cuando la procesión había llegado a la puerta de la iglesia estacional, y, poco más o menos, cuando la schola llegaba delante del altar, se acababa con un triple Kyrie eleison. Les Ordines, que describen la ceremonia, tienen buen cuidado de advertir que no se dice ni Kyrie ni Gloria en la misa que se celebra a continuación. El XI OR, del canónigo Benedicto de San Pedro, explica además el motivo: Quando efficitur collecia, ad missam non cantatur "Kyrie," quia regionarius dixit in letanía.

Lo mismo se hacía en las misas de la vigilia pascual y vigilia de Pentecostés. El cortel o de los neófitos con el papa se dirige desde el baptisterio a la iglesia al canto de la letanía. Llegado el pontífice ante el altar, se inclina, y permanece así inclinado hasta que termina el canto de los tres Kyrie que dan fin a la letanía. En este momento sube al altar, lo besa y, ocupando el trono, entona el Gloria in excelsis. Se han omitido el introito y el Kyrie en la misa. Es el orden que se sigue hoy todavía, sólo que fueron introducidas, con poco acierto, las oraciones al pie del altar y los nueve Kyrie y Christe en substitución de los tres Kyrie de la antigua letanía.

La letanía, en las circunstancias arriba mencionadas, precede inmediatamente a la misa; en otros casos, por ejemplo, en la misa de órdenes, se canta durante la misa didáctica. El. sacramentarlo gelasiano (Vat. Reg. 316) nos ha conservado la rúbrica antigua: Postquam antiphon. ad Introilum dixerint, data Oratione, adnuntiat Pontifex los nombres de los ordenandos; luego, post modicum interüallum, mox incipiunt omnes "Kyrie eleison" cura Letanía. Se trata probablemente del "Kyrie" de la letanía, que suplanta en este caso al Kyrie gelasiano de la misa. Pero varios Ordines más recientes, coleccionados por Marténe, añaden novem vicibus. Es el Kyrie del ordinario de la misa, que poco a poco va haciendo valer sus derechos e impondrá el orden actual; las ceremonias de la ordenación comienzan solamente después del llamamiento a los candidatos de las órdenes mayores.

La carta de San Gregorio no dice cuántas veces se alternaban las dos invocaciones Kyrie y Christe; probablemente, el celebrante era el que daba orden de acabar. Más tarde, incluso cuando ya el número de las súplicas había sido casi fijado, el papa pedía alargarlo o acortarlo. El I OR observa que en la misa pontifical el director de la schola está junto al papa ut ei annuat si vult matare numzrum litaniae. Otro tanto hacían los obispos en su propia misa, como consta por el V OR. El documento más antiguo que alude al número de nueve, hecho después tradicional, es el Ordo de Juan Archicantor (s. VII), cuya rúbrica dice así: Et sic incurvati (cantores) contra altare ad orieniem, adorant, dicentes "Kyrie eleison" prolexe unusquisque chorus pre (per) novem vicibus.

Esta disposición novenaria, dividida en tres miembros ternarios, se atribuye generalmente a consideraciones piadosas relacionadas con la Santísima Trinidad; así al menos la han interpretado desde el siglo IX los alegoristas medievales.

 

El "Gloria in Excelsis Deo."

El texto de la gran doxología, denominada Gloria o himno angélico, lo estudiamos ya en el tomo de la Introducción general; por tanto, aquí aludiremos sólo a su historia en relación con la misa.

Esta insigne reliquia de la himnodia primitiva pasó a la misa del oficio matinal, en el cual lo hallamos en Oriente a mediados del siglo IV y luego en los cursus monásticos ibéricos y galicanos. Probablemente fue puesto en la misa a continuación del Kyrie, la triple invocación trinitaria, por su carácter doxológico de glorificación de la Santísima Trinidad.

El Líber pontificalis atribuye al papa Telesforo (+ 154) la introducción del Gloria únicamente en la misa de la Nochebuena; noticia ciertamente infundada, puesto que Roma en aquel tiempo no celebraba aún la fiesta litúrgica de Navidad. La primera noticia segura a este propósito se encuentra en una homilía de San León Magno (+ 461) pronunciada el día de Navidad, y en la cual alude al canto del Gloria: apud dominicorum praesules gregum hodie evangelii orandi forma praecondita est, ut nos quoque cum cqelestis militiae dicamus exercitu "Gloria in excelsis Deo et in térra pax hominibus bonae Ooluntatis." Este debía de ser, pues, el uso primitivo romano: recitar el Gloria solamente en la fiesta de Navidad. En todo caso, la mencionada alusión del Líber pontificalis podría insinuar que tal práctica se observaba en aquella misa nocturna que ya a fines del siglo IV se celebraba en San Pedro como remate del solemne oficio de vigilia. Otra referencia del Líber pontijicalis, y esta vez parece auténtica, nos informa de que el papa Símaco (489-514) ordenó que el canto del Gloria se extendiera a todos los domingos y fiestas de mártires. No da la razón de esta medida; pero podemos creer que entre tanto el Gloria habríase convertido en el canto solemne del día de Pascua también, por lo cual el papa Símaco juzgó oportuno extenderlo a todos los demás domingos. Sin embargo, la concesión tenía una limitación de personas, pues más tarde una rúbrica del gregoriano reserva expresamente el Gloria para la sola misa episcopal de los días arriba indicados, acaso porque los obispos eran comparados a los ángeles; a los simples sacerdotes lo permite sólo en la fiesta de Pascua; en el siglo IX, el Ordo de San Amando añade, además, el día de la primera misa.

El anhelo de paz con que se abre el Gloria ha hecho que alguna vez se escoga como fórmula solemne de saludo litúrgico. Fue probablemente ésta la idea que inspiró la rúbrica del I OR, según la cual el papa entona el Gloria vuelto al pueblo, como el Pax vobis y demás fórmulas equivalentes; este uso desapareció más tarde. Que el papa entonara el himno angélico, a diferencia del Kyríe, que iniciaban otros a una señal suya, se explica porque el canto de la Gloria lo ejecutaban no los cantores de la schola, sino los clérigos que rodeaban el altar. A esto se debe el que las más antiguas melodías de la Gloria fueran simples recitados silábicos, que más parecen una atildada declamación que un canto propiamente dicho. Las melodías más adornadas son posteriores, propias de la época en que la ejecuciondel Gloria había pasado a ser del dominio pleno de la schola.

 

La Colecta.

Un problema sin resolver todavía es el del origen de la colecta. El término "colecta," aplicado a la nomenclatura litúrgica desde el siglo III en las actas de los mártires abitinios, y en el siglo IV por la Regula Pachomii, entro bastante tarde en el uso romano (s. X). Pasó a él de la misa galicana, en la que aparece antes de las lecturas en la forma de Collectío missae. En cambio, la fórmula es bastante antigua, porque se halla en el leoniano puesta como la primera de las tres oraciones clásicas de la misa. El leoniano, generalmente, no le da nombre alguno; pero por el título de orationes que da a las colectas del oficio de la vigilia de Pentecostés, podemos fundadamente conjeturar que en Roma el nombre primitivo de la colecta era oratio. Así era también en el rito mozárabe.

La colecta, bajo el aspecto ritual, no tiene una finalidad específica como las otras dos: la secreta, oración ofertorial, y la postcommunio, oración de acción de gracias por la comunión. Por su contenido, la oratio es la fórmula que comenta la misa del día; pero como elemento litúrgico es una fórmula conclusiva. Así como la secreta concluye el ofertorio, enlazándolo con el canon, y la postcommunio concluye la comunión, así la colecta concluye el introito, en el sentido amplio de la palabra, o sea, la parte preliminar de la misa antes de las lecturas. En cuanto a su antigüedad, podemos decir que existía al principio del siglo V y en el mismo puesto que hoy ocupa, inmediatamente antes de las lecturas. Un texto interesante de Uranio, discípulo de San Paulino de Nola, narra que el santo obispo de Nápoles Juan I dirigióse a la iglesia en la mañana del Sábado Santo, "ocupó el trono, saludó, como de costumbre, al pueblo y, después de contestar éste al saludo, empezó la oración y, al terminarla, expiró": orationern dedit et Collecta Oratione expiravit. Su muerte acaeció el 2 de abril del 432. De la costumbre de Nápoles, ¿podemos deducir la de Roma? La respuesta afirmativa no nos parece improbable, pensando sobre todo en el imponente conjunto de fórmulas que presenta el leoniano.

 

¿Cómo surgió la oratio? ¿Como fórmula autónoma o dependiente de alguna de las fórmulas suyas ambientales? Es una cuestión casi insoluble; por eso no es extraño que abunden las hipótesis más variadas.

Lina de las más comunes sentencias descubre en la oratio la conclusión de la invocación litánica precedente, de la cual se presenta separada por la inclusión de la Gloria, pero que tiene con aquélla relación directa. De hecho es una norma litúrgica constante hacer seguir a la letanía una serie de oraciones que resumen las diversas peticiones dirigidas a Dícs. Para que esta hipótesis probara efectivamente, debería demostrarse que a principios del siglo V existía ya una letanía al comienzo de la misa, cosa que no consta en manera alguna, como aparece a través del mismo texto de Uranio. Además, el contenido teológico o festivo de gran parte de las orationes leonianas se revela muy poco concorde con el tono suplicante de las invocaciones litánicas.

Según otra opinión, no menos común que la anterior, la oratio no es más que la fórmula recitada por el obispo en el momento en que los fieles, acabada la reunión en la iglesia anteriormente fijada como lugar de cita, se ponían en movimiento hacia la iglesia estacional; se llamaba dicha oración Oratio ad couectam (de colligere). La cual, trasladada luego a la misa, tomó, sin más, el nombre de colecta. Esta opinión, en sí bastante natural, no tiene en cuenta el hecho de que el sistema estacional romano fue organizado apenas en la segunda mitad del siglo V, bajo el papa Hilario (+ 468), y en realidad no alcanzó verdadero esplendor hasta San Gregorio Magno y en los dos siglos sucesivos.

Una tercera hipótesis considera la oratio como en dependencia de las lecturas, según la antigua costumbre romana, todavía vigente en el Miércoles y Viernes Santos y en las misas de vigilia del Sábado Santo y sábados de témporas, de concluir cada lectura con un canto y una oración. En una reorganización de la liturgia romana que debió tener lugar en la segunda mitad del siglo IV, el canto interleccional quedó en su lugar, mientras que la oración fue anticipada y colocada después del saludo. Esta hipótesis podría dar una explicación suficiente, aunque no completa, de la variabilidad de las colectas del llamado embolismo, desconocido en las liturgias orientales, que tienen siempre formularios fijos para la misa. Debiendo las colectas intercalarse entre las lecturas, necesariamente variables, asumieron también el mismo carácter vario. La variedad de las demás oraciones — secreta y postcommunio — se explicaría fácilmente por el mismo deseo de acomodación.

Falta por examinar una hipótesis posible, y acaso la mejor: que la oratio haya sido instituida como fórmula autónoma, independientemente de los demás elementos, y sólo en función del calendario. Cuando se quiso dar al formulario de la misa, en lo demás siempre idéntico, un colorido a tono con la fiesta del día, se crearon dos oraciones: la oratio, todavía hoy existente antes de las lecturas, y la otra oratio antes del ofertorio, que quedó acoplada a la precedente en el gelasiano más antiguo y que luego desapareció de los libros litúrgicos, dejando como recuerdo el Oremus, aún existente. La parte didáctica de la misa venía así a estar encuadrada entre dos oraciones de sentido uniforme, de las cuales una servía de preludio y otra de conclusión, ¿Cuándo fueron instituidas? Casi seguramente durante la primera mitad del siglo V, época de las grandes innovaciones litúrgicas.

El I OR, en efecto, describiendo el comienzo de la misa del Jueves Santo, día en que no se recitaba la letanía estacional, alude sólo al introito y a la oraízo, silenciando naturalmente el Gloria y el Kyrie, introducidos al finalizar el siglo V. La segunda oratio fue probablemente suprimida por el cercenamiento litúrgico de San Gregorio Magno, pues no hay rastro de ella en su sacramentario.

 

En el leoniano, la oratio es casi siempre una. A veces, sin embargo, como sucede normalmente en el gelasiano y sus congéneres del siglo VIII, se encuentran dos, de contenido semejante. No se ha dado todavía con la explicación de esta anomalía; quizás eran fórmulas de recambio para que el celebrante eligiera. Wilmart, como ya dijimos, conjetura que la segunda oración es la antigua oratio post evangelium, del tipo de la que todavía está vigente en Milán, y que en un tiempo debía recitarse también en Roma, en el momento en que los diáconos extendían el corporal sobre la mesa, es decir, preparaban el altar para el sacrificio.

De todas formas, la unidad de la colecta se impuso. El gregoriano no trae más que una sola, y el I OR lo confirma; tal fue la práctica constante de la iglesia romana hasta más acá del año 1000 aun cuando alguna fiesta de santo cayese en domingo. Lo asevera expresamente Amalario, y luego el autor del Micrólogo, el cual insiste expresamente en ello todavía a fines del siglo XI. "Así como hay una sola misa — escribe —, un introito, una lección, un evangelio, un oficio, así también debe haber una sola oradon." Sin embargo, en otras partes se decían dos y tres oraciones, como afirma también Amalario, especialmente al otro lado de los Alpes, ya para no dejar sin conmemorar expresamente alguna fiesta que coincidía, ya para manifestar a Dios alguna necesidad especial, iuxta affectum uniuscuiusque animi. En realidad, el motivo era que la mentalidad eucológica había cambiado. La sobriedad de los formularios romanos pareció pobreza y miseria a aquellos que fuera de Roma estaban acostumbrados a la exuberancia de los formularios galicanos y mozárabes. La única oración romana, tan breve y concisa, no satisfacía, y se creó la cadena de oraciones no sólo para la misa, sino incluso para otras funciones litúrgicas. La manía de las colectas hizo que su número subiera hasta tres, cinco, seis y siete, pero siempre en número impar, porque, se decía, esto es más grato a Dios: numero Deus impari gaudet. La costumbre acabó por imponerse en la misma Roma en el siglo XII; pero Gregorio X (127-176) dispuso que por lo menos la misa papal siguiese la antigua tradición unitaria. Aun hoy día, las rúbricas del misal admiten en determinados días el número máximo de siete colectas, o al menos un número impar de ellas.

 

El grupo clásico de las colectas de la misa hállase en los tres antiguos sacramentarlos romanos, y sobre todo en los dos primeros, el leoniano y el gelasiano. No sabemos quién las compuso. Para muchas de ellas es preciso remontarse al origen mismo de la liturgia local de Roma, cuando comenzaron a introducirse en el ordinario de la misa, hasta entonces intacto, las primeras fórmulas embolisticas con ocasión de las festividades más importantes del año eclesiástico o en las fiestas de los mártires. Fue ésta, sin duda, una innovación de enorme trascendencia histórica. Resulta difícil, o, mejor, imposible, determinar si la iniciativa nació en Roma o si fue importada de la Italia meridional. Otro grupo de oraciones se atribuyen con probabilidad a los tres pontífices que se distinguieron por su actividad litúrgica: San Dámaso, San León Magno y San Gelasio. Buchwald atribuye en particular a San Dámaso las oraciones de las misas de mártires, las cuales, según él, forman el primer núcleo del leoniano. San León muestra en sus sermones una sorprendente afinidad de conceptos y de estilo con las colectas. De San Gelasio escribe el Líber pontificalis que jecit etiam et sacramentorum prqefaiiones et Orationes cauto sermone; pero es prácticamente imposible distinguir sus composiciones. Como quiera que sea, todas aquellas fórmulas, salvo pocas excepciones, llevan en la selección y concisión de sus términos la altura y profundidad de sus ideas teológicas y ascéticas y la admirable armonía del cursas, el sello inconfundible del genio romano. Agreguemos con Fortescue que, si nada hay más romano que aquellas fórmulas, nada hay tampoco menos romano que otras muchas llegadas, de los países transalpinos en la bala Edad Media o bien compiladas en tiempos más próximos a nosotros.

 

La colecta va precedida de un saludo a la asamblea, Dominas vobiscum o Pax vobis, según que celebre un sacerdote o un obispo, y de una invitación a orar, Oremus. De un saludo introductorio a la sinaxis de parte del celebrante, hallamos en la Iglesia testimonio tan universal, que puede considerarse como una tradición apostólica, según afirmaba el II concilio de Braga, en el 536. En efecto, aluden a ello, ya en el siglo V, Uranio por Nápoles y Roma, San Agustín por África, San Juan Crisóstomo por Constantinopla, Teodoreto por Siria y San Cirilo porAlejandría. Podemos, finalmente, preguntar si esta fórmula de saludo no será independiente y primitiva, en lugar de estar relacionada, como sostienen muchos, con la oración o las lecturas; de hecho, la colecta se añadió ciertamente más tarde.

La fórmula del saludo litúrgico se encuentra substancialmente igual en toda la Iglesia, porque en último término se reduce a la que el mismo Jesús dirigió repetidas veces a los apóstoles: Pax vobis. En Constantinopla se decía: Pax cum ómnibus nobis; en Alejandría: Dominus cum ómnibus vobis. En África, como en Roma, encontramos lo mismo Pax vobis que Dominus vobiscum; ambas fórmulas las usaban indiferentemente San Optato y San Agustín, y ambas se encuentran en los más antiguos documentos litúrgicos romanes. Entre las dos, sin embargo, la precedencia corresponde al Dominus vobiscum, que está al principio de la anáfora de la Traditio (220).

Pero cuando más tarde se introdujo en la misa el Gloria in excelsis..., la frase inicial pax horninibus sugirió muy pronto La idea de una diferenciación en el saludo. Los obispos, que eran los únicos que podían cantar el himno angélico, agregaban después Pax vobis, pues sonaba y se compaginaba mejor. No obstante una cierta fluctuación de la disciplina que reinaba aún en el 827, cuando Amalario estuvo en Roma, poco a poco fue introduciéndose la práctica hasta que León VII la promulgó para los obispos de la Calía y de Alemania. Desde entonces, la norma mantenida en la Iglesia ha sido que in dominicis diebus et in praecipuis festivitatibus atque sanctorum natalitiis, "Gloria in excelsis Deo" et "Fax vobis" pronuntiamus; in diebus vero Quadragesimae et in quattuor temporibus et in reliquis ieiuniorum diebus, "Dominus vobiscum," tantummodo dicimus. La regla no varió cuando los sacerdotes alcanzaron la facultad de cantar la Gloria. Inocencio III hace notar que el Pav vobis ha quedado justamente reservado a los obispos, "porque son ¡os vicarios de Cristo." La respuesta de la asamblea al saludo del celebrante fue idéntica en todas partes: Et cum spiritu tuo; semitismo bíblico, que quiere decir Y contigo.

El sacerdote antes de la colecta invita a los fieles a orar, diciendo: Oremus. Así lo prescribía ya el I OR. Sin embargo, el estilo romano, eminentemente práctico y concreto, no era el de dirigir una invitación tan genérica. Roma acostumbraba a especificar las intenciones por las cuales invitaba a orar, como se ve en los invitatorios que preceden a las Orationes solemnes del Viernes Santo: Oremus, dilectissimi nobis, pro Ecclesia sancta Dei... ut; Oremus... pro catechuments nostris... ut. El Oremus actual supone, pues, una fórmula más amplia a la que estaba unido y que desapareció. El texto arriba citado de Uranio parece confirmarlo. El obispo Juan, llegado a la iglesia y habiendo saludado al pueblo, orationem dedit, propuso el tema de la oración, et collecta oratione; es decir, concluida la fórmula eucológica, expiró. Por lo demás, el I OR (recens tardiva) conserva aún en el siglo VIII los elementos esenciales de esa invitación ampliada. En la rúbrica de la misa papal del miércoles de Ceniza, en Santa Sabina, dice que, después de la antífona ad introitum, Pontifex ascendit ad sedem, dicit "Oremus." Diaconus "Flectamus genua" et "Lévate" Deinde, post orationem sequitur lectio... Se ve por esto que, andando el tiempo, no se creyó oportuno conservar el procedimiento antiguo, que hacía la oración demasiado prolija, y no era tampoco necesario, pues en rigor bastaba la oración del celebrante. No es extraño, pues, que la Iglesia más tarde haya conservado únicamente la invitación y la fórmula eucológica subsiguiente del sacerdote.

 

 

 

2. Las Lecturas.

 

Las Lecturas en la Iglesia Antigua.

La lectura de los libros sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento, que se remonta, como dijimos, a los orígenes mismos de la Iglesia, ha impreso a la parte introductiva de la misa un carácter marcadamente didáctico. En los primeros tiempos hubo lecturas incluso de libros no canónicos; pero fueron esporádicas u ocasionales, destinadas, por tanto, a desaparecer. Solamente en África y en las Galias se conservó durante mucho tiempo la recitación de las actas de los mártires, que actualmente sólo rara vez se leen en el rito ambrosiano.

Todas las liturgias, comenzando por la romana, de la que da testimonio San Justino, comprenden varias lecturas durante la misa; generalmente son tres, pero algunas tienen cuatro y hasta cinco, tomadas de un mismo libro o de distintos. Orígenes (+ 254), por ejemplo, alude en una homilía a varias lecciones, escogidas del mismo libro I de los Reyes: "-Os han sido leídos diversos pasajes, que se pueden dividir en dos partes... Hemos oído leer lo que se refiere a Nabal del Carmelo y su conducta para con David (c. 25); luego la historia de David, que se esconde en el desierto de Zib (c. 26); en tercer lugar, la narración de la huida de David a casa de Achis, rey de Geth (c. 27); finalmente, el célebre episodio de la mujer ventrílocua, que evoca la sombra de Samuel (c. 28). Comentar los cuatro hechos sería tema demasiado vasto aun para los que están acostumbrados a la meditación de las Escrituras y requeriría no poco tiempo. Ruego, por tanto, al obispo que se digne indicarme el pasaje sobre el que desea entretenga vuestra atención. — Está bien, responde el obispo; explica el episodio de la mujer ventrílocua." Las Constituciones apostólicas que reflejan la práctica de Antioquia a fines del siglo IV, aluden a cinco lecturas: "Después de la lectura de la ley, de los profetas, de nuestras cartas, de los Hechos y de los Evangelios, el obispo saludará a la asamblea." Este número se mantuvo después en las iglesias de Siria y de Abisinia. La liturgia bizantina, en cambio, por lo que podemos deducir del Crisóstomo, admitió solamente tres lecturas, uniformándose en esto con la práctica vigente en todas las iglesias de Occidente. Tal era, en efecto, en la Iglesia de África, según nos lo atestigua, aunque con alguna oscilación, San Agustín; en la de España, según el Líber Comicus de Toledo; en la Galia, según el leccionario de Luxeuil; en la de Milán, según San Ambrosio, y en la de Roma. Esta disciplina común hace suponer la existencia de una antigua tradición bastante uniforme, que acostumbraba a manel ar tres clases de libros: libros del Antiguo Testamento, libros del Nuevo Testamento y Evangelios. Los Evangelios tuvieron siempre y en todo lugar el puesto de honor.

 

Que la iglesia de Roma siguiera al principio la costumbre de las tres lecturas, se deduce con gran probabilidad del fragmento muratoriano. A propósito del Pastor de Hermas, dice el fragmento que puede, sí, leerse privadamente, pero no en la iglesia, ni entre las lecturas proféticas, ni entre las apostólicas: publican vero ñeque ínter prophetas completos numero, ñeque ínter apostólos in finem temporum poíesf. Las tres lecturas se mantuvieron en Roma hasta la época gregoriana o poco más tarde; sin embargo, desde mediados del siglo V existió la tendencia a reducir a dos (Antiguo Testamento y Evangelios) las lecturas en los días de feria y también en algún día festivo. Los leccionarios gregorianos, de los cuales el de Wurzburgo representa el tipo más antiguo y completo, traen generalmente en las solemnidades y fiestas de los santos y en algunas ferias privilegiadas, además del pasaje evangélico, una lección profética y otra de las epístolas apostólicas, la cual en los días festivos se substituye por una lección de los Hechos. Normalmente, en las misas feriales falta la lección apostólica, mientras que en las festivas la profética va relegada a segundo término o puesta en un capitulum separado, señal de que no era de uso ordinario. Entre los siglos VIII y el IX, la lección profética decae paulatinamente, hasta desaparecer por completo, salvo raras excepciones, como la misa de la vigilia y fiesta de Navidad.

En cuanto a las misas con tres o seis lecciones, que todavía se encuentran en el misal, conviene observar cómo la primera de las tres lecturas recitadas los miércoles de témporas de las dos semanas mediana y mayor, así como las cinco primeras que se leen los sábados de témporas, no forman parte en realidad de la misa, ya que son un residuo del antiquísimo oficio vigiliar de doce lecciones que regularmente precedía a esas misas. Tales lecturas se distinguen efectivamente de las de la misa en que admiten el plectamus genua antes de cada oración, mientras que la línea divisoria entre los dos ritos es el Dominus vobiscum con que, respectivamente, después de la primera y quinta lección se da principio a la misa propiamente dicha.

No nos consta a quién se debe ni por qué razón la supresión de la tercera lectura (profética o apostólica, según los casos); quizás la iniciativa partió de Ccnstantinopla. De todos modos, en Roma no desapareció en seguida absoluta y radicalmente. Podemos creer por varios indicios, entre otros la reducción a seis de las doce lecciones en ios sábados de témporas, que San Gregorio Magno, en la reorganización litúrgica por él promovida, contribuiría no poco a esta supresión, a fin de poder disponer de más tiempo para explicar el evangelio al pueblo.

 

Las lecturas de la misa, por regla general, se tomaron siempre de los libros de la Escritura. Lo afirma categóricamente San Agustín centra la disciplina relajada de los herejes en este punto: Vos ípsi prius nolite in scandalum miftere ecclesiam, legendo in populis scripturas quas canon ecclesiasticus non recepit. Con todo, desde el siglo II tenemos noticia de lecturas de otro género, hechas circunstancialmente, porque interesaban a la comunidad de los fieles, como sucede hoy todavía cuando es preciso notificar instrucciones o pastorales de los obispos o del papa. Entre estas lecturas extracanónicas figuran en primer término las actas de los mártires (las pasiones de los mártires), leídas en la misa el día aniversario de su martirio y escuchadas por el pueblo con gran devoción. Así se hacía en África en tiempos de San Agustín, quien alude a ello repetidamente: Audivimus viros fortiter agentes (mártires escilitanos); Modo legebatur passio beati Cypriani. A esta antigua costumbre litúrgica debemos el que la provincia africana nos haya conservado las Acta marturum más puras y abundantes. En Roma, en cambio, tales pasiones no se leían, porque, como más tarde observaba el papa Gelasio, eran consideradas de escasa autenticidad y dudosa edificación: Secundum antiquam. consuetudinem singulari cautela in Sancta Romana Ecclesia non leguntur, quia et eorum, qui conscripsere, nomina penitus ignorantur, et ab infidelibus seu idiotis superfina aut minus apta quam reí ordo fuerit, scripta esse putantur. No cabe duda que la cosa era así; y de mucho tiempo atrás. En Roma, más que en ninguna otra parte, la destrucción de los archivos eclesiásticos decretada por Diocleciano debió de ser radical. A falta, pues, de actas auténticas, era prudente desconfiar de ciertas reconstrucciones tardías. Pero muy bien pudo suceder que alguna iglesia constituyera excepción, como era el caso de la de la Galia y Milán.

 

Antiguo Ordenamiento de las Lecturas.

La norma primitiva que universalmente se siguió en la Iglesia fue la de leer los domingos y ferias, por trozos a voluntad del obispo, los libros del canon escriturístico, ex ordine, sin interrupción. Era ésta la llamada lectio continua, que se hacía no de un libro especial, sino del mismo códice sagrado. San Agustín lo dice expresamente: Quae, cum dicerem, codicem etiam accepi, et recitaüi totum illum locum...; tune reddito Exodi códice... La lectio continua perduró mucho tiempo en la liturgia; en algunas iglesias, como, por ejemplo, en África, hasta pasado el siglo IV.

Hallamos todavía vestigios de la antigua lectio continua romana. Analizando la lista más antigua de las lecturas evangélicas (el tipo II de Klauser) asignadas al tiempo después de la Epifanía, y tomadas de los sinópticos, si se disponen los distintos pasajes en el orden en que los presenta el evangeliario, salta a la vista de modo evidente la lectio continua.

 

En los Padres de los siglos III y IV hallarnos noticia explícita de lecturas particulares propias de algunos tiempos del año. San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Agustín atestiguan que se leía el Génesis durante la Cuaresma: De moralibus — decía San Ambrosio a los recién bautizados — quotidianum sermonem habuimus, cum vel Patriarcharum gesta, vel Proverbiorum legerentur praecepta. En los días de la semana mayor, que preparaba a la Pascua (Viernes Santo), en Milán, Constantinopla y Alejandría se daba lectura a los libros de Jonas y de Job: "En las asambleas de los fieles — escribe Orígenes — se lee, en los días de ayuno y abstinencia, la narración de los sufrimientos de Job; en tales días, aquellos que hacen penitencia participan en la pasión del Salvador para merecer alcanzar su resurrección gloriosa." En el día de Pascua, evidentemente, no se podía menos de leer el relato de la resurrección; más aún: en África, según refiere San Agustín, se leía sucesivamente el texto de los cuatro evangelistas: Lectiones evangelicae de D. N. I. C. resurrectione solemniter ex ordine recitantur. En el período que va de Pascua a Pentecostés era costumbre general leer los Hechos de los Apóstoles. Ipse líber — observa San Agustín — incipit a dominica Paschae, sictít se consuetudo habet Ecclesiae. Parece asimismo probable que en las escasas solemnidades de mártires se suspendería la lectio ordinaria, cediendo el puesto a la narración de sus gestas; así se hacía por lo menos en África desde los tiempos de San Cipriano. También es muy probable que en les domingos ordinarios se diese lectura a las cartas de San Pablo, según se deduce fácilmente de la respuesta de los mártires escilitanos (a. 188).

 

Todo esto viene a demostrar que hacia la mitad del siglo IV en las iglesias más importantes debía existir una organización, siquiera sumaria, de la lectio. Sin que esto quiera decir que el desarrollo del culto público, la multiplicación de las fiestas, tanto del tiempo como de los santos, que hacían prácticamente imposible la lectura completa de los libros sagrados, y, en fin, el ejemplo de Pascua y Pentecostés no hicieran que se sintiese la necesidad o por lo menos la conveniencia de un arreglo del sistema de las lecturas en la misa. Por lo demás, en el oficio canónico se había establecido ya un sistema. El biógrafo de Santa Melania la Joven (+ 439) observa que, en sus monasterios de Jerusalén, oficio, salmos y lecciones procedían conforme a una norma establecida, iuxta statutum comonem, que era la de Roma. Lo cual hay que entenderlo con una cierta amplitud, pues la virgen Eteria, asistiendo en el 384 a los oficios litúrgicos de la ciudad santa, hace notar con profunda sorpresa, valde gratum et válete memorabile, cómo semper tam hymni quam antiphonae et lectiones... hqbeant, ut et diei, quí celebratur et loco in quo agitar, aptae et convenientes sint semper... Evidentemente, en la provincia de la que procedía la piadosa peregrina, España o la Galia, era desconocido un canon de lecturas y textos tan precisos. En esto precedió el Oriente al Occidente.

Pero el ejemplo cundió muy pronto. En el siglo V, época para Occidente de extraordinaria fecundidad litúrgica, comienzan a verse aquí y allá las primeras colecciones sistemáticas de pasajes bíblicos para el uso litúrgico. La primera de ellas, según una carta ad Constantium, escrita después del 471, habría sido compilada por San Jerónimo; pero la carta es apócrifa, pues el comes al que sirve de introducción no es anterior al siglo IX. En su libro De viris illustribus, Genadio habla de un tal Museo, sacerdote de Marsella, que, a instancias de su obispo Venerio (+ 452), había hecho, hacia el 450, una colección de trozos de los libros sagrados para leerse en las fiestas del año. Una colección del mismo género y época menciona Sidonio Apolinar, atribuyéndola a un cierto Claudiano: solemnibus annuis paravit quae pro tempore lecta convenirent. No sabemos para qué iglesia servía este leccionario; en aquel tiempo, no habiendo un libro oficial, cada una de las sedes de alguna importancia debía prepararse el suyo. Así, por ejemplo, Capua, algún tiempo después, nos del ó el suyo, como luego diremos, escrito sobre las mismas páginas del códice bíblico.

Fundadamente, podemos, por tanto, suponer que Roma en este punto no se habría quedado atrás. De hecho, el inventario de los bienes de la modesta iglesia de Cornutum (Tívoli), cerca de Roma, hecho en el 471, enumera, junlto con cuatro Evangelios y el Salterio, un comes, término con que se solía designar en la alta Edad Media la lista de los textos litúrgicos. Era probablemente el leccionario de Roma. No conviene olvidar además que, a mediados del siglo V, Roma perfeccionó, como ya es sabido, la organización de sus dos principales ciclos litúrgicos: Adviento y Cuaresma. Respecto al Adviento, se debe al papa Gelasio (+ 498) el reordenamiento del núcleo primitivo de lecturas, especialmente las que corresponden a las témporas de diciembre. Las lecciones originales fueron trasladadas por él a las témporas de Cuaresma, y en su lugar puso las que ahora se leen, tomadas de las profecías de Isaías, muy a tono con la próxima fiesta navideña. Pasó igualmente al miércoles de témporas el pasaje evangélico de la anunciación, que antes se leía por Navidad, y al viernes, el relato de la visita de María a su prima Santa Isabel. En cuanto a la Cuaresma, el papa Hilario (+ 468) hizo componer la larga serie de las misas feriales, exceptuadas las de los jueves, dotándolas de un sistema original de lecturas.

 

Hemos citado arriba el leccionario de Capua. Aunque pertenece a una pequeña ciudad y es de índole totalmente local, reviste singular importancia, por ser el único conjunto ordenado de textos litúrgicos que conservamos de la época pregregoriana. Se trata de una lista numerada de 77 trozos epistolares, distribuidos según el orden del año eclesiástico, lista puesta al principio del célebre Codex Fuldensis de las epístolas de San Pablo. Al margen de las páginas del códice se señala el principio del pasaje con un número, que corresponde al de la lista, y el final con una crucecita. La lista fue escrita en el 546-47 por Víctor, obispo de Capua. Representa, pues, la fisonomía del año litúrgico y la distribución de las lecturas paulinas en aquella iglesia a mediados del siglo VI. A lo que parece, se leían ininterrumpidamente todos los domingos y fiestas y en las misas cotidianas.

 

Ordenamiento Gregoriano de las Lecturas.

Con Gregorio Magno (+ 604) entramos en un camino más seguro. Es cierto que su actividad litúrgica se extendió también al campo del leccionario; más aún, su biógrafo, Juan Diácono, afirma que fue precisamente el leccionario la base de la reforma que llevó a cabo en el sacramentarlo gelasiano. Los datos históricos que poseemos confirman plenamente este aserto.

Disponemos de varios documentos para reconstruir el sistema gregoriano de las lecturas; documentos que, si no son absolutamente contemporáneos del pontífice, nos colocan a pocos años de distancia de su época. En adelante, hemos de distinguir, sin embargo, entre lecturas apostólicas (leccionario propiamente dicho) y lecturas evangélicas (evangeliario).

 

El Leccionario Gregoriano y Postgregoriano.

Las fuentes que nos informan acerca del leccionario gregoriano y postgregoriano son tres en orden cronológico: el capitulare de Wurzburgo, el comes de Alcuino y el comes de Murbach.

El capitulare de Wurzburgo es de carácter estrictamente romano, pues tiene seis lecturas para el Natale Papae, a más de que su calendario no alude a fiestas extrañas al ordenamiento romano primitivo. Carece, en efecto, de las fiestas y oficios introducidos durante el siglo VII, como la octava de Navidad, las cuatro fiestas de la Santísima Virgen, las de la cruz, las misas de los jueves de Cuaresma y de otros días antiguamente alitúrgicos. Aunque no siempre, pero señala aun la lectura profética. En una palabra, la fisonomía general del documento es tal, que puede con fundamento considerarse como una copia bastante exacta del leccionario romano al declinar el siglo VI. Por tanto, sigue siendo el testimonio más antiguo conocido hasta ahora del ordenamiento de las lecturas en la iglesia romana.

Un arquetipo de este leccionario sirvió sin duda de base a Alcuino cuando en el 782-84 compiló su famoso Comes emendatus. Su revisión de los textos bíblicos litúrgicos refleja, por tanto, la práctica litúrgica de Roma, pero en una fase anterior al sacramentario gregoriano enviado a la Galia hacia el 790 por el papa Adriano. La época del Comes emendatus puede fijarse entre el final del siglo VII y el principio del VIII, antes de que Gregorio 11 (+ 731) instituyera los jueves cuaresmales, que no figuran en aquél. Alcuino, naturalmente, introdujo variantes y añadiduras, como la fiesta de Todos los Santos y su vigilia y la fiesta de San Martín, pero en una medida muy discreta.

El comes o capitulare de Murbach representa una situación litúrgica posterior, la que se produjo en las Galias a fines del siglo VIII por el choque de los elementos gregorianos con los galicano-gelasianos preexistentes. Situación que fue preludio a la liturgia compuesta de los siglos posteriores. El comes de Murbach, no obstante sus variantes y peculiaridades — entre éstas es característica una distribución de textos bíblicos para las ferias cuarta, sexta y séptima (sábado) de cada semana ordinaria del año —, encala en el surco de la tradición gregoriana, pero presenta ya las líneas maestras de la distribución definitiva de las lecturas tal como se hallan en nuestro misal.

 

El Ceremonial de las Lecturas.

En el principio, todas las lecturas de la misa, incluso el evangelio, corrían a cargo de un solo lector, tanto en Oriente como en Occidente. El lectorado, en efecto, se presenta en la historia de la liturgia como la más antigua e importante de las órdenes menores, el cual, por su misma índole y finalidad, podía admitir que los sujetos fuesen de edad juvenil. Se encuentran numerosos testimonios del siglo III en adelante, especialmente en África y en Italia, de lectores menores de los quince años; incluso Víctor Vítense habla de lectores infantuíi que habían sido víctimas de la persecución de los vándalos. Esto prueba que los lectores de una iglesia debían de ser varios y formar una especie de schola o coetus litúrgicas con su director. El mártir San Polio, interrogado por el juez: Quid officium geris?, respondió: Primicerius lectorum. Las fórmulas antiguas de la ordenación no distinguen entre lectores de la epístola y del evangelio: Eligunt te fratres tui ut sis lector in domo Dei tui. San Cipriano escribe, en efecto, que Aurelio, ordenado de lector, podrá Evangelium Christi legere, unde martyres fiunt.

La primera atribución exclusiva de la lectura del evangelio al diácono se encuentra, en Oriente, en las Constituciones apostólicas (a. 380), y en Occidente, en San Jerónimo. Esta disciplina se fue consolidando con el tiempo, como es natural, a medida que se quiso justamente dar mayor relieve a la lectura del evangelio, encomendándola al ministro más calificado después del celebrante. En Oriente, tanto en Jerusalén como en Constantinopla, el obispo mismo era el que leía el evangelio; en Alejandría, el arcediano, y en otras partes, los sacerdotes o los diáconos. En África, en tiempo de San Agustín no se había aún establecido una regla fija. Ordinariamente, las lecturas se confiaban al lector, pero a veces también al diácono y al mismo obispo. Escribe, por ejemplo, el santo Doctor: Cum Lazarus diaconus recitasset (un pasaje de los Hechos) et episcopo codicem tradidisset, Augustinus episcopus dixit: Ei ego legere voló; plus ením me delectat huius verbi esse lectorem, qaam verbi mei disputatorem. En Roma no existió una norma fila antes de San Gregorio Magno, quien en el concilio del 595, quitando a los diáconos la ejecuciondel responsorio gradual, reservó para ellos el canto del evangelio y a los subdiáconos y minoristas confió las demás lecturas.

El decreto gregoriano a propósito de los subdiáconos, poco a poco vino a hacer ley incluso fuera de Roma. A principies del siglo IX, Amalario se hace eco, si bien un poco a regañadientes, de esta práctica, muy difundida ya, pero oscilante en algunas partes, cuando escribe: Miror qua de re sumptus sit usus in ecclesia riostra (la galicana) ut sub diaconus frequentissime legal lectionem ad missam, cum hoc non reperiatur ex ministerio sibi dato in consecratione commissum, ñeque ex litteris canonicis, ñeque ex nomine suo. Y añade más adelante: Sed postquam siatutum est a paíribus nostris, ut diaconus legeret evangelium, statuerunt ut et subdiaconus legeret epistulam sive lectionem. En realidad, entre tanto, el subdiácono había crecido en importancia, lo cual no podía menos de tener sus consecuencias también en el campo litúrgico.

Restos de la antigua disciplina los tenemos en la rúbrica del misal el día de Viernes Santo, cuando asigna la lectura de la profecía de Oseas a un lector, y en otra rúbrica que permite, siendo la misa cantada sin ministros, ut epistulam cantet Aliquis Lector in loco consueto.

 

Actualmente, el subdiácono canta la epístola estando de pie detrás del celebrante; pero la genuflexión prescrita por la rúbrica antes y después de la lectura supone que ha habido un desplazamiento. De hecho, el sitio natural del lector antiguamente no era el presbiterio, sino el ambón; allá se dirigía el subdiácono al objeto de hacerse oír más fácilmente por todos. Lector adscendit et ipse non silet, decía San Agustín. En Roma, el ambón tenía de ordinario des planos: el inferior, reservado al subdiácono, para la epístola, y el superior, al diácono, para el evangelio. En algunas iglesias que tenían dos ambones servía el de la izquierda para la primera lectura; y donde no había ninguno, se leía in plano, desde el altar. Primeramente, el subdiácono se dirigía solo al ambón con el epistolario; a partir del siglo XII vemos que le acompaña un acólito. La lectura no va precedida de saludo alguno, salvo antiguamente el del obispo, que servia para abrir la asamblea. En África, donde algún lector había introducido la costumbre de saludar, fue ésta prohibida por el concilio de Cartago del 395. En cambio, es probable que precediera alguna señal invitando al silencio; San Ambrosio se lamentaba del trabajo que suponía conseguir la atención de la masa de fieles.

Terminada la lectura de la epístola, el subdiácono se presenta ante el celebrante y, arrodillado, le ofrece el libro, le besa la mano y recibe su bendición; ceremonias todas secundarias, que entran en el ritual de la misa solamente después del siglo XII. También el Deo grafías que en voz bala responde el acólito después de la lectura de la epístola por el celebrante es de índole privada y no fue admitida hasta la reforma última del misal (1570).

 

La lectura del evangelio se presenta en todas las liturgias acompañada de una gran solemnidad. Como dijimos describiendo la misa papal, el evangeliario fue llevado con antelación al altar, antes de que entrara el celebrante, y colocado sobre la sagrada mesa, porque, en el concepto litúrgico antigüo, el altar, y sólo el altar, era su trono; de aquí, pues, directamente debía tomarlo el diácono, para recibirlo como del mismo Cristo.

 

Se forma entonces el cortejo procesional para ir al lugar donde será cantado el evangelio. Va delante el turiferario; detrás, los dos acólitos con los candeleros encendidos; a continuación, el subdiácono y, por fin, el diácono, llevando el evangeliario elevado delante del pecho; es un verdadero processus triumphalis. El incienso y las luces son los dos antiguos signos de honor tributados al evangelio desde el siglo V. El primero por orden de tiempo fue probablemente el incienso, pues todavía hoy es el único tolerado en la lectura evangélica del Sábado Santo.

 

El Sermón.

Tan antiguo como la misma Iglesia es el comentario histórico o parenético a las lecturas litúrgicas; el comentario estrictamente exegético, como exposición continuada del texto bíblico, se perfila más tarde con San Hipólito y Orígenes.

Lo hacía por regla general el obispo, en calidad de maestro de la fe de su pueblo y legítimo representante del ministerio doctrinal de Jesucristo. Todos los tiempos y todas las principales comunidades han sido testigos de esto y nos han dejado interesantes comentarios. Juntamente con el obispo, y dependiendo de su mandato, hallamos también a los presbíteros que participan del ministerium Verbi. Lo dicen las Constituciones apostólicas, así como San Jerónimo en sus sermones, y Eteria afirma haberlo visto y oído en Jerusalén: Hic consuetudo sic est, ut de ómnibus presbyteris qui sedent, quanti volunt, praedicent, et post illos omnes episcopus praedicat. También en Roma debía de hacerse cosa parecida, sobre todo en alguna circunstancia extraordinaria, como, por ejemplo, durante la vigilia pascual, para comentar las doce lecciones del oficio. Ciertamente no en todas partes existía esta liberalidad por parte de los obispos. En Alejandría, tras los dolorosos incidentes provocados por Arrio con su predicación herética (a. 318), el obispo se reservó el ministerio de la palabra divina, en el que antes tomaban parte también los presbíteros. Y también en otras partes existían cortapisas de este género, contra las que protestaba San Jerónimo: Pessimae consuetudinis est in quibusdam ecclesiis tacere presbyteros, et praesentibus episcopis non loqui, quasi aut invideant aut non dignentur audire. San Agustín, compartiendo esta misma opinión, recomendaba al obispo de Cartago que hiciera predicar a sus sacerdotes en su presencia, y él daba ejemplo. Sucedía a veces que hacía uso de la palabra delante de los fieles por espacio de algunos minutos y luego la cedía a alguno de sus presbíteros.

Sorprende no poco la afirmación del historiador griego Sozomeno de que, en su tiempo (mitad del s. V), nadie predicaba en Roma, ni el papa ni los demás.

Probablemente fue llamado a engaño por referencias falsas o inexactas, porque sabemos que, en Milán, Ausencio, obispo arriano, predicaba todos los días; San Ambrosio, su sucesor, no era menos incansable en la predicación; en Hipona, San Agustín no dejaba jamás de dirigir la palabra a sus fieles, y así también San Pedro Crisólogo en Rávena, San Máximo en Turín y Adolfo en Aquilea. ¿Cómo es posible que Roma constituyese excepción a una regla tan antigua, importante y universalmente practicada? Es verdad que de los papas del siglo V conocemos tan sólo las homilías de San León Magno; sin embargo, él mismo alude expresamente a la predicación de su predecesor Sixto III. Además, no todas las homilías de los papas debían forzosamente ser recogidas por los amanuenses y legadas a la posteridad. Prudencio, el poeta español, que vino a Roma en el 401, describiendo la basílica de San Hipólito, habla del ambón desde el cual el papa predicaba.

 

En ocasiones en que, por motivos de salud o falta de suficiente facultad oratoria, el obispo no podía hablar públicamente, se hacía substituir por personas capaces. En Oriente parece que no era difícil echar mano de personas seglares. Lo declara una carta de Alejandro de Jerusalén (+ 250) y Teccisto de Cesárea a Demetrio de Alejandría, el cual se había indignado al oír que los dos obispos habían consentido a Orígenes predicar en sus respectivas iglesias.

Una circunstancia de la vida de Orígenes nos demuestra que él oyó en Roma predicar, hacia el 212, al sacerdote San Hipólito. Sabernos que Félix, sacerdote y mártir; Efrén, diácono de Nisibi; Crisóstomo, simple sacerdote en Antioquía, predicaron por orden de su obispo. También San Agustín, apenas ordenado de sacerdote en Hipona, recibió encargo de su obispo Valerio, griego de origen, de predicar, cum non satis expedite latino sermone condonan posset. Era una novedad; pero Valerio se justificaba aduciendo la costumbre de Oriente, in orientalibus ecclesiis id ex more fieri scíens. Nos consta efectivamente por Sczomeno que, en su tiempo, en Cesárea, en Capadocia y en Chipre los presbíteros interpretaban públicamente las Sagradas Escrituras.

La iglesia romana, por el contrario, escarmentada por las dolorosas experiencias ajenas, mostrábase reacia y poco amiga de la predicación de los sacerdotes, viendo en ello un peligro para la ortodoxia. En este sentido se expresaba Celestino I (+ 432) ante el obispo de Arles, a quien censuraba por haber delegado el ministerio de la palabra a los sacerdotes, los cuales se habían aprovechado de ello para defender opiniones arriesgadas sobre la gracia. La práctica galicana tenía, sin embargo, su explicación. Mientras que en Italia, donde eran muchas las circunscripciones episcopales, podía el obispo dejar oír su palabra en todas las parroquias, en la Galia y en otras partes esto era prácticamente imposible debido a la mayor extensión del territorio diocesano. Por eso, en 529, el concilio de Vaison, presidido por San Cesáreo de Arles, decretó que también los sacerdotes debían tener facultad para predicar tanto en las ciudades como en las parroquias rurales, siempre que lo hicieran con consentimiento del obispo. Sin embargo, Roma se mantuvo fiel a la tradición. San Gregorio Magno refiere cómo el sacerdote Equitio (+ 540) fue acusado por el clero romano de haber faltado gravemente a su deber habiéndose atrevido a predicar sin la autorización del papa.

En algunas circunstancias, los obispos, en lugar de predicar, hacían leer algún comentario autorizado a la Escritura. En Roma, San Gregorio cuando estaba enfermo députaba a un diácono para que leyese sus homilías; en Rávena, el obispo Mariniano, por el mismo motivo, mandaba leer públicamente el comentario de San Gregorio al libro de Job. En las Galias, la práctica era corriente, pues la había recomendado el concilio de Vaison (529) especialmente a los rectores de las iglesias rurales: Sí presbyter, aliqua infirmitate prohibente, per seipsum non potuerit praedicare, sancforum Patrum homüiae a diaconibus recitentur. Por esta época estaban ya bastante difundidos los sermonarios o antologías patrísticas, que se usaban incluso en el rezo del oficio nocturno.

 

Todo esto demuestra cuánto cuidado ponía la Iglesia en que no faltase a los pueblos que asistían a la misa festiva el alimento de la palabra de Dios. San Gregorio Magno interesaba urgentemente en este sentido a los obispos, hasta el punto de escribir a los de Cerdeña: Sí cuiuslibet episcopi paganum rusticum invenire potuero, in episcopum fortiter vindicabo. Lo mismo hacían los concilios; y como, a raíz de la irrupción de los bárbaros, el latín rústico del pueblo venía corrompiéndose en formas dialectales (lenguas vulgares), recomendaban aquéllos, como vemos en los sínodos de Tours, Reims, Maguncia, que las lecturas litúrgicas y las homilías de los Santos Padres fueran traducidas a la lengua vulgar o patois. Esta preocupación por que el pueblo oyera en su lengua la Escritura se nota ya desde el siglo III. El Eucologio de Serapión, en la oración pro episcopo et ecclesia, pide también por los lectores y los interpretes, es decir, los traductores oficiales de los textos litúrgicos. Uno de éstos fue el mártir San Procopio (+ 303), cuyas actas lo presentan como lector y traductor, en lengua siríaca, del texto griego de las lecturas y homilías del obispo en la iglesia de Escitópclis. Eteria habla largamente en su relación de tales traducciones litúrgicas en siríaco y latín, por ella escuchadas en Jerusalén.

La traducción era, a las veces, un recurso. Era preferible que el obispo supiera expresarse en el dialecto del pueblo. Ya San Agustín se servía en ocasiones de términos no latinos para hacerse entender mejor: Saepe et verba non latina Jico, ut vos intelligatis; y San Gregorio de Tours, como San Cesáreo de Arles, reconocen la rustidlas de su lenguaje, buscada de intento para adaptarse a la inteligencia de los oyentes más incultos. Esto mismo recomendaba en el 747 el gran concilio nacional inglés, celebrado en Cloveshoe con la adhesión del papa Zacarías y de su legado San Bonifacio: "Procuren los sacerdotes interpretar y explicar en lengua vulgar el símbolo de la fe, la oración dominical y las santísimas palabras que se dicen solemnemente en la misa y en el bautismo." Más tarde, el epitafio grabado sobre la tumba de Gregorio V (+ 999) elogiará su actividad en la predicación en lengua vulgar:

"Usus francisca, Vulgari et vece Latina, Instituit populus eloquio triplici."

La predicación en los diversos idiomas vulgares fue la que sostuvo la fe y las buenas costumbres de aquellas poblaciones medievales, a las que ya nada decía el latín. Las numerosas colecciones de sermones que conservamos de aquella época, escritos casi siempre en latín, no quieren decir, como creyeron algunos, que fuese ésta la lengua en que ordinariamente se predicaba; el latín era, más que nada, una forma literaria reservada a les estudiosos, no a los fieles, a los cuales se hablaba en lengua vulgar. La popularidad de los franciscanos y los triunfos obtenidos por su elocuencia se debieron en gran parte al uso del idioma vulgar, en lo cual su fundador les había dado ejemplo, no obstante vivir en el suelo clásico de la latinidad. Et assumpto eo textu (el evangelio), In Vulgari Suo multa juit locutus, narra de él Esteban de Borbón.

 

La Despedida de los Catecúmenos.

Con la homilía (y más tarde con el símbolo, añadido posteriormente) termina la primera parte de la misa, en la que predomina el elemento didáctico. Su origen judaico ya lo discutimos tratando de la liturgia primitiva. A continuación viene la segunda parte, o, mejor dicho, la misa propiamente dicha: el sacrificio.

Antiguamente, por una elemental medida de prudencia, sólo a los bautizados estaba permitido asistir al sacrificio; todos los demás — infieles, catecúmenos, excomulgados — en este preciso momento eran invitados perentoriamente por un diácono a retirarse. Escribe San Agustín: Ecce fit post sermonem missa (la despedida) cathecumenorum, manebuni fideles. Pero ellos no se iban a casa, sino que esperaban al final de la función en el pórtico de la basílica.

Esta disciplina empieza a perfilarse en la Iglesia en la segunda mitad del siglo II, a nacer la institución del catecumenado. Tertuliano es el testimonio más antiguo cuando deplora que les herejes de su tiempo admitan a todos, sin distinción, en sus reuniones, por lo cual los catecúmenos y, lo que es peor, los gentiles vienen a presenciar, si no a recibir, las cosas santas: Quis cathecumenus, quis fidelis incertum est; pariter audiunt (la predicación), pariter orant; etiam ethnici, si supervenerint, sancturn canibus et porcis margaritas, licet non veras, iactabunt. Esto hace suponer que los jefes de las comunidades ponían especial cuidado en evitar semejantes inconvenientes. En Roma, a principios del siglo III, la Traditio, de San Hipólito, lo dice expresamente. No es de extrañar, pues, que la orden de retirarse los extraños intimada por el diácono se convirtiera pronto en una fórmula y su despedida haya dado origen a un rito. Es precisamente lo que constatamos ya antes en Oriente a través de las Constituciones apostólicas.

Así, pues, terminadas las lecturas y la homilía, un diácono sube al ambón y grita: Ne quis audientium, ne quis infidelium! Y en seguida prepara la marcha de los catecúmenos, diciéndoles: Orate, cathecumeni. Arrodillados, contestan todos: Kyrie eleison, y el diácono recita una larga oración sobre ellos, acabada la cual los catecúmenos se vuelven a levantar y reciben, inclinada la cabeza, la bendición del adiós que les imparte el obispo imponiéndoles las manos. Entonces, el diácono los despide por fin: Exite, cathecumeni, in pace. Una ceremonia semejante tiene lugar a continuación para despedir a los energúmenos, otra para los catecúmenos próximos a recibir el bautismo y, por último, otra para los penitentes. Después de lo cual el diácono añade: Nemo eorum, quibus non licet, accedat! Hecho esto, los fieles se arrodillan y comienza la gran oración intercesora (oratio fidelium).

 

La despedida de los catecúmenos que describen las Constituciones debía de hacerse en forma parecida a ésta, acaso menos prolija, en todas las iglesias, dado que todas tenían un número mayor o menor de catecúmenos. De hecho, hallamos alusión a ella por esta época en Jerusalén, en Constantinopla, Siria, Alejandría, África, España, las Galias, Milán, Aquileya y Benevento.

En cuanto a Roma, conocemos una formula que nos ha legado el VII OR, compilado en el siglo VI, pero que puede muy bien remontarse a los siglos IV o V: Cathecumeni recedant! Si quis cathecumenus est, recedat! Omnes cathecumeni oras. De aquí se deduce cómo la disciplina romana no incluía a los penitentes entre las personas que no tenían derecho a asistir a los sagrados misterios, como sucedía en Oriente. Salvo quizás en el período inicial de la penitencia, los penitentes podían permanecer en la iglesia, pero no comulgar. Un pasaje de los llamados Dicta Gelasii papae explica claramente las fases sucesivas de la disciplina penitencial con respecto a la asistencia litúrgica. Primeramente, el pecador queda excluido del consortium aliorum fidelium, qui intra ecclesiam staní y colocado extra ecclesiam ínter audientes, id est cathe chume nos; después de algún tiempo viene admitido in ecclesiam in communionem, id est consortium orationis cum poenitentibus; por fin vuelve a gozar otra vez de todos los derechos religiosos, redeat plenius ad communionem, idest consortium ceterorum fidelium et perceptionis sacri Corporis et Sanguinis. No muy diferente de la romana debía ser la práctica de las demás iglesias occidentales. Algún documento romano alude a una oración que en este momento se decía sobre los catecúmenos; indudablemente no puede ser otra que la fórmula eucológica con que eran despedidos y bendecidos. Pero la oración no ha llegado a nosotros.

El rito de despedida de los catecúmenos se hizo inútil cuando, convertida la población entera al cristianismo, vino a faltar un grupo permanente de catecúmenos adultos. Esto naturalmente se verificó en diversas épocas y en diferentes lugares; un índice de ello es la suspensión de la cautela de silencio respecto a la eucaristía, conocida con el nombre de disciplina del arcano. Así, por ejemplo, mientras Inocencio I (a. 416) no revela al obispo Decencio la oración consagratoria, omnia quae aperire non debeo, y San Agustín (+ 430) y San Pedro Crisólogo (c. 450) hablan todavía con reservas de los sagrados misterios, veinte años más tarde, San León I (+ 461) en sus discursos, pronunciados delante de todos, habla abiertamente de la eucaristía. Por la misma época, el concilio de Orange (441), en las Galias, y Narsai (+ 507) en Nisibi de Edesa (Oriente), nos dicen que en sus iglesias había aún catecúmenos adultos, los cuales eran regularmente expulsados antes de la celebración eucarística. Doscientos años más tarde, en Edesa y en el país de los francos, el catecumenado de los adultos había sido abolido y sin embargo, el diácono seguía haciendo la intimación de costumbre.

 

 

3. Los Cantos Interleccionales.

 

Preliminares.

Después de una lectura importante y más bien larga, que fácilmente podía causar en los oyentes algo de cansancio, la Iglesia oportunamente dispuso que siguiera el canto de alguna estrofa melódica, para despertar así de nuevo la atención de los presentes, poniendo al mismo tiempo en sus almas una nota de sedante alegría y de paz.

Los cantos entre lectura y lectura son los más antiguos de la misa. Tertuliano ya los menciona expresamente. Podríamos decir que fueron creados como fin en sí mismos, ya que durante ellos toda la asamblea escucha y participa con el corazón o con la voz. Escribe San Agustín: Apostolum audivimus, psalmum cantavimus, evangelium audwimus; las lecturas se escuchan en silencio, pero el salmo lo cantaban todos. Los otros cantos de la misa, en cambio, tienen otro origen y otro carácter. Estos fueron introducidos en época posterior con el fin de encuadrar artísticamente una ceremonia, como la entrada del celebrante, la ofrenda de los dones, la distribución de la eucaristía. Durante la ejecución de estos cantos, tanto el clero como el pueblo siguen desempeñando su respectiva función, sin atender lo más mínimo al canto, ejecutado exclusivamente por la schola. Por eso, los primeros son cantos principales o interleccionales; los otros son secundarios.

Los cantos interleccionales de los que debemos ocuparnos son tres:

 

a) Responsorio gradual;

b) Alleluia, a la cual se añadió a veces, desde el siglo IX, el apéndice de la secuencia;

c) Tracto.

 

De ellos hemos hablado ya largamente en la parte introductoria de esta obra; aquí ríos limitaremos a tratarlos en sus relaciones particulares con la misa.

 

El Responsorio Gradual.

El salmo que se cantaba a continuación de la primera lectura fue llamado Psalmus responsorius, o simplemente Responsum o Responsorium, por la manera como se ejecutaba. Después de cada versículo modulado por el cantor solista, los fieles intercalaban respuestas breves, a modo de rítornello, tomadas del mismo salmo. San Agustín refiere no pocas de estas frases que cantaban sus feligreses.

Antes de iniciar el canto del salmo, sugería a los fieles la frase que debían intercalar como ritornello. El salmo responsorial recibió después el nombre de Gradúale porque el cantor, al ejecutarlo, se colocaba en la primera grada (gradus) de la escalera del ambón, el lugar mismo donde se ponía el lector para leer la epístola.

No cabe duda de que, al principio, el gradual comprendía el canto de un salmo entero. Así lo dan a entender los textos citados de San Agustín; pero, además, el santo Doctor lo declara expresamente en el comentario al salmo 138, Domine, probasti me et cognovtsti me, que es bastante largo con sus 24 versículos: "Había dado orden al lector de que cantara un salmo más breve; pero, según parece, en un momento de incertidumbre, ha entonado otro; yo he preferido a mi voluntad la de Dios, manifestada por medio de la equivocación del lector. Por tanto, si os he hecho esperar con un salmo más largo, no me echéis a mí la culpa, sino pensad que Dios nos ha impuesto este sacrificio no sin provecho." Asimismo, en Roma, en tiempo de San León Magno (440-61) se cantaba el salmo responsorial con todos sus versículos. En el tercer sermón del Santo, con ocasión del aniversario de su exaltación, decía: "Hemos cantado a una voz el salmo de David 109 (Dixit Dominus...) no para ensalzarnos a nosotros mismos, sino para dar gloria a Cristo Señor."

Pero para comprender bien esta práctica, difundida en todas las iglesias incluso de Oriente, hay que tener presente que el solista del responsorio no se entregaba a todas esas fiorituras de melismas que hoy adornan el gradual. Para ello se hubiera requerido un espacio de tiempo absolutamente excesivo. La salmodia del solista debía tener, sí, especiales inflexiones de voz propias del canto, pero no tales que alterasen su carácter fundamental de lectura, que San Agustín le atribuye con frecuencia: psalmum cum legeretur. En efecto, aunque aquella salmodia le recordaba al Santo las exquisitas formas melódicas que oyera en Milán conmoviéndole hasta las lágrimas, confiesa que prefería el uso de la iglesia alejandrina.

 

Pero aquí también se introdujo una innovación radical, y fue que el solista, al crecer el esplender del culto, comenzó a enriquecer su canto con los recursos del arte melismático, mientras que las respuestas al salmo se encomendaron a un coro de cantores, los cuales, a su vez, trataron de ejecutarlas con no menor maestría que el solista. En Roma esto debió verificarse por obra de la schola cantorum, instituida por Celestino I (+ 432); pero en Oriente era ya bastante común para entonces. Casiano (+ 435) lo atestigua efectivamente, y el austero San Jerónimo (+ 429) reprueba los gorgoritos teatrales de ciertos diáconos y las pinceladas aromáticas que se daban en la garganta para hacer más agradable el timbre de la voz. Esta mayor riqueza musical con que se adornó el salmo responsorial fue en detrimento de su integridad, ya que hubo que sacrificarla a las llamadas exigencias del arte. Se amputaron al salmo la mayor parte de sus versículos, excepción hecha de dos: el primero, que quedó como canto inicial, depositario del pensamiento temático de la fiesta, y otro que en lo posible completa el significado del primero. Así se presenta el gradual en todos los manuscritos, hasta en los más antiguos, como los de Rheinau y Monza (s. VIII); según ha demostrado Wagner, no hay duda de que se hallaba así, mutilado, ya en la época gregoriana. Por lo demás, otros elementos también pudieron contribuir a la reducción del salmo responsorial, por ejemplo, la práctica de la Iglesia bizantina, el mayor esplendor de las ceremonias y la introducción del canto del introito con la oración litánica.

En cuanto al tiempo en que sucedió este acortamiento, no es difícil determinar los límites extremos: no antes de León Magno (+ 461), en cuya época se cantaba el salmo entero, ni después de San Gregorio Magno (+ 604), quien nos ha dejado el gradual en el estado en que actualmente se encuentra. Por lo que hace al autor de la reforma, la respuesta no es tan fácil, ya que ella debió de madurar progresivamente y, por tanto, requerir un cierto período de tiempo. Quizás el papa Gelasio (+ 496) represente el punto de partida. Ciertamente, San Gregorio la facilitó y la sistematizó autorizadamente cuando en el concilio de Roma del 595 reorganizó toda la disciplina del canto y de los cantores.

El decreto gregoriano retiró a los diáconos la facultad, hasta entonces a ellos reservada, de ejecutar el salmo responsorial, encomendándolo a los subdiáconos o a alguna de las órdenes menores. Observaba, con razón, el papa que muchas veces el requisito de una buena voz había pesado más para la elección de los candidatos que las cualidades morales que deben adornar al diácono, siendo así que su cometido era praedicationis officium, eleemosynarumque studium. Con todo, el oficio del solista conservó siempre toda su antigua importancia en el ceremonial pontificio. Su nombre, así como el del cantor del Alleluia era notificado al papa antes de la misa, y, una vez que éste asentía, no podía ser cambiado, so pena de verse privado de la comunión el jefe de la schola.

 

El "Alleluia."

Originariamente, el Alleluia, por derivación histórica de una antigua costumbre judía, fue una aclamación de júbilo y de alabanza a Dios, la cual, intercalada con los versos del gradual, era cantada por el pueblo sin relación especial con la Pascua. Las llamadas Odas de Salomón, así como Tertuliano, aluden veladamente a este canto. En cambio, la Traditio habla explícitamente, refiriéndose a la salmodia agápica vigente en la iglesia de Roma: "El obispo entonará el salmo con aleluya, y mientras lo recita, digan todos Alleluia, que significa: Alabanza al Dios Altísimo." San Jerónimo más tarde, aunque menos claramente, habla del aleluya en relación con el culto: Nos (Alleluia) indifferenter uti solemus etiam in iis psalmis Alleluia diceníes, qui aut historiam replicant, aut per poenitentiam lacrimabiliter ingemiscunt, aut de inimicis victoriam postulant, aut ut de angustia liberentur, precantur. Lo confirma el hecho, referido por el mismo santo Doctor, de que en Roma, hasta en los funerales de Fabiola, se intercalaba el Alleluia con el canto de los salmos: Sonabant psalmi, et aurata templorum tecta roborans in sublime quatiebat Alleluia.

Sin embargo, en bastantes regiones de Occidente, como África, Milán, excepción hecha quizás de España, ya a fines del siglo IV, el aleluya, como estribillo responsorial antes del canto del evangelio, estaba reservado para el período de los cincuenta días que van de Pascua a Pentecostés, llamado en África tiempo del Aleluya. Probablemente esta limitación se introdujo cuando se instituyó el período de la penitencia cuaresmal, como preparación a la Pascua, período que se consideró poco acorde con el carácter festivo del aleluya. Se advierte efectivamente que, a principios del siglo V, el canto aleluyático era distinto en las diversas iglesias.

Después de lo que llevamos dicho, parece extraña, por no decir falsa, la afirmación del historiador Sozomeno (mitad del s. v), que luego repite Casiodoro, según la cual Romae, quotannis semel canitur Alleluia, primo die Paschalis festivitatis; y a este canto se daba tal importancia, que para maldecir a uno se le solía decir que ojalá no oyera el canto aleluyático de la próxima fiesta de Pascua. Podría ser esto verdad en el caso, no muy probable, de que hacia el 445, cuando escribía el historiador griego, Roma hubiese limitado el canto del aleluya a la sola misa de la vigilia pascual, cuando el papa lo asociaba al anuncio pficial de la resurrección, como todavía se hace ahora en la misa del Sábado Santo después de la epístola, y entre les griegos, después del evangelio, conforme a una tradición que San Jerónimo dice remontarse a la edad apostólica. Lo cierto es que, cincuenta años después, Roma había ya retocado esta disciplina, extendiendo el canto del aleluya a toda la quincuagésima pascual. Juan, diácono de la iglesia romana al final del siglo V, proyecta esta situación litúrgica cuando expresamente declara que en Roma en su tiempo se cantaba el Alleluia desde Pascua hasta Pentecostés.

Conviene advertir que, en esta época de nuevo esplendor litúrgico, el aleluya se había transformado por influencias orientales, de simple canto silábico que el pueblo cantaba respondiendo al salmo responsorial, en lujosa composición musical, que quizás precedía al mismo salmo, y que estaba reservada en su ejecucional grupo de los cantores más expertos. Podemos deducirlo de un episodio trágico que narra el historiador africano Víctor. El día de Pentecostés, los vándalos, arrianos, invaden la iglesia de Regia, en Numidia, para dispersar a los fieles; hacen blanco de sus flechas al lector, que desde el ambón está cantando solemnemente el aleluya, in pulpítu sistens Alleluiaticum, melos canebat, y que, flechado en el cuello, cae con el códice que tenía en las manos. Se trataba, pues, de un trozo melódico característico, al cual San Agustín da el calificativo de solemne: QuoJ nobis (Alleluia) cantare certo tempore Solemniter morís est, secundum Ecclesiae antiquam traditionem. Esta solemnidad del aleluya consistía en cantarlo con júbilo in iubilatione canere; pero un júbilo que no era solamente del corazón, sino también de la voz, la cual lo expresaba mediante melisma (iubilus) o canto montado sobre la vocal a final del Alleluia. Vocal en que está condensado el nombre inefable de Dios (la-Yah-Yavé). Qui iubilat — dirá San Agustín — non verba dicit sed sonus quídam est laetitiae sine verbis. Los pueblos orientales conocían desde hacía siglos estas expresiones melódicas de alegría dentro y fuera del culto. San Jerónimo refiere que los melismas aleluyáticos resonaban alegremente en los campos de Belén y sobre las costas del Mediterráneo, aliviando las fatigas del agricultor y las ansias del marinero cristiano.

La iglesia romana, dándoles carta de ciudadanía en su liturgia pascual, no los del ó enteramente al arbitrio y virtuosismo de un solista, sino que procuró atemperarlos reprimiendo su exuberancia artística y manteniéndolos vinculados a un salmo, conforme a la buena tradición litúrgica y responsorial. Salmo que a su vez, en manos de la schola se enriqueció con normas, quedando muy pronto reducido a un solo versículo melismático. Demuestra esta unidad de origen, por una parte, la índole musical de los versos aleluyáticos, que generalmente siguen la pauta melódica del iubilus a tal punto, que pueden considerarse como variaciones sobre el mismo tema; por otra parte, su mismo tipo de el ecución, que supo mantener hasta nuestros días la forma exacta de la antigua salmodia responsorial. Así describía Casiodoro, a mediados del siglo VI, el canto del Alleluia.

Nos parece muy fundada la opinión de los que consideran los versículos aleluyáticos como una creación posterior introducida para sostener y prolongar la melodía del Jubilus o justificar su repetición. Más bien son una expresión artística de los siglos VI que contribuyó a dar mayor esplendor al culto, aun cuando suprimiera antiguas y veneradas tradiciones.

 

El tiempo pascual a partir del sábado anterior al domingo Quasi modo, además del Iubilus aleluyático cum versu, del cual hemos hablado, hace uso de otro aleluya, que substituye al responsorio gradual. Que en un principio se cantase, incluso durante la quincuagésima pascual, el salmo responscríal acostumbrado, no puede ponerse en duda. Lo demuestra el hecho de que todavía se canta el día de Pascua y los cinco días sucesivos y de que la mayor parte de los misales del Antiphonale Missarum, gregoriano, traen un gradual para la fiesta del 3 de mayo (Santos Juvenal y Alejandro), así como para las del 10 (Santos Gordiano y Epímaco) y 12 (Santos Nereo y Aquileo) del mismo mes, que caen siempre en tiempo pascual. No hay que olvidar tampoco que alguno de estos misales (como el Blandiniensis, del siglo VIIl) indica siempre, al menos en la rúbrica, un gradual para todas las dominicas después de Pascua. ¿En qué época y por obra de quién abandonó Roma, en este período del año, el responsorio gradual para substituirlo con otro Alleluia cum versu? Y ¿ qué ha sido de los graduales desaparecidos? Son cuestiones por ahora imposibles de resolver.

166. El uso romano del canto aleluyático a fines del siglo V daba lugar a una extraña antinomia, ya que mientras en el oficio canónico se cantaba aquél todos los domingos del año, excepto en Cuaresma, en la misa estaba reservado solamente al período pascual. San Gregorio Magno se encargó de corregirla, suprimiendo el canto del Tractus, tradicional en todas las dominicas del año, e introduciendo en su lugar el Alleluia, como en el tiempo pascual. El mismo nos ha dejado constancia de la innovación en su conocida carta a Juan de Siracusa: Quia Alleluia dici ad missam extra Pentecostés témpora fecistis. San Gregorio quiso de este modo equiparar el domingo a la solemnidad pascual, de la que era de antiguo la conmemoración semanal. Sin embargo, él no previo todas las consecuencias de su iniciativa. Porque comenzaron las fiestas de los mártires a ser puestas al mismo nivel que la dcmínica, y vinieron luego las de los confesores y vírgenes, y resultó que lo que antes era el poema pascual por excelencia, se convirtió en el canto ordinario del coro. Los libros medievales contienen para este fin una cantidad extraordinaria de versículos aleluyáticos, ccmpuestos del siglo VIII en adelante. Con todo esto, no puede negarse que el aleluya ha perdido no poco de su antigua encantadora belleza.

 

5. El Tracto.

Llámase tractus el canto que seguía a la segunda lectura bíblica. Su característica originaria era la de ser ejecutado por un cantor tractim, de un tirón, sin interrupciones antifónicas o responsoriales por parte del coro o de la asamblea. Quería ser la continuación, en un tono más elevado, de la lectura precedente.

El Tractus es por lo tanto, si no la única, una de las más antiguas formas musicales de la liturgia, pues representa, con las inserciones responsoriales o sin ellas, el verdadero tipo del canto salmódico, a solo, que se ejecutaba en la antigua Iglesia antes de que la excesiva riqueza de melismas, introducida por los cantores litúrgicos alrededor de los siglos VI, produjera el acortamiento del texto cantado. El tracto, a diferencia del salmo responsorial, habiendo logrado conservar la primitiva sobriedad en el desarrollo melódico, pudo mantener también múltiples versículos. Efectivamente, las melodías de los tractos—salmodíeos todos— son modulaciones típicas, sencillísimas, exclusivamente compuestas sobre el segundo y el octavo modos. Melodías que se repiten con pequeñas variantes en todos o casi todos los versículos del salmo. Estos, según la práctica antigua, son numerosos, dos, tres, cuatro y muchos más. El tracto Quz habitat in adiutorium Altissimi, de la primera dominica de Cuaresma, tiene todos los versículos del salmo 90; es el único canto de la misa que ha conservado entero un salmo; el tracto Deus, Deus meus, réspice, del domingo de Ramos, abarca también la mayor parte del salmo 21.

Con la reforma gregoriana, al extenderse el verso aleluyático a todos los domingos del año, el tracto quedó relegado a sólo los tiempos penitenciales, la Cuaresma y las cuatro témporas. El tracto y el Alleluia, pues, se excluyeron mutuamente, excepto en la misa de la vigilia pascual, en que al Alleluia sigue el tracto Laúdate Dominum. Por consiguiente, ningún fundamento tiene la opinión de los liturgistas medievales según la cual el tracto es un canto de luto o de tristeza. "El significa las lágrimas de los justos —escribe Hugo de San Víctor—, y se llama así porque los santos sacan (extraen) su llanto de lo más profundo de su corazón afligido."

Las misas de las ferias de Cuaresma, compiladas desde un principio con una sola lección profética, traen por regla general sólo el gradual; pero el lunes, miércoles y viernes reciben, además, un Tractus característico siempre igual, Domine, non secundum peccata nostra..., formado por tres versículos de los salmos 102 y 78. Este tracto no es original, sino una importación galicana de la época carolingia.

 

El " Credo."

El símbolo al principio fue esencialmente un elemento de la liturgia bautismal; la iniciativa de recitarlo en la misa partió del Oriente. Refiere el historiador Teodoro el Lector que Timoteo, patriarca monofisita de Constantinopla, en señal de desprecio hacia su antecesor ortodoxo, Macedonio, dispuso por el año 515 que al acabar la anáfora y antes de la oración dominical recitasen todos el símbolo, llamado después nicenoconstantinopolitano. La novedad encontró buena acogida en todo el Oriente y el emperador Justiniano II la sanción con ley en el 568.

De Oriente pasó en seguida la nueva práctica a España. Los visigodos, arríanos, que ocupaban el país, al convertirse con su rey Recaredo a la fe romana, quisieron, en el gran concilio nacional de Toledo del año 589, sellar su propía conversión con un acto público y duradero, para lo cual se decretó que, en adelante, en todas las iglesias de España y Galicia fuera recitado el Credo secundum formam orientalium Ecclesiarum. Mientras el pueblo hacía, antes del Pater noster, la solemne profesión de fe, unanimiter, clara voce, el sacerdote tenía en la mano sobre el cáliz la hostia consagrada y la elevaba delante de todos. La fórmula del símbolo prescrita por el concilio debía ser exactamente conforme con el texto utilizado en las iglesias de Oriente; pero, en la práctica, a la frase Qui ex Paire procedit se añadió pronto, no sabemos por obra de quién, la palabra Filioque. La añadidura fue arbitraria y errónea, provocando efectivamente la protesta del papa y, más tarde, discusiones ásperas que por parte de los griegos.

 

De España, o quizás del norte de Italia, la recitación del Credo pasó a las Galias en tiempo de Carlomagno por obra principalmente de San Paulino de Aquileya (780802), uno de los obispos más cultos y apreciados de su tiempo. El demostró en el sínodo de Francfort del 749 que la fórmula era apta para combatir el adopcionismo; y en el 796, en el sínodo por el celebrado en Cividale del Friuli, insistió para que sus sacerdotes aprendieran de memoria el texto del símbolo nicenoconstantinopolitano, que él mismo preparó, juntamente con un comentario, suyo también. En las actas sinodales fueron insertas tanto la traducción del símbolo como el comentario, aquél con la partícula Filioque, que él expresamente defendió. Dos años después (798), asistiendo al concilio de Aquisgrán, tuvo que reafirmar la oportunidad de hacer popular el símbolo para contraponer a la herejía adopcionista de Félix de Urgel la expresión genuina de la verdadera fe.

Fue ciertamente en aquella circunstancia cuando el símbolo se introdujo en la misa en la capilla palatina después del evangelio. El papa había consentido en ello, pero sin saber que se añadía el Filioque. Se deduce fácilmente de las discusiones habidas en Roma el año 810 entre León III y los enviados de Carlomagno a propósito del Filioque.

Con todo, a pesar de las protestas del papa, el Filioque permaneció en la fórmula litúrgica (en el Occidente), y el canto del símbolo en la misa propagóse rápidamente en Francia y Alemania, como escribe Wilfredo Estrabón (845): Apud Gallos et Germanos, post deiectionem Felicis haeretici, ídem symbolum latius et crebius in missarum coepit officiis iteran. Hallamos confirmado esto en la rúbrica del II OR (s. x), compilado para uso de las iglesias del norte europeo: Post lee tum evangelium, candelae in loco suo exstinguuntur, et ab episcopo "Credo in unum Deum" cantatur.

 

Se habrá notado el puesto diverso asignado en la Galia al símbolo, es decir, después de la lectura evangélica, puesto que altera sensiblemente la antigua línea ascensional de la misa didáctica, que culminaba con el canto del evangelio. No sabemos cuáles fueron los motivos extrínsecos para este cambio, pero probablemente el principal fue la imitación de una costumbre litúrgica análoga preexistente en el norte de Italia. Por los recientes estudios de Hesbert en torno al rito antiguo de Benevento, parece demostrado que a fines del siglo VIII, si no antes, en Benevento se cantaba el símbolo después del evangelio, cuyo texto era el mismo que difundiera y más tarde propugnara Paulino de Aquileya, y cuyo atuendo melódico nada tenía de común con las formas musicales de la tradición romanofranca. ¿Cómo surgió o de dónde había venido esta tradición italiana acerca del símbolo? o Del Oriente bizantino a través de las colonias griegas del sur o de España? Y en cuanto a Paulino de Aquileya, ¿ aprendió de Benevento su propaganda en favor del símbolo, como antídoto contra la herejía? Por ahora resulta imposible responder satisfactoriamente a estas preguntas.