Parte II
La Misa Romana


1. Nomenclatura, Clasificaciones y Divisiones de la Misa.

Nomenclatura de la Misa. Mlsas del Tiempo, de los Santos, del Común de los Santos. Misa Pontifical, Cantada o Solemne y Rezada. Divisiones de la Misa.

2. Ceremonial de la Misa Pontifical Según los dos "Ordines" más Antiguos.

Las Lecturas. La Presentación de las Ofrendas. La Consagración.

3. El Ordinario de la Misa.

El Desarrollo Histórico del "Ordo Missae." El Origen del "Ordo Missae" Medieval.

 

1. Nomenclatura, Clasificaciones y Divisiones de la Misa.

 

Nomenclatura de la Misa.

En la tradición litúrgica, el sacrificio eucarístico recibió nombres diversos.

Durante la primera época cristiana, en conformidad con la lengua hablada a la sazón, hallamos términos griegos: κλάσις του άρτου, fractio panis; κυριακο'ν δεΐιινον, Coena dominica; Ευχαριστία gratiarum actio, eucharístia; λειτουργία, liturgia; este último término, sin embargo, no pasó a la nomenclatura latina, mientras que entre los orientales llegó a ser y permaneció hasta hoy el nombre clásico de la misa (liturgia de Santiago, de San Basilio, etc.). En el siglo III, los grandes escritores latinos de África Tertuliano y San Cipriano usan indistintamente oblatio simplemente, o también, en su forma verbal, offerré sacrificium, dominicum (convwium), unidos frecuentemente con un epíteto calificativo, como divina sacrificia, dominica solemnia. Dominicum era también el término que se usaba en Roma. Novaciano reprende al cristiano que, después de haber asistido a la misa y llevado consigo el pan consagrado, dimissus e dominico et adhuc gerens secum, ut assolet, eucharistiam, se apresura a frecuentar las diversiones lúbricas del circo. Más tarde, Eteria, San Agustín e Inocencio I (416) emplean, para significar la misa, la palabra sacramentum; de ahí el nombre dado en Roma al código de las oraciones de la misa: Líber Sacramentorum o Sacramentarium; pero semejante expresión no tuvo nunca gran aceptación.

La denominación romana fue actio. Los términos actio, agere (y, por analogía, facere, operari), estaban admitidos en el lenguaje litúrgico pagano para significar un acto cultural cualquiera, y particularmente el sacrificio. El lenguaje cristiano adoptó la misma fraseología con sentido análogo. Ago fide tua, dice San Ambrosio a Teodosio disponiéndose a celebrar; agere missas (Víctor Vítense); aguntur omnia Legitima, id est offert (Peregrinatio); Vigiliae agantur (Regla de San Benito); pero sobre todo se empleó el término actio para designar la misa. In qua (basílica) agitur, escribe San León a Dióscoro de Alejandría para decir que en ella se celebraba el sacrificio. El sacramentario leoniano abunda en expresiones similares: Da fidelibus tuis in sacra semper Actione persistere... Sit, nobis, Domine, operatio mentís et corporis caeleste mysterium, ut cuius exequimur Actionem, sentiamus affectum. El gelasiano, a su vez, adopta la misma terminología; baste citar el título con que encabeza la plegaria de la consagración: Canon actionis, que podemos traducir exactamente por formulario del sacrificio.

 

La palabra missa (forma contraída de latinidad, de missio = despedida), que hallamos al fin del siglo III en el poeta cristiano Comodiano, fue empleada antes en sentido litúrgico por San Ambrosio para significar no la misa, en el sentido moderno de la palabra, como muchos han afirmado, sino la despedida ritual del templo de aquellos que no podían asistir a los divinos misterios. El santo Obispo, en una carta a Marcelina en que le cuenta las violencias de que ha sido objeto en Milán por parte de los arríanos, refiere que, mientras estaba catequizando en el baptisterio de la basílica Porciana (era en la mañana del domingo de Ramos), se le notificó que los arrianos intentaban ocupar la iglesia. En la confusión consiguiente, los fieles que acudieron indignados secuestraron a Cástulo, sacerdote arriano. "Yo no me moví... — escribe San Ambrosio, ego mansi in munere —, hice despedir a los catequizándose, missam (competentium = catequizandos) faceré coepi. Dum ofjero (in basilica), raptum cognovi a populo...et orare in ipsa oblatione Deum coepi ut subveniret... Aquí el verbo coepi, unido a las dos frases missam facere y orare in ipsa oblatione, expresa simplemente la voluntad de realizar una acción, como si dijera: missam feci, oravi... Deum. No es exacto, pues, afirmar que San Ambrosio sea el primero que usó la palabra missa para designar el santo sacrificio.

En Oriente por la misma época, y con idéntico significado de despedida, se encuentra la palabra missa muchísimas veces en la Peregrinatio de Eteria. Esta, a veces, concreta mejor el significado de la palabra añadiéndole luego la preposición de: missa facta fuerit de Cruce, de Anastase, de ecclesia. También San Agustín tiene, con el mismo significado, una frase repetida frecuentemente: Ecce post sermonem jii missa catechumenorum, manebunt fideles. Este término, por lo demás, se usaba todavía corrientemente al final del siglo V para indicar el fin o disolución de cualquiera asamblea, no sólo sagrada, sino también profana. Así lo atestigua Avito de Viena, en el Delfinado (+ 518): In ecclesiis palatiisque sive praetoriis missa fierí pronuntiatur cum populus ab observatione dimittitur. Es la forma clásica latina del mittere senatum, praetorium, convivium, que tiene la significación de disolver la reunión del senado, del ejército o de los comensales.

Nótese además que, según la nomenclatura eclesiástica antigua, el vocablo missa no servía para indicar exclusivamente la despedida de la misa, sino de todos los oficios litúrgicos. La Peregrinado, después de haber descrito el oficio matinal de las laudes, que termina con la bendición del obispo, agrega: Et sic fit missa. Casiano habla del monje que llega tarde al coro y espera a la puerta congregationis missam, el final de la reunión. San Benito, al disponer el orden de la salmodia nocturna, a cada hora concluye et missae sunt, o también et fiant míssae; esto es, como explica a propósito de las completas, Benedictione, missae sunt.

 

La despedida litúrgica antiguamente comprendía toda una serie de oraciones por las diversas categorías de personas que eran despedidas, a las cuales, como sucedía en Jerusalén, el obispo o el superior impartía la bendición recitando una colecta pontifical o sacerdotal. La oratio super populum de los antiguos sacramentarios, que todavía hoy se recita en las misas feriales de Cuaresma, es una de ellas. Por eso, la missa, guardando estrecha relación con la benedictio, vino a ser pronto sinónimo de ésta. El concilio de Cartazo del 390 prohibe al sacerdote reconciliare quempiam publica missa, esto es, con la bendición que acompañaba normalmente a la reconciliación. He aquí cómo probablemente el sacrificio eucarístico, que es una bendición transformadora del pan y del vino, llegó a asumir, según conjetura de Jungmann, el nombre de missa o missae.

Después se usó también en singular, missa, con idéntico significado.

No es fácil averiguar quién fue el primero en utilizar este término como apelativo específico del sacrificio cristiano. Ordinariamente se indica el pasaje citado de San Cesáreo de Arles. Pero mucho antes que él, quizás pueda aducirse una carta de San León (+ 461), en la cual aconseja a Dióscoro de Alejandría que celebre una segunda misa, si alguna vez no basta una sola para que todos la puedan oír: si unius tantum missae more servato, sacrificium oferre non possint. Muchos opinan que, cuando el sacramentarlo leoniano repite, al comienzo de cada formulario de misa, el título ítem alia, se sobrentiende missa, o sea, ítem alia missa.

 

Mlsas del Tiempo, de los Santos, del Común de los Santos.

La misa, atendiendo al formulario que le asigna la liturgia, se divide en:

 

a) misas del tiempo;

b) misas de los santos;

c) misas del común de los santos;

d) misas votivas.

 

Las misas del tiempo.

Llámanse misas del tiempo o temporal les formularios compuestos para las fiestas de Nuestro Señor que forman parte oficialmente del año eclesiástico y para aquellos días, sean domingos o ferias, admitidos en la órbita de los dos grandes ciclos litúrgicos: el Adviento, que precede a la Navidad, y la Cuaresma y Quincuagésima pascual, que preparan y prolongan la fiesta de Pascua, El conjunto de tales formularios constituye una serie de misas, que ocupan en el misal la primera y la más importante sección, titulada Proprium de tempore. En el ordinario de la misa primitiva, las particularidades relativas a las pocas fiestas del ciclo entonces litúrgicametne reconocidas — Pascua y Pentecostés — debían ser mínimas. En estos días, la misa, y más concretamente el tenor de la plegaria consecratoria, era el mismo que se recitaba todos les domingos. Solamente el canto del salmo responsorial y las lecturas tenían alguna actualidad; pues es probable que, en lugar de la lectio continua ordinaria, el celebrante hiciera leer los pasajes de la Escritura que recordaban expresamente el acontecimiento conmemorado, y sobre les cuales él en la homilía llamaba la atención de los fieles.

De formularios particulares de misa no puede hablarse antes del siglo V, es decir, antes de que el desarrollo litúrgico enriqueciera el ordinario de la misa con aquella variedad de fórmulas — ya por parte del celebrante (colecta, secreta, prefacio variable, Hanc igitur variable, communio), ya de la schola (antífona ad Introitum, gradual, antífona ad offertorium, ad communionem) —, en las cuales podía reflejarse el pensamiento característico de la fiesta. Más todavía, Probst ha tratado de demostrar que el papa Dámaso (366-384) fue el autor de tales importantísimas innovaciones. Estas efectivamente, hayan sido o no de este papa, fueron el punto de partida de una inmensa evolución litúrgica. Con todo (ya tratamos de esto en particular en el volumen anterior), no hay que creer que la formación del temporal fuese obra ni de un solo papa ni de un solo siglo; abarcó un largo período, que va desde el siglo V, época de la organización de la Cuaresma y del Adviento, por lo menos hasta el siglo IX, con la compilación de los formularios para algunos domingos que hasta aquel tiempo no lo tenían; sin contar que las misas de no pocas fiestas posteriormente instituidas, como la Santísima Trinidad, el Corpus Christi, la Transfiguración, el Sagrado Corazón, la Preciosísima Sangre, etc., tienen un origen mucho más tardío.

De todas formas, adviértase que, mientras en Oriente el influjo de las fiestas movibles se del ó sentir sólo en el cursus de las lecturas y de los cantos, en Occidente, salvo el caso de las liturgias galicanas, tal influjo penetró también en las oraciones propias del sacrificio y, en algún caso, en el mismo canon.

 

Las misas de los santos.

En cuanto a las misas en honor de los mártires — los primeros que recibieron un culto litúrgico —, que la Iglesia romana comenzó a celebrar desde el siglo III, debemos repetir aquí cuanto arriba hemos dicho. La conmemoración aniversaria de los santos se limitó originariamente al oficio de la vigilia, que se celebraba en el martyrium, donde reposaban sus restos, y se concluía con el santo sacrificio, durante el cual se leía la relación de sus gestas y se proclamaban solemnemente sus nombres en los dípticos.

Los primeros ejemplos de formularios propios (sanctorale) se encuentran en el leoniano, el cual para algunos mártires más ilustres presenta una colección verdaderamente extraordinaria de dichos formularios: veintiocho para los Santos Pedro y Pablo, catorce para San Lorenzo, ocho para los Santos Juan y Pablo. En total son veinticinco las fiestas de santos provistas de formulario propio, en el cual, sin embargo, casi nunca se da el nombre del santo conmemorado, limitándose a exaltar el martirio que padeció. El gelasiano aumentó hasta sesenta y cuatro el número de las misas de santos propias; en éstas, en cambio, el compilador tuvo cuidado de indicar siempre el nombre, acaso para evitar el peligro, fácil en el siglo V con el gran desarrollo del culto de los santos, de que se tributase culto a personas que o nunca existieron o no lo merecían. Este temor explica el hecho de que, mientras en el leoniano hallamos 41 formularios genéricos de misas para las fiestas de los mártires y dos para las de confesores — es decir, un primer embrión del Commune Sanctorum —, el gelasiano trae apenas ocho, todos de mártires. De esto no se debe concluir que el Commune sanctorum haya precedido cronológicamente al Proprium; pero es probable que, al crearse los formularios propios de algunos santos más ilustres, se sintiera la necesidad de componer otros genéricos, quizás para uso y comodidad de las iglesias menores o de los sacerdotes menos letrados.

 

Las misas del común de los santos.

Formas primitivas de Commune sanctorum se encuentran también en otros antiguos libros litúrgicos. El leccionario de Wurzburgo (s. VI-VII) contiene cinco lecturas especiales in natalitiis sanctorum, sin más detalles, porque el santoral era todavía bastante escaso. Además, a continuación de las fiestas de los santos más antiguos pone un cierto número de lecturas, tituladas ín natali ubi sufra, que pueden adaptarse a otros personajes de la misma categoría. Más tarde, el comes de Murbach (final del s. VIII) presenta ya una mayor riqueza de formularios comunes, distribuidos según las diversas categorías de santos, obispos, confesores, mártires y vírgenes. Es extraño, en cambio, que los evangeliarios más antiguos no contengan trozo ninguno que pueda servir para un común cualquiera; sólo comienzan a encontrarse después del siglo VIII. Los textos de las misas que constituyen el actual Commune sanctorum son substancialmente los que figuraban en el gregoriano original, tomados de misas propias anteriores, desaparecidos después, sin saberse por qué, del sacramentario del papa Adriano, pero restablecidos en el suplemento compilado por Alcuino, que añadió bastantes fórmulas, derivadas de las ocho misas del gelasiano antiguo. He aquí la serie, con la indicación de la fuente y del puesto que ocupan en el misal romano:

Unius Apostoli.

Ulurim o rum Apostolorum.

Unius Martyris.

Ulur im o rum Martyrum.

Unius Confessoris.

Plurimorum Confess.

Virginum.

 

Vigilia de San Andrés, Santos Felipe y Santiago, San Menas (11 noviembre), Santos Felicísimo y Agapito (6 agosto), San Silvestre (31 diciembre), Santos Proceso y Martiniano (2 julio), Santa Águeda (5 febrero), Vigilia de un apóstol, Santos Felipe y Santiago.

 

Martyris non Pontificis.

Plurimorum Martyrum (II)

Confessoris Pontificis (I).

Santos Proceso y Martiniano (2 julio).

Virginum (I).

 

Un procedimiento análogo se echa de ver en el antifonario romano con los textos para el canto de la misa. Los de la vigilia de los apóstoles fueron tomados de la primera misa de San Juan Evangelista; los del primer formulario, del Comm. plurim. Martyrum (Intret in conspectu tuo), de la misa de los Santos Abdón y Senen (30 de julio), cuya fiesta la consigna ya el calendario filocaliano; en cambio, los textos del segundo formulario (Sapientiam sanctorum) son los de la misa de los dos santos sabios médicos Cosme y Damián, redactada el año 526, cuando el papa Félix IV les dedicó en Roma la basílica de su nombre. Los cantos de la misa del Comm. unius Martyr. (In virtute tua) provienen de la de San Valentín (14 de febrero); los de las dos misas Protexisti y Sancti tui, para el tiempo pascual, se sacaron, respectivamente, de las de San Jorge (23 de abril) y de los Santos Tiburcio y Valeriano (14 de abril). La misa Statuit, del Comm. Coness. Pontificis, reproduce substancialmente los textos de la misa de San Marcelo (16 de enero), el cual, no habiendo fallecido con muerte cruenta, recibió primero culto de confesor, en el verdadero y antiguo significado de la palabra. Las otras misas del común de confesores tomaron sus textos de diversas partes: la misa Sacerdotes Dei (tui), de la del papa Silvestre (31 de diciembre); la misa In medio, de doctores, de la de San Juan; la segunda Os iusti, de la de San Eusebio (14 de agosto). Los textos de la misa del Commune Virginum (Dilexisti, Me expectaverunt, Loquebar) provienen en gran parte de las misas de Santa Inés, Santa Lucía, Santa Águeda, Santa Cecilia y de la segunda Vultum tuum, que, con el gradual Diffusa estf el ofertorio Offerentur regí y la communio Quinqué prudentes virgines, sirvió primeramente para las grandes solemnidades marianas, para el Natale S. Marine (1 de enero), la Asunción (el Ipapante) y la Anunciación, que más tarde tuvieron textos propios.

Naturalmente, no siempre estas adaptaciones de formularios fueron felices; es preciso reconocer, por el contrario, que, en general, han contribuido a empobrecer y quitar colorido a la liturgia, especialmente cuando, como en muchos casos se hizo, fueron abandonados los textos propios de las fiestas de los santos para asignar a éstos textos genéricos de uno común.

 

Las misas votivas.

Dícense votivas (odventitiae, peculiares) las misas cuyo formulario no presenta un carácter de interés general, sino que mira a un fin (votum) particular o privado, crdinariamente expreso al comienzo del formulario mismo, como pro infirmo, pro serenitate temporis, pro iter jacientibus, etc. En los antiguos libros rituales, lo mismo que en el misal romano, las misas votivas forman por lo regular una sección aparte.

Las misas votivas más antiguas que recuerda la historia litúrgica fueron unas pro defunctis, mencionadas ya por Tertuliano y San Cipriano. En el siglo IV hallamos memoria de misas celebradas por motivos especiales, como en acción de gracias por la liberación de una casa de la presencia diabólica; pero es bastante dudoso que en tales casos se emplearan en la celebración del divino sacrificio formularios especiales. De todas formas, éstos debieron surgir muy pronto. San Gregorio de Tours (+ 593) da testimonio de haberlos compuesto él mismo y de conocer otros, debidos a Sidonio Apolinar. En el 437 celebróse una misa pro liberatione populi, en acción de gracias por la retirada de Genserico de Bazas (Masatum). El leoniano nos ha conservado el formulario de dos misas compuestas por San León Magno, respectivamente, en 452, dando gracias por la liberación de Roma de las hordas de Atila, y en 455 para implorar el auxilio de Dios contra la amenaza inminente de los vándalos de Genserico.

Por tanto, los primeros formularios de carácter votivo que conocemos, incluidos algunos super defunctos, se encuentran en el leoniano; pero son todavía escasos en número. El gelasiano, en cambio, con haber sido redactado mucho antes, acusa ya en este campo un desarrollo extraordinario, reuniendo cerca de 60 misas votivas de todo género, algunas de ellas con prefacio y Hanc igitur propios; entre éstas son de particular interés las pro regibus y tempore belli, que demuestran el carácter remano del sacramentarlo: Romani regni adesto principibus: propiíiare Romanis rebus et regibus; Romani imperii del ende rec tores. El gregoriano en sus diversas redacciones acogió la colección, seleccionándola. El fenómeno se explica por la mentalidad religiosa de aquel tiempo, que consideraba que el valor impetratorio de una misa ofrecida por un fin particular era mucho mayor del que tiene la misa ordinaria del día.

He ahí por qué se observa que cualquier necesidad pública o privada, material o espiritual, halló correspondencia en los formularios votivos. Y no bastaba una misa en general; se multiplicaban los formularios para que hasta las circunstancias más menudas del hecho tuvieran su expresión eucológica.

Muchas misas traen a colación todas las calamidades de aquellos tiempos: las invasiones de los bárbaros, las dilapidaciones de los poderosos, las guerras encarnizadas, la opresión de la Iglesia y de su patrimonio, las calamidades públicas; de ahí las misas contra infestationem ty rannícam, contra invasores, contra persecutores Ecclesiae, in contentione, contra hussitas, contra pestem. Para implorar la protección divina contra las injusticias y abusos de toda suerte estaba la misa contra indices iniquos, y en los monasterios de los siglos IX a XI, la misa contra episcopos mole agentes, o simplemente contra malos episcopos, que recuerda las controversias en torno a la jurisdicción eclesiástica y los velámenes, no raros, que ciertos obispos, más soldados que obispos, el ercieron sobre los monjes. Hasta incluso en los variadísimos "juicios de Dios," la prueba iba siempre precedida de la misa votiva lustus es, Domine para que iustitiae non dominetur iniquitas.

A más de estas misas votivas con fines particulares, el Medievo tuvo predilección por otras en honor de aquellos santos que consideraba especializados para obtener de Dics ciertas gracias temporales. Así, gozaron en todas partes de gran crédito las misas de San Rafael y de los tres Reyes Magos, pro iimerantibus; la de San Roque, contra pestem et languorem epidemias; la de San Liborio, contra calculum; la del Beato Job, contra morbum gallicum, esto es, contra la sarna; la de San Segismundo, rey de Borgoña, contra la fiebre; la de Santa Sofía, contra las angustias y persecuciones; la de San Nicolás, en las estrecheces de la pobreza y en los peligros de mar y tierra; la de San José, esposo de la Virgen, contra injamiam malorum hominum, y otras dedicadas a varios santos juntos, como la de Patriarchis, en honor de todos los patriarcas del Antiguo Testamento; S. Michaelis et novem chorum angelorum, de quattuor Evangelistis, de viginti quattuor Senioribus, o los veinticuatro ancianos vistos por San Juan.

 

 

 

Misa Pontifical, Cantada o Solemne y Rezada.

El sacrificio de la misa, según la mayor o menor solemnidad de las ceremonias que le acompañan, recibe diversos nombres:

 

a) misa pontifical;

b) misa cantada o solemne;

c) mfsa privada o rezada.

 

Misa pontifical y concelebración.

Llámase pontifical la misa solemne oficiada por el obispo con la participación de los dignatarios de su clero y ante la comunidad de sus fieles. Esto de ser un rito comunitario, un acto corporativo, es su forma esencial; y tal fue la forma más antigua, pues el obispo, en calidad de jefe jerárquico de una determinada comunidad cristiana, celebraba la misa los domingos y días festivos rodeado de los sacerdotes, diáconos y clero inferior con la participación de todo el pueblo. Una nota característica de aquellas sinaxis litúrgicas, al par que expresión viva de la unidad del cuerpo místico realizada en la eucaristía, era el hecho de que los sacerdotes concelebraban con el obispo, es decir, concurrían corporativa y eficazmente con él a la consagración de la eucaristía.

A esta concelebración sacramental real y verdadera hacen alusión probablemente ya desde el siglo I, San Clemente Romano y San Ignacio de Antioquía. Puede ser un ejemplo el pasaje referido por San Ireneo, según el cual San Policarpo, al llegar a Roma por la cuestión de la Pascua, fue invitado por el papa Aniceto a concelebrar con él. Algún tiempo después, si hemos de creer a lo que muy confusamente narra el Líber pontificalis, el papa Ceferino (202-218) dispuso que los ministros sostuvieran una patena de vidrio para que consagraran el pan a cada uno de los sacerdotes participantes en el sumo sacrificio; todos, sin embargo, debían consagrar un mismo cáliz. La Tracirifo, por la misma época (218), alude claramente a una verdadera concelebración al decir que el obispo recién consagrado, imponiendo las manos cum omni presbítero sobre la oblata, pronuncia sobre ésta la solemne oración de la anáfora. La concelebración eucarística del obispo con su presbiterio debió de ser al principio la regla común; más tarde, con el aumento de los fieles, de los lugares de culto y de las consiguientes exigencias pastorales, fue preciso limitarla a una reducida categoría de sacerdotes menos ocupados y a ciertas solemnidades más importantes. En Roma, a principios del siglo V, los veinticinco presbíteros adscritos a los títulos o parroquias urbanas eran dispensados de concelebrar el domingo con el papa; quia die ipsa, propjter plebem sibi creditam, nobiscum convertiré non possunt, escribía el año 416 el papa Inocencio I. No obstante, a fin de salvaguardar el principio de la unidad jerárquica, simbolizada por el rito eucarístico, el papa mandaba a dichos sacerdotes, por medio de los acólitos, el fermentum, una partecita del pan por él consagrado, ut se a nostra communione, máxime illa die, non iudicent sepáralos. En tiempo de San Gregorio, la concelebración estaba en todo su vigor, pues él mismo cuenta haber invitado a concelebrar consigo mismo a unos legados bizantinos: missarum solemnia mecum celebrareiecí.

La concelebración no fue exclusiva de la iglesia de Roma. En Oriente, los documentos litúrgicos de los siglos IV y V la suponen con toda seguridad, por más que no tuviera la forma rigurosamente sacramental de la concelebración romana. En Nola, en el siglo V da fe de ella San Paulino. Más tarde, el apéndice del I OR da a entender que se practicaba la concelebración corrientemente en las iglesias occidentales: Episcopi, qui civitatibus praesident ut summus Pontifex, ita omnia peragunt. Es muy interesante a este propósito un marfil de la época carolingia que se conserva en Francfort; representa la escena de la concelebración. Un arzobispo, revestido de casulla y palio, de cara al pueblo y con las manos levantadas, está de pie junto al altar, sobre el cual se ven, a los lados, el evangeliario y el sacramentarlo, y en el centro, un cáliz con dos asas y una patena con tres oblatas. Delante del celebrante hay cinco sacerdotes de pie, vestidos asimismo con casulla y con las manos alzadas, en ademán de recitar juntamente con aquél las palabras del canon, cuyas primeras palabras Te igiiur... haec dona aparecen escritas sobre las páginas abiertas del sacramentarlo. La tradición de la concelebratio ha dejado huellas, a través de los tiempos, incluso hasta nuestros días.

80. Los ritos de la misa pontifical actual son esencialmente los mismos de la antigua misa papal, que describiremos en el capítulo siguiente, excepción hecha de algunos detalles propios exclusivamente de esta última, como, por ejemplo, la fracción desde la misma cátedra y otras pocas que han caído en desuso, como el cortejo procesional del introito, conservado, no obstante, en la Missa chrismalis del Jueves Santo. Todavía hoy el obispo cuando celebra de pontifical tiene el honor de los siete cirios, saluda, al entrar en la iglesia, al Santísimo en la capilla que lo conserva, besa al principio de la misa el libro de los Evangelios, es asistido, en su alta función de sumo sacerdote, por una selecta representación de su clero y preside, como en un tiempo, desde el trono la asamblea litúrgica en la parte no estrictamente sacrifical. También la función del diácono en la misa pontifical conserva el carácter distinguido y exclusivo que tenía el archidiácono de la misa papal. El diácono sólo, y no el subdiácono, puede subir al altar con el obispo en la misa pontifical.

 

La concepción eminentemente católica y unitaria que revelaba aquella misa del obispo, concelebrada con su clero ante el pueblo fiel y que constituía el alma y el vínculo de la parroquia episcopal, perdura todavía, con una realidad viva y operante, en la llamada misa parroquial que el párroco celebra cada domingo y día de fiesta pro populo, esto es, en unión y en provecho de los fieles a él confiados, siendo ella expresión de la fe que a todos une y hogar de la parroquia sacerdotal.

La misa parroquial no se diferencia de las otras misas en cuanto al ritual y al formulario; únicamente difiere por la predicación, a la que el párroco está obligado, y acaso también, bajo cierto aspecto, por las fórmulas de índole social y colectiva, las cuales sólo hallan su verdadero sentido en los labios del párroco, en cuanto jefe oficial de toda la familia parroquial, sed et cunctae familiae tuae, con él reunida en torno del altar.

Esta solidaridad de la parroquia con la liturgia aparece en toda la tradición cristiana, habiendo siempre constituido una de las bases de la organización eclesiástica. En los primeros siglos, cuando la vida religiosa se concentraba principalmente en la ciudad de la sede episcopal, todos los fieles debían asistir a la misa del obispo. San Ignacio de Antioquía y San Justino lo declaran expresamente desde el siglo II. Sin embargo, como fue preciso fundar iglesias rurales a distancia notable de la iglesia madre, el obispo mandó a ellas sacerdotes delegados suyos, provistos de los oportunos poderes, para que en su nombre gobernasen las nuevas comunidades. Pero como el altar fue el lazo de unión entre el obispo y los fieles de la parroquia episcopal urbana, también el altar siguió vinculando al párroco con los fieles de la parroquia rural. Desde el siglo VI los sínodos y concilios de todas las provincias eclesiásticas unánimemente exigen con severas sanciones que todos los fieles asistan a las funciones litúrgicas, y sobre todo a la misa dominical, en la propia parroquia. No se concebía de otro modo entonces la vida cristiana. Y porque les monjes por una parte, con sus iglesias monásticas, y los sacerdotes, por otra, con los oratorios privados, eran ocasión de que se rompiera tal disciplina, con perjuicio de la unidad litúrgica parroquial, vemos a los primeros amenazados con ser privados de toda jurisdicción en la diócesis, y a los otros, con la excomunión.

 

Misa cantada y solemne.

La Missa cantata se refiere a aquella forma de misa que celebra no el obispo, con la pompa oficial correspondiente, sino un simple sacerdote, en las iglesias urbanas secundarias o en las rurales ante un público más bien reducido y con la ayuda de algún clérigo. En un principio es de suponer que el celebrante contaría con la asistencia de un diácono y de un lector para la lectura de la epístola y del evangelio y los cantos ordinarios de la misa. El Ordo de San Pedro, en efecto (s. VII), insiste a fin de que el sacerdote, bien sea que celebre in civitatibus vel in vicis, swe dominicis seu cotidianis diebus... swe cum clero publice, vel etiam cum duobus aut unum ministrum, vel etiam si singulus sacrificium Deo obtulerit, no omita la antífona del introito y los demás cantos de la misa; sin embargo, aunque parece extraño, nada dice con respecto al gradual y ofertorio.

La Missa cantata, poco más o menos en la forma indicada, fue el servicio litúrgico dominical ordinario en las modestas iglesias rurales, las cuales ya antes de la paz, pero especialmente a partir de los siglos IV y V, se multiplicaron alrededor de la primitiva parroquia episcopal, circunscrita al ámbito de la ciudad.

San Cipriano en carta al clero de Cartago sanciona el decreto de excomunión que éste había dado contra el sacerdote de Didda y su diácono por haberse negado a seguir las normas establecidas relativas a los lapsi. Una inscripción hallada cerca de Grottaferrata, ad decimum de la vía Latina, recuerda, como adscritos a esta iglesia rural, un sacerdote, un diácono, un lector y un exorcista. Un concilio del siglo VI desea que el domingo se reúnan en la iglesia rural, junto al párroco, el diácono y los clérigos inferiores residentes en el distrito; naturalmente, para la misa dominical. El Ordo de San Amando, hablando de la primera misa que un nuevo sacerdote canta en la propia iglesia titular, dice que debe acompañar a éste un sacerdote paranimphus, el cual durante la misa stat a latere ipsius et legit evangelium in ambone. Todavía hoy la rúbrica del misal admite que para la misa cantada baste la presencia de un lector que lea la epístola.

La missa cantata más tarde (después del s. XI) se llamó también missa solemnis, porque, sobre todo en los monasterios, donde abundaba el clero, se añadió al personal litúrgico un subdiácono, que entre tanto había cobrado mayor importancia. La parte musical, después del impulso dado al canto por los carolingios, tuvo también un esplendor mayor que antes.

 

Misa rezada.

Huelga advertir que con el término misa rezada o privada se pretende sólo poner de relieve la forma ritual simple, sin canto, en contraposición a la solemnidad y pompa de la misa pontifical o solemne, pues de por sí el santo sacrificio, de cualquier manera que se celebre, reviste siempre un carácter intrínsecamente público, prescindiendo del marco ceremonial con que lo adorne la Iglesia.

La misa privada, o, más exactamente, el Sacrificium, esto es, el puro rito sacrifical, se remonta probablemente a los primeros siglos, si bien la simplicidad del ritual primitivo parece que la distinguía muy poco de la misa pública, salvo que la asistencia de fieles era menor y que faltaba toda la parte introductoria, la cual era esencialmente una sinaxis pública totalmente distinta del Sacrificium. Tertuliano, a la pregunta de cómo era posible celebrar el santo sacrificio durante la persecución (dominica solemnia), responde: Sí colligere interdiu non potes, habes noctem...; sit tibi et in tribus ecclesia; como si dijera: "Si de día no te es posible celebrar los santos misterios ante la asamblea de todos los hermanos, elige la noche; celebra privadamente la misa aun cuando no tengas contigo más que a dos o tres de ellos." Algo semejante escribía Dionisio de Alejandría. San Cipriano habla de las misas celebradas ante los confesores de la fe, detenidos en las cárceles, por un solo sacerdote, asistido por un diácono. También las misas pro dormitione celebradas en las sepulturas y en los aniversarios debían de ser privadas, así como también las — frecuentes en el siglo IV — que se decían in domiciliis, en los oratorios domésticos, para cuya disciplina intervinieron los concilios de aquel tiempo. Sabemos asi mismo con certeza que desde el siglo III se hallaba muy difundida la práctica de la celebración cotidiana de la misa, en Roma sobre todo y en África, no sólo por parte de los obispos, sino también de simples sacerdotes. Lo atestiguan San Cipriano, San Atanasio, Optato de Mileto, San Jerónimo, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo y San Agustín. Podemos conjeturar que se trataba de misas privadas, aunque la escasez de los datos históricos no permite excluir de tales liturgias diarias la intervención de un lector o de un diácono, así como el canto del canon por el celebrante y otros elementos de carácter publico.

Las misas privadas, en el sentido moderno de la palabra, comienzan a generalizarse hacia el siglo VII. Lo indican los numerosos formularios de las misas votivas contenidos en el gelasiano, y que reflejan otros tantos módulos de misas privadas, celebradas ya para satisfacer la piedad personal de los sacerdotes y monjes, ya para fomentar la piedad de los fieles, orientándola hacia sus intenciones particulares. Añádase, además, la práctica, cada vez más frecuente en las iglesias y monasterios, de decir la misa cada día e incluso varias veces al día; la introducción de un honorario o limosna por la misa; los compromisos que se estipulaban desde el siglo VIII entre los distintos monasterios para celebrar un cierto número de misas a la muerte de un hermano en religión; las fundaciones de misas por los difuntos, en la alta Edad Media. Este y otros factores contribuyeron a difundir el uso de las misas privadas, dichas ya con la asistencia de un clérigo y pocos o ningún oyente, ya también con la sola presencia del celebrante (misas solitarias).

Esta última práctica se hallada muy difundida sobre todo en los monasterios, hasta que a principios del siglo IX no pareció del todo regular, por el hecho de que la ausencia absoluta de fieles parecía privar de sentido a las fórmulas colectivas pronunciadas por el celebrante. Quomodo dicet "Dominas vobiscumn — observa el concilio de Maguncia (813) — vel "Sursum corda" admonebit habere... cum alius nemo cum eo sin." Este temor era infundado, pues la misa siempre tiene un carácter público intrínseco por disposición de la Iglesia; no obstante, la misa solitaria fue reprobada como un abuso, prescribiéndose la presencia al menos de uno o dos ministros. Estos, por tanto, no fueron considerados como substitutos del diácono y del subdiácono en la misa solemne, sino como circumstantes, auditores, para dar a las fórmulas un significado realista.

 

Divisiones de la Misa.

La división más antigua de la misa en su parte esencial y la que más frecuentemente repiten los liturgistas medievales es la expuesta por San Agustín: Sed eligo in his verbis hoc intelligere, quod omnis vel pene omnis frequentat Ecclesia, ut Precationes (la oración de los fieles) accipiamus dictas, quas facimus in celebratione Sacramentorum, antequam illud, uod est in mensa Domini, incipiat benedici; Orationes (el canon), cum benedicitur et sanctificatur et ad distribuendum comminuitur; quam totam petitionem ¡ere omnis ecclesia dominica oratione concludit... Interpellationes autem, sive, ut üestri códices habent, Postulaciones quní, cum populus benedicitur (bendición episcopal)... Qutbus peractis et particípate tanto sacramento, Gratiarum Actio (la postcomunio) cuneta concludit.

 

Los modernos, atendiendo al contenido de las dos partes que integran la misa, la dividen en:

 

a) misa didáctica;

b) misa sacrifical,

 

Efectivamente, en la primera parte, la Iglesia tiende principalmente a instruir y en la segunda celebra el santo sacrificio. Esta es la división que adoptamos en este tomo.

En cambio, considerando la clase de personas ante las que se celebraba la misa, se dividía ésta en:

 

a) misa de los catecúmenos;

b) misa de los fieles, ya que a la primera podían asistir también los no bautizados, mientras que a la segunda, solamente los fieles.

 

Esta división de la misa se encuentra por primera vez en Ivon de Chartres (1117), que escribe: Qui audiebat missam catechumenorum, subierfugiebat missam sacrameniorum. También Durando adopta esta división: Missae officium in duas principaliter dioiditur partes, videlicet in missam ca techumenorum et missam fidelium. Todavía usan esta división muchos escritores modernos, si bien ya no tiene sentido apenas, prestándose incluso a confusión, como si la misa de los catecúmenos no formara parte de la misa de los fieles.

Al tratar de la misa, la mayor parte de los liturgistas siguen un método analítico, es decir, explican cada una de las partes según el orden ritual en que se presentan; otros, en cambio, siguen un orden de analogía de la materia, tratando, por ejemplo, primero de las lecturas, luego de las oraciones, ceremonias, etc. Esta división sistemática tiene un fundamento real en la distinción de los antiguos libros litúrgicos, que quedaron después fundidos en el misal que hoy conocemos; no obstante, nos parece menos a propósito para la índole escolástica de nuestro manual. Así, pues, haremos este comentario a la misa siguiendo paso a paso sus dos partes principales — didáctica y sacrifical — según el tradicional método analítico.

 

 

2. Ceremonial de la Misa Pontifical Según los dos "Ordines" más Antiguos.

El esquema de la eucaristía dominical trazado por San Justino quedó como fundamento de los ordenamientos litúrgicos posteriores de todas las iglesias. Pero entre los siglos III y V se introdujeron en él bastantes elementos nuevos, de importancia secundaria, como la preparación de la oblata, la recitación de los dípticos, la ceremonia preliminar (introito), la acción de gracias después de la comunión, elementos que más que nada sirvieron para dar a la misa un atuendo más solemne y decorativo, en armonía con las condiciones ambientales de paz y prosperidad que entonces gozaba la Iglesia. En atención a la brevedad, preferimos pasar por alto aquí el detalle histórico de estos elementos, del ándolo para cuando hagamos el comentario a la misa actual.

Creemos, en cambio, oportuno, antes de iniciar este análisis históricolitúrgico, hacer la descripción de la misa solemne, tal como la celebraba el papa durante los siglos VII-VIII, según las rubricas de los dos Ordines romani más antiguos que se conservan, y que son el I OR (n. 421) y el Capitulare ecclesiastici Ordinis. El conocimiento de estas rúbricas ayuda poderosamente a esclarecer muchos puntos de la misa actual.

El I OR, como ya dijimos, aunque en su forma actual haya sido redactado después del papa Sergio (687-701), contiene partes bastante más antiguas, por lo cual los mejores liturgistas no dudan en ver en él un Ordo missae compilado conforme a una obra semejante de la época de San Gregorio Magno (+ 604), retocado después aquí y allá y acaso rehecho.

El Capitulare, llamado también Ordo de San Pedro, compuesto alrededor del año 680 o a principio del siglo VIII refleja, poco más o menos, la época misma del I OR, y, al igual que éste, contiene alguna disposición de un evidente arcaísmo. El P. Silva Tarouca lo considera obra de Juan, archicantor de San Pedro de Roma, enviado el 680 a Inglaterra por el papa Agatón.

 

Las Lecturas.

En la época del I OR ya había sido eliminada de la misa la lectura de las profecías; quedaban sólo dos lecturas: la epístola y el evangelio.

A este punto, un subdiácono sube al ambón con el leccionario (Apostolus) y lee un pasaje de la epístola ya determinado, sin que acompañe a la lectura ceremonia ninguna especial. Se lee el texto en latín naturalmente; pero, si el papa alguna vez lo disponía, a continuación otro subdiácono leía el texto griego. El I OR no hace mención de este detalle; sin embargo, no cabe duda de que la antigua tradición romana admitía en la misa de las grandes solemnidades, como la vigilia y fiesta de Pascua, Navidad, Pentecostés, las dos lenguas mencionadas en el canto de la epístola y del evangelio.

En el ambón, al subdiácono sucede el cantor solista, que debe ejecutar el salmo responsorial (gradual) con participación de la schola. Este es el momento más importante de la liturgia desde el punto de vista artístico, pues aquí los solistas hacían gala de sus voces selectas y bien disciplinadas, deteniéndose en los iubilus más complicados de la melodía, mientras toda la asamblea, clero y fieles, escuchaban sentados y en silencio.

Sigue la lectura del evangelio, circundada de una serie de ceremonias honoríficas. Hasta este momento, el evangeliario ha permanecido sobre el altar. La mesa consagrada, que antiguamente no toleraba ningún objeto ni aun sagrado, exceptuadas las oblatas, acoge el libro de los Evangelios, símbolo de Cristo. El diácono designado para la lectura evangélica va a besar los pies del pontífice, que lo bendice diciendo: Dominus sit in coree tuo et in labiis tuis; acto seguido se dirige al altar, besa el evangeliario, lo toma en las manos y, acompañado por dos acólitos con cirios encendidos y dos subdiáconos regionarios, que alimentan un incensario llevado por un tercer subdiácono, avanza procesionalmente hacia el ambón del evangelio. Al pie de la escaleta, uno de los subdiáconos le abre el libro; el diácono pone el dedo sobre el trozo que ha de leerse y, en subiendo al ambón, comienza la lectura.

Según el Ordo, no precede ninguna fórmula introductoria de saludo ni incensación del libro. El gesto de homenaje al evangeliario consiste en el incensario que lo acompaña siempre. Cuando el diácono ha terminado la lectura, bala del ambón, pasa el libro a un subdiácono, y éste, sosteniéndolo, apoyado al pecho, con las manos cubiertas por la planeia, lo da a besar al papa y a todos los miembros del clero allí presentes por orden de dignidad; por fin lo mete dentro de su capsa ut sigilletur. El papa saluda al diácono lector diciendo: Pax tibí.

El Ordo nada dice de la homilía, que ciertamente debía tener lugar en este memento. San Gregorio solía predicar al pueblo en todas las estaciones litúrgicas; las cuarenta homilías suyas que han llegado hasta nosotros contienen todavía la indicación de la basílica en la que fueron pronunciadas.

 

La Presentación de las Ofrendas.

El ofertorio se abre con el saludo del papa: Dominus vobiscum, seguido de la acostumbrada fórmula Oremus. Las oblaciones consistían en la ofrenda del pan y del vino para la consagración y para la comunión de todos o de la mayor parte de los asistentes. Cada cual llevaba su oblata de pan ácimo, hecha con una pequeñísima cantidad de harina y aplastada en forma de corona. Esta era únicamente la ofrenda del pueblo y del clero inferior; en cambio, los obispos, los sacerdotes, los diáconos y los seglares más pudientes ofrecían, además, unas ampollitas de vino llamadas amulae. El agua la ofrecían los cantores de La schola.

Los diáconos comienzan la ceremonia preparando el altar. Dos de ellos levantan el paño que lo cubre ordinariamente y extienden sobre la mesa el corporale, una especie de mantel que cubre toda la superficie. El Ordo de San Pedro dice exactamente diaconi interim altare vestiunt. El papa, asistido por el primero de los notarios y el primero de los defensores, desciende entonces de la cátedra, salutat altare, es decir, lo besa, y se dispone a recibirlas ofrendas de los fieles. Primero las de los hombres, príncipes o dignatarios, que se hallan en un recinto especial llamado senatorium. El vocablo era lo único que en el siglo VIII quedaba del antiguo senado, pues en lugar de los senadores, desaparecidos en el siglo VI sentábanse en el senatorium los miembros de la aristocracia romana. Según que el pontífice va recibiendo las ofrendas de los dignatarios seglares, las pasa al subdiácono regionario, que, a su vez, las entrega a otro subdiácono, el cual las recoge en una sábana o mantel sostenido por dos acólitos. Del mismo modo, el papa, pasando delante de la confesión, recibe la oblación de los dignatarios eclesiásticos, y luego, en la parte opuesta al senatorium, la de las matronas, nobilissimae matronae. Los frasquitos de vino los recoge el archidiácono, el cual los pasa al diácono, y éste vierte el líquido en un cáliz precioso y bastante capaz, que un subdiácono sostiene por las asas; cuando este cáliz va llenándose, un subdiácono lo vacía echándolo a otro cáliz ministerial (schyphus) llevado por un acólito. Las ofrendas del clero menor y pueblo no Las recibe el papa, sino el obispo de turno aquella semana.

El rito de La presentación de las ofrendas no se desarrolla en silencio. Apenas el papa desciende de la cátedra para iniciarlo, la señóla entona la antífona ad offertorium, cuyo texto es generalmente un versículo de salmo adaptado a la circunstancia, seguida de algunos versículos más del mismo salmo, intercalando después de cada uno la antífona. El número de los versículos varía según el mayor o menor tiempo que requiere la ceremonia del ofertorio. Cuando está para acabar, el papa hace señas a la schola para que termine, inclinans se paululum ad altare, respicit scholam, et an nuit ut sileant.

 

Terminada la ofrenda de los fieles, el papa vuelve a ocupar la cátedra y se lava las manos, haciendo lo mismo el archidiácono al acabar de recoger las ofrendas. Ahora es preciso seleccionarlas y disponerlas sobre la mesa. A una señal del pontífice, el archidiácono se acerca al altar; los subdiáconos regionarios hiñe inde le van pasando las obleas de los presentes y él las dispone sobre la mesa, componit altare, teniendo cuenta de la cantidad que será necesaria para la comunión. Hecho esto, vierte en el cáliz vacío puesto sobre el altar el vino de la amula presentada por el pontífice como oblación suya personal y el contenido de las amulae de los diáconos. El agua que ha de echarse al cáliz es la ofrecida por La schola. El archiparafonista ofrece al archidiácono una botellita, parte de la cual mezcla con el vino, trazando una cruz al tiempo de verterla.

Falta todavía la ofrenda del pan por parte del papa y del clero. En este momento, el pontífice desciende de la cátedra y se acerca al altar, donde recibe las ofrendas del sacerdote hebdomadario y de los diáconos, y en seguida también las propias, en número de dos, que le presenta el archidiácono en una patena, y que él mismo coloca sobre el altar. Nuestro Ordo no alude a otros gestos ni a oraciones de ninguna clase; en cambio, el de San Pedro observa que el papa, después de haber recibido la propia ofrenda, la levanta en sus manos y, con los ojos alzados al cielo, dice en secreto una oración, orat ad Deum secrete. Después coloca la ofrenda sobre el altar. El archidiácono acerca entonces el cáliz a la derecha de las obleas del papa, teniendo cuidado de manejarlo envolviendo las dos asas en un velo, cum offerturio, que luego del a en un extremo de la mesa sagrada.

El I OR no menciona aquí la oración secreta, de la cual hablan todos los sacramentarlos, y con la que el celebrante hace oficialmente la presentación de la oblata al Señor; ciertamente la supone. El Capitulare, en cambio, se refiere a ella de modo explícito: Inclinato vultu in terram, dicit orationem super oblationis (sic), ita ut nullus praeter Deum et ipsum audiat, nisi tantum "Per omnia saecula saecuíorum."

Con esto acaba el largo rito del ofertorio; la schola ha cesado de cantar; todos están de nuevo en su sitio. Los obispos y sacerdotes se hallan alrededor del papa, que mira de frente al pueblo; detrás de él están los siete diáconos, alineados en dos filas en ángulo agudo, disposita acre; los siete subdiáconos, por el contrario, se colocan entre el pueblo y el altar, vueltos de cara al pontífice, retro altare, aspicíentes ad pontificem; los acólitos con sus sacculi candidi están detrás de los diáconos. Uno de ellos a la derecha del altar, con las manos envueltas en un paño de lino que trae colgando de los hombros, y que está marcado con una hermosa cruz de seda policroma, sostiene la patena papal estrechándola contra el pecho.

 

La Consagración.

La oración consagratoria se abre con el tradicional diálogo del prefacio, al que responden los subdiáconos regionarios. A las palabras adorant dominationes inclinan todos la cabeza. El prefacio termina con el Sanctus, llamado "himno angélico" por el I OR, Mientras la schola ejecuta el canto, todo el clero asistente se inclina profundamente, permaneciendo en esta posición hasta el Nobis quoque peccatoribus. El papa, que también se ha inclinado al Sanctus, terminado el canto, se yergue y empieza el canon, intrat in cañonera; por tanto, él solo recita la gran plegaria. El Ordo de San Amando parece, sin duda, ser testimonio de una liturgia más arcaica al prescribir que, en determinadas fiestas de mayor solemnidad (Navidad, Epifanía, Sábado Santo, Pascua, lunes de Pascua, Ascensión, Pentecostés), a cada uno de los obispos y sacerdotes asistentes se le entreguen unos corporales y dos hostias para que las consagren a la vez que el papa. Es un resto de la antigua concelebración eucarística, lo mismo que la misa que todavía se celebra hoy con ocasión de la consagración de los obispos.

El obispo recita el canon en silencio. En el Ordo de San Pedro, en cambio, esta disciplina del silencio no es aún tan severa, ya que manda que se diga con una modulación melódica de voz un poco más bala que la del prefacio, de simili voce et melodía, ita ut a circumstantíbus altare tantum audiatur. Prosigue el canon normalmente, sólo que la elevación de la hostia y del cáliz no tiene lugar hasta el Per quem haec omnia. A estas palabras, el archidiácono, inclinado aún, se incorpora y con el velo ofertorial toma el cáliz por las asas y lo mantiene elevado delante del obispo hasta el final de la doxología. Entre tanto, el obispo, diciendo las palabras per ipsum et cum ipso et in ípso..., toca el cáliz con las hostias de su propia oblación, realizando así el rito de mostrar solemnemente al pueblo los dos elementos del único sacrificio.

Viene a continuación el Pater noster, puesto por San Gregorio inmediatamente después del canon y seguido del embolismo Libera nos... En cambio, la fracción tradicional del pan sagrado, la fractio, no tiene lugar en seguida, sino que se reserva para nacerlo después con mayor solemnidad.

 

 

3. El Ordinario de la Misa.

 

El Desarrollo Histórico del "Ordo Missae."

De cuanto llevamos dicho acerca de la misa, fácilmente podemos deducir cuáles han sido las fases sucesivas del rito sagrado, fases que constituyen, por usar una palabra técnica, el Ordo missae, el "ordinario de la misa."

El ordinario de la primera misa celebrada por Cristo, la Coena Dominica, se nos presenta en su expresión más simple:

 

Traída del pan a la mesa;

Consagración del pan;

Fracción;

Comunión.

Mezcla del vino en la copa ritual;

Consagración del vino;

Comunión.

 

Son las tres fases esenciales, que permanecerán invariablemente a través de los siglos, conforme al mandato del Maestro a los apóstoles: Hoc facite. En efecto, todas las liturgias las han conservado intactas.

En San Justino y en las otras fuentes del siglo II, el Ordo missae incorpora a los tres momentos fundamentales un nuevo elemento importante, aunque no esencial, la parte didáctica (misa de los catecúmenos), que, unida con la parte sacrifica propiamente dicha (misa de los fieles), forma un todo litúrgico completo. He aquí el esquema:

 

Parte didáctica:

Lecturas; Homilía;

Oración en común; Ósculo de paz.

 

Parte sacrifical:

Presentación del pan y del vino sobre la m&sa;

Plegaria consecratona;

Fracción del pan;

Comunión;

Colecta para los pobres.

 

Durante este segundo período de su historia, el ordinario de la misa presenta aún una trama esencialmente constructiva; los pocos elementos que lo componen tienen una función orgánica de primer orden, y la tendrán también en lo sucesivo.

 

Entre los siglos IV y V, el advenimiento de la paz para la Iglesia y la consiguiente reorganización del culto dan origen a una de las épocas más productivas y brillantes de la historia litúrgica. La misa romana, por iniciativa propia y por influjos orientales, introduce nuevos elementos en su Ordo, a saber:

 

a) la solemne presentación de las ofrendas por parte de los fieles, seguida de la lectura del nombre de los oferentes (dípticos);

b) el canto de la primera parte de la plegaria consecratoria; canto que, alterando parcialmente la línea tradicional de ésta, ha dado autonomía a un nuevo elemento del Ordo, el prefacio;

c) los cantos que sirven de adorno al introito, al ofertorio y a la comunión;

d) las primeras fórmulas variables, en correspondencia con la fiesta o misterio del día: collecta, oratio post evangelium, secreta, postcommunio, oratio super populum,

 

Asimismo, al final del mismo período, dos de los antiguos elementos del Ordo sufren un desplazamiento importante, pues la oración de los fieles (oratio fidelium) viene anticipada al principio de la misa y la lista de los nombres a recordar (dípticos) se inserta definitivamente en el canon.

Indudablemente, este conjunto de factores nuevos contribuyeron a dar a la misa mayor variedad y, sobre todo, un marco ritual de brillantez innegable. El Ordo de finales del siglo V no presenta únicamente líneas arquitectónicas, sino que aparece como un magnífico edificio que permanecerá casi intacto a través de los siglos sucesivos.

Para comprender, sin embargo, la íntima estructura de este edificio, es necesario distinguir entre la parte ceremonial y la parte eucológica de la misa.

 

En este esquema se ve cómo, a partir del siglo VIII, el desarrollo eucológico del ordinario se ha concentrado sobre todo en torno a tres momentos, o, como dice Batiffol, en torno a tres zonas de la misa: la introducción, el ofertorio y la comunión. Se encuentra, sí, en los sacramentarlos alguna que otra fórmula para el Sanctus o el Memento, injertada, por tanto, en la gran oración eucarística, pero son casos excepcionales. Por regla general, las oraciones añadidas al bloque de las antiguas son un elemento adventicio, que ha respetado la integridad substancial de la misa, situándose por eso allí donde comienzan y acaban sus dos partes principales.

En cuanto al carácter de tales fórmulas, podemos decir que, en general, se presentan como una especie de confesión o acusación que el sacerdote hace delante de Dios para excusarse del atrevimiento de celebrar tan altos misterios, y, por tanto, como una protesta de indignidad por causa de los propios pecados, que genérica o específicamente se indican. De aquí el nombre propio de apologías con que se designan estas oraciones, así como los genéricos de excusatio ante altare, confessio peccatoris, indulgentia que se encuentran en los libros litúrgicos. Algunas veces son atribuidas a algún santo: Oratio S. Augustini, S. Ambrosii, S. Isidori, etc.

Las apologías, siendo expresión de los sentimientos personales que, justamente por lo demás, animan al sacerdote en determinados momentos de la misa, se dicen en singular, en voz baja, con la frente inclinada y las manos juntas, sin que la asamblea atienda a ellas; se dirigen a Cristo o a la Santísima Trinidad, no tienen una finalidad consistente en sí misma, sino que las más de las veces tienden a comentar con una fórmula, un gesto o una ceremonia litúrgica, o a entretener piadosamente al sacerdote durante el canto de la schola; elementos todos que contrastan abiertamente con lo que era la costumbre litúrgica de la Iglesia antigua. Desde el punto de vista literario, las apologías no tienen mucho valor; son casi siempre un conglomerado de textos bíblicos o litúrgicos, especialmente de colectas, adaptándolos para uso del sacerdote en forma de actos de humildad o de contrición. Por esto se ve lo lejos que están de la originalidad y conceptuosidad de las oraciones propias del antiguo Ordo missae leoniano y gregoriano; en efecto, provienen en su mayor parte de la liturgia galicana. Sin embargo, y como compensación, han aportado al ritual de Roma un verdadero patrimonio de fórmulas, menos elevadas de pensamiento, pero ricas de imaginación y sentimiento, que en su sencillez quizá eran más acomodadas a la inteligencia y gusto del pueblo.

Todavía hoy las apologías conservan oficialmente su carácter privado. Mientras el celebrante recita con los ministros las oraciones al pie del altar, la schola prescinde totalmente de ellas, cantando el salmo del introito. Lo mismo hace al ofertorio: ejecuta el propio canto independientemente de las apologías que recita el sacerdote, mientras la asamblea permanece sentada, como muda espectadora de la escena litúrgica.

 

El Origen del "Ordo Missae" Medieval.

Los diversos grupos de apologías que constituyen principalmente la aportación medieval al ordinario de la misa han nacido en el clima de la misa privada.

La misa privada estuvo en uso en la Iglesia desde la más remota antigüedad. Ya San Ignacio de Antioquía habla de eucaristías privadas. Eran entonces casos esporádicos, que poco a poco, por la evolución natural del culto, fueron multiplicándose, tanto que en el siglo IV hubo de intervenir la legislación eclesiástica para reglamentar la celebración in domiciliis. Normalmente, en la Iglesia antigua, los sacerdotes de la ciudad episcopal concelebraban en los días festivos con el propio obispo, como hacían en Roma los obispos concelebrantes con el papa. En las iglesias rurales, la misa era celebrada por el sacerdote titular, con asistencia de un diácono, un lector y clérigos menores. En Oriente, ambos sistemas se han mantenido hasta el presente, de suerte que no existe allí una celebración eucarística privada del tipo de nuestra misa rezada.

Pero en Occidente (no en el Oriente), a partir del siglo VII, el uso de celebrar en privado crece rápidamente. A ello contribuyeron, por una parte, los contratos estipulados entre las grandes comunidades monásticas de ofrecer un determinado número de misas en sufragio del alma de algún monje difunto (cesa que era muy frecuente); por otra parte, el hecho de que se comenzara a dar un honorario por la misa aplicada a una intención particular (misas votivas); y, por último, la práctica de celebrar misa no ya cada día, sino varias veces al día, por pura devoción.

Este multiplicarse la celebración tuvo, como ya dijimos, consecuencias litúrgicas importantes, porque obligó a simplificar en muchos puntos el ritual, por adaptarlo a las modestas exigencias de una función privada; hizo además que poco a poco fueran reuniéndose en un solo libro — llamado misal plenario — todos aquellos textos que hasta entonces se contenían en diversos libros, reservados a los diferentes ministros y al coro, obligando al celebrante a leerlos todos; pero sobre todo fue ocasión y estímulo para que la piedad del sacerdote, no satisfecha con las oraciones tradicionales, se tomara la libertad y el gusto de añadir otras nuevas, todas privadas y personales, que son las apologías.

A este propósito hay que tener en cuenta la disciplina litúrgica de aquel tiempo, que consentía el que, al margen de las líneas generales y. clásicas de la misa, se agregaran textos varios a gusto del celebrante, según los tipos diversos que corrían por las iglesias y los monasterios.