El Año Litúrgico.

 

1. Preliminares.

 

El Ciclo del Tiempo y el Ciclo de los Santos.

Dos son las principales obras con las cuales Dios ha manifestado a los hombres su omnipotencia y su bondad: la creación y la redención. La Iglesia le alaba por ellas, conmemorándolas incesantemente en su liturgia; la creación, con el servicio eucológico semanal, cantado admirablemente en los himnos vespertinos de San Gregorio; la redención, con el ciclo anual del tiempo, que se desarrolla desde la primera dominica de Adviento hasta la última dominica después de Pentecostés, evocando sucesivamente todos los misterios de la vida de Cristo: su nacimiento, sus epifanías, su actividad apostólica, su pasión y muerte, su resurrección, su vuelta al Padre, la venida del Espíritu Paráclito, mandado por El para fecundar su Iglesia. El ciclo semanal tiene, por tanto, un carácter eminentemente trinitario, mientras el anual es preferentemente soteriológico y escatológico; uno y otro, sin embargo, tienen concretamente por objeto a Dios en sus manifestaciones de poder y de amor.

Este carácter del año litúrgico, de ser memorial de las obras de Dios y de los misterios de Cristo, se remonta a sus mismos orígenes, porque fue impuesto por Cristo a su Iglesia. Cristo mismo mandó a los apóstoles que la celebración eucarística fuese reproducción y recordatorio de lo que El había hecho. En efecto, el marco de tiempo, lugar y rito en el cual fue celebrada desde la primera generación cristiana está calcado en la cena dominical. La dominica nace como conmemoración semanal del gran día de la resurrección de Cristo, y el primer núcleo del año litúrgico está constituido por la reproducción de lo que Cristo hizo en su pasión, muerte y resurrección: la Pascha crucifixíonis y la Pascha resurrectionis. Era el misterio fundamental de la nueva fe, al cual se asoció en seguida, en la liturgia, el de Pentecostés; eran dos puntos luminosos de historia reciente que se unían y completaban mutuamente; recuerdo ciertamente de antiguas fiestas hebraicas, pero ya reabsorbidas en un significado y contenido radicalmente diverso.

La solemnidad pascual era demasiado grande para no exigir una preparación; prolongada, después, en los cincuenta días de alegría hasta Pentecostés, reclamaba necesariamente un contrapunto adecuado. Y he aquí que surge (s. II-IV) un período de preparación a la Pascua de carácter penitencial, que, de pocos días en un principio, se extendió, poco a poco, a una, tres, seis semanas (Cuaresma), y, finalmente, a tres dominicas precuaresmales.

Entre tanto, los grandes debates cristológicos que agitaron la Iglesia en el siglo IV contribuían a hacer resaltar mejor también en la liturgia los misterios que afectan a la persona de Cristo. Vemos así introducirse en Roma y en Oriente, si bien en días distintos, la fiesta de Navidad con sus tres epifanías (los Magos, el bautismo en el Jordán, las bodas de Cana), que rápidamente adquirió difusión y prestigio, y, a semejanza de la Pascua, se enriqueció con un período preparatorio (Adviento, s. V-VI) y más tarde, con el Ipapante, de una cuadragésima conclusiva. Encontramos, por tanto, ya en el siglo VI, esencialmente organizados los dos grandes ciclos litúrgicos, pascual y natalicio, que constituirán en adelante los dos polos en torno a los cuales gravitará el conjunto de las fiestas universalmente celebradas en la Iglesia católica.

En tiempos más cercanos a nosotros fueron instituidas otras solemnidades, preferentemente de carácter cristológico, como la Trinidad, el Nombre de Jesús, el Corpus Christi, el Sagrado Corazón, la Preciosísima Sangre, Cristo Rey; pero, aunque adquirieron rango de importancia, todos fueron engastados en los dos ciclos dichos y subordinados a ellos.

2. En torno a ellos, y sirviéndose de ellos como de fondo, comienza a brillar ya desde el siglo II, con las primeras conmemoraciones de los mártires, otro ciclo, el ciclo hagiográfico o de los santos. Pero, en verdad, la esperanza de una resurrección gloriosa, de la cual la resurrección de Cristo había sido el prototipo, asoció en seguida el concepto de la deposítio de los difuntos, y en especial de los mártires, a aquel de la solemnidad dominical; de suerte que San Ignacio de Atioquía escribe a los romanos que no desea ya otra cosa sino morir y que el anuncio de su martirio les llegue antes de la ofrenda del divino sacrificio, a fin de que todos a una puedan dar gracias al Señor por haber ensalzado al obispo de Siria al cielo de su ciudad.

El culto litúrgico de los mártires, que fue el primer anillo del ciclo hagiográfico fue en un principio unido con la liturgia funeraria de las catacumbas. Lo comprueban todos los datos contenidos en los antiguos calendarios, comenzando por el feríale filocaliano; no hay que maravillarse, por tanto, si durante mucho tiempo su culto conservó los caracteres de ella. La celebración de las fiestas de los mártires y después las de los santos obispos que habían ilustrado la propia sede era totalmente local, es decir, restringida a las memorias erigidas sobre sus sepulcros. En Roma, por ejemplo, fuera del cementerio de Calixto o de Priscila, cuando se celebraba el aniversario de algún mártir, la fiesta no tenía ninguna expresión litúrgica; de forma que mientras los devotos se agrupaban fuera del promerium para tomar parte en la solemnidad cementerial, el clero dedicado al servicio de los títulos urbanos continuaba en ellos la celebración de los oficios divinos según el acostumbrado ciclo hebdomadario.

Sucesivamente (s. VII-VIII), al multiplicarse los altares dedicados a los mártires y a los santos confesores, que guardaban sus reliquias, también sus fiestas se multiplicaron y se extendieron; la reforma litúrgica carolingia (s. IX).

 

La repartición de las fiestas litúrgicas según los varios ciclos arriba mencionados es más bien de orden descriptivo o didáctico. En realidad, el ciclo litúrgico es uno solo: la Pascua. En efecto, el ciclo de la encarnación (Navidad), así en el plan de la Providencia como en el pensamiento de la Iglesia, está subordinado al ciclo de la resurrección (Pascua). El Hijo de Dios se ha hecho hombre para redimirnos: propter nos et propter nostram salutem. Las fiestas de la Virgen y de los santos no están separadas de aquel ciclo cristológico, sino que forman parte integrante de él, ya que el sacrificio cruento sufrido por los mártires y el sacrificio incruento de los confesores está esbozado en torno a la pasión de Cristo; no la pasión histórica, se entiende, sino aquella que se desarrolla y se perpetúa en la Iglesia a través del misterio redentor de la misa.

 

El año litúrgico en la Iglesia Oriental.

El año litúrgico de la Iglesia oriental concuerda substancialmente con el de la Iglesia latina; pero en los detalles se pueden observar muchas y sensibles diferencias, debidas al largo y diverso desenvolvimiento histórico que les imprimió el ambiente bizantino a la índole de los diversos pueblos y, sobre todo, a la menor influencia litúrgica de la Iglesia de Roma. Es muy oportuno, por tanto, dar una idea, al menos detallada, de él, eligiendo como tipo de comparación el rito actual de la Iglesia griega o bizantina, que entre todos los ritos de Oriente, es el que más vasta zona de difusión ha alcanzado y se sigue en las parroquias ítalo-griegas da Calabria y Sicilia.

Los griegos comienzan el cómputo de su calendario eclesiástico con el 1 de septiembre, tenido por ellos come el día en que fue creado el tiempo, y en el cual Jesús, en la sinagoga de Cafarnaúm, dio comienzo a su actividad apostólica. En la semana conservan los días feriales tradicionales del miércoles y del viernes, en los cuales rige siempre la obligación de la abstinencia; en cambio, el sábado tiene carácter festivo, con exclusión del ayuno también en Cuaresma, excepto el Sábado Santo.

 

Todas las fiestas están inscritas en dos grandes ciclos anuales:

A) Ciclo del tiempo, con la Pascua en el centro.

B) Ciclo de los santos.

 

Ciclo del tiempo.

El ciclo temporal o dominical está dividido en tres secciones, que toman el nombre de los libros en que se contienen los oficios:

Triodon, que comprende una serie de cuatro semanas precuaresmales y otra de seis cuaresmales hasta el Sábado Santo. En particular, en la primera (dominica publican et pharisaei, del evangelio del día) se anuncia la próxima Cuaresma; en la segunda (dominica filii prodigi) se suprime el alleluia; en la tercera (dominica carnis privii), desde el lunes está prohibido el uso de la carne y comienza el ayuno. En efecto, desde este lunes hasta Pascua se cuentan cincuenta y seis días, de los cuales, quitando los domingos y sábados, quedan precisamente cuarenta días; en la cuarta (dominica casei) queda prohibido también el uso del queso. Es ésta una característica del rito bizantino que no se encuentra en otros ritos orientales.

De las seis dominicas de Cuaresma, la primera (dominica orthodoxiae) conmemora el triunfo de la verdadera fe, obtenido con la rehabilitación del culto a las sagradas imágenes, sancionado en el 842 por el sínodo de Constantinopla; la tercera (dominica crucis adoratio) celebra una solemne adoración de la cruz (igual a la que se hace el Viernes Santo entre los latinos), a fin de que los fieles se estimulen a proseguir en las austeridades cuaresmales; la cuarta se dedica al Santo Padre Juan Clímaco, el más popular de los ascetas orientales, del cual se comienza a leer en los monasterios el famoso tratado Κλίμαξ (scala), o Scala paradisi. Durante esta semana, que corresponde a la mediana entre los latinos, el jueves los griegos cantan el prolijo "gran canon penitencial," de San Andrés Cretense (+ 740), compuesto de 250 troparios e intercalado con otras mil postraciones; después, en la noche del sábado, se canta el célebre himno Acathisto (de α-καθνζο), porque se dice de pie), en honor de Marνa Santísima, atribuido al patriarca Sergio, pero más probablemente obra de San Romano, el gran himnógrafo del Oriente. La quinta conmemora a Santa María Egipcíaca, modelo de penitentes; mientras el sábado sucesivo está dedicado a la fiesta de Lázaro resucitado, de la cual habla ya la Peregrinatio.

Con la sexta (dominica palmarum) comienza la santa y grande semana, celebrada por los Padres ya desde el siglo IV, durante la cual el jueves, viernes, llamado la "gran parasceve," y sábado se conmemoran y celebran, como entre nosotros, los misterios de la pasión y muerte del Señor, comenzando por el lavatorio de los pies hecho en la última cena. En particular aparecen como propias de los griegos:

a) La solemne pannuchia, celebrada la noche del jueves al viernes, llamada vigilia sacrarum passionum porque en ella se leen las narraciones de la pasión escritas por los cuatro evangelistas, concordadas en una sola, subdividida en doce grandes perícopas; está intercalada por largas oraciones y por el canto de conmovedores troparios. El rito estaba ya en vigor durante el siglo VII.

b) La procesión que se hace durante la noche del viernes al sábado en honor de Jesús muerto, cuya imagen, depositada entre flores sobre una urna, es llevada triunfalmente por las calles de la ciudad, honrada con muchas luces y por el canto del salmo 118, Beati immaculaÍi in via, a cada versículo del cual se introduce un tropario.

c) La grande y luminosa vigilia de Pascua, que se prolonga por medio de oraciones y lecturas hasta la aurora, que es cuando el sacerdote, apareciendo en la puerta especiosa del iconostasio y teniendo el evangeliario sobre el pecho, anuncia al pueblo la resurrección. Después de esto besan todos la cruz esculpida en la cubierta del libro santo y se dan alegres y contentos el beso de paz, diciendo: Christus surrexit; a lo que se contesta: Surrexit veré.

 

Penfecostarion (πεντεκωσταριον) que comprende los oficios de la quincuagésima pascual, es decir, desde el día de Pascua hasta la octava de Pentecostés. De un modo especial en la dominica de Pascua, la reina de todas las fiestas, los griegos cantan solemnemente, período por período, el comienzo del evangelio de San Juan, repitiendo cada período en varias lenguas. La solemnidad de Pentecostés termina por la tarde con un oficio penitencial, destinado a expiar los abusos cometidos durante el período de la alegría pascual. La siguiente dominica, día de la octava, se destina para la fiesta de Todos los Santos, que corresponde a la nuestra del 1° de noviembre.

 

Ochtoecos (οκτώηχος, de ήχος, tono musical). Es el libro que contiene los oficios o cαnones del canto, los cuales se suceden desde el segundo domingo después de Pentecostés hasta el nuevo comienzo del Tríodzon, dispuestos según los ocho tonos melódicos eclesiásticos, de forma que, terminada la serie, se vuelve a comenzar desde el principio se atribuyen a San Juan Damasceno (+ 749); pero más bien que autor parece que fue el reformador. El Ochtoecos propiamente dicho contiene solamente el oficio de la dominica; para los oficios feriales de la semana, que se regulan y siguen el mismo tono dominical, es preciso echar mano de un libro suplementario, el Paraclético, cuya organización definitiva se debe a José el Himnógrafo (+ 833), monje de Constantinopla. Los oficios divinos dominicales que se encuentran entre la octava de Pentecostés y la fiesta de la Exaltación de la Cruz toman siempre la perícopa evangélica del evangelio de San Mateo, y se llaman por eso oficios de San Mateo; sin embargo, las que van desde la fiesta de la Cruz hasta el primer domingo precuaresmal (Triodion) llevan el texto de San Lucas (dominicas de San Lucas).

El período litúrgico del Ochtoecos es el que tiene menos fiestas de tiempo, y éstas son las que celebra la liturgia romana. Se deben, sin embargo, notar algunas diferencias particulares.

a) La fiesta de la Universalis Exaltatio venerandae et vivifícete Crucis (14 de septiembre), de las más solemnes entre los griegos, celebrada en Oriente desde la mitad del siglo IV, precedida y seguida de un oficio dominical, que sirve para encuadrar la solemnidad. En esta fiesta, lo mismo que en el oficio dominical de la Adoración de la Cruz (III de Cuaresma), se acostumbra a llevar triunfalmente en procesión el símbolo de la Cruz colocado sobre unas andas, cubiertas de follaje y de flores, que se distribuyen después a los fieles, que los conservan como un sacramental.

b) La fiesta de Navidad (25 de diciembre) no tiene un período de preparación litúrgica al estilo de nuestro Adviento; solamente en los dos oficios dominicales anteriores se conmemoran todos los santos profetas y padres del Antiguo Testamento que han profetizado y esperado al Cristo futuro. En compensación se introdujo, desde el siglo VIII en adelante, la observancia de un ayuno mitigado de cuarenta días (llamado por esto Cuaresma, como el de Pascua), que comienza el 15 de noviembre y termina el 24 de diciembre. La fiesta de Navidad celebra dos misterios distintos: el nacimiento de Jesús, conmemorado en el oficio nocturno, y la adoración de los Magos, en el oficio diurno. El 26 de diciembre se hace una especial conmemoración de la Virgen Madre de Dios y de San José, conforme a la costumbre griega de recordar al día siguiente de ciertas grandes solemnidades los santos personajes que tomaron parte en ellas.

c) La fiesta de la Epifanía (6 de enero) mira exclusivamente a exaltar la divina manifestación de Cristo en su bautismo del Jordán. Es llamada por San Gregorio Nacianceno sancta luminum dies porque en la noche anterior tenía lugar la solemne bendición del agua y el bautismo de los catecúmenos. La bendición del agua, posiblemente de río, lago o estanque, tiene lugar todavía hoy la tarde de la vigilia, como prescribió ya desde el siglo V Pedro Fullón, patriarca de Antioquía, usando una magnífica fórmula, atribuida a San Sofronio de Jerusalén (c.650), pero que probablemente es, en gran parte, anterior a él. Terminado el rito, todos se proveen de ella y la usan como agua bendita. Al 7 de enero sigue una memoria, Sancti et gloriosi prophetae et praecursoris lohannis Baptistae.

d) La fiesta del Ipapante (2 de febrero; de ιπαπαντή, occursus) no tiene el carácter mariano de la liturgia romana, sino que está toda dedicada al encuentro de Jesús con Simeón y Ana en el templo; la conmemoración de estos dos santos ancianos sigue inmediatamente al 3 de febrero.

 

Ciclo de los santos.

La Santísima Virgen, Madre de Dios (Θεοτσκος), goza de amplνsimo culto litúrgico entre los griegos, que festejan los acontecimientos principales de su vida (εορται Θεομητορικαι), y de manera más solemne, la asunción al cielo (15 de agosto), que titulan Dormítio SS. gloriosae Dominae nosirae Deiparae semper virginis Mariae, a la que precede un ayuno de dos semanas. Otra fiesta mariana muy importante, que se celebra el 2 de julio, es la Depositio pretiosae vestís SS. Dominae nostrae Deiparae in Blachernis, famoso santuario, construido en el siglo V, cerca de Constantinopla.

En cuanto a las fiestas de los santos, es de notar que el calendario bizantino señala en rada día del año la memoria de varios santos, la mayor parte de origen oriental, entre los cuales todos los profetas y los hombres más representativos del Antiguo Testamento; faltan, por tanto, en absoluto los días llamados de ea. En particular: a) La festividad de los santos apóstoles Pedro y Pablo; los corifeos, 29 de junio, equiparada al rango de las fiestas mayores y precedida de un ayuno de variable duración, que va del lunes después de la octava de Pentecostés hasta el 28 de junio, b) El 4 de enero se celebraba colectivamente la fiesta de los 72 discípulos del Señor, que en los libros litúrgicos griegos son todos llamados apóstoles; los doce, sin embargo, forman una serie más distinguida, y sus iconos, por regla general, son venerados encima de las puertas de los iconostasios alrededor de los del Salvador y de la Santísima Virgen. c) La fiesta de Todos los Santos, mártires o no, se celebra en la dominica octava de Pentecostés, d) En un oficio dominical de julio son conmemorados los Santos Padres que tomaron parte en los seis primeros grandes concilios ecuménicos, y en otra de octubre, los Santos Padres del Vil concilio ecuménico, celebrado en Nicea en el 754, en el cual fueron condenados los iconoclastas y fue restablecido el culto de las sagradas imágenes, e) La conmemoración de Todos los Fieles Difuntos se celebra en el sábado del oficio dominical precuaresmal, y una segunda vez el sábado vigilia de Pentecostés, llamado por eso el "sábado de las almas." En estos días, como asimismo con ocasión de las sepulturas, tiene lugar la bendición de los colivi, que después se distribuyen a los fieles y a los que participan en el funeral.

La tarde anterior a las principales solemnidades, al final de la procesión que tiene lugar en el interior de la iglesia, después de las primeras vísperas, el celebrante bendice cinco panes pequeños, en memoria de la multiplicación de los panes realizada por Cristo en el desierto, junto con un poco de trigo, vino y aceite, que recuerdan la pequeña refección que acostumbraban a tomar los fieles antes de las velas nocturnas. En efecto, en Rusia esta bendición va seguida inmediatamente de los maitines y laudes, que los griegos, por el contrario, recitan la mañana misma de la fiesta. Durante el canto de maitines se expone el icono de la fiesta que se celebra y el celebrante con un pincelillo hace sobre las frentes de cada uno una unción con aceite bendecido anteriormente. Después todos besan el evangeliario, la mano del sacerdote y reciben como sacramental un trozo de pan bendito.

 

Finalidad Sobrenatural del Año Litúrgico.

La Iglesia compuso laboriosamente a través de los siglos y compone hoy en día las propias fiestas, según frase de Tertuliano, con la misma finalidad que ha presidido el surgir y el organizarse del primer núcleo festivo. Los misterios de la vida de Cristo, junto con las gestas de los santos, que fueron sus más fieles imitadores, son para ella como un memorial, al cual todo cristiano debe constantemente atender para realizar con Cristo y por Cristo la propia formación sobrenatural. El año litúrgico no quiere ser, por tanto, una simple reevocación histórica de los hechos de la redención, ni siquiera una gloriosa reseña de heroicas figuras de santos. Más que una página de historia, es una página de vida; de aquella vida divina para darnos la cual Cristo vino a la tierra: Ut vitam habeant et abundantíus habeant.

Mas para que esto se realice es necesario establecer contacto entre Cristo santificador y sus fieles. Este contacto vivo y vivificante fue establecido desde un principio por la Iglesia en la misa y en los sacramentos.

El Cristo que se reproduce en la santa misa y se ofrece en el altar es el Cristo de la encarnación en el seno de la Virgen, del nacimiento en Belén, de la vida escondida en Nazaret; el mismo Jesús que en el cenáculo instituyó la eucaristía; que sufrió, murió y resucitó y que subió al cielo y que allá arriba junto al Padre perpetúa su sacerdocio. He aquí por qué en las varias solemnidades del año, excepto en el oficio y en el prefacio diriascálico propio del día, es siempre y sobre todo la misa la que sirve para celebrar los misterios de Cristo y los aniversarios de sus santos. De igual manera, sea que la Iglesia celebre las múltiples fiestas marianas, sea la consagración de sus sacerdotes y las bendiciones nupciales sobre los nuevos esposos, es siempre el sacrificio eucarístico el que constituye el rito central de la solemnidad, ya que por los méritos de la cruz y de la plenitud de, la gracia que hay en Cristo cabeza afluye todo carisma al organismo todo de la Iglesia, que es precisamente su cuerpo místico, su verdadero pleroma, como la llama el Apóstol. Esta unión de los cristianos a Cristo está bellamente expresada en la liturgia, que de cada altar hace una especie de tumba, donde bajo la mesa palpitan los huesos de los mártires, a fin de que asocien la humillación de su sacrificio capital a la pasión del Señor.

De esta forma, la liturgia de los santos no resulta una liturgia colateral, sino que se une y se injerta toda en la divina liturgia de los misterios de Cristo. En la única liturgia cristiana revive Cristo: Cristo-Cabeza en la celebración de sus misterios redentores; Cristo-Cuerpo en la celebración de la liturgia santoral. En aquéllos, Cristo comunica a la Iglesia su vida; en ésta, la Iglesia ofrece por Cristo al Padre la santidad que ha recibido de su Esposo.

Después, nada hay tan en función de los misterios de Cristo celebrados y revividos en el ciclo litúrgico como los sacramentos, efectiva comunicación vital del alma al gran misterio de la gracia, dada por Cristo en la encarnación y participada a través de las siete arterias sacramentales. La liturgia de los sacramentos se ha derivado, incluso históricamente, del año eclesiástico, y ninguno ignora la íntima conexión del bautismo y de la eucaristía con el misterio pascual, de las órdenes sagradas con las témporas, de la consagración de los óleos sacramentales con el Jueves Santo, de la penitencia con el miércoles de Ceniza y el Jueves Santo, del catecumenado con la Cuaresma, etc. Es decir, la Iglesia no separa los sacramentos de los misterios de Cristo revividos en el ciclo litúrgico, sino que están vinculados esencialmente y llevan su virtud santificadora a las almas.

 

La escatología litúrgica.

El estudio sistemático del año eclesiástico y de las fiestas de los santos, esto es, por decirlo con término técnico, de la eortología cristiana (de εορτή, fiesta), en su significado originario y en su desarrollo histórico en las varias iglesias del Oriente y del Occidente, es, sobre todo, una contribución de la ciencia histórica moderna, iniciada por los grandes liturgistas de los siglos XVI-XVII y más recientemente ampliada y profundizada por las investigaciones de la liturgia contemporánea.

 

 

2. El Ciclo Semanal.

La semana, verdadera célula del año eclesiástico, ha formado el más antiguo ciclo litúrgico. La Iglesia primitiva, recibiéndola como una institución sagrada de la Sinagoga, retiene en líneas generales, es cierto, determinadas observancias (ayuno en las ferias, reposo y servicio litúrgico el día de la fiesta); pero desde el principio transformó substancialmente el carácter y los objetivos, convirtiéndola en una institución cristiana con la conmemoración y celebración semanal de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

 

El Domingo.

El término domingo (dominica dies, κυριακή ημερα = dνa del Señor) para designar el día que sucede al sábado y el primer día de la semana se encuentra va al final del siglo I en la Didaché: die dominica autem convenientes... y en el Apocalipsis de San Juan: Fui in spiritu in dominica die. En los otros escritos neotestamentarios y subapostólicos, el domingo es indicado ya con las perífrasis prima (dies) sabbati, una sabbati, dies octava, o bien con el apelativo pagano de dies solis.

Sobre el origen del domingo, es decir, cuándo y cómo la prima sabbati llegó a ser el día por excelencia del culto litúrgico cristiano, no tenemos datos precisos. Probablemente esto tuvo lugar muy pronto. La primera Carta a los Corintios, escrita alrededor del año 56 d.C., y el episodio de Tróade, que tuvo lugar dos o tres años después, hacen pensar que en la mitad del siglo I en Grecia, Galacia y Bitinia, y consiguientemente en Palestina y en Siria, la sinaxis dominical fuese ya una institución consuetudinaria regularmente establecida en las comunidades cristianas.

No menos incertidumbre reina en torno a los motivos que hicieron elegir este día. ¿Fue una formal decisión de los apóstoles? No lo parece, porque ningún documento apostólico nos ha dejado este testimonio. ¿Fue una derivación de los cultos solares, y en particular del mitraísmo, como quiere Loisy? La hipótesis está desmentida por el hecho de que las provincias de Palestina, Siria y Grecia, donde por primera vez se manifestó la observancia del domingo, fueron las menos infectadas del culto de Mitra. ¿Fue una yuxtaposición del servicio litúrgico cristiano al preexistente oficio judaico del sábado? Es una sentencia bastante común. Los apóstoles y los primeros fieles, después de haber asistido al culto sabático de la tarde en la sinagoga, se habrían reunido al caer de la noche; es decir, cuando, concluido el día festivo, hasta los más lejanos podían ponerse en camino, sin temor de infringir las meticulosas prescripciones rabínicas, para celebrar todos juntos el nuevo sacrificio cristiano. La función debía de ser muy larga, y, como sucedió en Tróade estando presente San Pablo, alargándose fácilmente durante toda la noche hasta casi el alba del día siguiente. Una tercera hipótesis ve en la institución del domingo la conmemoración y celebración semanal de la resurrección de Cristo, una especie de Pascha hebdomadaria. Las fuentes más antiguas confirman exactamente esta sentencia. Diem octavam in laetitia agimus — leemos en el Pseudo-Bernabé — quo et lesus resurrexit a moríais. Y más claramente todavía en San Justino: Die autem solis omnes simul convenimus, tune quia prima haec dies est qua Deus... mundum creavit, tum quia lesus Christus Salvator noster eodem die ex mortuis resurrexit. El milagro de la resurrección, que había puesto el sello a la misión divina de Cristo y formaba el núcleo de la predicación evangélica, había tenido lugar en la noche de la prima sabbathi; las apariciones de Jesús resucitado a los apóstoles y la venida del Espíritu Santo, también en el mismo día. No hay que maravillarse, por tanto, si ya desde los primeros tiempos la noche entre el sábado y el domingo fuese particularmente santificada, pasándola casi por entero en oración, en la fracción del pan y quizá para muchos en la espera del retorno glorioso de Cristo.

 

Por otra parte, estas íntimas relaciones entre la institución del domingo y el misterio de la resurrección explican muy bien por qué este día haya conservado siempre en la liturgia una impronta festiva de alegría, con exclusión absoluta de cuanto parece tener carácter de penitencia o de luto; el ayuno, por ejemplo, y la oración de rodillas. Die solis laetitiae indulgemus, decía a los paganos Tertuliano; y en otro lugar: Die dominica ieiunium nefas ducimus vel de geniculis adorare. Aún más: así como la resurrección, en el pensamiento de San Pablo, era figura de la novitas vitae comenzada por el cristiano en el bautismo, así el domingo fue considerado como el recuerdo semanal de la iniciación cristiana.

En este concepto se funda la costumbre todavía en vigor de asperjar todos los domingos con agua bendita el altar, el clero y el pueblo antes de la misa solemne o parroquial. Idcirco singulis aspergimus dominicis — escribe Ruperto de Deutz — quia in sacrosancta primae huius dominicae (Pascua) vespera baptismum universaliter sancta celebrat ecclesia. Este uso, derivado de lo que prescribe ya el VII Ordo romano (s.VI-VII) con ocasión de la bendición del agua bautismal, existía en Roma y en las Galias hacía la mitad de siglo IX.

La conocidísima Admonitio synodalis, que en el siglo IX era ley en las Galias e Italia, dice: Singulis diebus dominicis, ante missam, aquam, qua populus aspergatur, benedicite ad quod vas propríum habete. De manera parecida se expresa Hincmaro de Reims (+ 882) en su Epistula synodica y algo después Raterio de Verona (+ 974) en sus Estatutos Pero todavía antes del siglo IX estaba vigente en algunas comunidades monásticas el uso de asperjar todos los domingos ante missam los varios lugares del monasterio: el claustro, las celdas, etc. Sucesivamente, la procesión hecha en esta circunstancia asumió también en las iglesias seculares una solemnidad particular.

Aún se mantiene hoy día en las iglesias catedrales y en muchas iglesias parroquiales. El misal y el ritual señalan las rúbricas.

 

Con la introducción del dies dominica, éste fue por eso mismo el día designado para la celebración solemne y oficial del sacrificio de la ley nueva, la misa; y, sin duda, los fieles, ya desde el principio, tuvieron como un estricto deber el tomar parte, como lo hacían al servicio sabático de la sinagoga. Die dominica convenientes — dice la Didaché — frangite panem et gratias agite... uí sií mundum sacrificium vestrum. San Justino, hablando de la sinaxis litúrgica dominical, señala el carácter obligatorio: Solis die, ut dicitur, omnium sive urbes, sive agros íncolentium in eundem locum fit conventus. También Tertuliano hace resaltar la importancia: Ethnicis semel annus dies quisque festus est; tibí octavus quisque dies.

Las actas de los mártires de Abitinia (a.304, junto a Mambressa, África), condenados por haber sido sorprendidos en casa de un sacerdote, Félix, mientras, contrariamente al edicto de Diocleciano, asistían a la misa dominical, contienen las respuestas unánimes de los 44 mártires: Collectam gloriosissime celebrabimus... quoniam sine dominico esse non possumus... Non potest intermitti Dominum. La asistencia a la misa dominical era, si no una ley, un grave deber que los cristianos fervientes observaban aun con peligro de la vida.

No faltaban, sin embargo, los negligentes. Ya San Ignacio de Antioquía se lamenta, y el concilio de Elvira (303) nos ha dejado las primeras sanciones penales sobre el particular: Sí quis in civitate positus tres dominicas ad ecclesiam non accesserit, frauco tempore abstineat, ut correptus esse videatur. Es de notar que el concilio no declara si la función a la cual el fiel debe asistir sea la misa, pero es probable el suponerlo, si bien el antiguo uso oriental, aún en vigor, no hacía distinción, para los fines de la santificación de las fiestas, entre el sacrificio eucarístico propiamente dicho y los otros oficios litúrgicos, por ejemplo las vísperas.

De todos modos, después del siglo V la disciplina se precisa, y son numerosos los Padres y los concilios que reclaman el deber de participar en el Dia del Señor (domenica). El concilio de Agde, que tuvo lugar en 506 bajo la presidencia de San Cesáreo de Arles, con una disposición que se encuentra repetida en muchos sínodos posteriores, insiste en la obligación de oír la misa entera, es decir, desde las lecturas hasta que el obispo, dicho el Pater noster, impartía a los presentes la solemne bendición que, según el uso galicano, precedía inmediatamente a la sagrada comunión: Missas die dominico a saecularibus totas teneri speciali ordinationi praecipimus; ita ut ante benedictionem sacerdotis egredi populus non praesumat. Qui id fecerint, ab episcopo publice confundantur. En algunos lugares donde la publica confesio o alguna pena parecida no impresionaba a los transgresores del precepto dominical, se recurrió a medidas mucho más enérgicas y eficaces: el azote y una multa pecuniaria a beneficio del fisco y de la Iglesia.

En la Edad Media, cuando ya la Iglesia había penetrado de su espíritu toda la vida, se pedía además que los fieles asistiesen a la misa en ayunas. La prescripción era probablemente un resto de la costumbre antigua de recibir la comunión junto con el celebrante. San Valeriano en 622 reprendía a sus hermanos de sangre: Admiror cur ante missarum solemnia bibere praesumpsistis; y el penitencial de Milán castiga así a los transgresores: quis prorsus missae interfuit, paenitens erit dies tres in pane et aqua. Más tarde, el ayuno se extendió en la forma de que las tabernas no se abriesen antes de terminada la misa, para evitar que alguno, ya desde la mañana, se abandonase a las intemperancias. Todavía en el siglo XV un canon del sínodo de Bressanone declara: Sicut enim celebrans debet esse ieiunus, ita et audientes...; quare tabernaríis et coquis inhibeatur ne, non necessitatis causa, oendant ante finem missae osculenta et poculenta.

No hay que olvidar además que hasta todo el siglo XIII los fieles de ordinario estaban obligados a la misa dominical no en una iglesia cualquiera, sino en la propia parroquia. Esta en origen fue la iglesia oficiada por el obispo o por uno en su lugar, adonde en los días de fiesta concurría todo el pueblo y el clero también de las otras iglesias urbanas para la misa pública o estacional. Después del siglo V, con el progresivo extenderse del cristianismo en las zonas rurales, las iglesias adquirieron una parte de aquellas facultades litúrgicas que hasta entonces eran privilegio exclusivo de la iglesia episcopal urbana, el bautismo sobre todo, la confesión y la misa dominical. Respecto a esta última, los decretos sinodales son numerosos, especialmente después del siglo XII. Un concilio de Nantes (658) sancionaba la obligación de que los titulares de las parroquias debían despedir de sus iglesias en los domingos y fiestas a aquellos fieles extraños que hubiesen pretendido asistir a la misa fuera de la propia iglesia.

Parecidas prescripciones se encuentran en la carta sinodal de Teodolfo de Orleáns (+ 821) y más tarde en los decretos del concilio de Tolosa (1129), Arles (1260), Cognac (1260), Buda de Hungría (1279), Aviñón (1282), Tréveris (1310) y Rávena (1311).

 

En cuanto a la institución del descanso dominical, algunos lo hicieron una institución primitiva, argumentando del hecho de que la abstención de las obras serviles era ley severa para los hebreos, la cual además encontraba eco en análogas costumbres paganas. Ahora bien: esto por lo menos no encuentra apoyo en los más antiguos escritores cristianos; más aún, tropieza con una seria dificultad. Puesto que la mayor parte de los fieles podían intervenir con cierta facilidad en las reuniones nocturnas dominicales, es difícil suponer que muchos de ellos, obligados por su condición al trabajo, pudiesen abstenerse de él sin peligro. El descanso1 dominical se impuso más bien poco a poco y gradualmente con la penetración cada vez mayor del cristianismo en la sociedad. La Didascalia, escrita alrededor de la mitad del siglo III, no lo conoce todavía: Omni die et omni tempore, si non estis in ecclesia operibus oestris studete. Orígenes, en cambio, que escribía a Cesárea hacia el 244, es el primero que recuerda, entre las observaciones del sábado cristiano, la abstención de las obras: Qualis debet esse christiana Sabbatí observatio videamus. Die sabbati nihjl ex ómnibus mundi aciibus oportet operan. Si ergo desinas ab ómnibus saecularibus operibus et nihil mundanum geras... Concedida la paz a la Iglesia, Constantino transformó en ley (321) aquello que ya era para los cristianos una costumbre bastante difundida. El prohibió en el domingo todo proceso forense y todo trabajo mecánico (artium officia), pero permitió el cultivo de los campos: Omnes iudices urbanasque plebes, et cunctarum artium officia venerabili die solis quiescant; ruri tomen potiti agrorum culturae libere libenterque inserviant. Mucho más rigurosas se mostraron algún tiempo después la Constituciones apostólicas: Constituimus ut servi quinqué diebus opus faciant, sabbato autem et dominico die vacent in ecclesia propter doctrinam religionis7. Estas disposiciones, que miraban a prohibir en el domingo todos los trabajos pesados, propios entonces de los esclavos, y más tarde, después de las invasiones bárbaras, de los siervos de la gleba, se mantuvieron substancialmente hasta en tiempos posteriores. De ordinario, los numerosos decretos, ya sean de los concilios, ya sean de la autoridad secular, conminaban penas severas contra los transgresores del descanso festivo: Si dominico die — dice un sínodo de Narbona del 589 — quisquam praesumpserit faceré, si ingenuus est, det comiti civitatis solidas sex; si servus centum flagella suscipiat.

Una leyenda que tuvo larga difusión en la Edad Media, derivada quizá de la apócrifa Apocalipsis de San Pablo (s. IV), ponía una especie de reposo dominical también en el infierno y en el purgatorio. Tanto a los condenados como a las almas del purgatorio, Dios en el día de fiesta concedía una pausa al cotidiano ritmo de su castigo, que comenzaba de nuevo el lunes apenas el primer hombre hubiese comenzado el trabajo. Ricardo de Cremona se hace eco de esta creencia cuando advierte al sacerdote que el domingo no conviene recordar en el memento de los muertos el nombre de los difuntos, quia creduntur animae tune observatione dominica réquiem habere. La celebración de una misa votiva el lunes consagrada a los difuntos, prescrita con frecuencia por los sínodos medievales y recordada aun hoy día por las rúbricas del misal, tiene precisamente este origen: "a fin de que observa Beleth el día en el cual los difuntos ad poenas sólitas et ad laborem redeunt aliquo modo eorum laboribus subveniatur." Hoy día, la Iglesia le da otro significado muy distinto.

 

Como día del Señor, el domingo fue, por su misma institución, exclusivamente consagrado al culto de Dios. Cuando se introdujeron en el ciclo litúrgico las fiestas de los santos, la celebración dominical mantuvo sobre ellos un derecho preferente. Es conocido por lo demás que en un principio las escasas conmemoraciones de los mártires no tenían de propio más que la lectura de su pasión en la iglesia que conservaba las reliquias. Bastaba a los antiguos para honrarlas que la eucaristía fuese celebrada en su sepulcro, sin necesidad de agregar colectas u otra cosa en su memoria, excepto la conmemoración oficial en los dípticos. El formulario de la misa quedaba por esto siempre invariable; éste no había adquirido todavía la variedad de trazos que tuvo después en el siglo IV, y que fueron puestos en relación con la fiesta del santo, de manera que constituyesen un formulario verdadero y propio. La fiesta, de todos modos, continuó manteniendo un carácter local, sin ninguna pretensión de substituir la fiesta oficial regular del domingo. Esta fue durante siglos la regla seguida por la Iglesia. Cuando después del siglo X, con el introducirse de las misas votivas semanales, fue asignada al domingo la de la Santísima Trinidad, si bien esto era en sí irreprensible, sin embargo, no faltaron escritores y concilios que justamente reclamaron el respeto a los formularios tradicionales.

La preeminencia litúrgica del domingo y quizá un no indiscreto deseo de variedad llevó a contrasellar los numerosos domingos del año con fórmulas propias. Esto debió de suceder sobre todo para los dos solemnes domingos de Pascua y de Pentecostés, y después para algunos otros, a medida que iban perfeccionándose los ciclos litúrgicos. Los domingos de Adviento fueron probablemente les primeros en el transcurso del siglo V, seguidos de los de Cuaresma con los dos domingos inmediatamente precedentes, cuyo formulario tiene relación con el tiempo especial del cual forman parte. Estas indicaciones nos las proporciona el Capitular de Víctor de Capua, compilado alrededor del 540, y confirmadas substancialmente por el sacramentarlo gelasiano. De los otros domingos, comprendidos los del tiempo de Pascua, el documento no dice ni una palabra; su organización litúrgica se realizó más tarde independientemente de todo ciclo litúrgico.

 

Los dos Días Estacionales, Miércoles y Viernes.

Junto con el domingo, encontramos ya desde la más remota antiguedad cristiana señalados el miércoles y viernes de la semana como días particularmente consagrados al ayuno y a la oración en substitución de aquellos ya en uso en los hebreos. leiunia vestra — escribe la Didaché — ne fiant cum hypocritis; ieiunant enim secunda post sabbatum et quinta; vos autem ieiunate quarta et sexta. El miércoles debía de recordar a los fieles la traición de Judas y el viernes era la conmemoración semanal de la Pascua en su concepto primitivo de muerte del Señor.

En Roma, hacia la mitad del siglo I, eran ya una costumbre, y desde hacía poco tiempo llevaban el nombre de "estaciones." A ellas, en efecto, se refiere Hermas al narrar que un día, ayunando y sentado sobre la cima de un monte, vio junto a sí al Pastor, el cual le dijo: Quid tam mane huc venisti? Quia, inquam, domine, stationem habeo. Quid est, inquit, statio? Ieiuno, inquam, domine.

Mayores detalles nos da Tertuliano en un famoso pasaje: "Stationum diebus non putant plerique sacrificiorum orationihus interveniendum, quod statio solvenda sit, accepto corpore Domini. Ergo Devotum Deo obsequium Eucharistia resolvit an magis Deo obligat? Nonne solemnior erit statio tua, si et ad aram Dei steteris? Accepto corpore Domini et reservato, utrumque salvum est. et participatio sacrificn et executio officii."

Por estas palabras se ve cómo la statio en Africa no fue una devoción obligatoria y llevaba consigo la celebración de la misa con la comunión de los fieles. Sin embargo, muchos de éstos no intervenían, persuadidos de que la comunión rompía el ayuno; de aquí que Tertuliano, para conciliar la participatio sacrifica y la executio ojficii (i.e. ieiunii), les exhorte a recibir el cuerpo del Señor y guardarlo en su casa, y así poder comulgar una vez terminado el ayuno. El ayuno estacional terminaba en nona, la hora de la cena para los romanos. Era, por tanto, en realidad un semiayuno. Pero los cristianos fervorosos lo practicaban con rigor, prohibiéndose cualquier clase de cosas, hasta el beber. San Fructuoso, obispo de Tarragona, martirizado en 259, es un clásico ejemplo. Arrestado con sus diáconos, había ya celebrado en la cárcel la estación del miércoles, stationem solemniter celebraverat. Mientras en la mañana del viernes sucesivo era conducido al suplicio, hubo quien le ofreció un estimulante, pero el santo obispo lo rechazó diciendo: Ndndum est hora solvendi ieiunium. Y su biógrafo, después de haber narrado su glorioso martirio, observa que terminó la estación con los maitines del cielo.

En África, como veíamos en Tertuliano, la estación tenía fin con la celebración eucarística. Lo mismo ocurría en Jerusalén hacia el fin del siglo IV; los dos días de estación eran escrupulosamente observados también por los catecúmenos y se concluían con la eucaristía. En Alejandría, en cambio, según refiere el historiador Sócrates, estos días eran alitúrgicos: Quarta feria et ea quae dicitur parasceve et leguntur scripturae et doctores eas interpretantur, omniaque quae ad synaxim pertinent administrantur praeter mysteriorum celebratíonem. "En cuanto a Roma — escribe Duchesne —, yo creo que sobre este punto, como en otros muchos, la práctica era semejante a la de Alejandría." En tanto, es cierto que, a principios del siglo V, la iglesia de Roma no acostumbraba celebrar los misterios (sacramenta) el viernes. Inocencio I es categórico a este respecto. No sabemos si se haría lo mismo el miércoles. De todos modos, éste perdió muy pronto su importancia litúrgica; se conservó el recuerdo en las cuatro témporas.

El ayuno semanal del miércoles, mantenido en Oriente, no tuvo nunca mucha aceptación en las iglesias occidentales, pero perdura, cambiado más tarde en simple abstinencia, hasta cerca del siglo X. Más observado en cambio, si bien no por todos, fue el ayuno del viernes y más aún, Nicolás I en la Caria a los búlgaros habla como de una ley general: In sexta vero feria omnis hebdomadae... ieiuniis incumbendum. También este ayuno, como el del miércoles, se cambió después en simple abstinencia, cosa que sobrevive todavía en nuestros días como único resto de la antigua semana penitencial.

 

El Sábado.

Es conocida la capital importancia litúrgica que el día del sábado tenía para los hebreos. Una institución tan antigua y tan respetada en los tiempos de Nuestro Señor, no sólo dentro de los confines de Palestina, sino también en muchas ciudades de Asia y de Egipto sometidas a la influencia del proselitismo hebraico, no podía dejar de ser una marca duradera en las numerosas e importantes comunidades cristianas que se habían derivado en gran parte de ellas, si bien en estas como en otras partes se hubiese difundido rápidamente la observancia del nuevo día litúrgico, el domingo.

Es verdad que de una solemnización del sábado junto al domingo no tenemos en las escritores antenicenos testimonios precisos, pero no faltan indicios sobre el particular. San Ignacio de Antioquía (+ 107), por ejemplo, escribiendo a los fieles de Magnesia, emplea palabras muy fuertes contra un partido que intentaba introducir o mantener costumbres judías, entre las cuales estaba la observancia del sábado. Para el santo obispo, vivir iuxta dominicam es sinónimo de aquella vida cristiana que excluye el sabbatizare con todas sus consecuencias; porque absurdum est lesum Christum pro et iudaízare. Orígenes, en una homilía pronunciada en Cesárea alrededor del 244, habla mucho de un sábado cristiano, purificado de observancias judías y santificado con el acudir a la iglesia y con la cesación de los trabajos mundanos.

Sea lo que fuere de la disciplina primitiva respecto al sábado, es cierto que la Iglesia a fines del siglo IV tenía en Oriente costumbres muchas veces opuestas a las del Occidente. Para las iglesias orientales, excepción hecha de la ciudad de Alejandría, el sábado era día de sinaxis litúrgica, pero no de la abstención del trabajo, al menos en general; el ayuno estaba consiguientemente prohibido; más aún, uno de los Cánones Apostolorum amenazaba con la deposición al clérigo o de excomunión al laico que hubiese ayunado aquel día. En cambio, en Occidente, y más particularmente en Roma y en España, el sábado fue consagrado al ayuno. Aln — escribía San Agustín -, sicut máxime populi Orientis, propter quietem significandam, malunt relaxare ieiunium; alii propter humilitatem mortis Domini ieiunare, sicut romana et nonnullae occidentis Ecclesiae. Estas iglesias debían de ser una minoría, porque en África, las Galias y la alta Italia seguían la costumbre oriental. Es conocidísima al respecte la respuesta de San Ambrosio a Santa Mónica, que se mostraba incierta entre tanta variedad de usanzas: Quando hic (en Milán) sum, non ieiuno sabbato; guando Romae sum, ieiuno sabbato; et ad quamcumque ecclesiam veneritis, eius morem sérvate, si pati scandalum non vultis aut faceré.

Cuál sea el origen del ayuno sabático en Occidente, no lo sabemos. Duchesne cree en una prolongación del ayuno del viernes, según un uso muy común en el siglo III; lo que Tertuliano decía continuare ieiunia, y más tarde el concilio de Elvira (306) superponere ieiunia; para el cual, cuando pareció demasiado pesado el ayuno ininterrumpido de cuarenta horas, se redujo a dos distintos, el del viernes y el del sábado.

La variedad de disciplina en torno a la observancia penitencial del sábado se mantuvo por largo tiempo en Occidente, faltando una verdadera ley sobre el particular. Roma y no pocas iglesias galicanas, a pesar de las vivas protestas de los griegos, rebatidas en las obras polémicas de Eneas de París (+ 870) y Ratramo de Corbie (+ 868), conservaron su tradicional ayuno hasta más allá del año 1000, época en la cual, por el debilitamiento general de la disciplina, cedió gradualmente el puesto a una simple abstención de carne.

 

 

3. El Ciclo Litúrgico de Navidad

 

Origen y Desarrollo del Adviento.

En la organización actual de la liturgia romana, el tiempo llamado de Adviento está a la cabeza de todo el ciclo festivo cristiano, que se llama "año eclesiástico o litúrgico." De hecho, el misal y el breviario se abren con los oficios de la primera dominica de Adviento. Esto es perfectamente lógico, porque, como observa Cabrol, "todo comienza en la Iglesia desde la venida de Cristo."

Sin embargo, este sistema de computar el año litúrgico no estuvo siempre en uso en la Iglesia. Ya desde el siglo III, por consideraciones astronómicas simbólicas, estaba universalmente difundida la opinión de qus el 25 de marzo, día del equinoccio de primavera, hubiese sido creado el mundo, María Virgen hubiese concebido al Verbo y que éste hubiese muerto en la cruz. VIII Kalendas Aprilis — dice un calendario mozárabe — Equinoxis verni et dies mundi primus, in qua die Dominas et conceptas et passus est. Sentado esto, era muy natural que se comenzase a contar el tiempo a partir de esta fecha, de capital importancia. Así lo encontramos en Tertuliano, el cual habla de la Pascua in mense primo, y las cuatro témporas, que en su origen vienen ordinariamente designadas con el nombre de ieiunium mensis primi, quarti, septimi, decimi, correspondientes a los meses de marzo, junio, septiembre y diciembre. San Ambrosio declara expresamente: Pascha veré omni principium primi mensis exordium. Sólo quedan rastros de este cómputo primitivo. El Génesis se comienza a leer en esta época, y el más antiguo leccionario conocido supone un ciclo de lecturas que comienza la noche de Pascua y acaba con el Sábado Santo.

Pero con la introducción de la fiesta de Navidad y a causa del traslado de la fiesta de la Anunciación al período de Adviento, operado en muchas iglesias (porque la Cuaresma antigua excluía rigurosamente toda solemnidad), se corrió sensiblemente el principio del año litúrgico, fijándolo en el período navideño. Ya el catálogo filocaliano lleva en el encabezamiento de la Depositio martyrum: VIII fea en, natus Chrístus in Bethlem ludeae; y los libros litúrgicos de los siglos VI-VII llegados hasta nosotros comienzan con la vigilia Natalis Domini, como el sacramentarlo gelasiano, el gregoriano, el comes de Víctor de Capua, el leccionario de Luxeuil y el Missale gothicum gallicanum; o bien con el Natale Domini, como el leccionario y el evangeliario de Wurzburgo. Más tarde, hacia los siglos VIII-IX, cuando el Adviento, entendido como período de preparación para Navidad, tuvo casi en todas partes una ordenación estable y uniforme, los libros litúrgicos anticipan el anni circulum, como se llamaba a la primera dominica de Adviento, o con la dominica V ante Natale Domini, como hacen los gelasianos (s.VIII), contando con un poco de retraso. Uno de los primeros ejemplos nos lo ofrece el Cantatorium de Monza, del siglo VIII. El uso, sin embargo, no se hizo común sino después del siglo IX.

 

El término latino adventus (venida) fue en un principio aplicado a significar un período preparatorio no tanto para el nacimiento de Jesús como para su segunda venida sobre la tierra, la parusía. Los textos de los más antiguos sacramentarios son bastante explícitos sobre el particular; no se explican de otra manera las perícopas evangélicas del fin del mundo, del juicio universal y de los llamamientos a la penitencia de San Juan Bautista. Los vetustos leccionarios de Capua y de Wurzburgo titulan sus perícopas de Adveniu Domini; el gelasiano y el gregoriano ponen delante de sus fórmulas: Orationes de Adventu. Sólo más tarde se comenzó a hablar de dominicas ante adventum Domini, tomando el término adventus en el sentido de.Navidad, haciendo popular el concepto de que el Adviento sea exclusivamente una preparación a esta solemnidad. El Ordo de Juan Archicantor se hace eco con el título Dominica ante nótale Domini.

Los últimos estudios han comenzado a esclarecer los orígenes del Adviento. Se encuentran las primeras señales en España y en las Galias. Un texto, sin embargo, dudoso de San Hilario (+ 388), apoyado por un canon del concilio de Zaragoza (381), hace mención de un período de tres semanas, como preparación a la fiesta de Epifanía, pero con probable referencia al solemne bautismo de los neófitos, que en las iglesias hispano-galicanas, según una costumbre oriental, se conmemoraba en aquel día. Todavía queda un resto en las tres misas in adventum Domini del misal de Bobbio.

Un siglo más tarde, San Gregorio de Tours señala la tendencia a conformar la preparación natalicia con la de la Pascua, haciendo del Adviento una especie de segunda Cuaresma. Hablando de Perpetuo, su antecesor (+ 490), dice que hic instituit ieiunia... qnod hodieque apud nos tenetur scriptum quarum ordo hic est... a depositione domni Martini usque átale Domini terna ín septimana ieiunia. La observancia de este ayuno discontinuo de seis semanas está confirmada por el concilio de Tours (567) y por el concilio I de Magon (581), el cual añade que en este tiempo sacrificia de — beant quadragesimali ordine celebran. Lo mismo se hacía en las iglesias de la alta Italia,

En Roma, donde el bautismo en la Epifanía no estuvo nunca en vigor, no hay ninguna señal de un tiempo de Adviento ya después de San León Magno (+ 461), el cual calla sobre el particular. Pero es cierto que las grandes luchas cristológicas que habían agitado a la Iglesia en aquel siglo debían de conducir, como ocurre siempre, a una más decisiva expresión litúrgica del misterio de la encarnación del Verbo. Encontramos, en efecto, hacia esta época (fin del s.V) las cuarenta oraciones de Rotoldo de Rávena, emparentadas con el Leoniano, que se refieren todas a una preparación litúrgica a la fiesta de Navidad y suponen en acto o a punto de serlo un tiempo de Adviento. No son, por tanto, improbables las conjeturas de los liturgistas modernos, que asignan la organización del tiempo de Adviento a la segunda mitad del siglo V. Callewaert hace con gusto autor al papa Gelasio (+ 496), el probable reorganizador de las témporas de diciembre, todas orientadas hacia la venida de Cristo. Siffrin, en cambio, ha propuesto al papa Simplicio, al cual, entre el 471 y el 483, se debe la inauguración de la iglesia de San Andrés ad praesepe, sobre el Esquilmo, fundada por el Magister militum Valila en un aula que pertenecía a la ilustre familia de los Giuni Bassi. El papa en esta ocasión habría introducido oficialmente el nuevo ciclo de las dominicas de Adviento, fijando en aquella iglesia la estación de la primera dominica, como nos atestigua el gregoriano de Menardo.

La iniciativa romana, que encuentra ya eco en el leccionario de Capua (s.VI) y en las homilías de San Gregorio Magno, acabó por triunfar del antiguo uso galicano, que se mantuvo solamente en la iglesia milanesa y mozárabe.

De lo que venimos diciendo se comprende por qué la duración del Adviento fuese diversa en Roma y en las iglesias galicanas. En éstas comenzaba desde San Martín (11 de noviembre); es decir, era una Cuaresma verdadera y propia, llamada, en efecto, quadragesima S. Martini. Parecida era también la práctica en la iglesia ambrosiana, atestiguada en el siglo IX por el sacramentarlo de Bérgamo, y la de la iglesia de Inglaterra en el tiempo de los Santos Cutberto (+ 687) y Egberto (+ 729)

En cambio, el Adviento en Roma era más breve. Buena parte de los antiguos libros litúrgicos, como los gelasianos tipo siglo VIII, cuentan cinco dominicas a partir de la quinta (dom. V ante átale Domini); los gregorianos, generalmente cuatro, comenzando de la primera (dom. I Adventus). Esta doble práctica era diversa sólo en apariencia, porque los textos de las lecturas de la dominica quinta coincidían con los de la última después de Pentecostés. De todos modos, perduró en alguna región hasta el siglo XI; pero en Roma y en las iglesias más directamente sometidas a ella, ya el Adviento en el siglo VI había sido fijado en cuatro semanas.

El ayuno, que en los países galicanos en un principio había sido más bien un uso monástico y restringido al lunes, miércoles y viernes, adquirió más tarde la severidad de la Cuaresma y carácter obligatorio para todos.

 

La Liturgia del Adviento.

El oficio de la primera dominica de Adviento, llamada en el lenguaje popular antiguo Dominica ad te levavi, del incipit del introito de la misa, se encuentra en seguida dominado por el pensamiento fundamental de este tiempo: la espera de la venida de Cristo. Ecce nomen Domini venit de longinquo et dantas eius replet orbem terrarum, dice la antífona ad Magníficat de las primeras vísperas. La primera parte de este texto está tomada de Isaías, del cual se toman todas las lecciones de la Escritura hasta Navidad; porque, observa Durando, de adventu loquitur apertius quam aliquis alius propheta. De él se toma también el texto de buena parte de las antífonas y de los responsorios de este tiempo, muy numerosos y de los más elaborados de todo el breviario.

Entre éstos era justamente famoso en la Edad Media por su lírica expresión el responsorio Aspiciens a longe, del primer nocturno, el cual aun hoy día con sus tres versículos mantiene todavía aquella forma antigua que tenía ya en los tiempos de Amalarlo. He aquí el texto en su forma técnica de ejecución: Cantor. Aspiciens a longe, ecce video Dei potentiam venientem, et nebulam totam terram tegentem. Ite obviam ei et dicite: Nuntía nobis si tu es ipse, qui regnaturus es in populo Israel. Chorus. Ascipiens a longe ecce video Dei potentiam venientem et nebulam totam terram tegentem. Cantor, y Quique terrigenae et filii hominum, sirnul in unum dives et pauper! Chorus. Ite obviam ei et dicite. Cantor, y Qui regís Israel, intende. Qui deducís velut ovem lo seph! Qui sedes super Cherubim! Chorus. Nuntia nobis si tu es ipse, qui regnaturus es in populo Israel. Cantor, y Tollite portas, principes, vestras et elevamini portae aeternales, et introibit. Chorus. Qui regnaturus es in populo Israel. Cantor. J. Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto. Chorus. Aspiciens a longe... Ite obviam ei... in populo Israel.

Este responsorio era ejecutado con gran pompa y con lujo particular de melismas.

Otra característica medieval del oficio de esta dominica la proporcionaba el canto de un en homenaje a San Gregorio Magno, ejecutado con pompa solemne inmediatamente antes del introito de la misa. Este prólogo, que se encuentra en cabeza en los principales antifonarios, nos ha llegado en dos formas diversas. La primera, más reciente, comienza con las palabras Sanctissimus namque Gregorius; la segunda, atestiguada ya por Agobardo de Lyón (+ 840), no es más que una adaptación de los famosos versos de Adriano I (772-785) en honor del santo pontífice.

Las colectas de las dominicas de este tiempo se distinguen de todas las otras por una marcada impronta bíblica, una singular hechura rítmica y por ser dirigidas al Hijo, derogando la tradicional regla eucológica. Ellas, sin embargo, como también las otras oraciones (secreta, poscomunión) de la misa, no son composiciones originales, sino derivadas, con alguna oportuna variante, de textos preexistentes. La colecta, por ejemplo, de la primera dominica es la vetusta fórmula de la oratio super populum de la feria segunda de la tercera dominica de Cuaresma, en la cual al protocolo inicial fue substituida la invocación del salmo 79:3: Excita, Domine, potentiam tuam et vertí... dirigiéndola al Cristo venidero.

Sobre el texto evangélico de esta primera dominica hubo hasta la reforma piana mucha diversidad entre las iglesias. Como ya en el siglo XI observaba el autor del Micrologus y más tarde, Durando, algunos leían la perícopa Erunt signa in solé et luna (Lc. 21:25), que ha pasado al actual misal romano; otros, del principio del Evangelio de San Marcos, por aquellas palabras Ecce ego mittam Angelum meum; otros, en fin, el capítulo 21 de San Mateo: Cum appropinquasset lerosolimis, que describe la entrada de Jesús en Jerusalén. Quizá la lección primitiva es la del capitular napolitano de Wurzburgo y del misal mozárabe, los cuales ponen el capítulo 3 de San Lucas: Anno quíntodecimo imperii Tiberii Caesaris.

Notemos, finalmente, cómo es antiquísima la costumbre de tener durante el Adviento un curso especial de predicación en la misa. Es ya recordado en un sermón falsamente atribuido a San Cesáreo de Arles (+ 543): Hoc tempus non immerito Domini adventus nominatur, nec sine causa SS. Patres adventum Domini celebrare coeperunt et sermones de iis diebus ad populum habuerunt ut se unusquisque fidelis praepararet et emundaret, quo digne Dei ac Domini sui natí vitatem celebrare valeret.

 

Entre las dominicas de Adviento, la tercera, llamada Gaudete, del incipit del introito de la misa, era la más popular por el motivo de la solemne estación que el papa celebraba en San Pedro. La función de la vigilia comenzaba a medianoche y era doble. Precedía un oficio con tres salmos y tres lecciones, cantadas en el hipogeo de la confesión del apóstol (ad corptis); venían después los maitines acostumbrados, cantados en la basílica superior (ad altare maius), y la misa. El X Ordo observa que las lecciones del primer nocturno son leídas por los canonici ecclesiae; la cuarta y la quinta, por los obispos; la sexta y la séptima, por los cardenales; la última era leída por el papa, el cual dice como los otros: lube, domne, benedicere, pero nullus benedicit eum, nisi Spiritus sanctus: tantum omnes resfrondent: Amen. En la misa se canta el Gloria, y después de la colecta todo el clero ejecuta las laudes en honor del papa. Estas señales de alegría, reflejos de algunos textos litúrgicos de este día, se mantienen en parte aun hoy día en la misa. Suena el órgano, se vuelven a poner las flores, el celebrante viste capa rosa, los ministros usan los ornamentos de fiesta. Es verosímil que éstos hayan sido introducidos por analogía de lo que se hace en la dominica Laetare, cuarta de Cuaresma

En las costumbres litúrgicas medievales era además particularmente solemne el día cuarto de esta semana, en la cual se leía el evangelio de la encarnación del Verbo: Missus est Gabriel Ángelus. En los monasterios, todos, hasta los enfermos, acudían solícitos a este oficio ob rever entiam Incarnationis D. N. I. C. La lectura del evangelio era hecha sobre el pulpito, en medio de luces, por un sacerdote vestido con ornamentos blancos, teniendo en la mano una palma, después de lo cual seguía comúnmente la explicación homilética del Venerable Beda: Exordium nostrae redemptionis. Nótese que el antedicho texto evangélico en un principio, o al menos al tiempo de San León (440-46), era el de la fiesta de Navidad, retrasado después al miércoles de las témporas por el papa Gelasio y subrogado por la actual perícopa Exiit edictum.

Por lo demás, la misa entera de la feria cuarta de las témporas de Adviento merece especialísimo relieve. Era llamada en la Edad Media Missa áurea Beatae Mariae, porque se creía tenía especial eficacia en las necesidades del alma o del cuerpo. Parece como que la Iglesia romana, en este miércoles, quisiera celebrar una fiesta de la Señora, y precisamente la de la Anunciación, con la estación de Santa María la Mayor y con una misa en la que sobresale la profecía de la Virgen, Madre del Emmanuel, y el mensaje angélico enviado a ella. En España, ya desde el concilio de Toledo (656), y más tarde en las Galias e Italia septentrional, se celebra el 18 de diciembre una Solemnitas Dominicae Matris, cuyo objeto era preferentemente el misterio de la encarnación del Verbo en el seno de María, que en la Iglesia latina se celebraba en Cuaresma el 25 de marzo. No se puede, sin embargo, negar que una conmemoración de tal misterio entrase también en los formularios de la liturgia romana en tiempos de Juan Archicantor (s.VII), porque él afirma expresamente que dominica ante natale Domini incipiunt canere de conceptione Sanctae Mariae.

En cambio, los textos de la misa de esta feria son efectivamente dirigidos al Cristo venidero. En las dos primeras lecturas, tomadas de Isaías, es trazada en numerosas síntesis la vida de Cristo, la vocación de los gentiles y la célebre profecía del Emmanuel; la perícopa evangélica Missus est narra la anunciación de la Virgen y la encarnación del Verbo.

Hay que observar, sin embargo, que pertenecen a una redacción posterior, porque la primitiva de las témporas mensis decimi, de las cuales es exponente el leoniano, prescindía del Adviento, que todavía no existía, y se refería enteramente al ayuno y al alimento, que con los frutos de la tierra dispensa a todos la bondad del Señor. Es muy probable, como ya indicábamos, que esta reordenación de las témporas de diciembre en función de la Navidad haya sido obra del papa Gelasio (+ 496).

La cuarta dominica era llamada en los antiguos libros romanos dominica vacat, porque la vigilia, iniciada la tarde precedente y dividida por los ritos de las ordenaciones, se concluía al alba con la misa, que constituía el oficio litúrgico dominical. Lo que sucedió es que, a partir del siglo VIII, cuando las ceremonias de la vigilia fueron anticipadas a la mañana del sábado, hubo que dotar a la dominica de estación y misa propia, tomando los textos de las ferias precedentes. Esta, en efecto, repite el introito, el gradual, la comunión del miércoles, el evangelio y la secreta del sábado. La epístola paulina, ya leída en la segunda dominica de Adviento, se refiere a la parusía del Señor: Nolite ante tempus iudicarer quoadusque veniat Dominus.

La serie de cantos ha sufrido varias vicisitudes. En un principio fueron adoptados los del sábado (s.VIII); después, los del miércoles (s.IX), excepto el texto del ofertorio Ave María, tomado de la misa de la Anunciación, y el versículo aleluyático Veni, Domine, de nueva composición, que en el siglo X substituyó al Jubílate, cantado hoy en la dominica infraoctava de la Epifanía.

Con el séptimo día antes de Navidad comienza en las vísperas al Magníficat el canto festivo de las siete Antiphonae Maiores, llamadas antífonas O, de la vocal con la que comienzan: O Sapnentia... O Adonaí... O Radix lesse... tan profundas en su genial simbolismo. Fueron probablemente compuestas en Roma, de donde pasaron en el siglo VII a Inglaterra y después a Francia; Amalario nos ha dejado un comentario. Callewaert tiende a señalar como su autor a San Gregorio Magno. Sus iniciales, leídas en sentido inverso, forman el acróstico ero eras. Del tiempo de las antífonas O, que en los libros litúrgicos romanos son siempre siete, otras iglesias compusieron antífonas análogas, cantando nueve o también doce, como atestigua Durando.

 

El oficio de la vigilia de Navidad está todo iluminado con la luz de la fiesta inminente. La buena nueva Hodie scietis quia veniet Dominus et mane videbitis glorian eius resuena en el invitatorio de maitines, se repite con gozosa impaciencia en los responsorios del nocturno y de las horas, en el introito y en el gradual de la misa. El anuncio oficial, que se da en el coro a la hora de prima con la lectura del martirologio, es hecho por el sacerdote con pluvial y previa solemne incensación. El texto mismo del martirologio en esta circunstancia es de indecible solemnidad:

En la misa, cuyo oficio tiene la preferencia absoluta sobre todas las fiestas, los ministros toman la dalmática y la tunicela y se lee el evangelio Cum esset desponsata mater lesu María loseph, para que se sepa, nota Durando, que alii fuit desponsata scilicet loseph, et ab alio juit foecundata, scilicet a Spiritu Sancto.

Está lleno de significado el canto del ofertorio Tollite portas, principes, vestras... del salmo 23, va anunciado en la misa del miércoles de las témporas. El salmo fue compuesto en un principio, para acompañar procesionalmente el retorno triunfal del arca de la alianza al santuario del monte Sión. Los grandes portales de las murallas de Jerusalén, que se abrían para recibirla, dieron ocasión al lírico diálogo litúrgico que se cambia entre el coro del cortejo y el coro que espera al otro lado de las puertas. Sión, en la aplicación de la liturgia, representa en esta misa el mundo, que Jesucristo ha santificado con su misericordiosa llegada, haciendo en esta noche la entrada; el arca de la alianza simboliza María Santísima, su Madre.

 

Los Orígenes de la Fiesta de Navidad.

Una cuestión preliminar tratando de los orígenes de la fiesta de Navidad dice relación a la fecha del nacimiento del Salvador. ¿En qué día nació Jesús? Los Evangelios callan completamente y los escritores más antiguos no nos han dejado nada de cierto. Según Clemente Alejandrino (+ 215), en Oriente algunos fijaban el nacimiento el 20 de mayo, otros el 20 de abril, y aún otros el 17 de noviembre; y él, no sin ironía, apunta a aquellos "que no se contentan con saber en qué año ha nacido el Señor, sino que con curiosidad demasiado atrevida van a buscar también el día." En Occidente, San Hipólito (+ 235), en un comentario sobre Daniel recientemente descubierto, es el primero en tener una alusión a la fecha del 25 de diciembre, pero es considerada como una interpolación por la mayor parte de los críticos. En el 243, el anónimo autor de Pascha Computus hace nacer a Jesús el 28 de marzo por el simple motivo de que en aquel día fue creado el sol. Esta extraña variedad de opiniones demuestra que en aquellos primeros siglos no sólo no existía una tradición en torno a la fecha de Navidad, sino que la Iglesia no celebraba la fiesta; de lo contrario, entre tanta diversidad de pareceres, se habría hecho una cuestión candente, como sucedió para determinar la solemnidad de la Pascua.

Pero hacia la mitad del siglo IV encontramos un documento auténtico romano que atestigua indiscutiblemente la existencia de la fiesta de Navidad en Roma el 25 de diciembre. Es la Depositio Martyrum filocaliana, un esbozo de calendario litúrgico, que se remonta el año 336.

 

Es sumamente probable que Roma, introduciendo esta fecha, no conociese todavía la de la Epifanía, que se celebraba en Oriente el 6 de enero. Otro documento en apoyo del precedente se ha querido encontrar por algunos en el discurso tenido por el papa Liberio en San Pedro en el 353 con ocasión de la velatio de Santa Marcelina, hermana de San Ambrosio. El tenor del discurso nos es conocido en la reevocación hecha por el santo obispo en el De Virginibus, escrito veintitrés años después. En él se habla, es cierto, de la fiesta que se celebraba en Roma en aquel día, el nacimiento del Salvador; pero en el mismo día se recordaba en la liturgia el milagro de Cana y la multiplicación de los panes y en el mismo día era cosa normal la velación de las vírgenes. Una tal celebración natalicia no puede ser otra, por eso, que la de la Epifanía, la cual en Roma, en el 353, debía ya coexistir con la fiesta del 25 de diciembre.

¿Cómo se ha llegado a fijar semejante fecha? Los liturgistas han propuesto dos hipótesis. La primera, enunciada ya por un antiguo escritor desconocido tomada últimamente por Usener y Botte, supone que la Iglesia haya querido el 25 de diciembre substituir con el nacimiento de Cristo la fiesta pagana celebrada en aquel día en honor del Sol invicto, Mitra, el vencedor de las tinieblas. En el 274, Aureliano le había levantado un suntuoso templo, cuya inauguración tuvo lugar el 25 de diciembre: N(atalis) Invicti CM. XXX, anota el calendario civil filocaliano, con la indicación de los juegos circenses a ejecutarse. De suyo, la cosa no tiene nada de inverosímil, habiendo mostrado la Iglesia en otros casos saber oponer una solemnidad cristiana a otra pagana para mejor desarraigarla de los fieles. Con todo esto, aparte la analogía de las dos fechas y de las dos fiestas, faltan pruebas positivas de una real substitución de una por la otra.

Es muy extraño, por ejemplo, que una novedad de este género realizada al principio del siglo IV sea callada completamente por los Padres y por los escritores eclesiásticos. Se citan, es verdad, algunos textos de San Máximo de Turín. San Zenón de Verona y San Agustín, los cuales se deleitan en poner en relación a Cristo con el sol, y su nacimiento con el nacimiento de éste; pero éstos hablan desarrollando simplemente la imagen de Malaquías: Orietur vobis sol iustitiae, y recordando no ya el nacimiento del sol pagano Mitra, sino el nacimiento del sol visible, el Sol novus, que nace con el solsticio de invierno (25 de diciembre), guando iam incipiunt dies crescere, como nota San Agustín. Un pasaje de San León, que parece en apariencia decir algo más, tiene en realidad muy otro significado. Sin embargo, no estamos en condiciones de reconocer cómo esta hipótesis esté en consonancia con el estilo de la Iglesia romana, la cual muy frecuentemente se complace en introducir sus fiestas no tanto para conmemorar un misterio o para poner de relieve una razón simbólica cuanto para conmemorar un hecho acaecido en Roma, como la depositio de un mártir, la traslación de sus reliquias, la dedicación de una basílica, o también, como en algún caso, para combatir una fiesta pagana, dándole un significado cristiano.

La segunda hipótesis, sugerida por Duchesne, hace derivar la fecha del nacimiento de Cristo de aquella presunta de su muerte. En efecto, como hemos apuntado ya, era opinión muy difundida a principios del siglo III que el Redentor había muerto el 25 de marzo. Esta fecha, históricamente insostenible, era debida a simples consideraciones astronómico-simbólicas; que en este día, cayendo el equinoccio de primavera, hubiese sido creado el mundo. Sentado esto, era fácil el paso a otra coincidencia. Cristo no podía haber pasado en esta tierra más que un número entero de años; las fracciones son imperfecciones que no van bien con el simbolismo de los números, y se ha tendido a eliminarlas cuanto más se pueda. Por esto, la encarnación debió de suceder, como la pasión, el 25 de marzo; y, coincidiendo ésta con el primer instante del embarazo de María, el nacimiento de Cristo tenía que contarse necesariamente el 25 de diciembre.

Esta hipótesis, si bien le falta un testimonio verdaderamente antiguo, encuentra confirmación en un uso atestiguado por el historiador Sozomeno, que explica análogamente por qué los orientales festejasen la Navidad el 6 de enero. "Sozomeno — observa Duchesne — habla de una secta de montañistas que celebraban la Pascua el 6 de abril en vez del 25 de marzo porque, habiendo acaecido la creación del mundo en el equinoccio, es decir, según ellos, el 24 de marzo, la primera luna llena del primer mes debía de caer catorce días más tarde, es decir, el 6 de abril. Ahora bien: entre el 6 de abril y el 6 de enero hay justos nueve meses, como entre el 25 de marzo y el 25 de diciembre. La fecha griega de la Natividad, el 6 de enero, se une así con un cómputo pascual basado en consideraciones simbólicas y astronómicas, análogas a aquellas que habían dado origen a la fiesta del 25 de diciembre." La hipótesis de Duchesne no carece de probabilidad, como la tiene también, y mayor, la otra antes citada, la cual, en efecto, parece acaparar las preferencias de los liturgistas modernos. Mirándolo bien, no obstante, las dos teorías podrían completarse mutuamente. Las autoridades eclesiásticas, deseosas de substituir una fiesta cristiana a la fiesta solar del 25 de diciembre, encontraron en el sincronismo de las dos fiestas (25 de marzo, 25 de diciembre) un motivo más para poner la conmemoración y celebración del nacimiento de Cristo.

 

De Roma, la fecha natalicia pasó en seguida a Milán, introducida probablemente por San Ambrosio, y de aquí a otras diócesis de la alta Italia, como Turín y Rávena. De Roma pasó también a las iglesias orientales, separándose la memoria que ya existía el 6 de enero unida con la Epifanía. En el 343, según una homilía de Aíraates, la encontramos regularmente celebrada en las iglesias de la Siria del Norte. Pero Antioquía se opuso por largo tiempo. Fue San Juan Crisóstomo el que el 20 de diciembre del 386, pronunciando el panegírico de San Filogonio, anunció a los fieles la próxima celebración de la fiesta de Navidad, entre todas las fiestas la más veneranda y la más sagrada, y que podría llamarse, sin temor de equivocarse, la metrópoli de todas las fiestas; y cinco días después alababa al pueblo, que había acudido numeroso a la solemnidad. Hacia este tiempo, Gregorio Nacianceno (380-381) introducía en Constantinopla la fiesta de Navidad, que inauguraba, como él mismo afirma, la memoria en la pequeña iglesia de la Anástasis, la única que entonces estaba en poder de los ortodoxos. En Jerusalén, al final del siglo IV, cuando fue la peregrina Eteria, el nacimiento del Salvador se celebraba todavía el 6 de enero, con dos estaciones, una nocturna en Belén, en la basílica constantiniana, que custodiaba la gruta de la Natividad, y la otra, de día, en Jerusalén. Pero durante la estancia de Santa Melania en esta ciudad (431-439), la fiesta era ya celebrada el 25 de diciembre. En Egipto, según el testimonio de Juan Casiano, que a principios del siglo V visitó los monasterios, la fiesta de la Epifanía era todavía considerada como el día de la Navidad. Algunos años después, sin embargo, el 25 de diciembre del 432, Pablo de Emesa pronunciaba delante de Cirilo de Alejandría un discurso sobre Navidad." Así, en poco menos de un siglo, la gran fiesta occidental había invadido todo el mundo cristiano.

 

La Circuncisión y el Año Nuevo.

El primero de enero se presenta en la historia de la liturgia con una extraña coincidencia de varias conmemoraciones: la octava de Navidad, la Circuncisión, el Natale S. Mariae y el oficio ad prohibendum ab idolis, los cuales han contribuido diversamente al formulario de la actual fiesta de Año Nuevo.

La memoria litúrgica más antigua es, sin duda, el oficio ad prohibendum ab idolis. De sobra es conocido cómo el primer día de enero, dedicado a las saturnales paganas en honor del año bifronte, daba a los menos fervientes cristianos ocasión propicia de recomenzar las prácticas siempre vivas del gentilismo, entregándose a una loca alegría, que degeneraba en orgías idolátricas. Tertuliano desde su tiempo y después los Padres griegos y latinos y los concilios atestiguan esta obstinada persistencia entre los fieles de las supersticiones pagarías en las velas encendidas de enero y los esfuerzos continuos de la Iglesia para tener apartados a sus fieles. San Agustín (+ 430), en un sermón recitado aquel día, dice dirigiéndose al cristiano: Acturus es celebrationem strenarum sicut paganas; lusurus alea et inebriaturus te? Quomodo aíiud creáis, aliud speras, aliud amas? Dant illi sirenas, date vos eleemosinas; avocantur illi cautionibus luxuriarum, avócate vos sermonibus scrifiturarum. Currunt illi ad theatrum, vos ad ecclesiam, inebriantur illi, vos ieiunate.

Esta invitación al ayuno expiatorio y a la oración in ecclesia encuentra un exacto parecido en los antiguos usos litúrgicos. El concilio II de Tours (567) hace alusión a las letanías privadas de penitencia, establecidas de antiguo en los tres primeros días de enero, ad calcandam gentilium consuetudinem. El concilio IV de Toledo (633) prescribe un ayuno riguroso como el cuaresmal y prohibe cantar el Alleluia en la misa. En efecto, la misa intitulada ad prohibendum ab idolis, que se encuentra en el leoniano y en el gelasiano en sus dos recensiones y en los antiguos libros galicanos y mozárabes, muestra en sus variadas fórmulas un carácter de penitencia y de enérgica protesta contra las locuras licenciosas de aquellos días. Esta debía celebrarse después de la nona, al terminar el semiayuno: Vespertini huius sacrificii libatione, dice el Post pridie de la antiquísima misa mozárabe de este día. Esta fiesta expiatoria decayó hacia los siglos VI-VII; el sacramentarlo gregoriano no contiene ya el formulario, pero nos ha conservado insertas en la actual misa de Año Nuevo la secreta Muneribus nostris... y la comunión Haec nos communio, Domine, purget a crimine, propias de la antigua misa penitencial.

A las oraciones y a la misa contra todos los residuos de la idolatría, la iglesia de Roma, para una más eficaz táctica de lucha, adoptada también otras muchas veces en circunstancias análogas, juzgó oportuno añadir al primero de enero una fiesta especial conmemorativa de la virginidad de María, Madre de Dios.

Es extraño que el gelasiano calle sobre el particular, mientras los otros libros romanos, comenzando por el leccionario de Wurzburgo, traen los textos de las lecturas y de las oraciones bajo el título Natale S. Mariae: introito, Vultum tuum; gradual, Diffusa est; evangelio, Mt. 13:44, Simile est... thesauro...; comunión, Simile est regnum caelorum. Y, en fin, la misa del común de vírgenes, con la bella oración mariana Deus qui salutis aeternae... pero sin ninguna positiva referencia a la Navidad. Es natural el preguntarse si esta fiesta de la Virgen, la primera, al parecer, que la Iglesia romana insertó en su ciclo litúrgico, ha sido introducida para honrar tan genéricamente su divina maternidad e inigualada virginidad, o bien por algún motivo específico histórico o local. Pueden darse las dos cosas. Alguno ha hablado de influencias bizantinas, y no sin fundamento, porque en Oriente y en la Galia el culto litúrgico mariano tenía ya desarrollo considerable. Otros han propuesto el recuerdo de la dedicación de Santa María la Antigua, una iglesia edificada en el siglo IV sobre el lugar mismo donde surgía el templo de la Vesta Mater, junto a la cual, según una famosa leyenda, todos los años un dragón devoraba una de las vestales el primero de enero. La iglesia habría sido dedicada a la Madre de Dios para celebrar su gloria, como debeladora de los ídolos. En la basílica, en el siglo V, oficiaban monjes orientales, y es probable que hayan sido introducidas por ellos en el formulario de esta solemnidad varias antífonas de sabor bizantino de las vísperas y de laudes todavia en uso en la liturgia de Año Nuevo.

La impronta mariana en la fiesta de Año Nuevo prevaleció en la liturgia medieval antes de que fuese elaborado el actual formulario. Bernoldo de Constanza (+ 1100) escribía todavía en su tiempo: In octava Domíni iuxta romanam auctoritatem, non officium "Puer natus est," sed "Vultum tuum" ut in graduali libro habetur... et orationem gregorianam "Deus qui salutis aeternae," non illam "Deus quí nativitatem dicimus. Et notandum huius octavae Oiiicium cuidentissime de sancta María agere.

 

Dominadas, si no destruidas, las saturnales paganas de las velas encendidas de enero, se podía también pensar en aquel día en una conmemoración de la octava de Navidad. Este es el tercer elemento que en orden de tiempo se inserta en la organización litúrgica de este día. Con el nombre de Octavas Domini aparece por primera vez en el gelasiano; y, en efecto, el texto de las oraciones y del prefacio tienen un marcado carácter natalicio: Deus aui nobis nati Salvatoris diem celebrare concedis octavum...;...per Christum D. N. cuius hodie octavas nati celebrantes... De la circuncisión, ninguna indicación sé hace fuera de aquella necesariamente contenida en el evangelio de la octava: Postquam consummati sunt dies ocio, ut circumdderetur puer... La nueva memoria litúrgica se celebró en seguida más solemne que la estación instituida en el 610 por el papa Bonifacio IV en el antiguo templo de Agripa, dedicado a todos los dioses y ahora consagrado a la memoria de todos los héroes cristianos y de María, su reina: S. Marta ad martyres.

Con todo esto, el hecho evangélico de la circuncisión era tan notable como para sugerir en seguida en la liturgia una particular conmemoración. Esto sucede primero en España, y de aquí pasó a la Galia y a otras iglesias del Occidente, v.gr., Capua, donde el leccionario del 546 indica la fecha de Circumcisione Domini con la perícopa Rom. 15:4-14 El concilio II de Tours (567) prescribe que hora octava in ipsis Kalendis (ianuarii) circumcisionis missa, Deo propitio, celebretur. Estas misas que tienen por objeto preciso la fiesta de la Circuncisión se encuentran en todos los libros galicanos.

 

La Epifanía.

El nombre griego de esta fiesta (Epiphania, Theophania, τα επιφανια, Θεοφανια), indica en seguida su procedencia oriental. Nos da la primera noticia Clemente Alejandrino (+ 215), según el cual la secta gnóstica de los basilidianos conmemoraba en este día el nacimiento y el bautismo de Jesús. La gnosis herética decía que sólo en el momento del bautismo la divinidad se había unido a la humanidad de Cristo; debía, por tanto, desde entonces contarse el verdadero nacimiento de Jesús. No es improbable que una memoria parecida fuese celebrada en alguna iglesia cristiana del Oriente; aunque, si acaso, debió tratarse de una fiesta secundaria. Orígenes, en el elenco de las fiestas cristianas inserto en sus obras contra Celso, no hace ninguna mención; por el contrario, resulta de la Passio S. Philippi, de Heraclea, que en el 304 la Epifanía en esta ciudad era considerada como dies sanetus. Parece, sin embargo, que fue el misterio de la Navidad el que en Oriente fue desde el principio considerado como objeto primario de esta solemnidad. Sólo más tarde, en el siglo IV, cuando fue introducida la nueva fiesta occidental del 25 de diciembre, el recuerdo del bautismo pasó a primera línea. En efecto, en los antiguos calendarios coptos, la Epifanía es llamada Dies baptismi sanctificati, Immersia Domini, y las Constituciones apostólicas prescriben que los siervos in Epiphaniae festo vacent, quia in eo demónstrala est Christi dwinitas, quando Pater testimonium ei praebuit in baptismo. En este día eran bautizados los catecúmenos, de donde el nombre de ημερα των φώτων, τα φώτα, dado por los Padres griegos.

Del Oriente, la fiesta de la Epifanía, como por un cambio con Navidad, se trasladó al Occidente, hacia la mitad del siglo IV, quizá a través de las Galias. Al menos los primeros vestigios se encuentran allí. El escritor pagano Ammiano Marcelino, encontrándose con Juliano el Apóstata (+ 363) en Viena (Delfinado), narra haber asistido con él al servicio religioso feriarum die quem celebrantes mense lanuario christiani Epiphania dictitant. El concilio de Zaragoza (380) la reconoce como fiesta, precedida de un ayuno de tres semanas. San Agustín ha dejado seis sermones predicados en este día. Parece, sin embargo, que la mayor parte de las iglesias occidentales (África, Roma, Rávena), al aceptar la nueva solemnidad del 6 de enero, pretendieron principalmente celebrar no tanto el bautismo de Cristo, como los orientales, cuanto la visita de los Magos (primiliae gentium) al Niño Jesús, en la cual El se manifestó como Señor y Rey a todas las naciones de la tierra. Por lo demás, los numerosísimos monumentos que ha dejado el arte cristiano de los siglos IV-V sobre los cuales están representados los tres Magos ofreciendo al Niño sus dones, demuestran cómo prevalecía este misterio en la mentalidad religiosa de aquella época. Es cierto que San Agustín y principalmente San León en sus sermones muestran no conocer otra finalidad a la fiesta, y el gelasiano en sus textos hace referencia únicamente a este misterio. El primero en hablar de las otras dos teofanías, el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Cana, donde realizó el primer milagro, es San Ambrosio (+ 397), seguido de San Paulino de Nola (+ 431), de San Máximo de Turín (+ d.465) y del calendario de Polemio Silvio, que hace notar el 6 de enero: Epiphania, quo die, interpositis temporibus, stella Magis Dominum natum nuntiabat, et aqua vinum jacta, vel in amne lordanis Salvator baptizatus esí. Esta complejidad de conmemoraciones teofánicas en Oriente se habían unido a aquella primitiva bajo la influencia, según algunos, de costumbres populares de origen pagano, de las cuales la Iglesia quería apartar a los fieles; y de allá llegaron, a través de los países galicanos, hasta Roma, aunque no antes del siglo VII, es decir, después de San Gregorio Magno; pero también entonces quedaban al margen de la fiesta. Es de notar cómo el episodio del bautismo de Cristo, que en Oriente tuvo siempre la preferencia en las fórmulas litúrgicas, quiso expresar una gran idea religiosa, es decir, las bodas místicas de Cristo con la Iglesia, por medio de las cuales ésta adquiere la espiritual fecundidad de engendrar ex aqua et Spiritu sánelo los hijos de Dios. La idea de las bodas sagradas ha hecho entrar las bodas de Cana en el objeto de la fiesta, y, finalmente, como el convertir el agua en vino era considerado como un tipo de la eucaristía, en la Galia se unió el recuerdo del otro gran milagro que fue su símbolo, la multiplicación de los panes. La antífona romana del Benedictas, de sabor griego o siríaco, ha expresado bellamente la idea nupcial epifánica cantando: Hodie caelesti Sponso iuncta esí Ecclesia, quia in lordane lavit Christus eius crimina; currunt cum mu neribus magi ad regales nuptias, et ex aqua jacto vino laetantur convivae.

 

Como Navidad, la Epifanía tenía una solemne vigilia nocturna El papa la celebraba en San Pedro con doble oficio, el segundo de los cuales, como advierte el XI Ordo romanus, comenzaba con la antífona Ajferte, omitiendo el invitatorio, junto con el versículo inicial del himno, que eran desconocidos para el oficio romano primitivo. Tal es aún el uso actual; el salmo 94, Venite exultemus, se canta en el tercer nocturno, antifonándolo, es decir, intercalando, según la costumbre antigua, a cada uno o dos versículos la antífona del salmo. Muchas iglesias leían en este mismo nocturno los evangelios relativos a los tres acontecimientos conmemorados en este día. Tria sunt evangelio huius solemnitatis — dice Durando — unum de baptismo, scaicec "Factum cst"; secandum de Magis, scil. "Cum natus essst Iesus," quod dicitur in missa... tertium est de nuptiis. Otras añadían aún un cuarto, el Líber generationis I. C. según San Lucas. Los textos Gel olicio y de la misa de esta solemnidad están en gran parte dirigidos a conmemorar y celebrar la venida y las ofrendas da los Magos. En particular, la colecta, desconocida para el gelasiano, se debe probablemente a la pluma de San Gregorio Magno; la bella secreta es una de las pocas íómiuuas mozaiades entradas en la liturgia romana; el texto especial del Communicantes: diem sacratissimum celebrantes, quo Unígenitus tuus in tua tecum gloria coaeternus in ventóte carnis nostrae visibiliter corporalis apparuit, que parece aludir a las herejías maniqueas de los siglos IV-V, poniendo en antítesis la preexistencia del Verbo en la gloria paterna de la eternidad y su aparición temporal en la realidad de la humanidad asumida sobre el cuerpo aparente de Cristo, debía originariamente haber sido para Navidad. El gelasiano la había adaptado a la Epifanía introduciendo una alusión a los Magos, que después fue suprimida en el gregoriano. Las otras dos teofanías encuentran apenas una alusión en el himno abecedario de Sedulio Crudelis Herodes Deum, cuya primera parte A solis ortus cardine es cantada en las laudes de Navidad y en pocos responsorios y antífonas, entre las cuales la cuarta de las laudes y vísperas, Mana et flumina, y la llamada ad Benedictus; Hodie caelesti Sponso, que hemos citado anteriormente. El bautismo de Cristo fue conmemorado el día de la octava, introducida durante el siglo VIII.

El Pontificóle romanum prescribe que en la misa del día de la Epifanía, cantado el evangelio, e) archidiácono, vestido de pluvial, anuncie al pueblo desde el ambón la fecha de la Pascua y de las otras fiestas movibles del año. Esta costumbre se relaciona con la práctica de los primeros siglos cristianes, cuando desde Alejandría, desde donde eran más especialmente cultivados los estudios astronómicos, se mandaban a todas las iglesias de la cristiandad las llamadas Lettere festali, en las cuales se indicaba la fecha precisa de la Pascua. Fue el concilio de Nicea (325) que confirió al patriarca de la metrópoli egipcia este encargo, entonces tan importante y que parece lo tuviesen ya sus antecesores. La colección de las cartas festales de San Atanasio, descubiertas por Cureton en 1848, nos trae ejemplos interesantes de las fórmulas usadas en esta ocasión. Ya en el siglo V en las iglesias de España el anuncio de estas fiestas se hacía en la misa del día de Navidad inmediatamente después del evangelio. He aquí una fórmula, que, según dom Ferotin, puede remontarse hasta el 450.

En cambio, en la Galia, y en Italia, en Aquileya, Milán y Roma, se anunciaba la Pascua en la fiesta de la Epifanía, como está todavía en uso en la Iglesia latina.

 

Otro rito propio de la Epifanía es la bendición del agua que, en memoria del bautismo de Cristo, se celebra todavía hoy solemnísimamente por los griegos, y que en el pasado era realizada en muchas iglesias latinas de la Italia meridional, en la Magna Grecia, en el litoral véneto, en Aquileya y en la misma Roma. El rito había tenido, como ya refiere el itinerario de Antonino de Piacenza alrededor del 570, un origen palestinense. En el día de la Epifanía, el pueblo con el clero acostumbraba ir al Jordán, al lugar, indicado por un obelisco señalado con una cruz, donde Jesús había recibido el bautismo. Los fieles echaban en las aguas sagradas vasos llenos de bálsamo, y después el obispo administraba el bautismo a los catecúmenos. El formulario adoptado para esta función, en la mayor parte de las iglesias arriba indicadas, no tenía nada de común con el texto oficial de la iglesia bizantina; solamente imitaban el rito griego de sumergir en el agua la cruz. Wilmart, que ha publicado una antigua recensión (s.IX-X), en uso, según parece; en una iglesia italiana, hace notar la característica epiclesis contenida en ella: Tu lordanis aquas sanctificasti hodie, e cáelo mittens Spiritum tuum sanctum... Tu ergo, idiissime Rex, adesto nunc per adventum sancti tui Spirítus et sanctifica aquam istam. La bendición se terminaba con el Te Deum.

El agua de la Epifanía, como la de la vigilia pascual, era llevada a las casas de los fieles y estimada, dice un ritual antiguo, tamquam thesaurus nobilissimus.

 

Una octava de la Epifanía se celebraba ya en el siglo IV en Jerusalén. La Peregrinatio nos da amplios informes. El segundo o tercer día se decía la misa en la iglesia del Gólgota; el cuarto, in Eleona, la iglesia del monte de los Olivos; el quinto, in Lazariu, en Betania; el sexto, en la iglesia del monte Sión; el séptimo, en la Anástasis; el octavo, ad Crucem. Ac sic ergo per ocio dies haec omnis iaetitia et is ornatus celebratur in ómnibus locis sanctis quos superius. En Belén se hacia lo mismo. En Occidente, la octava de la Epifanía no aparece en los libros litúrgicos antes del siglo VIII. En Roma, en cambio, debía de existir mucho antes un triduo estacional inmediato a la Epifanía, porque de estas tres ferias (segunda, tercera y cuarta) el leccionario de Wurzburgo nos ha transmitido las perícopas escritúrales, y es probable que entonces también formaban parte las evangélicas (bautismo de Jesús, bodas de Cana), actualmente distribuidas en la octava y en la dominica sucesiva. Según el XI Ordo (s.XII), los maitines de los días del octavario tenían en San Pedro solamente tres salmos y tres lecciones, mientras que, por lo que refiere el Ordo Bernhardi cara., en la basílica lateranense se repetía el oficio de la fiesta, pero iniciándolo con el invitatorio Christus apparuit nobis... El día de la octava, por evidentes influencias bizantinas, se quiso celebrar la conmemoración del bautismo de Cristo en el Jordán, que en las liturgias del Oriente tenía especial importancia. Se le dedicaba, en particular, el oficio nocturno, ya dejado, pero que en tiempo de Durando se recitaba en muchas iglesias. En Roma, en el siglo XII, el antifonario de San Pedro observa que en los maitines se repetía aquello de la Epifanía, pero todas las antífonas de las laudes son conmemorativas del misterio bautismal de Cristo; éstas estaban ya en uso en tiempo de Carlomagno. En la misa actualmente apenas se alude en las perícopas evangélicas, pero el leccionario de Murbach (s.VIII) indica en origen también una lección de Isaías (12:3-5) alusiva a las aguas milagrosas brotadas en el desierto. Las tres oraciones se encuentran en el gelasiano, pero no como propias de la octava, que no conoce todavía, sino entre aquellas de recambio asignadas a la fiesta de la Epifanía.

 

Las dominicas que siguen después de Epifanía y hasta Septuagésima son actualmente seis; pero en los antiguos libros litúrgicos cambia mucho el número. Algunos traen tres, cuatro; otros, seis, y otros hasta diez y once. Probablemente este número, imposible de ser contado antes de Septuagésima, hace referencia todavía a la época anterior al siglo VI, cuando en Roma el tiempo de Septuagésima era desconocido y las dominicas se contaban de la Epifanía a 1ª Cuaresma propiamente dicha. La segunda de las actuales dominicas post Epiphaniam era llamada en el lenguaje popular medieval Festum Architriclini, por el motivo de la perícopa evangélica de las bodas de Cana que todavía se lee. Nótese además que, a partir de la cuarta dominica. los cantos salmodíeos de las misas dominicales son los mismos de la tercera, cambiadas solamente las perícopas de la epístola y del evangelio. Es una anomalía que, como decíamos, encuentra su explicación en la inestabilidad propia de esta última parte del ciclo después de la Epifanía, más o menos largo según el comienzo del ayuno cuaresmal.

 

La Presentación de Jesús y la Purificación de María.

Transcurridos cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María, conforme a la ley mosaica, se presentó al templo para purificarse y para rescatar su primogénito haciendo la oferta de los pobres, un par de tórtolas o de palomas. Fue en esta ocasión que el santo anciano Simeón y la profetisa Ana se encontraron con Jesús y lo reconocieron.

La primera conmemoración y celebración litúrgica de este episodio evangélico nos es atestiguada en Jerusalén por la Peregrinado, de Eteria (395), que le da el nombre genérico de Quadragesima de Epiphania. Era celebrada valde cum summo honore... nam eadem die processio est in Anastase et omnes procedunt et ordine aguniur omnia cum summa laetiiia ac si per Pascia. De Jerusalén se esparció esta solemnidad poco a poco a todo el Oriente con el nombre de υπαπαντή — occursus (Domini), fijada el 2 de febrero, en relación con la fiesta recientemente introducida del 25 de diciembre. A principios del siglo VI, sabemos por Severo, patriarca monofisita de Antioquía (512-518), que se celebraba en toda Palestina y en la ciudad de Constantinopla, la cual la había introducido hacía poco tiempo, modo aemulatione incitata, eiusmodi usum ab alus apte mutuatum secuta est.

Quizá por el ejemplo de Constantinopla, también Roma la acogió en el número de sus fiestas. El gelasiano contiene las tres oraciones de la misa, intituladas In Purificatione S. Mariae, si bien todas se refieren a la presentación de Jesús en el templo. Ninguna alusión a la procesión (letanía), la cual nos es atestiguada, con el uso concomitante de los cirios encendidos, en un documento contemporáneo, si no anterior, el arcaico Ordo de San Pedro. No es, por tanto, exacta la noticia del Líber pontificalis que el papa Sergio I (687-701) haya instituido la procesión de la fiesta del Ipapante; la procesión existía ya antes. Probablemente el papa dispuso que la letanía del 2 de febrero fuese repetida en las otras tres fiestas marianas. Es igualmente arbitrario atribuir la institución al papa Gelasio (490-496), con el fin de contraponer una costumbre popular cristiana a las procesiones nocturnas que hacían los paganos a la luz de antorchas en la solemnidad de las lupercales. Varios escritores, comenzando por el Venerable Beda, la han afirmado, pero ninguna razón histórica comprueba tal hipótesis; más aún, muchas circunstancias la hacen improbable. El cortejo de las lupercales se realizaba en fecha diversa, el 15 y no el 2 de febrero y seguía un itinerario diverso del de los fieles romanos. En la época en que la procesión fue instituida, las lupercales habían caído en desuso hacía tiempo. En las otras iglesias del Occidente, la nueva fiesta romana entró más bien tarde. Alcuino (+ 804) atestigua que en sus tiempos muchos la ignoraban. En España no se encuentra en los calendarios litúrgicos antes del siglo XI.

En Roma, el Ipapante se desenvolvía con aire de solemnidad, pero teñido de penitencia. "Aurora ascendente," escribe el Ordo de San Amando (s.IX), el clero y el pueblo de las varias parroquias (fítulos), salmodiando y llevando velas encendidas, se recogía en la iglesia de San Adrián, para salir de allí en procesión hacia Santa María la Mayor, la iglesia estacional. El papa induit se vestimentas nigris et diaconi similiter pianitos induunt nigras, la schola comienza la antífona Exurge, Domine, con el Gloria, despues que el papa sale al altar y recita la oración ad collectam. Comienza entonces la procesión, en la cual todos van con los pies descalzos, mientras la schola, que sigue al pontífice, y el clero, que le precede, se alternan cantando antífonas. Llegados a Santa María la Mayor, el papa celebra la misa solemne, en la cual se deja el canto del Gloria in excelsis. El Ordo de San Amando no alude a una bendición de las candelas; probablemente en esta época no estaba todavía instituida. Puede ser una prueba el hecho de que, según las otros Ordines románi, 110 es el papa el que bendice las candelas, sino uno o más cardenales, en la iglesia de Santa Martina. De todos modos, las primeras fórmulas de bendición se encuentran en el famoso sacramentarlo de Padua, unidas al texto por una mano distinta hacia el final del siglo IX o a principios del X.

De las cinco fórmulas prescritas actualmente por el misal, las dos primeras: Domine sánete... qui omnia ex nihilo creasti y Omnip. aet. Deus qui hodierna die... pertenecen al siglo X; las restantes, al siglo XI.

También es más tardío el canto Nunc dimittis, intercalado con la antífona Lumen. En la Edad Media, a las antífonas de origen griego Adorna thalamum tuum, Responsum acce-pit, Obtulerunt pro eo Domino, todavía en uso durante la procesión, muchas iglesias anteponían la célebre antífona Ave, gratia plena, Dei Genitrix virgo... que los griegos repiten al fin de todas las horas canónicas. Es de notar también que las velas no eran encendidas con un fuego cualquiera, sino con un cirio especial bendecido para tal fin. En efecto, muchísimos formularios comienzan con un Benedictio novi luminis o ignis novi. Las velas bendecidas eran llevadas a casa y justamente, tenidas como que estaban dotadas de una sobrenatural eficacia en las infecciones epidémicas, en los partos difíciles, en las tempestades, en la cabecera de los moribundos...

La fiesta de la Presentación de Jesús cierra dignamente el ciclo navideño. Ya que, si bien en los libros romanos lleva casi constantemente el título de Purificación de María, en realidad tanto en el oficio como en la misa tiene por objeto primario la conmemoración del ofrecimiento del Niño en el templo y su encuentro con Simeón y Ana. A estos dos textos se refieren la inmensa mayoría de los textos litúrgicos, es decir, los responsorios de maitines (pero no los salmos, que son de la Virgen), los cantos salmodíeos, las lecturas, las oraciones y el prefacio de la misa.

El carácter de fiesta mariana que se le impuso, parcialmente al menos, por el papa Sergio, se mostraba sobre todo en la procesión, que tenía por meta el mayor santuario mariano de Roma, en el cual dieciocho diáconos de las regiones urbanas llevaban delante del pontífice otros tantos estandartes de la Santísima Virgen. En Milán, hacia el final del siglo XI la letanía partía de Santa María Beltrade, para dirigirse a la catedral, y los sacerdotes llevaban sobre un portatorium la imagen de la Madre de Dios con el Niño, llamada Idea.

 

 

4. La Cuaresma.

El gran misterio pascual, que forma el centro luminoso en torno al cual gravitó todo el año eclesiástico, comprende desde hace siglos una preparación ascético-litúrgica dividida en tres fases, cada una de las cuales señala una etapa ulterior hacia la fiesta de Pascua.

La primera abarca las tres dominicas de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima.La segunda ya del principio de la Cuaresma a la dominica de Ramos. La tercera comprende la Semana Santa.

Tratamos en este capítulo de las dos primeras, reservando a la tercera, por su máxima importancia, un capítulo aparte.

 

Las Tres Semanas Precuaresmales.

En el uso litúrgico tanto de la Iglesia latina como de la Iglesia griega, se suele anteponer a la Cuaresma un período de tres semanas, las cuales llevan el nombre en orden de tiempo de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima. Este apelativo, que se remonta probablemente a la época misma de su institución, puede parecer extraño si se piensa que no indica, como parece, setenta, sesenta, cincuenta días, sino, respectivamente, la novena, la octava y la séptima semanas antes de Pascua. Dada, sin embargo, la predilección medieval por los números redondos, es fácil comprender que los copistas litúrgicos encontrasen natural extender a las tres dominicas instituidas antes de la primera dominica in quadragesima aquella nomenclatura que había sido adoptada por esta última, llamando in quinquagesima a la primera, in sexagésima a la segunda, in septuagésima a la tercera. De modo parecido, Juan Archicantor y algunos leccionarios antiguos, como el de Alcuino y el Capitulare Evangeliorum Rhedigeranus, llaman a la segunda dominica de Cuaresma in tricésima; la tercera, in vicésima.

El origen de estas tres semanas suplementarias no es muy cierto; pero hay que buscarla, sin duda, en la diversidad de disciplina vigente en la antiguedad con respecto al ayuno cuaresmal. Un sermón antes atribuido a San Ambrosio, pero que debe pertenecer a un obispo del siglo V, hace alusión a algunos que no se contentaban con ayunar los cuarenta días, sino que por una miserable vanidad anticipaban la Cuaresma una semana. Estos, observa el escritor, dicunt se observare Quinquagesimam, qui forte Quadragesimam complere vix possint. Una costumbre parecida existía en los países cisalpinos, según refiere San Máximo de Turín (+ 450). Estos usos Accidentales eran una repercusión de análogos usos orientales, donde, al decir de Casiano, el añadir una o dos semanas al ayuno cuaresmal era cosa común en los monjes, no tanto por deseo de singularizarse cuanto por mayor rigor de penitencia. Como en estos países, y Milán se contaba entre éstos en Occidente el sábado no era considerado día de ayuno, así muchos deseaban compensar los seis sábados de la Cuaresma añadiendo una séptima semana. Después, en algunos lugares en que durante la Cuaresma no se ayunaba ni el sábado ni el jueves, o bien se consideraba la Semana Santa fuera de la cuarentena, eran dos o tres las semanas a compensar; de aquí todavía una Sexagésima y una Septuagésima,

También en Occidente, a ejemplo de los bizantinos, esta más larga preparación al ayuno cuaresmal fue introducida aquí y allá, pero naturalmente sin una disciplina uniforme. Fue en un principio una devoción privada o de alguna comunidad monástica, después una observancia de particulares provincias eclesiásticas, finalmente entró en el ciclo litúrgico oficial.

De los datos oficiales que conocemos, podremos resumir así las sucesivas etapas históricas de este tiempo: se comenzó bajo el papa Hilario (461-68) a transformar en días de ayuno completo los semiieiunia, de los antiguos días de estación, el miércoles y viernes antecedente al Caput Quadragesimae, y a dotarles de una misa especial; el jueves y el sábado permanecieron alitúrgicos hasta el siglo VIII. Sucesivamente, como nos consta por Fausto de Rietz (+ entre el 490 y el 495), el ayuno fue extendido a toda la semana de Quincuagésima. En Roma, como justamente opina Morin, la Quincuagésima debió introducirse a principios del siglo VI, bajo el papa Hormisdas (514-523). La regla benedictina (526), sin embargo, no la conoce todavía o al menos no la admite.

La Sexagésima aparece algo más tarde; en un principio, para indicar el comienzo de un ayuno particular de los monjes, y después de un período penitencial, también para los fieles. Como tal había ya entrado en la praxis litúrgica de Italia meridional a mitad del siglo VI, porque el Apostolus, de Víctor de Capua (546), y el evangeliario de Lindisfarne, proveniente de Napóles (658), comienzan precisamente ccn Sexagésima la serie de sus perícopas. La Septuagésima fue la última en añadirse al ciclo de las dominicas precedentes pocos años antes de San Gregorio, para completar, si hemos de creer a Amalario, la cifra simbólica de 70, los años de la cautividad de Babilonia. Como se ve, el desenvolvimiento litúrgico de este tiempo precuaresmal se efectuó preferentemente en Italia, donde eran más sensibles a las influencias del Oriente, y se realizó poco después de la mitad del siglo VI. Es curioso, sin embargo, constatar cómo en las iglesias seculares de rito galicano no se la quiso reconocer. Fausto de Rietz difundió la observancia, San Máximo de Turín (+ 450) la reprueba y el concilio IV de Orleáns (511) prohibe expresamente a los sacerdotes de introducir neaue Quinqua-gesimam aut Sexagesimam ante Pascha. La prohibición encuentra antecedentes en los antiguos libros galicanos, los cuales no contienen ni señal de una liturgia especial de este tiempo.

 

En Roma, por el contrario, las tres semanas precuaresmales eran ya celebradas al final del siglo VI, si no con un ayuno preliminar, al menos con particular solemnidad; esto porque aparecen señaladas a las dominicas importantes estaciones. En la primera (Septuagésima) se iba a la basílica de San Lorenzo extramuros: en la segunda (Sexagésima), a San Pablo; en la tercera (Quin-quagesima), a San Pedro. El elegir estas iglesias sucedió ciertamente en relación con las circunstancias particulares que en Roma dieron origen a las tres solemnidades estacionales. El P. Grisar lo ha puesto justamente de relieve. Nótese — escribe él — cómo la bella liturgia de estas tres dominicas resuena con gritos en demanda de auxilio de la Iglesia romana, que presupone un tiempo de gran penuria. Ya desde el introito de la misa de la primera dominica (Sept.) parece que se recuerdan días de público peligro: Circumdederunt me gemitus mortis, dolores inferni circumdederunt me, et in tribulatione mea invocavi Dominum... Si el origen de la solemnidad de estas dominicas, o al menos de las dos primeras, va unido al siglo VI, involuntariamente el pensamiento corre a los tiempos de Pelagio I (556-561) y Juan III (561-74), cuando durante la restauración del culto eclesiástico, decaído en la guerra gótica, imprevistas invasiones de bárbaros asolaron duramente Italia; en particular la de los longobardos hizo temer por Roma. Es lícito suponer que los papas, para impetrar la ayuda del cielo, hiciesen celebrar con una estación aquellas tres dominicas en las indicadas iglesias cementeriales de San Lorenzo, San Pablo y San Pedro, dedicadas a los tres más ilustres patronos de la Ciudad Eterna. La estación fue después mantenida cuando el peligro había desaparecido.

La hipótesis de Grisar es confirmada por los antiguos libros litúrgicos romanos. El sacramentarlo gelasiano en sus varias redacciones contiene oraciones para las misas In Septuagésima, in Sexagésima y las Orationes et preces a Quinquagesima usque ad Quadragesimam. El leccionario de Wurzburgo menciona las tres dominicas con las mismas epístolas y con los mismos evangelios que recitamos todavía hoy.

La colección de homilías de San Gregorio Magno contiene también las pronunciadas por él en tales días en la iglesia estacional y sobre las mismas perícopas evangélicas que se leen todavía en el misal. Por esto algunos sostienen que el santo pontífice, ante las terribles incursiones de los longobardos, amenazando a la misma Roma, haya instituido las tres estaciones precuaresmales. Pero después de lo que se ha dicho, la hipótesis es absolutamente infundada. A este respecto hay que observar que, aunque él haya sido un decisivo factor de las solemnidades estacionales y haya apoyado su introducción en una carta a los obispos de Sicilia, sin embargo, mientras les exhorta a introducirlas en la cuarta y sexta feria de cada semana, no alude siquiera a las nuevas estaciones precuaresmales, como parece habría podido hacerlo si él las hubiese instituido. Es probable más bien que San Gregorio les haya dado un notable impulso, acrecentando la devoción en el pueblo, que acudía solícito y numeroso.

 

En cuanto a las perícopas escriturísticas de las misas de este tiempo — y son todavía las mismas que les fueron señaladas en su origen —, las de Sexagésima y Septuagésima no muestran especial relación ni a acontecimientos históricos ni a la Cuaresma inminente, sino que parecen más bien inspirarse en el titular de la iglesia donde tenía lugar la estación.

En la dominica de Septuagésima, con la estación en la basílica del Verano, junto al sepulcro del invicto mártir diácono San Lorenzo, el ecónomo de la Iglesia de Roma, la epístola trae la semejanza del atleta, el cual ab ómnibus se abstinet ut corruptibilem coronam accipiat, para inculcar el deber del sufrimiento y de la lucha para ganar la corona eterna, indicada en el dinero, que, según el evangelio del día (parábola de los obreros de la viña, Mt. 20:1-16), será dada como jornal por el Patrón divino a los fieles trabajadores de su mística viña. En la Sexagésima (estación en San Pablo), la epístola teje con sus mismas palabras la apología y el elogio del gran Apóstol (2 Cor. 11:19-33), mientras en el evangelio (parábola del sembrador, Lc. 8:4-15) se quiere hacer alusión a su prodigiosa actividad apostólica, por lo cual es llamado praedicator veritatis in universo mundo.

Las lecturas, en cambio, de Quincuagésima (estación en San Pedro) fueron probablemente escogidas en vista de la Cuaresma inminente, cuando las dos dominicas precedentes no habían entrado todavía en el ciclo precuaresmal. El evangelio, en efecto (Lc. 18:31-43), nos presenta la predicación de Jesús en torno a su próxima pasión y la curación del ciego de Jericó, símbolo de la humanidad, que siente la extrema necesidad de acercarse a Jesús para obtener la salud.

El prefacio de estas tres dominicas es actualmente el de la Trinidad; pero el sacramentarlo gregoriano contiene uno propio para la segunda dominica. En particular el de Septuagésima parece aludir al renacimiento primaveral de la naturaleza, que trae a la mente del cristiano el pensamiento de los bienes celestiales. Nótese también cómo en las misas de Sexagésima y de Quincuagésima comienza la serie de las antífonas ad communionem, sacadas de los Salmos según su orden numérico progresivo: 1, 2, 3... del cual hablaremos en breve. El hecho de que la misa de Septuagésima haya sido excluida, resulta una confirmación de su tardía introducción.

 

La Despedida del "Alléluia."

Todavía actualmente el tiempo de Septuagésima mantiene su primitiva importancia penitencial, que, excepto el ayuno, de poco lo diferencia de la Cuaresma. Su característica litúrgica más saliente nos es dada con la supresión del Alleluia en la misa y en cualquier parte del oficio hasta Pascua. Por esto, en las vísperas del sábado antes de Septuagésima, como para saludar al grito de júbilo cristiano que se marcha, se añade tanto al Benedicamus Domino como al Deo gratias un doble Alleluia.

En realidad, el uso primitivo romano, atestiguado por Juan Archicantor, era el de deponer el Alleluia al comienzo de la Cuaresma, como, por lo demás, se hacía en paralelo de la epístola puede haber sido sugerida por el largo camino necesario que tenían que recorrer los fieles para llegar a San Lorenzo, fuera de los muros.

Milán y en la liturgia galicana. Pero con la adopción de las tres dominicas introducidas como progresiva preparación a la Cuaresma, era lógico que la supresión del Alleluia viniese anticipada a la primera de ésas, es decir, a la dominica de Septuagésima. A hacer esto empujaba, además, una razón mística, recordada ya por Amalario. El explica cómo el tiempo antecedente a la Pascua es figura del destierro sufrido por los judíos en Babilonia lejos de Jerusalén, durante el cual hacían callar los cantos de alegría. Septuagésima representaba precisamente el comienzo simbólico de los setenta años de la cautividad de Babilonia, en el cual, por tanto, debía suprimirse el canto de júbilo cristiano. Y así fue hecho muy probablemente bajo San Gregorio Magno. Pero el desplazamiento llevó consigo otros. El Te Deum, himno festivo como ninguno, tuvo que ser substituido al término de los nocturnos por un noveno responsorio; el Alleluia, que normalmente era la antífona de las horas menores, cedió el puesto a antífonas sacadas del texto evangélico de la dominica y compuestas ciertamente por San Gregorio mismo; además, las antífonas de los tres últimos salmos de laudes, que por lo general son aleluyáticas durante el año, fueron reemplazadas por antífonas salmódicas especiales.

Para compensar estas cesiones del Alleluia, Gregorio Magno dispuso — así conjetura, con buen fundamento, Callewaert — que el oficio nocturno de Septuagésima (vísperas, maitines y laudes) viniese enteramente consagrado a una férvida glorificación del Alleluia. Tota intentio est in ista nocte cantorum — observa ya Amalario — ut magnificent nomen Alleluia. El oficio se encuentra en los antiguos antifonarios de Compiégne y de Hartker, y quedó en vigor en Roma, según refiere el Ordo Bernhardi, hasta el tiempo de Gregorio VII (1070-1085), el cual lo suprimió, substituyendo nuevos textos a aquellos aleluyáticos y limitando al doble Alleluia de las vísperas de Septuagésima el saludo de despedida.

El oficio aleluyático gregoriano, sin embargo, no desaparece enteramente de la escena litúrgica. Se mantiene todavía en el bajo Medievo en muchas iglesias, las cuales continuaron, a veces también con ceremonias un poco teatrales, celebrando el solemne adiós o, como se decía, su depositio. Copiamos dos trozos interesantes:

Mane afud nos hodie, alleluia, alleluia; et crastina die proicíscens, alleluia, alleluia, alleluia; et dum ortus juerit dies, ambulabis vias tuas, alleluia, alleluia, alleluia! (ant. ad Magníficat).

Deus, qui nos concedis — alleluiatid cantici deducendo solemnia celebrare, da nobis, in aeterna beatitudine cum Sanctis tuis alleluia cantantibus, perpetuum feliciter Alleluia posse decantare. Per Dominum (colecta).

 

Con la dominica de Septuagésima se abre en el oficio nocturno el ciclo de las lecturas escritúrales, comenzando con el libro del Génesis, que está en cabeza en el canon de los libros sagrados. Tal lectura en un principio era universalmente fijada al principio de la Cuaresma con el fin de iniciar a los catecúmenos en el conocimiento de la persona divina de Cristo, en las profecías y en las figuras mesiánicas de los escritos de Moisés. Jesús con los discípulos de Emaús había seguido un método parecido: incipiens a Moyse... Cuando después se antepuso a la Cuaresma una semana preparatoria (Quincuagésima), también la lectura del Génesis fue anticipada; en efecto, así resulta del arcaico Ordo de San Pedro, que no conoce todavía las otras dos semanas precuaresmales. Introducidas, finalmente, también éstas en la praxis litúrgica, la lectura del primer libro escriturístico fue, sin duda, trasladada a Septuagésima. Esto sucedió probablemente bajo San Gregorio Magno.

 

Origen y Desenvolvimiento de la Cuaresma.

Modelada sobre el ejemplo de Moisés y Elias, los cuales después de un ayuno de cuarenta días fueron admitidos a la visión de Dios, y más todavía a imitación del retiro y del ayuno cuadragenario realizado por Cristo en el desierto, vemos aparecer en la Iglesia a principios del siglo IV la observancia de un período sagrado de cuarenta días, llamado por esto Cuaresma, como preparación a la Pascua entendida en su concepto primitivo, es decir, no como aniversario de la resurrección de Cristo, sino como los dos días (Viernes y Sábado Santo) conmemorativos de su inmolación en la cruz para rescate del mundo, según la frase del Apóstol: Pascha nostrum immolatus est Christus (Cor. 5:17).

Se había creído hasta ahora que el más antiguo testimonio de la Cuaresma estaba contenido en el canon 5 del concilio de Nicea (325), donde, con el fin de proveer a la suerte de los excomulgados, se recomienda a los obispos el tener dos sínodos al año, el (primero de ellos antes de la cuarentena. Pero el P. Salaville ha demostrado que este término no puede entenderse de la Cuaresma, sino de cuarenta días después de la Pascua (Ascensión). De todos modos, tenemos otros indiscutibles testimonios, de época algo anterior, acerca de la existencia de la Cuaresma en las principales iglesias del Oriente. Eusebio (+ 340) en el De solemnitate paschali, San Atanasio en las letras festivas enviadas a Egipto del 330 al 347, San Cirilo de Jerusalén en las catcquesis anagógicas tenidas en el 347, el concilio de Laodicea hacia el 360 y la Peregrinatio, de Eteria (387), no sólo no dejan ninguna duda sobre la existencia en Oriente de esta institución penitencial, sino que casi todos hacen suponer que hubiese entrado desde hacía tiempo en la costumbre de los Heles.

Para el Occidente hacen mención, en términos explícitos, los escritos atribuidos a Prisciliano (+ 386), San Gregorio de Elvira (380?), Eteria para España y Aquitania, San Agustín para el África y San Ambrosio para Milán.

En cuanto al uso primitivo de Roma, reina alguna incertidumbre. La letra festiva del 341 escrita en Roma por San Atanasio a Serapión de Thmuis, deja claramente entender que una observancia cuadragesimal se acostumbraba ya entonces. Por el contrario, el historiador Sócrates (aunque casi un siglo después) refiere que la Cuaresma romana comprendía apenas tres semanas de ayuno, excluidos los sábados. Una tal afirmación es inexacta, sin duda, en cuanto a la exclusión del ayuno en sábado, mientras es ciertísimo que se observaba, y en cuanto al tiempo a que se refiere, porque el papa San León, contemporáneo de Sócrates (c.440), atestigua netamente un período cuaresmal de cuarenta días efectivos; pero puede tener un fundamento de verdad si se refiere a una época muy anterior. Sabemos, en efecto, por San Máximo y por San Pedro Crisólogo que una práctica parecida era seguida por muchos en Turín y en Rávena, a pesar de ser enérgicamente reprendida por aquellos obispos.

Duchesne, sin embargo, ha lanzado la hipótesis de que la antigua Cuaresma romana fuese, en efecto, de cuarenta días, pero con sólo tres semanas de ayuno riguroso, intercaladas de otras tantas de ayuno mitigado; la primera, llamada de las cuatro témporas; la cuarta, llamada mediana en los antiguos documentos litúrgicos, que se cierra con el sábado Siventes, y la última, la Semana Santa. Los descubrimientos de Callewaert (+ 1943) han confirmado por completo la conjetura de Duchesne. Efectivamente, Roma habría adoptado su Cuaresma, como otras muchas iglesias; pero en un principio, quizá por medida prudencial, no debió prescribir el ayuno en todas las ferias; lo limitó a sólo tres semanas, la primera, la cuarta y la ultima. Estas semanas, por cierto, tuvieron desde el principio características litúrgicas propias, como la estación los miércoles, viernes y sábados, asignadas a los más importantes santuarios de la Urbe, mientras todas las demás estaban todavía desprovistas, y, sobre todo, el privilegio de conferir el sábado de cada una las sagradas órdenes.

 

No sabemos dónde, ni por medio de quién, ni en qué particulares circunstancias haya surgido la institución cuaresmal. Quizá no fueron extrañas las exigencias siempre crecientes, sea del catecumenado, sea, sobre todo, de la disciplina penitencial, a la cual, en efecto, desde el 306 alude un canon de San Pedro Alejandrino. De todos modos, ayuda a notar que la práctica de una observancia preparatoria a la fecha de la Pascua comienza a abrirse camino en la Iglesia al menos desde la mitad del siglo II. Encontramos repetidas alusiones en los escritos de los Padres antenicenos.

San Ireneo de Lyón, alrededor del 190, en la famosa carta al papa Víctor sobre la cuestión de los cuartodecímanos, recuerda un ayuno que en las Galias, y quizá también en Asia, se practicaba por algunos antes de Pascua desde hacía tiempo, longe ante, apud maiores nostros. "Algunos — escribe él — creen deber ayunar solamente un día (el Viernes Santo), otros dos (Viernes y Sábado Santos), otros más; otros, en fin, toman cuarenta horas del día y de la noche, computándolas como un día (es decir, las cuarenta horas que Cristo estuvo en el sepulcro.)" Donde se revela que el ayuno pascual en su tiempo podía comenzar para algunos desde el miércoles o jueves; ciertamente no sobrepasa la Semana Santa. En África, por el contrario, como nos consta por Tertuliano, el ayuno para los católicos se limitaba a los días in quibus oblatas est sponsus, es decir, el Viernes y Sábado Santos; éstos eran los solos impuestos por la Iglesia, hos (dies) esse iam solos legítimos ieiuniorum christianorum, si bien los montañistas tenían escrúpulos, y por eso ayunaban dos semanas. Otro tanto nos atestigua para Roma la Apostólica Traditio, de San Hipólito; prescribe un ayuno de dos días, del viernes a la misa nocturna de Pascua, antequam oblatio fíat.

La disciplina de las iglesias orientales no era notablemente diversa. La Epistula Apostolorum (Asia Menor, 130-140), que nos proporciona la memoria más antigua, habla de un ayuno preliminar a la Pascua (Crucifixionis), que se prolongaba por toda la gran noche, pasándola en vigilia hasta que no despuntase el primer rayo de luz; entonces se celebraba la eucaristía.

El uso de Alejandría nos es referido por San Dionisio (+ 264), el cual, interpelado por un cierto Basílides sobre la duración del ayuno pascual, responde que los fieles le consagraban la semana entera, pero de manera diversa. Algunos estaban tres días, otros hasta cuatro, sin probar alimento alguno; todos, sin embargo, ayunaban rigurosamente el Viernes y Sábado Santos. Una disciplina análoga, pero más firme y rigurosa, existía en Siria hacia el final del mismo siglo. La Dídaskalia Apostolorum prescribe: A decima (se. luna) quae est secunda sabbati, diebus Paschae ieiunabitis atque pane et sale et aqua solum utemini hora nona usque ad quintam sabbati (Jueves Santo). Parasceoem tamen et sabbatum integrum ieiunate, nihil gustantes.

Como se ve, de una observancia cuaresmal propiamente dicha, callan absolutamente las fuentes hasta principios del siglo IV. La hipótesis, por tanto, de un origen apostólico de la Cuaresma, adelantada por algunos Padres, no puede aceptarse si no es por lo que respecta al principio del ayuno, que, introducido en un principio por simple devoción privada en los dos días precedentes a la Parasceve, fue después extendido y en Oriente oficialmente impuesto a toda la Semana Santa.

 

Sobre el carácter y la extensión del tiempo cuaresmal hubo en un principio criterios esencialmente diversos ole los posteriormente adoptados. Después que, como ha demostrado Callewaert, del examen de los testimonios patrísticos más antiguos se ve que la sagrada cuarentena no fue considerada en su origen como una extensión del ayuno primitivo del Viernes y Sábado Santos, y, por tanto, como preparación inmediata a la fiesta de la Resurrección (Pascha resurrectionis), sino más bien como una cuarentena de penitencia que precedía al Viernes Santo (Pascha crucifi xionis), las Paschae sollemnia, como expresa una antiquísima fórmula litúrgica, debía preparar a los fieles para él. En efecto, la vetusta terminología eclesiástica, como puede verse en Ireneo, Tertuliano, Eusebio y otros, designaba con el nombre de Pascua la sola conmemoración anual de la pasión y muerte del Redentor: Pascha nostrum immolatus est Christus (1 Cor. 5:17); fue solamente en el siglo V cuando comprendió la sepultura y la resurrección, formando el Triduum sacratissimum crucifixi, sepulti, suscitati, como se expresa San Agustín; o bien, según la frase sintética de San León, el Paschale sacramentum.

El triduo pascual era, por tanto, una fiesta única que abrazaba la conmemoración de la muerte (Viernes Santo), de la sepultura (Sábado Santo) y de la resurrección de Cristo (domingo); fue precisamente como preparación a este paschale mysterium por lo que fue instituida la Cuaresma, la cual, por tanto, debía de terminar el Jueves Santo. En efecto, si desde este punto final contamos hacia atrás cuarenta días precisos, se llega a la sexta dominica antes de Pascua, es decir, a la actual primera dominica de Cuaresma, que de nosotros tuvo originariamente el nombre de Caput ieiunii o Quadragesimae.

Es preciso, además, tener en cuenta otro elemento agudamente señalado por Callewaert. La índole de la Cuaresma primitiva no admitía solamente un ejercicio corporal de penitencia constituido por el ayuno, a pesar de que la imitación de las cuarentenas modelos — Moisés, Elias y Cristo — llevase a hacer de él una de sus más notables características. Ella, en el pensamiento de los Padres, debía ser, sobre todo, un período de ascesis y de mortificación, un tiempo sagrado de vida cristiana más intensa, durante el cual, como se expresa Crisóstomo, per preces, per eleemosynam, per ieiunium, per vigilias, per lacr.mas, per confessionem ac per cetera omria diligenter expurgatur, los fieles pudiesen renovarse interiormente para resucitar después con Cristo a una nueva vida. Las dominicas, por tanto, no eran excluidas por el tiempo cuaresmal, si bien, en homenaje a una tradición apostólica, fuese en ellas mitigado el rigor del ayuno.

Pero estos conceptos fueron olvidados muy pronto. Se comenzó a usar el término Pascha como sinónimo exclusivo de la dominica de Resurrección, de manera que, quedando incorporados a la Cuaresma los días de Viernes y Sábado Santos con su ayuno, ésta vino a contar 40 + 2 = 42 días. Además, prevaleciendo la consideración de el ayuno fuese la característica principal, y aún más, exclusiva, de aquel tiempo, como en las seis dominicas no se ayunaba, se siguió de aquí que la Cuaresma quedó compuesta no de 40, sino de 6 X 6 = 36 días.

No sabemos si un cálculo hecho de esta forma, que, a pesar de su sutileza, no llegaba a disimular la falta de lógica de una cuarentena de 36 o de 42 días, haya prácticamente conducido a computar en números redondos el círculo cuaresmal. El hecho es qué, desde la mitad del siglo V, vemos delinearse la práctica de una breve preparación a la Cuaresma, que comprende primero la feria del miércoles de Quincuagésima y después la del viernes, las cuales llegaron a ser días de completo ayuno, fueron dotadas de misa propia y entraron regularmente en la organización litúrgica romana de las ferias cuaresmales, si bien no fueron, por tanto, consideradas como formando parte de la Cuaresma. Es cierto, en efecto, que ya desde el tiempo de San Máximo de Turín (c.465) se leía el miércoles la perícopa evangélica Cumieiunatis; y él recuerda a algunos que solían desde aquel día comenzar una abstinencia preparatoria a la Cuaresma; como es cierto, por otra parte, que durante el siglo VI en este mismo día tenía principio el período de penitencia canónica, que debían cumplir los penitentes públicos hasta el Jueves Santo.

De los otros dos días, el jueves no tuvo liturgia propia antes de Gregorio II (+ 750); el sábado la recibió, por último, en el siglo VIII. Es sólo en torno a esta época cuando encontramos completado litúrgicamente el período de cuatro días que de la feria IV cínerum, caput ieiunii, comienza prácticamente el ciclo cuaresmal; el gelasiano del siglo VIII es el primer testimonio.

Los cuatro días adicionales de ayuno no fueron recibidos en seguida por todas partes. No los acogió la liturgia mozárabe ni la ambrosiana, la cual todavía hoy eomienza el ayuno cuaresmal con el lunes después de la primera dominica. En Montecasino fueron introducidos al final del siglo XI, bajo el abad Desiderio.

De la antigua dignidad de Caput Quadragesimae añeja a la primera dominica quedan todavía las señales en la secreta de la misa, que celebra el sacrificium quadragesimalis initii, y en algunas particularidades del oficio.

 

En relación con la Cuaresma litúrgica, no está fuera del lugar aludir a las llamadas cuarentenas de penitencia que en la Edad Media, sobre el tipo de la Cuaresma, pero generalmente fuera de este tiempo, se cumplían frecuentemente por los fieles por un mayor fervor de mortificación, cuyo nombre ha quedado todavía en uso en la terminología de las indulgencias; ellas, sin embargo, no eran una novedad absoluta, porque, como decíamos antes, al final del siglo III las había ya introducido en Alejandría la praxis penitencial.

La cuarentena comprendía cuarenta días de severísima penitencia, durante la cual el fiel se consideraba excluido de las funciones de la iglesia, debía andar con los pies descalzos, comer sobre el suelo pan condimentado con cenizas, apartarse de todo contacto con sus semejantes y evitar en la comida y en el vestido todo aquello que no fuese rigurosamente indispensable.

 

Las Vicisitudes del Ayuno Cuaresmal.

El ayuno fue siempre considerado como la práctica característica de la Cuaresma, de tal forma que todas las fórmulas litúrgicas del tiempo se puede decir que hacen mención para encomiarla y recomendarla. En principio, el ayuno consistía substancialmente en la única comida tomada a la hora de vísperas después de la celebración de la sinaxis eucológica o eucarística, según los días y las costumbres locales. La única comida no bastaba, por tanto, para constituir el ayuno; era preciso que la comida fuese diferida hasta la tarde; hasta tanto es esto cierto, que, según San Jerónimo, los monjes durante la quincuagésima pascual, para conformarse con la disciplina de la Iglesia, que prohibía el ayuno, cambiaban la cena en comida, es decir, comían hacia el mediodía, sin que hiciesen después otra comida: A Pentecoste coenae mutantur in prandia; quo et traditioni ecclesiasticae satisfiat, et ventrem cibo non onerent duplicato. El uso de retardar la comida a la tarde de los días de ayuno era antiquísimo en la Iglesia.

San Paulino, obispo de Nola, escribiendo a un amigo suyo de un eclesiástico que le había sido enviado, narra que, llegado a su casa en día de Cuaresma, aceptó con gusto el dividir con él la pobre comida que a la hora de vísperas había sido preparada: Quotidiana ieiunia non refugit, et pauperum mensulam vespertinas conviva non horruit. San Agustín dice que era regla ordinaria abstenerse de tomar alimento hasta la puesta del sol, y el historiador Sócrates añade que se consideraba como violadores del ayuno a aquellos que comían a la hora de nona; él mismo, sin embargo, observa que tal rigor no era observado en todas partes; más aún, parece que, en Oriente sobre todo, el uso de romper el ayuno cuaresmal a la hora de nona era bastante común; es cierto, de todos modos, que había notable diferencia entre el ayuno hebdomadario del miércoles y viernes y el de los días de Cuaresma. El primero, llamado ya por Tertuliano semiayuno o ayuno semipleno, llevaba consigo la comida a la hora de nona, mientras el segundo, llamado ayuno propiamente dicho o ayuno pleno, abarcaba casi toda la jornada, para terminar a las vísperas; es decir, respecto a los días de febrero y marzo, entre las cuatro y media y cinco y media por sus meridianos.

La regla de prolongar a la hora de vísperas el ayuno cualesmal fue generalmente inculcada y observada en la Iglesia latina más allá del año 1000. San Bernardo (+ 1153), en un discurso dirigido a sus monjes al principio de la Cuaresma, se hacía eco: "Hasta ahora hemos ayunado hasta nona, pero desde ahora ayunarán junto con nosotros hasta la tarde, usque ad vesperam, todos, sean príncipes o reyes, sacerdotes o fieles, nobles o plebeyos, ricos o pobres." Es preciso observar, sin embargo, que en esta época y ya algo antes se nota una muy clara tendencia a anticipar la refección a la hora de nona. La menciona abiertamente Teodoro de Orleáns (+ 821), el cual condena acerbamente a aquellos que se ponían a comer apenas sonaba la campana de nona, mientras habrían debido esperar a que fuese terminada la misa, que comenzaba a aquella hora; el cronista sangallense de Carlomagno cuenta que éstos durante la Cuaresma hacían celebrar misa y vísperas una hora antes de nona, después de lo cual se ponían a la mesa; y esto con el fin de no retardar notablemente la comida a sus cortesanos En Italia, Raterio, obispo de Verona (+ 974), exhorta expresamente a sus fieles a romper el ayuno a la hora de nona y reprende a aquellos que esperaban una hora más tarde sólo para comer con mayor avidez.

 

Pero entrados en la vía de las concesiones, no se para fácilmente. Tomando al mediodía la refección, si se quería observar estrictamente el ayuno, era preciso esperar para comer hasta el mediodía sucesivo. La espera era demasiado larga, y entonces fue permitido el tomar durante la tarde un poco de líquido para apagar la sed. Este uso se introdujo sobre todo en los monasterios y fue aprobado por el concilio de Aquisgrán en el 817. Ыу justifica a aquellos que a la bebida unían los electuaria (pastas o pasteles a base de azúcar y miel), sin creer que por esto faltaban al ayuno. Era en substancia una pequeña comida, que se llamaba collatio. El vocablo provenía del uso monástico, y significaba "conferencia," porque en los monasterios después de esta "colación" se leían las famosas conferencias espirituales de Casiano. El alimento espiritual ha impuesto su propio nombre al del cuerpo.

 

La Semana Mediana.

Después de la Semana Santa, aquella que los antiguos documentos litúrgicos llaman mediana es la más importante de la Cuaresma. Ponemos de relieve sus principales características.

a) La dominica "Laetare" y la rosa de oro.

En medio del laborioso camino de la penitencia, esta cuarta dominica, llamada, del introito de la misa, dominica Laetare o Dominica in medio XL, porque señala casi la mitad del período cuaresmal, trae una nota de santa alegría y de apacible serenidad. El altar se viste de color de rosa y se perfuma con flores, suena el órgano y los ministros vuelven a usar las dalmáticas iucunditatis. La estación de este día, entre las más antiguas de la Cuaresma, era Santa Cruz, llamada comunmente Santa Jerusalén, donde las frecuentes alusiones en los textos de la misa a Jerusalén, imagen de la Iglesia, que se alegra con la corte de los catecúmenos, próximos a ser hijos de Dios.

Es en este cálido ambiente donde refleja una fisonomía de gozo, sobre todo, el oficio del día; en el pasado se manifestaba también fuera de la iglesia con bullangueras fiestas populares, donde la liturgia papal después del siglo X ha puesto una ceremonia singular, la bendición de la rosa de oro.

No se conocen bien sus orígenes. Parece que en Bizancio en la tercera domínica de Cuaresma se celebraba una fiesta en honor del santo leño de la cruz, al cual se tributaba un homenaje de flores. En Roma se quiso imitar el ejemplo, y en esta dominica el papa se dirigía a la basílica estacional de la Santa Cruz, donde se conservaba una insigne porción de la verdadera cruz, teniendo en su mano una rosa de oro perfumada con musgo in signum passionis et resurrectionis D. N. L C., con la cual se pretendía rendir a la insigne reliquia el mismo obsequio que la Magdalena habia tributado a los pies del Salvador en la cena de Betania.

 

La Semana de Pasión.

Con la dominica de Pasión se abre la última fase de la Cuaresma, que precede inmediatamente a la Semana Santa.

Los libros litúrgicos carolingios la llaman de Passione Domini porque la Iglesia en esta y en la siguiente semana, tanto en la misa como en el breviario, pone especialmente en escena, con rasgos a veces dramáticos, la persecución y la conjura tramada por los enemigos de Cristo para desprenderse de El. En la persona de David y de Jeremías perseguidos, del cual la liturgia evoca los dolorosos acentos de amargura y, a la vez, de fuerte confianza en Dios, nosotros vemos la persona de Cristo, el Justo, el Inocente, que el odio de los adversarios ha apartado de todo defensor, mientras El no se cansa de dirigirse al Padre celestial para ponerlo como testigo de la propia inocencia y para que no lo abandone en el día de la prueba.

Pero en el concepto primitivo y en su redacción litúrgica, esta semana no difería de las precedentes de Cuaresma; más aún, esta dominica, como dice el título estacional del leccionario de Wurzburgo, Dominica ad S. Petrum in mediana, se unía a la semana anterior, porque en el oficio de la vigilia habían tenido lugar las sagradas órdenes, concluidas al despuntar el día con la misa. Por lo demás, los documentos romanos más antiguos reservan expresamente la dicción in passione a la dominica sucesiva, la de in ramis palmarum. Así leemos en el gelasiano y en el arcaico Ordo de San Pedro e igualmente es fácil deducir de los varios sermones de San León Magno predicados en esta circunstancia.

Sino que hacia el final del siglo VII, con el decaer de la disciplina del catecumenado y con el difundirse en Occidente el culto de la santa cruz, se delinea la tendencia de volver principalmente el pensamiento a los sufrimientos de Jesús al declinar de la Cuaresma. De aquí una acentuación del misterio doloroso de Cristo en los textos litúrgicos, que, insertos entre los precedentes, dieron forma en esta semana a una liturgia compuesta o de transición, tanto en la misa como en el breviario. Encontramos los primeros indicios en la Instructio de Juan Archicantor, mientras Amalario atestigua expresamente un siglo después el desarrollo realizado tanto en la misa como en el oficio, Dies Domini computantur duabus hebdomadibus ante Pascha Domini.

En efecto, las oraciones y las lecturas de la misa de dominica y de las cuatro primeras ferias (la del sábado es más tardía) se refieren manifiestamente al ayuno y a la penitencia cuaresmal, sin alusión alguna a la pasión. Esta, en cambio, es evocada en las perícopas evangélicas, en los cánticos y en el prefacio de la Cruz, compuesto originaliamente para la misa votiva de Santa Cruz. Este doble carácter puede constatarse igualmente en el oficio canónico. El invitatorio Hodie si vocem eius audieritis... excita a la penitencia, mientras los himnos de Venancio Fortunato Vexilla regís y Pange lingua y tantos otros textos son una exaltación de la cruz y de los dolores de Cristo.

 

El tiempo de Pasión presenta dos interesantes particularidades:

a) La primera es aquella de omitir al principio de la misa el salmo 42, ludica me, Deus, y el Gloria Patri en los responsorios mayores y menores del oficio. Después, durante el triduo sagrado, el Gloria se suprime también al final e todos los salmos. Para dar razón de estas anomalías, ayuda notar que el salmo 42 entra repetidamente en los formularios de las misas de esta semana, y por esto sería una repetición inútil el recitarlo al pie del altar. En cuanto a la doxología, es de notar que su adición al final de los salmos y de los responsorios no se remonta más allá del siglo VI, es decir, posteriormente a la institución de estos antiguos oficios. Pero alguno ha observado agudamente que la Iglesia en este tiempo, a diferencia de cuanto sucede en otras épocas del año, aplica a Cristo directamente los salmos, poniéndoles en cierta manera en su boca. Es El el que, substituyendo al salmista y a nosotros pecadores, grita al Padre, en medio de los sufrimientos y persecuciones, el propio dolor, la propia inocencia, el propio abandono en sus manos Es, por lo tanto, natural que, reservando el salmo 42 a Cristo, sea quitado de la boca del celebrante y que, evocando sus humillaciones, sea suprimida la doxología festiva del Gloria, que sonaría inoportuna.

b) La otra particularidad consiste en la prescripción de la rúbrica del misal romano de cubrir en este tiempo las cruces y las imágenes existentes en la iglesia Es, evidentemente, un signo de tristeza muy en consonancia con el espíritu de este ciclo; pero el motivo histórico de esta singularidad litúrgica hay que buscarlo en otra parte.

Esta deriva probablemente de la antigua usanza, ya atestiguada en el siglo IX, de extender al principio de la Cuaresma un gran velo delante del altar, llamado en Alemania "paño del hambre" (Hungestuch), que lo escondía enteramente a los ojos de los fieles y que era quitado a las palabras velum templi scissum est de la pasión del Miércoles Santo. El fin de él, según algunos, era práctico; el pueblo, que no tenía calendario, debía con esto ser advertido que estaba en Cuaresma. En cambio, a juicio del P. Thurston, el velo cuaresmal quería ser un recuerdo de la antigua expulsión de los penitentes de la iglesia. Cuando la disciplina de la penitencia pública decayó, y todos los fieles en la Cuaresma, con la imposición de las cenizas, fueron considerados como puestos espiritualmente en penitencia, no fue, naturalmente, posible expulsarlos de la iglesia, como en otro tiempo, pero se quiso esconder a su vista el sancta sanctorum para separarlos, en cierto modo, del santuario hasta que en la Pascua no se hubiesen reconciliado con Dios.

 

El formulario de la misa del jueves se distingue netamente de los otros de este tiempo; ninguna alusión a los dolores de Cristo, ni siquiera al ayuno de Cuaresma. En cambio, se muestra como impregnado de dolor y de arrepentimiento de los pecados. Dos figuras dominan en él: Azarías en la lección profética (Dan. 3:25), que llora por las defecciones de Israel, imminuti sumus... propter peccata nostra, y en la perícopa evangélica la Magdalena arrepentida, que de la boca de Jesús escucha, asegurada, que sus pecados son perdonados. Callewaert cree ver en este formulario el texto de una antigua misa para la reconciliación de los penitentes celebrada en el Jueves Santo.

Encuentra una confirmación en las antífonas ad Bened. y ad Magnif. del día, referentes a la inmediata preparación de la Pascua, mientras, por lo general, en Cuaresma son sacadas del evangelio de la misa. Sabemos además que el evangelio de la pecadora era el que se leía en la misa arriba indicada junto con la lección de Daniel, la cual de hecho ha dado el texto del introito, Omnia quae fecisti... y dos versículos del gradual, Tollite hostias et introite in rafia eius: adórate in aula sancta eius (Ps. 95:8-9): Revelabit Dominus condensa et in templo eius omnes dicent gloriam (Ps. 28:9); se dirigen a los penitentes para anunciarles que desde ahora, reconciliados con la Iglesia, podrán volver a ocupar su puesto en la casa de Dios y participar en el sacrificio eucarístico, del cual el pecado los había excluido. El Señor les dejará ver su cara, como el invierno despoja a los árboles del follaje, y toda la comunidad cristiana alabará al Señor. Las cuatro oraciones actuales de la misa han sido transferidas aquí del gelasiano primitivo, que las ponía en el sábado de la tercera dominica de Cuaresma; pero en el gelasiano del siglo VIII se ponen otras cuatro oraciones manifiestamente entonadas con el formulario de los cantos y de las lecturas, y pueden fundadamente retenerse propias de una misa pro reconciliandis peccatoribus in Coena Domini.

 

Los antiguos libros litúrgicos anotan en el sábado antes de la dominica de Ramos: Sabbatum ad S. Petrum, quando eleemosyna datur. Sabbatum vacat. Este día era, por tanto, alitúrgico; el papa no hacía estación, pero se dirigía a San Pedro, lugar tradicional en la reunión de los pobres, para presidir una extraordinaria distribución de limosnas, quizá distribuidas hoy porque en Pascua el peso de los oficios litúrgicos no habría dejado el tiempo necesario. Alcuino (+ 804) la pone en relación con las palabras de Cristo dichas hoy en casa de Lázaro, ante setf dies Paschae (Lc. 12:1), a favor de los pobres, y que se leen todavía en la misa del Lunes Santo.

También en este día el papa daba a los sacerdotes titulares de Roma una oblata consagrada por él (fermentum), como significación de su íntima unión con la Sede Apostólica. Así, durante la Semana Santa inminente, ellos no deberían preocuparse cada día del acólito que les llevase de parte del papa la partícula consagrada para depositarla después en el propio cáliz. Ellos podrían comenzar libremente su misa a la hora que creían más oportuna, pero después de la fracción de las sagradas especies separaban una partícula de la oblata papal para unirla en el cáliz con la propia.

Posteriormente, las dos ceremonias decayeron, y fue, en cambio, instituida una nueva estación en la iglesia de San Juan ante Portam Latinam, que, por primera vez, Abdón en su martirologio había puesto en relación con el martirio de la caldera sufrido en Roma por el apóstol bajo Domiciano. Para tal estación fue compilada hacia el siglo IX la misa indicada hoy por el misal Miserere mihi, Domine, usando de los mismos cantos de la misa precedente y sacando de varias partes las oraciones relativas.

 

 

5. La Semana Santa.

 

Los Preliminares.

En la serie de los varios tiempos litúrgicos ocupa, sin duda, el primer puesto, por la importancia y la venerada antiguedad de sus ritos, la semana que precede inmediatamente a la fiesta de la Pascua, en la cual se celebran los misterios inefables de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Ya en el siglo IV era llamada por los latinos hebdómada paschalis, o, como nos atestigua Arnobio el Joven (s.V), authentica y en Oriente, hebdómada maior; Non quod — decía San Juan Crisóstomo — illius dies maiores sint alus ómnibus, sunt enim alii longiores; ñeque quod sint numero pures, pares quippe sunt; sed quod in eis a Domino res fraeclarae gestae sint. No menos antiguo es el apelativo "Semana Sanfau, hoy común en los países meridionales, encontrándose ya en San Atanasio y en San Epifanio: Hebdómada xerophagiae, quae vocatur sancta.

En un principio, sin embargo, y quizá ya desde el tiempo apostólico, se solemnizaba solamente el viernes y el sábado, los días, como nota Tertuliano, in quibus ablatus est sponsus, durante los cuales era universalmente observado un estrechísimo ayuno y se omitía, en señal de luto, el beso de paz. Pero a los dos días se añadió en seguida un tercero, el miércoles, la tradicional fiesta estacional propter initum a ludaeis consilium de proditione Domini, y después todos los otros, tanto que, hacia el 247, Dionisio de Alejandría decía que algunos llegaban a estar los seis días de esta semana sin probar alimento. Quizá a la introducción de una tal observancia, la más antigua que nosotros conocemos, no fue extraño el pensamiento alegórico que vemos aparecer en la primera lectura de la fiesta (329) de San Atanasio, cuando insiste sobre el severo ayuno que debe observarse en aquellos seis grandes y santos días, que son el símbolo de la creación del mundo. No hay que creer con esto que ya en el siglo IV todas las ferias de la Semana Santa tuviesen, desde el punto de vista litúrgico, la importancia que adquirieron después y tienen todavía. Quizás en Oriente eran frecuentadas por el pueblo y tenidas en más honor que en otras partes. Las Constituciones apostólicas mandan dar en estos días a los siervos reposo absoluto; San Epifanio habla de iglesias en las cuales se celebraba cada noche la vigilia y por la tarde una sinaxis, peroigilias sex obeunt ac tot ídem synaxes; y la piadosa peregrina de Aquitanía nos ha dejado una minuciosa descripción de la actividad verdaderamente extraordinaria que del Lunes Santo a la dominica de Pascua se desarrollaba en las iglesias de Jerusalén.

 

En efecto, las iniciativas litúrgicas de la ciudad santa, que en aquel ambiente sugestivo, lleno de inefables recuerdos, suscitaban un fervor y una conmoción indescriptibles, fueron el punto de partida de muchos de los actuales ritos de esta semana. Estos no vinieron a Roma directamente; pero después de haber influenciado la liturgia bizantina pasaron a las liturgias galicanas, y de éstas durante el período postcarolingio llegaron a Roma. En Roma, dos sólo eran los días litúrgicos en tiempo de San León (440-461): el miércoles y el jueves, recuerdo de la institución de la santísima eucaristía, al cual en la Urbe se asoció en seguida el rito de la reconciliación de los penitentes y de la consagración de los óleos santos. El lunes y el martes tuvieron un servicio litúrgico al organizarse la Cuaresma en tiempo del papa Hilario (+ 468); los dos últimos, viernes y sábado, la primitiva Pascua cristiana, no admitieron jamás, ni en Roma ni en otras partes, la celebración de la eucaristía.

Esto es confirmado por lo que narra Uranio en torno a la muerte de San Paulino (+ 431): quinta feria... dominicam Coenam celebravit, sexta vero feria orationi vacavit, sabbato autem secunda hora diei ad ecclesiam laetus processit et, ascenso tribunali, ex more populum, salutavit, resalutatus que a populo orationem dedit et collecta oratione spiritum exhalavit. Esta reunión, a la cual alude el biógrafo del Santo, no era estacional, sino aquella de los catecúmenos en la cual hacían la redditio symboli. Los ritos que hoy se celebran el Viernes Santo — adoración de la cruz, misa de los presantificados — entraron en la liturgia romana no antes del siglo VIII; los del Sábado Santo, todavía más tarde, habiendo sido anticipados a la vigilia sólo en el siglo IX.

 

Para facilitar la observancia del ayuno y la intervención en las vigilias litúrgicas de esta semana, los emperadores cristianos ya desde el siglo IV impusieron por ley el conceder a los siervos el reposo y suspender en el foro el curso de los juicios civiles y criminales. San Juan Crisóstomo alude a esto en la homilía antes citada: Non nos solum hanc hebdomadam veneramur, sed imperatores orbis nostri, nec perfunctorie, ipsam honorant, silentium indícenles ómnibus publica urbium negotia tractantibus, ut curis vacuí, nos om nes dies spirituali cultu prosequantur. Ideoque fori ianuas clauserunt. Cessenf, inquiunt, lites, iurgia, omnisque concertationis ac supplicii genus; quiescant tantisper carnificum manus. Esta ley, confirmada después por Justiniano, fue durante varios siglos generalmente observada en Oriente y Occidente. En las Galias, los capitulares de los reyes carolingios permiten en el siglo IX el trabajo, exceptuando solamente la semana después de Pascua, pero imponen la asistencia al oficio divino.

 

El Domingo de Ramos.

El apelativo Dominica palmarum que esta dominica recibió en el uso litúrgico ya desde el tiempo de San Isidoro de Sevilla (+ 636), ha hecho olvidar aquel más antiguo y originario De passione Domini, recordado en los sermones de los Padres latinos de los siglos IV y V, y otros no menos antiguos, como Capitulavium, Pascha competentium, dominica indulgentia, que se encuentran en los más vetustos libros litúrgicos.

La liturgia actual está constituida por la reunión de dos ritos de origen y carácter muy diversos: a) la bendición y procesión de las palmas; y b) la celebración solemne de la pasión de Cristo, ritos que en el curso de los siglos se han desarrollado muy variadamente a pesar de quedar siempre netamente distintos.

 

El origen de la procesión de los ramos, tan discutido hasta hace pocos años, hay que buscarlo en las costumbres de la iglesia de Jerusalén en el siglo IV. La entrada triunfal de Cristo en la ciudad santa, que se cumplió según la profecía de Zacarías (9:9), había sido considerada ya desde el siglo II como una de las más grandes afirmaciones de su mesianidad; motivo por el cual el conmemorar en Jerusalén su recuerdo no tenía solamente una razón histórica, sino un carácter apologético singular. Refiere Eteria que en la dominica anterior a la Pascua, a la hora séptima (alrededor de las trece), el pueblo con el obispo se reunía en el monte de los Olivos, entre las basílica Eleona y la del Imbomon o de la Ascensión. Comenzaban a cantar himnos y antífonas, intercalados con lecturas escriturísticas y oraciones; después, a la hora undécima (alrededor de las diecisiete), leído el evangelio que describe la entrada de Jesús en Jerusalén, se levantaban todos y, teniendo en sus manos ramas de olivo y de palmas, entre el canto de himnos y salmos alternados con el estribillo Benedictus qui venit in nomine Dominí, descendían procesionalmente con el obispo a la ciudad, in eo typo, quo tune Dominus deductus est. Se iba así hasta la iglesia de la Anástasis, donde se terminaba la función con el canto del oficio lucernario. Ninguna alusión a una bendición de los ramos. Con el tiempo, el pintoresco rito hierosolimitano creció en importancia y en solemnidad, porque en el siglo VI eran cinco las estaciones en las cuales se paraban durante el recorrido, y otras iglesias orientales, entre ellas Edesa y Constantinopla, la habían introducido en su ritual.

Nos es desconocido cómo y cuándo precisamente el uso litúrgico hierosolimitano haya pasado a Occidente. Las primeras señales ciertas se encuentran para España en San Isidoro de Sevilla (+ 636), en el Líber ordinum mozárabe y en el misal de Bobbio, cuyas fórmulas muestran evidentes puntos de contacto con el antiguo rito español y con la liturgia bizantina.

El Venerable Beda (+ 735), en la homilía ín Dominica Palmarum, parece conocer no sólo la fiesta, sino también una ceremonia litúrgica de las palmas El Versas de Teodolfo, obispo de Orleáns (760-821), Gloria, laus et honor, que gozó de tanta popularidad en la Edad Media, y del cual sólo una pequeña parte está contenida en el misal, atestigua ya un desenvolvimiento sorprendente en Angers por parte del ritual de la función de las palmas. En tiempo de Amalario (+ 853), la procesión era ya en Jas Calías una costumbre tradicional: In memoriam Ulitis reí — escribe él — solemus per ecclesias nostras portare ramos et clamare hosanna.

En Roma, los sacramentarlos gelasiano y gregoriano conocen solamente el título Dominica in palmis. pero es casi cierto que existía la bendición relativa, haciendo mención de ella una carta del papa Zacarías a San Bonifacio en el año es de esta dominica una bendición para los portadores de palmas. Es preciso descender al siglo X para encontrar en el Pontifical romano-germánico el más antiguo ritual de la procesión de las palmas y numerosas fórmulas de bendición.

 

El deseo de reproducir en el campo litúrgico las circunstancias de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén dio a la procesión de las palmas en el Medievo un movimiento dramático tan vivo y profundo, que quizá no encuentra igual en otras solemnidades del año. De ordinario, todo el pueblo, encabezado por el obispo y el clero, se reunía en una iglesia fuera de la ciudad o en un lugar elevado, como para representar el monte de los Olivos. Aquí, después de la lectura del Éxodo: Venerunt filii Israel in Elim, donde son recordadas las 70 palmas del desierto, se bendicen los ramos de palma, de olivo o de otros árboles con una larga serie de oraciones y se distribuyen. Entonces se pone en marcha la gran procesión, en la cual la persona del Señor está representada por el libro de los santos Evangelios, envuelto en un tapiz purpúreo, puesto sobre un portatorium, una especie de féretro ricamente adornado y llevado por cuatro diáconos, o bien por un gran crucifijo descubierto y rodeado de guirnaldas de fresco verde. Durante la procesión se alternaban las antífonas Cum afrpropinquasset, Cum audisset, Turba multa, Occurrunt turbae cum floribus, mientras los niños arrojaban flores al paso de los diáconos.

Llegados a las puertas de la ciudad, junto a la torre de guardia tenía lugar el solemne homenaje al Redentor. El Ordo de Besangon lo describe así: "Comienzan los niños de la schola, los cuales, extendidas por tierra las capas y las casullas y depuestos los ramos benditos delante de la cruz, la adoran de rodillas, mientras el clero canta el Kurie eleison y la antífona Pueri Hebraeorum vestimenta frrosternebant. En este punto es ejecutado en coros alternados40 el himno de Teodolfo Gloria laus et honor. Sigue después el homenaje del pueblo, que en pequeños grupos va delante de la cruz, depone sus flores y la adora, mientras se canta la antífona Omnes collaudent nomen tuum con el salmo Lauda lerusalem Dominum. Finalmente viene a postrarse el obispo con el clero, y el coro canta la antífona Percuízam foastorem. A estas palabras, un clérigo con la mano o con la palma le golpeaba levi ictu en las espaldas. Concluida la adoración de la cruz, el cortejo entra en la ciudad al canto de la antífona Ingrediente Domino in sanctam cwitatem y después del himno Magnus salutis gaudium. Y, llegados a la catedral, se entona el Benedictas, y el obispo concluye la procesión con una oración. En Roma, la procesión se formaba en Santa María la Mayor, para después dirigirse a San Juan de Letrán, la basílica estacional del día. Para representar a Cristo, en un principio fue llevado el libro de los Evangelios, cubierto generalmente de un paño purpúreo; pero más tarde fue suprimido este uso.

En Inglaterra y en Normandía era común la costumbre, introducida, según parece, por Lanfranco, arzobispo de Canterbury (+ 1089), de llevar en procesión la santísima eucaristía; en las pequeñas aldeas de estos países la procesión iba precedida de la cruz, que generalmente estaba erigida en el cementerio, y por esto era llamada "cruz de la palma" (Palm cross) En Alemania, desde tiempos de San Ulrico, obispo de Augusta (+ 973), se solía llevar en procesión el llamado "asno de la palma" (Palmesel), un asno de madera provisto de un carrito, sobre el cual estaba la estatua del Salvador, que después era expuesta en la iglesia a la veneración del pueblo retro altare usque ad completorium quartae feriae. En Milán, la bendición de las palmas tenía lugar en la basílica laurenciana; desde aquí, el arzobispo, montado sobre un caballo ricamente.enjaezado" se dirigía con la procesión hacia la basílica ambrosiana, donde se cantaba la misa.

 

La misa de la presente dominica, que mantiene todavía su impronta primitiva, está exclusivamente consagrada a la memoria de la pasión de Nuestro Señor, que la Iglesia antigua celebraba precisamente en este día. El salmo 21, Deus, Deus meus, réspice in me, quare me dereliquisti, el himno profético de los dolores de Cristo, ha proporcionado el texto para el introito y el tracto, el cual nos da los versículos más expresivos. La epístola recuerda la humillación heroica de Jesús usque ad mortem, mortem autem crucis. De las tres oraciones, la primera, que es la original, refleja exactamente el misterio del día; menos, en cambio, las otras dos, las cuales no se comprende por qué substituyeron a aquellas mucho más adaptadas contenidas en el gelasiano. En el evangelio se lee por entero la pasión escrita por San Mateo, el único que, según la antiquísima costumbre romana, se leía en esta semana. San León Magno atestigua que él solía hacer la explicación en esta dominica y en el miércoles sucesivo. En África, según escribe San Agustín, se leía el Viernes Santo; Passio autem, quia uno die legitur, non solet legi nisi secundum Matthaeum. En realidad, él había intentado hacer leer una armonía de los cuatro evangelistas, como parece se usaba en España; pero el pueblo no quiso saber nada: Volueram aliquando ut per singulos annos secundum omnes evangelistas etiam passio legeretur; factum est; non audierunt nomines quod consueverant et perturbati sunt.

La importancia de la lectura de la Passio era ya puesta de relieve en la liturgia antigua. San Agustín lo da a entender cuando escribe: Solemniter legitur Passio, solemniter celebratur. Los más antiguos evangeliarios, comenzando por el de Vercelli (s.V), hacen preceder a las palabras de Cristo en la historia de la pasión de San Mateo de alguna señal especial, las más de las veces una T. Más tarde se introdujeron otras dos: C al comenzar de nuevo la narración, S cuando entran en escena los interlocutores. Tales señales y otras muy variadas no son más que indicaciones musicales para servir de guía al cantor, según que la melodía se mueva para el canto del Christus en el tetracordo inferior del diapasón (tacite, trahe), o sobre la dominante (C = cito, celenter), para el texto narrativo, o bien en el tetracordo agudo (S = sursum), para las frases interlocutorias. La melodía actualmente prescrita por la rúbrica ha adoptado los signos dichos, excepto la T, en cuyo lugar ha puesto, como desde hacía tiempo lo hacían los copista medievales.

El uso de ejecutar la Passio con tres cantores, de los cuales uno representa la parte de cronista (evangelista), el otro la de Nuestro Señor, y el tercero, la de las varias personas que entran en la narración, fue introducido hacia el 1000 en las iglesias del Norte, y después imitado por todas partes por exigencias prácticas y quizá también por el deseo, conforme con el gusto de la época, de hacer más dramática y expresiva la narración.

 

De las tres primeras ferias de la Semana Santa, la del miércoles es la más antigua y la más importante. En Jerusalén, según cuenta Eteria, reunido el pueblo en la basílica de la Anástasis, se leía la perícopa evangélica en la cual Judas se ofrece a los ancianos para traicionar al Maestro. La gente escucha en silencio; pero cuando oye la vil petición Quid vultis míhi daré...? se vuelve toda un rugido y un bramido, y Eteria, como otros muchos, no puede contener las lágrimas. También en Roma la "feria cuarta" era bastante importante, como puede deducirse por la estación asignada a Santa María la Mayor y por las dos lecturas proféticas, que pertenecen todavía a la misa. Más aun: en un principio, la sinaxis de este miércoles debió probablemente ser alitúrgica, es decir, sin celebración de misa, como el Viernes Santo, ya que por muchos siglos los Ordines romani han conservado señales de esta primitiva disciplina. En efecto, prescriben que la feria cuarta de la semana grande, en la reunión general del clero de la ciudad y suburbano, que tenía lugar en la laterana por la mañana, no se recitase otra cosa que las Orationes solemnes, hoy en uso exclusivamente el Viernes Santo. La consagración eucarística estaba reservada a la estación vespertina en la basílica liberiana. La lectura de la Passio según el Evangelio de San Lucas comienza a sernos atestiguada en los Capitulare romanos al final del siglo VII; la de San Mateo fue introducida no antes del siglo IX en lugar de la lección evangélica primitiva del lavatorio de los pies (Lc. 13:1-15), reservada después al Jueves Santo.

 

Jueves Santo.

Los libros litúrgicos titulan este día, consagrado principalmente a celebrar la institución de la santísima eucaristía, feria quinta in Coena Domini; tal nombre era ya común en África y en Italia a principios del siglo V. Por el contrario, el calendario de Polemio Silvio señala el Jueves Santo al 24 de marzo con la rúbrica Natalis calicis. Esta fecha y esta expresión, que se encuentran también en Avito de Viena (+ 518), Eligió de Noyon (+ 656) y parece que fueron corrientes en las Galias meridionales durante los siglos VI y VII, se explican con la idea, entonces muy común, de considerar el 25 de marzo como la fecha histórica de la muerte de Nuestro Señor, y el 27 como el de la resurrección.

La liturgia del Jueves Santo, expresada en el oficio y en el formulario de la misa, une al recuerdo de la institución eucarística los luctuosos episodios que poco después dieron principio a la pasión de Cristo, es decir, la oración y mortal agonía en el huerto de los Olivos y la traición de Judas; muchas iglesias llamaban a este día dies traditionis. En este mismo día, desde la más remota antiguedad cristiana se hacían dos ritos expeciales: a) la reconciliación de los penitentes, y b) la consagración de los óleos santos, con vistas a la bendición de la fuente bautismal y a ]a confirmación de los neófitos en la noche de Pascua.

 

Las tres misas antiguas.

El sacramentarlo geíasiano contiene tres misas para el Jueves Santo. La primera, propia de la iglesia romana, era celebrada para la reconciliación de los penitentes, cuyo rito en este jueves desde el 416 servía como misa de los catecúmenos, y por eso era inmediatamente seguida de la ofrenda y de la misa de los fieles; la segunda, llamada missa chrismalis, por la consagración de los óleos; la tercera, titulada ad vesperum, en memoria de la institución de la santísima eucaristía y de la traición de Judas. Esta última tiene relación con el uso, testimoniado en África, por San Agustín y en Oriente por San Epifanio y por Eteria, de celebrar, además de la misa de la mañana, una segunda por la tarde, post nonam, a imitación de la última cena de Nuestro Señor, durante la cual se solía recibir la comunión sin estar en ayunas. El gregoriano y los antiguos Ordines románino conocen más que una misa, la de la consagración de los óleos santos, la cual se celebraba a hora más bien tardía, hora quasi séptima, dice el Ordo de Einsiedeln; revestía marcado carácter festivo. El papa y los diáconos induuntur dalmaticis vel omni ornamento se canta el Gloria in excelsis Deo, y en todo se procede con el ceremonial de las grandes solemnidades, sicut mos est in dies solemní. También hoy día, a pesar de que el formulario de la misa haya modificado el carácter antiguo, los ministros llevan vestidos blancos de fiesta; blanco es el velo que cubre la cruz del altar, y el Gloria es entonado entre el sonido prolongado de las campanas, después de lo cual callan hasta la misa de Pascua.

Este silencio de los bronces sagrados, simbólico sin duda, al cual ya alude Amalario, comenzaba en algunos lugares aun antes de la misa. A completorio — dice Durando — sive a vespera qua Dominus traditus fuit, campanarum silentium inchoatur; alii ad primam huius quintae feriae et non ulterius pulsant campanas, fit tamen signum cum tabula. La tabula (crepitaculum, crótalo), de la cual habla Durando, era un instrumento de madera muy difundido en los claustros hasta los tiempos de Casiano, donde suplía al servicio de las campanas, entonces no muy generalizado. En particular, según las costumbres cluniacenses, se usaba sonar la tabula cuando un monje entraba en agonía (Tabula morientium) y cuando tenía lugar el lavatorio de los pies (ad rnandatum). Es quizá de estos usos monásticos medievales de donde nace la costumbre de suspender en los días del triduo sagrado de la muerte del Redentor el sonido de las campanas y de substituirlo con el de los instrumentos de madera.

La misa actual ha modificado notablemente su ordenación primitiva, no siendo ya solamente en función de la consagración de los óleos, sino de la eucaristía y de la traición de Judas. Según una hipótesis de Morin, apoyada por los libros litúrgicos más antiguos, en la misa original de la elenco de los días de precepto el Jueves in Coena Domini. Quater in anno — escribía Raterio de Verona (+ 978) en una instrucción a sus sacerdotes, id est átale Domini et Coena Domini, Pascha et Pentecostés, omnes fideles ad communionem Corporis et Sanguinis Domini accederé admonete. La práctica había arraigado tanto entre los fieles, que durante los siglos XII-XIII la multitud de los que comulgaban impedía prácticamente al clero el comulgar. Un Ordo monástico de la época lleva esta advertencia: Feria Quinta maioris hebdomadae propter multitudinem pauperum et hospitum non communicant canonici, ñeque fratres.

 

La bendición de los óleos.

La consagración de los óleos, que está encuadrada en la misa pontifical de este día, se remonta ciertamente a una alta antiguedad, aunque no sea posible hacerla ascender hasta una verdadera tradición apostólica, como quisiera San Basilio. Tertuliano es el primero en hablar cuando escribe: Esressi de lavacro perungitur benedicta uncfzone, y ya la Traditio, de Hipólito, la reserva expresamente al ministerio del obispo. Estos en Roma, según la Traditio, consagraban inmediatamente antes de conferir el bautismo, sea el crisma, llamado por Hipólito oleum euchanstiae, sea el aceite de los catecúmenos, llamado oleum exorcistatum. El aceite para los enfermos era bendecido por el sacerdote en las misas ordinarias todas las veces que fuese pedido por los fieles.

Es difícil precisar cuándo se comenzó a bendecir conjuntamente los tres óleos litúrgicos y a fijar el rito en el Jueves Santo. El primer testimonio de tal disciplina es el gelasiano y el I OR. Fuera de Roma, en la época de su composición imitad del s.VI) existían usos diversos.

La más antigua fórmula de la bendición del óleo de los enfermos se encuentra en la Traditio, de San Hipólito, una frase de la cual ha pasado textualmente en la oración epiclética: Emitte, quaesumus, Domine, Spiritum Sanctum, contenida en el gelasiano y todavía en uso hoy. El obispo la recita en voz baja sobre la ampolla del óleo, llegado a aquellas palabras del canon Per quem haec omnia, Domi ne... cuando, según la disciplina primitiva, el sacerdote solía bendecir los frutos estacionales, el aceite, las flores y, en general, todo aquello que los fieles llevaban a la iglesia. Un recuerdo de esta antigua popularidad del óleo bendecido para los enfermos era el uso medieval romano de que, mientras el papa el Jueves Santo bendecía el oleum infirmorum del altar, los presbíteros al mismo tiempo se asomaban a los lados del presbiterio para bendecir también ellos las varias ampollas del aceite que presentaban sus fieles.

La consagración del crisma hoy se realiza inmediatamente después de la comunión, pero antiguamente, según la rúbrica del gelasiano, tenía lugar la fracción de las oblatas y la mezcla. Esta se inicia con la bendición del bálsamo y con su mezcla con el óleo crismal mediante dos fórmulas de origen galicano, desconocidas hasta el siglo XV en los libros romanos. Según el vetusto uso de Roma, el papa mezclaba el bálsamo con el crisma, estando en el secretarium, inmediatamente antes de la misa. Hecho esto, el obispo en primer lugar y después cada uno de los doce sacerdotes asistentes, soplan tres veces en forma de cruz sobre la ampolla. Es ciertamente un gesto de exorcismo, que se encuentra mencionado por primera vez en el Ordo de San Amando, cuyo significado se declara en la fórmula Exorcizo, añadida después del siglo XI.

Sigue después la solemne oración eucarística consecratoria del crisma, referida ya por el gelasiano, en la cual se hace como la historia del simbolismo escriturístico añejo a la unción del aceite; del ramo de la paloma del arca de Noé, a la unción de Aarón por mano de Moisés y a la aparición de la paloma después del bautismo de Cristo; y termina con una epiclesis al Padre a fin de que, por los méritos de Jesús Salvador, envíe al Espíritu Santo, infundiendo su potencia divina en el perfumado líquido para que resulte para los bautizados crisma de salud. Hecho esto, los sacerdotes asistentes se acercan por turno a la ampolla del crisma y la saludan tres veces: Ave, sanctum Chrisma, haciendo la genuflexión y besándola reverentemente. El saludo es de origen romano, atestiguado ya en el I OR; pero el beso es una tardía novedad galicana.

Análogas ceremonias se hacen con el óleo de los catecúmenos después que el obispo, previo exorcismo, lo ha consagrado con una simple oración.

Lo que tiene de característico la bendición de los óleos es la procesión solemne que se hace para el traslado de las ampollas del crisma y del óleo de los catecúmenos de la sacristía al altar, y viceversa. Participan en ella los sacerdotes, los diáconos y los subdiáconos asistentes a la misa; se llevan las luces y el incienso y durante el trayecto se cantan los versus, atribuidos a Venancio Fortunato, Audi íudex mortuorum, con el estribillo O Redemptor, sume carmen. Este rito no es de origen romano. Los textos romanos anteriores al siglo IX dicen expresamente que un ministro inferior (subadíuva) o dos acólitos presentan al obispo las ampollas del óleo que se ha de consagrar; pero no alude a un traslado solemne: Continuo dúo acolythi involutas ampullas cum sindone... e medio tenent in brachio. La procesión aparece por primera vez en el X OR (s.XIII), es, según De Puniet, una explícita interpolación galicana. Es conocido como la liturgia galicana, de acuerdo con la bizantina, usa el acompañar las ofertas al altar con una procesión solemne y con el canto de especiales antífonas. Fue precisamente uno de estos ritos la procesión de los óleos, que, habiendo pasado al pontifical romano-germánico (s.IX-X), entró por medio de él en el dominio de la liturgia romana.

 

El "sepulcro" y los ritos conclusivos.

El celebrante en este día, según la rúbrica del misal, debe consagrar dos hostias, una de las cuales consume él mismo, y la otra reservat pro die sequenti, in quo non conficitur sacramentum. Ya que el Viernes Santo ha sido siempre alitúrgico, el uso de reservar la eucaristía para el día siguiente es antiquísimo. El IOR, después de haber dicho que el papa distribuye la comunión a todo el pueblo, añade: Et serval de Sancta usque in crastinum (n.31).

El Sancta que se debía guardar para el día siguiente eran los elementos eucarísticos bajo las dos especies. El gelasiano lo declara expresamente en las rúbricas del Viernes: Proce-dunt (los diáconos) cum corpore et sanguino Domini, quod ante diem remansit. Pero después del siglo XI, los libros rituales romanos, mientras prescriben siempre el poner en reserva una parte de las oblatas consagradas, tiene cuidado en especificar que debe excluirse el vino: Sanguis Domim penitus absumatur; en efecto, la comunión baio las especies del vino había cesado para los fieles.

La eucaristía se guardaba en el sagrario, como de costumbre. Pero durante el siglo XI, y más tarde bajo el impulso de la creciente devoción al Santísimo Sacramento, la disciplina comienza a sufrir radical innovación. La eucaristía no se conserva ya en la sacristía, sino que queda depositada en la iglesia sobre un altar o en un lugar convenientemente preparado, y su traslado se realiza procesionalmente y con cierta pompa.

El simbolismo fundamental de esta deposición eucarística, resaltado ya desde el siglo IX por Amalario y después fácilmente repetido por los liturgistas medievales, fue el de simbolizar la muerte de Cristo en el sepulcro, para completar con el jueves los tres días pasados por El en la tumba; por lo demás, todo el aparato litúrgico que lleva consigo la evolución del rito sugería fácilmente la idea y el nombre de "sepulcro," llamado todavía impropiamente así por el pueblo a pesar de que la Iglesia haya siempre prohibido el acumular elementos tales (como guardias, tumba, imágenes de María y de San Juan, emblemas fúnebres, etc.) que pudiesen hacer alusión a esta idea.

A aumentar el equívoco contribuyó quizá, más que nada, la costumbre, introducida casi umversalmente después del siglo XI, de erigir en el Viernes Santo detrás o a un lado del altar o en una capilla lateral una representación del sepulcro de Cristo, donde, en un tabernáculo preparado, era solemnemente depositada o. como se decía, sepultada la cruz del altar y la santísima eucaristía. Los fieles la adornaban copiosamente con flores y luces y de día y de noche hacían la guardia rezando hasta el alba de Pascua; la eucaristía era entonces llevada procesionalmente al altar. Indudablemente, esta función con su sepulcro simbólico, aunque posterior en cuanto a la fecha, ha prevalecido sobre la otra y le ha dado el propio nombre.

 

Depositado el Santísimo Sacramento, se recitan vísperas por el coro. En la liturgia romana de los siglos VII-VIII, hoy, como en los días sucesivos, no había lugar para el oficio vesperal, ya que las funciones del día tenían lugar en las horas de la tarde. En efecto, los más antiguos Ordines romani hablan más bien de las vigilias y de las laudes, pero callan absolutamente de las vísperas. Las vísperas actuales, que se encuentran ya por entero, excepto pequeñas diferencias, en el antifonario de San Pedro, han sido introducidas en el siglo XI después de que la misa del día había sido trasladada a las horas antes del mediodía.

Recitadas las vísperas, el celebrante con los ministros procedía a desnudar los altares. El rito es, sin duda, muy antiguo, mencionándolo ya el I OR: A véspero autem huíus diei nuda sint altaría usque in mane Sabbati. No es, sin embargo, improbable que esta ceremonia, aparentemente tan expresiva, sea un resto del uso primitivo de quitar los manteles del altar apenas terminada la sinaxis. Un canon del concilio XVII de Toledo parece confirmarlo.

Además de desnudarlo, se practicaba en la Edad Media, generalmente después del mediodía, el lavado de los altares con agua y vino. También este rito, si bien de ordinario interpretado místicamente como un fúnebre obsequio a Cristo, representado por el altar, tuvo probablemente un origen sencillamente natural. Se lavaban los altares uara prepararlos para la gran solemnidad de la Pascua. En este sentido escribía San Isidoro de Sevilla: Eodem die Jueves Santo altaría templi parietes et pavimenta lavantur, vasaque purificantur quae sunt Domino consecrata. En el uso de Roma, esta ceremonia debió entrar muy tarde, porque no se hace alusión a ella en los sacramentarios gelasiano y gregoriano. Pero, mientras desde hace mucho tiempo ha perdido por todas partes todo carácter litúrgico, en la Urbe se practica todavía con respecto al altar papal en la basílica de San Pedro. Terminado el oficio de tinieblas, el clero de la basílica se dirige procesionalmente al altar de la Confesión, que primeramente ha sido despojado, y sobre el cual están preparadas siete ampollas llenas de vino blanco mezclado con agua. Entonada la antífona Diviserunt sibi, que es proseguida por los capellanes con los versículos del salmo 21, veus, Deus meus, el canónigo oficiante y otros seis ascienden las gradas del altar, y todos derraman simultáneamente sobre la mesa el contenido de las ampollas. Después se retiran para dejar el puesto al cardenal arcipreste, que sube al altar y con un ramo de tejo esparce el líquido; lo mismo hacen después de él todos los canónigos. Terminado esto, vuelven al altar el canónigo oficiante y los seis asistentes, que con esponjas o con paños secan la mesa. Por último, estando todos de rodillas, el oficiante recita el verso Chrlstus factus est, después en secreto Pater noster, y se termina con la oración Réspice.

 

Viernes Santo.

 

La adoración de la cruz.

A las lecturas sigue actualmente la adoración de la cruz. Este rito, introducido en Jerusalén después de la invención de la cruz hecha por Constantino, nos es descrita por San Cirilo de Jerusalén y más largamente en la relación de la peregrina Eteria. Era muy simple y sin preciso carácter litúrgico. A la hora octava se reunía el pueblo en la iglesia de la Cruz, sobre el Gólgota; el obispo está sentado en su cátedra rodeado de los diáconos, y delante de él, sobre una mesa cubierta con un mantel, se deposita el leño de la cruz y el título, despojándolos de la cubierta de plata dorada donde solían conservarse. El obispo extiende sobre ellas la mano y los diáconos vigilan para que ninguno por atrevida devoción se atreva a levantar alguna pequeña parte. Entre tanto, todos, del clero y del pueblo, uno por uno, pasan delante a venerar las reliquias, besándolas y aplicándolas a la frente y a los ojos. Ningún canto u oración durante la ceremonia; todo se desenvuelve en silencio.

El rito, que atraía enorme concurso de pueblo, fue imitado, como lo atestigua ya San Paulino, en muchas iglesias del Oriente y del Occidente, y, sobre todo, en aquellas que tenían la fortuna de poseer una reliquia de la verdadera cruz. Entre éstas estaba Roma, que en el siglo V poseía varias, entre las cuales una en la basílica de Santa Cruz de Jerusalén, transportada después por el papa Hilario (461-468) al nuevo oratorio de la Cruz, en el laterano, que se perdió después, y otra "depositada por el papa Símaco (498-514) en el Oratorium crucis, añejo a San Pedro. Cuando hubiera comenzado en Roma la ceremonia de la adoración, resulta difícil precisarlo. Sin embargo, considerando que ésta muestra evidentes caracteres de origen bizantino, es lícito conjeturar que haya sido introducida en la primera mitad del siglo VII y quizá anteriormente a la misma fiesta de la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre).

La más antigua descripción de la ceremonia romana se encuentra en el Ordo de Einsiedeln (s.VIII), que reproduce en su austera simplicidad la de Jerusalén. El papa, hacia la hora octava, desciende del patriarcado lateranense y, con los pies descalzos, junto con los ministros, va procesionalmente a Santa Cruz de Jerusalén llevando en la mano un incensario humeante, mientras, detrás de él, post dorsum Domini apostolici, un diácono lleva lignum pretiosae crucis in capsa...intus cavam habens confectionem ex balsamo satis bene olente. Era probablemente la reliquia de la cruz del papa Símaco, más tarde desaparecida y después encontrada por el papa Sergio. Entrados en la iglesia y depositado el relicario sobre el altar, el pontífice descubre la cruz, se postra a adorarla y después se levanta y la besa. Así hacen todos los miembros del clero, el pueblo y hasta las mujeres, a las cuales, sin embargo, es llevada la cruz por los subdiáconos al lugar designado para ellas. Siguen después las lecciones, los responsorios, el canto de la Passio, las lecciones.

Entonces, el pontífice saluda al pueblo y vuelve procesionalmente al laterano cantando el salmo Beati immaculati. En cuanto a la comunión, el Ordo nota expresamente que Apostolicus ibi non communicat nec diaconi. Pero, continua el Ordo, si alguno desea recibir la comunión, debe dirigirse a las otras iglesias o títulos de Roma y comulgar allí. Esto prueba que, después de la función papal, en los títulos se celebraba una ceremonia análoga, concluida con la comunión. Es ésta, en efecto, la función la encontramos descrita por el gelasiano, la cual se celebraba hacia la hora de nona, la hora de la muerte de Cristo. Se comienza poniendo la santa cruz sobre el altar; hechas las lecturas y dichas las lecciones, los diáconos llevan del sagrario las especies consagradas en el día anterior, depositándolas sobre la mesa. Entonces, el sacerdote se dirige al altar, adora la cruz y |a besa. Recita después el Pater noster con su embolismo y comulga; lo mismo hacen los fieles después de que a su vez han adorado y besado la santa cruz.

Como se ve, el primitivo rito romano era muy simple. El único elemento decorativo consistía en el canto del Ecce lignum crucis, intercalado como antífona entre los larguísimos versículos del salmo 118, Beati immaculati in vía, durante el recorrido del laterano y mientras el pueblo desfila para besar la cruz.

Pero en España y en las Galias, bajo el influjo de la liturgia de Jerusalén, la ceremonia fue en seguida dramatizada con el descubrimiento y ostentación de la cruz, con la triple postración y oraciones delante del santo leño y, sobre todo, con el canto dialogado del Popule meus, de los improperios y del trisagio bizantino, y terminada por fin. como grito de triunfo, con la antífona griega Crucera tuam, cantada sobre el tema del Te Deum, y que ensalzaba las glorias de la cruz, junto con las líricas expresiones de los dos himnos Pange lingua y V exilia regís, de Venancio Fortunato. Todos estos elementos de origen extranjero, importados en la liturgia romana entre los siglos IX y XI, forman hoy el cuadro altamente sugestivo de la adoración de la cruz, que ha terminado por centrar en sí la más grande atención del pueblo.

Hay que observar, sin embargo, que el rito antiguo estaba ordenado a la adoración de una reliquia de la verdadera cruz. Pasado a las iglesias donde no se tienen reliquias de tal género, y celebrado por esto con un crucifijo, ha perdido su primitivo significado.

 

La misa de los presantificados.

La llamada misa de los presantificados (de los términos griegos ή των προηγιασμένων λειτουργία) con que termina la funciσn del Viernes Santo, aunque acompañada de algunas oraciones y ceremonias propias de la verdadera misa, no es en realidad más que un simple rito de comunión hecho con las sagradas especies precedentemente consagradas. Duchesne la pone en relación con las antiguas sinaxis alitúrgicas, las cuales muchas veces, como observa Tertuliano, se concluían con la comunión: Similiter de stationum diebus non putant plerique sacrificioruní orationibus interveniendum, quod statio solvencia sit accepto corpore Domini. Todavía hoy los griegos, apoyándose en un canon del concilio de Laodicea (365) y de Constantinopla (en Trullo, a.692), se abstienen de celebrar el santo sacrificio en los días de Cuaresma, excepto el sábado y la dominica, supliéndolo con la misa de los presantificados. El Viernes Santo, sin embargo, toda la Iglesia antigua, por un justo motivo de luto, suprimía no sólo la celebración de la misa propiamente dicha, sino también el uso de los presantificados, es decir, de la comunión. La Peregrinatio, en efecto, calla completamente; aun hoy día es desconocido al rito griego y ambrosiano. Todavía en el siglo VIII no parece que la iglesia romana lo hubiese reconocido oficialmente, porque, como apuntábamos arriba, Amalario y el Ordo de Einsiedeln concuerdan en afirmar que ninguno del clero recibe la comunión en el lugar donde oficia el papa. El Ordo citado, sin embargo, se apresura a añadir que el pueblo la hacía en los títulos: Qui noluerit ibi communicare vadit per alias ecclesias Romae seu per títulos et communicat.

 

Sábado Santo.

El Sábado Santo ha sido siempre también en Oriente un día alitúrgico. Traditio Ecclesiae habet — escribía Inocencio I (402-417) — isto biduo (el viernes y el sábado) sacramenta penitus non celebran. En él la Iglesia continúa el luto por la muerte del Redentor, conmemorando la sepultura: In pace in idipsum dormiam et requiescam...; Re quiescet in monte sancto tuo...; Caro mea requiescet in spe (antífonas del primer nocturno), y el descenso a los subterráneos del limbo: Elevamini portae aeternales et introibit rex gloriae...; Domine, abstraxisti ab inferís animam meam (primera y tercera antífonas segundo nocturno); Non derelinques animam meam in inferno... (Ps. 15, primer nocturno).

Es superfino notar cómo todas las funciones que actualmente se desenvuelven en este día eran en un principio celebradas exclusivamente en la noche sucesiva, la solemne vigilia de Pascua (nox sancta), madre de todas las vigilias cristianas, que terminaba al alba de la dominica. Esta es ya comentada en la Epistula Apostolorum, de la primera mitad del siglo II, y por la Didascalia, a principios del III, que traza todo el programa eucológico. Una tradición que San Jerónimo hace remontar a los apóstoles, quienes mandaban estar vigilantes hasta más allá de la media noche en espera de Cristo, porque El, a semejanza del ángel exterminador, habría vuelto en la noche de Pascua, est enim Phase id est transitas Domini. La vigilia, portante, se prolongaba durante casi toda la noche, de donde viene el nombre de pannuchia que se le dio en Oriente. Tertuliano hacía de esto motivo para apartar a la mujer cristiana de casarse con un infiel: Quis... solemnibus Paschae abnoctantem securus sustinebit? El pueblo se reunía en la iglesia hacia la puesta del sol; a vespera, dicen las Constituciones apostólicas; Eteria indica la hora de nona. Más tarde, para favorecer mayormente el concurso del pueblo, o quizá, mejor, para eliminar los inconvenientes a los cuales daba lugar una reunión nocturna tan prolongada, la Iglesia progresivamente anticipó las funciones a la tarde del Sábado Santo. Los más antiguos Ordines rornani (s.VIII-IX) indican la hora séptima u octava; las Consuetudines farfenses (s.XI), la hora de nona. Comenzando por el X OR (s.XIII), los libros romanos señalan la hora de sexta, que fue después conservada en el vigente Coeremoniale Episcoporum; pero prácticamente, desde hace al menos dos siglos, trasladada hasta la hora de tercia, es ahora reconocida oficialmente por el Código Canónico, que señala al mediodía el término de la Cuaresma. No se puede negar que estas sucesivas anticipaciones hayan creado un desconcierto, más aún, cierta contradicción, entre el misterio del día y las fórmulas litúrgicas que le han sido sobrepuestas. A pesar de esto, la Iglesia mantiene sus ritos, los cuales conservan siempre su razón histórica conmemorativa y todo su valor simbólico.

Antiguamente, la mañana del sábado era consagrada a preparar el grupo de los elegidos al inminente bautismo. Estos eran sometidos a un nuevo y solemne exorcismo, al rito del epheta y a la triple renuncia a Satanás. Debían, además, expresar públicamente su adhesión a la fe con la redditio Symboli, esto es, con la recitación del Credo, que se les había enseñado en el escrutinio del sábado in mediana, después de lo cual eran despedidos; Filii charissimi, revertimini in loéis vestris, expectantes horam qua possit circo vos Dei gratia baptismum operan.

 

La preparación al bautismo.

Con las doce lecciones o profecías que siguen a la consagración del cirio, comienza propiamente el tradicional oficio de la vigilia romana de Pascua. Sabbato sancto — escribe el Ordo de Einsiedeln — hora quasi VII ingreditur clerus in ecclesiam... et accendunt dúo regionarii per unum quemque fáculas... et veniunt ad altare; et ascendit lector in ambonem et legit lectionem graecam. Sequitur in principium et oraliones et "Flectamus genuan et tractus."

El número primitivo de lecciones fue de doce, no sólo en Roma, sino en toda la Iglesia; sobre este punto se constata una rara uniformidad tanto en Oriente como en Occidente. San Benito, que en la ordenación de las horas canónicas se inspiró en la práctica de la iglesia romana, fijó en doce el número de las lecciones del oficio de la vigilia de la dominica. Por lo cual no está lejos de la verdad Batiffol conjeturando que estas lecciones pronunciadas sin título, sin bendición, sin fórmula de terminación y en las dos lenguas griega y latina representan el tipo arcaico de la vigilia de Pascua tal como debía celebrarse alrededor del siglo IV y aun antes. Más tarde, en Roma, el número sufrió oscilaciones. El gelasiano las reduce a diez; el gregoriano en sus varias recensiones, unas veces a cuatro y otras a ocho; en las Galias, en tiempo de Amalario (s.IV) eran cuatro; pero la tradición duodenaria, vigente en muchas iglesias del Norte, terminó por prevalecer e imponerse también en Roma.

El Líber pontificalis recuerda a propósito de Benedicto III (855-858) que dignum volumen praeparare studuit, in quo graecas et latinas lectiones, quas die sabbato sancto Paschae, simulque et sabbato Pentecostés subdiaconi legere soliti sunt, scriptas adiungi praecepit.

Las doce lecciones, que están tomadas de diferentes libros escriturísticos, forman como una serie de cuadros, los cuales no sólo debían servir de preparación a los catecúmenos para el bautismo inminente, sino también para todos los fieles un reclamo eficaz para recordar la gracia del bautismo recibido; no hay, en efecto, ninguna o sólo muy lejanas referencias al misterio de la resurrección. Se cuentan la narración de la creación (Gen. 1 y 2), la historia del diluvio (id., 5-8), la tentación de Abrahán (id., 22), el paso del mar Rojo (Ez. 14-15), seguido del cántico de Moisés Cantemus Domino, el canto propio de los neófitos, que en el milagroso suceso veían prefigurado su propio paso a la fe. Vienen después las profecías propiamente dichas, representadas por Isaías (54 y 55), Baruc (3), Ezequiel (37), con su trágica visión de los huesos que reviven, y de nuevo Isaías (4), que hace de introducción a su célebre canto Vinea acia est dilecto. La viña era figura de la Iglesia en el simbolismo antiguo. Las últimas cuatro lecciones tienen carácter histórico: Éxodo (12), que describe el rito de la inmolación del cordero pascual; Jonas (3), mandado a predicar a Nínive la penitencia; Moisés (Dt. 31), que reprende al pueblo su infidelidad a Dios, con el cántico Atiende caelum et loquar, y, finalmente, Daniel (3), con la narración de los tres jóvenes arrojados al horno. Cada lección va seguida de la oración colectiva, hecha de rodillas, Flectamus genua, después resumida en la oración del celebrante.

Hoy, los tres cantos están intercalados entre las lecturas El misal romano los llama tractus, pero en los códices (gelasiano, gradual de Monza) llevan el nombre de Canticum. Estos, en efecto, no están sacados del Salterio, como los comunes cantos responsoriales, sino de la antigua colección de odas proféticas escriturísticas, transmitidas a nosotros por la Sinagoga, que una antiquísima tradición hacía cantar en torno al oficio matinal. Su texto, que se diferencia notablemente del de la Vulgata, representa una versión latina anterior a la jerosolimitana. Actualmente, a la duodécima lectura de Daniel no sucede ningún cántico; pero es probable que en un principio existiesen las así llamadas Benedicciones, es decir, el cántico de los tres jóvenes, como se encuentra siempre en la ordenación del antiguo oficio de la vigilia de las témporas. San Agustín lo atestigua expresamente, y nos ha quedado una señal en algún libro litúrgico posterior.

Este conjunto de prolijas lecturas, de cánticos y de oraciones debía confiarse, sin duda, a los fieles; pero el ambiente fuertemente iluminado que presentaba la Iglesia en aquella solemne vigilia y más todavía la palabra viva del obispo y de los presbíteros, que comentaban los puntos más salientes de las lecciones, tenían despiertos y ocupados a los fieles durante toda la noche. San Agustín lo declara abiertamente: Multas divinas lectiones audivimus, quarum prolixitate parem sermón em nec nos valemus. nec vos capíiis, si valeamus.

 

El rito de la vigilia verdadero y propio terminaba en este momento. Terminadas las lecturas, mientras el cortejo del pontífice y del clero, con el grupo de los catecúmenos y de sus padrinos, se dirigía hacia el baptisterio, se alternaban los versículos del salmo 41, Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum... El agua mística en la cual deseaban saciarse los elegidos era la gracia del bautismo inminente. La oración que concluye el salmo y resume el pensamiento es todavía dicha por el celebrante antes de comenzar la bendición de la fuente, y lo expresa muy bien: Ornn. aei. Deus, réspice propitius ad devotianem populi renascentis, qui sicut cervus, aquarum tuarum expetit fontem; et concede propitius, ut fideí ipsius sitis, baptismatis mys terio animam corpusque sanctificet.

Nosotros no describimos los ritos de la consagración de la fuente y la administración del bautismo porque pertenecen a la historia litúrgica del bautismo, que formará la materia del segundo volumen de esta obra.

Durante la larga ceremonia bautismal, la gran masa del pueblo, sin dirigirse toda al baptisterio, donde no habría cabido, permanecía en la iglesia con el clero inferior y con el grupo de los cantores. Para emplear santamente aquel tiempo se cantaban tres veces las letanías, pero de forma que, en un principio, cada invocación era repetida siete veces, después cinco y, finalmente, tres. Es ésta la razón por la que todavía hoy, a la vuelta de la procesión del baptisterio, se repiten dos veces cada una de las invocaciones de la letanía.

Cuando la función bautismal está terminada, el majestuoso cortejo del clero y de los neófitos, vestidos de blanco, teniendo en la mano un cirio encendido, entra de nuevo en la iglesia, toda resplandeciente de luz, mientras la schola ejecuta las últimas invocaciones de la letanía. Llegados al altar, el papa, stat inclinato capite usque dum repetunt "Kyric eleison," y comienza la misa de Pascua. Acaba de pasar la media noche.

En contraste con las rúbricas expuestas, atestiguadas por todos los Ordines romani, y con el carácter procesional de la letanía, hoy el celebrante y los ministros durante el rezo de la letanía están postrados boca abajo sobre el pavimento hasta el Peccatores, después de lo cual se levantan para dirigirse a la sacristía y revestirse de los ornamentos blancos para el sacrificio. En compensación se ha mantenido la antigua y característica fusión de la litania terna con la misa; los últimos Kyrie y Christe de una, repetidos tres veces, sirven todavía como de introducción para la otra.

 

La misa de Pascua.

La misa de la gran noche de Pascua fue siempre considerada por encima de todas las demás festivas y solemnes. Hasta el siglo XI, los simples sacerdotes, sólo en esta ocasión, podían cantar el Gloria in excelsis Deo, que ya, al tiempo de San Ethelwold (+ 984), en Inglaterra se entonaba en medio del sonido de las campanas. El Alleluia, el grito del júbilo cristiano, que estaba suprimido desde hacía nueve semanas, surge con Cristo y suena gozoso en la boca de la iglesia. En el uso romano medieval, el papa mismo lo anunciaba, y todavía hoy es el celebrante el que, terminada la epístola, lo repite tres veces con voz siempre más alta, después de que, si se trata de un obispo, el subdiáeono le dice: Reverendissime Pater, annuntio vobis gaudium magnum, quod est Alleluia. Es ]a alegría, que con aquel grito conmovía ya a San Agustín: Quando autem intervenit certo anni tempore, cum qua iucunditate redit, cum quo desiderio abscedit!

Algunos liturgistas antiguos han interpretado ciertas particularidades propias de la misa de esta noche, como el no llevar luces al evangelio, la ausencia del Credo, la antífona ad introitum, ad offerendum y ad communionem, del Agnus Dei, del beso de paz, como señales de una alegría todavía no plena y total; porque observa, por ejemplo, Durando, resurrectio Christi nondum est manifestó. En realidad, estas aparentes anomalías tienen otro motivo. No se llevan luces al evangelio, pero sí incienso, porque Roma las perdió más tarde que el Oriente, mientras había adoptado ya el incienso; faltan todos los cantos de género antifonal (introito, ofertorio, comunión), como también el Credo y el Agnus Dei, porque no pertenecen a la ordenación primitiva de la misa, sino que son adicicnes relativamente posteriores; no se da el beso de paz, y esto sólo desde que ha cesado la comunión para el pueblo, por la anticipación hecha en la tarde del sábado de la función nocturna. Anteriormente se daba como de costumbre; el beso de paz y la comunión estaban en el pasado en estrecha relación entre sí.

El bautismo de los neófitos es el pensamiento que, después de la memoria de la resurrección, ha inspirado principalmente los textos de esta misa: la colecta, Conserva in nova familiae tuae progenie...; la epístola, Sí consurrexistis cum Christo...; la secreta, el Hanc igitur del canon. Para los neófitos se bendecía también la porción de leche y miel que, hasta el tiempo de San Gregorio Magno, se usó darles después de la comunión.

Actualmente, después de comulgar el celebrante, se canta pro vesperis, dice la rúbrica del misal, el salmo 114, Laúdate Dominum omnes gentes; el Magníficat con las relativas antífonas y la colecta Spiritum nobis Domine. El primer testimonio de esta clase de vísperas, que de manera bien extraña se insertan en.la misa, aparece en Inglaterra y Francia en el siglo IX, y en el XII también en Roma.