Parte III.

 

La Liturgia Romana.

 

 

1. Las Fórmulas Litúrgicas.

 

La Lengua Litúrgica.

No nos consta que Jesús hubiera impuesto a los apóstoles usar una lengua con preferencia a otras en la celebración de la eucaristía. Por el contrario, es cierto que la práctica de la Iglesia primitiva fue la de celebrar la Fractio panis en la lengua propia de los fieles que asistían. Una prueba de ello la tenemos, entre otras, en la insistencia de San Pablo a los corintios para eliminar de sus reuniones el uso de idiomas desconocidos. Se puede creer que en Jerusalén y en los países limítrofes el servicio litúrgico se celebraba en arameo o en siro-caldaico; en Antioquía, Colosas, Efeso, Corinto, Tesalónica y Alejandría, en griego.

En cuanto a Roma, es preciso observar que a la terminación de la república y en los primeros siglos del Imperio, junto con el latín, idioma nacional, vino a predominar ampliamente el griego. Los griegos, perdida su independencia política, habían impuesto a los romanos, sus vencedores, el primado de su cultura filosófica y literaria. Bajo Augusto, las escuelas con retóricos griegos, lo mismo en África como en otras partes, eran las más acreditadas y frecuentadas por la juventud romana; griegas eran las institutrices en las familias patricias. Por las manos de griegos y judíos helenizados pasaba todo o casi todo el comercio de entonces. Por lo cual no debe causar extrañeza que el griego, convertido en una especie de lenguaje internacional, fuese tan común en Roma, en las Galias, en África y de que hubiera sido aceptado por la primitiva comunidad cristiana de la urbe como idioma oficial y litúrgico, tanto más cuanto que estaba ella constituida preferentemente de griegos y de orientales. Todo esto se confirma no sólo por el hecho de que escribiera San Pablo en griego su carta dirigida a los romanos, San Marcos el Evangelio de San Pedro y todos los escritores romanos de los primeros dos siglos, desde San Clemente Papa a San Hipólito (+ v.235), sino también por el uso constante de la lengua griega en la redacción del antiquísimo símbolo bautismal, en la mayor parte de la nomenclatura eclesiástica primitiva y, sobre todo, en los más antiguos epitafios de las catacumbas.

El predominio litúrgico del griego duró hasta la mitad del siglo III y más tarde quizá, sea en virtud de la costumbre, sea también por el hecho de que él, mejor que el latín, se prestaba a servir como lengua de comunicación interprovincial entre las diversas comunidades cristianas del Imperio. Ciertamente, en tiempo del papa Fabiano (240-251) la iglesia romana era preferentemente latina; la inscripción sepulcral del papa Cornelio (+ 253), la primera de los papas en latín; los escritos de Novaciano (251) son una prueba clara de esto. Klauser sostiene, sin embargo, que el paso oficial del idioma griego al latino no tuvo lugar antes del pontificado del papa Dámaso (376-384). El Ambrosiáster, que escribió en Roma alrededor del 370, es decir, bajo el papa Dámaso (376-384), pone de relieve la necesidad de usar una lengua en la plegaria litúrgica que sea comprendida por todos: Imperitus enim audiens quod non intelligit, nescit finem orationis et non respondet amen. ¿ Quería aludir a alguna fórmula griega que se había hecho ininteligible, todavía en uso? Puede ser. Mario Victorino, en la obra Adversus Arium, compuesta en el 357-358, cita de la Oratio oblatíbnis una frase griega.

En África, el cambio debió operarse aún antes. San Cipriano, ciertamente, celebraba en latín.

Se mantuvo, sin embargo, por largo tiempo la línea de la antigua lengua litúrgica. Hasta el siglo XIII, en Roma las profecías de las noches de Pascua se leían primero en griego y después en latín, la redditio symboli se hacía igualmente en griego y en latín; en los antiguos sacramentarlos, comenzando por el gelasiano, el texto del Gloria in excelsis y del Credo se encuentra escrito casi siempre en griego con letras latinas. Aun actualmente en la misa pontifical del papa, la epístola y el evangelio se cantan en latín y en griego.

 

No debemos creer, sin embargo, que el latín en los comienzos estuviera completamente descartado del servicio litúrgico. El bajo pueblo de las ciudades y de las provincias, del que procedían en su mayor parte los fieles, no podía contentarse con un oficio exclusivamente en griego, lengua para él muy poco conocida. Es muy verosímil que bien pronto se introdujera en la misa, al menos en la parte didáctica, algún elemento en latín (lectura, canto de salmos, sermón, plegaria litánica) que sirviese mejor para la instrucción del pueblo. Esto resulta del término latino statio, dado al ayuno semanal del miércoles y viernes, por frecuentes latinismos que se encuentran en el Evangelio de San Marcos y en el Pastor, de Hermas, así como de la existencia a principios del siglo II, si no antes, de una versión latina de los libros sagrados, versión que difícilmente puede explicarse sin un objetivo litúrgico.

He aquí por qué, dirigido al servicio del pueblo, el latín eclesiástico no podía tener aquel carácter literario (urbanías) en uso entre las clases más cultas, sino que debía acomodarse a las formas más humildes de la lingua vulgaris (rusticitas) que hablaba el pueblo. San Agustín declarará más tarde que para hacerse entender del pueblo no es preciso decir: Non est absconditum a te os meum, sino: Ossum meum; y él mismo quiere hablar más bien así porque se trata no tanto de ser un buen latinista como de ser comprendido. No de otra forma pensaba en Rávena San Pedro Crisólogo. Populis populariter est loquendum, decía, si bien sus sermones han llegado hasta nosotros escritos en forma impecable. A pesar de todo, el latín vulgar, con ir consolidándose poco a poco en el campo litúrgico y disciplinar y, sobre todo, mediante la obra literaria de los Padres latínos, en particular de los dos africanos Tertuliano y San Cipriano, completada más tarde por la grandiosa versión de San Jerónimo de la Biblia (Vulgata), fue elevado, ennoblecido y acomodado admirablemente a formas nuevas a las nuevas ideas cristianas; viene a ser así la lengua de la Iglesia y de la liturgia expresión fiel y fuerza de la antigua raza romana, regenerada en Cristo. Prueba de la perfección a que llegó en cuatro siglos de desarrollo son en el campo litúrgico las fórmulas del leoniano y del gelasiano, en las cuales la nitidez y profundidad del pensamiento teológico sabe siempre expresarse noblemente en una forma linguística elegida y apropiada.

Para comprender cómo el latín llegó a imponerse y a quedar como único idioma litúrgico de todo el Occidente, a pesar de la gran variedad de dialectos y culturas regionales, mientras en Oriente las diversas razas (sirios, coptos, ármenos, godos) se habían forjado toda la liturgia en su propia lengua nacional, es preciso notar, como observa bien Cumont, que la Iglesia cuando se impuso al paganismo en las provincias occidentales del Imperio (las Galias, España, África) lo encontró no ya en las formas de los antiguos cultos locales, sino latinizado en el culto de Roma. El credo católico no tenía ninguna razón para usar un idioma diverso del universalmente adoptado, y así, insensiblemente, en virtud de la costumbre y de la tradición, se estableció el principio de que el latín fuese la única lengua de la Iglesia romana. Con los pueblos convertidos más tarde (francos, anglosajones, germanos de la alta y baja Germania), los papas y los obispos no hicieron otra cosa que seguir un método consagrado ya desde largo trempo. "No se debe, por lo tanto, a codicia de imperio o a prepotencia clerical la universal romanización de los pueblos de Occidente en el terreno religioso, sino más bien a una causa elemental: al poco o ningún valor de los cultos locales y a la victoria que ya antes de la misión cristiana había alcanzado sobre ellos la religión de la Roma pagana." No se puede negar, sin embargo, que durante los siglos VII-VIII y después, en la decadencia general de la cultura antigua, también el latín perdió casi todo el contacto con el pueblo. No lo conocía la mayor parte del clero y bien pocos lo sabían pronunciar y escribir correctamente, motivo por el cual tantas magníficas fórmulas, poco tiempo después de su composición, dejaron de ser una cosa viva para los fieles.

Mas, pasado aquel oscuro período de anarquía y de confusión intelectual, el latín vuelve a recobrar vigor, y en las escuelas episcopales y en los scriptoria monásticos florece con una nueva vida; nueva en el sentido de que los antiguos vocablos se acomodan mejor para expresar las ideas, los sentimientos, las tendencias, la cultura de los nuevos pueblos, salidos de la fusión de las razas bárbaras con las naciones romanas o romanizadas. El estudio de esta evolución del latín litúrgico a través de las fórmulas de los libros actuales, principalmente las del pontifical, compuestas en gran parte entre los siglos IX y XIII, nos revela un vocabulario totalmente especial, cuyos términos, bien por sí solos, bien en agrupaciones de frases, han adquirido un sentido muy diverso del antiguo, interesante no menos para el teólogo y el liturgista como para el historiador o el filólogo.

El latín se conservó como lengua litúrgica de la Iglesia romana. Después del año 1000 nacieron de él las lenguas romances (español, francés, italiano). Estas, sin embargo, no obtuvieron un digno aprecio sino mucho después.

Ordinariamente, la Iglesia autoriza las traducciones del Misal, del Vesperal y de los demás libros litúrgicos, y recomienda que en todos los domingos, al menos en la misa parroquial, se traduzca el texto del evangelio o de la epístola y se la comente a los fieles. Más en muchísimos casos, como en las iglesias un poco amplias, la recitación en lengua vulgar de las formas litúrgicas y el texto mismo de las perícopas espirituales cantado en las misas solemnes, ¿cómo podía ser entendido prácticamente sin la ayuda de un libro?

La historia enseña que la introducción de la lengua vulgar en el culto ha favorecido siempre el alejamiento del centro de la unidad y el resurgir de sectas e iglesias nacionales.

Estas razones que militan a favor de una única lengua litúrgica, prueban, sin embargo, algunas concesiones que en circunstancias especiales la Iglesia puede autorizar en vista del mayor bien de las almas. Está muy reciente el indulto concedido al Episcopado francés, con fecha del 28 de noviembre de 1947, de poder usar la lengua vulgar en la los actos litúrgicos. El altar es un sacrificio, sí; pero en el que nunca falta el elemento didascálico. (N. del T.) Administración de los sacramentos, excepto las palabras de la forma, las fórmulas de los exorcismos y de las unciones, la bendición de la esposa en la misa y el texto de los Salmos.

 

El Texto Litúrgico.

Antes de estudiar detalladamente las más importantes fórmulas o grupos de fórmulas de uso más común, es preciso recurrir brevemente a las fuentes de las cuales fueron sacados los textos de nuestros libros litúrgicos. Tales fuentes pueden reducirse a cuatro:

 

1. ° La Sagrada Escritura.

2. ° Los monumentos de la tradición eclesiástica.

3. ° La inspiración privada.

4. ° Los textos preexistentes.

 

1. ° La Sagrada Escritura

Patrimonio indefectible de la verdad revelada y lazo de unión entre la sinagoga y la Iglesia, la Sagrada Escritura se introdujo en el ritual de las vigilias y de la misa desde la época apostólica y constituyó en todo tiempo la fuente principal de inspiración y de composición litúrgica. No faltaron, sin embargo — desde Pablo de Samosata, en el siglo III, hasta los neogalicanos del siglo XVIII —, los rigoristas que pretendieron excluir de les libros rituales todo texto que no fuese tomado de la Escritura; sin embargo, la Iglesia se opuso a todos estos intransigentes, y, para contener dentro de ciertos límites las composiciones privadas, las admitió como parte de su patrimonio litúrgico.

La Escritura ha enriquecido el texto de las lecturas de la misa y del primer nocturno del Breviario, distribuido según los diversos tiempos del año eclesiástico; los capitula de las Horas menores y también, en su mayor parte, los textos menores del Antifonario y del Gradual (antífonas, versículos, responsorios, introitos, etc.). El número de estos últimos, según Marbach, asciende a 4.216, de los cuales 1.565 han sido tomados del Salterio, 350 del Evangelio de San Lucas, 315 de San Mateo, 257 de Isaías, 255 del Evangelio de San Juan, 180 de las lecturas de San Pablo, 127 del Eclesiástico, 124 de los Cánticos, etc. De los 72 libros de la Biblia, ocho no han contribuido a la liturgia con texto alguno.

Por este cómputo se pone de manifiesto fácilmente cómo el Salterio, entre todos los libros de la Escritura, ha tenido una parte excepcional en la composición litúrgica, de modo que ha merecido justamente el título de "código de la plegaria cristiana." En efecto, en los ritos más importantes — en la misa (todas las partes del canto, al menos en la buena traducción) y sacramentos (el bautismo solemne en Pascua, bautismo para los adultos, órdenes, extremaunción), en las bendiciones y exequias y en las procesiones — los Salmos ocupan un puesto de honor, y después el Breviario, la plegaria canónica, está constituido esencialmente en la recitación semanal de todo el Salterio.

Se nota todavía cómo en la disposición primitiva de las lecturas pericopales escriturales, lo mismo en la misa que en el oficio, los libros sagrados se leyeron en el orden en que fueron colocados en el canon bíblico tradicional (lectio continua). Las raras excepciones afectan algunos tiempos litúrgicos especiales, para los cuales parece más adaptado un libro determinado; por ejemplo, Jeremías para el tiempo de Pasión; en el recorrer de las principales fiestas litúrgicas, para las cuales, si no propiamente en su origen, al menos más tarde, se dejaron aquellos textos de la Escritura más conformes con el misterio conmemorado. En cuanto al libro de los Salmos, es interesante comprobar cómo la organización de las misas cuaresmales ha dispuesto los textos sal-módicos de las antífonas ad communionem siguiendo exactamente el orden numérico de los salmos 1, 2, 3... hasta el 26. Otro tanto, con intervalos, se verificó en la mayor parte de las misas dominicales después de Pentecostés con relación al texto salmódico de sus cantos, sin excepción alguna. En el oficio es muy antigua la división semanal de los salmos 1-108 para los nocturnos, 109-144 para las vísperas.

Si, por regla general, los textos litúrgicos están sacados solamente de los libros canónicos, en algún caso raro, y en época muy remota, fueron sacados también de los apócrifos.

Al salmo 151 pertenece el texto del responsorio: Deus omnium exauditor est... unxit me unctione misericordiae suae, que se dice el lunes de la semana después de Pentecostés.

También toda una serie de antífonas y de responsorios, especialmente del común de los apóstoles (Vidi conuncios Oíros... vidi angelum Dei fortem...), parecen extraídos de un Apocalipsis perdido. El apócrifo Descensus ad inferos ha proporcionado la frase Libera me, Domine, de viis inferni, qui portas aereas confregisti et visitasti infernum, del noveno responsorio del matutino de difuntos.

Es preciso también advertir que alguna vez el recopilador litúrgico, al sacar un texto de la Escritura, produjo alguna ligera variante, sea por razones musicales, sea por adaptarlo mejor al sentido por él pensado o bien para darle una forma más concisa y eficaz.

Cuando, alrededor del siglo VII, se introdujo en la práctica litúrgica la Vulgata de San Jerónimo, no se quiso, por atención a la melodía, tocar aquellos textos que se cantaban según las lecciones más antiguas y generalmente según la llamada ítala.

El respeto que la Iglesia ha tenido hasta ahora hacia los textos litúrgicos compuestos sobre el antiquísimo Salterio romano, guardándolos inalterados, será probablemente mantenido de ahora en adelante hacia aquellos textos salmodíeos que no corresponden al original, expresado en la recentísima versión piaña del Salterio. Serán considerados no como citas estrictamente escritúrales, sino como textos litúrgicos, es decir, como textos que expresan los sentimientos de la Iglesia en su plegaria oficial y que generalmente encierran un sentido particular adaptado a las circunstancias en las cuales se hallan usadas.

 

Los monumentos de la tradición eclesiástica.

Pertenecen a esta segunda serie:

a) La lección del segundo y tercer nocturno del Breviario, tomados de las vidas de santos y de los escritos de las Padres y Doctores de la Iglesia. Su uso en el oficio canónico lo atestigua ya desde principios del siglo VI la Regla de San Benito, San Ambrosio, San Agustín, San León, San Gregorio, San Juan Crisóstomo y San Bernardo fueron preferidos en la selección de autores.

b) Muchas antiguas fórmulas y entre las más importantes, como las profecías. Estas son algunas veces una clara acumulación de homilías y tratados de los Padres latinos del siglo IV y del V, que muestran con tales escritos una marcadísima afinidad de pensamientos, de vocabulario, de fraseología. A tal respecto, un extenso estudio comparativo podrá dar resultados muy interesantes para la historia de la composición litúrgica.

Otros ejemplos de esta clase se muestran en otras fórmulas litúrgicas. Por ejemplo, las tres breves homilías cate quísticas que el Sacramentario gelasiano pone en boca del obispo del gran escrutinio, del Aperitio aurium, relativo a los cuatro Evangelios, al Símbolo y al Pater noster, son una composición de frases sacadas de Tertuliano, San Cipriano, San León y San Cromacio de Aquileya.

c) Otras breves fórmulas derivadas de los Santos Padres, como la antífona Sancta María, succurre miseris... etc. (ant. ad Magn. in I Vesp. in festis Β. Μ. V. per annum), sacada de la homilía De sanctis, atribuida forzosamente a San Agustín; las antífonas Si, veré, fratres, divites esse cupitis, veras divitias amate (ad Nonam, in Dom. Sexag.) y Si culmen veri honoris quaeritis, ad illam caelestem patriam quantocius properate (ad Magn. fer. 2 post Dom. Sexag.), sacadas de la homilía 15 de San Gregorio sobre el Evangelio; en el comunicantes propio de la Epifanía con la expresión de San León Die quo intemerata virginitas humano generi edidit Salvatorem (Serm. 1 de Epiph.), si bien en este último caso sea difícil establecer si la prioridad del tiempo pertenece a la homilía leoniana o a la fórmula litúrgica.

d) Los textos de las antífonas o de los responsorios, seguidos del acta de los santos mártires Lorenzo, Juan y Pablo, Clemente, Inés, Cecilia, Agueda, Lucía, etc., o de las Vitae sanctorum insertas en los oficios respectivos del Breviario, así como diversos textos métricos sacados o de poetas cristianos o de antiguas inscripciones, como la antífona ad introit. Salve, sancta Parens... en la misa votiva de Santa María, y la segunda antífona ad laudes de Navidad Genuit puérpera regem... una y otra tomadas del Carmen Paschale, de Cecilio Sedulio (+ 430): Salve, sancta parens, enixa puérpera Regem, Qui coelum terramque tenet per saecula, cuius Numen et aeterna complectens omnia gyro Imperium sine fine manet; quae ventre beato Gaudia matris habens cum virginitatis honore, Nec primam similem visa est, nec habere sequentem, etc. (Lib. II, v.63-68).

Y las dos siguientes inscripciones, esculpidas una en la antigua basílica de San Pedro, la otra en el oratorio de la Santa Cruz, contiguo al baptisterio de la misma basílica, que pasaron, respectivamente, a la misa en honor de San Pedro ad Vincula (Y ad Alleluia), al oficio de la Cruz (I ant. ad laudes):Solve, iuvante (iubente) Deo, terrarum, Petre catenas, Qui facis ut pateant coelestia regna beatis. O magnum pietatis opus! mors mortua tune est Quando hoc in ligno mortua vita fuit.

 

La inspiración privada.

La Iglesia recoge en todo tiempo los frutos más preciosos, consagrándolos con su autoridad e incorporándolos a su patrimonio litúrgico. Mas ya que tal inspiración, según las diversas épocas, fue más o menos viva y fecunda, es preciso distinguir a este respecto cinco períodos.

El primer período, que podemos llamar primitivo, llega hasta la mitad del siglo IV. Y el texto de la plegaria litúrgica — la eucarística sobre todo —, desenvolviéndose en torno de un tema bien conocido y definido, se mantiene oscilante, dependiendo en gran parte de la improvisación del celebrante. Pero muy pronto, a fin de suplir las eventuales deficiencias de la inspiración personal, surgen y se multiplican aquí y allá las composiciones litúrgicas escritas. Son tentativas todavía imperfectas, no siempre ortodoxas, como se manifiesta por los concilios del tiempo, los cuales, después de haber recomendado la propiedad de los términos de los formularios, exigen eme se haga un preventivo examen cum instructioribus fratribus

2.° A las deficientes producciones de la época anterior sucede el período clásico de la composición litúrgica, que llega casi hasta el siglo VII. Pertenecen a él los textos más bellos, desde el punto de vista lo mismo literario que teológico, del repertorio litúrgico.: el Quicumpe, el Te Deum, el canon, el Exultet, así como aquella amplia y riquísima colección de oraciones y prefacios contenidos en los tres sacraméntanos leoniano, gelasiano y gregoriano. Esta floración maravillosa, sumamente fecunda, tuvo por centro a Roma, y del genio latino llevó, en efecto, toda la impronta de precisión, majestad, eficacia. Al mismo tiempo, en Milán, San Ambrosio, con sus himnos, ofrece modelos definitivos del himnario litúrgico de Occidente.

El tercer periodo, el más fecundo y brillante de todos, puede llamarse carolingio, de los reyes carolingios que le dieron el primer impulso. Su desarrollo se produjo hasta todo el siglo XIII. Afecta la refundición de los libros litúrgicos romanos, obra de la escuela de los liturgistas franceses Alcuino, Helissachar y Amalario. Se consolidan en esta época, en que se difunden, en las formas más diversas, las misas votivas, cuyos textos forman una parte tan grande de los sacramentarlos medievales. Fueron asimismo creados y elevados a una gran perfección nuevos tipos de composición litúrgica, las secuencias, los tropos, los oficios rimados, los versos, multiplicándose después con grandes medidas, merced a la obra ininterrumpida de las grandes escuelas, de los claustros y de las catedrales de Roma, Milán, Toledo, Metz, San Galo, San Víctor, Limoges, Jumiéges, Montecasino. Se multiplicaron también las fórmulas de bendición, los oficios propios de los santos, los himnos, los responsorios. Ciertamente, a tan gran abundancia de producción no corresponde siempre la perfección del contenido; sin embargo, es preciso rendir un homenaje, si no a la dignidad literaria de los compositores medievales, al menos a su ingenua simplicidad, que es obra maestra de arte, y a la viveza de su sentimiento religioso y litúrgico.

 

Los textos litúrgicos preexistentes.

En esta categoría van enumerados:

a) Los textos derivados o traducidos directamente de la liturgia griega, como la serie ds las antífonas O admirabile commercium, Quando natus es, etc., de las primeras vísp. de la Purificación, con otras dos: Ave gratia plena43 y Adorna thalamum, cantadas en la procesión de la misma fiesta, así como las antífonas Mirabile mysterium (ad Bened. de la Circuncisión), Nativitas tua (Vesp. Nativ. B. M. V.), Crucem tuam (Viernes Santo, Adoración de la Cruz), todas introducidas por los papas griegos de los siglos VII y VIII; los introitos Gaudeamus omnes in Domino (originariamente dé Santa Águeda), Ecce advenit (Epifanía), el Sub tuum praesidium, el verso aleluyático Dies sanctificatus (Epifanía), así como el tipo antifónico muy frecuente en las solemnidades del tiempo: odie... hodie...

b) Los textos que, habiendo sido en su origen creados para una determinada fiesta, vinieron después a emplearse para la composición de nuevos oficios, para los cuales se creyó oportuno celebrar textos originales. Esto sucede especialmente con los textos en el canto del antifonario, en las épocas en que, por la decadencia o menor producción del arte musical, se encontraba dificultad para componer nuevas melodías. Véanse, por ejemplo, los textos para la fiesta de la Santa Cruz, instituida por el papa Sergio (687-701), y los de las misas de los jueves de Cuaresma, introducidos por Gregorio II (715-731).

El actual Commune Sanctorum, formado alrededor del año 1000, está completamente constituido por textos provenientes de unas cuantas misas más antiguas. La misa de la vigilia de los apóstoles es la antigua misa nocturna de San Juan Evangelista; la del día fue compuesta con trozos tomados de la misa de San Simón y San Judas y de los Santos Pedro y Pablo. La misa de los evangelistas, excepto el gradual, es la de San Mateo. El commune unius martyris se compone en gran parte de los trozos tomados de la misa nocturna de San Juan Bautista y de las misas de San Vicente, San Valentín, San Vital, San Jorge y San Gregorio. El commune plurim martyrum está formado con las misas de los Santos Inocentes, de los Santos Félix y Adaucto, Fabián y Sebastián, Hipólito, Ciríaco, Juan y Pablo, Gervasio y Protasio, Nereo y Aquileyo y quizá también con la de San Cirilo, de los Santos Proceso y Martiniano, Pedro y Marcelino, Timoteo y Sinforiano. El commune confess. pontificum proviene de la misa de San Silvestre, Marcelo y Sixto. El común de un confesor abad, de la misa de San Eusebio; el commune virginum, de la misa de Santa María y de las Santas Potencia, Sabina, Inés y Cecilia; finalmente, el commune dedicationis ecclesiae proviene de la misa de la dedicación de Santa María ad Mártires, compuesta bajo Bonifacio II (607).

Débese, sin embargo, observar que no siempre estas transposiciones de textos tuvieron un éxito feliz. Así, por ejemplo, la colecta Proficiat, que hoy día se lee en el sábado antes de la dominica del Domingo de Ramos, día sin especial importancia litúrgica, era mucho más expresiva en el sábado de las témporas de Pentecostés, su lugar de origen, donde la pone el Gelasiano cuando se celebraban en Roma las solemnes ordenaciones. En la secreta Muneribus... de la misa de la Circuncisión, compuesta en su origen para la fiesta de Pascua, la frase caelestia mysteria tenía un profundo significado, que, transportada a un día de escasa importancia litúrgica, la ha perdido casi totalmente.

El término adclamatio, en el período clásico, designa una breve fórmula de alabanza, de felicitación o de augurio, gritado en alta voz por la multitud en determinadas circunstancias. Se aclamaba con la voz haciendo el gesto de levantar hacia lo alto la derecha en los esponsalicios (io hymen!), en los triunfos (io triumphe!), en el foro durante un elocuente discurso (belle et festive! belle et praeclare!), en los teatros, en el circo. La Passio S. Sabini nos da también un ejemplo interesante: "Maximiano Augusto, quintodecimo kalendas Maii, in Circo Máximo... pars maior populi clamabant, dicentes: Chrístiani tollantur! dictum est duodecies. Per caput Augusti, Christiani non sint! Spectantes vero Hermogenianum, praefectum urbis, ítem clamaverunt decies: Sic, Augusto, vincas! voces nostras a praefecto inquire!... Et statim díscesserunt omnes una voce dicentes: Auguste. tu vincas et cum diis floreas!"

Se aclamaba generalmente en el pretorio y en el senado para la elección de un nuevo emperador. Conocemos las aclamaciones dirigidas en tales circunstancias a Alejandro Severo y a Trajano, y es verosímil que desde entonces cons tituyeran un formulario adecuado y estereotipado, llamado ya entonces con el título de Laudes. Más tarde, en efecto, Ammiano Marcelino nos cuenta las laudes aclamadas por los soldados al nuevo emperador Constancio.

Con arreglo a estas costumbres de la vida social, tienen las aclamaciones un carácter más o menos litúrgico que la Iglesia antigua venía usando en muchas ocasiones.

Sobre todo en los concilios. Las actas de los concilios de Calcedonia (451), de Constantinopla, III (680), de Nicea, II (787), de Toledo (633) y de muchos otros hasta el de Trento, contenían ejemplos clásicos. La costumbre, por lo demás, ha quedado todavía hoy en el Pontifical romano, el cual manda que en la ultima sesión del sínodo, después de la invitación y el requerimiento del archidiácono, todos los presentes aclamen a Dios, al papa, al obispo y al clero del sínodo, concluyendo con el grito Fiat I Amenl Amenl Se aclamaba durante la elección de los obispos. El más antiguo ejemplo conocido es el del papa Fabián, que tuvo lugar hacia la mitad del siglo III. El pueblo, escribe Eusebio, gritó a una voz: "¡Es digno!" y por la fuerza colocaron a Fabián en la cátedra episcopal. San Agustín nos da particularidades muy detalladas sobre las aclamaciones hechas en Hipona, en la basílica de la Paz, para la erección de Heraclio, que él lo había propuesto como sucesor: "A populo adclamatum est; Deo gratias, Christo laudes! dio tum est vicies terties. Exaudí Christe, Augustino vita! dictum est sexies decies, te patrem, te episcopum! dictum est quinquies. Dignus et iustus est! dictum est sexies... ludicio tuo gratias agimus! dictum est sexdecies. Fiat, fiat! dictum est duodecies. Te patrem, Eraclium episcopum! dictum est sexies..."

Aclamaciones semejantes, si bien en una forma más reducida, se encuentran en diversas antiguas liturgias, en la colación del bautismo y de la confirmación, en el ceremonial de la.ordenación de los obispos y de la coronación, lo mismo de los emperadores griegos como de los reyes occidentales. En Roma, según las noticias del Líber Pontificalís, la elección del papa, al menos desde la mitad del siglo VII, era confirmada y aplaudida por el pueblo cum vocibus adelamatíonum laudibus. Eran quizá las antiguas laudes senatoriales, cristianizadas por la Iglesia.

 

Del uso de las aclamaciones, y en particular de los que tenían lugar en Roma en la elección de papa, derivó un formulario propiamente litúrgico de alabanzas, llamado por eso laudes, que en la época de los carolingios vemos ya extendido no sólo en Italia, sino en Dalmacia, en Alemania y en Francia. Este, en su forma más común, tiene dos partes: solista y coro, y entrelaza bellamente, con las aclamaciones augúrales hacia el papa y el emperador, invocaciones litánicas a Cristo y a los santos. Las laudes se cantaban en las principales solemnidades del año in festis diebus, dice una rubrica del siglo XI, en la misa, inmediatamente antes de la epístola.

Junto con las formas más complicadas de aclamaciones que hemos recordado hasta ahora, existen en el uso litúrgico una serie de breves y simples fórmulas aclamatorias, que expresaron, por lo demás, un augurio o una afirmación de fe o un sentimiento de alabanza o de invocación a Dios. En su mayor parte se remontan hasta la liturgia hebrea o hasta los tiempos apostólicos, y su conceptuosa simplicidad los ha hecho populares en todas las liturgias y una de las expresiones más bellas y conmovedoras del sentimiento unánime de los fieles. He aquí las principales:

1.° Amen. — Es palabra hebrea; estaba va en uso en el ritual del tiempo y significa consentimiento, aprobación, augurio, juramento. En este último significado la vemos usada más veces por Cristo en sus discursos: Amen, amen, dico vobis. San Juan en el Apocalipsis, San Pedro en sus epístolas y los antiguos escritores cristianos la presentan como una conclusión afirmativa de fórmulas doxológicas y deprecatorias: Ipsi gloria et imperium in saecula saeculorum. Amen. Gratia D. N. I. C. sit cum ómnibus vobis. Amen. Mientras cantamos aj Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, todo ser creado contesta con este canto: Amen! Amen! "Poder, alabanza al único dispensador de todo bien. Amen! Amen!" así dice un fragmento griego de papiro con notas musicales del sigjo III. Con análogo significado, el amen era aclamado en el servicio litúrgico primitivo en respuesta a fórmulas de bendición y de plegaria; esto mismo viene haciendo la Iglesia al final de las oraciones dichas por el sacerdote y, en general, después de todas las fórmulas de alguna importancia.

Particularmente interesante, de alto significado dogmático, es el amen que, desde la época subapostólica, como lo vemos por San Justino, se responde al final de la plegaria eucarística, tomando el valor de un verdadero y propio acto de fe en la eficacia de las palabras sacramentales y, por lo tanto, en la presencia real de Cristo en el altar. San Agustín lo considera equivalente a un firme consentimiento del fiel: Ad hoc (la plegaria consecratoria) dicitis amen; Amen dicere, subscribere est J°. Otro tanto debe decirse del amen que responden los fieles en el acto de recibir la comunión: Audis enim: Corpus Christi; et respondes: amen, escribe San Agustín. Todavía está en vigor en el ritual de las ordenaciones. No puede, finalmente, olvidarse el sentido augural del amen repetido cuatro veces después de las invocaciones hechas por el obispo al conferir el sacramento de la confirmación.

2.° Alleluia. — Es otra fórmula litúrgica hebrea que ha pasado a la Iglesia y que puede traducirse: "Alabado sea Dios." Como para los hebreos, así también para los cristianos el alleluia fue considerado siempre como una aclamación de triunfo, un grito de santo gozo. San Juan, en una de sus visiones, lo sintió cantar en los cielos, sonoro como el rugido del trueno. Las Odas, de Salomón, a principios del siglo II, lo hacían como contestación del pueblo al canto del solista, hasta que después vino a hacerse común en la Iglesia para los llamados salmos aleluyáticos ν particularmente para los cantos del tiempo pascual.

En los siglos IV y V, el alleluia era considerado como la expresión más bella de la íntima serenidad de un alma cristiana. Lo enseñaban los padres a sus hijos, lo transmitían a lo lejos los marineros por la noche, lo repetían los segadores en el canto durante la siega, lo cantaban los ejércitos animándose a entrar en batalla, no se lo olvidaban ni siquiera en los funerales para elevar el espíritu hacia las puras alegrías de la patria celestial.

La melodía del alleluia en el uso litúrgico era de las más ricas y más artísticas. En la Edad Media existían compilaciones especiales llamadas alleluiaria. Derívase de ellas en el siglo IX la sequentia. Actualmente el alleluia permanece, como en su origen, como el canto característico de la alegría pascual en el tiempo que va de la misa de Pascua a la octava de Pentecostés. Fuera de este período se canta también en la misa, por disposición, parece, de Gregorio Magno, excluido, sin embargo, el tiempo que va de Septuagésima a la Pascua y el rito exequial.

3.° Deo grafías. — Es una expresión muy usada en el Evangelio y en San Pablo y merecidamente pasada a la práctica litúrgica y extralitúrgica como una fórmula de reconocimiento y de agradecimiento a Dios. Los mártires escilitanos en Numidia (a. 180) antes de morir gritaron a una voz: Deo gracias! Cuando, en el 258, San Cipriano oyó leer la sentencia de su condenación, respondió sencillamente: Deo gratias!

En los tiempos de San Agustín, el Deo gratias venía a convertirse para los católicos como un grito de guerra. Los herejes donatistas y circuncelionos, que alguna vez atacaban a los fieles con un furor salvaje, lo sustituyeron por el Deo laudes. Pero San Agustín protestaba y recomendaba a su pueblo el mantenerse fiel al Deo gratias: Quid melius — decía — et animo geramus et ore probemus, et cálamo scrlbamus quam Deo gratias? Hoc nec dici brevius, nec audiri laetius, nec intelligi grandius, nec agi fructuosius potest. Deo gratias era, pues, una antiquísima fórmula de saludo entre los fieles y los monjes en casa. San Benito lo recoge en su Regla.

En la liturgia, Deo gratias se emplea con mucha frecuencia. Se dice después de la lectura de la epístola en la misa, después del capitula en las Horas, después de las nueve lecciones del nocturno, y, en general, sirve como cláusula a los oficios en respuesta del Benedicamus Domino. La misa terminaba de esta forma hasta el siglo X.

4.° Kyrie eleison (= Señor, ten piedad). — Esta suplicante invocación del alma a Dios la encontramos frecuentemente lo mismo en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y hasta en el uso pagano. "Nosotros suplicamos a Dios diciéndole Kyrie eleison," escribe Arriano en la biografía de Epicteto. La fórmula litúrgica invadió primero el Oriente, y la encontramos, sobre todo, en las Constituciones Apostólicas. En Occidente no se conocía todavía en el tiempo de la Peregrinatio (395), porque ésta hizo notar expresamente que mientras en Jerusalén a las diversas invitaciones del diácono se respondía Kyrie eleison, en sus países se dice Domine, miserere. El concilio de Vaison (Arles), en el 529, recomendando el adoptar el Kyrie en la misa y en el oficio, a ejemplo de Roma, deja suponer que su introducción en Italia era reciente. Fue, pues, en la segunda mitad del siglo V cuando el Kyrie pasó del Oriente a Roma y de ésta a las Galias.

El Christe eleison lo añadió al Kyrie San Gregorio Magno (+ 604). Actualmente las dos fórmulas, además de en la misa, se dicen también en el oficio, exequias de los difuntos y en muchas bendiciones, seguidas casi siempre del Pater noster. En esta forma, el Kyrie se encuentra prescrito por la Regla benedictina (526).

En la Edad Media, el canto del Kyrie fue siempre popular. Los Statuta Salisburgensia del 799 inculcan una asidua instrucción a los fieles sobre él. Un ritual romano del siglo XI, disponiendo el orden de la solemne procesión en el día de la Asunción, prescribe que, saliendo de Santa María la Mayor, el coro de hombres y de mujeres, desde las gradas de la basílica, aclamen cien veces Kyrie elelson, cien veces Christe eleison y otras tantas todavía Kyrie eleison. Después del siglo XII, el uso de la costumbre de cantarlo terminada la predicación se extendió por todas partes. El orador concluía diciendo: Eia, nunc preces vestras alta voce ferte ad caelum et cántate in laudem Dei Kyrie eleison. Algún tiempo después, en Alemania y en otras partes se unieron al Kyrie unas breves estrofas en lengua vernácula, y así tuvieron origen aquellos cantos religiosos populares que por el estribillo eleison se llamaron leisen y también Kyrieleisen.

5.° Dominus vobiscum. Pax vobis. — Son las fórmulas de saludo litúrgico, procedentes ambas de la Sagrada Escritura. Con la primera, Booz saludó a los segadores; el profeta Azarías, al rey Asá y a su ejército; el arcángel San Gabriel, a María Santísima. Con la segunda, Cristo saludó a los apóstoles después de la resurrección; podía decirse también que la expresaron ellos como saludo oficial al entrar en alguna casa: In quamcumque domum intraveritis, primum dicite: Pax huic domui. Ya que la cortesía exige que se devuelva el saludo, los fieles responden: Et cum spiritu iuo, procedente probablemente de San Pablo: Dominus Jesús Christus cum spiritu tuo.

El Dominus vobiscum es el saludo de la Iglesia primitiva. Las anáforas más antiguas, comenzando por la de San Hipólito, la emplean como fórmula de introducción. El Pax vobis, sin embargo, parece posterior; por lo menos, no tenemos pruebas concretas antes del 370, con Octavio de Mileto, en África, y podemos creer que en Roma era desconocido.

Con el saludo litúrgico comenzaba antes la misa "y comienza todavía," así como cada una de las partes principales de ella, como la anáfora y las lecturas. Para estas últimas, ya San Cipriano alude al saludo ofrecido al lector antes de comenzarlas: Auspicatus est pacem, dum dedicat lectionem. El diácono la dice todavía hoy antes de leer el evangelio. También la terminación de la sinaxis. Estaba precedida por el saludo de alegría de la asamblea. Debió de influir también en esta práctica la antigua estructura de los altares, En las iglesias de la época, el celebrante, estando de pie y en el fondo del ábside, detrás del altar, quedaba casi escondido al público o, al menos, distanciado notablemente. Siempre que se dirigía al altar, a la vista del pueblo, los saludaba, y cumplida su misión hacía otro tanto antes de retirarse. A propósito de esto tiene San Agustín un pasaje muy expresivo: Quod autem audistis ad mensam Domini (anáfora) Dominus vobiscum, hoc et quando de ábside salutamus dicere solemus, et quotiescumque oramus hoc dicimus; quia hoc nobis expedit, ut semper sit Dominus nobiscum, quia sine illo nihil sumas.

Actualmente, el Pax vobis en la misa está reservado a los obispos. Desconocemos el tiempo en que fue adoptado como salutatio episcopalis en lugar del Dominus vobiscum; la distinción estaba ya en el uso corriente del siglo IX. Sin embargo, como nota el Caeremoniale de los obispos, elPajc oobis se halla en estrecha relación con el Gloria in excelsis Deo, que, como es sabido, estaba antes reservado a todos los obispos. Así se comprende fácilmente cómo la frase inicial del Gloria: pax hominibus, alusiva a la paz, ya sugería la pequeña modificación al saludo litúrgico que inmediatamente la sigue. En efecto, en los días en que no se dice el Gloria, el obispo debe saludar con el Dominus vobiscum.

El saludo litúrgico va acompañado de un gesto. El sacerdote besa primero el altar, que representa a Cristo, y después, vuelto a los fieles, abre y extiende los brazos hacia ellos como para confirmar con un abrazo fraternal su augurio de bien, que solamente recibe de Cristo toda eficacia.

No estará de más, finalmente, mencionar en este lugar algunas breves fórmulas que, aunque son verdaderas aclamaciones, son más bien expresiones ritualizadas de advertencias generales. Su constante repetirse las hizo entrar poco a poco en el formulario litúrgico. La Didascalia, por ejemplo, advierte que los niños deben estar aparte, o si no, junto a sus respectivos padres; tal aviso en las Constituciones Apostólicas se había convertido ya en una fórmula ritual dicha por el diácono: "¡Madres, recoged a vuestros niños!"

De este tipo son las fórmulas State cum silentio! Silenlium habete! Audientes, atiente! Sapientia, erectil, Aliendamus! Respiciamus ad orientem! Sancta sanctis, etc., comunes en las antiguas liturgias, y las siguientes: Flectamus genual, Lévate! Procedamus in pace! Humiliate capita "vestra Deo! Ite, missa est! todavía en uso en la liturgia romana.

 

La Oración Dominical.

La fórmula del Pater noster, llamada oratio dominica por ser compuesta y aplicada por el mismo Jesucristo a los apóstoles, nos fue transmitida por San Mateo (6:9-13) y por San Lucas (11:2-5) en dos relaciones algo diversas, una más desarrollada, la otra más concisa, como puede verse por los textos que confrontamos:

 

Mt 6:9-13:

Pater noster qui es in caelis, sanctiíicetur nomen tuum, adveniat regnum tuum, fiat voluntas tua sicut in cáelo et in térra; panem nostrum quotidianum da nobis hodie, et dimitte nobis debita nostra:. sicut et nos dimittimus debito ribus nostris; et ne nos inducas in tentationem sed libera nos a malo.

 

Lúc. 11:2-5:

Pater, sanctificetur nomen tuum, pnncm nostrum quotidianum da nobis quotidie, et dimitte nobis peccata nostra, siquidem et ipsi dimittimus omni debenti nobis et ne nos inducas in tentationem.

 

El hecho de existir estos dos tipos diversos en los Evangelios y el uso universal que siempre, desde la época apostólica, hicieron los fieles de ellos, nos explica algunas ligeras vanantes del texto, testimoniado por la tradición litúrgica y que es muy interesante conocer.

En la segunda petición, adveniat regnum tuum, un manuscrito de los Evangelios la sustituye por la variante veniat Spiritus sanctus tuus super nos et purifícet nos. Sabemos también que una fórmula idéntica se usaba en el siglo VII en Constantinopla, en el siglo IV en Nissa y quizá en el tiempo de Tertuliano también en África." La petición panem nostrum quoiidianum, que San Mateo dice se haga para el día (σήμερον) y San Lucas para todos los dνas (παθ’ήμέραν), tenνa en la lengua copta una curiosa variante, derivada, como atestigua San Jerónimo, del evangelio de los hebreos usado por los nazarenos. En ella, el adjetivo quotidianum (έπιούσιον) se encuentra cambiado por un crastinum, es decir, "danos hoy el pan de mañana." El De Sacramentis refiere otra ligera variante en la sexta petición: Ne patiaris nos inducí in tentationem; así debía decirse también en Roma y en África. Algunas liturgias griegas, a la misma petición, et ne nos inducas in tentationem, unen las palabras quam ferré non possumus. Esta glosa, derivada probablemente de San Pablo, fue conocida por muchos padres latinos y parece que estaba en uso muy común en la liturgia. San Gregorio lo deja suponer: Quotidie in oratione dicentes: Ne inducas nos in tentationem, quam ferré non possumus. La cláusula final, sed libera nos a malo, se interpreta de un modo diverso, según que el término από του πονηρού se tome en sentido personal (ó πονερός = el tentador), o en sentido impersonal (το πονηρόν = el mal). Tertuliano, San Cipriano, todos los Padres griegos y las liturgias sirνacas están por la forma personal, que parece la más probable.

Es digna también de mención la doxología, de carácter escuetamente litúrgico, que se encuentra añadida al final del texto del Pater en la Didaché: Quoniam tua est virtus et gloria in saecula. Estuvo muy en uso en la Iglesia antigua, lo mismo en la de Occidente que en la de Oriente. Hoy día se conserva en la liturgia anglicana.

El amen no es tan antiguo; en el siglo IV todavía era muy poco conocido. La liturgia romana, generalmente, le omitía.

 

Por su origen, su contenido y su áurea simplicidad, que le merecieron el elogio de breviarium totius evangelii, la fórmula del Pater estaba destinada a ser popular en medio de los fieles, como expresión de los sentimientos de la comunidad cristiana. La Didaché, en efecto, mandó recitarla tres veces al día. Tertuliano la llama la oratio legitima et ordinaria fidelium; San Cipriano, la oratio publica et commuñís. Sin embargo, como todos los bautizados habían obtenido con la perfecta filiación de Dios el derecho de llamarle Padre, la Iglesia acostumbró a esconder esta fórmula a los infieles y a los catecúmenos. A estos últimos se les enseñaba solamente en el escrutinio llamado afreritio aurium, y debían recitarla de memoria en la vigilia de Pascua, con la advertencia de tenerla bien reservada: Cave, ne, incaute, symboli vel dominicae orationis divulges mysteria, advierte San Ambrosio. Para el bautismo, así también como para recibir los demás sacramentos, el conocimiento del Pater fue considerado siempre como indispensable. Las rúbricas de los penitenciales en los rituales más antiguos exigen que el penitente o los esposos sean interrogados expresamente sobre esto. Todo sacerdote debía tener consigo una "exposición del Paten) para estar capacitado para explicarlo. Del uso, muy extendido en la Edad Media, de recitar el Pater un determinado número de veces, sirviéndose de unas pequeñas perlas enhebradas a un cordón, se encuentra que en las reglas monásticas se daba a este objeto el nombre de Pater noster, que después conservó también cuando se sustituyó al Pater por el Ave María del rosario.

En la práctica litúrgica, el Pater ocupa justamente un puesto privilegiado. Sin querer dar demasiada importancia a la extraña afirmación de San Gregorio, que los apóstoles realizaron la consagración con sólo la plegaria del Pater, es cierto que la recitación de la oratio dominica en la misa es antiquísima, por no decir, con San Jerónimo, una institución del mismo Jesús. San Cipriano alude ya a ello de una forma clara. Pero mientras, al principio, se recitaba el Pater noster entre la fracción y la comunión, porque ordinariamente tenía relación con esta última, San Gregorio Magno la anticipa, fijándola inmediatamente después del canon. Además, en la Iglesia romana es sólo el sacerdote el que en alta voz recita o canta el Pater, mientras que en la oriental y en la antigua liturgia galicana lo recitaba también el pueblo. En el oficio divino, el Pater fue durante muchos siglos (en San Juan de Letrán, hasta el siglo XIII la plegaria que concluía toda hora canónica, sustituida después por la oración especial del día. Generalmente se decía sub stientio,_resto quizá de la antigua disciplina del arcano, manifestando apenas las dos ultimas frases Et ne nos... Sed libera... La recitación en alta voz en el oficio es una particularidad benedictina. En otros ritos (exequias, bendiciones, etc.), de ordinario, según una costumbre común ya en el tiempo de San Benito, se encuentra unido a la triple letanía del Kyrie.

 

La Salutación Angélica.

El Ave María o salutación angélica goza de tres elementos: el saludo del ángel, Ave, gratia plena; Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus; el de Isabel, et benedictas fructas ventris tui, y la petición, Sancta María, mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora mortis nostrae. Amen.

La unión de estos dos saludos en una sola fórmula es antigua, pues ya las liturgias griegas de Santiago y San Marcos nos ofrecen el primer ejemplo; de ésta es fácil suponer derivasen para el uso extralitúrgico del pueblo fórmulas análogas en honor de la Virgen. Dos ostrafya griegas de los siglos VI-VII nos ofrecen tres tipos diversos e interesantes: en Occidente, en la época de Gregorio Magno, la primera parte del Ave existía como texto en el ofertorio de la cuarta dominica de Adviento; pero no parece que el pueblo la usase como fórmula de devoción.

No son claros los antecedentes del Ángelus vespertino. Algunos lo relacionan con el ignitegium o coprifuoco, que era una señal que se daba a los ciudadanos para cubrir con ceniza el fuego y para que no saliesen sin luz de las casas. Pero es extraño que una institución esencialmente civil hubiera podido en breve adquirir un carácter eminentemente religioso. El P. Thurston, sin embargo, opina que la triple salutación angélica de la tarde se deriva de un ejercicio de piedad llamado Las tres oraciones (compuesto de salmos, responsarios y algunas plegarias, en las que probablemente estaba el Ave María), que se practicaba en muchas comunidades religiosas en los maitines, prima y después de completas, previo aviso de una campana. Insensiblemente, el uso monástico habría penetrado entre el pueblo.

 

Los Simbolos de la Fe.

Después de la Escritura, los símbolos son las fórmulas más augustas y más sagradas de la fe. En el uso litúrgico de la Iglesia romana están tres en vigor:

 

A) El símbolo apostólico.

B) El símbolo niceno-constantinopolitano.

C) El símbolo atanasiano.

 

El símbolo apostólico.

La necesidad de los candidatos al bautismo de aprender, resumidas en una fórmula breve, fácil, precisa, las principales verdades cristianas, y la necesidad de todos los fieles de tener un medio de discernir, frente a la tenaz propaganda de los herejes, la verdadera doctrina de la falsa, dio origen desde la más remota antigvedad a los símbolos de la fe. Verdaderamente, no tuvieron al principio este nombre. Los Padres más antiguos usan las expresiones regula veritatis, regula, doctrina fidei, tessera, sacramentum; el término symbolum aplicado al credo bautismal se encontró por primera vez en San Cipriano, pero no entró en el uso corriente hasta el siglo IV.

No usaron todas las iglesias de Oriente, al menos hasta el siglo VIII, una fórmula idéntica del símbolo; así, las profesiones de fe fueron muchas y diversas, si bien todas con un fondo substancialmente uniforme. En efecto, el estudio comparativo de los diversos tipos conocidos (Roma, Milán, Aquiieya, Rávena, Turín, España, Galias, África) demuestra que sus variantes afectan más bien a la forma que a la sustancia, y todas, evidentemente, parten de un antetipo primitivo (fórmula antiquísima), de la época apostólica. Este arquetipo, según parece, había reunido dos fórmulas paralelas: la una, cristológica, más desarrollada, a cuyo tenor alude San Ignacio, hecha por los convertidos del judaísmo; la otra, trinitaria, para los paganos, de la que nos ofrece un tipo la Epístola apostolorum: "(Credo) in (Deum) Patrem omnipotentem; et in lesum Christum, salvatorem nostrum, et in Spiritum Sanctum paraclitum; in sanctam Ecclesiam et in remissionem peccatorum."

De la formula antiquissima, hacia la mitad del siglo II, se deriva otra más amplia, llamada por los críticos antiquior o romana, que estuvo en uso en Roma ya a principios del siglo III y que gracias a la influencia romana se difundió por todo el Occidente. La Traditio, de San Hipólito (216), nos ofrece un ejemplo interesante: "Credo in Deum Patrem omnipotentem; Credo in Christum lesum filium Dei, qui natus est de Spiritu Sancto ex María Virgine et crucifixus sub Pontio Pilato et mortuus est et sepultus et resurrexit die tertia vivus a mortuis et ascendit in caelis et sedit ad dexteram Patris, venturus iudicare vivos et mortuos. Credo in Spiritu Sancto, et sanctam Ecclesiam, et carnis, resurrectionem."

Esta fórmula en el siglo IV era ya llamada apostólica. Se encuentra en la carta ciertamente escrita por San Ambrosio y enviada en el año 393 por el sínodo milanés al papa Siricio: Si doctrinis non creditur sacerdotum, credatur... symbolo apostólico, quod Ecclesia romana intemeratum semper custodit et servat.

¿Qué valor debe darse a este calificativo de símbolo apostólico? Puede considerarse desde un doble punto de vista, histórico y doctrinal. Todos los críticos están de acuerdo en admitir que la doctrina contenida en él refleja exactamente la enseñanza apostólica; pero niegan, en su mayoría, que su redacción literaria sea obra directa y personal de los apóstoles,

La primera afirmación de un origen estrictamente apostólico del símbolo la encontramos, hacia el 400, en Rufino, presbítero de Aquileya, y más o menos explícitamente, en algunos escritos contemporáneos suyos. Los apóstoles, cuenta Rufino, antes de separarse para ir a predicar el Evangelio por el mundo, hicieron de común acuerdo un resumen de su futura predicación, que llamaron símbolo, y establecieron la regla de verdad que debía enseñarse a los nuevos creyentes. Dónde a punto fijo tomó Rufino esta afirmación y estos detalles particulares, lo ignoramos. El dice solamente que los tomó de los mayores (fradunt maiores nostri), y Zahn, en efecto, cree encontrar sus orígenes en un escrito del siglo III, la Didascalia apostolorum. De todos modos, la relación de Rufino tuvo fortuna. En Occidente, durante la Edad Media, se extendió por todas partes; mas así como también los artículos del Credo son doce, así en muchos escritos del siglo VIII y de tiempos posteriores se asigna cada artículo a un apóstol.

Es inútil insistir sobre el carácter legendario de la tradición de Rufino. Lo demuestra el silencio de los Padres y escritores más antiguos, y también, en siglos posteriores, de toda la iglesia oriental; el término símbolo, atribuido a los apóstoles, es completamente desconocido antes del siglo III; la falta entre los libros canónicos de un escrito de esa clase y, sobre todo, el hecho de haber sido retocado varias veces en las iglesias de Occidente, abonan esa misma hipótesis.

El símbolo apostólico vigente en la iglesia de Roma en la mitad del siglo IV nos es conocido por la Expositio symboli, de Rufino, en el texto latino, y por la carta de Marcelo de Ancira al papa Julio (año 337), en el texto griego. Pongamos el texto de Rufino, comparándolo con el textual (fextus receptus) o, según los críticos, formula recentior:

 

rufino (Lietzmann, p. 10).

1. — Credo in Deumr Patrem omnipotentem;

2. — Et in Christum lesum, Filium eius unicum, dominum nostrum;

3. — Qui natus est de Spiritu sancto et María virgine;

4. — Qui sub Pontio Pilato, crucifixus est et sepultus;

5. — Tertia die resurrexit a mortuis;

6. — Ascendit in cáelos, sed ad dexteram Patris;

7. — Unde venturus est indicare vivos et mortuos;

8. — Et in Spiritum sanctum;

9. — Sanctam Ecclesiam;

10. — Remissionem peccatorum.

11. — Carnis resurrectionem.

 

Textus Receptus.

1. — Credo in Deum, Patrem omnipotentem creatorem coeli et terrae;

2. — Et in lesum Christum, Filium eius unicum, dominum nostrum;

3. — Qui conceptus est de Spiritu sancto, natus est María virgine;

4. — Passus sub Pontio Pilato, crucifixus, mortuus et sepultus;

5. — Descendit ad inferos; tertia die resurrexit a mortuis;

6. — Ascendit ad cáelos, sedet ad dexteram Dei Patris omnipotentis;

7. — Inde venturus est radicare vivos et mortuos;

8. — Credo in Spiritum sanctum;

9. — Sanctam Ecclesiam catholicam, sanctomm communionem;

10. — Remissionem peccatorum,

11. — Carnis resurrectionem,

12. — Vitam aeternam.

 

Como se ve, las variantes entre el antiguo símbolo romano y el actual (fextus receptus) son notables. Antes del siglo VII se encontraban esparcidas entre los diversos símbolos en uso en algunas grandes iglesias, hasta que, no sabemos por obra de quién ni en qué circunstancias, a principios del siglo VII confluyeron en nuestro textus receptus. Dónde se realizó esta elaboración es todavía un punto muy obscuro. Vacandard cree que en la Galia; Zahn, en una iglesia de la alta Italia; Burn, en la iglesia de Roma y quizá en un monasterio influyente, como el de Bobbio, todos, sin embargo, están de acuerdo en afirmar que la propagación del textus receptus en Occidente, cualquiera que sea su origen, puede considerarse como debido a los esfuerzos y al prestigio de la iglesia romana.

El símbolo apostólico conservó siempre en el ritual del bautismo aquel puesto de honor que tuvo siempre desde los primeros siglos. Junto con la oración dominical se enseñaba a los catecúmenos en el gran escrutinio del A peritió aurium, y ellos debían aprendérsela de memoria para recitarla solemnemente antes de Pascua (redditio symboli). Como era una de las fórmulas sagradas, no se debía consignar por escrito, al menos hasta que duró la disciplina del arcano (siglos IV y V), sino transmitirla sólo oralmente. Amonestaba San Agustín a los catecúmenos: Nec, ut verba symboli teneatis, ullo modo debetis scribere, sed audiendo perdiscere, nec, cum dídiceritts, scribere, sed memoria semper tenere atque recolere.

El conocimiento del símbolo apostólico fue siempre considerado como un elemento fundamental de la vida cristiana. Por eso los sínodos medievales recomendaron a los sacerdotes enseñarlo y comentarlo a los fieles y hacérselo recitar en alta voz todos los días por la mañana y por la tarde en las iglesias parroquiales. Por lo demás, como parte en cierto modo de la renunciatio Satanae bautismal, el símbolo fue en todo tiempo considerado de particular eficacia contra las tentaciones del demonio. Escribía a finales del siglo IV el autor de la Explanado symboli ad initiandos (San Ambrosio): Nascuntur stupores animi et corporis, tentatio adversarii, qui nunquam quiescit, tremor aliquis corporis, infirmitas stomachi? Symbolum récense intra te. El ritual prescribe todavía la recitación del mismo durante los exorcismos.

El símbolo no tardó en entrar también en el oficio canónico. Se le encuentra ya en casi todos los salterios de los siglos VIII y IX.

 

El símbolo niceno-constantinopolitano.

El símbolo niceno-constantinopolitano es substancialmente la fórmula de fe sancionada por los Padres del concilio de Nicea (325) contra la herejía arriana, que negaba la divinidad del Verbo. Parece que a la compilación de este símbolo sirvió de base el propuesto antes por Eusebio de Cesárea; entre los dos, en efecto, existe mucha afinidad. Pero no hay duda alguna de que el símbolo aprobado por el concilio introdujo no pocas variantes de capital importancia, el término omoousios, por ejemplo, que era el objetivo principal de la oposición arriana. No es muy cierto a quién pertenezca la redacción de la fórmula nicena. San Atanasio la atribuye al obispo Osio; San Hilario le da el honor a San Atanasio; otros sacan el nombre de Macario de Jerusalén. Su texto, sin embargo, no habiéndonos llegado las actas conciliares, debía ser reconstruido con las afirmaciones de los Padres que intervinieron en el concilio, confrontándolas con las antiguas versiones latinas y las citas de los concilios del siglo V.

Condenada la herejía arriana, surgió algún tiempo después (c.360) la de los pneumáticos, con su códice macedonio, quienes decían que el Espíritu Santo era una simple criatura. Contra ellos se reunió en Constantinopla, en el 381, un nuevo gran concilio, que, previa confirmación de la fe nicena, proclamó la divinidad del Espíritu Santo. Es muy discutido por los críticos si este concilio, sin embargo, hubo redactado un nuevo símbolo, precisamente aquel que lleva su nombre, añadiendo a la fórmula de Nicea algunos artículos sobre el Espíritu Santo, puesto que también las actas conciliares auténticas de este concilio se han perdido; los historiadores griegos no nos hablan una palabra, y San Gregorio Nacianceno, que por algún tiempo presidió el concilio, mientras confiesa la deficiencia del símbolo niceno en lo que respecta al Espíritu Santo, mostró no conocer la nueva forma constantinopolitana más completa. Algunos, por lo mismo, como Hort y Kunze, sostienen que el así llamado símbolo constantinopolitano no es otro que el viejo credo bautismal de Jerusalén, revivido por San Cirilo en el 362, a su vuelta del destierro, con la inserción de los términos nicenos y de les nuevos artículos en torno al Espíritu Santo. De Jerusalén se introdujo en la iglesia de Chipre, y nosotros lo encontramos citado en el 374 (antes, por tanto, del concilio del 381) por San Epifanio en su Anchoratus.

Otros, sin embargo, como recientemente Schwartz y Dom Capella, considerando que el concilio de Calcedonia (451) reconoce claramente en el credo niceno-constantinopolitano el símbolo de fe admitido por ciento cincuenta Padres de Constantinopla entre las actas conciliares, opinan que el texto del llamado símbolo fue uno de otros tantos formulados, que, como aquel afín de San Cirilo de Jerusalén, fueron puestos bajo la fórmula del credo niceno y circulaban en la segunda mitad del siglo IV por los ambientes eclesiásticos de Antioquia. Este fue acogido por San Epifanio en el 374, y algún año después (381) por los ciento cincuenta Padres de Constantinopla, hasta que más tarde su texto, sacado de las actas del concilio, fue considerado como el credo definitivo del dogma trinitario, y como tal, introducido después en la misa.

El nuevo símbolo, a principios del siglo VI, bajo el patriarca monofisita de Constantinopla Timoteo (51:1-517), fue introducido en la liturgia bizantina inmediatamente después de la anáfora, antes de la oración dominical. Su iniciativa no sólo fue muy pronto imitada por las iglesias de Oriente, sino que al poco tiempo cruzó el mar y fue adoptada por los visigodos de España en su liturgia el año 589.

 

La iglesia de España erróneamente añadió al texto primitivo del símbolo niceno-constantinopolitano, no sabemos precisamente dónde ni por quién, la expresión Filioque (qui ex Paire Filioque pfocedit). Bajo los carolingios pasó a las Galias, a Alemania y a Italia, donde en el 795 insertó el sínodo de Aquileya el Filioque en su símbolo. En el 809, como consecuencia de las vivas oposiciones de los griegos, un concilio de Aquisgrán discutió y aprobó su uso, confirmado después por el papa León III, el cual, sin embargo, por una diferencia con los griegos, no quiso admitirlo en el texto romano. Entró sólo más tarde, bajo Benedicto VIII (1012-14), cuando el emperador Enrique obtuvo que en Roma durante la misa se cantase el símbolo niceno-constantinopolitano.

Véase el prospecto de los tres símbolos antes citados para poder compararlos:

 

Símbolo Niceno (325) (Lietzmann, p.36) (Credimus in)

Credo de Jerusalén (348, Lietzmann, p.19.; Credimus in)

Revisión de San Cirilo (362). Conc. de Constantinopla (381). Conc. de Calcedonia (451) (Lietzmann, p.26; Credimus in)

1. — Unum Deum, Patrem omnipotentem factorem omnium, visibilium et invisibilium.

2. — Et in unum dominum Iesum Christum filium Dei, natum ex Patre unigenitum, idest ex substantia Patris, Deum de Deo vero, genitum non factum, consubstantialem Patri, per quem omnia facta sunt et in cáelo et in térra. Qui propter nos nomines et propter nostram salutem descendit, incarnatus est et homo factus est.

passus;

Et resurrexit tertia die. Et ascendit in cáelos. Et venturus est iudicare vivos et mortuos.

 

 

 

 

 

 

3. — Et in Spiritum sanctum.

 

 

 

1. — Unum Deum, Patrem omnipotentem factorem caeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium.

2. — Et in unum dominum Iesum Christum filium Dei unigenitum, ex Patre natum, Deum verum ante omnia saecula, per quem omnia facta sunt.

 

 

Qui incarnatus et homo factus est.

 

 

passus;

Et resurrexit (a mortuis) tertia die. Et ascendit in cáelos et sedet ad dexteram Patris. Et venturus est cum gloria iudicare vivos et mortuos, cuius regni non erit finís.

 

 

 

3. — Et in Spiritum sanctum paraclitum, qui locutus est in prophetis; et in unum baptisma paenitentia in remissionem peccatorum, et in unam, sanctam, catholicam Ecclesiam, et in carnis resurrectionem, et in vitara aeternam.

1. — Unum Deum, Patrem omnipotentem factorem caeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium.

2. — Et in unum dominum Iesum Christum filium Dei unigenitum, ex Patre natum ante omnia saecula, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero, genitum non factum, consubstantialem Patri, per quem omnia facta sunt.

Qui propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis, et incarnatus est de Spiritu sancto ex Maria virgine et homo factus est. Crucifixus etiam pro nob i s sub Pontio Ρi1ato, passus et sepultus est. Et resurrexit tertia die secundum scripturas. Et ascendit in caelum, sedet ad dexteram Patris. Et iterum venturus est cum gloria, iudicare vivos et mortuos, cuius regni non erit finís.

3. — Et in Spiritum sanctum, dominum et vivificantem qui ex Patre procedit; qui cum Patre et Filio simul ado ratur et conglorificatur; qui locutus est per propheias. Et in unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam. Confíteor unum baptisma in remissionem peccatorum. Et expecto resurrectionem mortuorum. Et vitam ventura saeculi. Amen.

 

 

En la iglesia griega, el nicenoconstantinopolitano es el único símbolo en uso; en la latina se canta hoy día solamente durante la misa; pero en Roma, en el siglo VII, entraba también en el rito de la iniciación de los catecúmenos.

 

El símbolo atanasiano.

El símbolo Quicumque o atanasiano (fides S. Athanasii, fides catholica), más que una formal profesión de fe, quiere ser una expresión teológica popular, una especie de catecismo de los dos grandes misterios: de la Trinidad y de la encarnación. Comprende, en efecto, dos partes bien distintas: la primera (v.1-26), dirigida contra los errores arríanos, expone detalladamente el dogma trinitario (unidad substancial y distinción de las tres divinas personas); la segunda (v.27-40), dirigida, sin duda alguna, contra la herejía nestoriana y eutiquiana, desarrolla el dogma cristológico (doble naturaleza de Cristo en la unidad de persona). Este contenido nos ofrece ya algún dato alrededor sobre el origen del Quicumque. Queda inmediatamente excluido que no puede ser su autor San Atanasio. Este vivió a principios del siglo IV (295-373), en el período clásico de la lucha contra los arríanos, pero mucho antes de los errores de Nestorio y de Eutiques. Y a estas herejías parece que se hace una alusión tan clara, que es necesario poner la redacción del Quicumque después de los concilios de Efeso (431) y Calcedonia (451).

Por otra parte, los primeros testimonios absolutamente ciertos son del concilio de Toledo del 633, que nos cita algunos versículos del mismo; dos cartas de San Isidoro de Sevilla (+ 636) y el concilio de Autún (670), que lo llama Fides Athanasii. Además, un examen de las obras de algunos escritores eclesiásticos del sudoeste de las Calías (Lerins y Arles) sobre el siglo VI, como San Honorato (+ 429), San Vicente de Lerins (+ 450), Fausto de Rietz (+ 493), San Cesáreo de Arles (+ 543), nos muestran frases parecidas o paralelas a las del Quicumque, por lo que no se andaría muy desacertado fijando la redacción del mismo en España o en las inmediaciones de Arles o Lerins alrededor de la segunda mitad del siglo VI

La composición literaria del Quicumque se presenta con una fisonomía muy propia, que la distingue de toda otra composición de este género y demuestra en su autor una maestría singular. Escribe a este propósito Morin: "No se encuentra antes del Quicumque una semejante ininterrumpida sucesión de proposiciones, una parecida alineación de fórmulas simples, claras, como troncos en su majestuosa severidad, que excluyen toda superfluidad oratoria y, sin embargo, se coordinan tan armónicamente, según un ritmo lleno de gracia: un conjunto artístico y, al mismo tiempo, de autoridad, que supone un maestro perfectamente al corriente de la tradición doctrinal, pero habituado a vivir en contacto con los clásicos, ya que puede decirse que el Quicumque es de composición verdaderamente clásica en su concisión noble y escultórica; una concisión, sin embargo, unida a tal claridad, que la mayor parte de los simples fieles debían estar en condiciones de comprenderla y de retener su texto, al menos en la época que fue compuesto."

En cuanto al autor del Quicumque, los críticos, descartada una paternidad atanasiana, han propuesto varios nombres: San Agustín, San Eusebio de Vercelli, Martín de Braga, San Cesáreo de Arles y San Ambrosio; este problema queda todavía sin solucionar, si bien en estos últimos tiempos la hipótesis que lo atribuye al gran obispo de Milán ha encontrado muchos y fervorosos candidatos.

Este símbolo gozó en toda la Edad Media de una autoridad indiscutible no sólo como fórmula de fe, sino, sobre todo, como uno de los elementos principales de enseñanza catequística. Muchos concilios prescribieron el aprenderlo de memoria, poniéndolo en la categoría del Pater o del Credo, e impusieron a los sacerdotes la obligación de explicarlo al pueblo. Por eso, los manuales de piedad y los libros de horas lo traían casi siempre en texto latino o en traducción. Hoy día, el Quicumque se recita solamente en los domingos a la hora de prima, en donde parece lo introdujo Aitón de Reichenau (+ 836); en el pasado, sin embargo, se recitaba también en otras circunstancias; en Corbie, por ejemplo, se cantaba también en la procesión de las rogativas.

 

Las Doxologías.

La doxología (de δόξα = gloria), tomada en sentido nato, es una fσrmula amplificada de alabanza y de glorificación a Dios. Entre los hebreos era de uso común, especialmente al final de una eulogia o de una plegaria: Tibí est gloria in sácenla saeculorumf amen, concluye la oración de Manases; y el salmo 40: Benedictus Dominus Deus Israel a saeculis et usque in saecula; fíat! fíat! Esta piadosa costumbre pasó muy pronto a labios de los primeros fieles y a los escritos apostólicos. Se puede decir que en la Iglesia antigua la doxología como glorificación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tomó tal importancia, que era considerada como la gran devoción católica en aquel tiempo. Todo se concluye con una doxología: la anáfora especialmente eucarística, la plegaria litánica, la de los fieles, los dípticos, los himnos, las homilías, las cartas, el Pater naster, la salmodia.

He aquí algunas cláusulas doxológicas primitivas. En algunas de ellas, la doxología se halla dirigida solamente al Padre o al Hijo, alguna vez al Padre y al Hijo, en otras al Padre, mediante el Hijo, y en otras a las tres divinas personas: "Regí... saeculorum immortali, mvisibili, solí Deo honor et gloria in saecula saeculorum. Amen" (1 Tim. 1:17). "Ipsi (lesu Christo) gloria et nunc et in diem aeternitatis. Amen" (2 Petr. 3:18; fin de la carta). "Sedenti in throno et Agno, benedictio et honor et gloria et potestas in saecula saeculorum" (Apoc. 5:13). "Solí Deo Salvatori nostro, per lesum Christum Dominum nostrum, gloria et magnificentia, imperium et potestas ante omne saeculum et nunc et in omnia saecula saeculorum. Amen" (lud. 25; fin de la carta). "Quoniam tua est virtus et gloria in saecula" (Didaché 8.2; tomada del Pater noster). "Per puerum tuum lesum Christum, — per quem tibí gloria et honor — Patri et Filio cum Sancto Spiritu — in sancta Ecclesia tua, — et nunc et in saecula saeculorum. Amen" (san hipólito, Traditio Apost.).

"De ómnibus Te laudo, Tibí benedico. Te glorifico per sempiternum et caelestem pontificem lesum Christum, dilectum tuum Filium, per quem Tibí cum Ipso et Spiritu Sancto gloria et nunc et in futura saecula. Amen" (Martyr. Polycarpi, XIV; tomada de la plegaria de San Policarpo sobre el fuego).

Esta última doxología de San Policarpo (+ 155), que asocia indistintamente en la glorificación de Dios Padre a las otras dos personas de la Santísima Trinidad, se convirtió después del siglo II en el tipo de la doxología cristiana propiamente dicha. De ésta son particularmente interesantes en el uso litúrgico tres formas más amplias: El Gloria Patri et Filio... (doxología menor). El Gloria in excelsis Deo... (doxología mayor). El Te Deum laudamus.

 

El "Gloria Patri."

La introducción del Gloria Patri fue ya atribuida a San Ignacio, al concilio de Nicea, a San Atanasio o a Flaviano, el cabecilla del partido ortodoxo de Antioquía. En realidad, sería inútil precisar su autor si se considera que el Gloria es un simple desarrollo doxológico de la fórmula bautismal trinitaria añadida a la cláusula final in saecula saeculorum, muy usada entre los hebreos en la época apostólica. Bajo esta forma, la doxología menor aparece ya poco después de la mitad del siglo II en el Martyrium Polycarpi: Cui sit gloria cum Paire el Filio et Spiritui Sancto in saecula saeculorum. Amen. Al final de este mismo siglo, en el Evangelium Thomae, y mucho después en el siglo siguiente, la fórmula citada viene integrada por aquella que entre los orientales quedará después invariable: Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto, et nunc et semper et in saecula saeculorum. Amen.

Hacia el 350, en la época de las heroicas luchas entre católicos, arríanos y macedonianos, la doxología menor atraveso el período más brillante de su historia, habiendo servido como contraseña de los ortodoxos para proclamar su fe en la igualdad, de las tres divinas personas. San Basilio, en efecto, en la famosa carta Ad Amphilochium defendió por mucho tiempo su valor dogmático y tradicional, contra la otra doxología preferida por los arríanos: Gloria Patri, per Filium in Spiritu Sancto, la cual, si bien no era por sí misma errónea, sin embargo la empleaban ellos indebidamente, conforme a sus falsas doctrinas.

La cláusula sicut erat in principio es una adición posterior, propia solamente de las iglesias occidentales, excluida España. El concilio de Vaison (529), que fue el primero que la hizo conocer, informó que fue introducida en el Oriente como protesta contra el arrianismo. Por el contrario, es cierto que los orientales no la aceptaron jamás, aunque se dolieron de ello más de una vez con los latinos. El uso romano la adoptó en la segunda mitad del siglo V, sobre la base de una supuesta carta de San Jerónimo al papa Dámaso, entonces considerada como auténtica, a la cual probablemente se debe la introducción de la doxología integral al final de los salmos del oficio, que la carta recomendó calurosamente ut fides 38 Niceni concilii et nostro ore parí consortio declaretur.

En el uso extralitúrgico, el Gloria Patri fue siempre considerado como una de las fórmulas más populares. En la Edad Media se acostumbraba a terminar con ella las predicaciones, y el pueblo, principalmente en Alemania, que retenía la primera parte como una profesión de fe, no dejaba jamás, al recitarla, de signarse con la señal de la cruz.

 

El "Gloria in excelsis Deo."

El Gloria in excelsis Deo (doxología mayor, Hymnus angelicus) es, sin duda alguna, uno de los cánticos más inspirados, de creación completamente cristiana, que tiene nuestra liturgia. Su texto se encuentra, en primer lugar, en el libro quinto de las llamadas Constituciones Apostólicas (hacia el 380), bajo el nombre de ύμνος ορθρινός (= himno de la mañana), y más tarde, en el apéndice al Codex Alexandrinus de la Biblia (siglo V), pero con diferencias substanciales, como se puede ver en el esquema siguiente:

 

Const. App. VII:47.

 

Cod. Alex.

1. — Gloria in excelsis Deo et in térra pax

hominibus bona voluntas?

2. — laudamus te, himnodicimus te, benedicimus te, glorificamus te, adoramus te,

3. — per magnum Pontificem te, ens (τον οντά) deum, in·genitum, unum, inaccessibi le solum,

4. — propter magnam gloriara tuam.

5. — Domine, rex caelestis Deus Pater omnipotens.

7. — Domine Deus Pater Domini Agni immaculati

8. — Qui tollis peccatum mundi suscipe deprecationem nostram.

10. — Qui sedes super Cherubim.

11.—Quoniam tu solus sanctus, tu solus Dominus,

12.—Deus et Pater lesu Christi.

13.—Dei omnis creatae naturae, regis nostri,

14.—per quem tibi gloria,

honor et adoratio.

1. — Gloria in excelsis Deoet in térra pax, hominibus bona voluntas?

2. — laudamus te, glorificamus te, adoramus te,

3. — gratias agimus tibí

4. — propter magnam gloriam tuam.

5. — Domine, rex caelestis Deus Pater omnipotens.

6. — Domine Fui unigenite Iesu Christe et sánete Spiritus.

Domine Deus, Agnus Dei, Filius Patris,

8. — Qui tollis peccata mundi miserere nobis.

9. — Qui tollis peccata mundi, suscipe deprecationem nostram.

10. — Qui sedes ad dexteram Patris, miserere nobis.

11.—Quoniam tu es solus sanctus, tu es solus Dominus, lesu Christe.

14.—in gloria Dei Patris,

 

 

Como se ve, el texto de las Constituciones no habla nada del Espíritu Santo; y la persona del Hijo, en cuanto que es llamado "Dios de todo lo creado," casi desaparece en la glorificación de Dios Padre; lo que hace fundadamente sospechar una influencia arriana y ligada, como se ve por lo demás en toda la obra del anónimo compilador de las Constituciones. Sin embargo, el texto alejandrino se presenta como una glorificación del Padre, unido a la plegaria del Hijo, santo como El, Señor como El, mientras que la mención del Espíritu Santo fue inserta en la mitad del texto en lugar del final, donde fue puesta más tarde, diciendo esto: Domine, Fili unigenite et Sánete Spiritus. Es fácil, por lo tanto, deducir que de los dos escritos, el primitivo y auténtico no puede ser más que el segundo. En las Constituciones fue, sin duda alguna, interpolado, con el fin de corregir o eliminar de la fórmula doxológica las frases más importantes relacionadas con la divinidad de Cristo y su substancial igualdad con el Padre.

Los liturgistas modernos se inclinan a hacer remontar el origen del Gloria a la primera época cristiana. Corrobora esta hipótesis no sólo la rítmica del himno, su forma literaria y el concepto teológico, análogo perfectamente a la literatura eclesiástica primitiva, sino también una serie de características y el testimonio de los escritores del período subapostólico, como San Ignacio, Arístides, San Policarpo y San Justino. No puede decirse con esto que el Gloria entrase entonces en el diseño litúrgico de la misa. Es cierto también que se introdujo en él mucho tiempo después, quizá bajo el papa Símaco (+ 514), derivándolo de la liturgia bizantina. Los documentos más antiguos, como las Constituciones, el De virginitate (siglo IV), el Cod. Alexandrinus, las Reglas de San Cesáreo y de San Aureliano, lo asignan a la liturgia matinal; tal debió de ser el uso antiquísimo en todas las iglesias. La liturgia de Milán, con un texto muy afín al de las Constituciones, lo tuvo en el oficio de laudes hasta el final del siglo XVI; los griegos lo conservan todavía.

En el uso extralitúrgico, la gran doxología desde el siglo X fue considerada, como lo es en verdad, mejor que el Te Deum, el himno por excelencia de la acción de gracias a pon las circunstancias más solemnes, públicas y privadas. Así, en el hallazgo del cuerpo del mártir Malosus, cuenta Gregorio de Tours, el pueblo y el clero cantaron el Gloria, como igualmente lo cantó el papa León III en Francia cuando fue recibido allí por Carlomagno. Precisamente este aspecto particular de fórmula de saludo litúrgico que tuvo en la antiguedad el Gloria, fue lo que inspiró la rúbrica del IV OR, según el cual el pontífice lo entonaba, dirigido al pueblo, como el Pax vobis y otras fórmulas semejantes.

 

El "Te Deum."

Afín en el tema litúrgico a las doxologías es el Te Deum (Hymnus ambrosianus), que por esto se le llama algunas veces en los manuscritos Hymnus S. Trinitatis. En él se alaba a Dios Padre en el cielo por medio de los ángeles y santos; en la tierra, por boca de la Iglesia, que le adora junto con el Hijo y el Espíritu Santo; se glorifica al Verbo encarnado y su obra de redentor; se implora la misericordia de Dios. El himno muestra, por lo tanto, estar dividido en tres partes, aunque no perfectamente unidas entre sí.

La primera (v.1-13) termina con una especie de doxología: Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia. Patrem immensae maiestatis, Venerandum tuum verum et unicum Filium, Sanctum quoque paraclitum Spiritum.

La segunda (v. 14-20) termina con la última invocación al Hijo: Te, ergo, quaesumus...

La tercera (v.21 al fin) comprende una serie de versículos derivados de los Salmos que en principio solían unirse a él y finalmente quedaron incorporados al mismo. Esta división se halla confirmada por los análisis melódicos y rítmicos del texto. La melodía, en efecto, cambia, respectivamente, en los versículos 14 y 21, y en cuanto al ritmo, solamente las cláusulas métricas de la segunda parte muestran toda una exacta conformidad con las leyes del cursus, mientras las de la primera se corresponden en él.

Estas particularidades tienen su peso en la cuestión hasta ahora tan debatida sobre el origen del Te Deum. Descartados definitivamente los nombres legendarios de San Ambrosio y San Agustín y la hipótesis de una tradición del griego, algunos de los críticos modernos (Cagin, Agaesse, Blume, Cabrol y Wagner) lo hacen remontar hasta más allá del 250 y encuentran trazos del mismo en San Cipriano y en la Passio S. Perpetuae; otros, sin embargo, con Morin (Burn, Zahn, Kattenbusch, Kirsch y Batiffol), lo sitúan en una época bien posterior, identificando su autor con Nicetas, obispo de Remesiana o Romatiana, en la Dacia (fe.414). La cuestión puede difícilmente aclararse con la traducción manuscrita, porque los códices más antiguos (26 en total), como el Psalterium vaticano (Regin. XI, siglos VII-VIII) y el Antifonario de Bangor (siglo VII), lo traen bajo títulos anónimos; por ejemplo: Hymnus ad matutina dicendus die dominico; los demás, de fecha posterior, lo atribuyen diversamente o a San Hilario (dos cód.), o a San Ambrosio y San Agustín (48 cód.), o a un Nicetas o Nicencio, obispo (12 cód.), y también a un Sisebuto, monje (siete cód.). En favor de Nicetas de Remesiana está el testimonio de una familia importante de códices, los Carmina, de San Paulino de Nola, que elogia el talento del obispo amigo, y finalmente diversos trozos interesantes, si no propiamente decisivos, que se encuentran en sus obras con la fraseología del Te Deum. No puede negarse, sin embargo, que la escasa homogeneidad lógica del texto, la marcada diferencia de pensamientos, de ritmo, de melodía, entre las diversas partes, hacen dudar que el Te Deum sea, más bien que una composición original, una reunión de trozos que pertenecen a diversas edades del siglo III al V. Cagin se inclina a ver en él restos de una antiquísima anáfora latina.

El Te Deum en el siglo VI se usaba, junto con el Gloria in excelsis, como un canto del oficio matutino de cada domingo del año. San Cesáreo (+ 527), San Aureliano de Arles (+ 545) y San Benito (526) lo prescriben en este sentido en sus Reglas monásticas. No es fácil conocer, a este respecto, la antigua práctica de la iglesia romana. Amalario, en el siglo VIII, atestiguaba que en Roma, en San Pedro, el Te Deum en el oficio no se decía más que en unas pocas fiestas aniversario de los papas mientras, como norma, después de la nona lección de maitines, se añadía un conocido responsorio. En San Juan de Letrán, sin embargo, era de regla cantarlo siempre.

En la liturgia céltica, el Te Deum se usaba como canto eucarístico; el antifonario de Bangor lo titula Hymnus quando communicant sacerdotes. Y también en la Galia prevaleció este carácter y fue adoptado como la expresión de la acción de gracias dadas en común. Encontramos el primer ejemplo de ellos en Auxerre, en el año 740, con ocasión del traslado del cuerpo de San Germán. Con tal carácter pasó a la liturgia romana. El Pontifical romano lo prescribe en la terminación de la consagración de los obispos, abades, reyes y reinas. Como fórmula de alabanzas y de reconocimiento a Dios, el Te Deum tiene, bien puede decirse, una historia de epopeya, puesto que en los momentos más solemnes de la historia de los pueblos cristianos fue el canto triunfal de júbilo y de victoria.

 

Fórmulas doxológicas menores.

Entre las fórmulas doxológicas menores debemos recordar las dos siguientes: El "Te decet laus." — Breve aclamación trinitaria, cuyo texto según la Regla benedictina es éste: Te decet laus, Te decet hymnus, Tibí gloria Deo Patri Et Filio, cum sancto Spiritu in saecula saeculorum. Amen.

 

Este himno doxológico, en las Constituciones Apostólica estaba señalado para el oficio vespertino; en las liturgias occidentales fue acogido solamente en el cursus benedictino; San Benito lo prescribe como canto doxológico después de la lectura del evangelio, y en las vigilias dominicales, antes de las laudes. El uso litúrgico es paralelo después a la antífona post evangelium del rito milanés y a las diversas aclamaciones que en la misa siguen a la lectura del sagrado texto en las liturgias galicana y mozárabe. En suma, por todas partes donde los ritos orientales tuvieron alguna influencia. En el siglo XII, el Te decet laus entró a formar parte también de la vigilia papal, como himno de recambio, en vez del Te Deum, con el cual se terminaba justamente el primer oficio nocturno en los días de oficio doble. Actualmente ha desaparecido de la liturgia romana.

2.° El trisagio. — Es preciso distinguir con los griegos el epinicio (επινίκιος = canto de victoria) que termina nuestro prefacio, del trisagio propiamente dicho, que en Oriente da comienzo a la acción litúrgica antes de las lecturas y entre los latinos está reservado a la adoración de la cruz en la Parasceve. Es cantado por dos coros, alternativamente en griego y en latín, con los llamados improperio.

El trisagio aparece de un modo seguro, pero fuera del uso litúrgico, en la época del concilio de Calcedonia (451); sin embargo, su introducción en el formulario de la misa bizantina, atribuida falsamente a Precio (+ 447), es de finales del siglo V o de principios del siglo VI. La adición hecha en él por Pedro Fullone, patriarca de Antioquía, Qui crucífixus es pro nobis, produjo graves tumultos por el sentido herético teopasquita que le daba, como si Cristo hubiese sufrido también como Dios. Intervino en la controversia Félix III (+ 492), quien, reprobando la fórmula y el sentido que le diera Fullone, volvió, sin embargo, a darle al trisagio su primer significado trinitario, con que fue más tarde aceptado por la liturgia latina del Viernes Santo, pero con intención cristológica y con particular relación al Redentor crucificado. La adición recriminada ha permanecido hasta ahora entre los ármenos, quienes se obstinaron en mantenerla, a pesar de los repetidos avisos de los papas, como los de Gregorio VII y los de Gregorio XIII. Ellos lo justifican diciendo que lo cantan en memoria del Hijo; pero el contexto de la misa demuestra claramente que va dirigido a toda la Santísima Trinidad.

 

Las Fórmulas de la Plegaria.

 

Las "Orationes."

Ya desde el principio, uno de los papeles más importantes reservado al obispo o al sacerdote que presidia la sinaxis fue el de hacerse intérpretante Dios de los sentimientos de fe, de adoración y de súplica comunes a todos los fieles, dirigiendo a El en su nombre las fórmulas solemnes de la plegaria colectiva.

Esta, en la primera edad cristiana, entraba en la línea de un sugestivo cuadro ritual que debía influir poderosamente para el recogimiento y en dar a la vista un eficaz relieve, a tono con la importancia del acto. El oficiante, con una breve alocución, invitaba a los fieles a orar, sugiriendo la intención precisa que debían dar a su plegaria. Por ejemplo:

Oremus, dilectissimi ñolas, pro Ecclesia sancta Dei, ut eam Deus et Dominus noster pacificare, adunare et custodire dignetur toto orbe terrarum...

Entonces, en medio del silencio más profundo, todos adoptan la postura ritual de la plegaria: la persona, es de cir, el cuerpo en pie, los brazos levantados, las manos abiertas, la mirada hacia el Oriente. O bien, en ciertos determinados días, después del aviso del diácono, Flectamus genua, todos se ponen de rodillas y oran en silencio, hasta que, después de algún tiempo, a un segundo aviso, Lévate (levantaos), el sacerdote acepta los comunes sentimientos en una breve fórmula, collecta, y la entona en alta voz: Omnipotens sempiterne Deus, qui gloriam tuam ómnibus in Christo gentibus revelasti, custodi opera misericordiae tuae; ut Ecclesia tua, toto orbe diffusa, stabili fide m confessione tui nominis perseveret. Per eumden Dominum...

Al final, todos exclaman: Amen! De este género son las oraciones solemnes del Viernes Santo, en uso común en las iglesias de Occidente todavía a principios del siglo V; las oraciones de las vigilias en las misas de las cuatro témporas y de la noche de Pascua, así como numerosas fórmulas de la liturgia mozárabe y galicana. En su origen, todas las plegarias debían ser así. No sabemos decir cuándo se introdujo la táctica de suprimir la plegaria en silencio después de la intimación diaconal. Una rúbrica del sacramentarlo de Cambrai hace suponer que en el siglo IX todavía estuvo en uso en las Galias: Oremus, Dicit diaconus: Flectamus genua. Postquam oraverint, dicit: Lévate; postea dicit sacerdos orationem.

Pero no siempre, como diremos, la rúbrica permitía arrodillarse; en tales casos bastaba sólo la invitación del celebrante: Oremus. Así es fácil comprender cómo, abreviando su pequeño exordio y los sucesivos breves momentos de intervalo, aquel Oremus debía poco a poco convertirse en una simple fórmula introductoria de su oración. Esta, en efecto, es la fórmula de la oratív, como la llama el misal, que es la que ha quedado casi exclusivamente en uso, al menos desde el siglo V, en la misa romana, en el breviario y en el ritual de los sacramentos y sacramentales. Consiste en una simple invitación genérica a orar: Oremus, dirigida a los fieles por el celebrante y seguida inmediatamente por la fórmula eucológica que él pronuncia en voz alta.

Es muy difícil precisar cuándo ni dónde se comenzó a introducir en el ordinario de la misa las fórmulas variables cantadas del misterio del día o del santo conmemorado (collecta, secreta, postcommunio). Probst cree que en tiempo de San Dámaso (366-384) y en la iglesia de Roma; pero otros, y con mayor probabilidad, lo consideran como una novedad del siglo V, más bien fuera de la ciudad de Roma, en África quizá o en las Calías, y sólo más tarde entró a formar parte en el uso litúrgico de Roma.

 

Estudiando la composición de las oraciones contenidas en los antiguos documentos y libros litúrgicos, se manifiesta que su texto fue compuesto en rigurosa conformidad con ciertos principios litúrgico-literarios de la mayor importancia.

Uno de éstos afecta a la Persona Divina a la que van dirigidas las oraciones. Se puede decir que, desde los tiempos apostólicos, la Iglesia, con arreglo a la enseñanza expresa del Divino Maestro, ha constituido como una ley el dirigir toda plegaria al Padre, interponiendo la mediación de Cristo, su Hijo. San Pedro escribía: In ómnibus honorificetur Deus per Dominum nostrum lesum Christum, San Clemente: Tibí, Domine, confitemur per Pontificem et Patronum animarum nostrarum lesum Christum,y Tertuliano: Orationem et actionem gratiarum apud Ecclesiam per Christum lesum catholicum Patris sacerdotem. La anáfora de San Hipólito es un bello ejemplo de ello: Gratias ubi rejerimus, Deus, per dilectum puerum tuum lesum Christum. Esta mediación sacerdotal de Cristo en la piedad litúrgica aparece ya clara en Orígenes de tal forma, que parece la misma plegaria de Cristo. Parece, sin embargo, que en el siglo III hubo una corriente de piedad popular inclinada a dirigirse directamente a Cristo. Puede ser una prueba de ello la supresión hecha por Pablo de Samosata en su iglesia de todos los himnos compuestos en honor de Cristo, con el pretexto de que eian muy modernos. En realidad, la plegaria y los himnos, dirigidos directamente a Cristo, como Hijo de Dios, se remontan a los orígenes mismos de la Iglesia. La conocida carta de Plinio donde se habla del carmen Christo, quasi Deo, dicere secum invicem por parte de los cristianos de Bitinia en el servicio dominical, y el texto del Gloria in excelsis Deo, son una demostración de ello.

De todos modos, a finales del siglo IV encontramos ya consolidado en sus justos términos el principio fundamental de la plegaria litúrgica. El concilio de Hipona, en el sanciona que nemo in precibus, vel Patrem pro Filio, vel Filium pro Patre nominet; et cum altari assistitur, semper ad Patrem dirigatur oratio El concilio precisa que la oratio debió ser dirigida al Padre, especialmente quando altari assistitur, es decir, durante la misa, porque Jesucristo tiene la mismísima función de sacerdote y de víctima que tuvo en la cruz.

Apoyada en este principio se inspiró la composición litúrgica romana en su período clásico. Numerosas fórmulas de los sacramentarles leoniano y gelasiano se encuentran todas dirigidas al Padre. En el gregoriano, sin embargo, se nota ya una cierta oscilación. Con todo esto, Lietzmann sostiene que también las oraciones del Adviento, que en nuestro misal tienen la cláusula final Qui vivís, fueron en su origen dirigidas al Padre.

Nótese, también, cómo en la conclusión de las oraciones per Dominum nostrum lesum Christum, Filium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia... las dos frases Filium tuum y Deus fueron unidas más tarde, faltando en el leoniano y en la antigua misa ambrosiana. Se quiere, evidentemente, poner de relieve la divinidad del Hijo contra las doctrinas amanas.

También el esquema de las oraciones merece una particular atención. Todas, incluidas también la secreta y la postcommunio, pueden agruparse bajo dos grandes tipos:

a) Un tipo simple, casi primitivo, que se limita a expresar el objeto substancial de la plegaria. Por ejemplo: Praesta, Domine, fidelibus luis, ut ieiuniorum veneranda solemnia, et congrua pietate suscipiant et secura devotione percurrant. Per... (Miércoles de Ceniza.)

Las oraciones de este tipo son muchas y diversas. Generalmente comienzan con las fórmulas verbales: Da nobis... Adesto... Concede... Exaudí... Augeatur... Conferat... Laetetur... Fíat... o con un substantivo que designa directamente la gracia solicitada: Auxilium... Benedictionem... Gratíam... Praeces... Ecclesiam...

 

b) El otro tipo, más complejo, desarrolla más ampliamente la fórmula, sea la invocación de Dios, poniendo en ella los atributos: Omnípotens, sempiterne, Deus, o una proposición predicativa entera: Deus, quí omnipotentiam tuam parcendo máxime et miserando manifestas... sea en el desarrollo de la petición que la enriquece con los complementos de paralelismos y de antítesis. Por ejemplo: Deus, qui hurnanae substantiae dignitatem et mirabiliter condidisti. et mirabilius reformasti, da, quaesumus, nobis, eius divinitatis esse consortes qui humanitatis nostrae fieri dignatus est particeps.

 

Alguno ha creído clescubrir en estos artificios influencias hebreas o helenísticas; pero probablemente los compositores de nuestras fórmulas, a pesar de inspirarse en modelos paganos, han expresado simplemente en forma noble y literaria la riqueza de su gran pensamiento cristiano.

Se pone de relieve una norma que con mucha frecuencia ha guiado al compositor litúrgico: la de comenzar la fórmula con una palabra que pone inmediatamente en evidencia el carácter peculiar de la fórmula misma en relación con la acción ritual a que va destinada. Por ejemplo, la secreta comienza generalmente con términos alusivos a la ofrenda de los dones: Accepta... Accipe... Acceptum... Hostia... Haec hostia... Oblatio... Oblationes... Oblata... Haec oblatio... Sacrificium... Sacrificio... Haec sacrificia... Muñera... Muneribus... Réspice... Las postcomuniones poseen su incipit, tomado de la fraseología de la comunión: Corpus ... Divina ... Divini ... Haec communio... Quos... Satiasti (reficis).., Refecti... Repleti ... Sacramenta ... Sacramentum... Sacramentis... Sumat... Sumentes... Sumpsimus... Sumpta... Sumpto...

 

Naturalmente, no se trata de una regla absoluta. Muchas fórmulas del ofertorio y de la comunión prescinden de estas cláusulas; también porque en diversos casos el compositor, haciendo abstracción del cuadro ritual, se ha inspirado en el misterio en la fiesta del día.

Otro criterio fundamental observado rigurosamente en la composición de las antiguas oraciones litúrgicas es el del ritmo o cursus. Esta se manifiesta, sobre todo, en la conveniente disposición de los diversos miembros; por norma general, de dos a cuatro, de forma que éstos resulten bien proporcionados entre sí y expresen simultáneamente un pensamiento completo.

Mas la acción del cursus se ejercita, sobre todo, en las cadencias, ya sean incidentales, ya finales de la oración. Se entiende por cursus, escribe Dom Mocquereau, ciertas sucesiones armoniosas de palabras y de sílabas usadas por los prosistas griegos y latinos al final de las frases y de los miembros de frase para obtener diversas cadencias de efecto agradable al oído y al oyente. Si estas sucesiones de sílabas están basadas sobre la cuantidad, el cursus es métrico; pero si se hallan basadas en el acento o en el número de las sílabas, el cursus es rítmico. En los siglos IV-V, presunta época de nuestras más antiguas oraciones, y en los dos siglos siguientes, el puro cursus métrico de los tiempos clásicos (Cicerón) había dado lugar a un cursus mixto, compuesto en parte por cláusulas métricas y en parte rítmicas. De estas últimas, por ejemplo, el sacramentario leoniano, (en un total de 1030 cadencias) tiene 242 (23-8 por 100), mientras 775 son métricas (76,2 por 100).

Mediante la combinación de estos cursus principales y de algunos otros pocos secundarios, los antiguos compositores supieron dar una extraordinaria viveza y sonoridad a las oraciones litúrgicas, las cuales, dotadas de un concepto siempre elevado, de un estilo siempre lapidario, de una fraseología robusta, vinieron a resultar verdaderas joyas de la literatura cristiana. Sirva como ejemplo la colecta del domingo séptimo después de Pentecostés con sus signos métricos: Deus cuius providentja in sui dispositi one non fallitur (c. tardus) te supplices exoramus (c. velox) ut noxia cuneta submoveas (c. tardus) et omnia nobis pro futura concedas (c. planus).

Afines a las oraciones de las que hemos hablado hasta aquí son algunas otras fórmulas que o forman parte del ritual sacramentarlo o sirven para la bendición de algunos elementos: aceite, agua, etc.; mas se presentan con un texto de desarrollo amplio, discursivo. Mientras a las primeras (colectas) podemos llamarlas fórmulas sintéticas por su brevedad, las otras podrían llamarse fórmulas analíticas.

También en las fórmulas analíticas encontramos substancialmente el tipo y la estructura de la oratio: una invocación a Dios predicativa de sus atributos, la petición de alguna gracia y la depreciación final por los méritos de Jesucristo.

 

La plegaria litánica.

La letanía (λιτή — sϊplica; en latín, letanía) era una fórmula de plegaria colectiva, pero sencilla y popular, dicha por lo general antes de la despedida de les catecúmenos, de cuya ejecución estaba encargado normalmente el diácono o uno de los lectores, Estos, sin recitar una verdadera y propia fórmula eucológica, se limitaban a enumerar sucesivamente ante la asamblea una serie de demandas y de deprecaciones, a cada una de las cuales el pueblo respondía con una palabra de súplica: Kyrie eleison; Domine, miserere: Te rogamus, audi nos, o semejantes. El origen de la plegaria litánica se confunde con el de la plegaria sacerdotal antes descrita, que tiene como autor a San Pablo; si no es más bien una derivación del Shemoneh Esreh, propia del servicio litúrgico sinagogal. También las liturgias paganas la conocían. Lo podemos deducir por cuanto narra Lactancio en torno a Licinio, el cual, en el 313, antes de entrar en batalla con Maximino Daza, hizo cantar a sus tropas las siguientes invocaciones litánicas: Sánete Deus, te rogamus. Summe Deus, te rogamus. Summe, sánete Deus, preces nostras exaudí. Brachia nostra ad Te tendimus, exaudí sánete, summe Deus.

La plegaria litánica en la misa, separada de la oratio fidelium en época que no puede precisarse, aparece a finales del siglo IV en las Constituciones Apostólicas, en la Peregrinatio, de Eteria, y entra en el esquema de todas las liturgias, sean orientales u occidentales. El texto conservado en la iglesia milanesa se remonta probablemente hasta la época de las persecuciones. He aquí un ejemplo: Pro Ecclesia tua sancta catholica.. quae hic et per universum orbem Precamur Te, Domine, miserere! Pro virginibus, viduis, iter orphanis, captivis, ac poenitentibus; Precámur Te, Domine, miserere! Pro navigantibus, iter agentibus, in carceribus, in vinculis, in metallis, in exilio constituís; precamur Te Domine miserere! Pro his qui diversis infirmitatibus detinentur, quique spiritibus vexantur immundis; Precamur Te, Domine, miserere!

No puede ponerse en duda que existiese también un formulario semejante en la liturgia romana y se recitase en diversas ocasiones. La Traditio (a.216) nos lo dice expresamente, aunque no nos dé el formulario del mismo (258). A finales del siglo V se recitaba también, porque el papa Félix II (+ 492), tratando de los obispos o sacerdotes caídos en grave pecado, dispuso que in paenitentia, si resipiscunt, lacere convenient; nec orationi, non modo fidelium, sed ne catechumenorum quidem omnimodis interesse cierres finales de las llamadas "letanías de los santos" debían formar el fondo de la misma.

Este último tipo característico de plegaria litánica — las letanías de los santos —, que viene a ser tan popular en la Iglesia, hay que considerarlo separadamente, según los diversos elementos que lo componen. Tenemos, en efecto, una serie distinta de invocaciones de los santos (Sancta Maria, S.loannesBaptista,S.Ioseph, S. Petre...), y de deprecaciones (Propitius esto... Ut nobis parcas... Ut ecclesiam... Te rogamus audi nos dirigidas directamente a Dios. Estas últimas, como se dice, constituyen ciertamente el núcleo litánico primitivo, y pueden, en cuanto a la substancia, remontarse hasta la época gregoriana; pero las repetidas invocaciones santorales, seguidas de una aclamación de súplica, muy comunes en Oriente a finales del siglo V, no existían probablemente antes del siglo VIII en Occidente. Sin duda alguna, la plegaria dirigida a los santos para que intercedan en nuestro favor delante de Dios es antiquísima; nace, se puede decir, con el culto de los mártires. Los antiguos epitafios cristianos nos han dejado ejemplos numerosos e interesantes, y los Santos Padres lo atestiguan largamente; pero un formulario tan típico y preciso como nos ha presentado la letanía en cuestión, con los santos divididos en series, acusa un maduro desarrollo eucológico y presupone un culto de los santos ya muy difundido, haciendo suponer un tiempo no anterior a los siglos VI y VII. En efecto, la arcaica letanía romana contenida en el Ordo de San Amando, y que pudiera pertenecer al siglo V-VI, trae apenas siete nombres de santos.

Bishop cree poder demostrar que el texto más antiguo de las letanías de los santos fue compuesto en griego en Rema, en tiempo del papa Sergio (687-701), de donde despues pasó a Inglaterra y a Irlanda, traducido al latín, en el misal de Stowe (siglo VIII). En las Galias, el sacramentarlo de Gellone, escrito en la segunda mitad del siglo VIII, contiene una letanía de los santos para cantarla en la función bautismal de la vigilia de la Pascua, y Amalarlo, a principios del siglo siguiente (c. 830), atestigua que parecidas letanías estaban ya en uso en su tiempo. En Roma y en otras partes, antes y después de la bendición de la fuente, se repetía la invocación de la letanía siete, cinco, tres veces seguidas: eran las llamadas letanías septena, quina, terna.

Como puede comprenderse fácilmente, el texto de las letanías santorales en uso entre las diversas iglesias, aparte de un pequeño fondo común, no era en todas partes uniforme; cada uno le añadía santos particulares, y algunas veces en número verdaderamente exorbitante. En un fragmento de ritual escrito por Angilberto, abad de San Riquier (c.805), que prescribe que en la procesión de las rogativas los monjes, después de los cantos de los salmos, faciant laetanias, primo Gallicam, secundo Italicam, npvissime vero romanam. Cuáles fueron estas diversas letanías es difícil saberlo.

Actualmente se tienen para el uso litúrgico tres formas de letanías de los santos. La primera, la más común de todas, está prescrita por el misal, por el ritual y por el pontifical en multitud de circunstancias, como en las rogativas, en las especiales procesionales de penitencia (por carestía, sequía, guerras, etc.), en el rito de la ordenación, en las traslaciones de las reliquias durante los solemnes exorcismos y en la función de las Cuarenta Horas; la segunda, algo más breve que la anterior, se canta en la función bautismal del Sábado Santo; la tercera, finalmente, que trae pocos santos particulares, se recita en la recomendación del alma.

 

La oración de los fieles.

Distinta de la plegaria litánica o diaconal, confiada por regla general al diácono, que la cantaba antes de la despedida de los catecúmenos, está la oración de los fieles, es decir, la solemne plegaria en común que los cristianos hacían "después de la lectura de los libros sagrados, bajo la dirección misma del obispo, porque, como amonesta muy bien San Hipólito, solamente los bautizados podían hacerla. Era su plegaria oficial, a la que llamaban a participar espiritualmente a todas las clases de la gran familia cristiana. De aquí recibe también el nombre de prex universal o gran intercesión, porque se recogían en ella todos los más importantes objetivos de plegaria que podían interesar a la Iglesia. Y porque el primero de ellos era la paz, todas las plegarias del grupo fueron también llamadas "irénicas."

No hay duda alguna de que la prex, así como también la plegaria litánica con la que va substancialmente unida, están íntimamente relacionadas con las disposiciones litúrgicas dadas por San Pablo a Timoteo acerca de la traducción en formularios tradicionales y practicados universal y uniformemente en las iglesias, lo mismo occidentales que orientales. De ellas, en efecto, podía escribir San Celestino I que ab apostolis traditae, in toto mundo atque in omni ecclesia catholica, uniformiter celebrantur.

No todos los puntos presentan el carácter de quien posee igual antiguedad. Excluyendo el cuarto y el noveno, se puede decir que los demás reflejan un período anterior a la paz. Baumstark los considera de la época de San Cipriano y San Cornelio, cuando se comenzaba a hablar el latín en la liturgia. El sexto, sin embargo, que es distinto de los demás por su latín estilizado, tiene probablemente en sus orígenes una forma diversa y un desarrollo mayor. La plegaria por los judíos es una característica de la prex romana. La pro paganis reclama el tiempo en que la Iglesia, establecida en las ciudades, se esfuerza por rendir a la fe a los gentiles de los pueblos. Los puntos séptimo-noveno se nos han dado a conocer en una redacción más arcaica y más amplia, porque comprendía también a los penitentes de la citada carta de San Celestino a los obispos de las Galias, hacia la mitad del siglo V: ... sanctarun plebium praesules... tota secum Ecclesia congemescente. postulant et precantur: — ut infidelibus donetur fides, ut idololatrae ab impietatis suae liberentur erroribus; — ut iudaeis, ablato cordis velamine, lux veritatis appareat; — ut haeretici catholicae fidei perceptione resipiscant, ut schismatici spiritum redivivae caritatis accipiant; — ut lapsis poenitentiae remedia conferantur, ut denique catechumenis, ad regenerationis sacramenta perductis, caelestis misericordiae aula reseratur.

La oratio fidelium en la liturgia romana, como en las demás liturgias, ha conservado el solemne cuadro ritual de la antigua plegaria oficial. Cada una de las intenciones es primero enunciada y explicada por el celebrante en una breve fórmula invitatoria, y después de que cada uno ha dirigido a Dios en silencio su plegaria, el celebrante resume la oración común en una oratio dicha en alta voz.

La prex de los fieles se mantuvo en la iglesia romana hasta finales del siglo V. Contribuyó a suprimirla del todo el desarrollo de los ritos y de los cantos del ofertorio, el incremento de la intercessio en el canon, las múltiples procesiones estacionales. El papa Gelasio (+ 496) considera oportuno trasladarla a su puesto tradicional, y con un formulario nuevo (llegado hasta nosotros bajo el nombre de Deprecatio Gelasii Papae) la colocó al principio de la misa. San Gregorio Magno alude a ella con su respuesta Kyrie eleison y la otra, Christe eleison, introducida por él, las cuales bien pronto, arrancadas del invitatorio, quedaron solas en la misa y permanecen todavía en ella.

 

Los prefacios.

Hagamos un grupo aparte de los prefacios, tomando las fórmulas en el sentido de que la evolución litúrgica, después de haberlas arrancado de la anáfora, les ha dado una composición autónoma que actualmente ha venido a ser común. Todos, sin embargo, reconocen que en los primeros tiempos el término indicaba no sólo la introducción dialogada a la gran plegaria eucarística, como dice San Cipriano, residuo de análoga fórmula hebrea, sino toda la plegaria misma de la anáfora. Esta, por lo demás, era conforme a su significado ordinario, porque praefatio praefari, a la luz de los antiguos dialectos griegos, quería significar precisamente "una solemne plegaria sacerdotal." Ella, como nos consta por San Justino (+ 165), era toda una fervorosa acción de gracias a Dios por los dones de la creación, especialmente por habernos dado a Jesucristo, su divino Hijo, el cual, antes de morir, se había quedado él mismo, como sacrificio y sacramento, en el pan y en el vino consagrados y bendecidos en su memoria. ¿Cómo entonces el prefacio se redujo a designar solamente la introducción de la anáfora?

Las causas fueron complejas y variadas. He aquí algunas más probables: la inclusión del epinicio (Sanctus), que comenzó a romper la unidad de la gran plegaria (siglo v); el carácter antitético que poco a poco vinieron a tomar las dos partes, la una estable y uniforme, la otra extraordinariamente variable; el diverso modo de recitarlo después del siglo V: una en silencio, la otra en alta voz o en canto. Además, en este desarrollo de las cosas el prefacio no sólo se separó del canon, sino que cambió en gran parte su contenido, transformándose de una fórmula esencialmente eucarística (de acción de gracias) en una elevación dogmático-mística sobre el misterio del día o en un panegírico del santo festejado. En esta forma se presenta ya en el más antiguo de nuestros libros litúrgicos, el leoniano. Damos como ejemplo uno de los prefacios de San Juan Bautista en el sacramentarlo leoniano:

Veré dignum. In die festivitatis hodiernae, quae beatus lohannes exortus est, qui vocem matris Domini nondum editus sensit, et adhuc clausus útero, ad adventum salutis humanae prophetica exultatione gestivit; qui et genitricis sterilitatem conceptúe abstersit, et patris linguam natus absolvit; solusque omnium prophetarum Redemptorem mundi,. quem praenuntiavit, ostendit: et ut sacrae purificationis effectum aquarum natura conciperet, sanctificandis lordanis fluentis ipsum baptismatis lavit auctorem. Unde cum Angelis, etc.

Como se ve, los prefacios son unas pequeñas composiciones de forma muy cuidada, impecable casi siempre en sus cursas y con una fisonomía litúrgica enteramente propia. Las del leoniano y del gelasiano, como también las de los libros galicanos, cuando se dirigen especialmente a celebrar a un mártir o a un obispo, hacen pensar en un tipo especial de discurso, que la antigua retórica griega llamaba λαλιά, no sujeto a normas rνgidas y de corta extensión, que, queriendo recrear, gustaba cantar y describir.

Wolkmann da también como probable la igualdad del λαλιά con aquella forma particular literaria que Plinio y Quintiliano llamaban propiamente praefatio. Jungmann pone por comparación estos datos con la curiosa definición que del prefacio litúrgico da un anónimo del siglo VIII explicando la misa ambrosiana: Praefatio est narratio reí causa delectationis inducía. Haec ergo praefatio ideo a sacerdote canitur, ut populus suo Creatori delectabiliter gratias agere provocetur. En realidad, muchos prefacios antiguos son otros tantos esbozos literarios verdaderamente deliciosos.

 

Todo prefacio está, por regla general, encerrado entre un protocolo inicial dialogado por el celebrante con los fieles, común a todas las liturgias, según el testimonio de Roma dado por San Hipólito (s.III) en la Tradvio: Dominus vobiscum. Et cum spiritu tuo. Sursum corda! Habemus ad Dominum! Gratias agamus Domino Deo nostro! Dignum et iustum est! Veré dignum et iustum est aequum et salutare, nos tibí semper et ubique gratias agere, Domine sánete, Pater omnipotens, aeterne Deus, per Christum Dominum nostrum...

Y un protocolo final que desemboca en el Sanctus, expresado de la siguiente forma: Per quem maiestatem tuam...; o bien, más raras veces, en forma no deprecativa,: Et ideo cum angelis...

Entre estos dos protocolos se inserta la fórmula embolística (variable) y algunas veces también brevísima, como la de la Cuaresma: Qui corporali ieiunio, vitia comprimís, mentem elevas, virtutem largiris et praemia.

Con todo esto, no se quiere decir que la fórmula del prefacio común, libre de inserciones embolísticas, sea incompleta. A pesar de ello se presenta apretada y completa, y, aunque es parte de un tema eucarístico más desarrollado, es una fórmula completa en su género y parte canónica de la prex eucarística.

Las fórmulas prefacionales del libro litúrgico romano más antiguo, el sacramentarlo leoniano, son numerosísimas, 267 en total; cada formulario de misa nos da una propia. Y aun no está el número completo: el códice está mutilado. Este número, muy elevado en comparación con los de los otros dos sacramentarlos típicos de la liturgia romana antigua — el gelasiano, que nos da 54, y el gregoriano, 13 —, depende en gran parte de la multiplicación de los formularios para cada misa. El fenómeno se resiente, sin duda alguna, de la libertad eucológica, vigente todavía en los siglos V-VI, cuando el concilio Milevitano II (416) levantaba la voz contra ciertos praefationes que no eran dignos de ser pronunciados en el altar. El leoniano, en efecto, nos ha recogido algunos que parecen más bien una improvisación personal que una expresión litúrgica.

 

Las fórmulas eucarísticas.

Llamamos eucarísticas a aquellas fórmulas que comienzan casi invariablemente con el conocido preámbulo dialogado del prefacio, que invita a la acción de gracias y desenvuelve, al menos como tema inicial, una acción de gracias a Dios. Ellas son las más solemnes de la liturgia, reservadas por regla general a obispos o a sacerdotes, y entran en los actos más importantes del culto.

El tipo de la plegaria eucarística es indiscutiblemente apostólico; San Pablo lo repite muchas veces en sus cartas. Los escritos y los textos eucológicos antiquísimos están todos suavemente invadidos de un vivo y afectuoso reconocimiento a Dios. La Didaché, San Clemente, San Ignacio, San Justino, se hacen frecuentemente eco de las ευχαριστία (=gratiarum actiones) dirigidas al Padre y creador del universo, que formaban una parte tan importante en la liturgia; más aún, que constituyen la característica más destacada del nuevo culto cristiano.

La más importante fórmula eucarística, llamada en los sacramentarlos romanos canon actionis, y en los griegos, anáfora, es la que se recita en la misa sobre los elementos del pan y del vino para que se obre la transubstanciación; ella fue siempre considerada en la liturgia como la prex por excelencia.

La estructura de esta fórmula a principios del siglo III nos ha sido conocida a través de la Traditio apostólica, de San Hipólito (+ 225). Es incierto si cuando la compuso había pasado ya el cisma; no se la puede considerar como la prex officiale de la iglesia romana; sin embargo, puede decirse fundamentalmente que nos refiere el esquema general de la misma y quizá también la fraseología tradicional. En ella se distinguen diversas partes, que confirmarán en lo sucesivo los elementos constitutivos de la prex en todas las liturgias; es decir: a) El diálogo inicial: Dominas vobiscum... Sursum corda... Gratias agamus... b) El prefacio con la base eucarística en el tema teológico. c) Un tema cristológico que conmemora la encarnación y la muerte redentora de Jesucristo y conduce a la parte culminante de la prex. d) La relación de la institución con las palabras consecratorias. e) La anamnesis, es decir, la memoria de la muerte y resurrección de Jesucristo, y la ofrenda del sacrificio. f) La epiclesis, es decir, la invocación del Espíritu Santo sobre los dones consagrados. g) La doxología final.

 

He aquí el texto de la Traditio con referencia a cada una de sus partes: a) Dominus vobiscum. Et cum spiritu tuo. b) Gratias tibí referimus, Deus, per dilectum puerum tuum lesum Christum, c) quem in ultimis temporibus misisti nobis salvatorem et redemptorem et angelum voluntatis tuae, qui est verbum tuum inseparabile, per quem omnia fecisti, et beneplacitum tibí fuit misisti de cáelo in matricem virginis, quique in útero habitus, incarnatus est et filius tibí ostensus est ex Spiritu Sancto et Virgine natus; qui voluntatem tuam complens et populum sanctum tibí adquirens, extendit manus cum pateretur, ut a passione liberaret eos qui in te crediderunt; quicumque traderetur voluntariae passioni, ut mortem solvat et terminum figat et resurrectionem manifestet, d) accipiens panem, gratias tibí agens, dixit: Accipite, mandúcate: hoc est corpus meum quod pro vobis effunditur, quando hoc facitis meam commemorationem facitis. e) Memores igitur mortis et resurrectionis eius offerimus tibí panem et calicem, gratias tibi agentes, quia nos dignos habuisti adstare coram te et tibí ministrare. f) Et petimus ut mittas Spiritum tuum Sanctum in oblationem sanctae ecclesiae, in unum congregans. des ómnibus, qui percipiunt sanctis, in repletionem Spiritus Sancti, ad confirmationem fidei in veritate, ut te laudemus et glorificemus. g) Per puerum tuum lesum Christum, per quem tibi gloria el honor, Patri et Filio cum Sancto Spiritu, in sancta ecclesia tua et nunc et in saecula saeculorum. Amen.

 

Cómo se ha llegado de esta oración primitiva al texto del canon actual y qué vicisitudes haya atravesado, no es éste el lugar de explicarlo; se hablará ampliamente de ello cuando tratemos de la misa.

Debemos decir, sin embargo, que apoyada en el tipo de la prex eucarística, excluidos, se entiende, los elementos en relación directa con la consagración, otras diversas formas de gran importancia nos han proporcionado los libros litúrgicos. Para las ordenaciones, con el nombre de consecratio: consecratio episcopi, consecratio presbyteri; para las bendiciones, con el nombre de benedictio: benedictio virginum, benedictio fontis, benedictio chrysmatis, etc.; para las dedicaciones de las iglesias, para el cirio pascual, etc. Casi todas se remontan a la época áurea de la composición litúrgica y son admirables por la nobleza de los conceptos, la elegancia de la forma y la impecable armonía del ritmo literario.

Estas fórmulas solemnes poseen substancialmente la fórmula del prefacio y adoptan el desarrollo amplio y conceptuoso del mismo. En su origen, sin embargo, debieron de tener una forma más sencilla; fue más tarde cuando se las retocó, tomando como modelo la prex eucarística, y precisamente el prefacio, por su embolismo y su estilo oratorio. La refusión de las fórmulas eucarísticas debió tener lugar, por lo tanto, no sólo cuando ya el prefacio hubo adquirido su fisonomía particular y su autonomía, sino también cuando hubo multiplicado sus embolismos; es decir, en el siglo V y en el siglo VI.