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En el principio existía el que es la Palabra. La Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios
La Palabra, con mayúscula, que estaba en Dios ya desde el principio, presentada por el evangelista Juan en el inicio de su evangelio, hace referencia también con toda probabilidad a la Sabiduría: aquella niña que, según el libro de Proverbios, jugaba (o también se podría traducir por "bailaba") ante la presencia de Dios en un principio, antes de la creación de todas las cosas (Pr 8,30). Me gusta pensar esto, porque una de las frases más célebres del filósofo Nietzsche, tan crítico e irónico con el cristianismo, era que, si tuviera que creer en un Dios, sólo podría tratarse de un Dios que supiera bailar (suponiendo que nuestro Dios sea un Dios demasiado triste y aburrido por poder danzar).
La corriente de biblistas historiadores, me temo que no nos podrán ayudar a averiguar si Jesús fue, en su tiempo, un buen o un mal bailador en las bodas de Caná, por ejemplo; o en algún corro de danzas hebreas en el que pudiera participar subiendo hacia las fiestas, en una de sus peregrinaciones al Templo. Como mínimo, sin embargo, según el método de la tipología patrística, que intenta descubrir en los textos hebreos imágenes de lo que se nos manifiesta claramente en los evangelios cristianos, la Palabra habría bailado, si no en su encarnación, al menos al principio de la creación del mundo.
La Palabra de Dios es como una niña que juega en el regazo de Dios o danza con el creador, el principio inspirador de todo. ¿Cómo no tenía que tener genialidad creativa y desbordante, aquél a través del cual todas las cosas han sido hechas a partir de su modelo?
El que es la palabra se ha hecho hombre y ha plantado su tienda entre nosotros… La sabiduría, el logos, el Verbo (se ha dicho de tantas maneras…), buscaba, en cambio, otras parejas para bailar, y por eso quiso hacerlo con hombres y mujeres, que tenían un paso más torpe que el de Dios. Pero los hombres y las mujeres que encontraron la Palabra no quisieron bailar a su ritmo, porque: "Son como los chicos que se sientan en las plazas y se llaman los unos a los otros diciendo: -¡Toquemos la flauta, y no bailáis!; ¡cantemos temas populares, y no lloréis!-. Porque ha venido Juan Bautista, que no come pan ni bebe vino, y decís: "Tiene el demonio"; ha venido el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: "Aquí tenéis un glotón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores".
En Sir 24 encontramos bien expresado este deseo de la Sabiduría que observa desde el Cielo y busca un sitio para reposar, como el amante que sólo reposa en el amado. Aconsejado por el creador de el universo, la Sabiduría planta su tienda entre los descendentes de Jacob; primero en el Templo (en el que había convertido la tienda del encuentro que plantaba el pueblo d'Israel en el desierto por venerar su Dios y entrar dentro la nube de su gloria), pero después se extiende en toda la montaña de Sión, en Jerusalén, desperdigándose como un perfume por todo lo pueblo de Israel, gritando: "Venid a mí, vosotros que me deseáis, y saciaos de mis frutos. Guardar mi recuerdo es más dulce que la miel, poseerme es más dulce que la bresca. Quienes me comen todavía tendrán más hambre de mí, y quienes me beben todavía tendrán más sed" (Sir 24 19-21).
Pero la Sabiduría todavía no estaba satisfecha de su relación con los hombres y las mujeres de la tierra, y por ello quiso volver a plantar su tienda entre nosotros, y esta vez en Jesús, el nuevo templo de Dios, lugar por excelencia de comunión entre Dios y los hombres. Jesús sabiduría es también, si le aplicamos el texto del Eclesiástico, como "la madre del bello amor y de la veneración de Dios, del conocimiento y de la santa esperanza". Él, como la sabiduría, ofrece todos sus dones a sus hijos (24,18). Él es, en definitiva, el gran regalo de Dios a los hombres y a las mujeres. En Él nuestro deseo por fin puede reposar: "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré reposar" (Jn 11,28).
…Y hemos contemplado su gloria, gloria que ha recibido como Hijo único del Padre, lleno de gracia y verdad. En los evangelios, el misterio del Nacimiento de Jesucristo, como mesías esperado o como la Sabiduría que estaba en el seno del Padre y que se hace carne, está rodeado por una nube de gloria. Nuestras calles alumbradas de colores, por estas fechas, o el árbol de Navidad en casa podrían evocar, en el mejor de los casos, algo de esa gloria, algo del misterio de la encarnación. En el Evangelio de Lucas, los ángeles cantan gloria en el Cielo y en la Tierra paz (Llc 2,14); y el Evangelio de Joan contempla la gloria de la Palabra hecha hombre, la luz verdadera, con una gloria que le viene porque está llena de gracia y verdad (Jn 1,14).
La palabra gloria en hebreo viene de la raíz kbd: ser pesado, ser duro, ser honorable, ser respetuoso, ser brillante, ser rico… Puede tener, pues, las connotaciones de algo que pesa en el hombre, algo sólido y respetable, incluso que brilla y fascina. Es la percepción del misterio de Dios, del Dios fascinante y que atrae, del Dios que tiene algo terrorífico por su trascendencia. Es la percepción de lo sagrado. Los evangelistas Lucas y Juan se han sentido interpelados por Jesús, de tal forma que han visto en Él la gloria de Dios, el misterio de Dios vivo, fascinante y temible. Juan paradójicamente ha percibido lo sagrado, no en la fuerza, el éxito, la riqueza, el prestigio, el poder…, sino en la debilidad de la carne de Jesús, por su gracia y verdad.
Esa gracia y esa verdad es una traducción griega de la expresión hebrea hesed "we 'emet", "misericordia y fidelidad", o con otra traducción quizás más exitosa, "amor fiel". Seguramente es la definición más próxima a la realidad de Dios, según una gran cantidad de versículos que circulan por toda la Biblia (por ejemplo: Ex 34; Dt 5,9-10; 7,9-10; Sl 86,15; 103,8: 145,8; Jl 2,13; Yo 4,2). El evangelista Juan percibe en la debilidad de la misericordia, y en la de un amor fiel, que ni siquiera defiende su vida, porque la tiene para darla, el misterio tremendo y fascinante de Dios, trascendente en nuestros esquemas, que nos atrae y nos produce el temor reverencial de lo sagrado.
Hay, pues, continuidad entre el Dios de Israel, el Dios de Jesús y Jesús mismo; es más, Dios no se había manifestado nunca tanto en su gloria como con Jesús. No se había revelado nunca tanta misericordia y fidelidad. Eso que el pueblo de Israel no supo descubrir en aquél que vivió entre ellos ha sido una grande y buena noticia para los paganos, simbolizados en estos magos de oriente que presentan sus ofrendas de oro, incienso y mirra como presentes propios de la realeza y las fiestas de boda.
La celebración de la Navidad, para nuestra sociedad mayoritariamente descristianizada, se ha vuelto como un escaparate de unos grandes almacenes. Posiblemente nuestros ayuntamientos destinan demasiado dinero a luces; con mucha facilidad la costumbre de hacer regalos se puede convertir en un acto consumista; para muchos la Navidad ya no significa la celebración de la misericordia y la fidelidad de Dios. Las luces, los árboles de Navidad y los regalos tienen poco que ver con el misterio de la Encarnación: de símbolos se ha pasado a signos, en los que se intuye la posibilidad de dar un significado para no quedarnos sin fiesta. Pero, al fin y al cabo, son huellas de la celebración de un misterio que todavía perdura: como un grito que, contemplando las luces de colores, anhelara aquél que es la luz y la gloria; recibiendo un regalo, se probase ya el gozo y la danza del don definitivo; celebrando la Navidad, se celebrara la misericordia y la fidelidad con nosotros, hechas Dios y hombre.