RELIGIOSIDAD POPULAR Y LITURGIA
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SUMARIO: I. Desde el punto de vista de las ciencias humanas: 1. La religiosidad popular y el fenómeno de su estudio hoy; 2. La religiosidad popular y su asunción en las ciencias humanas y en la teología; 3. La religiosidad popular como la dimensión antropológica más profunda; 4. Religiosidad popular y ritualidad; 5. Carismas y ambigüedades de la religiosidad popular; 6. Relación con la liturgia - II. Desde el punto de vista de la teología y de la pastoral litúrgica: 1. Una cuestión de palpitante actualidad: a) Indicaciones del magisterio de la iglesia, b) Reflexión teológica y pastoral, c) Influjos y relaciones entre liturgia y religiosidad popular (integración fecunda, coexistencia pacífica, ocasión propicia); 2. Principios y orientaciones: a) Principios doctrinales, b) Orientaciones pastorales; 3. Unidad de culto, de fe y de vida; 4. Los ejercicios de piedad: a) Concepto y naturaleza, b) Sugerencias y realizaciones.


I. Desde el punto de vista de las ciencias humanas

1. LA RELIGIOSIDAD POPULAR Y EL FENÓMENO DE SU ESTUDIO HOY. Antes de intentar definir de alguna forma el fenómeno de la religiosidad popular, que claramente plantea problemas de no fácil solución por la extensión y la dimensión subjetiva, a partir de la cual se habla hoy en general de lo religioso, unido a los fantasmas que evoca el atributo popular, en conexión con la realidad política, socio-económica, cultural y antropológica, me parece más importante tener en cuenta el fenómeno preliminar y totalmente nuevo producido por el estudio y el interés contemporáneos por la religiosidad del pueblo. Paradójicamente se podría observar que este segundo fenómeno es más importante que el primero, pues abre a quien sabe leer los signos de nuestra historia "todo un horizonte de sentido oculto". En efecto, mientras que la religiosidad popular —en su acepción común--acompaña desde siempre al hombre, a la sociedad y a las religiones institucionales, el estudio y el interés por tal fenómeno parecen fruto de una toma de conciencia totalmente contemporánea. Por ello, un análisis, aunque sea sumario, o también una simple reflexión sobre las causas convergentes que han hecho posible y fecundo el estudio de la religiosidad del pueblo, son importantes porque, por una parte, nos permiten descubrir el alma y la orientación de fondo de la cultura contemporánea y, por otra, nos ofrecen la posibilidad de enmarcar el fenómeno en un contexto más amplio, en el que apenas caben lecturas preconcebidas e interpretaciones facilonas. Naturalmente, es tarea específica de la historia y de la sociología trazar de modo orgánico el cuadro de las causas que han contribuido o determinado a moverse en una precisa perspectiva cultural; pero quienquiera que se interrogue sobre un fenómeno de amplias dimensiones históricas y culturales no puede substraerse a la idea de insertar tal realidad particular en un contexto global, amplio y justificativo del conjunto.

Ahora bien, tratando de precisar este punto de partida, yo diría que si de la serie de causas que han alimentado y alimentan todavía el estudio de la religiosidad se debiera destacar la causa fundamental y decisiva, habría que referirse hoy a una inquietud subterránea y a un malestar difuso que sólo muy limitadamente obedece todavía a las causas sociales, a las contestaciones políticas, etcétera. Por esto, lo religioso popular no siempre se hace eco de lo que es subalterno, de la marginación política o de la impotencia desde el punto de vista económico; tendiendo, más bien, a hacerse intérprete de la crisis de la cultura científica, del declive de los valores dominantes de nuestra sociedad, del ocaso de la ilustración de moda en nuestra historia más reciente. El estudio de la religiosidad popular parece nacer hoy, por tanto, como decantación del ideal de la ciencia y de la técnica, y, de rechazo, proponerse como búsqueda de una identidad nueva, de un retorno a la naturaleza, al sentido común; como busca de espacios nuevos de libertad, de serenidad, de armonía consigo mismo y con el mundo.

Es esta nueva orientación gestáltica, diríamos, la que se proyecta hermenéuticamente sobre la concepción misma de la religiosidad popular, consiguiendo definir de un modo nuevo sus contornos. En efecto, ¿de qué religiosidad popular se habla? ¿Cuáles son los fenómenos religiosos que se toman en consideración? La respuesta a estos interrogantes —según mi parecer— consigue englobar perfectamente los complejos motivos que convergen en este fenómeno tan actual.

Yo distinguiría en este punto una religiosidad popular clásica y una religiosidad popular nueva; entiendo por la primera, por ejemplo, las peregrinaciones a santuarios, las fiestas patronales, las devociones a los santos, las bendiciones, las fiestas tradicionales de acción de gracias, los votos, las diversas devociones a la Virgen y también muchas formas de folclore ligadas directa o indirectamente con la religión; por la segunda entiendo, en cambio, esa religiosidad nueva que surge con energía y de la que los diversos movimientos catecumenales, carismáticos, de los focolares o de las comunidades de base constituyen la variopinta punta de lanza.

Ahora bien, el estudio de esta segunda forma de religiosidad ha ido modificando poco a poco la perspectiva con la que se estudiaba la religiosidad clásica, hecha de imágenes, de pequeñas devociones, y ha mostrado que la tarea fundamental para quien quiere profundizar en estos fenómenos consiste en interrogarse sobre el hombre religioso de ayer y de hoy para entender cómo la religiosidad más simple y más común —si está interiormente vivificada y es acogida interiormente— es capaz de subrayar las claves más verdaderas e importantes de la existencia según los tiempos del sufrimiento, de la espera, de la esperanza o de la alegría.

Pero llegados a este punto, basándonos en la segunda forma de religiosidad popular, que puede reinterpretar a la primera, el problema se extiende no ya sólo a la discusión de formas particulares de religiosidad, sino al viraje mismo que se ha producido en la sociedad, en la que no se percibe tan sólo un simple "rumor de ángeles"; sino que se asiste a una invasión de manifestaciones y de signos de lo sagrado, de reafirmaciones del valor de los símbolos y, en general, de las mediaciones religiosas.

2. LA RELIGIOSIDAD POPULAR Y SU ASUNCIÓN EN LAS CIENCIAS HUMANAS Y EN LA TEOLOGÍA. El viraje cultural señalado arriba, que surge de las consideraciones sobre la religiosidad popular, ha estado encabezado por las ciencias humanas antes que por la teología, en cuanto que la crisis de valores dominantes ha llevado a retroceder, a preguntarse sobre el hombre en su realidad completa, abandonando esquemas preconcebidos y ensanchando los horizontes de comprensión del hombre. Ahora bien, en este trabajo de reconocimiento y de repensamiento han surgido de nuevo como importantes y decisivas las ciencias clásicas del hombre, como la sociología y la psicología; pero de modo particular, la -> antropología cultural, que ya había afinado los instrumentos de conocimiento del hombre a través de las clásicas investigaciones sobre los pueblos a nivel etnográfico, y metodológicamente a través de un concepto más amplio y comprensivo del valor de la cultura.

Yo diría que justamente el concepto de cultura, inspirado en una mayor elasticidad y aplicable a todos los estratos de población, de forma que incluso la más simple costumbre popular puede ser un elemento fundamental de cultura, ha abierto las puertas al estudio de la religiosidad popular como un hecho cultural y social de inmensa relevancia, y ha llamado la atención de numerosos antropólogos, que se han dado cuenta de la importancia que debía atribuirse al estudio de las sedimentaciones pluriseculares de la propia cultura a través de la religiosidad del pueblo, y al estudio de las costumbres locales, respecto a los estudios sobre los pueblos primitivos, mucho más difíciles por la lejanía, la lengua y la mentalidad. En esta ocasión, sin embargo, la atención a las propias tradiciones y al folclore popular no estaba dictada por la curiosidad, sino por el deseo de profundizar las propias raíces étnico-culturales. Libros de antropología, como El hombre desnudo, de Lévi-Strauss, o Mirror for Man de Kluckhon, son significativos para indicar la orientación de conjunto de estas ciencias.

Siguiendo las huellas de la antropología, la l sociología y la I psicología han empleado a su vez sus respectivas técnicas de investigación y han demostrado que se relacionan más fácilmente con la segunda forma de religiosidad y que, en consecuencia, recogen más rápidamente los ecos de,la crisis de la I secularización y de la nueva impronta sugerida por el retorno de lo I sagrado.

La teología, en fin, después de haber comprendido que la religiosidad popular estudiada por los antropólogos y por los sociólogos no era un epifenómeno marginal por su misma comprensión del homo religiosus y por los aspectos decisivos que tal fenómeno incluía en relación con la misma fe, ha tratado de recuperar —por así decir— el terreno perdido y se ha aprestado con ansia a interrogarse sobre las costumbres populares, manifestando una simpatía completamente nueva hacia esas expresiones de religiosidad que, en tiempos no lejanos, ella misma consideraba poco o nada significativas. ¿Se trata de una verdadera conversión o sólo de una estrategia debida a las nuevas orientaciones culturales y al estado de crisis del que hemos hablado más arriba? Es evidente que también la teología se ve afectada por los movimientos culturales y por los cambios que tienen lugar en la sociedad, a pesar de que acude constantemente a la revelación y a la palabra de Dios, y es natural que haya tenido que empeñarse en comprender el mundo popular religioso por motivos que consideraba fuera de su radio de reflexión y de compromiso. Sin embargo, es importante reconocer que ahora le competen a la teología tareas bien precisas, a las que debe responder. Debe responder al mundo de la religiosidad popular más que cualquier otra ciencia humana, precisamente porque se trata de religiosidad; y todo ámbito religioso debe ser interpretado primariamente, no con los criterios de la cultura, con los cánones de la sociología y con las hipótesis de la psicología, sino más bien con la mentalidad teológica y religiosa que más se le aproxima y que, por tanto, en el esfuerzo de comprensión e interpretación, creará menos fácilmente equívocos y reducciones.

3. LA RELIGIOSIDAD POPULAR COMO LA DIMENSIÓN ANTROPOLÓGICA MÁS PROFUNDA. Cuando se interroga a la religiosidad del pueblo para captar su sentido profundo, sin segundas intenciones o intenciones inducidas, uno se queda positivamente sorprendido porque cae en seguida en la cuenta de que no se trata de desenterrar residuos atávicos de carácter supersticioso o mágico, o formas irracionales de desahogo de los propios sentimientos y de la propia impotencia, sino más bien de comprender un conjunto simbólico y ritual que tiene un origen histórico preciso y que, si bien está cargado de elementos culturales difíciles de descifrar, es siempre y a pesar de todo una relación con una realidad soberana, respecto de la cual se advierte un fuerte sentido de dependencia.

En este momento, quien observa desde dentro el mundo de la religiosidad popular y deja espacio a este mundo de vida, comprende que el pueblo tiene una inspiración propia y profunda, una riqueza propia, que las diversas categorías interpretativas como la magia, la superstición, etcétera, podrían ofuscar más que aclarar. El observador atento, que tiene la voluntad de comprender antes que de explicar, descubrirá también un plus, es decir, que también la interpretación socio-política, en la que lo popular religioso está en constante oposición a elitista, hegemónico, etc., y donde la religiosidad es vista siempre en fase de contestación, rebelión o aceptación resignada de la cultura dominante, es un criterio insuficiente y, con frecuencia, aberrante. En realidad, la religiosidad popular —vista en un contexto más amplio, que comprende la ciencia de las religiones, la historia del cristianismo y la misma teología, las cuales estudian el fenómeno concordemente— se ofrece como una experiencia antropológica profunda, anterior al mismo cristianismo; como una experiencia inmemorial, prerreflexiva, de la que emergerían de modo natural sentimientos originarios o alborales —como diría Eliade—, en los que se dan a la par el sentimiento de la proximidad a la naturaleza y el deseo de ser protegidos de ella; en los que la vida y la muerte no son nunca simples datos de registro, sino momentos supremos de acercamiento a otro mundo más real, en el que, sobre todo a través del recurso a algún gran símbolo religioso, se consigue encontrar a un tiempo las propias coordenadas espacio-temporales y sentirse integrados en una realidad que abraza la visión completa del mundo.

Así, la religiosidad popular se presenta como la lengua materna religiosa, hablada por todos los hombres en los preámbulos de la historia respecto a todas las instituciones religiosas, que serían simplemente una derivación y una codificación de aquélla. La historia y la ciencia de las religiones podrían atestiguar ampliamente este carácter nativo de la religiosidad del pueblo y crear analogías de gran importancia entre un pasado que ya no recordamos y un presente profundo que creemos que no nos pertenece y que, en cambio, se encuentra reflejado en nuestra misma religión apenas se la libera de algunos elementos culturales e históricos añadidos. Eliade, a propósito de las fiestas de las estaciones que se repiten en todas las religiones y que se encuentran con frecuencia en su carácter específico y genuino todavía hoy en la religiosidad popular, se ha referido a un cristianismo universal, anterior al cristianismo mismo.

Pero como confirmación de hasta qué punto lo religioso popular y lo antropológico profundo están conjugados, quisiera llevar la reflexión a un solo término: cultura y cultus. El significado originario del término está representado por el latino colere, del que justamente derivan cultus y cultura. Ahora bien, está demostrado que la distinción entre la cultura y el cultus y el cultivo de la tierra es un hecho posterior más reciente; así como también es un hecho más reciente la distinción entre cultura y civilización, en cuanto valor social representado por el trabajo. Originariamente el hombre actuaba de tal forma que reflejaba un modo de ser altamente unificado, en el que el cultivo de la tierra, el habitar del hombre en ella y el culto que el hombre tributaba a los dioses formaban un todo indisoluble. Y en este contexto los dioses, a través de las recitaciones míticas y de las celebraciones rituales, constituían la voz más significativa de esta unidad.

Al terminar esta alusión a la religiosidad popular orientada hacia una recuperación de nuestras raíces antropológicas más profundas, no quisiera, sin embargo, dar lugar a una nueva concepción ideológica de tal fenómeno. No se trata, de hecho, de querer volver a lo arcaico, ni de dejarse atrapar por el inconsciente o por la nostalgia de los orígenes en un clima romántico renovado; sino de intentar alcanzar un justo equilibrio, en el que se comprenda que la religiosidad del pueblo no es algo alternativo ni de la cultura ni de la religión cristiana, sino más bien una matriz profunda, en la que cultura y cristianismo encuentran una realidad vital a la que no pueden dejar de referirse.

4. RELIGIOSIDAD POPULAR Y RITUALIDAD. No es casual que la religiosidad popular pueda ser definida como un ejercicio prevalentemente ritual de la religión; pues, de hecho, por su concreción e inmediatez, lo ritual se ofrece mejor que cualquier otra realidad 'para mediar en la experiencia de una creencia y de una fe. ¿Qué hay de más concreto que los ritos, donde los símbolos se expresan mediante gestos, verbalmente o de modo coral; donde los sentimientos más diversos pueden encontrar una especie de catarsis inmediata; donde se nos pone en presencia de imágenes concretas, de iconos, que visualizan y dan la sensación, por así decir, de encontrarse inmediatamente en presencia de esa realidad que se busca, que se invoca, a la que se suplica o se dan gracias?

En este contexto se puede observar también que la religiosidad popular aparece demasiado exuberante en los gestos, en los comportamientos, en las expresiones, porque tiende a significar en un lenguaje simple y perceptible las propias aspiraciones. Pero se deberá atender también a no confundir todo esto con la retórica y con actitudes artificiales. De hecho, la religiosidad del pueblo, justamente en su aspecto ritual, está siempre comprometida con problemas concretos. Es poco menos que inútil discutir sobre el hombre y sus símbolos y ritos, si no se tiene en cuenta cada vez al hombre de carne y hueso con su vinculación a la tierra, al vivir, con sus problemas de hoy y de siempre. Tales problemas están fielmente reflejados en el ritual tradicional y popular, que por ello es menos formal que cualquier otro ritual, pues parte siempre de las condiciones del vivir cotidiano, aunque después tienda, por los símbolos que emplea, a trascender esas mismas condiciones de partida.

El ritual popular es también muy "tradicional" y poco dispuesto a innovaciones. Es otra señal de que el pueblo está ligado a su pasado, a sus raíces; y de que, si lo tradicional puede convertirse también en sinónimo de acrítico, es porque las exigencias fundamentales del hombre se repiten y existe una identidad inconsciente a la que se permanece fieles.

Aclaradas estas (algunas) características sobresalientes de la ritualidad popular, quisiera hacer un breve intento de interpretación global de tales ritos según una triple estratificación, que opera de modo diverso en cada uno de ellos.

La primera estratificación es la que emerge desde abajo, según la cual yo diría que la ritualidad popular se presenta sobre todo como síndrome de problemáticas existenciales no resueltas. Me ocuparía, por tanto, de modo prioritario del carácter esencialmente funcional del ritual popular. Tal vez se estime un poco brutal semejante afirmación, que parece poner entre paréntesis la apertura a lo sagrado y tiende a cargar la mano sobre el lado utilitarista y egoísta del rito. Pero creo que antropológicamente es importante notar que si el hombre no tuviera ningún problema humano, psicológico, social, existencial, no se expresaría en un ritual religioso. Afirmación válida para cualquier manifestación religiosa; pero particularmente relevante para la ritualidad del pueblo que tiene aspectos claramente marcados por las necesidades concretas, por problemas que en general urge resolver. La ritualidad popular, por tanto, expresa sobre todo una necesidad de salvación que se despliega en todos los niveles y que afecta a los problemas más grandes y serios del hombre y de la vida social, y a los problemas particulares y personales. Naturalmente, en esta proposición, en la que considero los ritos populares como ritos de crisis, hay también un amplio lugar para la fiesta y para las celebraciones caracterizadas por la alegría y el reconocimiento. También estas celebraciones pueden entrar muy fácilmente en el contexto arriba indicado, anunciando un hecho liberador, una gracia, la superación de una situación crítica.

La segunda estratificación es la que se basa más sobre el efecto mismo del rito, comprendido en su dimensión simbólica. En este segundo momento acontece lo inaudito: se opera la unificación total de la experiencia de lo real mediante algunos grandes símbolos y la superación de todos los problemas contingentes. Esta segunda fase es cualificante para el ritual, que busca siempre una traslación, una transposición de los problemas, de las dificultades y de las expectativas en un contexto más amplio, en un horizonte total, en el que se encuentra pleno significado a la existencia. Es en este nivel en el que el rito se hace liberador y puede ser considerado como gratuidad y como juego. Por tanto, no se trata en este caso de desmentir las afirmaciones precedentes, según las cuales el rito es sobre todo un rito de crisis en la religiosidad popular, sino de comprender en sentido apropiado la maduración que sorprende a toda expresión ritual en fase simbólica: el rito tiende irresistiblemente a transformarse en una visión unificante y liberadora de todo lo real, y en consecuencia a situarse de un modo nuevo, como un acto de gratuidad y como un juego.

La tercera y última estratificación, según la cual me permito leer el sentido del rito y de su evolución, es la que yo llamaría la fase teológica. Este último momento constituye propiamente la verdad del acto ritual: se trata de la referencia a lo sagrado, a lo trascendente, a lo divino. También la religiosidad popular tiene el sentido fuerte e imperioso de una relación vinculante con una realidad heterónoma, con una realidad ya no discreta y continua respecto de lo dado, de lo fáctico, de lo empírico. Un rasgo específico de la religiosidad popular puede advertirse en el hecho de que en este caso la dimensión teológica debe ser entendida en el sentido amplio del término, de modo que aparece filtrada con frecuencia mediante categorías por así decir menores respecto a las categorías propias de las religiones institucionales. Aquí la referencia a lo sagrado y a Dios puede estar formulada según los moldes de lo insólito, de lo incontrolable, de lo extraordinario, de lo maravilloso, de lo potente, de lo temible o también de lo mágico. En el caso concreto de la religiosidad cristiana no se advierte con frecuencia la diferencia entre la invocación del santo, la plegaria a la Virgen, la veneración de una reliquia o la referencia a Dios. Antes bien, en la ritualidad del pueblo parece operarse un intercambio continuo, de modo que en la imagen de un santo o en una reliquia cualquiera se concentra la misma potencia y la misma trascendencia de Dios.

No obstante esta transferencia de la idea de Dios y de la trascendencia, incluso en el ritual más pobre se mantiene siempre viva, desde el punto de vista simbólico, la tensión hacia Dios, como la realidad última de la que se depende y a la que en último término se dirige.

5. CARISMAS Y AMBIGÜEDADES DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR. Hemos procurado iluminar los aspectos positivos que emergen de la religiosidad popular, naturalmente también en relación hermenéutica con el dato cultural de hoy —del que hablamos en el párrafo introductorio—, que nos invita a esta nueva toma de conciencia. Y es que consideramos importante aceptar estas nuevas solicitaciones; si bien es igualmente importante no incidir en una nueva ideología, que puede nacer de la tendencia hacia lo irracional, lo acrítico, lo romántico, lo arcaico. Cabría preguntarse: Desechando las tendencias opuestas, ¿es posible catalogar los elementos positivos que encierra la religiosidad popular para aprovecharnos de ellos y en lo posible denunciar las ambigüedades presentes en ella? Intentaremos aclarar esta cuestión.

Ante todo, la religiosidad popular nos habla en nombre de un redescubrimiento de los signos y de los símbolos religiosos. Dicho de otra forma, se trata de abandonar ese criticismo poco menos que absoluto que imperó en los años más candentes de la secularización y que llevó a sospechar de cualquier expresión religiosa. La religiosidad popular puede en este caso enseñarnos que la posibilidad de emplear símbolos, de comprender el lenguaje mitológico, de realizar actos y gestos simbólico-rituales para expresar el mundo religioso, es un componente profundamente humano y religioso irrenunciable.

La realidad religiosa popular nos sugiere también una actitud menos intelectual y menos formal en relación con la religión. La religión —incluida la cristiana— debe ser vivida por cada creyente y por la comunidad como experiencia religiosa profunda, debe llegar a ser parte de la propia vida en la inmediatez de lo cotidiano.

Otra característica de la religiosidad popular me parece que está vinculada a una cercanía muy particular a la naturaleza, a la tierra, a todo aquello que nos rodea. Esta atención, que yo llamaría ecológica, debe sugerir algo a la teología y a la liturgia, a veces demasiado interesadas en comunicar dogmas y doctrinas fuera de un contexto armónico con la naturaleza y con todo aquello que se refiere a los elementos esenciales en que vivimos, y que han sido desde siempre los símbolos religiosos más importantes, como el agua, la tierra, la luz, el cielo, etc.

Una última observación muy significativa: es preciso reconocer que en la religiosidad popular es siempre el pueblo el protagonista; se trata de una religiosidad gobernada por el pueblo. Y esta observación no deja de tener su importancia si se considera cómo todavía hoy la liturgia consigue con dificultad crear espacios para el pueblo en la celebración eucarística. Se diría que la ritualidad popular ha practicado desde siempre esa nueva propuesta que la liturgia comienza a traducir ahora en la práctica y según la cual "el verdadero sujeto de la liturgia es el pueblo".

Por lo que se refiere a las ambigüedades de la ritualidad popular, no pretendo referirme a los habituales peligros de magia, de superstición o de credulidad ciega, sobre las que la teología y la ciencia de las religiones han cargado a veces la mano sin demasiadas contemplaciones; sino que me limitaré a decir antes que nada que todo acto religioso, sea de la ritualidad de la iglesia o de cualquier otra religión, incluye una cierta ambigüedad. Lo sagrado no es institucional, y la religión puede tergiversar siempre aquello a lo que pretende referirse. La iglesia y las religiones en general son medios, nunca fines. Si esto vale para las religiones en general, mucho más para la religiosidad popular, que nace ciertamente de inspiraciones profundas, de exigencias antropológicas que tienen en sí la verdad de todo lo que es profundamente humano, pero que puede poco a poco instrumentalizar esas exigencias y cristalizar en una celebración egoísta del propio mundo hecho de contradicciones. En definitiva, las ambigüedades internas de la religiosidad popular nacen de un exceso y de una instrumentalización, que puede incluso ser inconsciente, de esos mismos elementos positivos que hemos señalado.

6. RELACIÓN CON LA LITURGIA. Quisiera sólo llamar la atención sobre el hecho de que la religiosidad popular parece plantearse en alguna ocasión como una alternativa a la liturgia. ¿Cómo puede darse una desviación entre la liturgia de la iglesia y la liturgia del pueblo? Los espacios vacíos que se notan entre la institución y celebración litúrgica y su apropiación por parte del pueblo, ¿no son reveladores de omisiones, de desatenciones de la iglesia a lo humano, concreto e histórico? Por todo eso la liturgia y la pastoral litúrgica, motivadas por la religiosidad del pueblo, deben plantearse seriamente el problema de cómo el pueblo puede llegar a ser el verdadero sujeto del gesto religioso y litúrgico. La desobediencia, por así decir, del pueblo que reza y emplea formas diversas de liturgia ampliando, simplificando o desechando la liturgia clásica, no puede atribuirse a una simple intolerancia, sino que en ciertos casos puede ser considerada como una necesidad religiosa diferente, que no sería atendida en los esquemas clásicos. De manera eminentemente positiva se podría afirmar que el pueblo tiene derecho a expresar su fe según su modo de sentir, de percibir o de comprender el misterio de Cristo en relación a su realidad histórica. En este sentido se comprende que en toda liturgia existe una polarización de fondo entre mediación cultural, que es el vehículo de todo lo humano, antropológico, cultural o ambiental, y expresión religioso-cristiana, que juzga la profundidad del misterio de Cristo y de la iglesia según la fidelidad a la palabra y a la tradición. En la compenetración recíproca y actual de estas dos dimensiones se juega el valor de la liturgia y su eficacia histórica. Si, por una parte, la liturgia ha de dar cuenta del equilibrio entre expresión religiosa y mediación cultural y debe juzgar hasta qué punto la operación cultural que modifica los símbolos responsabiliza, subraya o por el contrario altera y priva de significado la expresión religiosa —sobre todo el misterio de Cristo—, por la otra, debe percatarse de que su actualidad o inactualidad se calibra por la capacidad de hacer filtrar las verdaderas necesidades del hombre, y por ende se juega en la escucha del hombre en su totalidad y en la atención que presta a los símbolos dominantes de un determinado ámbito particular y cultural. Entonces diríamos que si, en este cuadro, la religiosidad popular ha optado por lo humano religioso y cultural, dejando con frecuencia de lado el misterio de Cristo, la liturgia no puede a su vez elegir el misterio de Cristo dejando de lado o entre paréntesis al hombre y su realidad concreta.

A. N. Terrin


II. Desde el punto de vista de la teología y de la pastoral litúrgica

1. UNA CUESTIÓN DE PALPITANTE ACTUALIDAD. El estudio de las relaciones entre liturgia y religiosidad popular tiene una fecha de nacimiento más bien reciente: se refiere de hecho a un problema que se ha asomado a la reflexión teológico-litúrgica y pastoral después del Vat. II en conexión con la actuación de la reforma posconciliar. Tal estudio ha surgido en la conciencia eclesial con la valoración del fenómeno de la religiosidad popular por parte del magisterio de la iglesia (cf el n. 48 de la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi [8-12-1975], de Pablo VI), con el despertar religioso que caracteriza el decenio 1970-80 y por la posición, a veces polémica o alternativa, en que la religiosidad popular se confronta con la liturgia, especialmente la oficial posconciliar, que, según un parecer extendido, no habría satisfecho las exigencias celebrativas del pueblo, suscitando así un reflujo hacia formas de piedad de cuño antiguo. Aunque este juicio es apresurado y parcial, hay que decir que en los últimos años los teólogos y pastoralistas liturgistas han sentido la necesidad de reflexionar sobre el fenómeno de la religiosidad popular en sus relaciones con la liturgia oficial, conscientes de encontrarse ante un problema en el que era preciso profundizar'. Por lo demás, también el magisterio de la iglesia ha intervenido al respecto.

a) Indicaciones del magisterio de la iglesia. Se puede afirmar que el problema, tal como hoy se presenta, no ha sido recogido como instancia específica en la constitución litúrgica o en otros documentos de la reforma conciliar. La SC ha examinado sólo los ejercicios piadosos y su relación con la liturgia, tema que ciertamente pertenece a la religiosidad popular, pero que no la agota. Hasta ahora, en ningún documento oficial promulgado por la autoridad competente encontramos directrices precisas al respecto. Sin embargo, es oportuno recordar algunas líneas del magisterio de la iglesia, que pueden iluminarnos.

La SC contiene elementos preciosos para la justa valoración de la religiosidad popular y para su eventual inserción en la liturgia. Siguen siendo válidas las sobrias referencias del n. 13 a los ejercicios piadosos; las orientaciones acerca de la adaptación cultural de los ritos litúrgicos (nn. 37-39) y sobre una evolución de la liturgia fiel a la sana tradición y con aperturas al legítimo progreso (n. 23); las indicaciones acerca del mantenimiento de las costumbres regionales en el rito del matrimonio (n. 77) y en el uso del canto popular también en las acciones litúrgicas (n. 118), etc. En las introducciones a los -> libros litúrgicos particulares encontramos directrices pastorales que sugieren -> adaptaciones de los ritos mismos a las costumbres de los pueblos o a las necesidades de la asamblea, adaptaciones solicitadas a las conferencias episcopales y en ocasiones al mismo celebrante. Estas aperturas no deberían olvidarse cuando se trata de expresar un juicio objetivo sobre la posibilidad de realizar ese primer y fundamental acercamiento entre liturgia y religiosidad popular, que debe consistir en hacer celebraciones litúrgicas que sean verdaderamente populares, según las preciosas indicaciones de la SC sobre la participación activa (nn. 11; 14; 21), sobre el sentido comunitario de la liturgia (nn. 26-27), etc.

Otro importante filón de indicaciones proviene de la actuación concreta de los principios de la adaptación cultural de la liturgia en áreas de tradición católica (como las Filipinas) (nota 17) o donde predominan otras religiones (India, Africa). Aflora en todo esto el deseo de salir al encuentro de la religiosidad de los pueblos y de insertarla en la liturgia oficial de la iglesia. Debe recordarse también la inserción de elementos devocionales en rituales propios de algunas familias religiosas.

Más explícitamente, el tema de las relaciones entre liturgia y religiosidad popular ha sido propuesto por Pablo VI en su exhortación apostólica Marialis cultus (2-2-1974: toda la segunda parte). Entre la primera parte, netamente litúrgica, y la tercera, de carácter devocional, la segunda inserta una cuestión nueva y emblemática, que hace surgir de la liturgia algunos principios para la renovación del culto mariano. A nivel doctrinal, la exhortación pone de relieve la necesidad de destacar en el culto a María las notas trinitaria, cristológica y eclesial; a nivel operativo pastoral propone para tal culto cuatro orientaciones: bíblica, litúrgica, ecuménica y antropológica. Todos estos párrafos de la exhortación paulina (24-39) contienen directrices teológicas y pastorales muy importantes para una iluminación de nuestro tema. Un primer fruto de tales directrices puede considerarse el reciente Ordo para la coronación de una imagen de la bienaventurada Virgen María, que inserta esta expresión de religiosidad popular mariana en diversos contextos litúrgicos'.

Tenemos, en fin, algunas orientaciones referidas a nuestro tema para el ambiente latinoamericano, donde éste suscita especial interés. El primero es una lectura que el cardenal secretario de Estado Villot escribió el 12-7-1977 al departamento litúrgico de la Conferencia Episcopal Latino-Americana (Celam), que contenía la invitación a estudiar las formas de fe y de devoción popular de modo que, convenientemente purificadas, sean punto de partida para una liturgia prudentemente adaptada a situaciones particulares, a grupos de personas, a fases de madurez y de profundidad en la fe, respetando siempre, como es natural, la unidad esencial de ésta, así como la comunión en la caridad. En la realización práctica no han faltado problemas, como lo demuestra el polémico intercambio de cartas entre la Congregación del culto divino y la Conferencia episcopal brasileña a propósito de un directorio para las misas con grupos populares. Existe después el Documento de Puebla (1979), aprobado por el papa Juan Pablo II, que ofrece algunas orientaciones doctrinales válidas, tanto cuando se habla de la piedad popular como cuando se trata explícitamente de la liturgia. Valga por todos este significativo texto: "Favorecer la mutua fecundación entre liturgia y piedad popular que pueda encauzar con lucidez y prudencia los anhelos de oración y vitalidad carismática que hoy se comprueba en nuestros países. Por otra parte, la religión del pueblo, con su gran riqueza simbólica y expresiva, puede proporcionar a la liturgia un dinamismo creador. Este, debidamente discernido, puede servir para encarnar más y mejor la oración universal de la iglesia en nuestra cultural.

b) Reflexión teológica y pastoral. Las recientes publicaciones sobre el tema brindan una vasta panorámica de intereses. Nos encontramos frecuentemente con la clarificación de la terminología, de forma que se pueda comprender qué realidades están en juego; de hecho, la terminología no sólo cambia (religiosidad, piedad popular, religión del pueblo), sino que con frecuencia acusa la presencia de una multiplicidad (de conceptos y) de realidades que se pueden encontrar más o menos ya en la liturgia y en las actitudes de los participantes, o bien que se separan de la liturgia y se le contraponen'. De la terminología se pasa después a un análisis más profundo de las diversas realidades: la actitud religiosa que se expresa en la liturgia, las formas de devoción, los ritos y los usos ligados al año litúrgico, las formas particulares de interpretación y de celebración de los sacramentos, las instituciones, las personas, etc., relacionados con las manifestaciones religiosas arriba indicadas, ciertos signos religiosos revestidos con frecuencia de carácter mágico o supersticioso, etc.

La cuestión sobre las causas de la actual situación crítica de la religiosidad popular en relación con la liturgia resulta difícil asimismo por falta de datos sociológicos apropiados. Una opinión tiende a inculpar a la reforma litúrgica posconciliar, porque ésta habría sido una reforma de gabinete, sin la participación del pueblo, y después habría sido impuesta sin haber profundizado suficientemente las necesidades y las expresiones cultuales del pueblo Habría, sin embargo, que preguntarse aquí si se trata de un defecto de la liturgia en sí o más bien de la falta de una adecuada pastoral que haga a la liturgia verdaderamente popular; es decir, capaz de satisfacer y evocar las necesidades religiosas del hombre en sus múltiples situaciones culturales y sociales. Creo, en todo caso, que un juicio demasiado severo sobre la reforma litúrgica es injustificado, sobre todo porque muchas áreas y expresiones de la religiosidad popular han sido, culpable o tal vez inconscientemente, refractarias a acoger el mensaje y la celebración de la liturgia posconciliar; además de que ciertas manifestaciones de la religiosidad popular han nacido justamente de la renovación litúrgica, de la conciencia de ser asambleas celebrantes, de las nuevas posibilidades ofrecidas por la liturgia misma (por ejemplo, de la adopción de la lengua vernácula, de la creatividad en el tema de los cantos populares, de la participación más plena en los diversos ministerios): debe notarse, de hecho, que las actuales expresiones de la religiosidad popular no pueden reducirse sin más a formas antiguas de devoción y de culto, ya que encontramos formas nuevas, como ciertos ritos modernos creados por la generación de los que podríamos llamar "cristianos del Vat. II"''. En esta perspectiva la discusión ofrece óptimas posibilidades de renovación de la liturgia, que puede y debe ser más popular, viva, participada, abierta a la promoción y educación del sentimiento religioso de los individuos y de las masas, capaz de integrar en sí instancias justas de la religiosidad del pueblo. Se trataría entonces no de una vuelta al pasado, que sonaría a reflujo o rechazo de las instancias del Vat. II, sino de apertura hacia un futuro que integre sabiamente fragmentos dispersos dentro del seno de la liturgia católica.

Se ha sentido también el deseo de una confrontación con la historia. Nuevas investigaciones pueden aclarar, desde las raíces bíblicas, el sentido de la liturgia popular; las aberraciones religiosas desligadas del verdadero culto a Dios; el humus profundamente popular de la liturgia hebrea y también el sentido alegre y participativo de la primitiva liturgia cristiana ". Son preciosas las enseñanzas de la historia de la liturgia occidental y oriental respecto al desarrollo de formas populares de celebración de los misterios de Cristo desde la primera antigüedad cristiana. Baste recordar las celebraciones de la iglesia madre de Jerusalén, tal como las ha descrito la peregrina Egeria, para ir descubriendo una progresiva reactualización de los misterios de Cristo vivida con intensa piedad y generosa participación del pueblo '2. A partir del s. iv la iglesia de Roma asumió en el ritmo de su propia liturgia aspectos derivados de las expresiones religiosas del imperio romano, y supo acoger en la mistagogia sacramental ritos y referencias pedagógicas que conseguían injertar el sacramentalismo cristiano en las exigencias más profundas del horno religiosus de la época P. Se puede afirmar que en Occidente la liturgia, durante el período áureo de la fijación de los formularios y de los ritos, permaneció auténticamente popular; capaz, por consiguiente, de integrar en su seno sentimientos y acciones rituales, como lo demuestra la sabia obra de Gregorio Magno, con su sentido pastoral 14. Queda, sin embargo, como algo emblemático la ruptura y el nacimiento de un dualismo cultual en el medievo, cuando ante una liturgia demasiado clerical el pueblo reacciona con la creación de una liturgia folclórica, popular, unas veces integrada en la liturgia oficial, otras veces paralela a ella (la celebración de procesiones y representaciones sagradas) y otras incluso en contraste polémico con aquélla. Es justamente a esta religiosidad y a sus expresiones, que provienen del medievo y se desarrollan en la época moderna en un tiempo de fixismo litúrgico, a lo que se refiere la problemática actual de las relaciones de la piedad del pueblo con la liturgia de la iglesia.

No obstante, la reflexión teológica señala también sectores nuevos de la piedad popular. Uno de ellos es el diálogo con las culturas no católicas ni cristianas, con la mira puesta en una adaptación ritual que se inspire en las raíces religiosas de los pueblos. La cuestión es compleja y se refiere, por una parte, a áreas misioneras de Africa y de Asia, en las que sólo con mucha dificultad se consigue efectuar una verdadera adaptación a la liturgia; pero, por otra, debería referirse también a vastas zonas indígenas y populares de países cristianos, como América Latina, donde la primera evangelización no ha conseguido borrar ritos y tradiciones religiosos preexistentes, que subsisten todavía en un sincretismo más o menos velado, junto a y en concomitancia con las celebraciones litúrgicas cristianas; es el problema de la liturgia para los indígenas y los campesinos de la América Latina, o más simplemente para los grupos populares; es, aún más, el problema más complejo de la evangelización e integración de las religiones sincretistas de los afro-americanos del Brasil y de otras zonas. La cuestión de principio se ha planteado en el Documento de Puebla antes citado.

Existe además una zona menos clara en la tipología religiosa: la de las masas de nuestra civilización industrial, que tienen una base popular de la que han sido bruscamente substraídas, pero que todavía persiste en lo más profundo; las nuevas generaciones, por su parte, expresan su religiosidad en formas modernas, más en consonancia con la reforma litúrgica, pero con instancias de participación viva y vivaz, de gestos nuevos, de nuevos ritos que expresen y comprometan al par con valores auténticamente cristianos: justicia, solidaridad, no-violencia, paz.

El argumento insiste en una cuestión de principio: la liturgia debe prestar atención al horno religiosus presente en la variedad característica de las asambleas cristianas; este hombre no reacciona como individuo a la participación litúrgica, sino que lo hace con la conciencia, tal vez con el atavismo, de una naturaleza hondamente religiosa que se expresa en convicciones, actitudes y ritos provenientes de una larga tradición cultural, cristalizada en formas populares.

Me parece que no existe correspondencia entre la vasta investigación teológica e histórica y una pastoral iluminada con principios operativos claros y con realizaciones concretas. La ausencia de pronunciamientos precisos por parte del magisterio de la iglesia bloquea en parte la creatividad en los principios y en las realizaciones, por miedo a desembocar en soluciones que integren de forma híbrida liturgia y piedad popular, o bien por el riesgo de recaer en una creatividad superficial desaprobada por los libros litúrgicos y por las recientes declaraciones del magisterio. Y, sin embargo, el tema es de palpitante actualidad. No se puede abandonar la religiosidad popular a su propia suerte; existe el peligro de explosiones atávicas, de contraposiciones a la liturgia oficial, de instrumentalizaciones políticas antieclesiales, como sucede por desgracia en los lugares donde esta religiosidad no se evangeliza y purifica con la palabra, con la oración o con el sentido pastoral que orienta hacia el misterio de Cristo y la edificación del pueblo de Dios; la religiosidad popular puede degenerar también en formas de integrismo religioso o en formas exóticas para un turismo religioso barato. Por el contrario, potenciada y asumida en el seno de la liturgia, la religiosidad popular ofrece el humus celebrativo necesario para un culto ferviente a Dios, recupera tesoros de la tradición católica de los últimos siglos, desaprueba creatividades litúrgicas apresuradas, nuevo fruto de personalismos sin trasfondo cultural y sin raíces populares en la iglesia.

Por lo que sabemos, el problema no se plantea en las liturgias orientales, que han sido tradicionalmente más sensibles a las exigencias religiosas del pueblo, han propuesto celebraciones auténticamente populares e integrado usos devocionales (por ejemplo, el himno Akáthistos y la Paráclisis en honor de la Virgen, diversas bendiciones de los alimentos, procesiones con los iconos); el proverbial maximalismo litúrgico y espiritual de Oriente ha sabido efectuar prudentemente una integración, privilegiando formas celebrativas que satisfacen las necesidades de una religiosidad que está, empero, muy anclada en la tradición.

c) Influjos v relaciones entre liturgia y religiosidad popular. Al no haberse acuñado todavía una terminología precisa aceptada por todos respecto a las posibles acepciones en base a las cuales podríamos entender la religiosidad popular en relación con la liturgia, parece oportuno limitarse a proponer algunas tipologías de los influjos y relaciones mutuas entre una y otra.

Integración fecunda. Existe una fecunda integración entre liturgia y piedad popular cuando todo el sentido religioso del pueblo se capta y expresa satisfactoriamente en las celebraciones de la iglesia, sea porque el mismo pueblo no siente la necesidad de otras formas extralitúrgicas, pues encuentra en las celebraciones eclesiales de la liturgia todo cuanto desea en contenido y en formas; sea porque una sabia acción pastoral consigue integrar ritos, cantos y gestos expresivos en una liturgia digna. Éste es el caso de la primitiva liturgia de la iglesia, que supo asumir e integrar paso a paso, en su progresiva inculturación, formas celebrativas; es también el caso de la liturgia romana, que ha asumido como litúrgicas procesiones, rogaciones y letanías; es igualmente el caso de la traducción en categorías litúrgicas de temas y formas devocionales que se desarrollaron a partir del medievo hasta nuestra época: formas de culto eucarístico, títulos devocionales que entraron a formar parte del calendario litúrgico, como fiestas del Señor y de la bienaventurada Virgen María, etc. En el futuro éste podría ser el caso de la auspiciada integración de la nueva religiosidad popular de los "cristianos del Vat. II" dentro de celebraciones litúrgicas vivas y dignas, permaneciendo obviamente en los límites fijados por la iglesia, pero con esa pizca de inteligente creatividad de la que puede ser capaz una asamblea convencida y preparada. En la misma línea se sitúan los intentos de adaptación cultural de la liturgia en los países de I misión, realizados a tenor de SC 37-39, con lo que se sale al encuentro de una religiosidad que, evangelizada y purificada por la liturgia de la iglesia, puede encontrar en ella una expresión válida que, a su vez, enriquece la gran tradición católica En último término, éste es el modelo de integración entre algunos ritos devocionales y liturgia, realizado por el Misal de los Siervos de María (saludo a la Virgen en la acción litúrgica del viernes santo y de la vigilia pascual: I nota 2) y en la adaptación lograda en la así llamada misa filipina, que ha asumido no sólo formas culturales de aquel archipiélago, sino también tradiciones de la colonización española ". El Misal Romano de Pablo VI ha demostrado gran apertura al acoger, en las secciones "misas y oraciones ad diversa" y "misas votivas", muchos temas ideológicos de la devoción y de la piedad popular. Pero es claro que tal propuesta temática no basta; hace falta también una conveniente apertura celebrativa para que no todo ni siempre deba figurar en la celebración eucarística. La religiosidad popular, es decir, esa fe y búsqueda de Dios (Evangelii nuntiandi 48) tan rica en valores que, si se orienta bien, puede llevar a las masas populares a un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo (ib), es sin duda la preparación remota más adecuada para esa consciente, activa y fructífera participación litúrgica auspiciada por el Vat. II (SC 11); pero a condición de que "expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y... el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunitaria" (SC 11).

Coexistencia pacífica. No se puede pretender traducir a toda costa la piedad popular en categorías litúrgicas. Ciertas devociones y ejercicios piadosos difícilmente pueden ser integrados en un esquema litúrgico sin crear fórmulas híbridas por contenido y forma. A pesar de auspiciar con SC 13 que ciertas formas de piedad, como los ejercicios piadosos, "en cierto modo deriven de ella (la liturgia) y a ella conduzcan al pueblo, ya que la liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellos", es justo que haya en la iglesia una legítima variedad cultual que pueda satisfacer todas las necesidades y enriquezca las fórmulas y formas de oración antiguas y nuevas. Hoy se siente el vacío creado por ciertas prácticas de piedad que ayudaban a celebrar mejor el misterio de Cristo, de María y de los santos a lo largo del año litúrgico. Si es cierto que la eucaristía suple ampliamente estas cosas y que la liturgia de las Horas puede ofrecer una oración cualitativamente más rica, es igualmente cierto que la variedad ritual de ciertas celebraciones extralitúrgicas ofrecía una elección más amplia de expresiones cultuales. Lo que se puede y debe hacer, además de permitir su pacífica coexistencia, es evangelizar estas formas de piedad y orientarlas litúrgicamente a asumir la estructura de la celebración de la palabra y de la oración, como se dirá a continuación [-> infra, 2, b]. Estamos convencidos de que, cuanto mayor es la vitalidad litúrgica personal y comunitaria, menor es la necesidad objetiva de otras expresiones devocionales.

Ocasión propicia. Si por piedad popular se entiende el sentido religioso más o menos iluminado de la fe, se puede hablar de ella como de un terreno propicio para la evangelización y la catequesis mediante la liturgia. En el hombre que se encuentra en ciertos lugares o ante ciertas imágenes sagradas (santuarios), que celebra ciertas fiestas populares o se ve envuelto en ciertas circunstancias relacionadas con la liturgia (bautismos, matrimonio propio o de parientes), se despierta ese sentido religioso que tal vez se había entumecido en el cotidiano vivir separado de la fe. Aquí la iglesia no puede renunciar a esa evangelización y catequesis que se realiza por la liturgia, sea a través de la palabra de Dios, sea por medio del mundo de los signos litúrgicos (a través de la misma asamblea que participa en los ritos y en los cantos). No siempre se conseguirá superar la ambigüedad de los signos o el carácter epidérmico de ciertas conmociones no acompañadas de una práctica perseverante de la fe. Pero el pastor de almas no podrá ignorar las oportunidades que ciertas situaciones (solicitud de un sacramento, funeral de los parientes, visita a los santuarios, fiestas populares) ofrecen a la liturgia para desempeñar su obra de evangelización y de santificación del hombre, incluso en la esfera de su sensibilidad, tan necesitada de sumergirse en una atmósfera religiosa. Una adecuada preparación para la celebración de tales sacramentos, la celebración digna y devota de las fiestas populares que tenga presente las necesidades de la comunidad y las liturgias que tienen lugar en los santuarios, constituyen oportunidades pastorales ofrecidas por la religiosidad del pueblo. Ignorando o despreciando tales realidades y situaciones, se pierden ocasiones propicias, o incluso se generan peligrosas contraposiciones entre religión del pueblo y liturgia de la iglesia.

2. PRINCIPIOS Y ORIENTACIONES. En la exposición de la situación actual del problema [-> supra, II, 1] hemos anticipado algunos principios del magisterio y sugerido ciertas orientaciones prácticas, que ahora tratamos de exponer más explícitamente.

a) Principios doctrinales. La liturgia conserva su carácter de fuente y cumbre de toda la acción de la iglesia y de todas sus experiencias de fe y de caridad y, por tanto, también de la religiosidad popular (SC 9-10). Desde el punto de vista doctrinal, este principio sigue siendo válido, en cuanto que la liturgia de la iglesia expresa plena y totalmente el sentido del culto cristiano, celebra objetivamente el misterio pascual y lo comunica. Por ello, toda expresión de la religiosidad popular debe extraer de la liturgia, como de su fuente, la fe y el compromiso de vida, y modelarse en la ortodoxia y en la ortopraxis que emanan del misterio litúrgico. También desde el punto de vista práctico hace falta recordar que el cristiano está llamado a la plenitud de la vida que le viene otorgada en la liturgia eclesial, y no puede contentarse sólo con lo que se le ofrece desde otras formas de religión y de devoción. La evangelización de la religiosidad popular no puede, por tanto, olvidar que el fin de esta última es conducir a los fieles a la mesa de la palabra y de la eucaristía: reunirlos para que "alaben a Dios en medio de la iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor" (SC 10). No se puede promover la religiosidad popular de modo que mantenga a los fieles lejos de las fuentes de la vida eclesial, como si estuvieran destinados a permanecer siempre como una categoría de cristianos de religiosidad popular.

La liturgia, por su parte, consciente de la dimensión antropológica, comunitaria y simbólica del culto cristiano, no ahorrará ningún esfuerzo para tocar a los fieles en su realidad de hombres religiosos, acogiendo formas y expresiones de religiosidad conformes con el estilo y el fin de sus celebraciones. El hombre, abierto a la palabra de Dios y convertido a los signos específicos del misterio cristiano, debe ser alcanzado hasta lo más íntimo por la liturgia de la iglesia, a fin de que pueda ser verdaderamente celebración del misterio de Cristo en la ! existencia cristiana. Esto supone una apertura a la creatividad, a la integración armónica de elementos cultuales populares válidos y aprobados, especialmente en aquellas dimensiones de la liturgia que son expresión cultual de la respuesta a la palabra y a la gracia: cantos, gestos, ritualizaciones apropiadas del misterio o de los misterios celebrados a lo largo del año litúrgico.

Para resituar en el centro del misterio de Cristo ciertas expresiones devocionales desplazadas a la periferia, ciertas acentuaciones parciales o separadas de él, ciertos simples acercamientos subjetivos carentes de relación objetiva con el misterio, es necesario que la religiosidad popular mire a la liturgia como a su fuente y cumbre. Será entonces oportuno recordar los principios expuestos por Pablo VI en la Marialis cultus, de forma que puedan evangelizar todas las expresiones de la religión del pueblo: el carácter trinitario y el carácter cristológico, que en la economía de la salvación iluminan el sentido de la religiosidad como respuesta a la revelación del Padre por Cristo en el Espíritu Santo; y la característica eclesial, que reclama la esencial dimensión comunitaria de la salvación y, por tanto, de la respuesta de culto al Padre por Cristo en el Espíritu, en comunión con la verdadera iglesia.

A estos principios sería preciso añadir otros que derivan de la naturaleza misma de la liturgia: el componente bíblico del anuncio y de la oración; el carácter simbólico, la nota misionera y escatológica del culto cristiano; el compromiso del testimonio y por la liberación. Entonces la liturgia no sólo se erige en fuente y cumbre de la religiosidad popular, sino también en modelo estructurador válido para toda expresión de piedad ".

b) Orientaciones pastorales. Además de las orientaciones prácticas ya propuestas [->  supra, II, 1, b-c], sólo nos queda recordar aquí, como empeño prioritario, el empeño por una liturgia viva y popular que asuma y exprese la religiosidad de las diversas asambleas, con sensibilidad para las distintas categorías: masa, ->  grupos particulares, ->  jóvenes, ->  niños, según las indicaciones y las posibilidades ofrecidas por los libros litúrgicos. Adaptaciones particulares de tipo cultural competen, como es claro, a la autoridad eclesiástica (conferencia episcopal), que debería obrar con sabiduría y apertura, partiendo de una buena teología de la liturgia y de sus posibilidades, cuidando siempre, como es obvio, la ortodoxia de la fe y la ortopraxis de la comunión eclesial, pero con intrepidez misionera y evangelizadora.

Sigue abierto el problema de crear nuevos espacios de celebraciones que, inspirándose en la liturgia, puedan llegar a ser verdaderamente litúrgicas, a pesar de partir de la religiosidad popular 19. La solución más clara es la de proponer la liturgia no sólo como modelo estructurador, sino también como modelo externo, de tal modo que se inserte la piedad del pueblo en esquemas de ->  celebración de la palabra y de celebración de la oración. Muchas necesidades religiosas, actualmente satisfechas por las devociones u otras prácticas, podrían encontrar la justa satisfacción en celebraciones de la palabra; éstas, por ejemplo, pueden dar sentido y estructura a una peregrinación, a una ofrenda de los frutos de la tierra, a una procesión, a un acontecimiento familiar o comunitario. Lo mismo puede decirse de celebraciones de la oración, estructuradas según el esquema amplio de la liturgia de las Horas y modeladas según el estilo de las oraciones de la iglesia, insertando en todo caso en ellas con prudente creatividad elementos eucológicos y rituales nuevos que puedan expresar el sentido específico de lo que se conmemora. Nos encontramos de nuevo con los principios operativos de la Marialis cultus: bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico. De ahí resultará un enriquecimiento de la piedad popular, que será educada en la escuela de la vida espiritual de la iglesia y, por tanto, modelada por su pedagogía litúrgica.

La misma liturgia, con sus principios y sus formas celebrativas, podría efectuar poco a poco una purificación de los elementos deteriorados o ambiguos que se encuentran en la piedad popular, así como una evangelización y educación de las actitudes religiosas del pueblo, valorando todo lo que de auténtico hay en tal religiosidad, que no puede ser abandonada a su propia suerte, si no se quieren correr los riesgos recordados [->  supra, II, 1, b].

Para evitar tales riesgos y también el peligro de la manipulación, nos parece oportuno sugerir un doble principio operativo de base. Las celebraciones de la piedad popular deben ser consideradas de la comunidad y para la comunidad. De la comunidad: es decir, expresión de la fe y de la vida evangélica de los creyentes, con animosa sumisión a la iglesia y espíritu comunitario, fruto de común colaboración; toda celebración de piedad popular que escape a la comunidad cristiana corre el riesgo de ser instrumentalizada con fines ajenos al culto cristiano, a la evangelización, a la piedad auténtica de los cristianos. Para la comunidad: toda celebración o manifestación de religiosidad se sitúa en un preciso programa cultual como confesión de la fe o como respuesta cultual a Dios, agradecimiento a María o a los santos; aunque no se excluyen otros fines (como la evangelización de los alejados, la oportunidad de despertar la fe y el sentimiento religioso de las masas), la atención pastoral debe dirigirse a la comunidad cristiana que se expresa en esta forma religiosa.

3. UNIDAD DE CULTO, DE FE Y DE VIDA. Una consideración final nos lleva a la valoración de la religiosidad popular partiendo justamente de la liturgia.

Si la religiosidad popular expresa una fe y una búsqueda de Dios cargada de valores teológicos y antropológicos, no se puede ignorar que, a la luz de la teología del culto en el NT, uno es el culto y uno es el mediador de este culto: Cristo Jesús, con la fuerza del Espíritu. No existe respuesta válida y agradable al Padre sino por medio de él. Por tanto, no se puede pensar en la religiosidad popular sino en la perspectiva de este único culto agradable al Padre. Por una parte, estos principios ayudan a valorar todas las formas cultuales genuinas oraciones, peregrinaciones, sacrificios, promesas—propios de la religiosidad del pueblo, incluso fuera de la liturgia, en cuanto son asumidos en el movimiento cultual de Cristo hacia el Padre; por otra parte, nos colocan ante la urgencia de evangelizar esta religiosidad para que corresponda al deseo del Padre, a los sentimientos de Cristo Jesús, a las mociones de su Espíritu.

La unidad de la fe exige que la religiosidad popular se adecue en las fórmulas, en las valoraciones que sugiere y en las verdades que profesa a la confesión de la fe admirablemente expresada por la iglesia en su liturgia, que debe corregir oportunamente desviaciones, acentuaciones o desequilibrios de la piedad del pueblo.

La unidad de la vida cristiana sugiere que la religiosidad popular no puede substraerse a la tarea de educar al pueblo cristiano en los verdaderos valores del evangelio, en el compromiso de la caridad, en el cumplimiento de la voluntad de Dios o en el testimonio activo. Por tanto, no debe ser usada como opio del pueblo, como consolación para los pobres, para frenar el empeño por la liberación en Cristo. También en este caso la liturgia sigue siendo fuente, cumbre y escuela de vida para una valoración de los tesoros contenidos en la religiosidad del pueblo. Por otra parte, si la religiosidad popular tiene las características anotadas con entusiasmo por Pablo VI en la Evangelii nuntiandi (n. 48)generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, hondo sentido de los atributos de Dios, actitudes interiores como la paciencia, el desapego, la aceptación de los demás, la devoción—, nos encontramos frente a ese culto de los pobres de Yavé, suscitado por el Espíritu en nuestros corazones, que es el mismo culto de Cristo. Ahora bien, la verdadera religiosidad del pueblo de Dios que se despliega en la liturgia debe ser precisamente un culto de este género: ésta es la mejor contribución que la religiosidad popular ofrece a la celebración litúrgica.

4. Los EJERCICIOS PIADOSOS. Hemos querido dejar para el final el tratamiento de los ejercicios piadosos, para evitar que la religiosidad popular fuera reducida exclusivamente a estas expresiones devocionales. A este propósito ofreceremos algunas orientaciones concretas.

a) Concepto y naturaleza. No existe un concepto claro de los ejercicios piadosos. La SC 13, pese a hacer referencia a ellos, ha evitado dar una descripción, y mucho menos una definición de los mismos. Es más fácil ejemplificar, como hace la Marialis cultus, que definir. Entre estos ejercicios piadosos deben enumerarse sin duda el vía crucis, la oración del ángelus, las letanías de la Virgen, el santo rosario, otras oraciones devocionales y ejercicios en honor de los santos. El culto del santísimo sacramento fuera de la misa tiene un especial estatuto litúrgico y un ritual promulgado durante la reforma litúrgica posconciliar (De sacra communione et de cultu mysterii eucharistici extra missam, Roma 1973; ed. castellana: Ritual de la sagrada comunión y del culto a la eucaristía fuera de la misa, Madrid 1974); por tanto, no debería ser equiparado a un ejercicio de piedad cuando se realiza según las normas contenidas en tal libro litúrgico. Históricamente: los ejercicios piadosos se desarrollaron en la piedad occidental del medievo y de la época moderna para cultivar el sentido de fe y de la devoción hacia el Señor, la Virgen o los santos, en un momento en el que el pueblo permanecía alejado de las fuentes de la biblia y de la liturgia o en el que, en todo caso, estas fuentes permanecían cerradas y no nutrían la vida del pueblo cristiano. En este sentido han jugado un papel en parte sustitutivo de las lecturas bíblicas y de las celebraciones litúrgicas, y han concentrado la fe y la piedad en torno a los misterios esenciales de la redención: encarnación, pasión, resurrección. Con la renovación litúrgica como retorno a las fuentes de la biblia y de la celebración sacramental de los misterios, estas formas de piedad han experimentado una cierta crisis; en algunos momentos y en ciertos lugares se ha tratado de un verdadero y propio ostracismo. El magisterio de la iglesia siempre ha mantenido hacia ellas una actitud equilibrada, ha alabado sus méritos y ha abierto la vía a una renovación. Es la vía seguida oficialmente por Pío XII en la Mediator Dei (1947), y por la SC 13 ". Pablo VI trató ampliamente el tema en la Marialis cultus (nn. 40-55), con referencias específicas al ángelus y al rosario mariano.

Estos ejercicios piadosos son, por lo demás, expresiones de oración comunitaria o individual; celebran el misterio de Cristo, de María y de los santos generalmente con fórmulas bíblicas o litúrgicas. No son considerados como liturgia; por esto se recurre con frecuencia a la terminología de extra-litúrgicos o para-litúrgicos, para indicar al mismo tiempo su semejanza y diferencia. Oficialmente no son considerados oración pública de la iglesia. Es significativo el juicio dado por Pablo VI en la Marialis cultus (n. 48) a propósito del rosario. Después de haber establecido ciertas semejanzas entre éste y la oración litúrgica (por ejemplo, entre la anamnesis de la liturgia y la memoria contemplativa del rosario, "que tienen por objeto los mismos acontecimientos salvíficos realizados por Cristo"), afirma: "La primera (la anamnesis de la liturgia) hace presente bajo el velo de los signos y operantes de modo misterioso los 'misterios más grandes de nuestra redención'; la segunda (la memoria contemplativa del rosario), con el piadoso afecto de la contemplación, vuelve a evocar los mismos misterios en la mente de quien ora y estimula su voluntad a sacar de ellos normas de vida. Establecida esta diferencia sustancial, no hay quien no vea que el rosario es un piadoso ejercicio inspirado en la liturgia y que, si es practicado según la inspiración originaria, conduce naturalmente a ella, sin traspasar su umbral". Según esta exposición, los ejercicios piadosos pertenecen a la memoria subjetiva de los misterios, a la contemplación privada —aunque pueda realizarse eventualmente de forma comunitaria—; les faltaría esencialmente, para que puedan ser auténticos actos litúrgicos, el sentido objetivo de la memoria (anamnesis) litúrgica y el reconocimiento de la iglesia. Hoy se avanzan aquí y allí algunas nuevas hipótesis a este respecto. Partiendo de la unidad del culto cristiano, es claro que los ejercicios piadosos deben considerarse culto en sentido amplio en el ámbito de la vida cristiana, en la que toda expresión de oración tiene un componente cultual propio. Pero hay más. Es preciso preguntarse si alguno de estos ejercicios piadosos, cuando se realizan de una forma renovada, es decir, modelándose como liturgias de la oración o liturgias de la palabra y conteniendo fórmulas netamente litúrgicas (como es el caso del rosario y puede ser el del vía crucis), no serán ya verdadera y propia oración litúrgica del pueblo de Dios; en este caso la proclamación de la palabra y los formularios bíblicos y litúrgicos propuestos garantizarían esa objetividad del misterio, tal como puede hoy estar presente en una celebración de la palabra o de la oración. Un reconocimiento implícito por parte de la iglesia vendría del hecho de que estos ejercicios piadosos no sólo expresan la fe de la iglesia, sino que la expresan con sus mismas fórmulas de oración.

b) Sugerencias y realizaciones. La norma del Vat. II (SC 13), pese a su brevedad, continúa siendo esencial para la renovación de los ejercicios piadosos: armonía con la liturgia, con los temas, los tiempos y las fórmulas litúrgicas; también para estas prácticas la liturgia es fuente y cumbre, y no sólo en sentido objetivo, como para otras realidades de la vida cristiana, sino también en sentido celebrativo: "Deriven de algún modo de ella, y a ella conduzcan al pueblo cristiano". No queda, pues, más que realizar una pastoral inteligente que, partiendo de la teología litúrgica y de las formas litúrgicas, sepa ordenar sabiamente estos ejercicios en sus contenidos (cuando ello sea necesario) y en sus fórmulas. No faltan ejemplos alentadores al respecto, especialmente en el campo de la devoción mariana. Se han hecho intentos válidos para dar al rosario un ritmo más bíblico con la proclamación de párrafos evangélicos relativos a los misterios correspondientes y con la introducción de oraciones tomadas de la liturgia. Lo mismo puede decirse del ejercicio piadoso del vía crucis: formas y fórmulas como las usadas cada año en Roma por el santo padre para esta práctica el viernes santo son ejemplares por su sobriedad, riqueza litúrgica y patrística. Dignos de ser propuestos en este campo son algunos trabajos de la Orden de los Siervos de María, especialmente la vigilia mariana "de Domina" u "oficio de los siervos a santa María" y la "celebración de la anunciación a María"; nos encontramos ante verdaderas y auténticas realizaciones en la línea abierta por la Marialis cultus: prácticas devocionales, pese a no estar ligadas a la liturgia, asumen en estos libros una digna expresión teológica y celebrativa. Con estos criterios, con estos ejemplos concretos, en espera de orientaciones más precisas por parte de la autoridad de la iglesia, se puede realizar una renovación de los ejercicios piadosos según las necesidades del pueblo de Dios en esta nueva época marcada por la renovación litúrgica del Vat. II. La tradición de la iglesia católica nos enseña que, así como ha habido un constante progreso en el campo litúrgico, del mismo modo puede verificarse también en casos como el nuestro, con tal de que se parta de la tradición eclesial y se abra a nuevas realizaciones, pueden ser sugeridas por la realidad de la iglesia, pueblo de Dios en marcha.

[-> Liturgia, IV-VII; ->  Celebraciones de la palabra; -> Devociones].

J. Castellano


BIBLIOGRAFÍA

1. En general

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