ELEMENTOS NATURALES
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SUMARIO. I. Introducción: La naturaleza en la liturgia: 1. El cosmos y la historia de la salvación: a) El hombre inmerso en el universo, b) La creación, implicada en la historia del hombre, e) El acontecimiento de la encarnación, d) La sacramentalidad de las cosas, e) La espera escatológica; 2. Antropología, biblia, liturgia: a) La actividad simbólica, b) El recorrido metodológico, e) La atención a la antropología - II. Elementos cósmicos: 1. El agua. El poder evocador del agua; 2. La tipología del agua en la biblia; 3. El agua en la liturgia; 4. La luz y el fuego; 5. El simbolismo de la luz; 6. El tema bíblico de la luz; 7. El simbolismo del fuego; 8. El tema bíblico del fuego; 9. La luz y el fuego en la liturgia; el incienso y la ceniza - III. Elementos vegetales o agrícolas: 1. El aceite. El simbolismo del olivo y del aceite; 2. Uso y significado del aceite en el mundo bíblico; 3. Las unciones en la liturgia; 4. El pan y el vino. Los alimentos y las bebidas para el banquete sagrado: a) Hambre, alimento, vida, b) El pan y el vino para el hombre, e) La comida; 5. Pan y vino en la biblia: a) En el AT, b) Las comidas de Cristo en el evangelio; 6. Indicaciones históricas acerca del uso del pan y del vino en Occidente para la celebración eucarística; el "antidoron" - IV. Conclusión: Problemática actual: 1. La verdad de los signos; 2. La adaptación de los signos; 3. Para una pedagogía del signo; 4. Crear nuevos signos; 5. La naturaleza, lugar de referencia para el diálogo salvífico.


I. Introducción: La naturaleza en la liturgia

1. EL COSMOS Y LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN. a) El hombre inmerso en el universo. El cosmos no está separado de la historia de la salvación; la biblia nos presenta la naturaleza vinculada a las vicisitudes del hombre. En la biblia, creación y salvación aparecen como los momentos y los actos del único proyecto (la oikonomía) de Dios: la creación es ya el comienzo de la historia y, como primer acontecimiento, es manifestación de la iniciativa preventiva de Dios en relación con el hombre.

Adán, amasado de barro y vivificado con el soplo divino (Gén 2,7), es el punto culminante de la gran página del Génesis, en que la narración sube gradualmente desde las cosas que existen a las que viven; hasta el hombre que, por haber recibido el espíritu de Dios, está proyectado hacia la eternidad y abierto al infinito. Por esta continuidad en la escala de los seres, el hombre —hijo de Dios— es rey y sacerdote de la creación, está constituido vicario de Dios en el universo, está llamado a ser colaborador del creador (cf Gén 1,28; Gregorio de Nisa, De creatione hominis 1-2: SC 6 [1943] 88-91).

b) La creación, implicada en la historia del hombre. Lo malo es que, por la libertad del hombre, existe el peligro real —y la biblia da testimonio de esta experiencia desde el principio— de que las cosas queden implicadas también en las desviaciones• del hombre. Solidarias con él en el bien y en el mal, también ellas han quedado contagiadas del pecado, a pesar de que, por naturaleza, son "cosas buenas, muy buenas" (cf Gén 1,4.10.12...). Es la situación de desorden y de trastorno de que habla Pablo en Rom 8,19-22, de la que no sólo el hombre, sino también la misma creación suspira por salir. Las criaturas, por el mal uso que él ha hecho de ellas, no son ya instrumentos sometidos a su servicio, sino que se le escapan de la mano; más aún, le son hostiles, se vuelven contra él, e incluso a veces terminan por esclavizarlo. Es claramente una situación de desgarramiento y de muerte.

c) El acontecimiento de la encarnación. En este contexto hay que situar la encarnación. Dios, al crear a Adán, miraba hacia el primer hombre y, al mismo tiempo, al hombre futuro —Cristo—, vértice de la creación y coronamiento del universo (cf Tertuliano, De resurrectione carnis 6: PL 2,802; Ireneo, Adversus haereses III, 22,3: Harvey II, 123; cf también Col I,16b-17). El Hijo de Dios, haciéndose hombre, se convirtió en instrumento (o sacramento) de salvación: en su cuerpo no solamente la humanidad, sino también la naturaleza quedó asumida como vehículo de santificación.

La consagración del hombre por medio de los sacramentos se extiende también a la materia de que él está formado, de la misma manera que el cuerpo físico de Cristo es el punto de contacto entre Dios y el mundo y él canal con que Dios comunica su bendición a los seres. El cuerpo de Cristo, en efecto, ya por la encarnación, pero sobre todo desde el momento de la resurrección, está totalmente empapado del poder divino: Jesús, a partir del inicio de la nueva creación en su carne glorificada, se ha hecho Dios incluso en su humanidad'. El cosmos entero ha sido asumido por el señorío de Jesús. A través de "el cuerpo de su gloria" es como Cristo, "constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad desde la resurrección de entre los muertos" (Rom 1,4), se ha convertido en "Espíritu vivificador", por lo que llega a todos los hombres para comunicarles su vida. También en el cuerpo y espíritu resultan inseparables.

d) La sacramentalidad de las cosas. La salvación llega al hombre a través de su corporeidad. "El cuerpo es el quicio de la salvación", dice Tertuliano. "Cuando el alma se une a Dios, es el cuerpo el que hace posible la unión. El cuerpo se lava para que el alma sea purificada; el cuerpo es ungido para que el alma sea consagrada; el cuerpo es signado (con el signo de la cruz) para que el alma sea fortificada; se hace sombra sobre el cuerpo (por la imposición de las manos) para que el alma sea iluminada por el Espíritu Santo; se alimenta el cuerpo con el cuerpo y la sangre de Cristo para que el alma sea alimentada de Dios" (o.c., 8: PL 2,806). El hombre puede de nuevo dirigir su mirada al mundo como a un universo sacramental, es decir, como a realidades transidas de Dios por haber brotado de él y estar habitadas por su presencia. El señorío de Cristo, establecido en el tiempo presente, hace descubrir al hombre la necesaria conexión de la salvación con el destino de las cosas. Finalmente, la creación puede desvelarse como epifanía de Dios, que con su soplo continuamente renueva la vida como una gracia; y el hombre se pone en la línea de la naturaleza para entrar en comunión con lo divino, sirviéndose también de la mediación de las cosas. El Espíritu interviene para que la realidad profana sea cristificada y abra sus potencialidades al misterio que se realiza.

e) La espera escatológica. Este dinamismo, por el que el amor de Dios interviene y actúa, se comprende si se presta atención a la naturaleza histórica de la iglesia: esta, bajo el impulso del Espíritu, tiene la misión de conducir la obra pascual de Cristo a su culminación escatológica. También la naturalezaparticipa en dicha culminación: el Apocalipsis habla de "cielos nuevos y tierra nueva" (21,1-4). La materia sacramental, sobre la que se ha recitado la bendición, ha sido introducida ya en este estado y lo anticipa. De una manera especial, pan y vino eucaristizados quedan substraídos a la existencia terrena para participar del estado del cuerpo resucitado de Cristo. A través de un misterio de muerte, la creación llega, siempre junto con el hombre, a los tiempos escatológicos: al hombre corresponde ser el protagonista en esta transformación. La materia, fermentada por el Espíritu de Cristo glorificado, es capaz de proyectar sobre el plano de la vida nueva la eficacia de que está dotada; por medio de ella se desarrolla el germen activo de la transfiguración. La materia sacramental es, por tanto, la presencia anticipada de la creación glorificada'.

2. ANTROPOLOGÍA, BIBLIA, LITURGIA. a) La actividad simbólica. Por la estructura psicocorpórea del hombre, también la liturgia tiene una doble dimensión, que va de lo visible a lo invisible, de la materia al espíritu. La materia tiene la función de dar fuerza expresiva a la liturgia. De ahí el mundo simbólico en que la liturgia se sitúa. Como en la vida cotidiana el hombre se expresa simbólicamente y usa un lenguaje que está hecho también de cosas, así en el culto la iglesia tiene necesidad de servirse de elementos naturales para que el diálogo con lo trascendente adquiera consistencia y eficacia. La exigencia de realismo se convierte así en una necesidad de verdad y de concreción, nunca en una materialización o cosificación de la experiencia religiosa. La actividad simbólica sirve al hombre para formular la imagen del mundo y proyectar su conducta.

Existe un nexo indestructible entre los valores salvíficos y su visibilización, que forma parte de la estructura íntima de la realidad cristiana. El símbolo tiene esta función de nexo, y nos muestra y comunica la realidad salvífica en su plenitud; en nuestro caso es una representación de la historia y de la situación del hombre en el marco global de la construcción del reino. En el símbolo tomado de la naturaleza el hombre se remonta y redescubre su matriz y vuelve a las fuentes: el contacto con los arquetipos —por tanto, con lo que en ellos hay de más antiguo y genuino—ayuda también a su regeneración, a reconducir la experiencia religiosa a su pureza originaria. Fe y rito se confrontan y se confirman recíprocamente; por este medio la liturgia queda garantizada en su autenticidad y es emotivamente aceptable, porque el símbolo es una mediación adecuada. El hombre, animal simbolizante, buscador de significados, expresa y experimenta su fe religiosa sobre bases seguras. "Una religión será eficaz —y podríamos añadir: verdadera— precisamente según la eficacia de sus símbolos"'.

b) El recorrido metodológico. El tema requiere que se preste atención sobre todo a la antropología, ya que ésta hunde sus raíces directamente en el simbolismo. Este está dotado de una gran capacidad y es una conditio sine qua non para la comprensión del mundo sacramental: la criatura, referida al hombre, se convierte en lugar de experiencia de lo divino y de diálogo salvífico. Durante los milenios de la historia las cosas han sido humanizadas (casi dotadas de un suplemento del alma) y enriquecidas de significado; se han hecho parte integrante de la vida del hombre. Forman parte de su lenguaje y son instrumento para la comunicación, influyen en su comportamiento hasta plasmar su espíritu.

El ámbito de nuestra investigación se limita sólo a los elementos naturales actualmente en uso en la liturgia occidental. El horizonte no es muy amplio, a pesar de que en el pasado ha conocido desarrollos más consistentes y las diversas culturas podrían —y deberían—abrirse a una mayor valoración de dichos elementos. Los pocos que aquí estudiaremos, sin embargo, pueden constituir modelos ejemplificados y emblemáticos. El recorrido metodológico será: antropología, biblia, liturgia.

1. Acerca de la antropología: no nos interesan los elementos en sí mismos (agua, pan, aceite), sino en relación al hombre, desde el uso que de ellos hace (baño, comida, unción); pero deberemos partir siempre del signo originario para llegar a comprender el sentido del uso existencial, es decir, al elemento en situación.

2. La biblia nos dirá cómo Dios, en su condescendencia, ha dialogado con el hombre sirviéndose de las cosas sencillas, al alcance de todos: con su soberana condescendencia elige los elementos con los que el hombre tiene que vérselas a diario, elementos que están abiertos para que sus esperanzas reciban una respuesta.

3. El discurso litúrgico será el que lógicamente concluya el camino, para mostrar cómo la iglesia, en su fidelidad al hombre y a la revelación, actualiza la alianza a través de los signos que realizan la salvación: a lo largo de la historia cristiana, oriental y occidental, prestaremos atención a las formas más expresivas, para una comprensión del signo y para su revisión en clave celebrativo-pastoral.

c) La atención a la antropología. "Si la liturgia ha perdido terreno y se ha alejado de la vida humana, encerrándose en un esoterismo arqueológico, se debe a que con demasiada frecuencia los signos han sido tratados como soportes materiales y arbitrarios de la gracia. La fe está viva y es realista sólo cuando asume la realidad humana. Y lo hace [...] también en la expresión y en la práctica de los sacramentos"'. El don de la gracia está vinculado a la eficacia simbólica de los sacramentos; el aspecto antropológico no es un accesorio en relación con su realidad teologal; los símbolos sacramentales son tan auténticos como la humanidad de Cristo, sacramento de salvación. Una teología antropológicamente pobre durante mucho tiempo ha buscado en el gesto sacramental sólo la validez y la licitud, con peligro de formalismo; la cultura urbana occidental, separada' de la naturaleza, exige y provoca interrogantes acerca del simbolismo de los elementos. Descuidándolos, tanto la teología como la liturgia pierden realismo y eficacia, el poder evangelizador se evapora, y el pagano, que duerme en cada hombre, se siente tentado a alejarse del cristianismo para sustituirlo por prácticas rituales supersticiosas


II. Elementos cósmicos

1. EL AGUA. EL PODER EVOCADOR DEL AGUA. "Las aguas simbolizan la totalidad de las virtualidades; son fons et origo, la matriz de todas las posibilidades de existencia... Principio de lo indiferenciado y de lo virtual, fundamento de toda manifestación cósmica, receptáculo de todos los gérmenes, las aguas simbolizan la sustancia primordial de donde nacen todas las formas yadonde vuelven por regresión o cataclismo'. Soporte de la creación cuya potencialidad concentra en sí, matriz universal, símbolo de la vida y de la fecundidad, elemento arquetipo, materia prima, el agua tiene por todos estos motivos un vastísimo poder de simbolización, ya que contiene todo el espectro de significados que van desde la vida hasta la muerte. Al representar la infinidad de todas las posibilidades, tiene en sí todas las promesas de desarrollo, pero también todas las amenazas de reabsorción. Sumergirse en ella para volver a salir es la regresión a lo preformal, es una vuelta a las fuentes por medio de la muerte simbólica: a través de un proceso de disolución y de desintegración, se provoca luego una fase progresiva de reintegración y nuevo nacimiento En último análisis, el contacto con el agua implica siempre regeneración, ya porque la disolución va seguida de un nuevo nacimiento, ya también porque la inmersión fertiliza y aumenta el poder de vida de la creación.

Su poder destructor, pues, resulta ser un poder regenerador. La vida es llevada ineludiblemente a un retroceso, a degeneración y a envejecimiento hasta la muerte; hace falta una reabsorción de lo que es malo y negativo. Pues bien, las aguas, que ya precedieron a toda la creación, periódicamente refunden y reintegran la creación, purificándola para dar origen a una era nueva. Es posible incluso que la fase destructiva tome forma de catástrofe (diluvio): es una necesidad aneja a la visión de la creación y de la vida como cosa frágil, que tiende a la anemia y a la esterilidad, vaciándose de fuerza y de vigor; la vida, en vez de ir inexorable hacia el fin apagándose para siempre, vuelve a su molde y se carga de su fuerza y pureza originarias ".

2. LA TIPOLOGÍA DEL AGUA EN LA BIBLIA. La historia de las religiones nos ofrece una impresionante coincidencia de base acerca del simbolismo del agua, a pesar de que cada mito tiene sus particularidades: este hecho es significativo porque hace resaltar su valor antropológico universal. Pero en la biblia la utilización de la categoría agua será crítica, en el sentido de que se organizará en una clave soteriológica originalísima. En la tipología bíblica del agua encontramos el compendio de las virtualidades positivas que las religiones —en cuanto preparación evangélica—han captado en ella; percibimos una continuidad que nos hace ver cómo el Espíritu de Dios actúa ecuménicamente sin conocer fronteras, y cómo los gérmenes de la salvación pueden y deben ser reconocidos como presentes en todo lugar donde se les deje espacio. Al mismo tiempo la biblia nos enseña a guardar las distancias; por ejemplo, la creación no es presentada como hilogenia; desaparece todo carácter de sexualidad entre las aguas superiores y las inferiores; Dios, señor del agua, la administra a su juicio según la fidelidad o infidelidad de Israel a la alianza: las dos narraciones más significativas, la del diluvio y la del paso del mar de los juncos (Gén 6-8 y Ex 14), son los ejemplos típicos de la maldición (castigo salvífico) y de la bendición por medio del agua.

Para Gén 1, las aguas ab origine no fueron creadas: simplemente las aguas altas o superiores fueron separadas de las terrestres o inferiores (el océano primordial precede a la creación ya durante la noche cósmica y la sostiene cuando, desde el caos acuático y del abismo, emerja la tierra; sin embargo, el Salm 103,3.6 afirma que Dios es creador de las aguas superiores e inferiores). Por esta trascendencia, las aguas no sólo están reunidas en el infinito y en la altura del cielo, sino que son acercadas a Dios mismo y a su eternidad.

Es normal que una civilización agraria como Israel viese en el agua la manifestación de la acción divina. Yavé muestra su poder también en el huracán; Débora, por limitarnos a una sola cita, dice que, al paso del Señor, "los cielos se agitaron y las nubes se desataron en agua" (Jue 5,4). El AT ve en el agua que cae sobre la tierra árida no sólo el signo de la fertilidad (hasta imaginar el paraíso como el desierto regado y convertido en jardín: cf Is 35,6s), sino sobre todo la benevolencia y la bendición de Dios. Obligado a recoger el agua de la lluvia en cisternas, el hombre del AT reconoce en las aguas corrientes la imagen del agua viva que evoca a la divina Sabiduría y al Espíritu: la trasposición simbólica es evidente. "Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos..., os infundiré un nuevo espíritu... Infundiré mi espíritu en vosotros..., os liberaré de todas vuestras inmundicias" (Ez 36,25-29).

El NT vuelve a usar, profundizándolo, este mismo simbolismo: Jesús dirá a la samaritana: "el agua que yo le daré será en él un manantial que salte hasta la vida eterna" (Jn 4,14); y el mismo Juan, en el Apocalipsis, haciendo eco a Ezequiel, describe al Cordero que guía a los salvados "a las fuentes de las aguas de la vida" (7,17). El simbolismo de la inmersión, que en el contexto veterotestamentario se había desarrollado a partir de las purificaciones rituales hasta llegar al bautismo de Juan "como bautismo de penitencia para la remisión de los pecados" (Lc 3,3), es vinculado al fuego del Espíritu: "El que no nace de agua y de espíritu no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3,5; según el dicho .del Bautista, Jesús "bautizará con Espíritu Santo y fuego": Lc 3,16). Es evidente que en el NT interesa no tanto el elemento agua cuanto el baño. Este se desarrollará sobre todo en Pablo (en cumplimiento del mandato de Jesús: Mt 28,19 y Mc 16,16), que presenta el bautismo estrechamente unido a la muerte y resurrección de Cristo, reproducida y representada por él: la inmersión corresponde a la colocación en el sepulcro, la emersión a la resurrección. "Fuimos, pues, sepultados juntamente con él por el bautismo en la muerte, para que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida" (Rom 6,4s).

Desde las abluciones rituales de los esenios o desde el mismo bautismo de Juan hasta el bautismo cristiano, el camino es enorme: el bautismo es único, el gesto se ha enriquecido de tal manera que la atención se ha concentrado más en los contenidos y significados que en el gesto material ". Pero los padres, para explicar el bautismo, partirán siempre de la primera página del Génesis, repasando toda la tipología de las aguas, para no perder nada de su riqueza simbólica y que el gesto no resulte incomprensible La prehistoria del bautismo, a partir de las religiones y recorriendo el AT, persigue el mismo fin, aunque a diverso nivel.

La institución del bautismo por Cristo no tiene, pues, nada de arbitrario —y, por tanto, el signo no es artificial—, sino que se inserta en un contexto amplísimo y en su culminación. El agua que precede a la creación es necesaria para la recreación; coloca en un estado nuevo y causa un nuevo nacimiento,pero que ahora es definitivo, escatológico (cf Jn 19,30: el agua que mana del costado de Cristo da origen a los sacramentos).

3. EL AGUA EN LA LITURGIA. El agua significa también la eficacia de la sangre redentora de Cristo, comparada con un agua que lava; la iglesia ha llegado a ser esposa de Cristo —se dice en la fiesta bautismal de la epifanía— a través del agua del Jordán (alusión a un rito nupcial oriental que usaba la aspersión). Tertuliano dice que el agua es sede del Espíritu divino; a ella se le mandó que produjese todos los vivientes; en la creación misma del hombre Dios hizo uso del agua (aunque quien le proporcionó la sustancia fue la tierra) a fin de llevar su obra a la culminación, para que nosotros no nos extrañásemos cuando un día ella produjese la vida en el bautismo. "Toda agua natural adquiere, pues, gracias a la antigua prerrogativa de que fue adornada en su origen, la virtud santificante del sacramento, con tal que Dios sea invocado con este fin" (De baptismo III-Y: PL 1,120s). Cirilo de Jerusalén mira hacia la fuente bautismal como hacia la tumba y el seno materno (Catequesis PPC [19851 II, 4: PG 33,1080; cf Juan Crisóstomo, In Iohannem 25,2: PG 59,151).

La bajada del catecúmeno a la fuente bautismal es comparada también con la bajada de Cristo a los infiernos y su lucha con el demonio: el gesto se dramatiza por referencia a la lucha con el elemento diabólico 15. El pez proporciona un fácil simbolismo del neófito (= nueva planta), mientras que Cristo es el Iktús (= pez; las letras significan Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador) El espíritu de Dios que aleteaba sobre las aguas primordiales para fecundarlas, se traduce en el poder divino apropiado al Espíritu Santo.

Históricamente, la oración previa al bautismo se convierte poco a poco en una epíclesis para la bendición de las aguas, a pesar de que toda agua natural es considerada materia apta para el bautismo: los orientales han atribuido siempre una gran importancia a esta consagración (recuérdese la gran plegaria bizantina para la bendición de las aguas en la fiesta de la epifanía); los occidentales, siguiendo sobre todo a san Agustín y a santo Tomás, insisten más en el signo. La oración de bendición de las aguas bautismales, a pesar de lo reducida que se encuentra actualmente en el MR en la vigilia pascual, sigue siendo un memorial-epíclesis: memorial, en cuanto que resume brevemente la tipología bíblica del agua; epíclesis, porque invoca, por medio de la bajada del Espíritu, la gracia salvífica de Cristo para los candidatos al bautismo ".

Además del uso del agua en el bautismo, la liturgia conoce también otras formas de usarla, con significados variados, pero derivados siempre del bautismo: entre ellos, el agua lustral para las aspersiones (recordemos el "Rito para la bendición del agua y aspersión con el agua bendita", en el apéndice del MR)'"; igualmente, también en el MR, en la vigilia pascual, la oración de "bendición del agua lustral"; el agua, usada como bebida que se mezcla en el cáliz con el vino, en la celebración eucarística (MR, Ordo Missae, preparación de los dones); el agua con la que, en el rito de las exequias, se asperja el cadáver y el lugar de su colocación en el cementerio (OE, nn. 10; 32s; 47; 53; 71; RE, nn. 44; 51; 52; 57; 89; 91; 97); el rito de la bendición y de la aspersión del agua en la dedicación de la iglesia o del altar (ODEA,c. II, nn. 48-50; c. V, 10-13; RDI, n. 11 b, p. 27; pp. 41-42; 59-61; 86-88; 102-104; 112). Del estudio de los formularios de los ritos citados —a los que remitimos— emerge una riqueza teológica que no puede olvidarse en la catequesis litúrgica.

4. LA LUZ Y EL FUEGO. Para simplificar y evitar repeticiones, estudiaremos conjuntamente la luz y el fuego: aunque se trata de objetos distintos, sus significados son afines. En efecto, mientras la luz aparece como un primer aspecto del mundo informal, el fuego es ya una fuerza en acto, que encontramos como fuego ordinario, pero también como fulgor en el astro solar. Para la liturgia interesa más el fuego; aunque no es materia sacramental, ya que pertenece sólo al contorno de la celebración, pondremos de relieve su frecuente uso y su rica semántica.

5. EL SIMBOLISMO DE LA LUZ. Las consideraciones antropológicas no pueden menos de tener en cuenta la biblia como referencia última e instancia de confrontación para una verificación de nuestra investigación; a este fin, el trasfondo de la primera página de la biblia es ineludible. La luz aparece allí como la primera de las criaturas, a pesar de que la separación de la luz y las tinieblas (Gén 1,5) nos hace sospechar que la oscuridad del caos oceánico se consideraba un poco como dualidad en relación con la luz, con la que originariamente estaba entremezclada.

De todos modos, la luz aparece como lo que "hace ser" a las cosas, y sin la cual las cosas son "como si no existieran". En relación con el hombre, esto tiene un significado importante: a nosotros no nos interesa la presencia física de los objetos si éstos no están de algúnmodo relacionados con nosotros. La ausencia de la luz hace que las cosas desaparezcan y la relación deje de darse. La aparición gradual y progresiva de la luz al amanecer, en cambio, primero hace que las formas emerjan; a medida que la luz va creciendo, éstas se perfilan en dimensiones y profundidad; a continuación adquieren color y esplendor y, finalmente, movimiento y vida. Sólo entonces está todo dispuesto para la aparición del hombre. La primera página del Génesis tiene para nosotros un significado antropológico indiscutible; se trata de una experiencia que estamos llamados a repetir cada mañana ayudados por la oración de laudes.

La irradiación de la luz se convierte así en ordenamiento del cosmos; es la fuerza fecundante uránica que, además de ser condición para la existencia, lo es también para la vida misma. Y como la luz no tiene existencia en sí misma, el proceso de solarización será directo y espontáneo; por eso la luz aparecerá con frecuencia como una hierofanía (manifestación de lo sagrado) o una cratofanía (manifestación de la fuerza divina). En sentido analógico, mientras las tinieblas son corolariamente símbolo del mal, de la infelicidad, de la perdición y de la muerte, la luz exalta lo que es bello y bueno, lo que es iluminación, conocimiento y sabiduría. "Venir a la luz" significa nacer; "ver claro" equivale a comprender; "iluminarse" es abrirse, expandirse, destaparse; "recibir la luz" quiere decir iniciación y transfiguración.

6. EL TEMA BÍBLICO DE LA LUZ. El tema de la luz, a lo largo de toda la biblia, se encuentra conexo con los de gloria, fuego divino, iluminación. Podemos considerar una inclusión el hecho de que la primera página de la Escritura evidencie el tema de la luz al igual que las últimas del Apocalipsis. La biblia desmitifica tanto la luz como los medios que la transmiten o producen (sol, luna, estrellas, cielo, arco iris); luz y tinieblas son instrumentos a las órdenes de Dios. Como vida y muerte, luz y tinieblas no se cristalizan en una metafísica dualista. Son entendidas sobre todo en sentido figurado para expresar, de manera simbólica, la relación salvífica Dios-hombre.

Dios es luz (cf Sal 27,1; Is 9,1) en la iconografía, el oro representa a la divinidad, que se difunde como gloria. La ley y la palabra que vienen de Dios son luz para el hombre (cf Sal 118,105; Is 2,3-5). Jesús es la luz del mundo (Jn 8,12; 9,5); el que cree, se convierte él mismo en luz (Mt 5,14), como reflejo de la luz de Cristo (2 Cor 4,6). Una vida inspirada por la fe es un "caminar en la luz" (1 Jn 2,8-I1); en conexión con los dos caminos, los hombres se dividen en hijos de la luz e hijos de las tinieblas. El símbolo niceno-constantinopolitano dirá que Cristo es lumen de lumine. La transfiguración de Jesús, manifestación de su filiación divina, es una anticipación de la gloria pascual que ilumina a los creyentes.

No es éste el lugar de desarrollar un tema tan amplio, que tiene más que ver con la teología bíblica que con el simbolismo litúrgico; la patrística, recogiendo estas riquezas, las comunicará a la cultura cristiana, cuya expresión es la liturgia. En esta línea podemos hacer ya algunas anticipaciones. El bautismo es llamado iluminación (illuminandi son los bautizandos); de esta manera se subraya que la fe es la luz con la que el creyente se abre al misterio de Dios, superando y venciendo las tinieblas del error y del pecado. En Oriente la epifanía in sancta lumina es día bautismal, en el que se conmemora el bautismo de Cristo evocando la teofanía del Jordán. En la antigüedad el rito bautismal se dramatizaba con la renuncia a Satanás pronunciada mirando hacia occidente (morada de las tinieblas) y con las promesas-compromiso enunciadas de cara al oriente (de donde nace el sol). A este tema son muy sensibles las liturgias -> orientales y, por su influjo, la mística de la luz y la teoría de la divinización (recuérdese a Evagrio Póntico y Gregorio Palamas); también el Occidente medieval, aunque con sensibilidad diversa, recorrería estos senderos (santa Mechitilde, santa Hildegarda, Ruysbroec, etc.)..

7. EL SIMBOLISMO DEL FUEGO. Unido al tema de la luz, del que es una prolongación material, reconocido por los antiguos como uno de los cuatro elementos del mundo, el fuego aparece como principio activo. A veces se opone al agua, si bien —como veremos— tiene algunos valores en común con ella. Sus propiedades son sobre todo una cierta inmaterialidad o espiritualidad, por lo cual parece que se acerca a Dios. Por su ambivalencia, el fuego tendrá también dos orígenes: uno celeste y positivo (expresado por la elevación de la llama hacia lo alto) y otro subterráneo e infernal, como instrumento de muerte. Otros mitos apuntan, por el contrario, hacia un origen celeste y un destino terrestre; los mitos de Prometeo (que roba el fuego a los dioses) y el de Lucifer (precipitado de los cielos a las entrañas de la tierra) estarían en esta línea. Sus virtualidades son la purificación y la regeneración; en este sentido es complementario del agua, como su principio antagonista (yin y yang en la sabiduría china). Los ritos de purificación con el fuego son conocidos: baste recordar los incendios de los campos, que preparan un mantillo verde de naturaleza viva; el crisol donde se purifican los metales en estado de fusión; el calor del sol, que transforma el agua terrestre impura en agua celeste, pura y fecundante; las ordalías con fuego, etc. La combustión lleva las cosas al estado sutil, liberándolas de sus implicaciones groseras; en la ofrenda sacrificial, quemar la víctima no significa destruirla, sino transformarla y reducirla a la inmaterialidad, para que así pueda subir al cielo y ser agradable a Dios; la cremación, en su aspecto positivo, es un rito de espiritualización y sublimación. Por eso el fuego, que quema y consume, tiene virtualidades generadoras más poderosas que el agua (mejor si estos elementos se usan juntos: per aquam et ignem).

En sentido traslaticio, el fuego representa el amor, el fervor interior, las pasiones localizadas en el corazón; éstas pueden ser sublimadas o pervertidas, según la dirección que tomen, es decir, según que sean dominadas por el espíritu o no. Como el fuego material puede destruir y devorar, así el fuego de las pasiones puede llevar al odio, a la guerra, a la destrucción; puede tener toda la gama de características divinas y demoníacas.

8. EL TEMA BÍBLICO DEL FUEGO. La biblia no diviniza al fuego; éste tiene solamente valor de signo. Dios elige manifestarse en forma de fuego —como elemento inmaterial y no circunscribible , pero siempre durante un diálogo personal. El fuego, por otra parte, no es el único símbolo de la presencia y de la acción de Dios en el mundo (cf 1 Re 19,12). Es expresión de la santidad y de la trascendencia, y por lo mismo de su gloria, que atrae, pero provoca temor (mysterium fascinosum et timendum). Las teofanías ígneas indican los momentos más importantes de la revelación de Yavé: entre las más expresivas se encuentran la de la zarza ardiente del Horeb (Ex 3,2ss) 25 y la del Sinaí (Ex 19, I8ss). Son significativas las de las vocaciones proféticas: de Isaías, con la aparición de los serafines (6,16ss), y de Ezequiel, con los animales ígneos (1,1ss); Elías es arrebatado al cielo en un carro de fuego (2 Re 2,11). Las temáticas subyacentes a estas teofanías aparecen como "revelación del Dios vivo y exigencia de pureza del Dios santo" El tema del juicio escatológico, en que el fuego viene a ser castigo sin remedio (en el NT se recurrirá a la imagen de la Gehenna), se repite con frecuencia. En el juicio, el fuego producirá una conflagración irreversible.

En el Apocalipsis los dos aspectos —teofanía y juicio— coexisten: el Hijo del hombre aparece con ojos llameantes (1,4; 19,12); el mar de cristal está mezclado con fuego (15,2); el lago de fuego y de azufre es para el diablo (20,10). "La iglesia vive de este fuego, que inflama el mundo gracias al sacrificio de Cristo"2N. Este fuego, que en pentecostés bajó sobre los discípulos, simboliza al Espíritu, en que son bautizados y por el que son transformados.

9. LA LUZ Y El. FUEGO EN LA LITURGIA. En la liturgia los simboiismos luz-llama e iluminar-arder se encuentran casi siempre juntos. Luces, luminarias, lámparas y candelabros, usados en la liturgia hebrea, pasaron con facilidad a la cristiana por las mismas razones prácticas y con análogo simbolismo, al cual se añade la sugestión de las liturgias descritas en el Apocalipsis.

Se llevan cirios para solemnizar la proclamación del evangelio y para enriquecer el simbolismo del altar; preceden al ministro, que preside en nombre de Cristo; se encienden delante de los iconos y son signos de gozo y de fiesta durante la celebración. Prácticamente se suelen encender cirios siempre que la comunidad se reúne para una celebración, más allá de toda exigencia funcional. Se entrega el cirio encendido al neófito (o a sus padres) en el rito bautismal, después de haberlo encendido en el cirio pascual (ver más adelante). La lámpara que arde y se consume ante la reserva eucarística es signo de adoración y oración. Los cirios encendidos durante las vigilias fúnebres o en el cementerio, además de relacionarse con los temas del cirio pascual, son signo de veneración por el cadáver del difunto. Las procesiones aux flambeaux añaden al simbolismo de la peregrinación el de la vigilancia (cf Mt 25,1-13). En la fiesta de la presentación del Señor en el templo las candelas recuerdan a Cristo, "luz para iluminar a las gentes" (Le 2,32; véanse en el MR los formularios de esta fiesta). Pero los significados son múltiples y se entrecruzan entre ellos.

Entre todos los simbolismos derivados de la luz y del fuego, el cirio pascual es la expresión más fuerte por la riqueza de significados. En su origen se fundan dos hechos: 1) la luz del plenilunio de Nisán, símbolo originario de la salvación pascual '0; 2) el rito del lucernario (antigua costumbre de la bendición vespertina en el momento en que se encienden las lámparas), que es una eucaristía por el don de la luz. El cirio pascual representa a Cristo resucitado, vencedor de las tinieblas y de la muerte, sol que no tiene ocaso. Se enciende con fuego nuevo, producido en completa oscuridad, porque en pascua todo se renueva; a continuación se toma la llama del cirio para encender todas las demás luces.

La tipología de la luz está descrita en el Exsultet (o praeconium paschale o laus cerei): forma una unidad indisoluble con el anuncio de la liberación pascual, anticipada por los acontecimientos prefigurativos y realizada en la resurrección de Cristo. El encender el lumen Christi es, pues, un memorial de la pascua. La trasposición del cirio que ilumina a Cristo —lux in tenebris y lucifer matutinus—, que resucitando iluminó a los hombres, es resaltada en la vigilia nocturna, la celebración más importante que conoce la iglesia. Durante todo el tiempo pascual (y siempre durante los bautismos y las exequias) el cirio estará encendido para indicar la presencia del Resucitado entre los suyos. Toda otra luz que arda con luz natural tendrá un simbolismo derivado, al menos en parte, del cirio pascual, al igual que toda vigilia adquirirá su significado a partir de la vigilia pascual, "madre de todas las vigilias" (san Agustín, Sermo 219: PL 38,1088), de la que constituye una prolongación y una imitación.

Sin embargo, hay que admitir que el simbolismo de la luz natural está un poco en crisis a partir de su suplantación por la luz artificial, permitiendo obtener efectos más vistosos y resultados más funcionales. En la actualidad ciertas expresiones del Exsultet nos resultan retóricas y enfáticas (sin dar aquí un juicio sobre el género literario, extraño a la mentalidad actual). Es un simbolismo que necesita ser repensado. Pero hay que notar que el signo de la luz sigue siendo válido, aunque no vaya unido a determinadas formas, destinadas a cambiar con el tiempo.

El incienso. De por sí este elemento debería entrar en el párrafo III, que trata de los elementos vegetales (en efecto, se prepara con resinas, a las que se añaden esencias perfumadas); lo colocamos aquí porque, en el uso, se quema, haciendo más perceptible el humo que sube del fuego. El incienso, pues, añade al simbolismo del fuego el de la fumigación y del perfume". El humo que sube, semejante a la niebla, es un gesto imitativo: significa el elevarse de la oración hacia el cielo, semejante al gesto de levantar las manos (cf Sal 140,2; también Sal 24,1). Quemar el incienso es un acto de adoración, y equivale al ofrecimiento de un sacrificio. El perfume le añade un elemento gozoso, de agrado y de belleza. Oraciones y sacrificios aceptables para Dios se elevan como perfume suave y agradable, como que él los huela con sus narices: cf Gén 8,21 (y podrían multiplicarse las citas del AT, particularmente del Ex y del Lev; cf también en el Ordo Missae la apología que sigue a la presentación de los dones, que es un eco de la oración de Azarías: Dan 3,39).

Si en el culto de Israel y en las liturgias orientales encontramos frecuentemente el uso del incienso perfumado (thymíama) o también perfumes sin fumigación, el Occidente es menos sensible a este lenguaje. A excepción del bálsamo en el crisma, el uso de perfumes en el rito latino es casi desconocido; nuestro incienso es molesto por el humo. Actualmente ha quedado como rito facultativo, para que las ceremonias se adapten a las culturas; en el ambiente europeo actual es un símbolo en retroceso que ya apenas se entiende. Puede usarse para solemnizar algunos momentos de la celebración eucarística (incensación del altar, del evangelio, de los dones, del presidente y de la asamblea: evidentes alusiones al honor debido a la presencia de Cristo), en el rito de las exequias, en la adoración eucarística, en las procesiones, para honrar una imagen sagrada o un elemento sobre el que se recita una bendición

Mencionemos todavía el uso del incienso en el rito de la dedicación del altar. Encendiendo sobre la mesa cirios e incienso, se quiere evocar el simbolismo del fuego bíblico que descendió espontáneamente del cielo para consumir las ofrendas, signo de la aceptación divina (cf 2 Crón 7,1; 1 Re 18,38). Las palabras del obispo explican su sentido: recuerda la oración que sube hacia Dios y el perfume de Cristo; el canto que lo acompaña recuerda la liturgia del Apocalipsis en la que el ángel está junto al alta con un incensario de oro (8,3•,) (RDI, pp. 50-52; 68-70; 96-97).

La ceniza. La ceniza es el residuo de la combustión, es decir, lo que queda después de la extinción del fuego. Es también el resto último del cuerpo humane. Por eso significa la muerte y la conciencia de la nulidad de la criatura. Dado que por sus propiedades evoca el polvo del suelo, lleva a pensar que el cuerpo ha salido de la tierra. En efecto, Dios formó a Adán amasando fango ("forma, al hombre deli polvo de la tierna": Gén 2,7): "adán" —según la etimología popular— significa suelo, y es un nombre colectivo que equivale a terrestre.

La expresión usada en el rito de la ceniza en el primer miércoles de cuaresma: "Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás", adquiere un significado de dolor, sufrimiento, llanto, muerte, como consecuencia del pecado y de la fragilidad del hombre. Es un aspecto negativo de la vida humana: alude al retorno casi cíclico a los orígenes. A estos significados se han unido, por cercanía, los de arrepentimiento y penitencia: éstos eran los sentimientos que, particularmente en la edad media, iban vinculados a las diversas prácticas ascéticas penitenciales (dormir sobre cenizra, echarse ceniza en la cabeza, etc.). Cubrirse de ceniza se convierte en una confesión pública de la miseria espiritual a que el pecado ha reducido al hombre, a fin de obtener el perdón°.


III. Elementos vegetales o agrícolas

Se trata de productos de la tierra en los que el hombre ha intervenido ya, de manera más o menos activa, y que tienen un papel importante tanto en la vida cotidiana como en la sacramental: ésta acoge el simbolismo natural y lo carga de significados y valores análogos espirituales hasta convertirlos en instrumento y vehículo de santificación, es decir, en verdadera materia sacramental.

1. EL ACEITE. EL SIMBOLISMO DEL OLIVO Y DEL ACEITE. El olivo, árbol típico del paisaje mediterráneo, se adapta a la tierra árida y sedienta; su tronco retorcido y nudoso lo muestra resistente y longevo. En la biblia aparece como símbolo de paz y alianza (cf Gén 8,11; Jue 9,8ss). Su valor religioso, en correspondencia con su importancia alimenticia en el área mediterránea, se manifiesta en varias formas. Atenas alcanzó la función de polis de Grecia dando el olivo; la corona de olivo era el premio de los juegos olímpicos; los romanos lo usaban en las ceremonias lustrales; en el uso cristiano los ramos de olivo consiguieron sustituir a los de palma.

El domingo da pasión o de las palmas la procesión conmemora la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (simbolismo derivado de la fiesta hebrea de las tiendas, como preanuncio de la resurrección). Llevar en procesión los ramos, aclamar festivamente al Señor, salir a su encuentro, cantar hosanna al mesías que viene como rey humilde y manso (cf Zac 5, 9; Sal 117,19ss.25-27), significa participar en su misterio de pasión y de gloria. Los ramos bendecidos se llevan a las casas como signo de bendición y de protección divina.

El aceite es el jugo vital del olivo, cuyas virtualidades contiene en plenitud. Constituye uno de los productos más necesarios para el hombre, tanto en su vida doméstica como en los diversos sectores de su vida laboral. Su utilización ha sufrido varios cambios a lo largo del tiempo, pero no ha perdido importancia: en la actualidad conocemos, además de los numerosos tipos de aceites vegetales, también los minerales (el uso de éstos en la industria crece constantemente). En cambio, ya casi no se usa para iluminación ni con fines medicinales (al menos directamente). Sus múltiples propiedades le confieren un simbolismo polivalente: por su viscosidad penetra e impregna en profundidad, sin evaporarse después; lubrifica, tiene consistencia oleosa; mejora la calidad de las comidas; extendido sobre la piel, por su color solar, le confiere belleza, esplendor y agilidad; mezclado con esencias, se convierte en perfume.

ME QUEDO

2. Uso Y SIGNIFICADO DEL ACEITE EN EL MUNO BÍBLICO. Juntamente con el trigo y el vino, es uno de los elemento esenciales con que Dios sacia a su pueeblo: de hecho, la tierra prometida es rica en olivos. Es presentado como una bendición divina, que habla de prosperidad y abundancia. Derramar aceite perfumado sobre la cabeza es signo de honor y de fiesta; incluso los cadáveres son ungidos con aromas para preservarlos lo más posible de la corrupción. Las principales unciones de que habla el AT son las consagraciones: además de la consagración del altar (Ex 29,36s; 30,22-29), encontramos la de los reyes (1 Sam 10, l; I6,12s; 1 Re 1,39), de los sumos sacerdotes (Ex 29,7.30-33) y del profeta Eliseo (1 Re 19,16: unción que probablemente nunca se realizó). Con la unción una persona queda "puesta aparte" e introducida en la esfera de lo divino para un servicio extraordinario y sagrado. El ungido por antonomasia en hebreo es el Mesías, que se traduce al griego por Cristo: en él se concentraron los poderes reales, sacerdotales y proféticos. Por eso la unción asumirá un significado espiritual, en efecto, la unción profética proviene directamente de Dios (Is 16,1, citado por L 4,18). El bautismo de Cristo en el Jordán es el equivalente de esta unción (Mc 1,9-11 y par). En el bautismo el cristiano recibe el sello = unción del Espíritu) mediante la incorporación a Cristo ". Al igual que Cristo se ofreció a Dios "en sacrificio de agradable olor" (Ef 5,2), así el cristiano debe difundir el perfume de Cristo" (2 Cor 2,14-17 , viviendo su vida como una liturgia.,

3. LAS UNCIONES EN LA LITURGIA. El proceso de espiritualización, realizado en un primer momento por la corriente profética y posteriormente por el NT, no tuvo mucha aceptación ulterior; muy pronto, por parte de todas las lglesias, se pasó del simple gesto epiclético de la imposición de las manos al rito mixto (imposición y unción) hasta hacer prevalecer este último como gesto esencial. Todavía el actual RE resuelve el problema con el arreglo de colocar unción e imposición de manos al mismo nivel.l

"La misa crismal —dice c RBO (= Ritual de la bendición del óleo de los catecúmenos y enfermo y de la consagración del crisma [liedición castellana se encuentra en el Ritual de Ordenes, pp. 205-220—que el obispo concelebra con los presbíteros provenientes de las distintas regiones de la diócesis y en la que consagra el santo crisma y bendice los restantes óleos, ha de ser tenida como una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del obispo y como un signo de la unión estrecha de los presbíteros con él. Con el crisma consagrado por el obispo son ungidos los nuevos bautizados y son signados los que reciben la confirmación. Con el óleo de los catecúmenos se preparan y disponen para el bautismo los mismos catecúmenos. Con el óleo de los enfermos, éstos son aliviados en sus enfermedades".

En esta síntesis tenemos las principales indicaciones sobre el uso del aceite en la liturgia: 1) la importancia de la bendición episcopal, con la que el obispo, en la iglesia local, aparece como punto de referencia –además de por la celebración de la eucaristía-- también del término de la iniciación cristiana 2) la preeminencia del crisma consagrado sobre los demás óleos de bendición; 3) la referencia del óleo de los enfermos al sacramento de la unción de enfermos".

En la descripción del RBO y en los respectivos formularios de bendición y consagración los significados de las unciones están distribuidos en tres categorías de ritos: "con el óleo de los catecúmenos se extiende el efecto de los exorcismos" (ib, n. 2), se habla de fortaleza en la lucha de la vida cristiana, a la que los catecúmenos se preparan al recibir el bautismo (ib, p. 215); la unción con el óleo de los enfermos, cuyo uso está atestiguado en la carta de Santiago (5,14-16), confiere a los enfermos el remedio de la enfermedad (ib, n. 2) para que sean aliviados físicamente y les sea restituida la salud (ib, p. 214) 44; la unción con el crisma la encontramos en varias celebraciones; en efecto, el crisma es el óleo consagrado que tiene mayor riqueza de significados: además de ser materia esencial en la confirmación, la unción crismal es rito complementario-explicativo en el bautismo, en las ordenaciones de los obispos (en la cabeza: RO, n. 28) y de los presbíteros (las palmas de las manos: RO, n. 24), en la dedicación de la iglesia y del altar, etc. (RDI, pp. 48-50; 67-68).

EL PAN Y EL VINO. LOS ALIMENTOS Y LAS BEBIDAS PARA EL BANQUETE SAGRADO. Los alimentos y las beebidas sagradas de los cristianos han sido siempre poco numerosos y poco variados; a diferencia de la cena hebrea, nunca han formado parte de ellos las hortalizas. Pero la historia conoce una mayor riqueza que la sumamente reducida hoy en uso (pan, vino, agua). Limitándonos sólo a los alimentos más extendidos, en las cenas sagradas se usaba leche y miel, lacticinios y pescado; la sal nunca se usó en los banquetes, sino solamente en el rito bautismal. Los sacramentos presentan, en los formularios de algunas misas, bendiciones antes de la conclusión del canon (al Per quem haec omnia): aceitunas y aceite, leche y miel (en la antigüedad eran la bebida para los neófitos), las primicias de las habas y de la uva, queso, pan y otras bendiciones más para personas y circunstancias diversas; el nuevo RBO permite, en homenaje a esta tradición, bendecir en este momento el óleo de los enfermos. El olvido progresivo de estos elementos se ha debido a la desaparición de la cena sagrada (eucaristía menor). La cena sagrada no es una simple ofrenda de elementos a Dios, en cuyo honor se consumen: en la manducación los comensales entran en comunión con Dios. Es considerado como una teofagia —porque el alimento pertenece a Dios— en orden a una participación más profunda en la vida divina. Era un banquete realizado en un marco de oración, no organizado para quitar el hambre, reservado a los iniciados.

Esta regresión del banquete sagrado no favoreció en nada la comprensión de la eucaristía en su dimensión convivial: al no tener ya un simbolismo humano al que hacer referencia, la eucaristía llegó a perfilarse exclusivamente como sacrificio. Y al faltar esta ambientación, se sintió la necesidad de crear otra, pero de un tipo muy distinto: el culto eucarístico fuera de la misa.

Al revés que en el caso de los otros elementos estudiados hasta ahora, el pan y el vino los vamos a estudiar conjuntamente, examinándolos sobre todo desde el punto de vista del alimento y en relación más directa con la eucaristía. Nuestro modo de tratarlos tendrá aquí un matiz particular, de tipo preferentemente simbólico; seguiremos el estudio de Rouillard, que se presta bien a nuestro género de análisis, remitiendo a él para su ulterior desarrollo.

a) Hambre, alimento, vida. Hambre y sed son necesidades primordiales del hombre, son signo de que las energías disminuyen y necesitan ser reconstruidas. El alimento da al hombre la fuerza para luchar contra la muerte: tiene el poder de transformar las sustancias contenidas en los alimentos en energía humana. Sin alimento, el hombre está condenado a morir: la alimentación es el precio de la vida. Estas exigencias las siente en la actualidad una gran parte de la humanidad de manera dramática. En la alimentación necesitamos que algo o alguien dé la vida por nosotros; nuestra nutrición se realiza a costa de otros seres vivos sacrificados por nosotros. En sentido figurado, hambre y sed expresan los deseos del hombre: se suele decir hambre de poder, sed de riquezas, de felicidad, de conocimiento; en el ámbito religioso sirven para expresar los anhelos más profundos del corazón del hombre ("tiene mi alma sed de ti", Sal 62,1). En todo acto de nutrición, pues, se da presencia de vida y de muerte, lucha de la vida contra la muerte, sacrificio de una vida en beneficio de otra.

b) El pan y el vino para el hombre. Pan y vino, elementos extendidos en todo el ambiente mediterráneo, no se encuentran directamente en la naturaleza, sino que son el fruto de un trabajo realizado por el hombre y en favor del hombre. Para hacer el pan tiene que pasar al menos el tiempo de una gestación; por eso está tan cargado del simbolismo de la vida humana e implica en sí mismo la imagen de la muerte y de la resurrección (cf Jn 12,24). "Fruto de la tierra y del trabajo del hombre", el pan exige, además, que los muchos granos de que está compuesto (cf Didajé 9,4: imagen de la unidad de la iglesia) sean molidos, amasados, cocidos. Finalmente, tras la intervención de tantas manos, se convierte en el símbolo del trabajo y de la alimentación esencial (ganarse el pan; "con el sudor de tu frente comerás el pan", Gén 3,19.

El simbolismo del vino no es menos rico. El cultivo de la vid requiere un tiempo más largo y sacrificios todavía mayores. A diferencia del pan, el vino se hace exclusivamente para el hombre; le da vigor y vitalidad; por el alcohol evoca (incluso lingüísticamente) al espíritu; bebido con una cierta abundancia, provoca la embriaguez, símbolo del conocimiento de la verdad y de la iniciación en el misterio; crea un clima de alegría y de fiesta, y se convierte en medio de coparticipación y de comunión (beber de la misma copa). Gracias al vino el espíritu del hombre se libera de lo cotidiano y del sufrimiento, y experimenta lo maravilloso, el éxtasis, lo inaccesible y la inmortalidad. Por su color y por su carácter de jugo evoca la sangre y se asocia a la idea de sacrificio de la vida (derramar el vino para una libación es una derivación sustitutiva del derramamiento de la sangre: cf Gén 49,11 y Dt 32,14). Pero el simbolismo es ambivalente: bebido sin medida envilece y degrada al hombre, de modo que el borracho puede realizar los gestos más incontrolados.

Pan y vino juntos son complementarios: el pan responde al hambre, el vino a la sed (aunque la bebida básica del hombre es el agua). El pan es más bien el fruto de la madre tierra; el vino es fruto del sol, sin el cual nada crece; el pan asegura la existencia, el vino traspasa sus límites; el pan es asimilado y transformado, el vino tiene el poder de transformar al hombre, de convertirlo en otro.

Pan y vino juntos expresan, mediante lo sólido y lo líquido, lo cotidiano y la fiesta, y su antítesis es signo de la totalidad. En un simbolismo conjunto concretan el maná (la fuerza vital) de la vegetación y la suma de las fatigas humanas, de las que están impregnados. Su oblación expresa el ofertorio de la vegetación y sintetiza la vida del hombre.

c) La comida. La eucaristía no consiste sólo en el ofrecimiento del pan y del vino acompañado de una alabanza de reconocimiento para con el Creador, sino que es también una comida. Existe una diferencia de grado y de significado entre alimentarse (necesidad biológica) y hacer una comida (acto humano). En ésta se come y se bebe con un cierto orden una serie de alimentos complementarios (según países y culturas). Normalmente, la comida se toma en grupo, como signo de compartir y de amistad; constituye uno de los aspectos celebrativos de la fiesta, en la que intervienen elementos variados, como el placer de comer y beber, la conversación, la alegría. A veces el simbolismo se vuelve tan importante que, en el caso de que no se pueda hacer la comida completa, se reducirá a una bebida; en este caso desaparece la finalidad nutritiva en favor del valor de comunión (en el caso de la eucaristía, ésta se presenta como una comida en la que la riqueza espiritual sobrepasa por completo a la nutritiva).

5. PAN Y VINO EN LA BIBLIA. a) En el AT. Dios preparó pedagógicamente la eucaristía a lo largo de todo el AT; la última cena aparece simultáneamente como prolongación y como nueva edición de la cena pascual: la catequesis evangélica hace referencia a ella y la supone en su texto y contexto.

La comida memorial, el maná, el agua viva y el banquete de la alianza —por limitarnos a las formas más expresivas desde el punto de vista simbólico— ponen en camino hacia esta comprensión. La cena pascual del Ex 12 es el rito fundante de un memorial que cada año reactualiza su eficacia: narración, gestos y elementos se adueñan de una intervención histórica de Dios insertando en ella a todas las generaciones (cf v. 14) en espera de la liberación final. El maná (Ex 16,1-36) no es sólo alimento, sino signo de la presencia eficaz del Señor en medio de su pueblo, al que sostiene y acompaña a lo largo del camino. Con el agua de la roca (Ex 17,1-7) Dios se manifiesta condescendiente y lleno de benevolencia para con las peticiones de su pueblo sediento. Con el maná y con el agua, figuras incompletas de la eucaristía, Dios pone a prueba la fe de Israel, que siempre busca seguridades físicas, para unirlo así en estrecha alianza. El banquete de la antigua alianza (Ex 24,1-11) es una celebración de esponsales, que se ratifican con un doble rito: el de la sangre y el de la comida. La sangre de las víctimas hace al pueblo consanguíneo de Dios, porque una misma sangre significa una misma vida (vv. 4-8). En el banquete, los ancianos entran en comunión de vida con Dios, alimentándose de inmortalidad (vv. 9-11). Estos significados se recogerán en la institución de la eucaristía, que, desde esta preparación, comienza a tener una fisonomía bien definida.

b) Las comidas de Cristo en el evangelio. En el evangelio, las comidas en que Jesús toma parte adquieren un relieve importante, real y simbólico al mismo tiempo. Jesús aprovecha esas ocasiones para manifestar su persona y su misterio; por sí mismas ricas de significados humanos, en ellas aparecen alusiones a la eucaristía, de la que constituyen una preparación y un esbozo. Los evangelistas, que escriben cuando ya hace décadas que la iglesia celebra la eucaristía, proponen una lectura eucarística de las comidas del Señor.

Las comidas prepascuales. Cuando Jesús es invitado a la mesa, nunca va con las manos vacías: lo que los convidados esperan de la comida, es él mismo quien lo da, pero a nivel más profundo. Narradas intencionalmente por los evangelistas, esas comidas se convierten en una catequesis introductoria a la eucaristía y, al mismo tiempo, son ya momentos sacramentales, a través de los cuales Cristo comunica la salvación. En la comida en casa de Mateo, en vez de ser recibido, es él mismo quien recibe a los publicanos --los excluidos-- y los introduce en la comunidad de los discípulos (Mt 9,9-13); el banquete en casa de Simón el fariseo se convierte en el tiempo del perdón de los pecados y el lugar en que los convidados revelan su identidad (Le 7,36-50); invitado en casa de Marta y María, da a entender que él no viene a recibir, sino a dar, y que, para acogerlo, hay que liberarse de preocupaciones y ponerse a la escucha (Le 10,38-42); la comida del sábado en casa del fariseo, además de incluir una relación con la curación, es una enseñanza parabólica para mostrar que Cristo sacia toda hambre (Le 14,1-6); autoinvitándose a comer en casa de Zaqueo, Jesús viene como portador de la salvación (Le 19,1-10); la unción en Betania resulta una celebración simbólica ante litteram de su muerte y resurrección (Mt 26,6-13; Mc 14,3-9; Jn 12,1-I1); en las bodas de Caná, Jesús deja entreverel misterio de su pasión y de su gloria (Jn 2,1-14). Estas anticipaciones eucarísticas son el complemento de lo que la narración de la institución y de la multipliciación de la panes supondrán ya adquirido.

Las narraciones de las multiplicaciones de panes (Mt 14,13-21; Mc 6,30-44; Lc 9,10-17; Jn 6,1-15; Mt 15,32-39; Mc 8,1-10) hacen referencia al Exodo, del que reciben su significado, pero se colocan en la perspectiva de la institución eucarística y de la abundancia del festín escatológico. Describen los gestos de Jesús en términos rubricales, acentuando el paralelismo entre bendición-distribución de los panes y la última cena (tomar, bendecir, partir, distribuir). Juan, en el capítulo 6, hará seguir inmediatamente después de la narración una catequesis sobre el pan de vida.

Las comidas del Resucitado. Es sorprendente cómo en las rápidas páginas que los evangelistas dedican al breve lapso de tiempo entre la resurrección y la última aparición de Cristo a los discípulos, las narraciones de comidas del Resucitado ocupan un espacio excepcionalmente llamativo. Tienen sólo la función de confirmar la fe vacilante de los discípulos, convenciéndolos de la realidad de la resurrección; pero quiere mostrar también que el Señor glorioso se hace presente entre los discípulos, principalmente bajo los signos de la comida, que es el sacramento de su presencia". Pedro afirmará que los apóstoles son testigos de la resurrección de Jesús porque han "comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos" (He 10,4s). Al reunirse para la fracción del pan, la iglesia primitiva tenía conciencia de reunirse en torno al Resucitado, de tomar en alimento sus dones, en lagozosa espera del banquete escatológico.

Hagamos solamente una alusión a la institución eucarística [I Eucaristía]. En el curso de la última cena Jesús da su cuerpo y su sangre bajo los signos de pan y de vino; usando el elemento común, remite a la cena pascual de los hebreos, dándole una nueva versión. Igual que en Ex 12,14, renueva el mandato de hacer una comida memorial como rito perenne; quiere vincular el recuerdo de su muerte-resurrección y comunicar la salvación a los signos de una comida.

6. INDICACIONES HISTÓRICAS ACERCA DEL USO DEL PAN Y DEL VINO EN OCCIDENTE PARA LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA. Pan y vino constituyen la ofrenda para el sacrificio y son los alimentos para el banquete de la iglesia. Históricamente, en el paso de la fractio panis —en pequeños grupos en las casas— a las reuniones de asambleas numerosas en lugares funcionales para el culto, comenzó a esfumarse la dimensión convivial. Cuando se comenzó a construir los altares (nótese que el nombre no se usa nunca en el NT hablando del culto cristiano), la apologética ya no se atrevió a seguir afirmando que los cristianos no tienen altar: los padres exaltarán el simbolismo del altar de piedra, figura de Cristo, piedra fundamental. Pero el altar es la mesa de los dioses, no de los hombres, y expresa el culto sacrificial (altar y sacrificio se exigen mutuamente), no el convite: ¡es una regresión que acerca el altar cristiano al ara pagana o al altar del templo hebreo, aunque lleve siquiera una característica propia, el mantel! El cambio del nombre y del objeto son signo y consecuencia de que la doctrina y la praxis han dado un giro.

No sólo el lugar, sino también el paso de la celebración vespertina a la matutina trajo consigo consecuencias en el modo de vivir la eucaristía. El ideal de celebrar la cena eucarística durante la vigilia cayó muy pronto. Reunirse para un convite al comienzo del día, o también a lo largo de la mañana, no da idea de una cena y no ayuda a comprender la dimensión festiva del banquete. Por la mañana se celebra la resurrección; la iglesia continuó celebrando la eucaristía por la mañana, debido al condicionamiento de una rígida ley del ayuno eucarístico, incluso cuando la eucaristía era considerada in primis como el memorial de la pasión y la referencia a la resurrección había desaparecido.

Probablemente Jesús instituyó la eucaristía usando pan ácimo, como era la costumbre en la cena pascual; pero esto no se consideró como hecho relevante, porque en los primeros siglos los cristianos llevaban a la misa —y en Oriente todavía lo hacen— el pan ordinario. Más tarde se comenzó a confeccionar expresamente el pan para la liturgia (en forma de corona, con el monograma de Cristo grabado): un gesto que expresaba la piedad, pero que cargaba el pan eucarístico de simbolismos secundarios, en perjuicio de su significado fundamental.

A partir del s. Ix, en Occidente la devoción al Santísimo Sacramento extendió progresivamente el uso del pan ácimo, totalmente distinto del pan usual en la vida cotidiana; estos panes, que se llamaban hostias (del latín hostia), intentan significar la víctima del sacrificio. Modificando las apariencias y el uso del signo, se modifica también su significado, ya muy empobrecido. Al mismo tiempo, pierde su valor el rito de la fracción (se confeccionan las partículas), y lacomunión —si es que se sigue practicando— se da sólo como pan. El lenguaje de los signos —ya casi mutilado— será cada vez menos expresivo: causa y efecto de una teología eucarística incapaz de expresar la riqueza de la tipología bíblica.

El "antidoron ". En la antigua liturgia latina se llamaba eulogia al pan ofrecido por los fieles para la celebración eucarística, que no se consagraba porque sobraba de la cantidad necesaria para la comunión: sobre él se hacía una bendición y se distribuía al final del rito. Esta costumbre, que sobrevivió en Occidente de diversas maneras a lo largo de la edad media (y en algunos lugares, en determinadas circunstancias folclóricas, hasta nuestros días), se ha conservado entre los bizantinos, que le llaman antidoron (= compensación) y lo distribuyen a los participantes que no han recibido la comunión eucarística.


IV. Conclusión: Problemática actual

1. LA VERDAD DE LOS SIGNOS. La reforma litúrgica del Vat. II ha intentado revalorizar los signos y ha indicado un camino en esta dirección; la antropología, por su parte, estimula hacia un esfuerzo de autentificación de los mismos. Es indudable que la materia en la praxis ritual actual adolece de reduccionismo, ya que se la emplea al mínimo para asegurar la validez jurídica. Todo el razonamiento que hemos venido haciendo resulta un vaniloquio y corre el riesgo de parecer pura exageración si el uso que se hace de los elementos naturales es mortecino. Con frecuencia los signos corren el riesgo de no ser percibidos. ¿Cómo responde a la teología de la inmersión en Cristo el bautismo realizado con un poco de agua derramada sobre la cabeza? ¿O cómo se puede llamar banquete-convite-comida a una eucaristía en la que los laicos comulgan solamente con una sutil hostia blanca, o cuando se celebra en un altar que no tiene casi nada de mesa y con un tipo de celebración de la que ha desaparecido casi por completo la dimensión convivial? Hace falta una gran perspicacia para captar el simbolismo de que se sirven los sacramentos; y la situación es además agravada por un formalismo ritual que actúa de modo material, con frecuencia más preocupado de administrar que de celebrar los sacramentos. En el ámbito sacramental no basta con atenerse a la ortodoxia; hace falta también ortopraxis: a las palabras y a los gestos deben responder también las cosas para que se salve el equilibrio de la celebración fig. El paso del latín a la lengua hablada en la liturgia corre el riesgo de ponerla en crisis si el lenguaje no es significativo en toda su complejidad hasta el punto de suscitar y expresar adecuadamente la fe. Este esfuerzo no será pequeño y exigirá búsqueda y experimentación.

2. LA ADAPTACIÓN DE LOS SIGNOS. Este análisis nos ha mostrado una vez más lo necesarios que son los elementos naturales a la liturgia por su fuerte poder evocativo, con tal de que formen parte de la cultura popular. Pero existe una diferencia fundamental entre los elementos cósmicos y los vegetales o agrícolas: los primeros son válidos para todos los hombres de cualquier lugar y tiempo (aunque pueden variar parcialmente de significado según costumbres); los segundos van vinculados a las regiones donde se cultivan y usan. Además, un símbolo agrario en una civilización urbana resulta debilitado y corre el riesgo de convertirse en algo artificial; en un ambiente en que no es conocido, por ser exótico o espúreo, no tiene ningún significado, no puede ser entendido, y hay que preguntarse necesariamente en qué medida podrá ser vehículo o expresión de la fe.

En estos años se han realizado estudios y experimentaciones, particularmente en relación con los elementos eucarísticos, para ver hasta qué punto pan y vino son vinculantes para la eucaristía ". El problema es si Cristo, al instituir la eucaristía, quiso vincularla a dichos elementos o si el acento debe ponerse solamente en el signo de comida. Pero en este segundo caso hay que tener presente que, una vez admitidos otros alimentos, caería una parte notable del simbolismo, que en la biblia ha tenido un desarrollo tan amplio, hasta hacer del pan y el vino (y también del trigo y de la vid) theologoumena. No vamos a afrontar este tema. Pero queremos indicar que un paso notable y significativo ya se ha dado en los nuevos Ordo allí donde se admite el uso de otros aceites vegetales distintos del tiadicional de oliva (RBO n. 3; OUI [RUE] n. 20). La biblia habla siempre del olivo y de su fruto porque no conoce otras costumbres y países: de este árbol y de su fruto ha desarrollado una amplia temática, que en parte desaparece cuando se usan otros aceites. Es evidente que la decisión que hemos mencionado es atrevida e innovadora y abre el camino a nuevas iniciativas de resolver el difícil problema de los elementos eucarísticos, y de una inculturación del evangelio en los territorios de misión.

3. PARA UNA PEDAGOGÍA DEL SIGNO. En una civilización urbana es necesaria una pedagogía del signo: la gente de ciudad está casi desgajada de la naturaleza y se relaciona pobremente con los elementos naturales. Es diversa la sensibilidad del campesino, que está inmerso en la naturaleza, de la del ciudadano, que vive en un mundo artificial y sofisticado. Sin embargo, el cosmos sigue siendo el fundamento para la vida de todo hombre y de toda civilización, aunque sea con valor distinto. La catequesis y la expresión litúrgica deben repensar la materia sacramental y su uso, de manera que el simbolismo esté más en consonancia con la mentalidad de la gente. La liturgia se convierte así en un eco y una revalorización de los arquetipos, en una promoción de los valores humanizantes, y por ello liberadores de la alienación casi impuesta por un progreso que frecuentemente obliga a sacrificar los valores más genuinos. El redescubrimiento del lenguaje simbólico oxigena una cultura que está hecha de funcionalismo pragmatista, en el que la gratuidad, la estética, la poesía y la fantasía tienen dificultad para encontrar un lugar.

Como los signos, a pesar de ser valores notables, requieren una integración cultural, así también su comprensión —ya a nivel humano— exige una pedagogía; particularmente los símbolos, a los que va anejo un acontecimiento revelado, requieren catequesis y formación para que se los pueda percibir como salvíficos. Para que la catequesis de los sacramentos no se embarque en un lenguaje abstracto, es necesario que se preste atención al signo y al rito y, como punto de partida, al elemento natural —cuando lo hay— por su visibilidad.

4. CREAR NUEVOS SIGNOS. Parece que en el esfuerzo por la recuperación de signos la nueva cultura, que para nosotros, los occidentales, está fuertemente condicionada por la vida urbana, debe buscar nuevos signos que estén de acuerdo con la nueva mentalidad: algunos signos están desvirtuados hace tiempo; otros están en crisis. Pero el hombre, animal simbólico, adecua constantemente su lenguaje a las nuevas situaciones: surgen ritos laicos, símbolos adecuados a las nuevas condiciones de vida (piénsese en el ritual de los cortejos que desfilan por las calles de nuestras ciudades). Es natural que la liturgia tenga la exigencia de realzar los elementos de nuestra vida ordinaria que están abiertos a una consideración cristiana. Ejemplificar es difícil; para no salirnos del ámbito de los elementos vegetales, se pueden recordar las flores y los otros objetos que se suelen llevar como regalos, o cuanto se usa para adornar y decorar el altar y la iglesia. Su uso podría ser menos accesorio y más vinculado con la celebración de los sacramentos. Los diversos Ordo animan a las conferencias episcopales a que adopten las costumbres ya existentes en las diversas naciones y que puedan servir a una expresión cultual en que los participantes queden más implicados.

5. LA NATURALEZA, LUGAR DE REFERENCIA PARA EL DIÁLOGO SALVÍFICO. La materia sacramental es algo que emerge del universo: la naturaleza, dice Baudelaire, es un bosque de signos. Uno de los valores primarios del AT, a pesar de la distancia de milenios y de la mentalidad semítica, es que éste, más que referirse a conceptos —vinculados a una cultura— se sitúa en el mundo de la naturaleza. La biblia, antes de ser un mensaje religioso, es una palabra dirigida en lenguaje humano a hombres en situación existencial. Basta recorrer los temas de un diccionario bíblico para tocar con la mano el realismo del lenguaje de Dios: se habla de la familia y del trabajo, de los problemas de todos, de la ciudad y del campo, de la vida y de las cosechas, cosas en las que los hombres están siempre implicados. Aquí se injerta la historia de la salvación. La naturaleza sigue siendo, pues, a pesar de la evolución de la historia, el elemento base en que los hombres coinciden para entenderse: en nuestro caso, para entrar en el mundo sacramental necesitamos remitirnos al cosmos y a su relación con el hombre, como a un ámbito o a un marco de referencia. Los temas naturales deben formar parte ya de la precatequesis; y hemos de volver a la teología simbólica para la comprensión de los sacramentos (que se encuentran en el centro del mundo litúrgico). Es necesario que el hombre vuelva a pacificarse con el universo para que el cristiano se reconcilie con los sacramentos de la iglesia.

S. Rosso

BIBLIOGRAFÍA: Agrelo S., Algunos precedentes culturales de la simbología cristiana de la luz, en "Antonianum" 47 (1972) 96-121; Simbología de la luz en el Sacramentario Veronense, ib, 50 (1975) 5-123; Aldazábal J., Gestos y símbolos, 2 vols., "Dossiers del CPL" 24-25, Barcelona 1984; Bouyer L., El rito y el hombre. Sacralidad natural y liturgia, Estela, Barcelona 1967; Castro Cubells C., El sentido religioso de la liturgia, Guadarrama, Madrid 1964; Dussel E., El pan de la celebración, signo comunitario de justicia, en "Concilium" 172 (1982) 236-249; Eliade M., Tratado de historia de las religiones, 2 vols., Cristiandad, Madrid 1973; Forcadell A.M., El incienso en la liturgia cristiana, en "Liturgia" 10 (1955) 219-225; Guardini R., Los signos sagrados, Editorial Litúrgica Española, Barcelona 1957; Martimort A.G., Los signos de la Nueva Alianza, Sígueme, Salamanca 19675; Verheul A., Introducción a la liturgia, Herder, Barcelona 1967; Vogel C., Símbolos culturales cristianos: alimentos y bebidas, en "Concilium" 152 (1980) 245-250. Véase también la bibliografía de Antropología cultural, Sagrado y Signo/Símbolo.