CELEBRACIONES DE LA PALABRA
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SUMARIO: I. Introducción - II. El don de la palabra de Dios: 1. Cristo, presente en la palabra; 2. El Espíritu Santo, exegeta de la palabra; 3. La iglesia, criatura y servidora de la palabra - III. La palabra de Dios en la celebración litúrgica: 1. La palabra de Dios en la liturgia; 2. Palabra de Dios y sacramento; 3. Palabra de Dios y sacrificio - IV. Las celebraciones de la palabra: 1. Un acontecimiento litúrgico; 2. La dinámica celebrativa; 3. Diferentes celebraciones de la palabra: a) Celebraciones de la palabra propiamente dichas, b) Celebraciones rituales de la palabra, c) Celebraciones de la palabra en la liturgia de las horas, d) Otras celebraciones de la palabra de Dios.


I. Introducción

Nos referimos a las celebraciones sagradas de la palabra de Dios, anteriormente llamadas vigilias bíblicas y paraliturgias, tal como nos las presenta la constitución litúrgica Sacrosanctum concilium 35,4, cuyo desarrollo ritual encontramos en la instrucción litúrgica ínter Oecumenici 37-39, en correspondencia con la llamada liturgia de la palabra, en la eucaristía. De todos modos, estas celebraciones sagradas de la palabra de Dios han sido referidas especialmente a las celebraciones de la palabra de Dios sin sacerdote (Ordo Lectionum Missae, 2ª. ed., 1981, 62. En adelante, OLM). Cuando nos adentramos en el estudio teológico y pastoral de las celebraciones de la palabra, intentamos reflexionar sobre la celebración de la palabra de Dios desde el sentido de la presencia de esta palabra en la celebración; o, con otras palabras, queremos tratar principalmente no del sacramento de la palabra, sino de la palabra en el sacramento. La terminología palabra de Dios o palabra de Yavé aparece ya en el Antiguo y en el Nuevo Testamento (1 Sam 3,7; 1Tes 2,13). El quicio de nuestro estudio sobre las celebraciones de la palabra, en cuanto acto celebrativo autónomo y específico, está en la relación entre la palabra y el rito litúrgico, y el contexto responde a las relaciones generales entre biblia y liturgia (Sacrosanctum concilium 24.33.35.51.52; Dei Verbum 21. En adelante, SC y DV).

La Sagrada Escritura ha sido revelada y redactada para ser proclamada, celebrada y rezada. Propiamente hablando, la biblia no es un libro de estudio, sino un libro de celebración, pues nació en la celebración y es en ella donde mejor manifiesta su plenitud de significado. La Escritura Sagrada es invitación a la Lectio divina, dado su constitutivo de mesa de la palabra. En esta perspectiva, el cristiano, en su íntima coherencia, es un oyente de la palabra, más que un lector; es un celebrante de la palabra, más que un visionario. La presencia de la palabra de Dios en las diferentes celebraciones litúrgicas es un dato histórico y un acontecimiento teológico. En cierto sentido, toda la liturgia es celebración de la palabra de Dios. Por este motivo, la reforma litúrgica del concilio Vat. II ha realizado la sistematización más profunda de las lecturas bíblicas que se conoce en la historia de la liturgia romana, como aparece, por ejemplo, en el OLM (I.a ed., 1969, y 2.a ed., 1981).

Estamos hablando de las celebraciones de la palabra, y nos preguntamos: ¿Cómo se entiende esta memoria litúrgica de la biblia? La celebración cristiana es, en principio, una presencialización festiva y religiosa del acontecimiento histórico de nuestra salvación, conocido como historia salutis o misterio pascual de Jesucristo. En consecuencia, la celebración litúrgica presupone, además del acontecimiento histórico salvífico, una asamblea convocada por la palabra: proclamada y unos signos celebrativos de tipo sacramental. Celebrar la palabra, por tanto, tiene un contenido denso e implica la liberación de la fuerza salvífica que está en la palabra de Dios. En la celebración, la palabra es siempre algo inédito, pues su contenido se explicita en el acontecimiento de su celebración. En este sentido, en las celebraciones de la palabra nos interesa su don salvífico en el momento de su realización en nosotros, que es tambié el momento de su principal eficacia} salvadora y su contexto hermenéu tico fundamental.

El origen y la finalidad de muchas páginas de la Sagrada Escritura está en el culto del Antiguo y de Nuevo Testamento. En este clima se practicó el culto posexílico de la sinagoga, en fidelidad a la ley veterotestamentaria: "Cuando venga todo Israel a presentarse ante Yavé, tu Dios, en el lugar que él elija, leerás esta ley ante todo Israel, a sus oídos..., para que la oigan y aprendan a temer a Yavé, vuestro Dios, y estén siempre atentos a cumplir todas las palabras de esta ley" (Dt 31,11-12). En el mismo contexto encontramos a Jesucristo en la sinagoga de Nazaret, proclamando el texto del profeta Isaías cuando afirmó solemnemente: "Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír" (Lc 4,21). Ahora bien, las características cultuales de la Sagrada Escritura exigen por nuestra parte la disposición espiritual del don de la fe, pues la liturgia es una celebración de la fe, en la que ésta se manifiesta, se profesa y se alimenta. En este sentido, es preciso conocer y aplicar correctamente las normas y el espíritu de las mismas del concilio Vat. II sobre la presencia de la palabra de Dios en la sagrada liturgia.

Al hablar de la palabra de Dios estamos considerando la Sagrada Escritura como profecía y fuerza de Dios. La palabra de Dios es el mysterion de Dios Padre, es decir, Cristo, el cual es capaz de convertir la historia del hombre en historia de salvación. Desde Samuel, la palabra del Señor ha sido la dínamis del pueblo de Dios, en cuanto expresión de la voluntad de Dios y revelación de su ley. En el Nuevo Testamento aparece la palabra de Jesús como testimonio profético de nuestra redención. Por eso, san Juan llama a Cristo palabra de vida (1 Jn 1,1), por ser palabra de creación y palabra de gracia, palabra que se ha hecho carne. Es decir, en el Nuevo Testamento, la palabra de Dios es Jesucristo; y es un sacramento cuando se celebra, como se advierte, por ejemplo, en sus mismos celebrantes: Cristo, presente en la palabra; el Espíritu Santo, exegeta de la palabra; y la iglesia, convocada por la palabra. De este modo se manifiestan las celebraciones de la palabra como anámnesis, como epíclesis y como acontecimiento eclesial, a todo lo cual nosotros llamamos el don de la palabra de Dios.

1. CRISTO, PRESENTE EN LA PALABRA. Se ha distinguido entre exégesis científica y exégesis eclesial, afirmando que sólo en la iglesia se encuentra la plena actualización de la palabra de Dios, pasando del texto a la vida, bajo la influencia dinámica del Espíritu Santo. Ni el método histórico-critico ni el método estructural son suficientes. En esta línea, podríamos afirmar que la interpretación plena de la palabra de Dios presupone su celebración litúrgica bajo la fuerza del Espíritu de Jesucristo.

En concreto, hay que pasar de la palabra escrita a la palabra celebrada en la liturgia y en los sacramentos, que son las acciones litúrgicas fundamentales. Las celebraciones de la palabra son la memoria epifánica y escatológica, por la virtud del Espíritu Santo, en el hoy de Dios (el tiempo de gracia o kairós, Rom 13,11; 2 Cor 6,2) de los acontecimientos maravillosos de nuestra salvación, llamados también mirabilia Dei, historia salutis y mysterium paschale.

Ahora bien, la palabra de Dios no es un don que se entregue sin más, sino que es un don que sólo en el culto litúrgico se descubre en su pleno sentido salvífico. Para ello hay que recorrer un proceso de escucha de la palabra, de experiencia interior de la palabra y de cumplimiento de la palabra, haciendo verdad en nuestras vidas la misma verdad de la palabra. Este proceso de interiorización de la palabra de Dios despierta en los creyentes el diálogo, la oración, la búsqueda de la voluntad de Dios, el perdón de los pecados, la curación de los enfermos, el celo apostólico y, sobre todo, la celebración litúrgica, que es el tiempo y el espacio donde la palabra de Dios se hace especialmente don de Dios. Sin embargo, este proceso presupone la evangelización cristiana, que nos permite entrar en el contexto cultural y religioso de la Sagrada Escritura.

La palabra de Dios es camino que nos conduce al misterio de la fe cristiana. La palabra nos transmite lo que Dios ha hecho y hace conti'nuamente por nosotros; y así nos pone en comunión, mediante la comunicación, con la salvación de Jesucristo encarnado y, en él, con la humanidad entera llamada a ser salvada, y con toda la creación de Dios. La palabra de Dios manifiesta, contiene y realiza la alianza que Dios ha hecho con el hombre; por eso su proclamación exige nuestra adhesión a su verdad: Haremos lo que ha dicho el Señor (cf Neh 10,30; 2 Re 23,3). Con fundamento, pues, ha sido comparada la palabra de Dios con el cuerpo de Cristo, y en esta perspectiva se habla de la mesa de la palabra y de la mesa del sacrificio, siguiendo el vocabulario de los santos padres. Ciertamente, Cristo es el camino, la verdad, la vida, el misterio y el centro de la Sagrada Escritura. Cristo late en el Antiguo Testamento y se manifiesta en el Nuevo. Jesucristo une ambos testamentos y relaciona la liturgia de la palabra con la liturgia del sacramento, formando un solo acto litúrgico. San Ambrosio de Milán, después de escuchar el relato evangélico de las bodas de Cana, se refiere a una presencia de aquel acontecimiento gracias a la misma página bíblica.

Con razón, por tanto, el concilio Vat. II afirma la presencia de Cristo en la palabra cuando enseña: "Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla" (SC 7). "En efecto, en la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el evangelio. Y el pueblo responde a Dios con el canto y la oración" (SC 33). "Cristo, palabra de Dios, presente en las Santas Escrituras, es la norma viviente de la iglesia" (DV 25). Las celebraciones litúrgicas hacen presente el misterio pascual de Jesucristo a través de la proclamación de los mirabilia Dei, que son el contenido de la Escritura y de la liturgia. Ahora bien, ¿cómo se entiende esta presencia de Cristo en su palabra? Interpretando los textos anteriormente citados de la constitución Sacrosanctum concilium y fijándonos en el texto pertinente de la encíclica Mysterium fidei (1965), parece como si más bien se hablara de la presencia de Cristo en la comunidad, y sobre todo en la jerarquía cuando actúa en nombre del Señor. Pero en la OGMR se explicita más esta verdad cuando se afirma: "Y el mismo Cristo por su palabra se hace presente en medio de los fieles" (n. 33).

Finalmente, en la segunda edición del Ordo Lectionum Missae (1981) se habla ya claramente de la presencia de Cristo en su misma palabra y se propone una explicación teológica adecuada con estas palabras: "En la celebración litúrgica, la palabra de Dios no se pronuncia de una sola manera ni repercute siempre con la misma eficacia en los corazones de los que escuchan, pero siempre Cristo está presente en su palabra y, realizando el misterio de salvación, santifica a los hombres y tributa al Padre el' culto perfecto. Más aún, la economía de la salvación, que la palabra de Dios no cesa de recordar y de prolongar, alcanza su más pleno significado en la acción litúrgica, de modo que la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta palabra de Dios. Así, la palabra de Dios, expuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo y manifiesta el amor operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los hombres" (n. 4). "Para que puedan celebrar de un modo vivo el memorial del Señor, los fieles han de tener la convicción de que hay una sola presencia de Cristo, presencia en la palabra de Dios, pues cuando se lee en la iglesia la Sagrada Escritura es él quien habla, y presencia sobre todo bajo las especies eucarísticas" (n. 46).

La palabra de Dios se manifiesta como sacramento de salvación, en sus dimensiones cristológica, pneumatológica, doxológica y eclesial. Dios, al autorrevelarse, se hizo palabra, y la palabra tomó carne y habitó entre nosotros. La palabra es la historia de nuestra salvación, actuando el proyecto salvífico de Dios en el tiempo humano. El culto de la palabra, como profecía en el Antiguo Testamento y como acontecimiento en el Nuevo Testamento, es el fundamento de la liturgia en las religiones reveladas a partir de la densidad de la palabra de Dios. "Porque, ¿cuál es en verdad la gran nación que tenga dioses tan cercanos a ella como Yavé, nuestro Dios, siempre que le invocamos? Y ¿cuál la gran nación que tenga leyes y mandamientos justos como toda esta ley que yo os propongo hoy?" (Dt 4,7-8). La ley y los mandamientos de Dios son la presencia cercana del Señor en medio de su pueblo, que habla al corazón en el desierto de la vida (Os 2,16). La liturgia cristiana es el culto de la palabra, donde el cuerpo de Cristo es el nuevo templo, y su contenido es el misterio sacramentalmente realizado de nuestra salvación, al cual todos decimos sí y amén en Cristo nuestro Señor. Ciertamente, cuando se ignoran las Escrituras se ignora a Cristo, y también se desconoce el misterio del culto litúrgico de la iglesia.

El evangelio es la carne de Cristo, en frase de san Ignacio de Antioquía. Los evangelios nos ofrecen los acontecimientos y padecimientos (acta et passa) de Jesucristo, que han de ser interpretados no según la carne (la razón humana), sino según el Espíritu Santo (el don de la unción), a partir de la crucifixión y de la resurrección del Señor. En este sentido, advertimos que el don de la palabra es el mismo Cristo hablando a su pueblo, de manera que Jesús es el profeta y el sacerdote principal. "Quien escucha estas palabras y las cumple se parece a un hombre sabio que construye su casa sobre roca" (Mt 7,24). "Desde la infancia conoces las Santas Escrituras que conducen a la salvación mediante la fe en Jesucristo" (2 Tim 3,15). "Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía, y los que observan las cosas en ella escritas, pues el tiempo está próximo" (Ap 1,3). Ahora podemos comprender que la reforma de la iglesia está en relación con el conocimiento de la Sagrada Escritura, y que la renovación del culto litúrgico implica, como lo ha interpretado el concilio Vat. II, la presencia abundante de la palabra de Dios en sus celebraciones.

2. EL ESPÍRITU SANTO, EXEGETA DE LA PALABRA. Las Sagradas Escrituras son fruto del Espíritu Santo, y, en consecuencia, han de ser interpretadas con el mismo Espíritu. El concilio Vat. II afirma al respecto: "La Escritura se ha de leer con el mismo Espíritu con el que fue escrita" (DV 12). El Espíritu Santo es presentado por san Juan como la inteligencia y la memoria del cristiano, con las cuales somos capaces de acoger y de vivir las palabras proféticas de Jesucristo (Jn 16,15; 14,26). En este sentido, es necesario hablar del Espíritu de la palabra y de la palabra del Espíritu. "En las palabras de los apóstoles y de los profetas hace resonar (la iglesia) la voz del Espíritu Santo" (DV 21). La iglesia, especialmente en las celebraciones litúrgicas, siempre ha tenido conciencia de ser el eco del profeta, del apóstol y del mismo Cristo cuando se' proclama en la liturgia la palabra de Dios. Los ritos que rodean, por ejemplo, la proclamación del santo evangelio manifiestan a Cristo anunciando su palabra. Es Cristo el que habla a su pueblo, o la iglesia en su nombre.

En este contexto de la proclamación litúrgica de la palabra de Dios se comprende mejor la conexión entre esta palabra proclamada y celebrada en la liturgia y la acción del Espíritu Santo. "Para que la palabra de Dios realice efectivamente en los corazones lo que suena en los oídos, se requiere la acción del Espíritu Santo, con cuya inspiración y ayuda la palabra de Dios se convierte en fundamento de la acción litúrgica y en norma y ayuda de toda la vida. Por consiguiente, la actuación del Espíritu no sólo precede, acompaña y sigue a toda la acción litúrgica, sino que también va recordando, en el corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación de la palabra de Dios, son leídas para toda la asamblea de los fieles y, consolidando la unidad de todos, fomenta asimismo la diversidad de carismas y promociona la multiplicidad de actuaciones" (OLM 9). Aquí nos encontramos con la liturgia del Espíritu o con el Espíritu de la liturgia, es decir, con el fundamento del sentido pneumatológico de la liturgia y, en consecuencia, de las celebraciones de la palabra. Así pues, cuando se celebra la palabra de Dios se revela aquí y ahora su contenido de salvación. La palabra de Dios es tal, no en abstracto, sino cuando nos acercamos a ella con fe, y sobre todo cuando la celebramos litúrgicamente.

Y desde el Espíritu Santo de la liturgia llegamos al carisma o don de Dios en el celebrante cristiano, que da la capacidad sacramental y espiritual de ejercer dignamente o de participar correctamente en las celebraciones litúrgicas, es decir, el sacerdocio de Jesucristo y nuestra redención, para la gloria de Dios. En primer lugar, para escuchar la palabra de Dios necesitamos el don del Espíritu Santo. Para escuchar en el silencio eterno esa palabra, Cristo, pronunciada en constante melodía por el Padre, necesitamos la presencia poderosa en nuestros corazones del agua de la vida y de la unción del Espíritu. Necesitamos tener ungidos nuestros corazones e iluminados nuestros rostros. "Este es mi Hijo muy amado. Escuchadlo", nos dice el Padre de su Hijo (Le 9,35). "Pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed; que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna" (Jn 4,14). "Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él" (Jn 7,39). "Cuando Dios nos comunica su palabra, espera siempre una respuesta, respuesta que es audición y adoración en espíritu y verdad (Jn 4,23). El Espíritu Santo, en efecto, es quien da eficacia a esta respuesta, para que se traduzca en la vida lo que se escucha en la acción litúrgica, según aquella frase de la Escritura: Llevad a la práctica la palabra y no os limitéis a escucharla (Sant 1,22)" (OLM 6).

En segundo lugar, la palabra de Dios, escuchada con fe y con la fuerza del Espíritu Santo, nos hace profetas, es decir, nos da la capacidad de hablar con dignidad y con eficacia de las cosas de Dios. Desde el acontecimiento de pentecostés, los apóstoles, los profetas y toda la iglesia deben de hablar con el poder del Espíritu de Jesucristo. ¿Qué significan si no aquellas lenguas de fuego aparecidas sobre las cabezas de los que se encontraban esperando la manifestación del Espíritu? Como la palabra de Dios es fuerza divina, hay que acogerla y proclamarla movidos por el mismo dinamismo del Espíritu. Las cosas santas hay que tratarlas santamente. Aquí hallamos el fundamento y el sentido carismático de la palabra de Dios y de las celebraciones litúrgicas. La palabra de Dios es un carisma: el carbón encendido en el corazón y en los labios del profeta Isaías, y debemos de proclamarla y celebrarla carismáticamente. En este contexto se advierte y se recibe, mediante la unción o ensanchamiento del corazón, la gracia del profetismo cristiano, que se debiera manifestar en todos los bautizados al haber sido hechos en el bautismo partícipes de la consagración y de la misión de Jesucristo en su triple ministerio de profeta, sacerdote y rey. Este profetismo, que consiste en ser capaces de hablar carismáticamente de Jesucristo, ha aparecido especialmente en algunos santos, testigos del Señor, como santo Domingo de Guzmán, padre y fundador de los frailes predicadores, caracterizado por el don de la palabra, y santo Tomás de Aquino, que tan profundamente escribió sobre la gracia de la predicación.

De este modo, el Espíritu Santo nos introduce en la celebración y en la experiencia cristiana de los tesoros salvíficos de la palabra de Dios, y con ello la palabra se hace verdadero acontecimiento de salvación en nuestra propia historia. Así, nos situamos en el hoy salvífico de Jesucristo. El Espíritu Santo, inteligencia y memoria viviente de la iglesia y de cada cristiano, nos da un corazón de carne, que nos hace capaces de interpretar y de experimentar el contenido y el sentido de las Sagradas Escrituras, de modo que la palabra se convierte en verdadera liturgia de Dios. La palabra nace en el silencio y se proclama desde el silencio. La palabra de Dios así creída y celebrada se hace necesidad urgente de ser proclamada, pues se transforma en un don de Dios que invade y toma posesión de la persona que la acoge con el corazón dispuesto. Es el Espíritu Santo quien realiza este misterio de posesión, revelándonos interiormente el misterio pascual de Jesucristo, el misterio de su muerte y de su resurrección, y nos da la capacidad de celebrarlo santamente en el misterio de la iglesia, sacramento de Jesucristo.

La palabra proclamada y celebrada en el Espíritu Santo, que es la verdad de Dios, se hace comunicación, para terminar haciéndose comunión en el mismo misterio de la salvación en Jesucristo, nuestro Señor. En las celebraciones de la palabra, como en las demás celebraciones litúrgicas, no debemos separar jamás la memoria de Cristo crucificado y resucitado de la invocación (epíclesis) al Espíritu Santo; pues si eso sucediera estaríamos en un peligro próximo de manipular los dones de Dios, sirviéndonos de ellos para nuestra propia gloria, olvidando los caminos elegidos por Dios para la salvación del hombre y para alcanzar su gloria. El equilibrio entre la memoria de Cristo y la epíclesis, quicio de la fe cristiana y de la liturgia ortodoxa, nos da también el sentido de la historia, del presente y del futuro de nuestra existencia cristiana, que se fundamenta en la história de Cristo encarnado. De este modo recibimos los cristianos la capacidad de enfrentarnos con la realidad de la cruz y de la esperanza en la vida, sin angelismos ni reduccionismos sociopolíticos. La escatología cristiana no es esperanza en un futuro histórico del hombre, luchando por un paraíso en la tierra (la tierra que sólo produce sudor y abrojos), sino que es fe y experiencia creyente en el Espíritu Santo, que nos recuerda, nos interpreta y nos acoge en nuestra propia historia, de modo que le dejemos celebrar en nuestra existencia el misterio pascual de Jesucristo, nuestro Señor y salvador.

3. LA IGLESIA, CRIATURA Y SERVIDORA DE LA PALABRA. La iglesia, proclamando y celebrando la palabra de Dios, se hace profecía y acontecimiento de salvación al recuperar la Sagrada Escritura su valor cristiano propio. En las celebraciones de la palabra, la iglesia se identifica como comunidad jerárquicamente instituida, en sus dimensiones histórica y escatológica. "La iglesia se edifica y va creciendo por la audición de la palabra de Dios, y las maravillas que, de muchas maneras, realizó Dios, en otro tiempo, en la historia de la salvación se hacen de nuevo presentes, de un modo misterioso pero real, a través de los signos de la celebración litúrgica; Dios, a su vez, se vale de la comunidad de fieles que celebran la liturgia para que su palabra siga un avance glorioso, y su nombre sea glorificado entre los pueblos. Por tanto, siempre que la iglesia, congregada por el Espíritu Santo en la celebración litúrgica, anuncia y proclama la palabra de Dios, se reconoce a sí misma como el nuevo pueblo en el que la alianza sancionada antiguamente llega ahora a su plenitud y total cumplimiento. Todos los cristianos son constituidos, por el bautismo y la confirmación en el Espíritu, pregoneros de la palabra de Dios en la iglesia y en el mundo, por lo menos con el testimonio de su vida. Esta palabra de Dios, que es proclamada en la celebración de los sagrados misterios, no sólo atañe a la actual situación presente, sino que mira también al pasado y vislumbra el futuro, y nos hace ver cuán deseables son aquellas cosas que esperamos, para que, en medio de las vicisitudes del 'mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría" (OLM 7).

En el texto anterior advertimos el puesto central de la palabra de Dios en la vida y misión de la iglesia y su sentido sacramental. En esta perspectiva, la iglesia aparece también como sacramento de la palabra, de manera que es y debe manifestarse como signo creíble de esta palabra, debiendo permanecer constantemente a su escucha. Al difundirse la palabra se multiplicaba el número de los discípulos de Jesucristo en Jerusalén (He 6,7). La iglesia nace y crece gracias a la palabra de Dios, dinámica y creadora en su Espíritu. Esta palabra es la semilla divina, de donde procede la vida nueva. La iglesia pudo vivir sin la palabra escrita en el tiempo de los apóstoles —fue su carisma—; pero ahora ya no es posible para la iglesia vivir sin esta palabra escrita y, sobre todo, sin esta palabra celebrada en la liturgia. La iglesia, además, está llamada a proclamar y a celebrar la palabra, pues ha sido hecha por los sacramentos de la iniciación cristiana una comunidad profética y sacerdotal, de modo que todos los bautizados hemos sido convocados al anuncio y a la celebración de la palabra en su realidad histórica, en el hombre y en Jesucristo, en cuanto acontecimiento de salvación. Ahora bien, este misterio es obra del Espíritu Santo, como se afirma en la Ordenación general de la liturgia de las horas: "No puede darse, pues, oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la iglesia, nos lleva al Padre por medio del Hijo" (n. 8).

La iglesia, en orden a valorar su verdadera responsabilidad en la proclamación y celebración de la palabra de Dios, necesita redescubrir el sacerdocio común o bautismal de todos los cristianos, que nos da la identidad básica y sacramental y nos descubre el fundamento de nuestra consagración y de nuestra misión en el pueblo de Dios en cuanto profetas, sacerdotes y reyes. Cada cristiano, por el bautismo, queda convertido real y verdaderamente en profeta de Jesucristo, llamado a extender la palabra de Dios; queda convertido también en sacerdote de Jesucristo, con el derecho y el deber de ofrecer su vida al Señor y participar en el culto litúrgico de la iglesia en lo que corresponde a los seglares; y queda hecho también responsable pastoral del conocimiento y del cumplimiento de la voluntad de Dios en el pueblo y en la humanidad entera. En este contexto bautismal advertimos cómo la palabra de Dios ha sido confiada a todos los cristianos, convertidos en pueblo de Dios por el Espíritu Santo. "Pero vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable" (1 Pe 2,9). Sin embargo, aunque todos los bautizados han recibido la palabra, no todos tienen el mismo carisma para proclamarla y para interpretarla.

Consagrados los cristianos por el bautismo para la triple misión de la iglesia en el mundo: la misión profética (el kerigma, la catequesis, la didaskalía), la misión litúrgica (la glorificación de Dios y la salvación del hombre) y la misión de la caridad (los servicios de la diakonía y de la koinonía), cada cristiano la ejercita en la iglesia de acuerdo con la vocación que haya recibido de Dios, sea el sacerdocio, la vida consagrada o el laicado. En consecuencia, aunque existe una identidad básica entre todos los cristianos por el sacramento del bautismo, cada uno tiene su especial consagración y su correspondiente misión en la iglesia en relación con una de las tres vocaciones esenciales y con los sacramentos que haya recibido. La iglesia es una comunidad profética, sacerdotal y real jerarquizada y diferenciada. En esta perspectiva se advierte que "el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al magisterio vivo de la iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo" (DV 10). Concisamente, se afirma en el Ordo Lectionum Missae: "Por voluntad del mismo Cristo, el nuevo pueblo de Dios se halla diversificado en una admirable variedad de miembros, por lo cual son también varios los oficios y funciones que corresponden a cada uno, en lo que atañe a la palabra de Dios; según esto, los fieles escuchan y meditan la palabra, y la explican únicamente aquellos a quienes, por la sagrada ordenación, corresponde la función del magisterio, o aquellos a quienes se encomienda este ministerio" (n. 8).

Aunque todos los bautizados somos profetas del Señor en orden a acoger y a proclamar litúrgicamente la palabra de Dios, sin embargo no es idéntica la misión profética del sacerdote, del consagrado y del laico, pues se trata de tres vocaciones esencialmente diferentes, según las cuales se diversifica y se ordena el pueblo de Dios. Según es la vocación cristiana y eclesial recibida de Dios, así será también la misión profética, sacerdotal y real en la iglesia. El concilio Vat. II afirmaba ya: "El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante" (LG 10). No es cuestión de ritualismos vacíos, ni tampoco de esteticismos inadecuados, sino de aceptar las consecuencias de la naturaleza de la iglesia y de ser conscientes de la importancia de la liturgia en cuanto misterio que expresa, contiene y comunica, en signos transparentes y eficaces, los dones de Jesucristo, Señor y salvador.

La proclamación comunitaria y litúrgica de la palabra de Dios es un acontecimiento ministerial y solemne, cuya misión es transmitir la salvación cristiana. Así surgen los ministros eclesiales de la palabra de Dios, cuyo ejercicio requiere el respeto a la Sagrada Escritura y el respeto a los fieles, que tienen derecho a conocer íntegramente la palabra de Dios y a recibir una interpretación correcta y autorizada. En este sentido, se comprende una vez más la relación y la complementariedad existente entre el ministerio y el carisma en la celebración de la palabra. Entre los ministros de la palabra de Dios están los lectores instituidos, los delegados de la palabra (en donde está ausente el sacerdote), los diáconos, los sacerdotes, los cuales tienen como primer deber, en el orden de la ejecución, la proclamación auténtica de la palabra de Dios. "El pueblo de Dios se congrega primeramente por la palabra de Dios vivo, que con toda razón es buscada en la boca de los sacerdotes. En efecto, como quiera que nadie puede salvarse si antes no creyere, los presbíteros, como cooperadores que son de los obispos, tienen por deber primero el anunciar a todos el evangelio de Dios, de forma que, cumpliendo el mandato del Señor: Marchad por el mundo entero y llevad la buena nueva a toda criatura (Me 16,15), formen y acrecienten el pueblo de Dios" (PO 4).

La presidencia del ministerio de la palabra, como en los demás ministerios eclesiales y litúrgicos, corresponde y es propia del sacerdote, y nunca del seglar, aunque fuera un líder. El pastor verdadero es siempre el sacerdote ordenado, que es el ministro de los misterios de Dios; él tiene un ministerio y un carisma en la comunidad cristiana insustituible por el laico, aunque existen ministerios que puedan ser delegados. Por ejemplo, la predicación de los laicos en los templos es permitida siempre que circunstancias excepcionales lo aconsejen, a juicio del obispo, supuestas ciertamente la debida preparación y la necesaria misión canónica, y excluyendo la predicación homilética. El sacerdote, como presidente de la celebración de la palabra y de los sacramentos, debe de sembrar sin cansancio la palabra de Dios, preparando el terreno de los corazones humanos. El sacerdote está convocado a proclamar la grandeza, la verdad y la fuerza de la palabra. "El que preside la liturgia de la palabra, aunque escucha él también la palabra de Dios proclamada por los demás, continúa siendo siempre el primero al que se le ha confiado la función de anunciar la palabra de Dios, compartiendo con los fieles, sobre todo en la homilía, el alimento interior que contiene esta palabra" (OLM 38). El sacerdote, al celebrar la palabra, pondrá también su confianza, no en los hombres, sino en Dios, sabiendo por experiencia el sentido de aquellas palabras: "Sécase la hierba, marchítase la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece por siempre" (Is 40,8).


III. La palabra de Dios en la celebración litúrgica

Hemos reflexionado anteriormente sobre las dimensiones anamnética, pneumatológica y eclesial de la palabra de Dios; ahora nos corresponde estudiar directamente la palabra de Dios en la liturgia, es decir, la dimensión doxológica de la palabra de Dios, como salvación de los hombres y como glorificación extrínseca de Dios en el hoy celebrativo de la historia de la salvación en nuestras propias existencias. "En la celebración litúrgica, la lectura de la Sagrada Escritura siempre va acompañada de la oración, de modo que la lectura produce frutos más plenos, y a su vez, la oración, sobre todo la de los salmos, es entendida, por medio de las lecturas, de un modo más profundo y la piedad se vuelve más intensa" (Ordenación general de la liturgia de las horas 140).

"En las distintas celebraciones y en las diversas asambleas de fieles que participan en dichas celebraciones se expresan de modo admirable los múltiples tesoros de la única palabra de Dios, ya sea en el transcurso del año litúrgico, en el que se recuerda el misterio de Cristo en su desarrollo, ya en la celebración de los sacramentos y sacramentales de la iglesia, o en la respuesta de cada fiel a la acción interna del Espíritu Santo, ya que entonces la misma celebración litúrgica, que se sostiene y se apoya principalmente en la palabra de Dios, se convierte en un acontecimiento nuevo y enriquece esta palabra con una nueva interpretación y una nueva eficacia. De este modo, en la liturgia, la iglesiasigue fielmente el mismo sistema que usó Cristo en la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras partiendo del hoy de su acontecimiento personal" (OLM 3).

Desde esta perspectiva teológica, consideramos a continuación las relaciones de la palabra de Dios con la liturgia, con el sacramento y con el sacrificio. La palabra en la liturgia es signo celebrativo (palabra-liturgia), signo sacramental (palabra-sacramento) y signo sacrificial (palabra-sacrificio). No se trata de dos palabras simplemente yuxtapuestas, sino del encuentro con el esplendor de la riqueza de la palabra de Dios. La palabra es signo y, en cuanto tal, contiene, expresa y transmite la salvación que significa. Las celebraciones de la palabra, al hacerse acontecimiento de salvación, producen lo que significan. La palabra de Dios cobra todo su valor en la liturgia al quedar iluminada por su luz propia. La palabra en la liturgia cambia el in illo tempore por el hodie celebrativo, transformando el signo verbal o lingüístico en signo sacramental y eucarístico.

1. LA PALABRA DE Dios EN LA LITURGIA. "En la celebración litúrgica, la importancia de la Sagrada Escritura es muy grande. Pues de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan, las preces, oraciones e himnos litúrgicos que están penetrados de su espíritu, y de ella reciben su significado las acciones y los signos. Por tanto, para procurar la reforma, el progreso y la adaptación de la sagrada liturgia hay que fomentar aquel amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos tanto orientales como occidentales" (SC 24). En esta misma perspectiva, el Ordo Lectionum Missae, en sus prenotandos, tratando de mostrar el puesto de la palabra de Dios en la liturgia, afirma: "Por lo cual tanto más participan los fieles en la acción litúrgica cuanto más se esfuerzan, al escuchar la palabra de Dios en ella proclamada, por adherirse íntimamente a la palabra de Dios en persona, Cristo encarnado, de modo que aquello que celebran en la liturgia procuren reflejarlo en su vida y costumbres y, a la inversa, miren de reflejar en la liturgia los actos de su vida" (n. 6). Incluso en el mismo documento se afirma: "Cuanto más profunda ea la comprensión de la celebración litúrgica, más alta es la estima de la palabra de Dios, y lo que se afirma de una se puede afirmar de la otra, ya que una y otra recuerdan el misterio de Cristo y lo perpetúan cada una a su manera" (n. 5).

Es evidente, por consiguiente, el puesto y el quehacer fundante y fundamental de la palabra de Dios en las celebraciones litúrgicas; de donde se concluye que toda acción litúrgica está basada en la proclamación de la pertinente palabra de Dios. Ahora bien, la Sagrada Escritura ha de ser proclamada en las celebraciones en perspectiva litúrgica, advirtiendo que la liturgia, en cuanto ejercicio sacramental del sacerdocio de Jesucristo en la virtud del Espíritu, santifica al hombre y glorifica a Dios, encuadrando toda la vida del cristiano y a la creación entera en el misterio pascual de la muerte y de la resurrección del Señor. Así se advierte mejor la virtud que caracteriza a la palabra de Dios celebrada en la liturgia, en orden a transmitir la vida que contiene y significa. Ninguna lectura privada de la biblia puede sustituir a su proclamación litúrgica, porque en ésta la palabrase convierte en un nuevo acontecimiento de salvación para la asamblea cristiana. Ciertamente, "la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (SC 10).

La celebración de la palabra de Dios ha sido siempre uno de los elementos necesarios de la sagrada liturgia, como consta en la tradición de las liturgias históricas cristianas. Cuando consideramos la relación entre la palabra y la liturgia, surge también la fe de la iglesia como una de las realidades fundamentales de las celebraciones litúrgicas. Lo que la constitución conciliar sobre la liturgia afirma de los sacramentos, podemos ampliarlo a todas las demás acciones litúrgicas: "No sólo suponen la fe, sino que a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por esto, se llaman sacramentos de la fe" (SC 59). La sagrada liturgia es la manifestación y la profesión de la fe de la iglesia, de modo que donde hay crisis litúrgica en el fondo hay una crisis de fe. Si en las celebraciones no llegamos a una participación en el misterio de Cristo, todo se reduce por parte del hombre a una gesticulación delirante.

Hay que celebrar la liturgia como profesión de la fe, de la esperanza y de la caridad de la iglesia, logrando ese difícil equilibrio entre el consuelo del más allá y el compromiso en el más acá, en relación con la teología litúrgica de santo Tomás de Aquino, que nos habla de la doble dimensión cultual: la ley del descenso (la gracia de santificación) y la ley del ascenso (el culto de Dios) 5. En esta línea experimentamos que la palabra de Dios es viva y eficaz y tajante más que una espada de doble filo... (Heb 4,12). La palabra es como la lluvia yla nieve, que después de empapar la tierra la hacen germinar... (ls 55,10). La eficacia de las celebraciones de la palabra es moral y, a veces, también física, especialmente en los sacramentos. San Agustín, por ejemplo, atribuye su conversión a la gracia de aquellas palabras: "Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y borracheras, no en amancebamiento y libertinaje, no en querellas y envidias, antes vestíos del Señor Jesucristo" (Rom 13,13-14). La iglesia, con razón, ha venerado el cuerpo del Señor y la palabra de Dios.

Una de las acciones litúrgicas que mejor manifiesta la relación entre la palabra y la liturgia es la homilía, como aparece, por ejemplo, en Lc 4,16-21 y 24,25-35. Después de proclamar en la palabra los acontecimientos de nuestra salvación, la homilía aplica a nuestra propia historia personal la salvación anunciada. La homilía, cuyas palabras deben brotar de un corazón encendido y ungido por el Espíritu Santo, manifiesta la vida palpitante que habita en nuestro interior y nos dispone para experimentar el poder de los sacramentos de la iglesia. La homilía se prepara, principalmente, desde la palabra rezada y desde la vida pastoral de cada semana, dejándonos llevar por el Espíritu del Señor. ¡Cuántas veces comenzamos la eucaristía pensando decir algo, y después el Señor nos cambia el estilo y hasta el mismo contenido! "Con esta explicación viva, la palabra de Dios que se ha leído y las celebraciones que realiza la iglesia pueden adquirir una mayor eficacia, a condición de que la homilía sea realmente fruto de la meditación, debidamente preparada, ni demasiado larga ni demasiado corta, y de que se tenga en cuenta a todos los que están presentes, incluso a los niños y a los menos formados" (OLM 24).

2. PALABRA DE DIOS Y SACRAMENTO. La relación entre la palabra de Dios y el sacramento es una cuestión básica en la teología litúrgica y en la espiritualidad cristiana, de acuerdo con esta afirmación conciliar: "Este plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas" (DV 2). La palabra tiene el primado en el significar los pensamientos de Dios y los sentimientos del hombre, y nunca ha estado ausente en la celebración de los sacramentos de la iglesia. Sin embargo, en el medievo la palabra quedó oscurecida en una lengua extraña, surgiendo el ritualismo. En el siglo xvi la reforma protestante, aunque redescubrió el valor fundamental de la palabra en el culto, lo hizo de tal modo que rompió la unidad existente entre la palabra y el sacramento. Ante esta problemática histórica, el concilio Vat. II nos recuerda la íntima conexión entre la palabra y el rito en las celebraciones litúrgicas (SG 35). Incluso la misma constitución litúrgica afirma, hablando de la eucaristía, que la liturgia de la palabra y la liturgia del sacramento constituyen un solo acto de culto (SC 56). Por este motivo, aunque las celebraciones de la palabra tienen su importancia para conservar y expresar la fe, especialmente en las comunidades que carecen de sacerdote, con todo no han de considerarse como una solución completa, pues la palabra está exigiendo, en definitiva, los sacramentos, y sobre todo la eucaristía.

El anuncio de la palabra de Dios no puede dejar de relacionarse con la celebración de los sacramentos, pues el misterio de la salvación debe de proclamarse y, principalmente, debe de celebrarse (SC 6). Hay un proceso de pérfección entre la palabra, los sacramentos y el sacramento del sacrificio eucarístico que hay que respetar en la liturgia. La palabra de Dios es un mensaje que el Señor nos dirige hoy a nosotros en una historia concreta, que constituye su contexto hermenéutico. La obra de Dios explica la palabra de Dios. Este es el principio básico de la tipología sacramental. Nuestras celebraciones de la palabra son el cumplimiento de las profecías antiguas, y así la palabra descubre las entrañas mistéricas de los sacramentos, de manera que el cristiano llega a los sacramentos y a la eucaristía a través de la palabra de Dios. En la oración de bendición del agua bautismal, la Sagrada Escritura nos aclara el simbolismo sacramental del agua; no nos interesa el agua, sino su simbolismo. "Los sacramentos se conciben y explican relacionándolos con las acciones de Dios descritas en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Dios actúa en el mundo. Sus acciones son los mirabilia, que sólo él puede realizar. Dios crea, juzga, hace alianza, está presente, santifica, libra. Estas mismas acciones se realizan en los distintos planos de la .historia de la salvación. Hay, pues, una analogía fundamental entre estas acciones. Los sacramentos son simplemente la continuación, en el tiempo de la iglesia, de las acciones de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento"'.

La unidad intrínseca entre palabra y sacramento es uno de los grandes principios hermenéuticos de la palabra de Dios, de manera que la relación entre el hoy de la iglesia y las etapas anteriores de la historia de la salvación es la base de la exégesis sacramental de la sagrada liturgia. Aquí se fundamenta la exposición tipológica de los sacramentos cristianos, de acuerdo con el criterio de san Ambrosio de Milán cuando escribe: "Illis in figura, sed nobis in veritate ". San Agustín afirmaba ya que el sacramento es una palabra hecha visible, es decir, una palabra ritualmente significativa. Y los escolásticos enseñaban que la palabra, en el sacramento, es la forma que determina su significado salvífico. Es importante advertir que lo sacramental, y su auténtico concepto eclesial, es el genio del catolicismo, en el sentido de que las cosas creadas han sido elevadas por Dios a ser instrumentos de la gracia en relación última con la humanidad de Cristo, instrumento original de nuestra salvación. Es fundamental para una celebración litúrgica correcta mantener esta relación estrecha entre palabra y sacramento, de modo que se manifieste y se profese con propiedad la fe de la iglesia, la cual no sólo nos dispone para celebrar bien la liturgia, sino que ella es parte integrante del culto litúrgico al ponernos en contacto con la historia de la salvación, según la famosa frase de santo Tomás de Aquino: "Per fidem et fidei sacramenta"

La palabra de Dios es profecía cumplida en la celebración litúrgica ' de los sacramentos, los cuales, a su vez, son memoria de la pasión de Jesucristo, gracia de Dios para la vida presente y prenda de la gloria futura. Esta triple dimensión, pasada, presente y futura, propia de todas las acciones litúrgicas, aparece de una manera especial en los sacramentos y en la eucaristía fundamentando el valor histórico y el valor escatológico de la vida cristiana en relación con el modo correcto de entender y de vivir el presente, es decir, el compromiso cristiano. La liturgia "alimenta la fe de los presentes en la palabra, que en la celebración, por obra del Espíritu Santo, se convierte en un sacramento; los prepara para una provechosa comunión y los invita a asumir las exigencias de la vida presente" (OLM 41).

3. PALABRA DE Dios Y SACRIFICIO. Tanto el culto del Antiguo Testamento como el culto del Nuevo Testamento es una liturgia de la palabra y del sacrificio, puesto que lo proclamado por la palabra se realiza y se acepta como salvación del hombre gracias al sacrificio y, en definitiva, gracias a la cruz de Jesucristo. La palabra de Dios nos conduce a la plenitud del misterio pascual de Cristo crucificado y resucitado, como aparece con luz meridiana en la misma celebración del sacramento del sacrificio eucarístico, donde la liturgia de la palabra y la liturgia del sacramento forman un solo y único acto de culto. Desde la reflexión teológica se advierte cómo la palabra de Dios, que es memorial de las obras maravillosas realizadas por Dios en la historia, alcanza su cumbre sacramental y salvífica en el sacrificio pascual de Jesucristo, en donde se fundamenta esa relación profunda entre palabra de Dios y sacrificio pascual.

En el documento Ordo Lectionum Missae se nos recuerda repetidamente esta íntima conexión entre palabra de Dios y sacrificio eucarístico. "La instrucción litúrgica debe facilitar a los lectores una cierta percepción del sentido y de la estructura de la liturgia de la palabra y las razones de la conexiónentre la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística" (OLM 55). "Por la palabra de Cristo el pueblo de Dios se reúne, crece y se alimenta, lo cual se aplica especialmente a la liturgia de la palabra en la celebración de la misa, en que el anuncio de la muerte y de la resurrección del Señor y la respuesta del pueblo que escucha se unen inseparablemente con la oblación misma con la que Cristo confirmó en su sangre la nueva alianza, oblación a la que se unen los fieles con el deseo y con la recepción del sacramento" (OLM 44). "En efecto, el misterio pascual de Cristo, proclamado en las lecturas y en la homilía, se realiza por medio del sacrificio de la misa" (OLM 24).

Estas afirmaciones cualificadas nos están recordando esa continuidad gradual y perfectiva existente entre la palabra, los sacramentos y la misa, en cuanto etapas de la misma y única historia de la salvación, como aparece en el mismo lenguaje simbólico de la liturgia. "La iglesia honra con una" misma veneración, aunque no con el mismo culto, la palabra de Dios y el misterio eucarístico, y quiere y sanciona que siempre y en todas partes se imite este proceder, ya que, movida por el ejemplo de su fundador, nunca ha dejado de celebrar el misterio pascual de Cristo, reuniéndose para leer lo que se refiere a él en toda la Escritura (Lc 24,47), y ejerciendo la obra de salvación por medio del memorial del Señor y de los sacramentos. En efecto, se requiere la predicación de la palabra para ef ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de la fe, la cual procede de la palabra y de ella se nutre (PO 4). Alimentada espiritualmente en esta doble mesa, la iglesia progresa en su conocimiento gracias a la una y en su santificación gracias a la otra.

En efecto, en la palabra de Dios se proclama la alianza divina, mientras que en la eucaristía se renueva la misma alianza nueva y eterna. En aquélla se evoca la historia de la salvación mediante el sonido de las palabras; en ésta la misma historia es presentada a través de los signos sacramentales de la liturgia. Conviene, por tanto, tener siempre en cuenta que la palabra de Dios leída y anunciada por la iglesia en la liturgia conduce, por así decirlo, al sacrificio de la alianza y al banquete de la gracia, es decir, a la eucaristía, como a su fin propio. Por consiguiente, la celebración de la misa, en la cual se escucha la palabra y. se ofrece y recibe la eucaristía, constituye un solo acto de culto en el cual se ofrece a Dios el sacrificio de alabanza y se confiere al hombre la plenitud de la redención" (OLM 10).

Ahora bien, en esta perspectiva, es de suma importancia advertir cómo el ministerio de la iglesia, reflejado especialmente en la vida sacerdotal, comienza por la predicación de la palabra de Dios y culmina con la celebración del sacrificio eucarístico. Cuando se separa la predicación de la palabra de la celebración de la eucaristía se pierde el quicio del equilibrio profético, sacerdotal y real de la iglesia y de los cristianos, pues la eucaristía es el vértice y el centro de la iglesia y de todas las comunidades cristianas. La mesa de la palabra y la mesa del altar, en definitiva, no son dos mesas separadas, puesto que la mesa de la palabra nos lleva necesariamente a la mesa del altar, que es su plenitud de significado y de realidad pascual. Toda la vida de Jesucristo estaba orientada hacia el cumplimiento en él de la voluntad de Dios, para lo cual había venido a este mundo. La palabra de Dios nos introduce siempre en el sacrificio del Señor y en nuestro propio,; sacrificio, para conmorir y conresucitar con Jesucristo. Esta teología sobre la relación de la palabra, con el sacrificio es la base para que, al hablar de los ministerios laicales,, no se altere la especificidad del ministerio sacerdotal, en cuanto plenitud del ministerio laical en la iglesia.

El sacramento eucarístico es la actualización mistérica del único. sacrificio pascual de Jesucristo, crucificado y resucitado. Por este motivo, la eucaristía es alianza sacramental de Dios con el hombre, llamada tradicionalmente símbolo. La sangre de Abel, el sacrificio de Isaac, la sangre esparcida por Moisés son símbolos de la alianza de Dios con la humanidad en la sangre de Jesucristo. La partición del pan entregado y la distribución de la sangre derramada son la fuente, la cumbre y el centro de la iglesia y de, toda comunidad cristiana. En el mismo sentido se afirma que la misa es la fiesta esponsal de Cristo con su iglesia, donde se celebra la recapitulación de toda la historia de la salvación en el mismo Señor. La' eucaristía, sacrificio sacramental de Cristo en medio de nosotros, es memoria, presencia y profecía; es decir, es la recapitulación de todo el misterio de la iglesia y de la vida cristiana ("Recolitur memoria eius, mens impletur gratiae, et futurae  gloriae pignus datur").


IV. Las celebraciones de la palabra

La constitución del concilio Vat. II Sacrosanctum concilium, sobre la sagrada liturgia, habla oficialmente sobre las celebraciones sagradas de la palabra de Dios (SC( 35,4), y la instrucción ínter oecumenici, nn. 37-39 (septiembre 11964), dedicada a la aplicación correcta de la constitución litúrgica, desarrolla el pensamiento conciliar sobre estas celebraciones de la palabra, presentando principalmente su estructura y dinámica, y algunas de las ocasiones en las cuales habría que fomentarlas. En nuestra reflexión vamos a presentar los objetivos, la dinámica y las formas concretas de las celebraciones de la palabra, teniendo en cuenta que se trata de una acción litúrgica específica y autónoma, cuyo futuro en la pastoral de la iglesia, en orden a favorecer especialmente la evangelización y el crecimiento de la fe y de la oración en las comunidades cristianas, presenta una riqueza insospechada. En contra de la inflación de misas, necesitamos aceptar con sentido de futuro el valor de las celebraciones de la palabra, en un tiempo en el cual han desaparecido casi totalmente las novenas y los triduos, en orden a equilibrar la evangelización con la sacramentalización y vivir coherentemente la dimensión misionera de la iglesia.

1. UN ACONTECIMIENTO LITÚRGICO. Las celebraciones de la palabra, basadas en el valor salvífico de la palabra de Dios, no se describen tomó lecciones catequéticas o clases prácticas de moral cristiana, ni tampoco como discursos teológicos, sino que son realmente celebraciones litúrgicas de la palabra, en torno a las cuales van surgiendo los cantos, los ritos, las oraciones, etc. Nos encontramos ante la proclamación litúrgica de la palabra, que es escucha comunitaria e instrucción del pueblo de Dios, siendo objeto de una verdadera celebración litúrgica. Antes y después del concilio se discutió la naturaleza litúrgica o paralitúrgica de estas celebraciones de la palabra. Ahora bien, entiendo que la misma presentación conciliar y posconciliar de estas celebraciones de la palabra nos ofrecen un contexto litúrgico; por ejemplo, se nos habla de la presidencia, que debe ser ejercida por un sacerdote, diácono o seglar delegado (asistentes pastorales); del sistema oficial de lecturas; del modelo de la liturgia de la palabra en la eucaristía, etcétera. Por otra parte, las celebraciones de la palabra son un dato litúrgico ya antiguo, heredado de la misma sinagoga, como aparece en la misma celebración del viernes santo.

Dado que el quicio de las celebraciones de la palabra, en cuanto acción litúrgica, es la proclamación de la palabra de Dios como acontecimiento de salvación, han de prevalecer en su desarrollo los criterios simbólico y sacramental sobre los aspectos pedagógico y catequético. Con otras palabras, el criterio litúrgico ha de prevalecer sobre el criterio pastoral, y de esta manera se podrán superar mejor peligros como el verbalismo o el endoctrinamiento, favoreciendo el contexto contemplativo, en el cual quede patente la finalidad doxológica sin excluir su objetivo didáctico (OLM 61). No olvidemos que se trata de una verdadera acción litúrgica, y que es Cristo quien habla y salva a su pueblo; en consecuencia, no podemos reducir las celebraciones de la palabra a un mero ejercicio piadoso, ni tampoco a una práctica religiosa, como si se tratara de una paraliturgia. Además, como veremos más adelante, las posibilidades de las celebraciones de la palabra no podemos reducirlas a las celebraciones de las comunidades sin sacerdote, las cuales, por otra parte, están exigiendo, en definitiva, la celebración eucarística.

Las celebraciones de la palabra son un signo litúrgico; la palabra, el estilo celebrativo, los ritos, todo nos lleva al significado sacramental de Cristo anunciando su palabra y realizando en los sacramentos la salvación proclamada. Lo que da plenitud y fuerza significativa a las celebraciones de la palabra de Dios es el hodie celebrativo del misterio pascual de Jesucristo, muerto y resucitado. El contenido teológico de las celebraciones de la palabra es la anámnesis de la historia de la salvación, la epíclesis al Espíritu Santo, y la glorificación del Padre. La palabra llega a la asamblea como kerigma, y al celebrarla se hace anámnesis, epíclesis y doxología. La iglesia no filosofa sobre la palabra, sino que, en nombre de Cristo, la proclama y la celebra, entregándonos nuestra salvación para la gloria de Dios. La palabra celebrada litúrgicamente, como toda acción cultual de la iglesia, tiene una triple dimensión salvífica y cultual: es memoria de Cristo muerto y resucitado; es presencia actual de la gracia que nos salva y glorifica a Dios, y es el comienzo de la escatología cristiana. En definitiva, las celebraciones de la palabra son acción y contemplación, donde los cristianos rezan y misionan a los hambrientos de la palabra. De estas celebraciones de la palabra surgirán la alabanza, la acción de gracias, las intercesiones, etcétera.

2. LA DINÁMICA CELEBRATIVA. En la instrucción ínter oecumenici, n: 37, se alude a la estructura de estas celebraciones de la palabra, señalando que será la misma de la liturgia de la palabra en la eucaristía. En el fondo, la dinámica fundamental de las celebraciones de la palabra la encontramos ya en el Ex 19, cuando Dios habla a su pueblo, proponiéndole su alianza al manifestar su voluntad, y el pueblo contesta a Dios, diciendo: "Nosotros haremos todo cuanto ha dicho Yavé" (Ex 19,8). Esta estructura tradicional en la sinagoga y en el culto litúrgico de la iglesia se ha desarrollado especialmente en la primera parte de la liturgia eucarística, tal como aparece en los diversos ritos orientales y occidentales. "El esquema `lectura, canto, oración' es una forma fundamental que establece unas líneas básicas, pero que permite muchas modificaciones o derivaciones. No hay por qué retirar sin más tampoco formas usuales hasta ahora. Basta con que sean completadas o incorporadas a nuevos encuadres. Pero, sobre todo, debe hacerse honor a este elemento, que no halla lugar muchas veces en nuestros actos piadosos y que, sin embargo, está llamado a ofrecer su médula central, de la misma manera que el sacramento constituye el eje de la celebración eucarística, es decir, la palabra de Dios en la Sagrada Escritura".

Dentro del margen de creatividad que permite la estructura fundamental de estas celebraciones de la palabra, su dinámica consta, además de su tiempo inicial de purificación y de su tiempo final de acción de gracias, de estos tres momentos: lecturas, canto y oración. Las lecturas, que pueden ser tres, como en el culto dominical de la iglesia romana (el profeta, el apóstol y Jesucristo), irán completadas con la homilía, pronunciada por el sacerdote o por el diácono; en caso de una celebración sin sacerdote o diácono, la homilía será simplemente leída por el seglar delegado. El canto es la respuesta normal ante la acogida profunda de la palabra, y debe responder a la fe en la palabra y a la alabanza a Dios por su cercanía al hombre. Finalmente, la oración de alabanza y de intercesión, con el colofón normal del padrenuestro, no puede faltar,dado que es el fruto de la escucha de la palabra de Dios; incluso en las celebraciones de la palabra se pueden ampliar, si la comunidad presente lo necesitara, estas presencias de las lecturas, los cantos y las oraciones.

La dinámica interior de las celebraciones de la palabra de Dios depende de la actitud de escucha y acogida que tenga la comunidad celebrante y de su disponibilidad y docilidad para asumir las mociones del Espíritu Santo, que es el alma de toda celebración litúrgica. La palabra de Dios convoca y purifica a la asamblea, que es el sujeto eclesial de la celebración; la palabra de Dios proclama la historia de la salvación o misterio pascual de Cristo muerto y resucitado; la palabra de Dios, al ser celebrada, se reviste de su fuerza salvadora y se hace acontecimiento de salvación y diálogo de misericordia de Dios con el hombre. Así, las celebraciones de la palabra terminan siendo plegaria contemplativa, comunicación eclesial, comunión con Dios y con los hermanos, alabanza a Dios y adoración al único Señor. La dinámica celebrativa de la palabra, en definitiva, nos ofrece el proceso de la historia de la salvación en las coordenadas de adaptación, continuidad y gradualidad progresiva, en el conocimiento de la Sagrada Escritura y en el proceso cultual del cristiano, hasta llegar al "contacto continuo" (DV 25), "al amplio acceso a la Sagrada Escritura" (DV 22) y a "la lectura sagrada asidua" (DV 25).

En la dinámica de las celebraciones de la palabra influye mucho el ars dicendi o el arte de proclamar solemnemente la palabra de Dios, sabiendo que se trata de una palabra performativa, como toda palabra litúrgica, en la que influye la técnica y, sobre todo, la cultura y especialmente la fe. La proclamación de la palabra de Dios puede hacerse como recitación o como canto, buscando siempre la dimensión simbólica de esta palabra. La conciencia de la importancia de ministerios (el lector), de espacios (el ambón) y de los libros (leccionarios) en las celebraciones de la palabra en orden a conseguir celebraciones dignas, es algo fundamental. El ministro de la palabra debe de confiar, más que en sus cualidades humanas, en el don de Dios. El ambón será un elemento consistente, estable y digno, en relación con el altar. El leccionario será digno de la santidad de la palabra de Dios. Las moniciones, pronunciadas por el presidente o por el ministro competente, servirán, en su brevedad, para explicitar desde la misma celebración el sentido de las lecturas y el sentido de la misma celebración (OLM 35).

3. DIFERENTES CELEBRACIONES DE LA PALABRA. A continuación vamos a recordar las celebraciones de la palabra autónomas; por consiguiente, omitimos aquellas celebraciones de la palabra que integran o forman parte de otras acciones litúrgicas, como la liturgia de la palabra en la eucaristía o las celebraciones de la palabra en la segunda y tercera formas penitenciales del ritual actual de la penitencia (nn. 22 y 35). No obstante, recordemos que en la antigüedad era costumbre a veces separar la liturgia de la palabra de la liturgia del sacramento, buscando un sentido pastoral más adaptado a las situaciones espirituales de los fieles cristianos o de los catecúmenos.

a) Celebraciones de la palabra propiamente dichas:

1) Celebraciones de la palabra en domingos y días festivos en comunidades cristianas sin sacerdote (SC 35,4; ínter oecumenici 37; OLM 62). Estas celebraciones son muy importantes, por ejemplo, para contrarrestar la extensión de las sectas en Hispanoamérica.

2) Las celebraciones de la palabra durante el año litúrgico, especialmente en los tiempos privilegiados de adviento y cuaresma, domingos y días festivos (SC 35,4; ínter oecumenici 38).

3) Las celebraciones de la palabra antes de las exequias (Ritual de exequias, nn. 37-38)..

4) Las celebraciones de la palabra en visita a enfermos (Ritual de la unción y.de la pastoral de enfermos, n. 90).

5) Las celebraciones de la palabra de Dios con niños (Directorio sobre las misas con niños, nn. 14.27). Como preparación para la eucaristía, aunque fuera de ella.

b) Celebraciones rituales de la palabra:

1) Las celebraciones de la palabra para catecúmenos (Ritual de la iniciación cristiana de adultos, n. 19,3), y celebraciones con niños o jóvenes, bautizados de pequeños, que se preparan para recibir la confirmación o la comunión (Ritual de la iniciación cristiana de adultos, n. 301).

2) Las celebraciones de la palabra para penitentes (Ritual de la penitencia, nn. 36-37). "Téngase cuidado de que estas celebraciones no se confundan, en la apreciación de los fieles, con la misma celebración del sacramento de la penitencia" (n. 37).

c) Celebraciones de la palabra en la liturgia de las horas. Las vigilias. "Si en algún lagar determinado se ve la conveniencia de dar realce a otras solemnidades o peregrinaciones mediante una vigilia, obsérvense las normas generales para las celebraciones de la palabra divina" (Ordenación general de la liturgia de las horas, n. 71). El oficio de lecturas es presentado por la Ordenación general como una celebración litúrgica de la palabra de Dios (n. 29).

d) Otras celebraciones de la palabra de Dios. Además de las celebraciones de la palabra que van unidas a otras celebraciones litúrgicas, con motivo de la distribución de la eucaristía fuera de la misa, o de la profesión religiosa celebrada fuera de la misa, o de la confirmación celebrada igualmente fuera de la misa, de las cuales hemos prescindido, como dijimos anteriormente, podríamos referirnos aquí a celebraciones ecuménicas de la palabra y a las celebraciones marianas de la palabra de Dios, cuya importancia para la devoción existente en los santuarios de Nuestra Señora, y cuya utilidad en las convenciónes ecuménicas son fácilmente comprensibles por todos.

P. Fernández