CANTO Y MÚSICA
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SUMARIO: I. Método y ámbito del tratado - II. Cuadro de problemas y experiencias litúrgico-musicales en las distintas épocas hasta el Vat. II: 1. La expresión vocal en la liturgia primitiva; 2. Aspectos litúrgico-musicales de la época patrística: a) El pensamiento sobre la música, b) Desarrollo de formas musicales; 3. Panorámica de liturgias y de prácticas de canto; 4. Las épocas romano-franca y romano-germánica de la liturgia; 5. Del canto para una cierta liturgia a una liturgia para la música: a) Síntesis conceptual, b) Puntos salientes de la praxis y de la legislación litúrgico-musical - III. Síntesis de las perspectivas litúrgico-musicales del Vat. II - IV. La historia reciente - V. Rito - Cultura - Música: 1. El proyecto ritual; 2. Las implicaciones culturales; 3. El quehacer musical - VI. Perspectivas.


Puesto que aquí se va a tratar de canto y música en la liturgia cristiana en cuanto son formas, y más que formas, del culto en espíritu y verdad traducido ritualmente, el lema puede precisarse así: la expresión vocal e instrumental en la experiencia celebrativa de la iglesia. Con el término experiencia se debe abarcar la perspectiva diacrónica (histórica), en cuanto reveladora de constantes y de variables relativas, ya a la realidad musical en sí misma, ya a la diversa relación de la misma con los proyectos celebrativos, ya a los resultados del impacto en los procesos de transformación cultural.

Con una óptica de esta naturaleza se hace posible una exposición suficientemente seria del tema, cuyo tratamiento supone y comprende un extenso conjunto de datos, así como su interacción. Cada uno de dichos datos exigiría ya de por sí una documentación y un análisis que, aun limitándose a una visión sincrónica, no dejarían de ser bastante complejos y de necesitar unas aportaciones especializadas e interdisciplinares en la medida en que nos ponen en relación con las más antiguas etapas de la adaptación ritual, de la evolución lingüístico-musical y de la relación ad intra: música-liturgia, y ad extra: liturgia-sociedad-historia, por lo que no podemos menos de acudir a los principales elementos en juego, que deberán entenderse en síntesis orgánica siempre que se hable de música ritual. Se resumen tales elementos en la tríada: música-liturgia-cultura, magnífica forma de indagación y de reflexión en los cotejos del pasado con la actualidad.

Música. Bajo este término, en su sentido más general, deberán comprenderse todos los fenómenos acústicos, emitidos por distintas fuentes (aisladas o conjuntas), variadamente organizados según selecciones o acoplamientos de uno o más elementos de formalización (timbre, ritmo...), estructuradossegún gramáticas y sistemas de diversa índole (modos, escalas...). En nuestro caso se extiende desde la señal de un crótalo hasta el concierto de campanas, desde un solo de trompa hasta una sinfonía de órgano, desde el recitativo entonado por un ministro de la palabra hasta la floritura melismática de un vocalista, desde la intervención solista hasta la coralidad de la más articulada polifonía. Música es todo esto; y una historia de las experiencias musicales (no sólo en la liturgia) debiera ocuparse de ello sin selecciones ideológicas preconcebidas ni discriminaciones apriorísticas.

Liturgia. La entendemos aquí como el aspecto fenoménico, ritualmente organizado, de las realidades teológico-antropológicas constitutivas del diálogo salvífico en la perspectiva de la revelación bíblica. Liturgia es entonces, ante todo, palabra (dada-recibida-restituida) que resuena moduladamente a través de una amplia gama de funciones-formas-protagonistas. El canto, en conexión con la palabra, es acción sacramental (a distintos niveles), que normalmente no obra ni produce su efecto sino en base a su significación; como, a la inversa, no significa sino en relación a su autenticidad operativa. Liturgia es entonces expresión icónica y comunicación de lo divino en el momento en que toma cuerpo en la limitación y en el cambio histórico; y es imagen determinada de iglesia (constitución, vitalidad, metas...), que se establece, se construye o se expresa en el juego simbólico, responsablemente participado por todos los que intervienen en la celebración. Realidad litúrgica es acontecimiento a partir de dos o tres congregados en el nombre de Cristo, incluso antes de un específico papel institucional e independientemente del rango social, de la índole cultural, de la situación geográfica de los presentes y del mismo programa celebrativo más o menos codificado.

Cultura. Dada la casi omnicomprensividad de significados del término, justo es precisar en qué sentido se utiliza aquí. En relación con nuestro tema musical, entendemos por cultura el peso de aquellos elementos que los procesos de producción y dirección litúrgica han recibido de diversos contextos humanos (espontáneos o institucionalizados). Los -> ritos, con otras palabras, reflejan —y a veces hasta inventan— la aventura histórica. Se crean, y se transmiten después culturalmente superdeterminados; en ocasiones continúan sobreviviendo cargados de significados originarios, que se volvieron más tarde incomprensibles u oscuros y carentes ya de vitalidad sin unas relecturas o interpretaciones. Ello es mucho más fácil cuando un rito se ha vinculado a determinados proyectos o a prácticas musicales particulares. Cambia el mundo de las motivaciones, prevalece el uso seductivo o alterno de una o más prácticas musicales según combinaciones múltiples, surgen las preferencias de época por sistemas gramaticales particulares, se descubren las huellas de improntas estilísticas subsiguientes, se diferencian los criterios interpretativos y valorativos de los productos musicales (obras y repertorios). En buena cantidad de ritos, por lo demás, cambia la eclesiología y la composición-participación de las -> asambleas, según una gama de variables casi infinitas.

Poner como base de un estudio sobre canto y música un programa de atención a los ejes señalados, ymás aún a la red de asociaciones referencias-reclamos que derivan de su lectura por conjuntos, no deja de parecer algo temerario. Nadie puede sentirse capaz de aventurarse ni de proseguir tal camino. Una historia nueva y exhaustiva del canto cristiano, que integre las coordenadas fundamentales aludidas, seguirá siendo —tal vez durante mucho tiempo— un sueño apasionante, si bien están ya cooperando a escribirla muchos pacientes análisis y los esfuerzos de recomposición de conjuntos sectoriales, obtenidos sabiamente de una escucha más crítica y menos mítica de la tradición y fecundados con la aportación vital de cada elemento ofrecido por la interdisciplinariedad de la investigación.

No parecen superfluas tales consideraciones desde el momento en que la literatura corriente sobre nuestro tema, especialmente en el ámbito eclesiástico, da la impresión de no valorarlas apenas o de ignorarlas, creando desequilibrios informativos por exceso o por defecto. Por exceso, cuando las indagaciones, moviéndose dentro de los laboratorios de una sutil especialización, renuncian a aperturas exploratorias y a esfuerzos de contextualización que proporcionarían una lectura más orgánica de los fenómenos estudiados, suscitando seguramente nuevos interrogantes, desvaneciendo ideas e imágenes convencionales, insertando en el potencial del resultado científico aquella toma de corriente que pudiera aportar luz sobre los problemas de hoy. Piénsese, sólo por poner un ejemplo, en el sentido que se debe dar a ciertas indagaciones actuales sobre el canto gregoriano, que corren el peligro de parecer un anacrónico academismo, en la medida en que no se explicita su importancia ni se ilustran sus consecuencias, gusten o no. Por el otro lado, o por defecto, el desatender las perspectivas arriba mencionadas puede llevar a una fácil apologética; a una repropuesta de modelos culturales, considerados, sin comprobación, como legítimos y ejemplares; a una reiteratividad de esquemas mentales y de juicios prefabricados; a una fabulación-ocultamiento de datos para mantener una determinada forma de poder y de visión ideológica. Piénsese en expresiones mixtificadoras corrientes, como, "el gran patrimonio de la música sagrada", "el pensamiento de la iglesia sobre el canto", "el órgano, rey de los instrumentos", "la universalidad del canto gregoriano", etc.

Es un hecho que los ensayos, incluso parciales, verdaderamente magistrales o ejemplares sobre nuestra temática, en cuanto a contenido y a espíritu, son escasos, a pesar de las abundantes historias de la música o de la liturgia. Las primeras tratan de música ritual, casi siempre prescindiendo del tipo de liturgia celebrada o del tipo de una expresa comunidad; faltan frecuentemente las más elementales referencias al cuadro celebrativo y a las funciones de la música, aun cuando fueren la única justificación de una forma musical; no se alude al tipo de protagonistas o de destinatarios del canto ni al tipo de ambiente o de experiencias eclesiales. Las segundas, aun describiendo el marco ritual o la experiencia eclesial que lo determina, son muy avaras en alusiones a canto y música y, sin embargo, infravaloran las formas concretas de la ritualidad en las que el juego de la imagen sonora es siempre (positiva o negativamente) bastante determinante. Además, los estudios de -> teología litúrgica (aparte de su escasa atención a los textos cantados) ofrecenunos cuadros hipotéticos e intelectualísticos (sin decirlo), ya que no valoran ese plus o esa diversidad de contenido que confiere a un texto (por ejemplo, un prefacio) una determinada inmersión sonora, o bien el marco festivo o ferial, la ejecución coral o solística, etc.

Tras esta amplia premisa metodológica, que tiene validez aun prescindiendo de la continuación de nuestro discurso, queda por esclarecer la línea de orientación en que va a moverse el resto del tratado. Con la humildad que sin más nos imponen las reflexiones anteriores, pero con la franqueza también de un discurso que no quiere ser convencional, se fijarán, como en una radiografía, algunos momentos de la gesta litúrgico-musical entre los que, por diversas razones, parecen más significativos. Se tratará de rasgos históricos tan esenciales que parecerán reductivos, hasta casi en aparente contraste con las exigencias anteriormente aludidas; pero se reserva una particular atención al discurso sobre hoy (-> infra, IV-V), dado que ahí confluyen y vuelven a reaparecer en un cuadro extremadamente vivaz los diversos puntos fundamentales de la gesta histórica.


II. Cuadro de problemas y experiencias litúrgico-musicales en las distintas épocas hasta el Vat. II

1. LA EXPRESIÓN VOCAL EN LA LITURGIA PRIMITIVA. El momento más difícil de estudiar es el de los comienzos, sin dejar de ser, al mismo tiempo, el más sugestivo por las riquezas que descubre. Las pistas de aproximación que se han ensayado no dejan de ser variadas: por ejemplo, la teoría evolucionista desde el canto hebraico hasta el cristiano, y las investigaciones de la musicología comparada aplicada a las más antiguas (o supuestamente tales) melodías cristianas. Tales estudios no sólo no han dado satisfactorios resultados, sino que hoy parecen incluso metodológicamente poco correctos. El camino más apropiado para trazar un cuadro lo menos hipotético posible parece ser el de una lectura musicológica de las fuentes literarias cristianas a partir del NT, pero con referencia atenta y crítica a los hechos vocales y musicales que son propios, según sabemos, de la cultura contemporánea y circunstante.

Del espíritu de la expresión cristiana se deducen la primacía del logos, la importancia de la didajé, las funciones del melos, valorado, sí, pero en oposición a las prácticas encantatorias o máginas del paganismo. De la vigilancia pastoral deriva el temor a influencias culturales-cultuales. En particular, aparece ligada a ciertos momentos y a ciertas áreas geográficas la puesta en guardia contra fenómenos fuertemente señalados, como los aspectos rítmico-métricos de la poesía o la tímbrica ligada a prácticas religiosas o a usos sociales. Sin embargo, en el seno de las iglesias locales está viva una rica gestualidad vocal, inspirada en la praxis común, que permite a los fieles intervenir en las celebraciones, ya se trate de proclamar la Escritura o bien de dar gracias, de aclamar, de condolerse, de orar, de meditar. Se tiene una liturgia a menudo carismática y, en todo caso, no tan formalizada como para excluir actitudes ordinarias y familiares.

Cierto que el valor terminológico de las expresiones vocálico-musicales es bastante fluctuante y hasta más bien dudoso. Se consideran, por ejemplo, como salmos, además de los poemas bíblicosveterotestamentarios bien conocidos de las fuentes del NT, los mismos himnos cristianos con su original procedimiento, que se aleja tanto de la rítmica hebraica como de la métrica grecorromana. Tales himnos combinan libremente estructuras sálmicas y contenidos aclamatorios, doxológicos e invocativos. Los textos, destinados probablemente o con toda certeza al canto, que se han conservado son bastante numerosos; como son asimismo numerosos los testimonios sobre la práctica del canto: son célebres los pasajes de la carta de Plinio a Trajano, los de la carta de san Ignacio de Antioquía a los efesios, los del Pedagogo de Clemente Alejandrino y del De anima de Tertuliano. En cambio, ninguna melodía ha llegado hasta nosotros, a no ser el épainos a la Trinidad del papiro de Oxirinco (que no parece destinado a la liturgia), el cual se remonta al s. III; y después la antiquísima, pero que no es fechable con precisión, Laus magna, de la que procederá el Gloria de la misa.

Uno de los criterios para imaginar el proceso y el sabor de las melodías arcaicas es tener en cuenta algunos procedimientos compositivos comunes a muy diversas áreas culturales, incluida la mediterránea: se trata del uso de melodías de centón y de la técnica de las variaciones de estructura. Mas por encima de tales datos, de la documentación en su conjunto nace una visión bastante positiva: riqueza de motivaciones del canto, vitalidad de prácticas diferenciadas, ritualidad capaz de liberar más que de bloquear los comportamientos humanos, escucha cultural crítica y actitud receptiva. Se está en el polo opuesto a la concepción de una música en sí en las confrontaciones del rito, y de un rito en sí en las confrontaciones de la vida; la celebración misma de los misterios cristianos no es extrapolación de la cultura-ambiente, sino en la medida en que el juicio evangélico desenmascara ídolos o denuncia estructuras opresivas.

Hoy, después de múltiples experiencias en diversos sentidos, tal concepción y tal praxis aparecen, en su conjunto, como las más "modernas" de la historia de la liturgia. Y son dimensiones que habrán de recuperarse, para volver a encontrar una identidad de cristianos en el culto y de ciudadanos en el mundo.

2. ASPECTOS LITÚRGICO-MUSICALES DE LA ÉPOCA PATRÍSTICA. Con esta rápida reseña, que prescinde hasta de sucesiones cronológicas y de concretas localizaciones geográficas, se intentan destacar dos aspectos de notable riqueza: la evolución de un pensamiento cristiano cada vez más rico sobre la música y la aparición de algunas formas litúrgico-musicales diversamente estructuradas y variadamente funcionales.

a) El pensamiento sobre la música. El interés bastante vivo en la sociedad por las prácticas musicales (fiestas, banquetes, cultos, ritos fúnebres...) lleva a los padres a una confrontación, a una profundización especulativa y espiritual, a una vigilancia unas veces promocional y otras polémica. La preocupación celebrativa y ética orienta el discurso patrístico (¡felizmente para nosotros!) hacia la vertiente de la música práctica, es decir, hacia aquel usus desdeñado por los doctos, para quienes la música era ciencia especulativa. Solamente san Agustín es contemporáneamente testimonio de preocupaciones espirituales en sus Confessiones, pastorales en sus Enarrationes y científicas en el De musica. Entre los más calificados testimonios del tema litúrgico-musical se han de recordar, al menos, san Ambrosio, Clemente de Alejandría, Eusebio de Cesarea, Gregorio Nazianceno y Gregorio Niseno, Jerónimo, Juan Crisóstomo, Nicetas, Orígenes, Teodoreto, Tertuliano (perdónesenos el orden puramente alfabético).

Los padres encomian el canto litúrgico por diversas razones. Se atienen ante todo a los ejemplos escriturísticos, multiplicando, a su manera, las interpretaciones bíblicas: se extienden desde el Éxodo hasta los Salmos, desde los profetas hasta el Apocalipsis, desde los libros de los Reyes hasta los evangelios. Su lectura bíblica no es exclusivamente espiritualista, sino que acoge y engloba los valores antropológicos y los efectos psicológicos de las diversas prácticas de canto, que producen alegría espiritual, salud física o psíquica, emotividad tan intensa que resulta ambigua: medicina para los hombres carnales, pero impedimento para los espirituales. Se pusieron sobre todo de relieve los aspectos simbólicos y celebrativos de la coralidad en sus múltiples formas: es servicio de la palabra, cohesión comunitaria (signo y prueba de unidad), sacrificio espiritual, profecía del reino, comunión con los coros angélicos y anticipación escatológica. La práctica litúrgica del canto se inserta en una visión mistérico-sacramental, hasta el punto de que los textos que hablan de él pertenecen más al género de la mistagogia que al del tratado.

No dejan tampoco los padres de tener presentes las problemáticas del impacto cultural: conocen el fascinante poder de los cantos inmorales y la fuerza contagiosa de los cantos heréticos; son conscientes de los peligros de retorno a situaciones idolátricas implicadas en la fuerza evocativa de melodías y timbres instrumentales; no ignoran la encantadora seducción ni el mágico poder de algunas prácticas; como consecuencia de todo lo cual establecen reservas y tratan de prevenir contra particulares situaciones que, por otra parte, encierran elementos interesantes o incluso normativos para toda época. En resumen, parece lícito hablar también de una modernidad de los padres en el tratado global sobre la música. Su visión más bien es amplia y articulada, tiene en cuenta una multiplicidad de prácticas y proyectos, refleja una situación celebrativa no alejada de la vida ni del pueblo y todavía no dominada por la estaticidad de normas rubricales intangibles.

b) Desarrollo de formas musicales. Signo de una liturgia en vital expansión celebrada con lenguajes usuales, ni siquiera reservada en exclusiva para adeptos de raigambre levítica, lo es igualmente el desarrollo de formas musicales variadamente funcionales y convergentes. En el campo de la salmodia se apoyan en la ejecución directivo-solista (frecuentemente virtuosista con la asamblea a la escucha) nuevos tipos de ejecución: la directivo-colectiva (colectiva o alterna), en la que también participa el pueblo con un número determinado de salmos escogidos; la de frases intercaladas, aleluyáticas o responsoriales (el estribillo está atestiguadísimo por los padres); finalmente, las formas diversamente antifonadas, que combinan escucha e intervención y liberan funciones ministeriales. En el campo de la himnodia, después de una feliz gestación en Oriente, en Africa y hasta en Europa, tanto en los ámbitos heréticos (gnosticismo, arrianismo) como enlos ortodoxos (desde Bardesano [+ 222] hasta Arrio [+ 336] o Efrén [+ 373], desde Mario Victorino hasta Hilario [+ 336]), se llega a un estadio de madurez por obra de san Ambrosio (+ 397). Su fina intuición pastoral y su interés por los misterios celebrados en la asamblea son gérmenes de vitalidad sembrados por todo Occidente.

Así es como salmodia e himnodia, revigorizadas y relanzadas en los círculos celebrativos, presentan unas asambleas en las que la unidad no está tejida de uniformidad. Como sabemos, en la celebración bien inserta, en los ritmos de la vida y en el tejido experiencial de las comunidades pueden resonar (solamente en Roma no llega a aprovecharse de tal apertura), además de la palabra bíblica, las palabras que la cultura viva, traducida en vena poética o creatividad eucológica, forja como respuesta eclesial. Algunas hipótesis hacen remontar hasta los ss. tv-v la fundación de las scholae cantorum, comprobadas documentalmente en algunas localidades. La creación de tal institución en un contexto litúrgico rico en aportaciones participativas podría significar un máximo enriquecimiento en la estructuración ministerial de las asambleas. Sabemos igualmente que bien pronto se verán envueltas tales scholae, al. menos como concausas, en un proceso disgregador y de decadencia celebrativa, al ritmo del contrastante camino ascensional del arte.cambios e influjos más dispares. Y cada liturgia local se expresa con sus correspondientes hábitos musicales. Es el triunfo del pluralismo litúrgico-musical, aceptado y hasta respetado por la misma iglesia de Roma, no solamente para las áreas geográfica y culturalmente distantes, sino también para la misma Italia.

No podemos ocuparnos aquí del Oriente litúrgico con sus ramificaciones. En cuanto a Occidente, tenemos noticia de una tradición africana, del mundo visigótico con sus diversas escuelas y redacciones locales en Iberia, de las exuberancias creativas en el ámbito galicano, de las aportaciones originarias de las regiones célticas. Por lo que se refiere a las producciones musicales, hoy es difícil y no pocas veces imposible discernir, precisar y reconducir hasta su fuente costumbres y repertorios: está, por lo demás, documentada la vitalidad creativa y la recíproca fecundación de diversas aportaciones. En lo que concierne, finalmente, a Italia, todo grupo eclesial consistente, sobre todo si es políticamente importante, está dotado de su propio conjunto de textos y entonaciones. De la riqueza de algunas regiones o ciudades no queda ni recuerdo; de otras quedan rastros y hasta noticias bastante considerables (Campana, zona ravenense, área aquileyense); se conserva, en cambio, el patrimonio orgánico y codificado de las ciudades de Benevento, Milán y Roma. Sin entrar en cuestiones que los estudiosos están orientando en diversas direcciones —histórica-litúrgica-textual-paleográfica-semiológica-musicológica—, baste una alusión a la estructuración (cada vez más compleja y a la vez precisa) de las grandes celebraciones sacramentales, de la oración diaria con sus múltiples programas o del memorial anual del misterio de Cristo. Dentro de tales celebraciones se ponen a punto las diversas formas de canto, ya las ligadas a funciones de base comunes a todas las liturgias (por ejemplo, el introito de la misa, con las distintas nomenclaturas según los diversos ritos), ya las que acompañan a costumbres características de uno o más ritos. En cuanto a la iglesia de Roma, es notoria la atención de los pontífices al ordenamiento ritual en general y a la puntualización del antifonario en particular. Por sus influjos determinantes y por los resultados prácticos en el campo litúrgico-musical no se pueden olvidar ni el dinamismo de la expansión misionera ni la floración monástica.

Sin embargo, y a pesar de tanto trabajo creativo o de adaptación, hay un elemento importante de la celebración que siempre va a menos: el de la participación-encuentro asambleario. Adquieren espacio la especialización teológico-bíblica de los compiladores de textos (¡magníficos!), la gestualidad escenográfica de los ministros, el afinamiento melódico de los adscritos a las scholae, mientras que al pueblo pertenecerán las sustituciones que se le ofrecen (también musicalmente) o que él mismo busca y perfecciona o realiza. Cultura y música elitistas son las que invaden el espacio litúrgico; la ritualidad busca cada vez más influencias pontificias y regias, alejadas de la experiencia ordinaria. La celebración se configura como espléndido opus al que acudir, y a sus protagonistas se les reconocen poderes misteriosos: el alejamiento cultural comienza a ser así distanciamiento sacra/. El progreso musical no es enteramente inocente, junto cpn otros factores, en lo tocante al distanciamiento entre liturgia y vida. La música se prepara para llegar a ser, como el latín, una lengua culta: la lengua de otra iglesia, que es la institución y su clero.

4. LAS ÉPOCAS ROMANO-FRANCA Y ROMANO-GERMÁNICA DE LA LITURGIA. Los siglos que transcurren entre Gregorio Magno (t 604) y Gregorio VII (t 1085) muestran las huellas y esconden el secreto de complicadísimas vicisitudes litúrgico-musicales: el canto desempeña un papel mucho más que secundario. En Roma la liturgia va madurando una adaptación y alcanzando una codificación fundamental en lo relativo a textos, ritos y usos de canto. La eficacia de la schola cantorum está garantizada por maestros de alta especialización y por alumnos formados en el arte desde su tierna edad. Tal complejo ritual y musical es capaz de suscitar admiración, emulación y hasta tal vez envidia. Bien pronto va a comenzar su trasplante a las regiones del norte, primero por contagio y con el apoyo de libres iniciativas, y después con el favor y el poder de los reyes. El intercambio de maestros de canto entre Roma, Francia, Alemania, Suiza (como, por lo demás, la migración de los libros litúrgicos) va acompañado de la progresiva romanización de las antiguas liturgias locales. El proceso está apoyado (devoción que encubre en no pequeña medida una estrategia política) primero por Pipino y después por Carlomagno. Por lo que se refiere al canto, mantiene éste, de una manera determinante, el prestigio que le viene de su atribución al gran pontífice Gregorio I: de la leyenda nace una tradición literaria e iconográfica. La operación de trasplante no termina, naturalmente, ni en una sustitución ni en una mezcla coherente en ningún campo; dará más bien lugar a unos conjuntos demasiado híbridos. La yuxtaposición cultural producirá• reacciones o resistencias o también movimientos anárquicos; hasta desembocará en floraciones de una imprevisible e incontrolable creatividad.

Dentro de este trabajo se sitúa el fenómeno de la fecundación y del feliz parto de un arte melifluo de primera calidad: el denominado canto -> gregoriano. Las hipótesis de los estudiosos sobre el origen de esta perfeccionadísima praxis (que se establecerá más tarde como repertorio) pueden reducirse sustancialmente a dos principales, muy distintas entre sí. Se hace referencia aquí a ellas a grandes rasgos y sin entrar en todos los detalles necesarios. a) El gregoriano es canto de la Urbe, reelaborado en refinadísimos ambientes romanos y llevado al norte con la difusión de los textos del antifonario (desde este momento coherente y completo). Pero en Roma sigue en vigor otra tradición distinta de canto (antiguo romano), que vendrá escrito en notación a partir del s. xI y que allí se utilizará todavía durante algún siglo. b) El gregoriano floreció en las Galias, entre el Rin y el Sena, sobre todo en torno a las catedrales y en los centros monásticos, provistos de scholae así como de scriptoria, de donde saldrán los códices con notación. Los textos son naturalmente los del antifonario y del responsorial romano; pero las melodías son geniales creaciones (en el sentido y según los sistemas de la época) de artistas anónimos de los ss. vmax, favorecidos por el renacimiento carolingio y atentos a la sensibilidad de la cultura transalpina. Perfeccionan dichos artistas costumbres, reelaboran materiales, teorizan para dar homogeneidad, organicidad y sentido práctico al nuevo repertorio. De hecho, los codices neumati más antiguos (incomparables por su precisión gráfica, la cual transparenta una alta musicalidad, una perfeccionadísima vocalidad y una auténtica espiritualidad al abordar el texto bíblico) proceden de las Galias y de Suiza. En Roma, por el contrario, no aparece tal canto documentado sino mucho más tarde (s. xuI) y en su fase decadente.

Si es justo recordar tales hipótesis, ya no es del caso pronunciarse en pro o en contra de posiciones acerca de una cuestión que probablemente nunca será posible esclarecer adecuadamente. Siguiendo la línea de reflexión que nos hemos propuesto desde el principio, nos parece más necesario hacer algunas observaciones: a) La calificación de los ritos y la especialización en el canto impulsan a la liturgia, de forma definitiva e irreversible durante siglos, por un carril que solamente podrá ser controlado y gestionado por adictos a esos trabajos, es decir, por el mundo clerical y monástico. Impresiona el hecho de que, paralelamente al espléndido florecimiento del canto (que sigue produciendo textos y melodías para tropos, secuencias, responsorios, aleluyas, nuevos oficios, etc.), se sienta la piedad cristiana obligada a refugiarse en formas moralizantes y ascéticas y en tonos psicológico-sentimentales, fomentados por el alegorismo y la dramaturgia celebrativa, por la cuantificación concomitante de la descalificación de las fiestas y por la hipertrofia ritual diirectamente proporcional a la incuria pastoral en los encuentros del pueblo congregado para las celebraciones. De ahí que tal canto, nativa y constitucionalmente ligado a ese estado de cosas (y sobre todo a la imposible participación de los fieles), continúe siendo el indicado como repertorio normativo del canto eclesial (latino) y popular para toda época. b) No es demasiado pedir que la idealización del gregoriano (provenga ésta de estetas o de documentos eclesiales) se mantenga dentro de límites cultural y eclesiológicamente razonables y se mueva en el ámbito de bien claras intenciones. No se pueden desatender las problemáticas que suscita tal repertorio cuando se quiere indebidamente absolutizarlo o reponerlo en el ámbito cultual: ¿quién lo ejecutaba?, ¿cómo?, ¿para quién?, ¿representa un fenómeno de comunión eclesial o de marginación?, ¿es plenamente positivo el hecho de haberse extendido a costa del silencio de otras voces, marginadas hasta cierto punto o acalladas irreparablemente (piénsese en los patrimonios locales que no sobrevivieron, a excepción del canto ambrosiano; y sobre todo en el canto visigótico, ligado a una gloriosa tradición litúrgica, truncada por Gregorio VII)? Con este tipo de reflexión no se quita lo más mínimo al valor intrínseco ni a la refinada espiritualidad del mundo gregoriano. Pero se le contextualiza en una experiencia eclesial más amplia (incluidos los cambios litúrgicos) y se sopesan tanto los valores que han de conservarse como los límites que no han de sobrepasarse.

5. DEL CANTO PARA UNA CIERTA LITURGIA A LA LITURGIA PARA LA MÚSICA. a) Síntesis conceptual. Un tratado que globalmente aspire a considerar el mundo de la música en la iglesia a partir del s. XIII hasta los tiempos más recientes difícilmente logra esquivar dos escollos: por un lado, el que, sobre bases apologéticas, registra los, fastos de una iglesia cuna y protectora del progreso cultural-artístico; por el lado opuesto, el que, basado en el sentido crítico de una cultura sanamente laica, lleva a individualizar los miedos, las lentitudes, las tardías posiciones de recuperación de una gestión de poder que se siente amenazada por las transformaciones culturales y que reacciona, hasta encubrir como amor a la tradición un deseo de autoconservación. Ambas posiciones tienen algo de verdad, pero no pueden constituir el punto de partida para una valoración racional. En efecto, el punto de vista estético-musical lleva a absolutizar, a posteriori, la herencia de un thesaurus acumulado durante siglos; mientras tanto, la vía del análisis socio-cultural, prefiriendo en la indagación la novedad de los fenómenos incluso estéticos en su impacto con las estructuras de la época, corre el peligro de olvidar el peso de la continuidad en el rito y el problema político implicado en la oración misma.

En esta relectura se prefiere, una vez más sin absolutizarla, una tercera vía de aproximación: la liturgia en su vertiente celebrativa, que implica una visión teológica. Tal postura, a diferencia de las otras dos más periféricas, llega mejor al nudo de la cuestión. En efecto, el conjunto de datos estéticos o culturales, y aun la misma serie de acontecimientos históricos reseñados, vuelven a entrar en unos cauces lógicos y encuentran una explicación más oportuna cuando se redimensionan, a nivel de efectos, desde las confrontaciones de una causalidad verdaderamente básica: la de una liturgia que vive una crisis cada vez más grave y prolongada.

De esta variada y extensa documentación se deduce el dato de unas celebraciones vacías y en decadencia: cumplimiento más que vocación eclesial, repertorio que ejecutar más que inspiración, conjunto de cosas sagradas que tratar más que autenticidad de un comportamiento humano, movimiento representativo de una burocracia en el culto en vez de una acción coral del pueblo, dramaturgia en exhibición más que misterio participado, supervaloración de un cuadro religioso-cultual más que acogida de un Dios que dialoga y se da dentro de una auténtica lógica de encarnación. Después de la estación gregoriana, la floración de la polifonía (con sus aspectos lingüísticos y gramaticales revolucionarios y sus osadas experiencias) se inserta en los distritos de tal situación celebrativa. La búsqueda sonora tiene una vitalidad incansable; los mismos ajustes sociales nuevos y cambiantes están abiertos al gusto cada vez más exquisito del progreso artístico, hecho de mezclas armónicotímbricas, de juegos y simbologías rítmicas, de prestaciones profesionales por parte de los nuevos músicos, que no son ya, como en otro tiempo, especuladores de armonías esféricas ni combinadores de números místicos, sino artistas de la materia. El impulso autonómico de la música no conoce verdaderos obstáculos, dado que su relación con el rito es extrínseca. Se llegó a la desaparición de las formas y al oscurecimiento de las funciones rituales; por eso son posibles la reducción a señal festiva de las composiciones desmesuradas y a veces extravagantes, la contraposición de modelos ajustados al genio o a la cultura de los detentores del monopolio melódico-instrumental. La concepción exterior de la fiesta y el vacío teológico de la solemnidad litúrgica se crean sus propios sucedáneos: un tipo de participación reducido a percepción global de lo sagrado; una afectividad orientada por los aspectos descriptivos y narrativos del rito; unas repercusiones psicológicas favorecidas por las aportaciones audiovisuales del programa; un encantamiento provocado por la gestualidad musical conjugada con la materialidad un tanto sensual de la tímbrica, con la fascinación de las cambiantes armonías, con las caleidoscópicas evoluciones del ritmo. Cada uno de estos aspectos tiene, sin embargo, igualmente sus facetas positivas; en efecto, la iniciativa popular busca y encuentra desembocaduras significativas en ritos marginales (procesiones, peregrinaciones, bendiciones...) y celebraciones en la frontera de lo litúrgico (via crucis, sepulcros, pesebre...), ricos, sin embargo, en valores simbólicos, en elementos añadidos (cf las cofradías) y en nuevos repertorios de canto en lengua viva (por ejemplo, los laudes).

La misma liturgia oficial no podrá ya desde ahora subestimar la nueva música; pero el torbellino musical se convertirá, dentro de la celebración, en algo así como la proverbial serpiente en el seno. Se intenta solamente exorcizar sus amenazas y curar sus mordeduras más agudas; salvo que se busque la manera de gloriarse, a distancia y después de varias caídas, de las heridas cicatrizadas como de unos trofeos conquistados.

Se escuchan protestas y lamentaciones por parte de hombres de probada piedad y por parte de espíritus particularmente reaccionarios, pero son como voces en el desierto. La autoridad legisladora se mueve a su vez torpemente y con inevitable ineficacia. Los intentos de intervención, desatendiendo las verdaderas causas del mal, se limitan a hacer algunos reparos. Sus directrices muestran su extravío ante una realidad litúrgica cada vez mas deteriorada en su recorrido por los caminos de la música. Tras lacorteza literal y efectiva de las providencias pontificias o sinodales o de las denuncias de testimonios particulares, que se multiplicarán con la decadencia que reaparece, puede componerse este cuadro:

• Preferencia fundamental por viejas formas compositivas y por repertorios fijos, socializados e inocuos, frente a las novedades. "Novis omnibus vetera praeponantur..." (1279): es un programa. La búsqueda, absolutamente justifica-da como salvaguardia de la continuidad, desemboca sobre todo en estas vías: la congelación ritual —es la primera vía— de los tonos de la lectura, de la oración, de los diálogos, de las moniciones, de las salmodias (que, por lo demás, se consideran cantus más que música): es la estilización a ultranza de gestos orales de diversa índole, pero incomprendidos y planificados. Segunda: la reposición constante del gregoriano, fijo en los libros rituales, a pesar de lo degradado de sus funciones. Es un repertorio que conserva poco más que un papel signológico o genéricamente connotativo; su vestimenta originaria se ha manchado con manipulaciones de todo género, realizadas como homenaje a las nuevas sensibilidades culturales y a los fluctuantes gustos retóricos. El mismo gregoriano llega a yuxtaponerse (en formas alternas) a composiciones monódicas o policorales de espíritu muy distinto; ofrece más bien un soporte de conexión del tejido polifónico (cantus firmus, frecuentemente irreconocible).

• Esfuerzo de puntualización de un estatuto sacral de la música. A las composiciones que llegan a madurar como fruto de un nuevo pensar y sentir se les quiere imponer —condición de su acceso al templo y de concordada compatibilidad con el rito— una etiqueta de garantía, que puede obtenerse mediante la adecuación a determinadas selecciones estilísticas, la adopción de ambientes, la calidad de mociones: necesitan propiedades como la castitas, o al menos la honestas, y sobre todo la gravitas, de suerte que las armonías resultantes auditum demulceant, devotionem provocent, psallentium Deo animos torpere non sinant. En la vertiente opuesta se implantan la vigilancia y la resistencia a las presiones de lo profano, que se manifiesta diversamente como adopción de temas populares, como mezcla y contaminación de textos, como divismo canoro, como incapacidad ejecutiva: "Magna bestialitas! —clama J. de Muris (1370) . Asinus pro homine, capra pro Leone, ovis pro pisce...".

• Preocupación por salvaguardar al menos la integridad material de la palabra litúrgica, redactada en latín, que no es ya de uso común; olvidada y, más tarde, ya incomprensible; a veces se tiene la impresión de que se la utiliza como simple material fonético. Este mal por defecto desembocará en otro mal por exceso: el uso inadecuadamente retórico y teatral de la palabra cuando la música pretenda colorear el texto, en vez de limitarse a prestarle la voz.

• Intención estratégica de controlar los centros de operación y los modelos de comportamiento musical, con el mantenimiento institucional de la relación clérigo-músico de iglesia.

• Falta de atención a la constante histórica, que revela exigencias participativas en el campo celebrativo y devocional. La amplísima y sugestiva producción laudística (en lengua viva y melódicamente próxima al sentir del espíritu popular) sigue estando, de hecho y de derecho, en contraposición a la liturgia oficial.

• Justificación de la cesión inevitable frente a la eclosión del arte vocal-instrumental. Viene englobada dentro de la visión de la majestad incluso temporal de la iglesia, en la perspectiva apologética de la victoria de la ortodoxia católica; y se concilia con el proyecto pastoral de un saludable atractivo y de un santo entretenimiento: es suscitadora de piadosos afectos de signo opuesto a los creados por la lascivia del siglo, aun con los mismos módulos musicales.

• Recurso a un viraje reaccionario cuando, considerada la pasividad del balance del compromiso, se idee y actúe en el sentido de una contracultura católica, restableciendo arquetipos remitificados y supersacralizados.

• Exigencia final de una orgánica codificación jurídica de la música, que fije con autoridad proyectos, modelos, comportamientos.

b) Puntos salientes de la praxis y de la legislación litúrgico-musical. La síntesis conceptual que hemos trazado, aparentemente aproximativa, pero en realidad fiel y documentable en sus diversos enunciados, sirve como fondo y como encuadramiento de la experiencia celebrativa en su vertiente musical, así como de las intervenciones normativas que tienen lugar entre el s. xut y el Vat. II. En la imposibilidad de trazar la historia musical de tantos siglos, ni aun limitándose al ámbito eclesial euroculto, aludiremos a alguna etapa y a algún hecho digno de mención por su valor documental o por el potencial de reflexión que suscita.

En 1324-25 aparece la Doctasanctorum Patrum, de Juan XXII, primer gran texto pontificio sobre la música litúrgica. Se puntualiza la situación en orden a rectificar su ruta. El primer dato que destaca en el cuadro es la corrupción del canto gregoriano, en contraste con épocas anteriores (¿de oro?). El papa, desde Aviñón, lamenta la involución ejecutiva y la ignorancia teórica de los principios que imposibilitan al canto tradicional el fomento de la devoción, vinculada a un flujo melódico respetuoso frente a la transparencia del texto. Son responsables del mal las novedades de la cultura: se trata de la poética y de la técnica del Ars nova, ya brevemente descritas. A pesar de la intencionalidad restauradora, la intervención deja entrever la conciencia de un cambio ya definitivo en el mundo de la práctica y de la percepción musical. Mientras toma clara posición contra las innovaciones rítmicas y la disolución del texto litúrgico, el pontífice se muestra más abierto a los análisis de los usos armónicos, al menos los recibidos y de alguna manera abonados.

Tal política de contención se aplica a una realidad que había ya desbordado los cauces señalados como lícitos. La polifonía no está ya en gestación, sino en expansión; está abierta a experiencias compositivas fantásticas y a la vez calculadas; va en busca de equilibrios vocales experimentales y a la vez regulados; está más ebria que sedienta de un mundo poético y sonoro inédito, por lo que, al lado de los antifonarios gregorianos redactados en notación cuadrada, en las iglesias importantes aparecen nuevos códigos con las partes polifónicas; muchos de ellos están espléndidamente miniados, como expresando la belleza que se le reconoce al nuevo canto. En lacelebración de la misa, junto al altar y en torno a un gran atril, un grupo de cantores (e instrumentistas cuando es necesario) trata el ordinario de la misa como una arquitectura sonora (el propio se ejecutará a lo sumo en gregoriano), mientras el celebrante se concentra en el acto personal y casi enteramente privado de la ofrenda del sacrificio, y el público se entretiene ad libitum según distintos polos de atención. El modelo litúrgico básico es el principesco, con toda su lógica de etiqueta, de poder y hasta de consiguiente mercado; en las épocas siguientes llegará a ser regio, angélico, mistérico-arcaico. Ello se refiere a la liturgia solemne, equivalente a la cantada; la liturgia leída, ferial, así como la rural, no es más que una coexistencia de devocionalismos privados. En un contexto como el descrito es donde se sitúan las experiencias relatadas por toda historia de la música acerca de la polifonía.

En este período es Flandes la fuente y el depósito mejor surtido para un riego artístico que iba a durar por lo menos cuatro generaciones. Pero son los cambios, los viajes, los matrimonios, los encuentros principescos y hasta las mismas guerras los que desempeñan la función de canales a través de los cuales se difundirá la polifonía como una koiné centroeuropea; ésta se consolidará merced a experiencias locales innumerables (todavía poco estudiadas), que acompañan a los múltiples y diversos fermentos humanísticos y renacentistas. Aun cuando se trate de un mundo fascinante, será menester sustraerlo a toda fácil idealización. Las obras de algunos polifonistas, tal como hoy las conocemos, seleccionadas e inventadas como bienes culturales, se nos están ofreciendo a través de refinadas ejecuciones discográficas concertísticas (o también litúrgicas, pero dentro de un nuevo mundo celebrativo). La realidad de la época presenta desgraciadamente también otra cara, si hemos de dar crédito a las quejas de los cronistas acerca de ejecuciones intolerables ("clamoribus horridulis, inconditu garritu"), a las anotaciones de los liturgistas sobre la evolución ritual (listas de abusos), a las voces de responsables que condenan hábitos y costumbres de músicos (generalmente clérigos).

Hasta el mismo concilio de Trento llega la discusión de los pros y de los contras en torno a la música polifónica; pero los elementos censurables de las composiciones y de las ejecuciones se atribuirán a la impericia, y no al arte. Tal estado de cosas no cambia de rumbo; y sólo se exigirá para la música, dentro de un cuadro ritual reformado pero inalterado, el bautismo artístico; lo cual significa, desde este momento, componer a la romana, sobre todo a lo Palestrina. Sólo que, desde el instante en que se acepta semejante ideal (de indiscutible valor artístico), se muestra ya superado por el caminar de la experiencia artístico-cultural.

Había nacido ya una nueva música y un nuevo modo de sentirla, como habían cambiado las sociedades y las costumbres. Apareció aquel mundo musical (nueva práctica, estilo concertante, bajo continuo, alianza música-retórica, poética de los sentimientos...) que casi doscientos años más tarde la tratadística ceciliana valorará, muy severamente, como viraje corrompido y corruptor. Efectivamente, la distancia que separa música de iglesia y música profana (de cámara, de entretenimiento, de teatro) es casi insignificante bajo el aspecto estilístico formal (solo, aria, intermedios, coros...) y llega a dar, tantoa la Sagrada Escritura como al rito de la misa, apariencias de un simple soporte o de un cuadro temporal (cf decreto de la Congregación de ritos bajo Urbano VIII, 1643).

Alejando VII después, en la constitución Piae sollicitudinis studio (1657), toma posiciones para extirpar de la ciudad de Roma, con vocación a la ejemplaridad, la licencia de usar textos litúrgicos no aprobados, desde luego en lengua vulgar, como ya lo había hecho la herejía protestante. Tales intervenciones, aun fustigando las prácticas notoriamente más abusivas, no presentan alternativas de fondo e indican la sustancial aceptación de los proyectos musicales vigentes; no podía ser de otra manera. En efecto, no se puede negar la compleja adecuación de la música barroca a la magnilocuente ritualidad de la liturgia contrarreformística; ni su coherencia con la concepción de un orden monárquico y jerárquico ejemplar que desde Dios, a través de jerarcas y reyes, llega hasta el clero y los nobles civiles. De esta manera, en las iglesias, director de coro y organista podrán y deberán pontificar, despertando mayor interés en el presidente; el órgano será rey, y hasta émulo monumental del altar; el lenguaje melódico, sobre el bajo continuo de implantación armónica bien codificada, será tan elocuente que tornará, en cierto modo, familiar y accesible al pueblo la misma lengua muerta del latín; el juego alternante, el contraste tímbrico, el tejido contrapuntístico serán capaces de expresar, mejor que el más calificado predicador, el sentido de la fiesta; la amplia gama de convenciones retóricas llegará a simbolizar todo lo demás: el llanto, la lucha, el gozo angélico.

Es, por consiguiente, un juicio aproximativo y no del todo justo el que anatematiza reduccionísticamente el repertorio de iglesia del barroco y, posteriormente, del clasicismo. Ese repertorio nutre la devoción, exalta la sensibilidad personal y colectiva y mantiene una visión al menos religiosa de la realidad cristiana, dado que el secreto de los misterios es inviolable por parte del pueblo. Sin embargo, ello lleva también, dentro del catolicismo, a un deslizamiento hacia el culto del esteticismo, así como a una integración entre iglesia y sociedad, entre religión y cultura, con todas las ambigüedades posibles.

La intervención de Benedicto XIV, con su doctísima carta Annus qui (1749) a la diócesis de Roma, es un verdadero índice de la situación efectiva, frente a la cual una ponderada valoración vale más que una serie de penas conminatorias. La encíclica se presenta como una mesa redonda de amplia consulta; las mismas medidas disciplinarias están calculadas partiendo de horizontes más amplios para combatir objetivos más concretos.

En el s. xix, por el contrario, prevalecerá el ataque (fomentado por el cecilianismo) contra la música profana y el estilo teatral; lucha justificada realmente frente al precipitarse de elementos abusivos, pero no estratégicamente orientada. Contribuye a tal posición, sobre todo en el norte de Europa, la restaurada visión romántica de un medievo litúrgico idealizado. En realidad, el nuevo celo de purificación del templo se basa en un diagnóstico desacertado del mal que se pretendía remediar. No se advierte que el verdadero estrago radica en la condición y orientación litúrgicas. Mientras los cuadros ceremoniales, jurídicamente protegidos, son incapaces de significar algo que no se difumine en la polisemia de un algo sacro indiferenciado, no se puede evitar que una religiosidad genérica o episódica busque satisfacción en expedientes emotivos y estéticos. No es sólo la música la que hace de los templos un lugar de concierto; es la celebración la que reclama una música culturalmente interesante como medio apropiado para entretener a los fieles. En esta época, la música verdaderamente contemporánea, capaz de despertar atractivo, es la galante y dramática, que tiene su epicentro en la ópera. No es ya sólo la música ligada a los poderosos de un tiempo; es también patrimonio de la burguesía que se está consolidando; los mismos pobres se acercan, al menos en las iglesias, al banquete de esta fiesta musical. Para el catolicismo decimonónico lo que debiera haber sido verdaderamente escandaloso (el rito anacrónico en la lengua, en los símbolos, en los gestos) es, por el contrario, la posesión pacífica, ribeteada de nobleza, sacralidad e intangibilidad; por otra parte, lo que es enteramente natural y obvio, como un sentir musical vinculado a la vida y a sus dramas, deseos y aspiraciones, constituye escándalo e intolerable contaminación del templo. No queda más que una vía: expulsar la música actual de la iglesia, sustituyéndola por otra que sea, como el mundo ritual, ajena a la existencia, pero dotada de tradicionalidad y de artisticidad-fijeza, controlables por un centro de poder. Se toma la vía del regreso cultural: plagio compositivo de los estilos ya pasados y reposición de viejos repertorios, relativamente conocidos, pero debidamente mitificados (los númenes tutelares son san Gregorio y Palestrina). En su carácter arcaico y en su desacostumbrado sabor se reconoce el distanciamiento suficiente para justificar su relectura con categoría de sagrado. Gregoriano y polifonía (romana) quedan elevados a la categoría de música litúrgica arquetípica, fuente de garantizada inspiración, único patrimonio mediante el cual obtener una auténtica riqueza. Así es como son absolutizados dos momentos históricos de la cultura relativos a contextos transitorios, hasta el punto de llegar a deducir de los mismos las propiedades normativas de la verdadera música sagrada.

Desgraciadamente, el motu proprio de Pío X ínter pastoralis officii sollicitudines (1903) es ampliamente deudor de tal visión; en efecto, al avalarla en lo sustancial con tono autoritario, provoca (independientemente de las indudables ventajas en el campo de la extirpación de macroscópicos abusos) un frenazo al pensamiento y a la praxis en el sector de la música ritual; agranda la distancia entre la liturgia y la necesidad cada vez más notoria de formas expresivas y participativas, no sólo a nivel espiritual; comunica vigor, a su vez, a la ideología culturalmente miope y teológicamente vana de una música sagrada.

Desde Pío X hasta el Vat. II es la reiteratividad conceptual lo que caracteriza los documentos, y una imitación estandarizada de módulos musicales lo que caracteriza los repertorios de nueva hechura: todo ello en la medida en que los documentos tienen carácter oficial, y los repertorios carácter de reconocida ortodoxia. A la larga siguen siendo sospechosas las voces proféticas; se esquivan o se frenan algunos generosos intentos de reformular las cuestiones de fondo y de revalorizar la praxis celebrativa. Los frutos del movimiento litúrgico parecen muy codiciosos en lo que concierne a canto y música, puesto que incluso una instrucción de 1958 (a pesar de la concesión de adaptaciones rituales y de una cierta ampliación de la .problemática) recodifica la situación de impasse y el cúmulo de contradicciones que se han producido en el largo caminar, aunque extra viam.


IIl. Síntesis de las perspectivas litúrgico-musicales del Vat. II

Si bien los documentos del Vaticano II revelan la existencia de dos almas, presentes en la formulación de algunos textos explícitamente referidos al tema musical litúrgico (la adhesión a una concepción y a una terminología adoptada en los documentos pontificios se yuxtapone a instancias y principios que, arrancando de la teología litúrgica y de la celebración presentada en clave pastoral, son capaces de liberar a la problemática de sus antiguas trabas y a la praxis de un carril muerto), existe todavía, dentro del dictado conciliar global, el signo de una maduración y la voluntad de una evolución cualitativa, ya en el enfoque de los ideales y objetivos de la renovación litúrgica, ya en la fundamentación de una nueva visión de la iglesia y de sus relaciones con las culturas y la historia.

Los puntos firmes del empeño por una renovación providencial de la práctica de la música litúrgica son los siguientes: a) Desde el momento en que la liturgia es misterio pascual celebrado por el pueblo de Dios como ejercicio, en Cristo y en el Espíritu, del nuevo sacerdocio, en el rito cristiano la actuación de las personas (todas), en plenitud y autenticidad, es un valor primario. b) Canto y música son un gesto vivo, antes de ser una obra codificada que ejecutar; un comportamiento simbólico actual,antes que un repertorio (histórico o moderno) al que adecuarse; una ofrenda viviente de sí mismos, antes que la formalización de actitudes o de modalidades expresivas legalmente sagradas. c) Canto y música participan de la dimensión sacramental de la liturgia; son elementos simbólicos de realidades esenciales, y no adorno exterior; encarnación en estructuras comunicativas de la palabra y de las palabras del diálogo salvífico, y no ingredientes vagamente místico-estéticos de un culto religioso. d) Canto y música no tienen autonomía en las confrontaciones de la ritualidad litúrgica que, no obstante y por estar bien articulada, ofrece sus espacios y reclama sus cometidos (formas-funciones-actores); canto y música tampoco son privilegio exclusivo de algunas personas que los crean o ejecutan, ni deleite estético de quienes los disfrutan: son patrimonio celebrativo de todos, aun cuando la acción corresponda a uno solo. e) Canto y música deben estar dotados de verdad expresiva y de autenticidad implicativa a partir de bases antropológicas y de los mundos culturales de los creyentes. Es necesaria la bondad de las formas, pero no es medible únicamente a partir de cánones estéticos o jurídicos preestablecidos. f) Los repertorios del pasado y hasta las nuevas obras no son bienes culturales que se hayan de airear para dar prestigio a la institución o para solemnizar vacuamente el rito, sino posibilidades simbólicas que actualizar con su adecuada inserción en contextos significativos y en conjuntos participativos (animación, dirección).

Esta serie de anotaciones, deducidas del espíritu más que de la letra del Vat. II, permite entrever la riqueza de un mundo musical diverso, después de tantas experiencias desorientadas y alocadas. Puede cerrarse la vieja aventura musical y movilizarse, a su vez, la responsabilidad del pueblo de Dios para hacer brotar toda la riqueza de ministerios y carismas en la vida y en la celebración, de tal modo que cante su identidad, dé cuenta de su esperanza y revele a todos el rostro del Padre de Jesucristo. Esta vocación se halla estimulada por la conciencia de que lo sacro y lo profano, como contrapuestos, pertenecen solamente a los imposibles territorios no visitados por Dios; y se nutre con la fe en la desaparición de los poderes y privilegios, de las barreras étnicas y culturales (en todas las dimensiones), ya que todo hombre y todo lenguaje están llamados a la alabanza. En labios de comunidades evangélicamente nuevas, eclesialmente abiertas, culturalmente contemporáneas a sí mismas puede florecer el canto nuevo. Pero no debemos olvidar cuán largo y duro va a ser este camino hacia tal novedad, que, por lo demás, tampoco se verá libre de caídas y de desvíos.

F. Rainoldi

IV. La historia reciente

A veinte años de la conclusión del Vat. II vale la pena intentar un primer balance, provisional y rápido, del movimiento creado por la reforma litúrgica en el sector de la música y del canto para la liturgia. Esta breve panorámica permitirá encuadrar mejor los problemas todavía abiertos, para articularlos más adecuadamente con las perspectivas que teoría y praxis han elaborado durante este mismo período. Las lecciones de tal historia recentísima, aunque de difícil comprensión global todavía, son un dato que la misma reflexión debe recoger y con el que debe enfrentarse. Tomando también en este caso tres polos (el rito, la cultura, la música) [-> supra, I] como elementos determinantes y mutuamente influyentes, podemos concretar en las asambleas cristianas algunos comportamientos que prevalecieron durante este breve período de tiempo.

Todo el que haya sido más sensible a las actuales transformaciones culturales y a los cambios más evidentes en el campo de la "creación musical", no ha dejado de privilegiar la adhesión al dato efectivo, es decir, a la sectorialización y fragmentación de las culturas, a la preocupación del hacer sobre el completar, dando así vida, por ejemplo, a repertorios de canto denominados juveniles y a celebraciones caracterizadas por un dilatado empleo de módulos y formas típicas de la música corriente o de entretenimiento. El cambio ritual se ha recibido como apertura indiscriminada a nuevos estilos, más que como programa, renovado, sí, pero puntual y exigente.

Quien, por el contrario, ha tenido más en cuenta las nuevas estructuras y funciones celebrativas, frecuentemente no ha sabido renovarse bajo el aspecto cultural ni ha sentido la necesidad de interrogarse sobre los aspectos actuales de la música. De ahí que se haya dado lugar a una irrelevante creatividád, ampliamente deudora a escuelas musicales académicas o neoclásicas, correctas pero limitadas en el plano de la composición, y a una gestión del rito poco literal, miope y de cortas perspectivas. Se ha dado una segunda actitud francamente reaccionaria en todos los frentes: acogida reticente de los nuevos ritos, empleo desmedido de repertorios musicales nacidos en el pasado paraun mundo litúrgico diverso, rechazo manifiesto de toda realidad musical contemporánea tanto docta como popular; análisis inexistente de datos culturales generales, preeminencia acrítica dada a comportamientos celebrativos poco o nada valorativos del papel de la asamblea.

Quien, finalmente, ha tratado de enfrentarse con toda la compleja red de datos que un musicólogo litúrgico tiene delante, frecuentemente ha caminado a tientas, sin llegar a dominar la fase actual del cambio en toda su amplitud. Se ha tratado, en todo caso, de minorías activas, dislocadas, aunque no de manera uniforme, dependientes de los talentos individuales o de un grupo más que de un amplio movimiento de opinión y de práctica. Entre los éxitos de esta última tendencia podemos citar: una visión dinámica y funcional de los ritos renovados; un intento de efectiva animación de las asambleas, consideradas dentro de sus características culturales y llamadas a articularse, incluso musicalmente, de forma diferenciada y activa; una utilización despreocupada, pero en el fondo aguda y coherente, de un extenso arco de repertorios musicales, incluso históricos; la multiplicación de las intervenciones instrumentales frente al monopolio del órgano; el esfuerzo en procurar medios de reflexión, formación y orientación práctica, mediante libros, revistas, cursos, escuelas, ediciones discográficas y musicales. La creciente publicación de discos y casetes, en particular, ha influido no poco en la praxis musical de iglesia, con resultados que bien merecerían atentos análisis. Pero, más allá de los conocidos círculos editoriales, se ha desarrollado también un repertorio de cantos, nacido y crecido en el ámbito de gruposlocales; de movimientos particulares y de comunidades monásticas, que evocamos como un fenómeno digno también de nota, pero a título de inventario, ya que con frecuencia se ha realizado sin apenas valor artístico y como señal de una aproximación espontánea más que de una meditada exigencia celebrativa.

Para dibujar un panorama realista, debe, finalmente, mencionarse toda una extensa franja de praxis litúrgica, en la que la música se aproxima al cero, y ello por varios motivos. Además de la sordera y los incumplimientos eclesiales, la razón principal es tal vez una consciente y larvada desconfianza respecto a una adecuada celebración y al cuidado por hacerla significativa. Frente a problemas considerados como más urgentes (avanzada descristianización, conflictos sociales...), todo esto se tiene por superfluo, y en todo caso como secundario. Como los demás aspectos del rito, tampoco la música ha dejado de pagar su tributo en este punto.


V. Rito - cultura - música

La época es, pues, de transición. Saliendo de un largo y secular período en el que, dentro de la música litúrgica, han prevalecido el escuchar sobre el hacer, una atmósfera globalmente considerada como sagrada sobre una acción ritual específica, los ejecutores musicales capaces de producir música para la escucha (y, por tanto, los problemas de una cierta calidad compositivo-ejecutiva) sobre una gestión a su vez más asamblearia, compacta Y popular de lá celebración con música —pasando ahora a proyectos más caracterizados bajo el aspecto ritual, a una atención máslúcida por las peculiaridades de las culturas locales, a un tipo de intervención musical más vinculado a los dos polos anteriores , es menester formular proyectos, programas y normas prácticas según una visión más dialéctica, más amplia y más abierta a soluciones de diversa índole.

1. EL PROYECTO RITUAL. La reforma de los ritos —por haberse realizado en un período histórico agitado, es decir, vivido bajo el doble signo de la rápida evolución de la vida y de la proliferación de culturas locales reconocidas y valoradas— no puede ciertamente considerarse como definitiva, ni siquiera a medio camino: se ha realizado, pero hay todavía no poco que hacer; no solamente como realización de comportamientos aplicables (ritos y rúbricas), sino también como búsqueda incesante de los significados perseguidos, bajo el acicate de las exigencias que progresivamente se manifiestan en las iglesias locales. Dentro de esta perspectiva, es útil leer los libros litúrgicos bajo la ya aludida distinción entre proyecto (la inspiración, el significado, los valores en juego), programa o modelo (elementos, estructuras, normas) y orientación concreta (disposiciones prácticas, dirección conjunta). Así, por ejemplo, en un rito bautismal podemos concretar: sus significados fundamentales, una articulación del tipo acogida-palabra-sacramento-despedida, un nexo entre las partes, un dinamismo que imprimir a la celebración, una serie de atenciones, criterios, medios concretos, capacidad de intervención y de servicio, a fin de que el gran acontecimiento sacramental se realice de la manera más fructífera para todos. En un conjunto así se inserta fácilmente el canto y hasta la misma música instrumental; de lo contrario, tendrían éstos que soportar una pura ejecución ritualista del rito, ya del aludido, ya de cualquier otro. Para iluminar tal inserción, más que enumerar los pasajes concretos y señalados, en los que las rúbricas indican canto o música, es preferible resumir, aunque sea muy a grandes rasgos, los grandes proyectos-programas de la liturgia. La expresión cantada o la producción instrumental adquieren sentido y orientación concreta precisamente mediante la relación entre el significado del rito y sus estructuras prácticas.

Toda celebración tiene un comienzo y un final: dirigir la asamblea dentro del rito, imprimiéndole un paso no formalista sino participativo, y, en última instancia, reacompañarla en el vivir de cada día no mediante ruptura, sino en continuidad con el rito celebrado. Para tales proyectos prevén normalmente los programas rituales un canto englobado en el rito inicial y alguna fórmula de breve aclamación (del tipo Demos gracias a Dios) como gesto conclusivo. Son, cabalmente, programas fijos, de alguna manera complicados por residuos poco integrados de estructuras prerreforma (como en el caso del Gloria de la misa festiva), por lo que conviene mantener con cierta elasticidad la norma de su realización: una gama de soluciones, desde la simple escucha (canto coral, parte instrumental o, en última instancia, también música grabada) hasta el canto alterno entre asamblea y coro; desde formas hímnicas, más de masa, hasta un desarrollo más rico y articulado, puesto en música mediante el despliegue de medios apropiados (por ejemplo, tropario). Serán las variables de lugar y tiempo, las personas, las fiestas, las que orienten laelección. De forma parecida, la conclusión del rito puede expresarse perfectamente con una auténtica aclamación, así como también con un canto más extenso, o bien mediante una música instrumental de transición.

Toda celebración tiene, pues, siempre un gran momento de escucha/respuesta: una liturgia de la palabra de Dios y de la palabra de la asamblea. Las fórmulas abarcan elementos y acentos distintos: desde un predominio de la proclamación bíblica (el modelo más extenso es el de la vigilia, como la pascual) hasta una mayor importancia dada a la meditación sapiencia] (como, por ejemplo, en la salmodia de las horas); pero de la escucha nace siempre una oración de súplica. La intervención musical puede tener lugar tanto en la propuesta como en la respuesta: la proclamación de los textos escriturísticos puede reforzarse y --según los distintos géneros literarios— hacerse más lírica o más impresionante mediante el empleo eventual de recitativos, de acompañamientos, lecturas con música de fondo, etc. En la vertiente de la respuesta son dignas de aplauso distintas aclamaciones (¡Aleluya!, ¡Gloria a ti, Señor!) o diversas formas de salmodia: responsorial breve o largo, alterno, directo. La misma profesión de fe puede revalorizarse mediante un recitado colectivo o mediante concisas afirmaciones cantadas. La súplica puede expresarse mediante la repetición de una invocación-grito que, cuando no se distancia mucho, da lugar a una letanía verdadera y propia. En ciertas celebraciones de la palabra, sobre todo en las propiamente tales, se puede apelar igualmente al uso del himno estrófico, compendio lírico y respuesta apasionada al anuncio recibido.

Los grandes gestos sacramentales, en el acto de su celebración, son los tiempos fuertes del culto cristiano: renuevan la alianza entre Dios y su pueblo, es decir, preparan un pueblo nuevo, capaz de ser levadura en el mundo. Los modelos rituales de que hoy disponemos son fundamentalmente de dos tipos: el de la gran oración bendicional (eucaristía, ordenaciones y consagraciones) y el del diálogo breve, que se integra en un gesto determinado (bautismo, matrimonio, etc.). Canto y música tienen, aunque bajo diferente título, aplicación en uno y otro caso: el recitado puede dar mayor cuerpo y solemnidad a la palabra del ministro; la aclamación puede reforzar más intensamente la adhesión, si no de cada cual, sí ciertamente de toda la asamblea que lo rodea.

Finalmente, la liturgia tiende a manifestar el valor oculto del transcurrir del tiempo, desplegando así la riqueza del misterio cristiano, haciendo del año una consecuencia ritual, a la vez memoria y presencia y profecía. Mediante un alternarse las ferias y las fiestas, así como mediante la conjugación cíclica de los misterios de Cristo y de sus santos, el tiempo queda estructurado y caracterizado por celebraciones peculiares. Uno de los signos de la fiesta es, por experiencia universal, el canto o la música. Volveremos sobre esta función específica; pero ya desde ahora recordamos la necesidad de que las estructuras habituales de los ritos cuenten con una dirección sonora mas generosa en los días y períodos festivos, sin dejar tampoco de aludir a lo que una sobria utilización de algunos medios musicales (formas de recitado, ciertos tipos de instrumentos) puede aportar a su vez a los días feriales, hasta el uso intencionado del -> silencio, de la ausencia de toda sonorización, como contraste.

Para una adecuada gestión del hecho musical no sólo es indispensable la articulación entre proyecto, programa y normativa, sino que deben abordarse ahora de manera específica el mismo encuentro dialéctico entre el rito y los otros polos en cuestión.

2. LAS IMPLICACIONES CULTURALES. Al hablar de cultura, la entendemos como un conjunto de valores y comportamientos vividos y compartidos por un grupo humano. Se trata, concretamente, de determinar el tipo específico de cultura dentro del cual se encuentra toda comunidad cristiana local, incluso, en última instancia, toda asamblea litúrgica. Es obvio que en el término cultura entra también para nosotros el aspecto eclesial: hablamos de una asamblea de iglesia. Podemos, pues, preguntarnos por esto: ¿qué liturgia y qué música para qué iglesia? El problema de fondo es, por tanto, eclesiológico, en su conjunto indescifrable de valores seculares y religiosos, de temas y modelos sociales, en los que se inserta una de las posibles visiones y prácticas de la iglesia. Para mayor claridad podemos distinguir los dos planos, pero sin olvidar su recíproca interdependencia.

En un plano cultural más general, podemos servirnos del análisis, hoy corriente, que distingue entre culturas integradas y culturas fragmentadas: las primeras tienden a ser homogéneas y tradicionales; las segundas son dispares, heterogéneas, conflictivas. Las comunidades eclesiales viven en una u otra situación, con frecuencia también en situaciones de tránsito Entre una y otra. Los modos de pensar y de comportarse no dejan de estar influenciados por ellas; las prácticas culturales están también influenciadas por ellas; lengua y lenguajes, figuraciones, modos de comunicarse, valores y jerarquías, tradiciones y creatividad están consiguientemente sometidos a fuertes variaciones. De ahí también la diversa aproximación de la liturgia y de la música. La sociedad integrada tiende a vivir fácilmente y con satisfacción una ritualidad bien codificada, en la que todo tiene su puesto, pero oportuno y adecuado, incluida la fiesta. Estará, pues, cómodamente con un repertorio musical conocido, carente de sorpresas de tipo signológico, pero portador a su manera de significados estándar, reiterativos, unánimemente valorados y hasta solicitados. Modos y papeles ejecutivos están igualmente codificados, y no admiten, en general, variantes. En cambio, las sociedades en crisis, y ya sin unidad cultural, están sometidas a tensiones y fuerzas divergentes: en particular, se muestran abiertas a evoluciones y experiencias en el campo litúrgico; pero frecuentemente a costa de contrastes, exceptuadas unas poquitas islas donde parece recrearse una unidad perdida. Musicalmente, de forma similar, aparecen líneas dispares, ya en los repertorios de canto, ya en la práctica ejecutiva, a veces con acentuaciones unilaterales, más frecuentemente en un clima de búsqueda que suscita problemas y mantiene a la vez una viveza de perspectivas y de soluciones.

Por el contrario, en el plano estrictamente eclesial, y más específicamente en el de cada asamblea, se vislumbran diversos modos de pensar y de concretar la vida de la iglesia, y por tanto la celebración. Simplificándolos, se pueden resumir así según tres modelos: la gestión monolítica, la asamblearia yla carismática. En la primera todo recae sobre el responsable (párroco, superior religioso, líder laico), quien acumula la mayor parte de papeles, manifestándolo en una celebración igualmente compacta y monocorde. Sus opciones son las que valen; la doctrina del partido se aplica inflexiblemente. Las consecuencias dependen de las premisas, sean del tipo, color o escuela que fueren. La asamblea está alineada: canta o no canta, canta esto o aquello, según la línea oficial local. En la gestión asamblearia, en cambio, la vitalidad está más garantizada, la movilidad y la participación mejor promovidas: se palpan sus consecuencias en la liturgia. Se solicitan los ministerios [-> Asamblea, III], se subdividen las funciones, se desarrollan las capacidades. Una atención privilegiada al papel celebrante de la asamblea, una adecuada variedad y riqueza de medios corales e instrumentales, un justificado eclecticismo en la selección de repertorios o, en todo caso, una línea más compartida, son, en general, el marco de una mayor participación. Mas no carecen de dificultades en la coordinación, lo cual puede dar lugar a tensiones insolubles o bien a periódicas revisiones y a graduales modificaciones de perspectivas. La gestión carismática, finalmente, se caracteriza por la valoración ilimitada de los talentos creativos, pero con escasa reflexión sobre los fundamentos de la acción eclesial y frecuentemente con el superpoderío de una aunque cambiante— oligarquía. Hay mucha generosidad y a veces genialidad, capacidad de intuir situaciones y soluciones, creatividad espontánea, libertad expresiva, atmósfera de fiesta; pero no deja de existir al mismo tiempo el peligro de prevaricación de unos pocos sobre otros muchos, de un rebrotar incontrolado de posturas acríticas, de una efectiva reducción de comportamientos expresivos, incluidos canto y música, a unos pocos módulos y a estilos estereotipados: paradójicamente tal tipo de iglesia, de culto y de asamblea termina solidarizándose, al menos bajo ciertos aspectos, con el primero o monolítico.

En conclusión, todo tipo de gestión eclesial y asamblearia tiene la liturgia y la música que se merece; es decir, termina por moldearlas, en modos y estilos, a su propia imagen y semejanza. Algunas consecuencias: por un lado, el hecho inequívoco de que la práctica musical no es nunca abstracta o sectorial, sino que viene siempre envuelta en el complejo intercambio entre el producto musical (por ejemplo, tal canto, tal instrumento) y sus usuarios (por ejemplo, tal asamblea en tal cultura); de donde se deriva una notable movilidad y relatividad en los juicios de valor, ya que en lo referente a los caracteres formales (bello/feo, moderno/arcaico, docto/popular, etc.), ya en lo relativo a las exigencias espirituales (sagrado/profano, devoto/divertido, sentimental/austero, festivo/monótono, etcétera). Un sentido correcto de la encarnación y de lo que ésta implica, lejos de enjuiciar como reduccionista tal perspectiva, se aplicará a desarrollarla coherentemente y con un inteligente discernimiento. Por otro lado, la misma fidelidad a las exigencias del rito, es decir, la necesidad de encontrar formas capaces de encarnar las distintas funciones rituales, no podrán prescindir de los condicionamientos culturales, incluido el sector del canto y de la música. Por ejemplo, no se habrá de destruir inmediatamente un repertorio tradicional de cantos en una sociedad tradicional; se. tratará más bien, si fuese necesario, de realizar un proceso gradualde evolución partiendo de sus antecedentes globalmente culturales, a la vez seculares y religiosos. E igualmente convendrá aceptar situaciones complejas y tal vez contradictorias en el seno de comunidades no homogéneas ya: modos de actuar, estilos y obras, tipos de coparticipación, etc., podrán convivir dentro supongamos- de una misma parroquia, a condición, sin embargo, de promover cada cual un nivel musical serio y exigente, sin dejar de pedir a todos una generosa capacidad de comprensión, la cual, más que simple tolerancia, ha de ser la medida de la autenticidad de una convivencia eclesial.

3. EL QUEHACER MUSICAL. Si consideramos aparte, aunque siempre conexos entre sí, el polo canto/música, no es porque él se contraponga al polo más amplio de la cultura. Sin embargo, dados su peculiaridad y su peso específico en la celebración, reclama un análisis que pueda señalar sus funciones propias y su impacto en el conjunto del rito. La expresión quehacer musical subraya el nacer del fenómeno sonoro mediante la acción humana y privilegia ese mismo hecho, dejando en segundo plano la obra realizada. Señala la implicación somática que tiene lugar en el cantar-danzar-tocar y en el acto mismo de escuchar. Ahora bien, en la celebración hay elementos que son más implicativos que la simple palabra, al suponer una mayor generosidad de espíritu, de expresión, de dilatación perceptiva, de coordinación con la actuación de los demás: son precisamente los elementos musicales. El antiguo adagio qui cantal bis oral toma algo de este empleo de energías más corpóreo, y por tanto más total, en la oración cantada.

La liturgia cristiana, nacida también como contraste frente a ciertas formas orgiásticas de algunos cultos contemporáneos, pone desde el principio en un primer plano la palabra, como expresión lúcida y moderada de la acción mistérica. Pero es una palabra que se integra en los gestos del cuerpo y se dilata con la aparición del canto. Con el canto se habla menos y a la vez más: se despliega y se reduce el discurso, pero adquiere también intensidad y fervor. Cuenta más el cómo que el qué; pero cabalmente el cómo expresa en el culto una participación más plena. De ahí la posible ambigüedad: canto como actitud de entrega más plenaria o, por el contrario, como fuga a lo irracional. El control de las resonancias somáticas y afectivas, personales y de grupo, sigue siendo, pues, problema permanente. Pero, positivamente, el canto da origen a gestos celebrativos a los que la sola palabra muy difícilmente llega: proclamar, aclamar, meditar, alabar, invocar. A ello puede añadirse una función mnemotécnica, que tiene sus reflejos pedagógicos y, en nuestro caso, igualmente catequéticos. Si consideramos, pues, los valores meramente sociales del cantar, es evidente que él es creador de valores nuevos. Recordemos ante todo la efectiva cohesión del grupo mediante la imagen sonora que él mismo recibe de sí propio y merced al refuerzo de su identidad provocado por cantos conocidos, familiares y algo así como abanderados del grupo mismo. Además, el canto crea fiesta; es señal y signo de celebración y de festividad, intensificando la expresión coral, creando nuevas dimensiones poéticas y concentrando a toda la asamblea. La intervención instrumental estaría en una línea más o menos similar. Prolongación del gesto corporal,apoyo y contrapunto del canto, fabricación de objetos sonoros (de piezas musicales), proyección simbólica de mitos sociales y religiosos, creación de cifras y estilemas tan característicos que puedan remitir a sus peculiares grupos o ambientes, la actuación de los elementos musicales participa, aun dentro de su independencia, en el complejo juego de significados a que da lugar la acción cantada. En conclusión, la liturgia necesita el canto y sus instrumentos: el hacer música como expresión propia es de suyo una actitud coherente con la intención participativa de toda celebración; la música como impresión, coimplicación, presión sobre el grupo, entra en el objetivo de crear una asamblea unida y de llevarla a actuar en un clima intenso, festivo, comprometido, sentido; la música como comunicación (o lenguaje) remite a los múltiples mensajes que todos los elementos celebrativos transmiten a los miembros de la asamblea; la música como creación de materiales sonoros, con su poder fascinante y su fuerza simbólica, es un hecho perfectamente coordinable con los aspectos más significativos del rito, el cual necesita una permanente tensión simbólica. En definitiva, muchos de los proyectos con sentido por parte de quien hace música son los proyectos mismos de quien celebra. Si canto y música no son rigurosamente indispensables, su presencia en la liturgia es, sin embargo, insustituible: no es posible cambiarla por otras cosas. Su sistemática ausencia privaría a la celebración de valores fundamentales.

El hacer música remite, finalmente, a quien la hace. El es promotor de papeles y de servicios en la asamblea. Cuando utiliza materiales sencillos, cantos practicables, instrumentos corrientes, es decir, cuando es una música para todos, se está subrayando el importantísimo papel de la asamblea como tal. Cuando, por el contrario, se hacen intervenir composiciones más elaboradas y ejecuciones más profesionales, el hacer música concentra su atención en el papel de los cantores, coros, grupos vocales e instrumentales.

Hay tiempo para cantar y tiempo para escuchar: será la dinámica de cada rito —y no otros criterios de carácter estético o hedonístico— la que señale su empleo más adecuado. Los músicos que prestan tal servicio litúrgico desempeñan un ministerio propio, que comporta concretas exigencias técnicas, pero también un compromiso espiritual: es impensable una prestación puramente profesional sin una auténtica participación en el rito. Forma parte también de su papel la selección concreta de los repertorios de canto y de los instrumentos más eficaces y oportunos; en una palabra, la normativa sonora de la celebración. Formas correlativas a las distintas funciones rituales, obras y estilos proporcionados a los recursos y a las capacidades culturales de los presentes, manejo de las intervenciones sonoras en adecuada relación con el desarrollo y el avance del rito son otros tantos objetivos funcionales a los que el músico tendrá que hacer frente.

Más que de reglas abstractas o autoritarias, la ayuda decisiva le vendrá de una preparación técnica Y cultural lo más amplia posible, habida cuenta del mundo en que se mueve y actúa. Pero lo que sobre todo le ayudará es un constante ejercicio de confrontación entre todos los elementos, presupuestos e implicaciones de la música de iglesia, tal como se ha tratado de exponer en estas páginas.


VI. Perspectivas

En esta específica fase de adaptación y búsqueda en el campo de la musica litúrgica no se pueden trazar líneas de futuro muy convincentes. Por otra parte, las lecciones de la historia [-> supra, I-IV] son tales que impulsan a creer que las vicisitudes de la música de iglesia permanecerán siempre envueltas en los cambios de prácticas y de significados que presenta el terreno en el que ella se mueve: la eclesiología, y por tanto la liturgia; el humus cultural local, los modos de hacer música predominantes o de la forma que sea presentes en las comunidades o en la sociedad misma a la que aquéllas pertenecen. La relativa complejidad de los elementos en juego no establece imperativos categóricos, pero sí delimita el campo en que las asambleas cristianas deberán moverse con lucidez.

Hoy ciertamente se está dando un crecimiento en la toma de conciencia sobre lo que supone una celebración. Pero cegueras y sorderas de todas clases siguen también siendo posibles, como fruto de visiones parciales o de acentos exclusivos. En la medida en que los miembros de la asamblea creyente, y sobre todo los animadores del rito, incluidos los músicos, sepan conquistar y mantener viva esa capacidad fundamental que consiste en saber celebrar, es decir, en saber actuar, saber comunicarse, dar sentido, crear y participar, sin ceñirse a la mera repetitividad o limitarse al gueto de una musicalidad autónoma y centrífuga, en esa misma medida las vicisitudes del celebrar cantando y tocando llegarán a ser ejemplares, como aporte significativo al misterio cristiano, vivido a través de los ritos de la iglesia.

E. Costa jr.