SEGUNDA PARTE

ANÁBASIS: EL ASCENSO DEL

HOMBRE A DIOS

 

I

LA ANÁBASIS Y SU FORMA VISIBLE

La respuesta a la catábasis divina es la anábasis humana. Sólo el descenso de Dios hace posible el ascenso del hombre a El en la alabanza y en la plegaria, en el sacrificio y en la expiación. En realidad, la dimensión latréutica de la liturgia —esto es, la glorificación de Dios por el hombre— es un aspecto de la anábasis, si bien, ésta no se agota, en modo alguno, en la veneración. Dios no necesita la alabanza del hombre; si Él se manifiesta catabáticamente, si sale de la luz inaccesible de la divinidad, es porque quiere establecer una relación con su criatura. La anábasis —la respuesta humana a la inclinación de Dios hacia el hombre y el mundo— es la asunción de esa invitación a la comunicación, que para la criatura significa participación de la vida divina. Tal como Dios se manifiesta en la catábasis, también la anábasis tiene lugar no de otro modo sino mediante el hecho de que el hombre se manifiesta.


1. El hombre como ser que se manifiesta

Dios, que habita en la luz inaccesible, se manifiesta. Él entra en relación con su creación para regalarla con su plenitud de vida. La fiesta eterna de la perfecta afirmación recíproca de las tres personas divinas y del placer mutuo de unas respecto de las otras se extiende a la creación.

El amor divino va más allá de los límites del «nosotros» de las tres personas. Dios sale al encuentro del hombre desde la luz de la divinidad, inaccesible a toda criatura y propia de las tres personas divinas. Dios sale por completo de su esencia sin abandonar la luz inaccesible de la divinidad; El está por completo allí y sigue siendo, al mismo tiempo, el absolutamente distinto y santo. Dios se comunica sin desaparecer en la comunicación; El sale de sí mismo para «elevar» lo creado a la participación en la fiesta eterna de su amor sin que la misma fiesta en algún momento se «interrumpa».

Dios quiere elevar la creación hacia sí porque su amor es infinito. Él no necesita ni al hombre ni al mundo, pero los quiere tener. Toda relación entre personas presupone la permanente distinción del yo y del tú. El yo afirma al tú que está frente a él como persona propia. Por ello, forma parte del amor el que el yo deje al tú amado en su independencia; e incluso que se complazca por ello. Ya entre los hombres es imposible una relación amorosa sin respeto a la diferencia del tú y del yo. Si se anula la diferencia, no hay comunicación sino apropiación: el yo conforma al tú según su propia imagen, no le deja en su diferenciación y, con ello, lo destruye.

Lo que ya en el mundo puede ser un problema de toda relación entre personas, tiene mayor validez que nunca en la relación entre el Dios Trino y el hombre. A fin de que también aquí pueda tener lugar una verdadera comunicación, Dios «necesita» un tú humano al que pueda responder en su diferencia (catabáticamente), y que le responda (anabáticamente) sin perder su condición humana. En esto se basa la condición de la imagen y semejanza del hombre respecto a Dios y, con ello, su capacidad de comunicarse con Dios.

Lo que el hombre es en lo más profundo de su ser, constituye un secreto tanto como el misterio de Dios. Cuanto podemos afirmar sobre los hombres es que lo más íntimo de sí mismo puede describirse con la expresión «tener vida»: el ser humano se experimenta a sí mismo en la medida en que está vivo cuando se manifiesta; es decir, cuando expone hacia afuera lo más íntimo de sí mismo —que es «tener vida»— para la asunción de la relación 1.

También en esto es el hombre imagen y semejanza de Dios: en que en toda «manifestación» comunicativa de su identidad sigue siendo, en lo más íntimo de sí mismo, un misterio; también para sí mismo. El hombre se descubre en la percepción de su condición de imagen y semejanza respecto al Deus absconditus como homo absconditus, como el mayor misterio después del misterio del Dios Trino 2.

Según Rahner, la persona es «posesión de sí mismo» y «reflejo-en-sí-mismo»; esto tiene validez tanto para Dios como para el hombre como su imagen y semejanza que es: «El efluir, y la exposición de su ser desde su propio terreno, una emanación, un retirarse-en-sí-mismo de este ser que se sitúa fuera de su terreno; que, al mismo tiempo, se revela. Cuanto más interiores son estas dos fases del ser que efluye y que vuelve a sí mismo, cuanto más pueda pronunciarse un ser, y, de ese modo, conservar para sí lo pronunciado, escuchar el ser

  1. Cfr. Gregorio Palamás, Cap. phys. 30, PG 150, 1140D.

  2. Cfr. P. Evdokimov, Die Frau und das Heil der Welt. Moers - Aschaffenburg 1989. 70.

pronunciado, tanto más se le muestra, en cada caso, el ser como su propio estar-en-sí-mismo» 3.

Una imagen similar del hombre es la que indica Guardini. Si bien, el ser del hombre, su núcleo personal del yo, cuyo ser describe Palamás con la expresión «tener vida», en Guardini de describe con el término «alma».

La relación entre el cuerpo y el alma está determinada en el sentido de un símbolo real; en ninguna parte se muestra lo que es un «símbolo real» de un modo más evidente que aquí. El cuerpo del hombre es el símbolo real por excelencia porque en él se hace presente el alma espiritual. Este simbolismo real establece al hombre en su totalidad físico-espiritual: No es ni sólo alma ni sólo cuerpo. Por último, se encuentra incluso dentro de una relación de posesión cuando habla de mi cabeza, mi mano, etc. El yo personal, aquel núcleo personal espiritual o el alma, necesita, no obstante, del alma como espacio y lugar de su presencia simbólica real; sólo aquí penetra el yo espiritual en el espacio y en el tiempo 4. Como símbolo real en el presente el cuerpo es el primer y más íntimo instrumento de lo que necesita el alma para «manifestarse», para situarse afuera y para entrar en comunicación. El cuerpo es el símbolo primigenio del hombre, la expresión primigenia de la libertad de salir de su ser espiritual oculto con el fin de estar presente por sí mismo y por los demás 5.

Si bien el cuerpo es el primer y más íntimo medio de la exteriorización, no es el único. «Para expresar la plenitud de lo anímico, no bastan las posibilidades expresivas del cuerpo con sus superficies, líneas y movimientos, sus miembros y su forma. El hombre los expande, al asumir en el ámbito de su cuerpo los objetos del entorno» 6. Los objetos del entorno que rodean al hombre se insertan en la expresión de sí misma, del alma. En los objetos de la creación que le rodean –con los que entra en una relación personal– el hombre se sitúa en una presencia simbólica real; los convierte en los lugares de su presencia.

En este caso, Guardini distingue varios grados de esta expansión, que, al mismo tiempo, se colocan en torno al yo como «caparazones», sobre los cuales el alma se establece hacia afuera. «En primer lugar, las posibilidades expresivas de la forma [corporal], sus dimensiones, relaciones y movimientos se enriquecen con el vestido. Los pliegues, el color, el adorno y la relación de los

  1. K. Rahner, Hörer des Wortes. Zur Grundlegung einer Religionsphilosophie. Refundido por J.B. Metz. Munich 19692, 67ss.

  2. Cfr. Guardini, Liturg. Bildung 15-18; Die Sinne und die relig. Erkenntnis 17. Compárese también Gregorio Palamás, PG 150, 1140 D con Guardini, Liturg. Bildung 23, Der beseelte Leib ist die sich im Leib ausdrückende Seele.

  3. G. Greshake, Gott in allen Dingen finden. Schöpfung und Gotteserfahrung. Friburgo-Basilea-Viena 1986, 28ss.

  4. Guardini, Liturg. Bildung 34; Die Sinne und die relig. Erkenntnis 49.

diferentes elementos de la ropa entre sí crean nuevas formas. Figura y movimiento del cuerpo se acentúan y desarrollan de forma múltiple. Aún más: la línea y la postura de los miembros se unen al utensilio. La forma y el movimiento del miembro afectado se refuerza de ese modo. La expresión de la mano que ofrece se hace mayor si lleva una bandeja; la pujanza del golpe se hace mayor en cuanto se produzca con un martillo... La forma se sitúa en un entorno determinado, en un espacio conformado conscientemente, acondicionado con asientos, utensilios y piezas de decoración».

El cuerpo, el vestido y los utensilios son, al mismo tiempo, los tres primeros «caparazones», sobre los que el alma se sitúa hacia afuera, pero no son los únicos. Dado que, según Guardini, el mundo y el cosmos son demasiado grandes para las «fuerzas que atraviesan el alma» del hombre, se necesita un espacio limitado de su presente en el que el hombre «condense la amplitud y la confusión» del mundo «en un solo concepto abarcable». La casa y el espacio se convierten a causa de esa «capacidad para la habitabilidad» en presencias simbólicas reales del yo. La próxima dimensión de la existencia, que va más allá del hogar, es el país natal; también aquí hay una secuencia gradual: ciudad natal, entorno, patria: «Mi país, eso es lo que soy. No puedo existir sin él; pero él, tampoco sin mí» 7. En el cuerpo, el vestido, los utensilios y los objetos individuales, el espacio, la casa, la ciudad, el paisaje, el país y la patria se hace presente el yo o el alma de forma simbólica real; estos elementos constituyen el espacio intermedio que hace posible la asunción de la relación entre las personas espirituales. Lo que es más: Ios objetos del mundo, como símbolos reales del alma que son, se convierte en parte del hombre mismo. Entre el hombre y el mundo que le envuelve surge una relación personal que también repercute en él 8. Lo que ha encontrado el camino desde el «interior y la forma del sentido hacia lo exterior, que se expresa», devuelve el efecto «desde lo exterior hacia lo interior, captador del sentido» 9.

De este modo, algunas capacidades corporales especiales p.ej. imprimen un sello al sentimiento de autovaloración; el vestido hermoso hace a un hombre seguro de sí mismo; la experiencia del estar-en-su-casa entre las cuatro paredes propias –para lo que se dice en francés: «il est chez-lui, está en casa»– transmite protección; la vivencia de la pertenencia a un espacio geográfico, nacional o cultural confiere una identidad especial. El ser humano se convierte tanto

  1. Cfr. Liturgische Bildung 34ss., 36ss.

  2. Cfr. K. Rahner, Die Gegenwart des Herrn in der christlichen Kultgemeinde, en Schriften zur Theologie VIII, Einsiedeln-Zürich-Colonia 1967, 395-408. especialmente 396.

  3. Cfr. R. Guardini, Die Bekehrung des Aurelius Augustinus. Der innere Vorgang in seinen Bekenntnissen. Reimpresión de la 3' edición Maguncia-Paderborn 1989, 72.

más en una personalidad inconfundible, cuanto más entre en relación con el mundo que le envuelve, cuanto más sepa expresarse en él y lo reúna en su persona. El mundo de su entorno repercute en él de tal modo que se percibe a sí mismo siempre nuevo y enriquecido como persona, y como tal puede expresarse a sí mismo siempre de un modo nuevo y más perfecto. Tanto más ricas se vuelven cada vez las formas del verbo personare, del «resonar por todas partes» esa esencia misteriosa que es «tener vida» a través del mundo que envuelve al alma, cuanto más parte de ella está en relación personal con el alma. El hombre como ser de relación sólo se completa en la comunicación con Dios; y, por ello, también toda relación con el mundo y con el prójimo se completa en la anábasis, en la relación vivificadora del hombre con el Dios vivo.


2. Una concepción comunicativa del símbolo

Para que se dé la comunicación, los copartícipes de una relación han de estar presentes los unos por los otros. Los seres corporales y espirituales están en una relación recíproca si se encuentran en las formas simbólico-reales del presente, en las cuales se vuelve presencial el alma o el yo, p.ej. en el cuerpo. Del cuerpo, el vestido, el utillaje, el mundo que envuelve al hombre como la presencia simbólico-real del alma se puede derivar una comprensión comunicativa del símbolo, que muestra claramente la anábasis como la entrada del hombre en la comunicación vivificadora con Dios.

¿Puede ser lo terreno y visible el portador de una realidad invisible y espiritual? La respuesta a esta pregunta determina la comprensión del símbolo. Si se responde que no, se trata sólo de un signo fijado arbitrariamente por el hombre con la finalidad de recordar. En ningún caso, se puede hablar, consecuentemente, de «símbolo real» como se hace en el contexto del simbolismo litúrgico.

Hasta el comienzo de la modernidad se respondía que sí a esta cuestión, recurriendo a la teoría (neo) platónica de la emanación. Con su ayuda debe expresarse que el finitum capaz infiniti existe; que lo invisible, a causa de la analogía del ser, puede volverse presente en lo visible como en una representación. La comprensión real del símbolo 10 no sólo determinó la liturgia, sino que le dio a toda la imagen del mundo un carácter simbólico: en el soberano terrenal, está tan presente Dios, el soberano universal de forma representativa como en todo símbolo mundano y aún más litúrgico.

La teoría de la emanación se vuelve peligrosa en el momento en que conduce, más allá del símbolo real, a un pansacramentalismo. En este caso todo es

10. Cfr. E. von Ivanka, Plato Christianus. Übernahme und Umgestaltung des Platonismus durch die Väter. Einsiedeln 1964.

capax infiniti a causa de la presencia, que sucede «automáticamente», de lo invisible en lo visible. Corbon cuenta, aparte del culto, al pansacramentalismo entre las tentaciones a las que está expuesta la liturgia: todo es un signo que se cumple en la realidad, de la presencia de Cristo; «el hermano es sacramento, la naturaleza es sacramento, el arte y la cultura, la guerrilla y el mantenimiento del orden, el psicoanálisis o la dinámica de grupos. Lo sacramental es la panacea, las liturgias desenfrenadas abundan» 11.

Hotz relaciona la teoría de la emanación como vivencia hierófana de la realidad de lo absoluto junto a lo infinito en el hombre, concepto que desde el platonismo está imbuido de la filosofía 12. No obstante, es prioritario al análisis filosófico la vivencia y, con ello, una relación. Con esto se corresponde también la substitución de la analogía Entis filosófica por una analogia relationis en la obra de Barth: No hay ninguna analogía del ser entre el símbolo y lo simbolizado, «pues el ser de Dios y el del hombre son y siguen siendo incomparables», sino una analogía relacional: la relación entre el hombre y Dios es una imagen de la relación que el Dios Trino tiene en sí mismo 13. Con ello no debe olvidarse nunca que las relaciones del hombre jamás puede tomar forma de otra manera que no sea a través del espacio intermedio de la creación visible.

Su belleza y bondad está basada en la santidad del creador, para quien le resulta transparente, de manera que la belleza representa una fuente propia de revelación para el reconocimiento de Dios 14. Para Clément, la belleza, «que provoca toda relación (comunión)», es uno de los nombres de Dios 15. El mundo creado es en total una zarza ardiente empapada por la luz divina; es un «icono» porque es transparente para su creador, que la atraviesa sin robarle su identidad como criatura; participa de Dios, aunque no precisamente en el sentido (neo) platónico de la participación, sino de la pericoresis; es el que hace posible que lo visible simbolice lo invisible y el que releja la doxa divina en una «eucaristía que lo abarca todo» 16.

  1. Corbon, Liturgie aus dem Urquell 110.

  2. Cfr. R. Hotz, Religion-Symbolhandlung-Sakrament. Die christlich-theologische Bedeutung des kultischen Symbolhandelns, en LJ 31 (1981) 36-54.

  3. Cfr. K. Barth, Kirchliche Dogmatik 111/ 2 Die Lehre von der Schöpfung, Zürich 19592, 262.

  4. Cfr. Clément, La beauté comme révélation 251. Sobre lo bello que en toda aparición va más allá de sí mismo y que reta al hombre a la comunicación ilimitada, infinita, cfr. también H.U. von Balthasar, Wahrheit. Ein Versuch. Einsiedeln 1947, 253ss.

  5. Ibid., «La beauté est un nom divin et Denys l'Aréopagite, dans son traité des Noms divins, célébre "la Beauté qui produit toute communion". Dieu est en Iui méme plénitude de beauté, dans un sens inséparablement ontologique et personnel».

  6. Ibid., 253, «La périchorése, car le visible doit symboliser l'invisible, doit rendre gloire dans une immense eucharistie».

La pericoresis, el estar atravesado por la realidad creada por Dios, determina, según Clément, la concepción cristiana del símbolo, según la cual todo lo terrenal es contemplado por lo celestial. El mundo no se diluye en Dios, sino que se convierte en el lugar de Dios, en el templo del Espíritu Santo, en el espacio intermedio de la comunicación de Dios y del hombre. La norma y el modelo de esta concepción pericorético-comunicativa del símbolo es la naturaleza humana de Cristo y, con ello, también la eucaristía como defensa ante el peligro del pansacramentalismo: tanto el cuerpo histórico como el eucarístico de Cristo siguen siendo realidades del mundo en su identidad como criaturas, en las que, no obstante, habita la plenitud de la divinidad; y mediante las que, igual que una fuente, Dios entra en relación con los hombres. Se trata de incluir a toda la creación en esa comunicación abierta por y en Cristo, en una «eucaristía que lo abarca todo» y que desemboca, al final de los tiempos, en la liturgia celestial.

Puesto que esta concepción del símbolo está basada en la penetración pericorética de la creación por parte de Dios, se distingue en esencia tanto de una mescolanza panteística de Dios y del mundo, como del pensamiento de una disolución del mundo en lo divino. Sellada por la relación viva, esta concepción del símbolo tampoco tiene en común la impersonal teoría (neo) platónica de la emanación, según la cual la imagen original se hace presente en su representación. Al fin y al cabo, este concepto relacional del símbolo corrige una concepción aristotélica –y divulgada por la escolástica–, según la cual lo creado es sólo un efecto causado de lo no creado, pero que, después, ya no se encuentra en una unión viva con ello, sino que sólo causalmente deduce la existencia del mundo a partir de un Dios creador sin que, en adelante, lo vea presencialmente en el mundo; finalmente, en occidente el deísmo elevó esto a doctrina.

El Hijo de Dios hecho hombre es el typos del símbolo por excelencia. Sólo de él recibe todo simbolismo su «contenido de realidad», que supera al de todas las demás concepciones del símbolo y, con ello, lo incluye: Cristo reconcilia a Platón y a Aristóteles, al pensamiento oriental y al occidental. El símbolo es la causa misma en su transparencia para el Dios Trino, es el lugar del intercambio de vida entre Dios y el hombre

3. La anábasis como consumación de todas
    las manifestaciones humanas y como «anáfora»

El mundo que le rodea, en el que el hombre se expresa, el que reúne en sí mismo y el que repercute en él, es la creación de Dios. Como tal obra que es, no se ha creado para persistir en sí misma sin relación o para sencillamente es-

17. Cfr. ibid., 256ss.

tar ahí, sino que debe servir, como medio, a la comunicación entre el hombre y Dios, como afirma Lossky haciendo referencia al Pseudo-Dionisio. Con la ejecución de este servicio, toda la creación alcanza la participación en la plenitud de vida de su creador 18. La creación, vista de ese modo, está «entre» Dios y el hombre, y les sirve a ambos de «espacio intermedio» de su relación. Este hecho: que Dios y el hombre se sirvan de la misma creación como expresión de sí mismos, es, a su vez, expresión de que la criatura es imagen y semejanza de Dios.

Desde la posición de Dios, lo creado es «al mismo tiempo "continuación" de la declaración intradivina» de sí mismo y, con ello, expresión visible, de sí mismo, de Dios, que por decisión voluntaria libre sale de la luz inaccesible de su ser, de sí mismo, para amar, para entrar en relación con sus criaturas 19. El mundo creado es «verdaderamente expresión de Dios, símbolo de su poder y gloria, proclamación y promesa de su salvación; en una palabra: sacramento de su propia revelación y, con ello, para nosotros, medio sacramental de la experiencia de Dios» 20. «No se trata sólo de la propia revelación, sino también de la propia entrega de Dios. Pues El mismo es el que, según las Escrituras, da la vida a todos, reparte comida y bebida, hace llover y brillar el sol sobre justos e injustos para mostrarles a los hombres su amor, preocupación y atención». Como medio de relación, la creación no es sólo una forma en la que Dios está presente para el hombre, sino también la propia entrega de Dios a los hombres para la participación de éstos en su plenitud de vida: en la creación «Dios se muestra y se entrega a sí mismo, en tanto que no aparece sólo como suceso, sino que se expresa en ella y, presente en su creación mediante el Espíritu creador de vida, precisamente por ese Espíritu, une continuamente lo distinto de la creación consigo mismo» 21.

También para el hombre, el mundo es el medio de la expresión y de la entrega de sí mismo. También él sale de las ocultas profundidades de su yo (o de su alma) para entablar relaciones con lo que está fuera de sí mismo. Del mismo modo que el mundo es «sacramento» de la propia revelación de Dios, también es «sacramento» para la del hombre que se hace presente en ella, que le impri-

  1. Cfr. Lossky, Théol. myst. 92ss., haciendo referencia al pseudo-Dionisio, «La création apparait ainsi comme une hiérarchie des analogies réelles ou, selon la parole de Denys, "chaque ordre de la disposition hiérarchique séleve selon sa propre analogie ä la coopération avec Dieu, en accomplissant par la gráce et la vertu données par Dieu ce que Dieu possede par nature et outre mesure". Toutes les créatures sont donc appelées ä l'union parfaite avec Dieu...» 1bid., 96, «Créé pur etre déifié, le monde est dynamique, tendant vers son but final». En consecuencia, también el pensamiento de una dinámica inherente a la creación material, cfr. ibid., 98ss.

  2. Cfr. Greshake, Gott in allen Dingen finden 34ss.; K. Koch, Schöpfung als Sakrament. Christliche Schöpfungstheologie jenseits von Gottlosigkeit und Vergötterung der Welt, en R. Liggenstorfer (Dir.), Schöpfung und Geschichte (FS Paul Mäder). Romanshorn 1991, 31-53.42.

  3. Greshake, o.c., 37.

  4. Ibid., 38ss.

me sus rasgos individuales y, de ese modo, la humaniza. También esta correspondencia, caracterizada por la imagen y semejanza de Dios, abre una vía de acceso al misterio de la persona humana 22.

Establecer una relación con otra persona o con una cosa significa, en cierto sentido, «sacrificar», entendiendo esta palabra a partir del griego anapherein como «elevar». Los hombres y las cosas son «elevados» desde la categoría de la mera presencia, sin intereses, a la de la relación. Esta «elevación» a la relación puede concernir a objetos materiales (p. ej. persecución de riquezas) o a ideas (p.ej. compromiso con una ideología); la forma más evidente en que se manifiesta esto es en la relación amorosa entre seres humanos: una persona amada ya no sólo está «presente» como ser vivo en este mundo, sino que se ha convertido, mediante la relación, en una parte de la personalidad del que ama. Sin esta relación, el que ama ya no es él mismo; es la otra persona amada la que le confiere al que ama su verdadera identidad.

Todas las relaciones que asume una persona, en las que se expresa y encuentra la vía hacia sí mismo, son, no obstante, tan finitas como ella misma. Incluso la relación amorosa más íntima con otra persona no puede expresar la plenitud de cuanto hay de capacidad y de sed de vida en el que ama. Siempre quedan restos insatisfechos de las esperanzas de dicha y cumplimiento; la muerte del hombre y la finitud de las cosas creadas convierten en completamente imposible la posibilidad de una relación perfecta en la tierra.

Toda relación, cuya forma más pura y más madura es el amor, requiere, por su esencia misma, la infinitud. En ese caso, el hombre sólo tiene la siguiente alternativa: o elevar («sacrificar»), en su condición de criatura invitada a la participación en la plenitud divina de vida, sus manifestaciones vitales y relaciones a la infinitud de Dios; o persistir en un amor desesperado a sí mismo, que se las arregla resignadamente con el sinsentido y la muerte; amor que no consiente ninguna relación verdadera sino sólo la utilización de personas y cosas. El hombre se encuentra delante de la alternativa de ser en el mundo visible imagen viva de Dios por quien conduce al mundo a una relación divinizadora; o de ser una sonriente mueca de los demonios, que sólo tenga destrucción y muerte que ofrecer; finalmente: la nada 23.

De este modo, se consuma la relación con el mundo que le rodea, del prójimo y las cosas creadas, al ser incluidas en la anábasis, al elevar el hombre su mundo a su relación con Dios, al sacrificar dentro de la infinitud de Dios –en el sentido estricto de todo acción sacrificial. El sacrificio no tiene precisamente como meta la destrucción cultual de la vida para obtener de Dios algún objeti-

  1. Cfr. Evdokimov, L'Orthodoxie, París 1979, 68.

  2. Cfr. ibid., 77.

vo, sino la conservación, acrecentamiento y eternización de la vida, pues «es la meta de cualquier sacrificio hacer partícipe de la naturaleza divina. El sacrificio no quiere destruimos; al contrario: quiere ganar algo para nosotros, conseguir para nosotros algo que todavía no poseemos». Por el sacrificio, la donación sacrificial misma debe alcanzar una forma elevada de existencia 24.

El hombre tiene que ofrecer sacrificios. No puede hacer otra cosa sino elevar el mundo que le rodea de la mera presencia existencial a una relación consigo mismo, a fin de expresarse y encontrar su identidad en ella. Esta anáfora se convierte en tragedia, permanece en el hombre finito para encontrar la muerte con él. Ésta alcanza su consumación cuando el mundo es ofrecido a Dios en sacrificio, cuando el sacrificio es parte de la anábasis, para la cual es la expresión necesaria. La completa afirmación del cuerpo mortal y de sus posibilidades de expresión sólo es posible en la esperanza del cuerpo, inmortal, magnífico, de la resurrección. El placer por el vestido sólo existe en la esperanza y en el presentimiento del indumentum salutis, más que como pura presunción. La luz clara, calurosa, sólo tiene sentido, más allá del valor técnico de la iluminación y de la calefacción, cuando se la contempla como el presentimiento de la «luz sin atardecer». Todo pan y todo vino encuentra su plenitud como creaciones en los dones eucarísticos; y toda casa busca, como expresión de la experiencia humana de seguridad, la consumación en la casa no erigida por mano humana, de la que –tan bien como los hombres puedan conforme a su cultura– ha de ser una premonición.

24.O. Casel, Das christliche Opfermysterium. Zur Morphologie und Theologie des eucharistischen Hochgebetes. Dir. por Von Warnach. Graz-Viena-Colonia 1968, 414, cfr. también 3-19.

Michael Kunzler
La Liturgia de la Iglesia


BIBLIOGRAFÍA

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M. Kunzler, Porta Orientalis 265-288, Die Kritik der Diabase, 335-352, Der Mensch als Wesen, das notwendig opfert.