HOMILÍAS DEL RITUAL DE EXEQUIAS

H-1.
-EL MISTERIO DE LA MUERTE.-
LECTURAS: /1Ts/04/13-14  /1Ts/04/17-18: /Jn/11/17-25
"Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero
aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá" (Jn 11.
21). En estas palabras de la hermana de Lázaro se expresan los dos
sentimientos que nos embargan en estos momentos: dolor por la
separación de un ser querido y, a la vez, esperanza firme de que se trata
efectivamente de una separación, pero no de una pérdida. La vida
humana, y de esto somos muy conscientes cuando se trata de la muerte
de alguien a quien amamos, es demasiado valiosa para desaparecer sin
rastro. Los cristianos creemos que la muerte no es término, sino tránsito;
no es ruptura, sino transformación. Creemos además que, cuando
nuestra existencia temporal llega al límite de sus posibilidades, en ese
límite se encuentra no con el vacío de la nada, sino con las manos del
Dios vivo, que acoge esa realidad entregada y convierte esa muerte en
semilla de resurrección.
La muerte es ciertamente la crisis radical del hombre; alguien ha dicho
irónicamente que ella es la expropiación forzosa de todo el ser y todo el
haber de los humanos. Es además una crisis irrefutable, a la que el
hombre no puede responder; quitándole el ser, la muerte le quita también
la palabra; es muda y hace mudos.
Sólo Dios puede responder a esa interpelación, que también le toca a
él; si realmente es el Dios fiel y veraz, el Padre misericordioso, el amigo y
aliado del hombre, no puede contemplar indiferente lo que le ha ocurrido
a su hijo. Dios está ahí para responder por él; y su respuesta es el
cumplimiento de la promesa de vida y de resurrección.
Pablo decía a sus fieles de Tesalónica, en un trance parecido al que
ahora estamos viviendo: "No os aflijáis como los hombres sin esperanza"
1 T 04. 13). Al Apóstol no prohíbe a sus cristianos la tristeza, pero les
advierte que la suya no tiene por qué ser una tristeza desesperada. A la
separación sucederá el reencuentro, en un plazo más o menos próximo,
pero en todo caso seguro y ya a salvo de toda contingencia. El cristiano,
como Cristo, no muere para quedar muerto, sino para resucitar; no
entrega la vida a fondo perdido; la devuelve a su Creador y en él alcanza
esa plenitud de ser y de sentido que es la vida verdadera y que llamamos
vida eterna. Porque, notémoslo bien, no hay dos vidas, ésta y la otra; lo
que se suele designar como "la otra vida" no es, en realidad, sino ésta
plenificada, la que había comenzado con el bautismo y la fe ("quien cree
posee la vida eterna", cf. Jn 5. 24) y que ahora se consuma en la
comunión inmediata con el ser mismo de Dios.
Por otra parte, estamos reunidos aquí también para rezar por nuestro
hermano-a. La separación que la muerte representa no significa que el
difunto queda fuera del alcance de nuestro amor.
Nuestro amor le llega, en la medida en que lo necesite, en forma de
oración. Y es toda la Iglesia la que ahora se une a nosotros, avalando,
con su intercesión. a este hijo-a suyo-a en el momento crítico de su
comparecencia ante Dios. No comparece en solitario; nosotros estamos
con él-ella, la Iglesia entera está con él-ella y evoca para él-ella las
palabras consoladoras del evangelio: "Muy bien. Eres un empleado fiel y
cumplidor; pasa al banquete de tu Señor" (Mt 25. 11).
Con estos sentimientos de dolor esperanzado, de amor solidario,
participemos en la Eucaristía que ofrecemos ahora en sufragio de
nuestro-a hermano-a; una Eucaristía que es, a la vez, celebración de su
encuentro con Cristo y expresión de nuestra fe en la resurrección.
(_RITUAL-EXEQUIAS.MADRID 1989/Pág. 1456 ss.)
 



H-2.-ES UNA IDEA PIADOSA Y SANTA REZAR POR LOS DIFUNTOS.
-Lecturas: /2M/12/43-46:Mt 11, 25-30
Queridos hermanos: Siempre que celebramos la muerte de un hermano
difunto (una hermana difunta), la lectura del segundo libro de los
Macabeos nos facilita la reflexión sobre la condición de aquellos que ya
han partido de este mundo, camino de la casa del Padre. El pasaje leído
nos sitúa en los albores de la oración por los difuntos. Y, más
concretamente, de la oración bíblica por los que, muriendo en el Señor,
por falta de una completa purificación, no pueden gozar plenamente de su
felicidad. El texto al que nos referimos es testimonio fehaciente de la
vivencia de la "comunión de los santos".
Judas y sus compañeros viven más de siglo y medio antes de la venida
de Jesucristo. Se defienden valerosamente frente a los que los persiguen
por causa de su fe y costumbres piadosas. Algunos caen en la defensa
por estos valores. Al retirar los cadáveres, sus compañeros descubren
que habían guardado objetos preciosos ofrecidos a los dioses, y joyas
que adornaban los templos paganos. A este pecado, atribuyen los
compañeros vivos su muerte en la batalla. En realidad, no habían sido del
todo fieles a Dios (Dt 7, 25). Pero no habían caído en la idolatría, sino en
la codicia. Su pecado no los aparta definitivamente de Dios; es un pecado
expiable. Judas y sus compañeros creen en la resurrección, y por eso
hacen una colecta para que se ofrezca en Jerusalén un sacrificio por los
pecados de los caídos.
El segundo libro de los Macabeos alaba la conducta de Judas, que
ofrece sufragios por los compañeros difuntos. El motivo que lo impulsa a
actuar así es la fe en la resurrección: "Si no hubiera esperado la
resurrección..., habría sido inútil y ridículo rezar por los muertos". (2M 12,
44).
La Iglesia de hoy, como lo hizo desde los primeros siglos, ora por los
difuntos. De este modo, expresa su fe en que éstos viven más allá de la
muerte. Luego, pone en práctica su convicción en la comunión de los
santos. La oración, limosnas y sacrificios de los que peregrinamos en este
mundo tienen un efecto saludable para quienes se purifican en la otra
vida. De este modo, se hace concreta y eficaz la comunión que reina en
todo el Cuerpo místico de Cristo.
En este clima ha de entenderse la piedad y oración por los difuntos.
Para la Iglesia y los cristianos, sigue siendo "una idea piadosa y santa
rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado" (cf. 2M 12,
46). La Iglesia, apoyándose en la Escritura y en la tradición orante, cree
que el cristiano que no muere separado de Dios por el pecado mortal
tiene la posibilidad todavía de purificarse más allá de la muerte. Aunque él
no puede contribuir con sus obras a la purificación propia, puede hacerlo
mediante la aceptación del sufrimiento, al sentirse impedido de disfrutar
plenamente de Dios. Y es en este contexto donde se sitúan los sufragios
de los vivos: oraciones, limosnas, penitencias, buenas obras y, de modo
especial, la Eucaristía.
Este actuar de la Iglesia, ofreciendo sufragios y sobre todo la santa
misa en favor de los difuntos, da testimonio de su fe en el purgatorio,
como el estado en que se encuentran quienes aún no están en
disposición de gozar cara a cara de Dios. Pero éstos tienen la plena
certeza de que, una vez acrisolados, Dios será su descanso y felicidad.
Cuando celebramos la muerte o el aniversario del tránsito de un
hermano difunto (una hermana difunta), nos mueve el deseo de orar por
él (ella). Nuestra plegaria es testimonio de que vive. Pero, mientras
deseamos que goce plenamente de la compañía del Dios uno y trino, nos
queda la sospecha razonable de que no haya colmado la medida de su
respuesta a Dios. En este caso, creemos, con la Iglesia, que el encuentro
con el Dios santo y misericordioso acontece en el fuego de amor. Un amor
que transforma, limpia, ordena, cura y completa lo que es necesario a la
persona. A esta acción purificadora contribuyen la oración y sufragio de
los hermanos.
Al confesar nuestra fe en la resurrección, pedimos para nuestro-a
hermano-a el descanso eterno y la liberación de sus posibles
sufrimientos. Queremos suplicar al Padre el descanso que ofrece Jesús
en el evangelio proclamado. Este descanso nace de la pobreza personal
y la apertura al Dios de la misericordia. Es el descanso que colma toda
aspiración y deseo en la paz gozosa de quien llega al puerto. La Iglesia lo
pide para este-a hermano-a mientras profesa su fe, viviendo la caridad
fraterna. Al mismo tiempo, da gracias al Padre "porque ha escondido
estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente
sencilla".
Con esta fe, alimentada en la palabra de Dios, nos disponemos a
participar en el sacrificio de la Eucaristía, que se ofrece siempre por los
vivos y difuntos.
(RITUAL DE EXEQUIAS.MADRID 1989/Pág. 1459 ss.)
 



H-3.EN LA MUERTE DE UN CRISTIANO PRACTICANTE.
-Lecturas:/Is/25/06-09: Sal/41/02/03bcd/42/03-05: /Rm/08/31-39: /Mt/11/25-30.
Hermanos y hermanas: Nosotros experimentamos muchas veces la
bondad de Dios: en cualquier detalle de la naturaleza, en la delicadeza de
muchas personas, en cada uno de nosotros. Dios Padre es la fuente de
toda bondad, y se va mostrando a través de todas las cosas y de las
personas buenas que conocemos. Y hoy, ahora, también quiere el Señor
que experimentemos su bondad.
Con motivo de la muerte de nuestro-a hermano-a, nos hemos reunido
aquí en comunidad, y es el Esp. Sto quien nos ha congregado para que
celebremos y experimentemos que Dios es bueno.
Dios quiere a los hombres, nos quiere, y por eso nos ha comunicado su
Palabra cariñosa que es su Hijo amado. De ahí, la ilusión y la alegría, y
las ganas que hemos de tener, y ya tenemos, de escuchar la palabra de
Dios y celebrar que, hoy y aquí, nos habla para comunicarnos la Buena
Noticia de que Dios es Padre y quiere a todos los hombres.
Y, por eso, la necesidad de que escuchemos la Palabra de Dios con un
corazón bien dispuesto, sencillo, humilde, y la palabra de Dios penetrará
hasta el fondo de cada uno de nosotros y nos transformará.
J/ALEGRIA. La alegría de Jesús. Se habla y se vive poco la alegría
profunda de Jesús, esa alegría que nada ni nadie nos puede robar. Y
Jesús, profundamente gozoso, desbordante de alegría, da gracias al
Padre porque hay personas que lo entienden, lo quieren y lo siguen.
Personas que quizá no son las que más brillan y aparentan en la
sociedad, sino personas que saben sonreír sin fingir, que saben ayudar y
servir sin hacer propaganda, que siembran y reparten bondad e ilusión.
Que aman profundamente a Dios, sin saber quizá hablar mucho de él,
que saben rezar y han enseñado a rezar, que aman a la Iglesia con sus
luces y sus sombras y que se han sentido siempre, sin avergonzarse,
hijos fieles de la Iglesia.
Es ese misterio de la gracia de Dios, que se revela y manifiesta a la
"gente sencilla", porque Jesús, el Hijo de Dios, por medio de su Espíritu,
quiere. Y hoy lo estamos viendo y celebrando en nuestro-a hemano-a.
Cada uno de nosotros, también hoy, ahora, podemos sentir
experimentar ese gozo indecible de Jesús. Nosotros, que también
queremos tener un corazón sencillo y que queremos seguir a Jesús de
verdad.
-La experiencia de Dios, el tesoro más grande. Este gozo es fruto de la
muerte y resurrección de Jesús, y nada ni nadie nos lo puede quitar.
Cierto que vivimos y pasamos por problemas y dificultades grandes,
problemas familiares, económicos o de otras clases. Pero la experiencia
de Dios, su bondad, su fuerza, su presencia, la experimentamos. Y eso es
para nosotros un gran tesoro, nuestra riqueza.
Por eso, ahora, como tantas veces lo ha hecho a lo largo de su vida
nuestro-a hermano-a, conociendo nuestra pobreza y pequeñez, con la
fuerza del Esp. Sto., también decimos: "¿Quién podrá apartarnos del
amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el
hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?" (Rm 8. 35).
En nuestro caminar, también nosotros "tenemos sed del Dios vivo" (cf.
Sal 41. 3), del que ya habrá participado nuestro-a hermano-a, y nos
dejamos guiar por su luz y su verdad hasta el encuentro definitivo con él.
-El banquete definitivo y la lucha contra el mal. La Eucaristía es ya la
participación de ese banquete que Dios Padre hace con su Hijo y al que
todos estamos invitados, en el que el manjar suculento es la palabra
gratuita y sobreabundante de JC, palabra que se hace pan para ser
comido. Nuestro-a hermano-a para este banquete definitivo con la fuerza
del sacramento de la santa unción y con el viático, el pan de la Eucaristía
que le dio fuerza para el paso, la Pascua definitiva, el abrazo para
siempre con el Señor. Nosotros también comemos del pan de la palabra
que se hace Cuerpo de Xto, y los que comamos de él viviremos para
siempre, nos dice Jesús resucitado.
Pero el comer y beber en el banquete de JC resucitado nos
compromete a trabajar y luchar contra toda clase de mal, a saber "enjugar
las lágrimas de todos los rostros" (Is 25. 8), precisamente porque creemos
y seguimos a JC resucitado que, muriendo y resucitando, venció el mal.
El Señor, que nos ha reunido con motivo de la muerte de nuestro-a
hermano-a, nos ha hablado, nos ha hecho experimentar su amor y su
alegría, amor y alegría que nuestro-a hermano-a habrá experimentado ya
en plenitud. Vamos ahora a hacer "memoria" de lo que hizo Jesús. Aquello
que "hizo", hace ahora: su palabra es la misma, su Cuerpo y su Sangre
gloriosos también son lo mismo.
Estamos invitados y participamos ya del banquete de bodas del
Cordero, y cada uno de nosotros somos la esposa.
La muerte y la resurrección de Jesús ha fructificado en las buenas
obras de nuestro-a hermano-a. Y nuestra participación en esta Eucaristía
y el amor y amistad hacia nuestro-a hermano-a nos comprometen a
luchar sinceramente contra toda clase de mal, en nosotros o a nuestro
alrededor. De esta manera, manifestamos con claridad que creemos y
queremos a JC resucitado, y nos preparamos, también nosotros, para el
encuentro definitivo con él.
(RITUAL DE EXEQUIAS.MADRID 1989/Pág. 1463 ss.)
 



H-4.-CRISTO ES LA VIDA Y RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
Hermanas, hermanos y amigos todos: El Señor nos ha convocado aquí
para celebrar juntos el paso de N. en la Pascua del Señor muerto y
resucitado. Es una celebración de despedida y también de encuentro. La
despedida la experimentamos los que quedamos en la tierra, y el
encuentro lo celebra nuestro hermano (nuestra hermana) a quien
decimos "hasta pronto".
A la luz de las lecturas proclamadas y del prefacio que pronto
proclamaremos, hay como tres constantes que estimulan nuestra fe en la
esperanza de los que estamos llamados a morir:
1. Cristo es la salvación del mundo: En él está la respuesta a los
afanes, trabajos, penas, sufrimientos y proyectos para todo el que muere.
La muerte es la firma autentificadora de que somos limitados y de que no
estamos hechos, sin embargo, para una vida caduca, sino eterna y sin
fin.
2. Cristo es la vida de los hombres: Parece, a veces, como si todo se
acabara con la muerte de un ser querido; pero, para los cristianos, es
todo lo contrario. La muerte en Cristo es la plenitud de vida para el
creyente. Con la muerte se acaban los interrogantes, las dudas, las
limitaciones y comienza la verdadera vida en totalidad, que es "Cristo
resucitado" en la persona del hermano (de la hermana) a quien
despedimos con dolor humano y explicable.
3. Cristo es la resurrección de los que mueren: No podemos
imaginarnos cómo seremos y viviremos más allá de la muerte. Pero lo
cierto es que Cristo nos ha precedido como grano de trigo sepultado en el
Gólgota y se ha convertido en cosecha eterna de resurrección. Y aquí
está nuestra meta y aliciente: luchar, compartir, sembrar y sembrarnos
evangélicamente en el surco de cada día. El resto lo hace el Señor, sin
regateos y con toda generosidad.
¡Que esta celebración exequial, que realizamos en la Pascua-paso de
nuestro hermano (nuestra hermana), se convierta, por el sacrificio de
Cristo, en salvación, vida y resurrección sin fin. Amén.
(RITUAL DE EXEQUIAS.MADRID 1989/Pág. 1458 ss.)
 



H-5.-FE, ESPERANZA Y ORACIÓN POR LOS DIFUNTOS.
Lecturas: /2M/14/43-46 /1Co/15/20-23 Jn/11/21-27.
MU/SUFRAGIO: COMUNIÓN DE LOS SANTOS.
La muerte de un ser querido siempre produce dolor. Pero el sufrimiento
humano se puede transformar en gozo cristiano a la luz de la
resurrección. "Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la
promesa de la futura inmortalidad".
Porque creemos y esperamos en la resurrección del Señor y en nuestra
propia resurrección, por eso, precisamente, nos hemos congregado aquí,
como asamblea santa, para rezar por el alma de nuestro-a hermano-a N.
Nuestra reunión es, ante todo, una afirmación de la fe que profesamos.
El corazón del misterio cristiano está en una sola palabra: "RESUCITO".
Jesús ha resucitado de entre los muertos. De lo contrario, nuestra fe sería
vana. Como muy bien nos dice san Agustín: "La fe de los cristianos es la
resurrección del Señor".
Que Cristo haya muerto, todos lo creen; incluso los paganos. Es más,
sus mismos enemigos estaban completamente persuadidos de ello. Que
Xto haya resucitado, sólo lo creen los cristianos, y no se es verdadero
cristiano sin creerlo. Pero hay algo más, como nos enseña san Pablo:
"Cristo ha resucitado como primicia de todos los creyentes" (/1Co/15/23).
Por eso, su resurrección es la prenda segura de nuestra propia
resurrección.
Apoyados en esta fe que profesamos, brota la esperanza en el más
allá, la seguridad en el encuentro definitivo con Dios. "Al deshacerse
nuestra morada terrenal -rezamos en el prefacio de la liturgia de difuntos-
adquirimos una mansión eterna en el cielo".
La muerte no es el final del camino. Al contrario, no es más que un
paso hacia una vida mejor. La esperanza de la Iglesia es ciertamente
gozosa, pues la gloria que se espera es tan grande que hace pregustar
ya el cielo.
La esperanza, además, suscita la oración y el amor fraterno.
Nuestra presencia aquí tiene también como finalidad ejercer la caridad.
Rezar por los difuntos es un acto de caridad cristiana.
La Iglesia, a lo largo de los siglos, siempre ha pedido oraciones por los
difuntos. Los sacrificios y las plegarias que por ellos hagamos tienen un
valor expiatorio, es decir, pueden purificarlos de sus pecados. Esta es la
enseñanza de la Iglesia, que arranca de las mismas Sagradas Escrituras.
La Iglesia confiesa, asimismo, la comunión de los santos. Todos los que
creemos en Cristo formamos un solo Cuerpo. Entre todos existe una
solidaridad y una comunión. De este misterio arranca nuestra oración.
La Eucaristía que estamos celebrando es misterio de comunión.
Comunión con Cristo, que nos une a la vez con el Padre y con todos los
hermanos. La Eucaristía es, además, la prenda de la futura resurrección.
Pidamos, pues, al Señor resucitado que acoja benignamente en su gloria
a nuestro-a hermano-a.
(RITUAL DE EXEQUIAS.MADRID 1989/Pág. 1470 ss.)