III. CENA PASCUAL: JUEVES SANTO
 

`AMOR Y SERVICIO'


Pascua es lo nuevo permanente de Dios entre los hombres, Jueves Santo es lo eterno actual del amor de Dios hecho gesto humilde de servicio y entrega. Aunque el jueves santo como día no forma parte del triduo de «Cristo crucificado-sepultado-y resucitado», sin embargo la cena pascual del jueves por la tarde es como la apertura de esta gran fiesta pascual del año litúrgico. Todo comenzó allí, en aquella reunión y despedida dramática, por las que Cristo asume en plenitud su misión, y adelanta, en signos de eucaristía (pan-vino) y servicio (lavatorio de los pies) el desenlace final. El es el personaje central de este «drama», a quien tenemos que contemplar y seguir, con temblor y corazón conmovido. Basta mirarle, para leer su intención y sus sentimientos. Basta acercarse a sus gestos y escuchar sus palabras, para comprender todo el amor que en él se encierra. Basta seguir sus pasos hasta el final de la muerte, para saber cómo tenemos que seguirle en la vida.

Porque el cristiano no puede olvidar este acontemiento, el más importante de la historia y de su vida creyente, por eso no sólo lo graba en su memoria, sino que lo actualiza por palabras y gestos. La narración y el rito son formas de actualización del acontecimiento. Así la «anámnesis» (memoria) se despliega visualmente en «mimesis» (representación), y los hombres creyentes vuelven a vivir la conmovedora presencia del amor que salva, renueva, y llena la vida de sentido.

 

A) CATEQUESIS


1. Acontecimiento: de la Pascua judía a la Pascua cristiana

La eucaristía es una cena pascual, y como tal hay que explicarla en relación con la «última cena pascual de Cristo», que a su vez se entiende desde la cena pascual judía.


a) La pascua del pueblo hebreo

Pueden distinguirse en ella varias etapas de sentido y configuración.

La etapa primitiva naturalista: el pueblo, que todavía no ha caído en la esclavitud de Egipto, celebra una fiesta familiar al comienzo de la primavera (mes de Nisán), con el fin de consagrar a Dios la nueva vida y pedir su protección, a través de unos ritos llamados «apotropaicos» (=atraer protección). Estos ritos son diversos según el tipo de vida del pueblo: en la etapa nómada-ganadera el rito es el cordero que se sacrifica, con su sangre se untan las entradas de las tiendas, se come... (cf. Ex 8,21-24; 12,1-14); en la etapa sedentaria-agrícola, el rito es los panes ázimos, que se preparan y se comen como signo de ofrenda a Dios (cf. Gen 4,3ss; Ex 13,1ss).

La etapa soteriológica: es aquella en la que el rito pascual coincide con el acontecimiento de la liberación del pueblo de Egipto. Exodo, cap. 12, nos describe el significado teológico de esta Pascua, subrayando la acción salvífica de Dios que, en coincidencia con el momento ritual, «pasa» para castigar a Egipto y salvar a Israel: «Yavé pasará y herirá a los egipcios, pero al ver la sangre en el dintel y en las dos jambas, Yavé pasará de largo por aquella puerta y no permitirá que el Exterminador entre en vuestras casas para herir» (Ex 12,33). Este acontecimiento salvador lo recordará y celebrará el pueblo de generación en generación: en la repetición ritual está la actualización salvífica del mismo acontecimiento, como describe el Deuteronomio, cap. 13-14 y 16: «Guarda el mes de abril y celebra en él la Pascua en honor de Yavé tu Dios, porque fue en el mes de abril cuando Yavé tu Dios te sacó de Egipto» (16,1). «Este día será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor de Yavé de generación en generación» (Ex 12,14). Y cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: «¿Qué significa esto?», le dirás: «Con mano fuerte nos sacó Yavé de Egipto, de la casa de la servidumbre» (Ex 13,14). Acontecimiento y rito, narración y actualización van unidos.

Evoluciones posteriores: si en un principio la celebración pascual era un rito familiar con un cordero pequeño (Ex 12), más tarde pasó a ser una celebración para todo el pueblo congregado de Jerusalén, con gran abundancia de víctimas (Dt 16). La centralización pascual va unida a la conciencia de unidad e identidad nacional religiosa del pueblo. En cambio en la Diáspora se conserva más el carácter familiar, debido a la imposibilidad de asistir a Jerusalén, y el sentido se moraliza, entendiendo en ello un «paso» del vicio a la virtud, del mundo a Dios.


b)
La Pascua de Cristo

— Cristo es la verdadera Pascua: es así porque toda su vida es un «paso» o «tránsito» (phase) hacia el Padre, en el que está implicada la humanidad entera. Este carácter pascual permanente está marcado en Cristo por acontecimientos (obras, gestos, milagros, drama personal, rechazo o aceptación...), por palabras (predicación, anuncio y denuncia profética, diálogos y hasta discusiones...), y por ritos (celebración anual de Pascua, participación en la sinagoga y en el templo, imposición de manos y unciones...). Por todo ello la tradición cristiana ha considerado siempre la encarnación y toda la vida de Cristo como comienzo verdadero de la Pascua: «Este es aquel que se encarnó de una Virgen, que fue colgado del madero, que fue sepultado en la tierra, que resucitó de entre los muertos, que fue elevado a lo alto de los cielos» (Homilía de Melitón, 70).

— Pero el momento culminante de la Pascua de Cristo se encuentra en lo que San Juan llama la «hora». Porque es entonces cuando el acontecimiento pascual (pasión-muerte-resurrección) y rito pascual (última cena) llegan a su realización más plena y densa, en una coincidencia con la conmemoración del acontecimiento pascual hebreo (liberación de Egipto) y del rito pascual judío (Pascua en Jerusalén). Los evangelios sinópticos sitúan sobre todo en la última cena el momento del «paso» de la antigua a la nueva Pascua. Jesús instituye la eucaristía como cena pascual de la nueva alianza (cf. Mc 14,12-16; Mt 26,17ss; Lc 22,14-16), como estaría confirmado por los siguientes datos: Jesús se queda en Jerusalén para celebrar el banquete pascual; este banquete lo celebra por la noche, como era costumbre en la cena pascual; el número de comensales (los Doce) y la solemnidad del acto destacan la importancia; Jesús parte el pan en el curso de la cena, lo que es propio de la Pascua, y no al principio como en las comidas usuales; se pronuncia el cántico de alabanza, con el Hallel pascual, propio del momento... Ahora bien, no es lo más importante la coincidencia ritual, sino el acontecimiento y la salvación nueva que estos ritos ya representan, y que no son otros que la nueva Pascua de la pasión, muerte y resurrección del mismo Cristo.

Es sobre todo San Juan quien ve en la muerte de Cristo el cumplimiento de la antigua Pascua. La nueva Pascua nace en el calvario, donde Jesús es inmolado como cordero, precisamente en el momento en que se inmolaban en el templo los corderos pascuales para la cena judía. Esto llevará a Juan a decir que «Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo...» (Jn 1,29). Y Pablo, insistiendo en lo mismo dirá: «Nuestra Pascua o nuestro Cordero pascual es Cristo» (1 Co 5,7). El que al crucificado no se le quebrara ningún hueso, porque así lo prohibían las Escrituras respecto al Cordero pascual (Jn 19,36; cf. Ex 12,46), confirmará el pensamiento de Juan. Por todo ello, Juan ve el origen de la eucaristía como nueva Pascua, no tanto en la última cena, cuanto en la muerte de Jesús en la cruz. Con todo, la visión de los sinópticos y la de Juan se complementan: la una es ya el anuncio profético y la anticipación ritual de un acontecimiento pascual, que sucedía cronológicamente después, pero que salvíficamente está llenando de un nuevo y original contenido el rito.


c) La Pascua de la Iglesia

La Pascua de Cristo, momento culminante de la historia y de su vida, tejida de acontecimiento y rito, pasa a ser la Pascua de la Iglesia, en un nuevo rito: la eucaristía, que necesariamente remite al nuevo acontecimiento de salvación en Cristo. En la eucaristía se dan también: «anámnesis» y «mimesis», memoria histórica y acción ritual. De este modo se cumplen las mismas palabras de Cristo: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22,19; 1 Co 11,24), y se actualiza para la comunidad creyente el acontecimiento pascual. «La eucaristía es denominada con todo derecho «Pascua», no porque continúa y lleva a cumplimiento el banquete veterotestamentario de la Pascua, sino porque en ella se celebra sacramentalmente todo el misterio de la Pascua: la gran salida de la esclavitud de los pecados a la nueva vida de libertad, en recuerdo (anámnesis) de la muerte y resurrección del Señor, el primogénito de entre los muertos (Col 1,18), y en comunidad de banquete con él. Por eso, la Iglesia nunca ha celebrado su fiesta de Pascua sino con la Pascua eucarística (cf. H. Haag, De la antigua a la nueva Pascua, Salamanca 1980, 155). Así pues, la Pascua de la Iglesia no es otra cosa que la Pascua de Cristo, vivida en el HOY histórico eclesial, sobre todo en la eucaristía, verdadero banquete pascual, que especialmente el domingo y la pascual anual, rememora y actualiza el gran acontecimiento de la Pascua de Cristo. La eucaristía es banquete pascual, porque es representación de la última cena, memorial de la pasión-muerte-resurrección, signo eficaz de liberación y salvación, reconciliación sacrificial en el cordero inmolado, renovación de la alianza nueva y eterna.


2. Celebración: configuración litúrgica

Como indicábamos, el Triduo Pascual es la misma Pascua de Cristo, celebrada unitaria y sacramentalmente en tres días: el viernes santo: pasión y muerte; el sábado santo: sepultura; y el domingo: resurrección. Los tres días constituyen como las secuencias de un gran día pascual, cuyo centro lo ocupa la Vigilia con la celebración eucarística. Por ello, el jueves santo no pertenece en sí al triduo pascual: es un día intermedio, que hace de culminación de la cuaresma y de apertura de la Pascua. De ahí que no deba ser considerado como el día más importante, ni se le deba destacar desproporcionadamente en relación con otros días.

Su configuración litúrgica nos es conocida hacia el siglo V, y gira en torno a tres misas: una, a la mañana, para la conclusión del ayuno cuaresmal, unida a la reconciliación de los penitentes (tradición romana); otra, al medio día, para consagrar los óleos; y la tercera, en la tarde, para conmemorar la cena del Señor (Sacramentarios romanos). Las fechas en que fueron introduciéndose son aproximadas.

A partir de la Edad Media se produjeron cambios considerables en la celebración: la hora de celebración oscilaba entre tercia y nona, mientras al principio era al atardecer; el lavatorio de los pies (del que ya habla Egeria en el siglo V) cobra especial importancia como celebración aparte, después de la misa; el traslado del Santísimo y el monumento vienen a ser un momento central para el pueblo, sobre todo a partir del s. XIII-XIV, debido a la extensión de la devoción eucarística; el «despojo de los altares», que al principio tiene un sentido práctico, luego se le llenó de dramatismo, en relación con el despojo y abandono de Cristo; más tarde se añadirán otras prácticas de devoción eucarística, como la «hora santa», las visitas a los monumentos, etc.

Actualmente, con la reforma del Vaticano II se ha querido recuperar su carácter festivo, unitario y comunitario. La celebración queda reducida a dos misas: ' la de la mañana o misa crismal, en la catedral; y la de la tarde, o «Missa in Coena Domini» para conmemorar la cena pascual. Se prohiben las misas sin pueblo en este día, así como la comunión fuera de la misa, a no ser para enfermos. La hora de celebración se fija al atardecer... Por lo demás la misa se ha enriquecido de textos, oraciones, prefacio... De este modo se ha recuperado su sentido más originario.


3.
Expresión: gestos y símbolos

Los gestos y símbolos del jueves santo expresan el sentido del misterio que se celebra y mueven a la participación.

Los óleos o misa crismal: tienen lugar por la mañana del jueves, como conclusión cuaresmal en perspectiva pascual. Aunque hubiera sido mejor trasladar esta misa a otro día de la semana santa, y haber dejado el jueves por la mañana para la celebración de la reconciliación, la misa crismal encuentra aquí verdadero sentido.

Por una parte, la misa crismal aparece como una celebración sacerdotal por excelencia, no sólo de los ministros ordenados, sino de todo el pueblo de Dios, invitado también a participar. Cristo es el verdadero «ungido», de donde deriva el sentido cristológico de la unción crismal, y por tanto de la consagración de todos los fieles, a quienes por lo mismo se nos llama «cristianos» (cf. Lc 4,18; Heb 11,26...). Además la misa crismal, congregando en torno al obispo al presbiterio, que renueva sus promesas sacerdotales, es una verdadera epifanía del sacerdocio ministerial, de la unidad de la Iglesia, cuerpo de Cristo orgánicamente estructurado que crece por la diversidad de carismas y ministerios.

Por otra parte, la consagración del crisma y bendición de los óleos subraya el carácter sacramental de la Iglesia, que a partir de los sacramentos (bautismo, confirmación, orden, unción de enfermos) actualiza el misterio pascual, se responsabiliza de la misión, crece con nuevos miembros, y se edifica en medio del mundo. Desde la cabeza, por el cuerpo, se difunde al mundo entero el buen olor de Cristo. La entrega de los óleos a los presbíteros párrocos por parte del obispo, expresa esta misión sacramental para la extensión de la Iglesia. El que todo esto suceda dentro de la eucaristía, indica su centralidad en relación con los otros sacramentos.

Pan y vino: ningún día como hoy debe resaltarse el pan y el vino, como elementos de una estructura del signo eucarístico, donde destaca su carácter de banquete pascual. Por eso, hoy debería hacerse una especial presentación de ofrendas de pan y vino (comunión bajo las dos especies), y el pan podría tener más figura de pan. De este modo, se expresa mejor lo propio de la última cena, se manifiesta la grandeza del amor de Dios en la humildad de los signos, se expresa la unidad eclesial. Pues, como dice la Didajé (s. I): «Como este pan partido, esparcido antes por los montes, ha sido recogido y se ha hecho uno, así tu Iglesia sea reunida en tu reino, desde los confines de la tierra».

Lavatorio de los pies: en un principio, este gesto fue interpretado como un gesto de iniciación - purificación bautismal. Por eso se repetía durante la Vigilia Pascual. Pero al difundirse en Europa la liturgia romana (s. VII-VIII), se comienza a realizar este rito en los monasterios, lavando los pies a los pobres, como signo de humildad y fraternidad. El concilio XVII de Toledo (a. 694) determinaba que todo obispo y sacerdote realizara este rito el jueves santo con sus dependientes, imitando el ejemplo de Cristo. Mientras el Misal de Pío V (1570) prevé el lavatorio después de la misa, la reforma actual (1970) lo coloca después de la homilía. En verdad, lo importante es la elocuencia y el sentido profético que el gesto comporta, conmemorando la actitud y el ejemplo de Cristo. «Lavar los pies», es la expresión de una actitud radical de servicio y amor, de igualdad y fraternidad, que debe manifestarse en toda la vida del cristiano. Con este gesto, Jesús muestra su amor hasta el extremo (Jn 13,1 ss; 15, 13) y ejemplifica el amor que quiere de sus amigos.

Reserva de la eucaristía-monumento: la reserva del pan eucarístico está destinada sobre todo al servicio de los enfermos (comunión) o de los moribundos (viático) o de aquellos que no han podido participar en la eucaristía. Pero la reserva de este día (que se extiende entre el s. XIII - XIV como expresión de la devoción eucarística) tiene también otros sentidos, como son: la admiración, contemplación y adoración del misterio de la eucaristía, como misterio de entrega y amor; la significación de la originalidad de una despedida que es al mismo tiempo permanencia, de una marcha que implica un nuevo quedarse con los amigos. Tal vez ningún día como hoy aparece con tanta claridad que, si el amor de Cristo permanece, la eucaristía no puede ser otra cosa que el «sacramento permanente» (sacramentum permanens). Una permanencia que, sin embargo, señala e invita a la apertura y esperanza, ya que es también prenda y anticipo del banquete escatológico del Reino: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1 Co 11,26).

El despojo de los altares: este rito, cuyo origen puede situarse hacia el s. VII, quiere expresar el despojo y expolio de Cristo que, apresado, es abandonado por los suyos. A partir de este momento los signos de alegría desaparecen (gloria), las campanas enmudecen, y el corazón de la comunidad creyente guarda un silencio emocionado participando en el «drama de Jesús».


4. Vida: misterio

El jueves santo, sobre todo en la celebración de la «Missa in coena Domini» y en los ritos que la acompañan, condensa de algún modo el misterio total de la Pascua. Estos son los aspectos más destacables:


De Pascua en Pascua:

La eucaristía aparece hoy más cerca que nunca corno el verdadero banquete pascual en el que se concentran simbólicamente la pascua hebrea (liberación de Egipto), la Pascua judía (celebración memorial judía con el rito de la cena pascual), la Pascua de Cristo (inmolación en la cruz y paso al Padre), la Pascua de la Iglesia (celebración memorial cristiana, semanal y anual de la Pascua de Cristo). El centro referente y de sentido de esta pluralidad pascual es la Pascua de Cristo: toda pascua anterior está a ella orientada, y toda pascua posterior está por ella vivificada. Pero la presencia y actualización pascual es la eucaristía: ella es el memorial por excelencia de la Pascua.


Amor sin límites:

El amor verdadero no puede medirse. Se siente, se expresa en palabras y obras, se hace entrega, autodonación, comunicación y comunión, sacrificio y muerte... El jueves santo expresa de múltiples maneras el amor sin límites de Cristo. Cristo ama y se hace amar en la reunión que ardientemente ha deseado, en el gesto de lavar los pies, en la radical voluntad de servicio (vosotros no sois siervos), en la declaración de amistad (vosotros sois mis amigos), en la fracción del pan y en el pasar la copa (cuerpo y sangre derramada por vosotros), en la disposición a asumir su misión y a perdonar (uno de vosotros me va a entregar), en la despedida emocionada y en la humilde permanencia... «Amar hasta el fin significa, pues, para Cristo, amar mediante la muerte y más allá de la barrera de la muerte. Amar hasta los extremos de la eucaristía. Antes aún de darse a sí mismo en la cruz, como Cordero que quita el pecado del mundo, se ha repartido a sí mismo como comida y bebida; Cristo se prepara a irse a través de la muerte, y a través de la muerte se prepara a permanecer» (Juan Pablo II).


Fraternidad eucarística:

La última cena y, por tanto, la «Missa in coena Domini» tiene una cualidad profética muy elocuente, por cuanto conmemora y actualiza la radicalidad del amor hecho servicio hasta la muerte de cruz. En ella se ven contestadas todas la falsificaciones del amor, todos los poderes que, lejos de servir, se sirven de los demás, todas las divisiones que lesionan la fraternidad humana y cristiana... Pero en ella también se anuncia y renueva el ideal del amor cumplido (Agapa), la verdad gozosa del servicio humilde (Diakonía), la nueva comunión de la fraternidad reconciliada (koinonía). Sólo desde la conversión del corazón a la pobreza y grandeza del evangelio, es posible vivir la pobreza y grandeza del amor. Sólo desde la participación sincera en el banquete pascual, es posible vivir la fraternidad cristiana. En la «pascualidad» de la eucaristía está la exigencia de su eclesialidad. Y en la eclesialidad está implicada la fraternidad.

 

B) CELEBRACION


1. Comunidad parroquial

Es evidente que para celebrar bien hay que preparar bien, no sólo los elementos externos, sino sobre todo las actitudes internas de todo el pueblo de Dios. Una catequesis adecuada, una buena orientación durante la cuaresma, una información y exhortación inmediata... son medios a considerar. Por otro lado, si las tareas se reparten y se favorece la participación e intervención de diversos miembros de la comunidad (para preparar el lugar, el monumento, la comunión a enfermos, el lavatorio, los diversos servicios y ministerios litúrgicos) entonces se profundiza y vive mejor el sentido.

— En cuanto a la misma celebración, se pueden destacar los siguientes elementos; el lavatorio de los pies (si es oportuno), o bien algún gesto de solidaridad-servicio con los más necesitados (colecta especial, testimonio profético...); presentación de ofrendas dando especial importancia al pan y al vino (pan especial hecho para la ocasión); proclamación «especial» de la plegaria eucarística (énfasis, tono, lentitud); comunión bajo las dos especies...

— El traslado del monumento y la reserva, si bien pueden hacerse con solemnidad, no debe exagerarse hasta el punto de que se considere como el momento más importante. Una sencilla «escenografía» con los símbolos más significativos (jofaina y tarro, toalla, un pan y un racimo de uvas o jarra con vino, un cuadro de la última cena en lugar apropiado...) puede ayudar a la meditación y adoración de los fieles en su visita al monumento, centrando la atención sobre lo fundamental. También puede ser un signo de referencia para la «hora santa», si es que tiene lugar.


2.
Comunidad especial

— Si se trata de una comunidad religiosa, puede ponerse el acento, según las circunstancias, en alguno de estos aspectos:

— Si se trata de una comunidad de jóvenes, congregada expresamente para hacer una celebración pascual distendida y sosegada, en interrelación grupo y comunidad, pueden ordenarse así las diversas partes: