LA VENIDA DEL MESÍAS
QUÉ ESPERAMOS Y PEDIMOS DURANTE EL TIEMPO DE ADVIENTO
Todo el mundo sabe que una de las características del tiempo de Adviento es la espera del Mesías y la súplica insistente por su venida: Destilad, cielos, el rocío, que las nubes derramen el Justo, que se abra la tierra y brote el Salvador. Bajo este prisma la Iglesia concuerda en cierta manera con el pueblo de Israel -sobre todo con los judíos del tiempo del destierro en Babilonia- que esperaban un Salvador que les liberara de la esclavitud de Babilonia y restaurara el reinado de David.
Muchos autores espirituales de la Edad Media -pero no solo ellos- compararon con frecuencia las cuatro semanas de Adviento al tiempo de la Antigua Alianza en el que los padres de Israel esperaban y pedían la venida del Mesías, esperanzas y súplicas que veían -no sin una cierta confusión de perspectivas- como actualizadas en la liturgia de Adviento.
Pero, ¿qué es exactamente lo que pedía -y pide aún Israel- y lo que pide la Iglesia en sus insistentes plegarias por la venida del Mesías? ¿Qué -o mejor quién- es este Mesías tan esperado? Clarificar lo que significó para Israel la palabra Mesías es el mejor camino para comprender el sentido auténtico de la esperanza judía primero y ahora cristiana.
La palabra Mesías, como todos saben, es un vocablo hebreo que significa Ungido; la versión griega de los LXX -que era la que usaban las primitivas comunidades cristianas- tradujo con exactitud el vocablo cuando vertió la palabra Mesías por el vocablo griego Cristo. Ambas palabras -la hebrea y la griega- significan Ungido o consagrado. Los padres de Israel esperaban, pues, un Mesías, es decir, un Ungido; los cristianos esperamos también un Ungido o Cristo. Para Israel este Ungido o rey tomará las riendas del pueblo y continuará la dinastía de David ocupando el trono de Jerusalén destruido por los caldeos. Para los cristianos este Ungido es Cristo, el rey definitivo que el Padre ha enviado -y enviará de manera más manifiesta al fin del siglo presente-, cuyo reino ya no tendrá fin. Ambos pueblos esperan, pues, no una nueva situación más confortable, sino una persona concreta, un Mesías o Cristo que salvará al pueblo de sus males.
Los cristianos, para pedir esta venida de nuestro Mesías o Cristo en la liturgia, usamos con frecuencia -sobre todo durante el tiempo de Adviento- muchas de aquellas mismas expresiones que los israelitas usaron -y, por lo menos los judíos piadosos continúan usando- para pedir la llegada del Mesías salvador: «Pastor de Israel, despierta tu poder y ven a salvarnos, ven a visitar tu viña, que tu mano proteja a tu escogido (a tu mesías o ungido), al hombre que tu fortaleciste» (Salmo 79).
Para comprender lo que Israel entendía ayer bajo el vocablo Mesías hay que remontarse a los años de la cautividad de Babilonia. Israel empezó a pedir el Mesías precisamente a partir de la experiencia triste del destierro, cuando dispersos entre los gentiles, carecían de rey -de mesías o ungido- que los gobernara. Anteriormente -desde los tiempos de Saúl y de David- Israel había tenido a su rey, consagrado y ungido (a su Mesías en hebreo, o a su Cristo en griego) que llevaba la dirección del pueblo. Pero estos reyes de Israel dejaron de existir con la deportación de los babilonios. Sedecías fue hecho cautivo, cegado y murió sin que le siguiera otro rey o mesías.
Ante el doloroso destierro, que dejó a los israelitas huérfanos de rey, el pueblo empezó a suspirar y suplicar a su Dios para que les enviara un nuevo rey -un Mesías- que sucediera al destronado Sedecías y continuara la descendencia real de David: «Pastor de Israel, despierta tu poder y ven a salvarnos; ven a visitar tu viña y que tu mano proteja a tu escogido, -mesías en hebreo, cristo en griego-es decir al futuro rey que esperamos, al hombre que tu fortalecerás, como fortaleciste a los antiguos reyes de Israel» (Cf. Salmo 79).
Con el discurrir de los siglos Israel experimentó cómo iba pasando de una dominación a otra (babilonios, persas, griegos, romanos) sin que llegara el suspirado Mesías o rey. Por ello los judíos, por lo menos los mejores, empezaron a soñar con otro tipo de rey y de reino. Los textos bíblicos -especialmente los salmos- que en tiempos pasados se referían a su rey -a sus desposorios, a sus guerras, a sus victorias- los empezaron a aplicar a Yavhé, a sus victorias sobre el mal, a su amor y desposorios con la sinagoga. Así la visión del futuro Mesías esperado se fue trasformando y espiritualizando, por lo menos parcialmente y por parte de algunos. Sin que por ello desapareciera del todo -ni mucho menos- la esperanza y la figura de un Mesías en el sentido estricto de rey sucesor de David y de Sedecías.
En los días del Nuevo Testamento, escenas como la del pueblo que ante la multiplicación de los panes quiere proclamar a Jesús rey (mesías) (Ju 6,15) o la de quienes, sobrecogidos por su autoridad, se interrogan si no será él el mesías (Ju 7,27) evidencian que ante la menor posibilidad de éxito reaparece la primitiva concepción de mesías como rey en la línea restauracionista del antiguo poder de los monarcas de Israel. ¿No es ésta aún la actitud que reaparece en los doce cuando en la última aparición del Resucitado, reanimados por el triunfo de la resurrección, preguntan a Jesús: ¿Señor, es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» (Hech 1, 6).
La palabra del Señor no puede fallar, el reino prometido ha de llegar, el Mesías o Cristo ha de venir. Así lo prometió el Señor a David y así debe, pues, acontecer. De aquí, pues, que continuemos esperando el cumplimiento de la promesa: «Te fundaré un linaje perpetuo, tu trono será más firme que el cielo» Por ello los cristianos suplicamos, con plena confianza, que venga el reino del Mesías y, siguiendo la recomendación del Salvador, repetimos la plegaria que en adviento se hace especialmente significativa: «venga a nosotros tu reino».
Desde el Israel de David al Israel de los profetas, del Israel de los profetas al del destierro babilónico y del Israel de la cautividad al nuevo Israel de Jesús lo único que ha cambiado es la perspectiva del Mesías esperado, no el término de nuestra esperanza. Es verdad que el rostro del mesías esperado cada vez se ha ido espiritualizando más, pero no ha cambiado de naturaleza, no ha pasado de ser la espera de un salvador -como algunos expresiones más modernas parecen dar a entender- a la espera de una situación mejor.
El Mesías que nosotros, como Israel, esperamos es aquel rey a quien « el Señor Dios le dará el trono de David, su padre y (como sus antepasados) reinará sobre la casa de Jacob». Ante la destrucción de Jerusalén y la muerte de Sedecías los judíos fueron comprendiendo que la casa de Jacob, el reino prometido, se situaba en un nivel superior al que antes habían soñado. Así empezó a vislumbrarse un Mesías algo distinto, un rey mayor que lo que fueron sus antiguos monarcas. Por ello Israel, en sus cantos, empezó a proclamar «El Señor es rey»-. Nosotros, los cristianos damos aún un paso más adelante en la expectación del Mesías: sabemos que el Mesías que esperamos es aquél a quien «el Padre consagró (constituyó ,mesías) y envió al mundo» (Jn 10, 36), sabemos que nuestro Mesías no es únicamente un rey -un lugarteniente de Yahvé y como tal hijo de Dios como llamaban con frecuencia los israelitas a su rey (CL v. gr. sal 2), sino el mismo Hijo de Dios por naturaleza, Dios como el Padre que lo consagra y envía al mundo como rey o Mesías, y rey definitivo no sólo de la casa de Jacob sino de toda la familia humana. Esta es pues la venida del Mesías que siempre anhela la Iglesia, cuyos acentos de esperanza se hacen más explícitos y repetitivos durante las semanas de Adviento.
Pero al celebrar el Adviento debemos poner atención y cuidado especial -sobre todo en nuestro mundo moderno tan «secularizado»- en no dar un paso atrás en la comprensión de la venida del Mesías. Si el progreso de la revelación judío-cristiana, a través de la historia y de sus avatares, ha hecho que el pueblo que Dios se ha escogido pasara progresivamente de la esperanza en un Mesías temporal que «restaurara el reino de Israel» (Hech 1, 6) a la expectación de un Mesías que lograra la implantación del reino de Dios -de aquel reino del que el Mesías definitivo afirmó que «no era de este mundo» (Ju 18, 36)- no demos nosotros un paso regresivo a la inversa convirtiendo nuestra espera en la expectación o en las esperanzas de un mejoramiento sólo terreno; como hombres y como cristianos podemos y debemos desear una mejora de nuestro mundo actual y de sus estructuras, un progreso de la justicia y del bienestar, un mundo con menos dolor y sufrimiento... pero todo ello no es el término de nuestra esperanza ni el objeto de nuestras súplicas por la llegada del reino de Dios; durante el Adviento lo que pedimos no es un futuro simplemente mejor sino el futuro absoluto, es decir, aquel futuro que ya no tendrá un mañana para mejorar porque todo en él será ya pleno.
Pedro
Farnés
Oración de las Horas
Noviembre 1995, 11