Karl Barth desde la cárcel
Fuente: Dominicos.org
¡Señor, Dios nuestro! Tú nos mandas esperar y apresurarnos en vistas al gran día de tu manifestación total y salvadora en el mundo, entre nosotros, los hombres, en tu comunidad, también en nuestros corazones, y en nuestra vida también. Nos miramos en el vacío cuando dirigimos la vista a este día de la luz eterna. Tú ya lo has hecho apuntar, al nacer como el débil y todopoderoso niño Jesús, haciéndote hombre como nosotros. Y ahora vamos a celebrar pronto una vez más la Navidad, pensando en este apuntar de tu gran día.
Ayúdanos, haznos el regalo de que nos reunamos una vez más como es debido, que reflexionemos y examinemos cómo debemos ir a tu encuentro, ya que tu venida es ahora ya inminente, para que después, nuestra celebración de navidad no se reduzca a un teatro estéril, sino que por el contrario, sea un esplendoroso, serio y gozoso encuentro contigo.
Nos es necesario sentirnos sacudidos por estas reflexiones prenavideñas, y ponernos en movimiento. Pero, con toda seriedad, sólo tú puedes hacer esto en nosotros. Por esto te pedimos que no nos dejes solos en esta hora, sino que te hagas presente con tu fuerza. Te invocamos con las palabras que, por medio de tu mismo Hijo, has puesto tú en nuestros labios: Padre nuestro...
«A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío» (Lc 1, 53)
Queridos hermanos: La semana pasada, en el diario Migros "Wir Brückenbauer" (Nosotros, constructores de puentes), bien conocido de muchos de vosotros, leí en un reportaje, bajo el título "Navidad de los presidiarios", la frase siguiente: "La fiesta del amor y de la paz no es que encaje muy bien en una prisión". Lo que uno seguía leyendo, era ciertamente muy conmovedor, pero sin fuerza alguna, y estoy contento de que aquí no me parezca tan deplorable, como me pareció lo que describe este artículo. Se ha de protestar contra aquella frase. No estoy del todo seguro de que la celebración de la navidad encaje en la Seo o en la Engelgasskapelle, donde la celebran las personas más distinguidas. Pero estoy completamente seguro de que aquí encaja y, por lo tanto, de que encaja en una prisión. Estuvo bien que ya hubiera escogido antes mi texto para este domingo. Escuchadlo otra vez: A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío.
Él ha hecho esto: él, que se ha interesado por su pueblo de Israel, y con él, de toda la tierra, sin merecerlo, por pura bondad. Él, que quería mantener y consumar fielmente la alianza establecida con los hombres. Él, que no sólo ha expresado en palabras, sino que ha puesto en obra con poder, su gran amor al mundo creado por él. Él, que hizo brillar su luz en medio de nuestra tiniebla. Él, que ha dado una esperanza eterna a todo lo que vive. Él ha hecho esto, al hacerse hombre, al hacerse niño, como uno de nosotros, en la ciudad y en el pesebre de Belén. Él ha hecho esto. Y no dice que él quiere hacerlo y lo hará, sino que él ya lo ha hecho. Por lo tanto, fijaos bien: si eres un hambriento, ya te ha colmado de bienes. Si eres un rico, ya te ha despedido de vacío. Así es como sucedió allí, así se decidió y se realizó la separación al nacer el Niño Jesús. De esta manera se hizo allí la selección y, por lo tanto, se dijo sí y no, se amó y se odió, se aceptó y se rehusó. Los hambrientos fueron colmados allí de bienes, y los ricos fueron allí despedidos de vacío. Y el doble mensaje de adviento es éste, que se proclamó allí y se proclama hasta el día de hoy: que Dios se porta así con los hambrientos y con los ricos.
Los hambrientos. ¿Qué gente es ésta? Un hambriento es evidentemente uno a quien le hace falta lo más necesario. No alguna cosa bonita y hermosa de la que quizás pudiera estar privado, sino lo más necesario, de lo que no puede privarse. Y además, no tiene medios ni posibilidades de procurárselo. No puede sino derrumbarse y precipitarse hacia la muerte. Entonces tiene hambre. Y está sobrecogido del temor de morirse de hambre.
Lo más necesario para él puede ser un pedazo de pan y un plato de sopa, como para tantos en Asia lo es un par de manos llenas de arroz. Todos vosotros ya habéis visto fotografías de mujeres y niños hambrientos en la India, en África... ¿Ha sufrido quizás uno u otro de vosotros alguna vez hambre semejante? Pero me parece que por el momento, desde que estáis en esta casa, vuestro problema no es éste.
Lo más necesario que puede faltarle a un hombre, puede ser también una vida que él considere que vale la pena ser vivida. Pero lo que él ve, es una vida mal empleada, perdida y corrompida. Entonces tiene hambre. Lo más necesario que le falta, podría ser simplemente un poquitín de alegría. Mira alrededor, y no encuentra nada, absolutamente nada, que realmente pudiera causarle alegría. Y tiene hambre. Lo más necesario podría consistir sencillamente en que nadie lo ha amado de verdad. Y no se encuentra nadie que pueda apreciarlo. Y así tiene hambre. ¿Y si lo más necesario que le faltara fuera una buena conciencia? ¿Quién no desearía y debería tener una buena conciencia? Pero ¿y si uno sólo puede tener una mala conciencia? No puede sino tener hambre. Lo más necesario para él podría ser el poder estar completamente seguro de alguna cosa. Pero en él sólo hay dudas, y alguna vez le amenaza la desesperación. Por esto tiene hambre. Lo más necesario de todo podría ser para él, arreglar sus cuentas con Dios. Pero lo que hasta ahora ha oído decir de Dios, no le dice nada. A partir de aquí, no puede empezar a hacer nada, ni quiere saber nada de eso. Y ahora tiene hambre de estas cosas tan importantes.
De estos hambrientos oímos decir ahora: los colma de bienes. Por lo tanto no les ha dado sólo un "engaña bobos", ni solamente un bocado, ni se ha limitado a un regalo de navidad, barato o caro, ni a las migajas que caían de la mesa del señor, como las que recibió el pobre Lázaro (Lc 16, 21). No, él los ha alimentado y los ha deleitado hasta la saciedad. Como se dice en uno de nuestros cánticos: «les ha enviado desde el cielo una lluvia torrencial de amor». De ellos, de los más pobres, ha hecho los más ricos. Y lo ha hecho, haciéndose su hermano, convirtiéndose él mismo en un hambriento, que ha gritado por ellos y a favor de ellos: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34). Él se puso en lugar de ellos, poniendo a ellos en su lugar, para quitar de ellos y tomar sobre sí toda su debilidad, todo su error, todo su pecado, toda su miseria.
Él, a sus expensas, intervino a favor de ellos contra el diablo, contra la muerte, contra todo aquello que entristecía su vida y la hacía perversa y tenebrosa. Ha quitado de ellos todo esto y lo ha tomado sobre sí, para darles a cambio lo que era suyo: la majestad, la gloria, la alegría de los hijos de Dios. A un hambriento, como aquel cobrador de impuestos pecador, lo hizo bajar del templo a su casa, transformado en un hombre justo y cabal (Lc 18, 14). A un hambriento como aquel pobre Lázaro, lo elevó como a un verdadero santo, al seno del santo padre Abrahán (cf. Lc 16, 22). Lo llamó a su servicio, como hizo entonces con Pedro, después de haber salido a pescar inútilmente durante toda la noche (cf. Lc 5, 5.11). Le dio la bienvenida en la casa paterna como hijo pródigo: no con la mirada aniquiladora de un maestro de escuela severo, sino, tal como se menciona expresamente en la historia de aquel hijo, con el alborozo de la música y haciendo sacrificar el ternero cebado (cf. Lc 15, 22 s.). «Él nos ha hecho todo esto para mostrarnos su gran amor. Por esto se alegra toda la cristiandad y le da gracias por siempre».
¿Qué sociedad es ésta: "la cristiandad"? Nada menos que la comunidad de los hambrientos, que pueden alegrarse y dar gracias de que Dios los haya colmado de bienes. ¿Por qué precisamente a ellos? Pues porque están hambrientos y se sienten perdidos, y porque él ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10).
Los ricos. ¿Quiénes pueden ser esos ricos de quienes se habla a continuación? "Ricos". Cuando oímos esta palabra, lo primero que pensamos es en gente que tienen un montón de acciones, una gran cuenta corriente en el banco, una hermosa casa aquí en Basilea o en las cercanías, con cuadros auténticos, antiguos y modernos, en las paredes y, probablemente, también una casa de vacaciones junto al lago de Vierwaldstátter o en el Tessin, quizás también, un Mercedes fenomenal, y un televisor de los más caros; y de cosas agradables como éstas, todas las que queráis. Si todo esto les basta, si con todo esto se consideran consolados y seguros, si consideran que el sentido de la vida es buscar estas cosas, tenerlas y disfrutarlas, en este caso, pertenecen sin duda alguna a aquellos de quienes se habla aquí.
En el sentido aquí indicado, los ricos no son solamente éstos, sino que, tanto si tienen cuentas corrientes o cosas por el estilo, o no, son todos los que con su sabiduría y poder, creen que pueden dominar la vida, "manipularla", como se dice hoy día. Ricos, en el sentido que se indica aquí, son todos los que se tienen por sabios e inteligentes, por buenas personas (cf. Rom 12, 16). Todos los que, como el fariseo en el templo "se sienten seguros de sí pensando estar bien con Dios" (Lc 18, 9), todos los que se creen que han de dar gracias a Dios porque no son como estos o aquellos bribones, y piensan poder anunciar a los cuatro vientos lo bueno que han hecho o hacen (cf. Lc 18, 11 s), todos los que andan por ahí con la pretensión de que Dios y los hombres deberían estar de veras contentos de ellos. Éstos son los ricos de quienes se habla aquí.
Y precisamente se dice ahora de ellos: los despide de vacío. ¡Los pobres ricos! No les ha hecho nada malo. No les ha quitado nada de sus riquezas. Pero tampoco les ha manifestado nada bueno. Sólo los ha despedido, como se despide a uno que se ha equivocado de número de teléfono, o al que en la calle ha ido a dar con una dirección equivocada. Solamente los ha dejado estar y los ha dejado marchar con todos sus trastos. No los encontró interesantes, no podía emplearlos. No tenía nada que decirles y que darles ¡a los pobres ricos! Sí, entonces fue así. Lo que sucedió en el establo de Belén, no importó nada a estos ricos. Y lo mismo ha seguido pasando hasta el día de hoy,.La Navidad no puede hacer feliz a estos ricos. Se puede decir que la fiesta del amor y de la paz no encaja con ellos.
Pero con esto, hermanos míos, no hemos acabado aún con el doble mensaje de adviento, y os pido de todo corazón que prestéis atención, que reflexionéis, que os toméis en serio aquello en que vamos a seguir fijándonos.
En primer lugar: No todos los que aparentemente tienen hambre son realmente hambrientos. Hasta en la más grande miseria, en una grave enfermedad y hasta en la cárcel, uno puede ser una persona contenta y satisfecha, sin que los demás se den cuenta de ello. Hasta en el borde de la muerte, hasta en los lugares más impensables en que los hombres pueden encontrarse, existe gente más que satisfecha de sí misma, gente que se siente segura, sanos y felices de sí mismos. Y bastantes también, que se creen ser justos. Y hasta existe algo enormemente malo, y es, que uno puede hasta coquetear con su miseria, y reconocer y hacer constar casi con satisfacción, que uno es un pobre y perdido pecador. No sólo existen fariseos normales y corrientes. Existen también —yo ya me he encontrado con algunos de ellos— publicanos fariseos. Dios los ha despedido también de vacío hace tiempo, por más que adopten actitudes lastimosas y por bien que se encuentren. Estos hambrientos aparentes no han de maravillarse, si la Navidad no les dice ni les trae nada. La Navidad sólo tiene algo que decir y que traer a los que realmente están hambrientos.
En segundo lugar: Los pobres ricos, de la clase que sea, actúan, y sólo pueden actuar así, como si fueran ricos, siendo en realidad también ellos, muy, pero muy pobres. Con su riqueza se engañan a sí mismos, a Dios y los demás, aparentando lo que no son. Pues ningún hombre estará satisfecho de verdad, de lo que él es y de lo que tiene, aunque tenga la cuenta corriente en el banco, o su mercedes, o su honradez o su piedad. Nadie es de verdad su propio dueño, nadie se forja su felicidad, o, díganlo como quieran todas estas expresiones, nadie es su propio salvador. Mientras no actúe así, o si creyendo ser algo y durante el tiempo que actúa así desprecia a Dios, es uno a quien Dios, como prueba de su gran bondad para con todo el género humano, ha pasado por alto, ha despedido de vacío. Mientras haga esto, sólo podrá ver cómo Dios colma de bienes a los demás, a los hambrientos, pero no puede celebrar la Navidad con alegría; para él han cantado en vano los ángeles.
En tercer lugar: Pero existe también una esperanza para los ricos de todas clases, despedidos de vacío provisionalmente. El pobre rico no debería actuar como si tampoco le faltase a él lo más necesario, como si tampoco fuera él un hambriento. Bastaría con que reconociese y confesara que tampoco él es una persona inteligente, sabia y distinguida, y muy de veras se reconociera como una criatura muy infeliz, inútil y miserable. Sólo le bastaría con colocarse, abierto y sinceramente, al lado del publicano —del publicano auténtico, naturalmente, no al lado de aquel falsificado—: allá, donde también el salvador está directamente a su lado. Por lo tanto, sólo le bastaría querer saber y estar convencido de esto: ¡Dios mío, ten compasión de mí, pecador! (Lc 18, 13). De un solo golpe quedaría transformado. Ya no sería más un pobre rico, sino un rico pobre, uno de los que se dice en el evangelio: dichosos vosotros, los pobres (Lc 6, 20). También él sería colmado de bienes. Entonces oiría y captaría lo que decía el ángel a los pastores: Os traigo una gran alegría que lo será para todo el pueblo. Hoy os ha nacido un salvador q(Lc 2, 10). Y entonces podría juntarse a la alabanza de todas las legiones del ejército celestial: Gloria a Dios en el cielo paz en la tierra a los hombres, que él quiere tanto (Lc 2, 1 ). Por otra parte ¿sabéis cual es la señal segura de que uno está liberado de su mentira, es un auténtico hambriento y, por lo tanto, un hombre ya colmado de bienes, un rico pobre? Si tiene manos y corazón para los demás hambrientos de toda clase. Por ejemplo, el que en la India, África y en otras partes, halla millones, que no tienen pan, sopa y arroz. Vuestro problema será también entonces su propio problema. Entonces reconocerá en este hombre a su hermano y a su hermana, y actuará de acuerdo con esto. Haciendo esto, podría celebrar y celebraría para sí una Navidad gozosa.
Y ahora pues, la invitación a celebrar la Navidad se nos dirige a todos nosotros. Mira, voy a llegar enseguida (Ap 22, 7.12), dice el Señor —el Señor Jesucristo, el Señor Sebaot, junto al cual no existe ningún otro Dios—, y prosigue: Acercaos a mí los que estáis rendidos y abrumados, y yo os daré respiro (Mt 11, 28). «Venid acá, los pobres y miserables, colmad libremente las manos de vuestra fe. Aquí están todos los buenos regalos y el oro, es con ellos con los que debéis solazar vuestro corazón». Venid tal como sois, como auténticos hambrientos. No actuéis como si no lo fuerais.
Y ahora ya podemos acoger la desconsoladora frase que mencioné al empezar y metérnosla en la cabeza: en una casa habitada por gente fatigada y agobiada, por pobres y miserables que tienen hambre de verdad encaja bien la fiesta de Navidad. ¡Sólo en una casa como ésta! En una casa como ésta, con toda seguridad. Amén.
Por Karl Barth
23 de diciembre de 1962, cárcel de Basilea