III. LAS CONCRECIONES

 

A partir de la compenetración recíproca y de la unión de los diferentes elementos que hemos detectado en los escritos del NT y en su ambiente, se desembocó, durante el s. II , en las primeras formas de liturgia cristiana. La reunión de la comunidad en el día del Señor para celebrar la memoria del Señor, la eucaristía, es elemento central. El día es ya una costumbre bien fija. En la Didajé leemos: "Reunidos cada día del Señor, romped el pan y dad gracias..." (c. 14). Hacia la mitad del s. II, Justino presenta la primera descripción precisa del culto dominical. En el "día que se llama del sol" todos se reúnen; se leen pasajes de los escritos de los apóstoles y de los profetas; siguen la homilía y las oraciones de intercesión; a continuación se presentan pan y vino mezclado con agua, y el que preside la asamblea dice sobre ellos, "según sus fuerzas", "oraciones y acciones de gracias" a las que todos responden con un "Amén"; los dones así "eucaristizados" se distribuyen entre todos (Apol. 1, 67); ahora se han cambiado en la carne y sangre del Jesús encarnado (c. 66). Se trata ya de la estructura de la misa, que ha permanecido igual hasta hoy a lo largo de los siglos. Punto central, decisivo, después de la liturgia de la palabra, es la plegaria eucarística, pronunciada sobre los alimentos llevados por los fieles para que se transformen; después, todos se unen en la comida. Esto, sencillamente, desarrolla el núcleo central puesto por el NT: la comunidad se realiza al acoger la recomendación apostólica de hacer memoria de la muerte y resurrección de Jesucristo; es un convite santo, que continuamente une a todos, según 1 Cor 10,17: "Porque no hay más que un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan".

 

Todavía no existen textos precisos para ello; el celebrante habla libremente, "según sus fuerzas", dice Justino. De todas formas, podemos, en cierta medida, descubrir el género literario de la oración de la eucharistía; se trata de la formulación cristiana de la oración de la berakah proveniente del AT, de la oración de "alabanza" de los mirabilia Dei. En los capítulos 9 y 10 de la Didajé se nos ofrecen por lo me nos algunos ejemplos semejantes de cómo se podía formular esa eucharistia cristiana.

 

El primer texto preciso lo encontramos solamente en la oración de acción de gracias que nos transmite Hipólito Romano, a comienzos del s. III, en su Tradición Apostólica. Se trata de un texto no prescrito, sino ejemplificativo, que el celebrante puede seguir con toda libertad, sin estar obligado a ello. Después de la introducción (el diálogo como el de hoy), leemos: "Te damos gracias, oh Dios, por medio de tu amado Hijo Jesucristo, que en estos últimos tiempos nos has enviado como salvador y redentor..." (c. 4). La celebración del domingo mediante la liturgia de la palabra y del memorial del Señor (eucaristía) es la primera y más importante acción litúrgica de la iglesia antigua testimoniada con toda claridad.

 

A la vez va formándose -aunque esté menos testimoniada- la celebración de la pascua anual. Un escrito de los años 130-140, la Epistula Apostolorum, habla por primera vez de la existencia de esta fiesta. Se celebra ya anualmente, como la pascua judía, en memoria de la muerte salvífica de Cristo, en la que se cumple la pascua antigua, que la prefiguraba. Su liturgia consiste concretamente en una vigilia nocturna (vigilia), concluida al canto del gallo con la celebración de la eucaristía. Hacia finales del siglo II, la controversia sobre la fecha precisa de la pascua (a saber: si había que seguir la costumbre judía, poniendo el acento en la muerte del Señor, y adoptar por tanto el 14 de Nisán, o bien si se debe elegir como fecha el día del Señor sucesivo al 14 de Nisán, poniendo así el acento en la resurrección) lleva a preferir el día del Señor. La vigilia nocturna que precede al día festivo (y a todo el tiempo festivo pascual, el pentecostés que se añadió muy pronto) es un elemento decisivo. Desde bien entrado el siglo III, la fiesta de la pascua es solamente el transitus, el "paso del ayuno a la fiesta; por tanto, propiamente un punto de demarcación, la superación de la línea divisoria entre muerte y vida, entre la muerte de cruz y la resurrección de Cristo, entre la muerte al pecado y la nueva vida con Cristo. Después, poco a poco, toda la vigilia y la eucaristía festiva que la cierra se llamarán pascua; por eso la pascua comprende también el ayuno a partir de la tarde del viernes santo, desde la hora de la muerte del Señor. En el siglo IV se coloca delante de la pascua el "tiempo de cuarenta días de ayuno y penitencia", y después de ella el "tiempo de cincuenta días" o pentecostés, en el que, según una afirmación de Tertuliano (De corona 3), es nefas, no está permitido ayunar ni rezar de rodillas, exactamente como en los días del Señor. Esta celebración anual es, en aquella época y en el fondo hasta hoy, "la fiesta" de la iglesia pura y simplemente, he heorté, "en su conjunto la fiesta de la redención a través de la muerte y la glorificación del Señor" 6 bis. En esta santa noche pascual se administra también el bautismo y la sucesiva imposición de las manos y unción para la comunicación del Espíritu Santo. Se trata de los dos sacramentos de la iniciación a la vida cristiana, que llevan a la cumbre de la primera participación activa en la celebración eucarística.

 

Estamos bien informados sobre la celebración de la liturgia de esos sacramentos de la iniciación a través de la Didajé, de Justino (Apología I), de Tertuliano y, al principio del s. III, nuevamente de Hipólito (Tradición apostólica). Tras una adecuada preparación catequética completada en los "cuarenta días" de ayuno de la preparación de la fiesta pascual, después de oraciones y exorcismos, después de la participación en la vigilia nocturna, a primeras horas de la mañana se consagra el agua, los candidatos se despojan de sus ropas -símbolo del hombre viejo-, se consagra el aceite sagrado, los que van a ser bautizados renuncian a Satanás y bajan, desnudos, al agua, y allí escuchan la triple pregunta e invitación a confesar su fe en el Padre, y en el Hijo, y en el Espíritu Santo, y se les sumerge tres veces con tres invocaciones (epíclesis) de los nombres divinos. Tras una primera unción con el óleo, los bautizados se visten sus ropas -símbolo del hombre nuevo- y son conducidos ante el obispo, que les impone las manos y los unge con óleo santo mientras pronuncia estas palabras: "Señor Dios, que los has hecho dignos de merecer la remisión de los pecados mediante el baño de regeneración del Espíritu Santo, infunde en ellos tu gracia, para que te sirvan según tu voluntad..." El obispo les da el beso de paz y luego les admite a la oración y a la participación comunitaria en la eucaristía con todo el pueblo (Tradición apostólica 17-21). Este es el núcleo del rito de la iniciación: "Por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con él, son sepultados con él y resucitan con él; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos: Abba! ¡Padre! (Rom 8, 15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre. Asimismo, cuantas veces comen la cena del Señor proclaman su muerte hasta que vuelva. Por eso, el día mismo de pentecostés, en que la Iglesia se manifestó al mundo, los que recibieron la palabra de Pedro fueron bautizados... (He 2,41-42. 47). Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo cuanto a él se refiere en toda la escritura (Le 24,27), celebrando la eucaristía, en la cual se hacen de nuevo presentes la victoria y el triunfo de su muerte, y dando gracias al mismo tiempo a Dios por el don inefable (2 Cor 9, 15)..." (S C 6).

 

En el mismo tiempo en que se hace esta elocuente descripción de la liturgia central de la iglesia, encontramos también las primeras alusiones claras a la que será posteriormente la liturgia de las Horas. La Tradición apostólica de Hipólito, junto a la cena común, conoce una especie de lucernarium o culto vespertino. Al caer de la tarde, el diácono lleva la lámpara a la asamblea y se pronuncia una oración de acción de gracias sobre ella: "Te damos gracias, Señor, por tu Hijo Jesucristo, nuestro Señor, por el que nos has iluminado revelándonos la luz incorruptible. Hemos vivido todo este día y hemos llegado al comienzo de la noche... Que no nos falte ahora la luz de la tarde, por tu gracia; por eso te alabamos y te glorificamos por medio de tu Hijo..." (c. 25). Otros capítulos invitan a orar por la mañana, antes de comenzar el trabajo; si es posible, incluso en la "asamblea, donde el Espíritu produce fruto" (c. 35). Pero también cada uno debe orar a la hora de tercia, sexta y nona, "alabando continuamente a Dios", y antes del reposo nocturno; e incluso los que viven en comunidad conyugal deben levantarse a media noche para orar (c. 41). Unos años antes Tertuliano trazaba el cuadro de estos tiempos de oración de una manera algo más realista, y distinguía las horae legitimae, o sea, los tiempos de oración obligatorios "al comienzo del día y de la noche", de las "orationes communes", acerca de las cuales no existe ninguna prescripción (De oratione 25). De cualquier forma, no se trata de un deber en sentido estricto, porque "respecto a los tiempos de oración no hay ninguna prescripción; solamente se debe orar en todo tiempo y en todo lugar" (ib, 24).

 

Para hacer posible esta vida cristiana, que celebra la acción salvífica realizada por Dios en Cristo, los apóstoles habían establecido ancianos, o sea, presbíteros (cf He 14, 23). Al comienzo del s. II, ya en Ignacio de Antioquía encontramos plenamente desarrollado el ministerio de los obispos, de los sacerdotes y de los diáconos. Al principio del siglo III es otra vez Hipólito de Roma el primer testigo de las acciones cultuales por las que se transmite solemnemente este poder ministerial (Tradición apostólica 2s; 7-13). En el día del Señor los obispos presentes imponen las manos sobre el obispo neoelecto por el pueblo en presencia del presbiterio y recitan sobre él la oración de consagración: "Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo..., envía ahora el poder -que sólo puede venir de ti-del Espíritu soberano (heghemonikoú) que tú has dado a tu amado Hijo Jesucristo... Concede, Padre que conoces los corazones, a este siervo que has elegido para el episcopado, el don de pastorear tu santo rebaño... (c. 3, ed. Botte, 6 y 8). De la misma manera el obispo y los sacerdotes imponen las manos sobre el candidato al presbiterado y oran sobre él (c. 7, ed. Botte, 20). Al diácono lo consagra solamente el obispo (c. 8, Botte, 22 s; 26); los demás ministerios se transmiten sin imposición de manos (cc. 11; 13).

 

Finalmente, debemos recordar que, ya a partir de la segunda mitad del siglo II y después a lo largo del siglo III, se celebran las memorias de los mártires en sus dies natalis, y precisamente con una celebración de la eucaristía sobre sus tumbas, seguida de una comida en común.

 

Estos son los rasgos esenciales del culto divino de la iglesia postapostólica en los siglos II y III. Con gran libertad y apertura a la inspiración del momento y del tiempo, las líneas fundamentales de los evangelios y de las cartas apostólicas se tradujeron en unas pocas acciones cultuales sencillas, pero características, en las que, utilizando materiales de la tradición veterotestamentaria y adoptando formas que le resultaban comprensibles también al hombre helenístico contemporáneo, se proclama, se celebra y se comunica el misterio pascual de Cristo; o sea, el hombre se inserta en el misterio de Cristo a través del bautismo, la confirmación y la participación en la eucaristía, a través de la celebración regular de la eucaristía en el día del Señor de cada semana y en la celebración anual de la pascua, de aquella gran vigilia nocturna que se prepara con un tiempo más bien largo de ayuno y se corona con el tiempo festino y gozoso de pentecostés. La oración incesante, concretada en la alabanza matutina y de la tarde y en la oración libre en cualquier momento, inserta la confesión de Cristo en la vida cotidiana.

 

Aunque se trate solamente de líneas fundamentales y esenciales y de primeras redacciones de textos escritos, la vida cultual posee ya una estructuración fijada a grandes trazos, como deja intuir la Didajé y demuestran la Tradición apostólica y otras disposiciones eclesiásticas semejantes de tiempos algo posteriores.

 

El cuadro que hemos trazado, remitiéndonos para los siglos II y III sobre todo a Hipólito y a Tertuliano, se refiere principalmente a la liturgia de la iglesia de Roma y del Africa latina. Pero las indicaciones ocasionales que encontramos en otros escritos testimonian en medida suficiente que las estructuras fundamentales son iguales por todas partes. Pese a la libertad en la composición de los textos de que goza el obispo que preside el culto, encontramos en todas las iglesias las mismas celebraciones cultuales que explicitan el patrimonio originario heredado de los apóstoles, sobre todo en lo que se refiere a la materia y forma de los siete sacramentos.