Misa masiva por Turquía

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Estambul, 29 noviembre 2025

Queridos hermanos y hermanas, celebramos esta Santa Misa en la víspera del día en que la Iglesia recuerda al apóstol San Andrés, patrono de esta tierra. Al mismo tiempo, comenzamos el Adviento para prepararnos a rememorar el misterio de Jesús, Hijo de Dios, «engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre» (Credo Niceno-Constantinopolitano), como declararon solemnemente hace 1700 años los padres reunidos en el Concilio de Nicea.

En este contexto, la liturgia nos propone, en la primera lectura (Is 2,1-5), una de las páginas más bellas del libro del profeta Isaías, donde resuena la invitación dirigida a todos los pueblos a subir al monte del Señor (v.3), lugar de luz y de paz. Me gustaría, pues, que meditáramos sobre nuestro ser Iglesia, deteniéndonos en algunas imágenes contenidas en este texto.

La primera imagen es la del «monte elevado sobre la cima de los montes» (Is 2,2). Nos recuerda que los frutos de la acción de Dios en nuestra vida no son un don sólo para nosotros, sino para todos. La belleza de Sión, ciudad en la montaña, símbolo de una comunidad renacida en la fidelidad que es signo de luz para hombres y mujeres de cualquier origen, nos recuerda que la alegría del bien es contagiosa.

Encontramos confirmación de ello en la vida de muchos santos. Pedro conoce a Jesús gracias al entusiasmo de su hermano Andrés (Jn 1,40-42), el cual es llevado al Señor por Juan el Bautista. San Juan Crisóstomo, gran pastor de esta Iglesia, decía que «el prodigio fue y pasó, pero la vida cristiana permanece y edifica continuamente» (Homilías sobre Mateo, XLIII, 5), y concluía: «Vigilemos, pues, sobre nosotros mismos, para beneficiar también a los demás» (Ibíd).

Queridos hermanos, si realmente queremos ayudar a las personas con las que nos encontramos, vigilemos sobre nosotros mismos, como nos recomienda el evangelio (Mt 24,42). Cultivemos nuestra fe con la oración, con los sacramentos, vivámosla coherentemente en la caridad, desechemos (como nos ha dicho San Pablo en la segunda lectura) las obras de las tinieblas y vistámonos con la armadura de la luz (Rm 13,12).

El Señor, a quien aguardamos glorioso al final de los tiempos, viene cada día a llamar a nuestra puerta. Estemos preparados (Mt 24,44) con el compromiso sincero de una vida buena, como nos enseñan los numerosos modelos de santidad de los que es rica la historia de esta tierra.

La segunda imagen que nos transmite Isaías es la de un mundo en el que reina la paz. El profeta lo describe así: «Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra» (Is 2,4). ¡Con qué urgencia percibimos hoy esta llamada! ¡Cuánta necesidad de paz, de unidad y de reconciliación hay a nuestro alrededor, y también en nosotros y entre nosotros! ¿Cómo podemos contribuir a responder a esta exigencia?

Para comprenderlo, nos ayudamos del logotipo de este viaje, en el que uno de los símbolos elegidos es el puente. Puede hacernos pensar también en el famoso gran viaducto que, en esta ciudad, cruzando el Estrecho del Bósforo, une dos continentes: Asia y Europa. Con el tiempo, se han añadido otros dos pasos, de modo que actualmente hay tres puntos de unión entre las dos orillas. Tres grandes estructuras de comunicación, intercambio y encuentro; imponentes a la vista, pero tan pequeñas y frágiles si se comparan con los inmensos territorios que conectan.

La triple extensión a través del Bósforo nos hace pensar en la importancia de nuestros esfuerzos comunes por la unidad en tres niveles: dentro de nuestra comunidad, en las relaciones ecuménicas con otras confesiones cristianas, en el encuentro con otras religiones. Cuidar estos tres puentes, reforzándolos y ampliándolos de todas las formas posibles, forma parte de nuestra vocación de ser una ciudad construida sobre la montaña (Mt 5,14-16).

Ante todo, como decía, dentro de esta Iglesia están presentes cuatro tradiciones litúrgicas diferentes (la latina, la armenia, la caldea y la siríaca), cada una de las cuales aporta su propia riqueza espiritual, histórica y de experiencia eclesial. Compartir estas diferencias puede mostrar de manera eminente uno de los rasgos más bellos del rostro de la Esposa de Cristo: el de la catolicidad que une.

La unidad que se consolida en torno al altar es un don de Dios y, como tal, es fuerte e invencible, porque es obra de su gracia. Al mismo tiempo, sin embargo, su realización en la historia está confiada a nosotros, a nuestros esfuerzos. Por eso, como los puentes sobre el Bósforo, necesita cuidado, atención y mantenimiento, para que el tiempo y las vicisitudes no debiliten sus estructuras y para que sus cimientos permanezcan sólidos.

Con la mirada puesta en el monte de la promesa, imagen de la Jerusalén celestial, que es nuestra meta y madre (Gál 4,26), pongamos todo nuestro empeño en favorecer y fortalecer los lazos que nos unen, para enriquecernos mutuamente y ser, ante el mundo, un signo creíble del amor universal e infinito del Señor.

Un segundo vínculo de comunión que nos sugiere esta liturgia es el ecuménico. Lo atestigua también la participación de los representantes de otras confesiones, que saludo con vivo aprecio. La misma fe en el Salvador, en efecto, nos une no sólo entre nosotros, sino con todos los hermanos y hermanas que pertenecen a otras iglesias cristianas. Lo experimentamos ayer, en el Encuentro Ecuménico de Nicea.

También este es un camino que recorremos juntos desde hace tiempo, y del que fue gran promotor y testigo San Juan XXIII, vinculado a esta tierra por intensos lazos de afecto recíproco. Por eso, mientras pedimos, con las palabras del papa Juan, que «se realice el gran misterio de aquella unidad que con ardiente plegaria invocó Jesús al Padre celestial, estando inminente su sacrificio» (Vaticano II, Discurso de Apertura, VIII, 2), renovamos hoy nuestro a la unidad, «que todos sean uno» (Jn 17,21).

Un tercer vínculo al que nos remite la palabra de Dios es el que nos une a los miembros de comunidades no cristianas. Vivimos en un mundo en el que, con demasiada frecuencia, la religión se utiliza para justificar guerras y atrocidades. Sin embargo, nosotros sabemos que, como afirma el Concilio Vaticano II, «la relación del hombre para con Dios Padre, y con los demás hombres sus hermanos, están de tal forma unidas que, como dice la Escritura, el que no ama no ha conocido a Dios» (Nostra Aetate, 5).

Queremos caminar juntos, valorando lo que nos une, derribando los muros del prejuicio y la desconfianza, favoreciendo el conocimiento y la estima mutua, para dar a todos un fuerte mensaje de esperanza y una invitación a convertirse en "artífices de la paz" (Mt 5,9).

Queridos hermanos, hagamos de estos valores nuestros propósitos para nuestra vida, tanto personal como comunitaria. Que nuestros pasos se muevan como ese puente que une la tierra con el cielo y que el Señor ha tendido para nosotros. Mantengamos siempre la mirada fija en sus orillas, para amar con todo el corazón a Dios y a los hermanos, para caminar juntos y poder encontrarnos todos, algún día, en la casa del Padre.

León XIV

 Act: 29/11/25    @viaje a turquía       E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A