A los agustinos de Pensilvania
Iglesia
de San Agustín
Filadelfia, 28 agosto 2025
Buenas noches, hermanos, y que Dios bendiga a todos los que participan en este extraordinario evento.
En la solemnidad de nuestro padre San Agustín, me conmueve y me honra profundamente recibir la medalla de San Agustín de la provincia de Santo Tomás de Villanueva. Al escribir este mensaje, me encuentro lejos del calor de Roma y me encuentro en Castel Gandolfo para orar, reflexionar y descansar. Les alegrará saber que la iglesia parroquial de esta ciudad a las afueras de Roma está dedicada a Santo Tomás de Villanueva, conocido como el padre de los pobres, un fraile y obispo agustino de extraordinario talento que dedicó su vida al servicio de los pobres.
Como agustinos, nos esforzamos cada día por vivir a la altura de nuestro padre espiritual, San Agustín. Ser reconocido como agustino es un profundo honor. Debo mucho de lo que soy al espíritu y las enseñanzas de San Agustín, y les agradezco a todos ustedes por las múltiples maneras en que sus vidas demuestran un profundo compromiso con los valores de veritas, unitas y caritas.
San Agustín, como saben, fue uno de los grandes fundadores del monacato: obispo, teólogo, predicador, escritor y doctor de la Iglesia. Pero esto no sucedió de la noche a la mañana. Su vida estuvo llena de pruebas y errores, como la nuestra. Sin embargo, gracias a la gracia de Dios, a las oraciones de su madre, Mónica, y a la comunidad de buenas personas que lo rodeaban, Agustín logró encontrar la paz para su corazón inquieto.
La vida de San Agustín y su llamado a liderar sirviendo nos recuerdan a todos que poseemos dones y talentos dados por Dios y que nuestro propósito, realización y alegría provienen de devolverlos en un servicio amoroso a Dios y a nuestro prójimo.
Es un placer estar con ustedes esta noche, reunidos en la histórica Filadelfia, sede de la Iglesia de San Agustín, una de las comunidades religiosas más antiguas de Estados Unidos. Nos sostiene el ejemplo de frailes agustinos como los padres Matthew Carr y John Rossiter, cuyo espíritu misionero les impulsó, a finales del siglo XVIII, a llevar la buena nueva del evangelio a los inmigrantes irlandeses y alemanes que buscaban una vida mejor y tolerancia religiosa. Incluso hoy, estamos llamados a continuar este legado de servicio amoroso a todo el pueblo de Dios.
En el evangelio, Jesús nos recuerda amar al prójimo, y esto nos desafía, ahora más que nunca, a recordar ver a nuestro prójimo hoy con los ojos de Cristo, sabiendo que todos somos creados a imagen y semejanza de Dios, a través de la amistad, las relaciones, el diálogo y el respeto mutuo. Podemos ver más allá de nuestras diferencias y descubrir nuestra verdadera identidad como hermanos y hermanas en Cristo.
Como comunidad de creyentes, inspirados por el carisma de los agustinos, estamos llamados a ser constructores de paz en nuestras familias y comunidades, y a reconocer verdaderamente la presencia de Dios en los demás. La paz comienza con lo que decimos y hacemos, y con cómo lo decimos y lo hacemos.
San Agustín nos recuerda que antes de hablar, debemos escuchar, y como Iglesia sinodal, se nos anima a renovar nuestro compromiso con el arte de escuchar mediante la oración, el silencio, el discernimiento y la reflexión. Tenemos la oportunidad y la responsabilidad de escuchar al Espíritu Santo; de escucharnos unos a otros; de escuchar las voces de los pobres y marginados, cuyas voces necesitan ser escuchadas. San Agustín nos insta a prestar atención y escuchar al Maestro interior, la voz que habla desde el interior de cada uno de nosotros. Es en nuestros corazones donde Dios nos habla.
En uno de sus discursos, San Agustín animó a sus oyentes: «No limitéis vuestra atención a lo que oís, sino tened la atención del corazón». ¿Qué debemos hacer para practicar la escucha atenta? Sobre todo, porque el mundo está lleno de ruido, y nuestra mente y corazón pueden verse inundados de diversos tipos de mensajes, y estos mensajes pueden alimentar nuestra inquietud y robarnos la alegría.
Como comunidad de fe, buscando construir una relación con el Señor, procuremos filtrar el ruido, las voces que dividen en nuestra mente y corazón, y abrirnos a las invitaciones diarias a aprender más sobre Dios y su amor. Cuando escuchamos la voz amorosa y reconfortante del Señor, podemos compartirla con el mundo mientras buscamos ser uno en él.
Estoy agradecido por este honor, y especialmente por las misas y oraciones en mi apoyo celebradas esta noche y en otras ocasiones, mientras trato de servir humildemente. Por favor, sigan orando por mí y por las intenciones de todo el pueblo de Dios en todo el mundo.
Aseguro a todos los aquí reunidos esta noche que cuentan con mis oraciones, tanto mis hermanos agustinos, mis compañeros misioneros de Villanova, del pasado, del presente y del futuro, los mayores y los jóvenes y todos nuestros queridos amigos de la Orden. Como Agustín, nos unimos en nuestros momentos de ansiedad, oscuridad y duda, y al igual que él, por la gracia de Dios, podemos descubrir que el amor de Dios realmente sana. Construyamos una comunidad donde este amor se haga visible.
Que sigamos fortaleciendo nuestra misión compartida, como Iglesia y comunidad, para promover la paz, vivir con esperanza y reflejar la luz y el amor de Dios en el mundo. Es en nuestra unidad en Cristo y en nuestra comunión mutua que la luz crecerá y brillará en nuestro mundo.
Bajo la guía y protección de la Virgen María, nuestra madre del buen consejo, que nunca olvidemos los dones que nos dio con el sí lleno de fe que pronunció cuando aceptó lo que Dios había planeado para ella.
Que Dios loe bendiga a todos, y traiga paz a sus corazones inquietos, y les ayude a seguir construyendo una comunidad de amor, unidos en mente y corazón, volcados hacia Dios. Que la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes y permanezca siempre con ustedes. Gracias.
León XIV