Al Dicasterio para Laicos, Familia y Vida
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Vaticanas
Vaticano, 2 junio 2025
Queridos hermanos y hermanas, me complace que, al día siguiente de la celebración del Jubileo de las Familias, un grupo de expertos se reuniera en el Dicasterio para Laicos, Familia y Vida para reflexionar sobre el tema "evangelizar con las familias de hoy y de mañana. Desafíos eclesiológicos y pastorales".
Este tema expresa bien la solicitud maternal de la Iglesia por las familias cristianas presentes en todo el mundo, como miembros vivos del cuerpo místico de Cristo y primer núcleo eclesial al que el Señor confía la transmisión de la fe y del evangelio, especialmente a las nuevas generaciones.
La pregunta profunda sobre el infinito, inscrita en el corazón de cada hombre, encarga a los padres y a las madres la tarea de hacer conscientes a sus hijos de la paternidad de Dios, según lo que decía San Agustín: «Como en ti tenemos la fuente de la vida, así en tu luz veremos la luz» (Confesiones, XIII, 16).
Vivimos en una época caracterizada por una creciente búsqueda de espiritualidad, especialmente entre los jóvenes, ávidos de relaciones auténticas y de maestros de vida. Precisamente por eso, es importante que la comunidad cristiana sepa mirar a lo lejos, convirtiéndose en guardiana, ante los desafíos del mundo, del anhelo de fe que anida en el corazón de cada uno.
Es particularmente urgente, en este esfuerzo, prestar especial atención a aquellas familias que, por diversas razones, están espiritualmente más distantes (como las que no se sienten involucradas, o dicen no estar interesadas, o se sienten excluidas de los caminos comunes) y, a la vez, desearían formar parte de alguna manera de una comunidad en la que crecer y caminar. ¡Cuántas personas ignoran hoy la invitación a encontrarse con Dios!
Frente a esta necesidad, y desgraciadamente, una privatización cada vez más difundida de la fe impide a menudo a estos hermanos y hermanas conocer las riquezas y los dones de la Iglesia, como lugar de gracia, fraternidad y amor. Así, aun con deseos sanos y santos, mientras buscan sinceramente puntos de apoyo para escalar los bellos caminos de la vida y de la alegría plena, muchos terminan apoyándose en falsos asideros que, no soportando el peso de sus necesidades más profundas, los dejan resbalar hacia abajo, alejándolos de Dios y haciéndolos naufragar en un mar de solicitaciones mundanas.
Entre ellos hay padres y madres, niños, jóvenes y adolescentes, a veces alienados por modelos ilusorios de vida, donde no hay espacio para la fe y sí para la difusión distorsionada de medios potencialmente buenos en sí mismos (como las redes sociales) que acaban siendo nocivos cuando se convierten en vehículos de mensajes engañosos.
Lo que mueve a la Iglesia, en su esfuerzo pastoral y misionero, es precisamente el deseo de ir a pescar esta humanidad, para salvarla de las aguas del mal y de la muerte a través del encuentro con Cristo.
Tal vez muchos jóvenes, que hoy eligen la convivencia en lugar del matrimonio cristiano, necesitan en realidad de alguien que les muestre de manera concreta y comprensible, y sobre todo con el ejemplo de vida, qué es el don de la gracia sacramental y qué fuerza viene de él. Quizás necesiten que alguien les ayude a comprender «la belleza y la grandeza de la vocación al amor, al servicio de la vida» que Dios dona a los esposos (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 1).
Del mismo modo, muchos padres, al educar a sus hijos en la fe, necesitan comunidades que les sostengan en la creación de condiciones que les lleven a encontrarse con Jesús, o «lugares en los que se realiza aquella comunión de amor que encuentra su fuente última en Dios mismo» (Francisco I, Catequesis, 9-IX-2015).
La fe es, ante todo, una respuesta a una mirada de amor, y el mayor error que podemos cometer como cristianos es, en palabras de San Agustín, «pretender que la gracia de Cristo consiste en su ejemplo y no en el don de su persona» (Contra Juliano, II, 146).
¡Cuántas veces, en un pasado quizás no tan lejano, hemos olvidado esta verdad y presentado la vida cristiana como un conjunto de preceptos que deben respetarse, sustituyendo la maravillosa experiencia del encuentro con Jesús! Él es el Dios que se nos entrega, pero no por una religión moralista, onerosa y poco atractiva que, en cierto modo, no puede realizarse en la concreción de la vida cotidiana.
En este contexto, corresponde a los obispos, sucesores de los apóstoles y pastores del rebaño de Cristo, echar la red al mar, convirtiéndose en "pescadores de familias". Los laicos también están llamados a participar en esta misión, convirtiéndose, junto con los ministros ordenados, en "pescadores de parejas, jóvenes, niños, mujeres y hombres de toda edad y condición", para que todos puedan encontrar al único que puede salvar.
De hecho, cada uno de nosotros, en el bautismo, es constituido sacerdote, rey y profeta para sus hermanos y hermanas, y se convierte en «piedra viva» (1Pe 2,4-5) para la construcción del edificio de Dios «en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu y en la coexistencia de la diversidad» (León XIV, Homilía, 18-V-2025).
Os invito, por tanto, a uniros a los esfuerzos con los que toda la Iglesia va en busca de estas familias que, solas, ya no se acercan. Aprended a caminar con ellas, y cómo ayudarlas a encontrar la fe, convirtiéndoos en "pescadores de familias".
No os desaniméis ante las situaciones difíciles que enfrentaréis. Es cierto que hoy las familias están heridas de muchas maneras, pero «el evangelio de la familia también nutre las semillas que aún esperan madurar, y debe cuidar los árboles que se han marchitado y que no deben descuidarse» (Francisco I, Amoris Laetitia, 76).
Es necesario promover el encuentro con la ternura de Dios, que valora y ama la historia de cada persona. Esto no consiste en dar respuestas apresuradas a preguntas desafiantes, sino en acercarnos a las personas, escucharlas, intentar comprender con ellas cómo afrontar las dificultades, y estar dispuestos a abrirnos (cuando sea necesario) a nuevos criterios de evaluación y diferentes maneras de actuar.
¿Por qué? Porque cada generación es diferente, y presenta sus propios desafíos, sueños e interrogantes. En medio de tantos cambios, Jesucristo sigue siendo «el mismo, ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8). Por tanto, si queremos ayudar a las familias a vivir caminos alegres de comunión, y a ser semillas de fe las unas para las otras, es necesario que cultivemos y renovemos nuestra identidad como creyentes.
Queridos hermanos y hermanas, ¡os agradezco vuestra labor! Que el Espíritu Santo os guíe en el discernimiento de criterios y métodos de compromiso eclesial, para apoyar y promover la pastoral familiar. Ayudemos a las familias a escuchar con valentía la propuesta de Cristo y las invitaciones de la Iglesia. Os recuerdo en mi oración y os imparto de corazón la bendición apostólica.
León XIV